IX

Dada la forma en que María y yo habíamos encauzado nuestro amor desde que nos conocimos, no me fue dado apercibir qué tipo de hombre pudiera ser y haber sido el padre de mi prometida, hasta que, gracias al aluvión, casual y lento en mi ánimo, de las impresiones de su hija y a la experiencia que yo fui recibiendo en los escasos contactos que tuve con él pude formarme una imagen más concreta. En tal instante, acuciada mi curiosidad, suscitada mi sorpresa, fui menos prudente y pregunté a María pormenores concretos de la existencia de aquel hombre, de su carácter y su manera de ser. María sentía por él más conmiseración que cariño. Bien pronto me di cuenta, no obstante, de que muchas de las depresiones que sufría, a ráfagas, mi mujer, acentuadas en el período del embarazo, eran rastros de otras tantas heridas lejanas, quizá recibidas sin apercibimiento en los años de la niñez, cuando la carne es susceptible como la cera y el dedo procaz y profano hiende en ella la señal sin dolor; el cual, en lugar de sobrecogernos agudo en un instante, se hace profundo y se prolonga mortecino y pertinaz bajo la piel para el resto de los años.

En todo caso María llevaba en las entrañas surcos perennes e innúmeros, de los que ni ella misma quizá se apercibiera; yedra agazapada, crecida al amparo de los años, que si por un lado la sumía en una expectación vacilante, frágil, de las cosas de su derredor, y le daba un perfil y un equilibrio ausentes, gravitantes, por otro la tornaba enterca y atrevida, voluntariosa e indómita; hacía retroceder.

El padre de María había dilapidado todos los ahorros de su mujer, a la que enterró siendo, aquella, niña todavía. Probó todos los oficios, sin lograr prosperar en ninguno. En todos era diestro, mas lo que le faltaba eran las ganas de trabajar. Cuando, pequeñas aún las chicas, reunía alguna suma, le veían desaparecer por unos días de su casa, a la que volvía malhumorado en busca de cobijo una vez gastado el dinero. Al entrar en años su vida fue más pacífica, vegetativa. Vivían con una tía, hermana de la madre, que llevaba la casa y poseía los escasos fondos indispensables. Esta mujer, de carácter aguerrido y de gran fortaleza, no se había dejado vencer por las amenazas y las súplicas del cuñado; aleccionada por la desgracia de su hermana, que murió de los disgustos que el marido le acarreara, se mantuvo en sus trece hasta la muerte. Su sobrina fue buena discípula de la tía. Hízole esta jurar, poco antes de morir, que jamás se dejaría vencer por las apetencias del padre; que no le entregaría un solo céntimo aunque le viera suplicar a sus pies. El hombre, desde el traslado de la familia al pueblo, donde la tía, aderezando la situación, había adquirido una pequeña tienda y cuatro paredes donde morir, se había acostumbrado a una vida parasitaria y amodorrada; quizá por ello, o arrepentido íntimamente de los escándalos anteriores, dejó que María llevara en paz su gerencia. Se sentía envejecer con el recuerdo sin nostalgia de la plebeyez de sus años mozos, de las noches macilentas, con el poso del alcohol en las pupilas, salido a flor de labio con el hedor y la frase, y de los juegos de naipes terminados a banquetazo limpio, y de la persecución de la hembra en los maizales con ahínco salvaje. Su domesticación viose favorecida por el arribo de los primeros achaques; precoces, por el mucho desorden anterior, para un hombre que, aunque no había llegado a los cincuenta, parecía ya un viejo. Al conocerle -y hasta tiempo después, a causa de la indiferencia con que nuestro amor envolvía a todo lo restante, y sobre todo a causa de ser considerada la familia de María forastera en el pueblo-, yo desconocía en absoluto estos extremos. El tiempo cuidó, más que María, de informarme.

Ya casado, a menudo nos visitaba el hombre, llegando trabajosamente a nuestra casa solitaria. Le veíamos subir apoyado en una gruesa tranca, embebido en la luz del sol caliginoso, sorteando con dificultad los tropiezos del exiguo sendero. Las primeras veces, y como yo le conociera, aunque tibiamente, los defectos y le viera brillar en los ojitos profundos una apetencia extraña, le di, antes de que marchara, pequeñas sumas de dinero, que él se negaba a admitir rotunda y locuazmente hasta el instante en que, inseguro de que yo prolongara por mucho tiempo la oferta, se apresuraba a cobrarla, a veces en el punto menos oportuno de mis insistencias. Entonces disimulaba el botín en la mano recién cerrada y depositábalo raudamente en un hueco de la faja, tras la que aquel desaparecía sin rumor.

