VIII

Conocí a María -comenzó Pedro- aproximadamente a los dos meses de haberme instalado en el pueblo. Ella había cumplido los veintidós años; yo los veintiséis. La conocí en casa de mis parientes, donde me hospedaba. Una tarde, con su hermana Ángela, fueron a solicitar de mi prima un jubón o una falda, no recuerdo qué, para asistir al baile de la Feria de Agosto y a la procesión. Yo conocía a las dos muchachas de oídas; mi prima hablaba de ellas en la mesa; y las conocía además por haberlas visto en la plaza paseando, singularmente a la hermana menor.

Era una muchacha morena, una espiga tostada; cuando la conocí daba la impresión ausente y lineal de un junco. Sus ojos se fijaron en los míos que al verla ya no se habían sentido capaces de apartarse de su rostro. Dijo mi prima: «Esta es María, Pedro». A partir de aquel instante ya me sentía impelido a la proximidad de aquella muchacha. Le pregunté: «¿Vas al baile, María?». Ángela respondiome: «Sí, vamos al baile».

Solicité a mi prima me contara todo lo que de ellas supiera. Solo hacía cuatro años que se habían instalado en el pueblo. Sus negocios, por lo visto, no habían ido bien del todo. Su padre era hombre raro, poco dado al trabajo, corroído por los vicios. Venían de un pueblo vecino. Mi prima me advirtió: «No son muchachas para ti. En el pueblo hay otras muchas que podrían hacerte feliz».

Fui pareja de la mayor en el baile. Un pretendiente, primo lejano, había solicitado emparejarse con María en la fiesta antes de que yo la solicitara. La cosa se arregló. El primo hubo de contentarse con Ángela, con la que más tarde, ya muerta María, casó. En el baile estreché la cintura de aquella muchacha y sentí el vértigo de hallarla propicia. Su voz era un eco de mis sueños. Le dije que la adoraba y la besé. Una y otra vez le repetía, quebrada la voz, que la quería y que la haría feliz.

Estábamos lejos ya del baile, en las eras. La sentía entregarse a mi voz, aproximar su aliento, tornarse cercana y difusa a la vez. La sostenía, náufragos ambos del radiante hálito lunar. Un ámbito inmenso nos cobijaba.

A partir de aquella noche nos veíamos todos los atardeceres. Ella me contó su vida anterior.

Hablase sentido desgraciada en casa de sus padres. La vida allí era dura, inhóspita. Le gustaba salir sola hasta que me conoció. Se entregaba entera, descubrí que se depositaba toda a mí, emancipándose de cierto ahínco interior que la hacía sumamente individual, voluntariosa y hasta autoritaria con los demás. Por otro lado era una mujer de una alegría recóndita infinita. De pronto, más adelante, cuando tuve ocasión de verla y sentirla rodeada de gentes varias, formalizado ya nuestro cariño, se olvidaba, al parecer, de mí; se entregaba a su círculo, irradiaba. Yo era entonces infinitamente feliz. María ahuyentaba mi tedio con solo su presencia.

Al evocar Pedro los instantes vividos parecía introducirse de nuevo en los parajes más bellos y profundos de su existencia. Se mecía en su pasado con el arranque cauto y audaz de ciertos pescadores de fondo, que penetran por la hendidura de dos rocas bajo el agua, donde se les muestran, con perfil flácido e ingrávida flotación, ojos incautos y abiertos, los grandes peces presentidos; y preparan el arpón finísimo o la saeta, sin un rumor, para lanzarla certera y mortífera de un golpe: así estaba Pedro ahora en la boca de su vida, en la hendidura azul y transparente de su existencia. Más que para una confesión, sentíase Pedro preparado -como sumido, flotante, aligerado, en la paz de sus recuerdos- para una evocación emocionada de su vida. La confesión era parabólica y ambiciosa; refluían a su memoria, con vuelo curvo y prolongado, todas las sensaciones atesoradas; el poso del dolor trascendía entre ellas agazapando en su voz, a veces profunda y aterida, relincho bravo y doliente de macho solitario; otras, vacilante, clara, segura de sí. El párroco le escuchaba, apoyada su frente en una mano.

Continuó:

- Nunca, hasta pocos días antes de casarnos, le pregunté nada de su existencia anterior. Ella me contaba las cosas de sus padres, recuerdos y episodios de su niñez. No había sospechado nunca, tal era la fuerza de nuestro cariño, que María pudiera haber mirado a otro hombre que a mí. Por otro lado su vida había sucedido en aquel lugar, entre las paredes de su casa y las calles del pueblo. Pero una tarde estábamos junto a la mina, y ella pareció de pronto alejada de todo. Me dijo:

- Volvamos al pueblo, Pedro. Tengo frío.

