XIII

Nunca había sospechado Pedro que un hombre solitario cual don Ramón pudiera rodearse de aquel ámbito en que todo suscitaba el calor de la infinita compañía. Los objetos parecían haber adquirido una costumbre de roce y de uso, que se derramaba por el aposento con un tibio hálito de cosa vivida, vinculada al hombre, apacible. ¡Cuán lejana y distante le pareció, en aquel lugar, su casa, llena de objetos yertos que apenas recordaba, de fríos rincones, de muebles desapacibles a los que faltaba calor de vida y de humanidad vigente, de utilidad y de costumbre!

Aquí las paredes parecían rodear al hombre, abrigarle, formar parte de él. En su casa, en cambio, daban la sensación de haber sido vaciadas al desaparecer María, y no vueltas a colgar jamás. En la piel de Pedro no había sensación alguna de roce con sus muebles, con sus cosas. Eran, pues, como manos sin tacto las suyas. Al penetrar en su casa hacíalo maquinalmente, perdido el goce ritual de abrir la puerta, que le invadiera en vida de su mujer, y de sentir el chirrido de los goznes como un eco del corazón jubiloso, y de empujarla con esfuerzo, semejante al de abrir las del alma a una tarde de estío, tras el que nos penetra el alborozo de los pinos o la gravitación de un ave en el azul.

Hacíalo ahora maquinalmente, perdida la impaciencia de pisar las losas y de depositar, con el primer abrazo, su entera voluntad. La sensación de pisar en el aposento de aquel hombre, en cambio, fue la de entrar plenamente y de golpe en la más honda intimidad del mismo. ¿Qué ocurriría caso de que un desconocido penetrara en su casa? Nada respondía a la intimidad allí; habíase esta evaporado por el aire y la luz a lo largo de su prolongado soliloquio.

He aquí, en cambio, a este solitario al que la vida se le introduce en el aposento, le cubre la esa y le invade cortinajes y lecho como si estuvieran perpetuamente abiertos a la intemperie primaveral, la que al propio tiempo zambullera sus brisas hasta el fondo del alma.

Sentáronse ambos en unas sillas, frente a la mesita, cubiertos por la luz que despedía una pequeña lámpara de pie. Don Ramón, apercibido de la sorpresa que se manifestaba en el rostro del visitante, dejole unos instantes gozar del efluvio del aposento.

- Cenaremos juntos -le dijo-. Es tarde ya para que regreses sin tomar unos bocados.

Pedro accedió, y al poco rato presentábase Lucía con una redonda sopera humeante. Del guiso se desprendía una evaporación de ajo, pimiento y pan. El chasquido blando y perfumado que los primeros hacen al ser masticados, parece dar a luz en el paladar los mil sabores de la semilla intacta, numerosa en reminiscencias, que Dios depositara en la tierra para inaugurar triunfalmente la fecundidad de esta. Crudo, refresca el paladar, y de aquel modo se diluía en el líquido influyéndolo con su frescor recóndito. Sirvioles Lucía la sopa en unos cóncavos platos de tierra, impregnados ya de aquella sencillísima esencia, en los que el pan flotaba. Departieron con pausa la simplicidad de este plato y del entrante, consistente en legumbres hervidas. Luego, la fruta del huerto; los melocotones rutilantes, atrapados, al parecer, a mitad de su desprendimiento, a medio camino de su emancipación de la rama, cuando los declives fangosos del regadío esperan la conmoción de un choque, y caen aquellos con inercia mortal, como hombre que se rinda al sueño, en la fofa materia primitiva, a contrastar el terciopelo de oro, la redonda carnadura jugosa, ahíta de sol, en aquel lugar, ante los ojos y para la sed del caminante. Apenas hablaron, pero a ambos se les notaba presos de acuciantes pensamientos. Dio don Ramón las gracias al Señor por la cena. Después, sin pronunciar palabra, fuese a su escritorio y abriendo uno de los cajones sacó un fajo de papeles atados con una cinta. Depositolos sobre la mesita, de la que Lucía había ya retirado los platos y el mantel.

