XIX

Entonces se manifestó la pasión contenida en el pecho de Julián. Los muchachos salieron a buscarle al día siguiente en vista que no regresaba al pueblo. Dieron una batida por los alrededores, se pararon a inspeccionar los barrancos, temerosos de que hubiera sufrido un accidente; preguntaron a muchas leguas a la redonda, sin que nadie les supiera dar razón de su paso.

Había desaparecido.

María había sentido, una de aquellas noches, rondar a alguien su casa. Alguien que se acercaba a su ventana, tan próximo a ella que se le oía respirar. Al levantarse, sobresaltada, oyó la voz de Julián, inconfundible, llamarla. Se echó un abrigo y salió al campo. Toda la fuerza de la sangre se agolpaba en su rostro.

- Julián, Julián. ¿Estás herido?

Intentó el hombre persuadirla.

- Me voy. Solo te quiero a ti y solo a ti he querido siempre. Bajó más aún la voz, que era ya un murmullo.

- Mañana, a esta hora, pasaré de nuevo. Tienes que seguirme. No puedo vivir sin ti.

María intentaba desasir sus brazos de los de Julián, que la atenazaban, casi hiriéndola.

- No tienes que preocuparte por nada. Nos marcharemos lejos. Compraré unas tierras con algún dinero que me he llevado. Huye conmigo de este pueblo donde nadie te quiere. Yo te haré feliz.

Apoyose María en el muro, por no caer de zozobra y de espanto. A un pequeño rumor el hombre había desligado el caballo. María no lo había advertido hasta entonces.

- Hasta mañana -susurró Julián.

Vio cómo se alejaba, al trote de su caballería.

María quedó largo rato tal como Julián la había dejado. Lentamente cayó, apoyada levemente en el muro. El suelo estaba húmedo de la escarcha copiosa. Sintió frío y entrose. La emoción del encuentro habíala paralizado.

Revuelta en su camastro piensa María con espanto en la escena reciente. Entonces empieza a apercibirse de la equivocación de Julián aquella noche. Si, como antaño, le hubiera dicho: «Sígueme hoy», le hubiera seguido sin pronunciar palabra. Pero, pasada la sorpresa y el arrebato, nada podía vencer la decisión, la honestidad, la esperanza en algo distinto y mejor que anima desde la niñez a María. Y, no obstante, siente el dolor de los frutos malogrados, el dolor de resistirse aún a aquel amor tras el cual ha perdido los mejores años de su vida. No pudo ser. Sus caminos son y eran opuestos.

A la siguiente noche advirtió María, en el silencio, la proximidad de Julián. Sintió cómo se aproximaba a la cerca y entraba luego en el recinto sin apearse. María había cerrado los postigos y atrancado la puerta. Se levantó de un salto y se aproximó a aquellos. Los nudillos de Julián llamaban angustiados.

- María, María, escúchame.

Le escuchaba, mas sin pronunciar palabra, reteniendo la respiración. Se oyeron unos borrachos aproximarse cantando. Julián se alejó; mas una vez estos hubieron pasado, volvió con esperanza a aquella ventana cerrada, consciente de que tras ella estaba María; la voz del hombre era ahora suplicante, desesperada. Hasta el alba estuvo allí.

Y esto es todo. Durante algunas noches oyó María el rumor de los cascos de la caballería, el bufido de la bestia que Julián cabalgaba. Después, al cabo del tiempo, aún se despertaba, de pronto, sobresaltada, con la consciencia de haber oído una mano que llamara en la ventana, o el trote de un corcel junto a la cerca. Culminó el invierno; con la primavera aligerose el ánimo de aquella pesadilla. Todo había pasado, con la fuerza ciega del arado en los campos.

Pedro ha leído despacio aquellas cartas; piensa en María que las recibiría como la espuma de un mundo distinto y fosforescente, al que Julián se había entregado con el pecho rebosante de anhelos.

Los valles se dilatan aquí alrededor de aquellas gentes con indolencia; son coronados por una serie de colinas leves, por montes de audacia limitada, que se reflejan en los ojos de los moradores con estupor. Más allá se pasman otros valles en el verde profundo de la fronda, en el gris de los peñascos, escollos geológicos estos entre la planicie posterior y suprema. Más allá, todavía, el ligero temblor, susurrante y límpido, de los postreros horizontes, tras los cuales, en pendiente precipitada, se entra en los caminos del mar.

El mar. Trae a Pedro esta palabra la sensación de lo distante e indefinido, como de una poderosa bestia ululante y misteriosa contra el vacío; en él se pierde la noción del tiempo y del espacio. Con la imaginación ha seguido Pedro la ruta de Julián; que cuando no tiene donde apoyar el pie se embarca en una goleta y huye. Mas también allí le persigue la nostalgia del amor frustrado, de la frase no dicha, del abrazo malogrado, del deseo perdido, del tiempo que se va. Todo consiste en matar a cada instante el dolor que ese mismo instante nos infiere por el hecho de huir. Después de esto ¿qué? El sabe que no podrá colmar jamás tampoco su nostalgia. Creyó tener celos de su mujer, mas lo que sentía era la imposibilidad de agotar en un momento la innúmera sed que el amor despertara en su alma. El corazón no siente jamás la noción de su hartura. Es imposible acomodar el tictac del reloj -que rasga ahora el silencio del aposento- al ritmo vital del corazón, a ese otro tictac con que la sangre pretende medir los impulsos, sin ritmo y sin tiempo, del alma. Don Ramón había ido desgranando ante sus oídos la historia de María y la vida de Julián en otro pueblo, en tiempos distantes, que para Pedro son ya fugaces e inaprensibles. Todo es historia ya; todo es tiempo huido, evaporado. María y él son, asimismo, tiempo volatilizado, una vaga memoria, un surco que la lluvia de los días borró. Y ahora se apercibe de la tragedia de aquella mujer, que se esforzó en mantener en vida la armonía y la mesura del péndulo, ser fiel a la órbita que los corazones tienen trazada. El de ella estaba dotado de una modestia silvestre; pero halló ante sí a dos hombres de corazón desordenado, incapaces de acoplarse al presente, aturdidos por el eco de su propia voz, como en la casa vacía cualquier murmullo multiplica el presagio de los fantasmas. ¡Si él hubiera sentido en todo momento su alma poblada, templada, ordenada; un alma como la de su mujer, aseada y dispuesta para la felicidad, un hogar habitado! Mas sintió en cambio la sensación crujiente, indómita, implacable, de la desnudez y de la soledad.

Don Ramón le ha visto hundir lentamente la cabeza, y ocultarla en las dos manos. Un hondo sollozo brota en el pecho de aquel hombre; un tumulto de voces, que los labios balbucen, expresan en tropel la contrición, pura como la de un niño.