XII

Desde su infancia no había vuelto a ver aquel recinto, donde un efluvio pío, de incienso, mezclábase al efluvio de las especias culinarias; donde junto a la puerta percibíase un anfibio rumor, no se sabe si efecto del bullir de las ollas o del bullir -asimismo empapado, con eco rotundo e inconfundible, de la resonancia de barro cocido de los cazos- en que se transformaba el rezo de Lucía al anochecer. Aquellas estaban allí dispuestas en sus estantes y armarios de madera, con una suerte de sentido reverencia' de la persona de Lucía, que oficiaba literalmente entre ellas y con ellas su labor doméstica. «He aquí mis dominios», parecía decir Lucía cuando, enseñando la parquedad del habitáculo a algún visitante, introducíase el cura no sin cierto reparo. Y la mujer creía, claro está, que echarle una mano al guiso en un momento complicado era, en su esfera, cosa semejante y -claro está que en su esfera-, de tanto mérito a los ojos de Dios, como echarle una mano a un alma pecadora. Y quién sabe si la función de don Ramón no sería en realidad tan digna de méritos si no hallara el cotidiano sabor peculiar de los guisos caseros a que Lucía le había acostumbrado desde los tiempos en que, novicia en tales trazas, entró al servicio del capellán y de la iglesia.

Pedro acoplaba a la fuerza, no sin dolor, aquellas dimensiones, al recuerdo inconcreto, desorbitado, fluctuante -fantasmal como el reflejo de su rostro en la mina- que conservaba desde su niñez. Traspasado aún por el eco grandioso de la música en el coro, sentía que el recuerdo muchos años atrás remansado en su ánimo, apenas podía soportar la realidad minúscula, casi mísera, que se le ofrecía ante los ojos; así había ido conformando todos sus recuerdos, y con ellos sus ambiciones, a la realidad adulta y a las dimensiones reales, absolutas, del mundo y de las cosas, que la antigua memoria infantil exagerara y rodeara de cierto nimbo de grandiosidad. La mediocridad del recinto, que antes se le antojaba poblado de objetos sugerentes, de misteriosas láminas en las paredes, de suntuosos muebles, delatores del origen rutilante, ciudadano, a que se debían, revertía ahora -y tras que el hombre hubo gustado de la contemplación de los hogares burgueses de la ciudad-, a sus límites y cualidades rigurosas. Quizá lo que más rotundamente le impresionó en la niñez era la nota de orden, de limpieza, que se manifestaba con solo trasponer la entrada de la vicaría; y que a los muchachos -entrados allá en los días de solemnidad a recibir un caramelo o una estampa- sumergidos desde la cuna en las emanaciones del heno y del estiércol, en la humanidad de la cuadra y de la tierra fresca, les sorprendía como un aliento aséptico, con la notoriedad del vaho tragado de súbito en el brocal de un pozo; pozos que, en ocasiones, se hacen patentes en el camino por el chirriar de la polea o por el choque glotón del agua que se derrama cantarina, gozándose en chapuzarse desde lo alto y cuyo eco nos obliga a desviar la ruta y a sumirnos, con la mirada sedienta, un rato al menos, en el ojo movedizo que nos contempla a su vez y nos refleja al fondo y con nosotros a un retazo de cielo ensimismado.

Lucía les vio entrar en sus dominios sin perder un ápice de su graciosa petulancia protocolaria.

Los consideraba intrusos en la cocina, paso obligado al aposento a un tiempo comedor, celda y despacho del cura, situado al otro lado del corredor; desde este último, por celosías hábilmente dispuestas, se vislumbraba por entero la iglesia; de esta forma echaba Lucía un vistazo ora al cocido ora al altar, o a los altares, singularmente al de su predilecto, san Roque. En la imagen parroquial, era este un santo varonil y maduro, de una prestancia grata a la devoción de aquella mujer, tan exigente en el enjuiciamiento a los hombres según su aliño. Lucía tenía la idea -no descabellada por cierto- de que la limpieza del alma era inseparable a la del cuerpo, y singularmente, el aliño de las ropas. Su difunto marido -no muy dado, por cierto, en los comienzos a esa singularidad tuvo que sufrir durante largos años el desprecio de Lucía, que no transigió jamás; fue copiosamente encomendado a san Roque con llanto oculto en los ojos por la devotísima mujer y este premió sus afanes con largueza, pues el marido llegó a asearse barbas y cabeza a semejanza de la imagen ejemplar; y con ello, en la opinión de Lucía, cobró algunas otras y más recónditas virtudes del santo.

Por esas mismas celosías le era dado oír a la mujer, los domingos, las dos misas y el oficio.

Cuando, a trechos, el bufido extemporáneo de una olla la retornaba al fogón, al que acudía entre amenes con las manos en alto o profiriendo jaculatorias como blasfemias al revés, las voces del diácono y del subdiácono adquirían un tono grave y arrobador, distanciado y de ultratumba; Lucía se dejaba extasiar por un vuelo de incienso que llegara hasta la cocina, invadiendo y aniquilando toda restante emanación, gozosa de comprobar la fragilidad de los olores humanos.

Atravesaron los dos hombres la cocina y penetraron en el corredor. Don Ramón parose a ver ante las celosías. Por la puerta de la iglesia penetraba, lengua de can, la fatiga de la noche, tendiendo en las losas un cuadrante de luz lunar. Fuera se exasperaba el campo, transido el silencio por la algarabía de los grillos, innúmeros como las estrellas.

Pedro columbró aquella luz, que nunca había sentido tan propicia. Cerca trascendía aún, tal si cada instante fuera el postrero para ella, la llamita del Sagrario. Se sentía como en la cumbre, presa de un infinito, desconocido bienestar.

Le acuciaban, sin dolerle, las palabras del sacerdote. Fuera cual fuera la certidumbre prometida, sentíala ya germinar. La recibiría como nieve la ladera del monte, sin apercibimiento, una benignidad. Como brisa la fronda, con un susurro.

Entráronse en el aposento. Era una ancha habitación, con amplia ventana a oriente. Sobre la mesa maduraban los libros y, en pequeñas cajas, veíanse muestras de semilla para la labranza.

Presidía una imagen de la Virgen. En las paredes había dos grandes retratos, los padres de don Ramón, de porte señorial a la antigua. En un ángulo, en el lugar más apartado y accesorio, velase un camastro, cubierto por una colcha gris, apropiado para sentarse en él a conversar en cualquier momento; frente a la ventana una exigua mesita que a la hora de comer era trasladada al centro, bajo la luz. Todo denotaba un gusto moderno, exigente, de hombre del siglo, extraordinario allí, en aquel lugar; y al propio tiempo, una sumisión a la tradición, una innata modestia y sencillez.

Dominaban los libros, que poblaban por entero estantes y repisas, encaramados por doquier. La luz era amorosa, no se perdía a la deriva en el ámbito, antes bien se recogía en los rincones elegidos, propia de los que la necesitan, dócil y favorable, en distintos y distantes lugares durante largas horas. En uno de los ángulos había un grande y solemnial reloj de largo y sentencioso péndulo, esa gran compañía para los que piensan y estudian: la noción de que el tiempo se sucede y renueva inexorable, y también, tibia compañía vital, la certidumbre de matar el silencio absoluto, que es, a su vez, la muerte. Su ritmo, pausado y hondo, era el pulso profundo de aquella hora, un signo escalofriante de la eternidad y de la fugacidad. En las alturas circulaban los mundos rodando hacia su destino.