Yo la abrigué con mi brazo, estábamos en agosto. Noté su cuerpo recorrido por un raro escalofrío. Nacía una brisa breve sobre la hierba. Por el camino iba apoyada en mi brazo, y de pronto, levísimamente, acerté a notar que se desasía, evadiéndose. En aquel instante estábamos totalmente distanciados.

- Hoy es la Virgen de Agosto -díjome sin mirar.

Era la primera vez -la única quizá- que se producía tal escisión. Desde entonces, hasta ayer, al ver al desconocido en el cementerio, no había sentido tan arraigado en el ánimo el bramido de una fuerza pugnando por salir y vencer.

Quise acompañarla hasta su casa, pero me rogó que la dejara antes de llegar. Por entonces no le agradaba que la gente del pueblo nos viera regresar juntos del paseo. Su casa estaba situada en las afueras del pueblo. Me miró un instante, desfallecida. Insistí para llevarla, supuse que se encontraba muy mal. Rehusó. Tendíame la mano levemente; yo la atenacé con un ahínco extemporáneo, desesperado. Marchó.

Nunca supe el porqué de aquella súbita, inconcebible y pasajera frialdad. Pero después recordaba que, al dejarla, yo había vuelto a la mina, al lugar donde teníamos costumbre de ir casi todas las tardes. Por el camino, a poca distancia de nosotros, llegaba un hombre joven. Caminaba pausadamente; llevaba en sus manos un junco. Le vi pasar y me miraba fijamente. Transcurrido un trecho me detuve a espiar su calmo merodeo. Perdiose en la entrada del pueblo; pasó por delante de la casa de María sin inmutar su paso, junco en mano. Un hondo suspiro se había emancipado de mi pecho y llegueme, tranquilizado ya, hasta la mina. El rumor del agua dilatándose me era familiar.

Parecía regocijarse en los obstáculos; tropezaba con las piedras pulidas, incierta y lisa en las superficies rectas, cantarina en el tropel de las curvas, mansa y solazada en los ribazos leves.

Despedía aquella tarde una cálida fosforescencia. Me asomé al destello del agua, abriéndome paso entre los juncos. La tarde era declinante, plena de fatigados rumores, el ámbito tenía una sazón mortal. El agua, transcurriendo, reflejaba mi rostro, dilataba mis perfiles, tornaba luego convexa la frente, desmesurando monstruosamente mi semblante con el movimiento viscoso y vegetal que hace tornar flácidos y repulsivos los pedruscos del fondo, pulpa hórrida como el espectro de un mundo planetario. Estuve largo rato meditando allí la extraña actitud de María, sin acertar a explicármela.

Una luna oblicua llegó a infestar de pálidos reflejos la superficie del agua.

A la mañana siguiente pregunté a Ángela cómo se encontraba su hermana y me contestó que se encontraba bien, extrañada de mi pregunta. Por la tarde, salimos de nuevo a pasear. No delataba el menor vestigio de su transfiguración de la víspera. No pensé ya más en el hombre solitario que nos había venido, al parecer, siguiendo, por el camino de la mina, y a cuya presencia atribuyo ahora el rubor, la desconfianza y el miedo súbito de mi mujer aquella tarde. María me dijo al día siguiente que se había sentido muy fatigada, me contó una pesadilla que le había durado toda la noche y dijo haber despertado en dos ocasiones con mi nombre en la boca seca y ardiente. Yo la tranquilicé entonces con una amplia sonrisa y todo siguió en lo sucesivo como hasta la tarde anterior.

Antes de la boda yo conocí a sus gentes. Tuve la impresión de que en casa de mi mujer gozaba cada uno de una completa independencia con relación a los demás. De uno a otro se comunicaban su indiferencia, la cual actuaba allí como principio inmutable de gravitación. El día en que cualquiera de ellos traspasara la órbita de su individualización, que a la vez le hacía depender, como en los movimientos estelares, de los demás, aquel día el universo familiar se desmoronaría. Las únicas que formaban un grupo estelar aparte y homogéneo eran las dos hermanas. Ángela era más propiamente un satélite de María, con cuya luz se iluminaba.

Así es que mi entrada en la rasa transcurrió, aparentemente al menos, sin apercibimientos. El padre me estrechó la mano sin aludir a mis intenciones ni a que, como era patente, yo debía convertirme en breve en hijo suyo. Hasta el punto que, mediada ya la visita, expuse mi deseo de obtener el explícito consentimiento a nuestra boda. A lo cual repuso:

- Si María te quiere y tú la quieres, ¿a santo de qué me voy a entremeter?

María y yo, abrazándonos; reímos largo rato al despedirnos.

- Mi padre te quiere ya como a mí -me dijo luego María-. No le importas.