A partir de la cuarta o la quinta de sus visitas, y como yo, aparentemente, me olvidara de obsequiarle, tras una larga espera fue él mismo quien me dijo, en un instante en que María había salido al exterior, que se encontraba en grave apuro para el pago de unas mercancías de la tienda - yo sabía que desde nuestra boda era Ángela la que cuidaba de ella- y que le prestara quinientas pesetas. Díjele no tener aquella suma en casa -cosa, en realidad, cierta y contentose con lo que tuviera -que fueron doscientas-. A los quince días pidiome otra cantidad igual.

Ángela nos avisó una tarde; llegó corriendo, gritando desde lejos que su padre se hallaba ebrio en la taberna. Corrí al pueblo y lo encontré en medio de la plaza; unos chiquillos, a su alrededor, le tiraban de la faja, que rodaba casi entera, desenvuelta, en el barro. Parecía bailar una danza grotesca y lenta, pretendiendo en vano dar alcance a los más atrevidos. Al reconocerme prorrumpió en grandes gritos de entusiasmo y me roció la cara con un llanto agrio. Todo el pueblo espiaba en las ventanas y portales. Al pasar nosotros, quizás para avergonzarme o, probablemente, para no avergonzarme más, desaparecían las cabezas entre cuchicheos. Le trasladé a su casa y le deposité en la cama, de donde salió al cabo de dos días, según nos contó Ángela, para continuar su silencio anterior y su existencia vegetativa e indiferente.

Pero a María parecía no preocuparle grandemente la vida de su padre; se limitó a rogarme que no le diera un céntimo más. Así lo hice. Después del escándalo de aquella tarde tardó en volver a visitarnos. Yo sabía que Ángela se casaría en breve con su primo, con el que se veían. Ofrecí a María hacer venir a su padre a vivir con nosotros. Me daba cuenta de que, si su padre nos quería igual a los dos, no le importábamos ni el uno ni el otro, yo sentía por él mayor afecto que María. Mi mujer se negó rotundamente, incluso sombríamente.

- No quiero saber nada, Pedro.

Y aclaró:

- No puedo sentir por él el cariño de una hija.

- María, por Dios. ¿Qué os ha sucedido? ¿Qué ha sucedido en vuestra casa?

Prorrumpió en llanto. La apacigüé con mi abrazo. Su desconsuelo brotaba de un pozo hondo de dolor. Yo no comprendía. Mi mujer era ya una fibra doliente y quebradiza; un presentimiento, quizás, de la muerte rondante, la abatía a las veces como un junco. Me contó la desdicha de su madre, abandonada a los brazos de aquel hombre por una pasión juvenil. Vi la imagen de este cernida sobre el hogar, y el horror desorbitado de la mujer. María tenía grabadas en su memoria, al trasluz de trágicos relámpagos, visiones horrendas de su niñez, la imagen de su madre paralizada de espanto en un rincón; fuera, aguardaba la barragana con la que el hombre volvería una vez obtenido el dinero. Todo ello se reflejaba en los ojos de mi mujer, que volvían a ser ojos aterrorizados de niña; me sentí alucinado y exasperado.

Cuando María acababa de fallecer vi subir a su padre apoyado en la tranca aparatosamente, vacilante y caído como nunca. No he podido olvidar la inexpresión de aquel rostro, envejecido en horas, rojo y absorto. Entró en el cuarto donde ella yacía. Yo le espiaba mirarla; su respiración era tarda e inconexa; sus manos, hinchadas y convulsas. Estuvo allí largo rato; le invadía los labios un temblor, como si rezara; pero no era cierto. La sangre, grasa y crispada, transcurría con violencia por sus venas. Estuvo allí largo rato, en una inamovilidad estulta e insensible. Al fin le vi salir y marchar, alejarse por el sendero. Iba ligero, rodando, casi precipitándose por la pendiente.

Al llegar al barranco no le vieron detenerse. Allí cayó, de un solo tumbo, desde lo alto, como un pedrusco ciego.