Pedro no se dio cuenta de lo que la actitud del párroco entrañaba hasta que se fijó en la expresión que acababa de nacer en su rostro y adivinó la trascendencia del ademán. A lo largo de la cena había podido vislumbrar, apenas perceptible tras la aparente serenidad del semblante, que don Ramón reflexionaba. Había estado meditando el alcance de aquel paso. Los papeles ya hacía rato que esperaban sobre la mesa. Pedro no los tocó. -Aquí está lo que tú quieres saber -le dijo.

Quedó atónito, mirándolos. Sintió el vértigo de los precipicios. Mas no podía moverse, adelantar la mano, rasgar aquel silencio. Allí estaba María, de carne y hueso. Aquella mujer, la mujer de su vida, hablase puesto nuevamente en pie.

En determinado instante su mano avanzó resueltamente. Sintió el espacio de aire que le separaba de aquellas cartas pasar por su piel, tal era la conmoción de su ánimo. Al fin su palma tocó, rozándolo solamente, el paquete. Palpó, levemente, como si le quemara, la superficie de aquel montón de papeles en que se hallaba la solución de sus dudas. Su mano cayó en el vacío.

- No puedo, padre. Dígame qué hay en esas cartas; si debo o no debo hacer lo que me dice.

Don Ramón sonreía.

- Te he dicho, Pedro, que abriría una ventana en tu alma para que, si querías, vieras y creyeras.

Tengo la seguridad absoluta de la integridad de tu mujer. Nunca hubiera sacado estas cartas a la luz.

Aquí -dijo señalando el escritorio-; aquí hubieran seguido hasta el fin de mis días y de los tuyos, como siguieron hasta el fin de los de María. Estas cartas yo las recibí aproximadamente cuando María y tú os conocisteis; desde entonces no las había tocado nadie; ni hasta entonces creo que las escribió. Mira tú mismo.

A un solo golpe de vista, vio Pedro que los sobres estaban intactos, sin abrir.

- Quizás aquí esté, Pedro, el secreto de María.

Pedro parecía querer penetrar, hasta el fondo, el contenido de los papeles. Aún le influían los goces de la confesión, la paz gustada en la iglesia y con la compañía de aquel hombre. Ahora, en el instante en que con mayor fuerza debiera poseerle la pasión, le invadía una indiferencia absoluta.

Reaccionaba contra la calumnia como si su desmentimiento no estuviera en efecto al alcance de la mano. Tenía una fe absoluta en su mujer.

Por lo mismo acercó sin titubeo su mano hacia el paquete. Su pulso era reposado, su semblante había recobrado una luz largos años perdida.

- Una tarde -dijo don Ramón- María vínome a hablar. Entregome el paquete de cartas.

«Usted podrá devolverlas a su dueño mejor que yo» -me dijo-. «Yo no tendría fuerzas. En todo caso, haga con ellas lo que mejor le parezca».

Prosiguió el cura, mientras Pedro desataba el lazo del paquete: «Después de la última confesión, poco antes de su muerte, volviome a autorizar para que hiciera de ellas lo que creyera oportuno. Por Dios, María, le repuse, ¿qué utilidad quieres que tengan para alguien, después del tiempo transcurrido?». Ella sonrió levemente. «Vaya usted a saber, padre», me dijo, como si presagiara lo que ahora ocurre. Yo la tranquilicé: «No habrá ocasión, María». No se equivocaba.

Pedro rasgó con lentitud el primer sobre. Fijose en los restantes. Las cartas habían sido escritas en lugares distintos y alejados. La escritura era idéntica, los trazos, varoniles y llenos de distinción.

Sacó Pedro el papel y se puso a leer para sí la carta. Su fisonomía se mantenía erguida, inexpresiva, indiferente. Introdujo la carta, al terminar, nuevamente en el sobre y fue rasgando uno por uno los restantes, cuyo contenido iba leyendo lentamente y sin inmutarse. Al concluir, levantó la cabeza y miró fijamente al capellán, que durante todo aquel lapso no le había apartado su mirada.