MARIONA REBULL

Durante su corresponsalía en Zurich, en un entresuelo amueblado de la calle Dufourstrasse junto al lago, Ignacio Agustí fue escribiendo en el anverso en blanco de las hojas de ciclostil de la agencia United Press para sus transmisiones telegráficas de las crónicas que enviaba a La Vanguardia los primeros capítulos de lo que sería Mariona Rebull. Tenía desde hace tiempo la idea de escribir una historia familiar ambientada en la Barcelona de finales de siglo XIX y su relación con los acontecimientos sociales de aquel período histórico. Todo empezó con una frase casi iniciática: «Hablo de muchos años atrás…» que fue arrastrando párrafos y párrafos, a razón de treinta y cuarenta folios escritos a mano. En aquellos días, el escritor repartía su tiempo entre la lectura matinal de la prensa, después de levantarse temprano, y el paseo distraído por las calles escarchadas de hielo. Después de la primera lectura de aquella historia que no sabía «hacia dónde iría a parar» corrigió y pasó a máquina aquella gavilla de hojas manuscritas: «A partir de entonces, todos los días, después de comer, cogía diez folios en blanco, los ponía al lado de la máquina y no me levantaba hasta haberlos terminado. Así, sin saberlo, lo mismo que hiciera en otro tiempo Galdós, me interrumpía en cuanto había concluido los diez folios, aunque quedara a la mitad de un párrafo; y así sucesivamente, hasta que en treinta días justos terminé la novela…» recuerda el autor.[29] A su vuelta a España, en mayo de 1943, retomó la dirección de Destino y dejó el manuscrito de su novela en un cajón de su mesa en la redacción del semanario. Dicen que a la escritura le conviene un tiempo de reposo. Así lo hizo Agustí: al cabo de unos meses releyó Mariona Rebull y se la pasó a su amigo y solvente crítico literario Joan Teixidor quien se entusiasmó y le animó a editar aquellos primeros seiscientos folios «en una saga barcelonesa de varios volúmenes, que fuera una síntesis de la historia social de Barcelona a lo largo de un siglo».

Mariona Rebull vio la luz en junio de 1944 con una tirada de 2.500 ejemplares en la colección Áncora y Delfín de ediciones Destino. Poco antes, la obra se había difundido con la reproducción del capítulo de la bomba del Liceo ilustrado con el famoso cuadro de Julio Borren.

La novela tuvo tal impacto popular que a los ocho días la gente la reservaba en las librerías porque se había agotado. En agosto aparecía la segunda edición, de cinco mil ejemplares. «Me paraba por la calle gente desconocida, me llamaban por teléfono amigos a los que no había visto desde la infancia. Me escribían cartas de auténtico consultorio sentimental numerosas vestales…»[30].

Aquel succès d'estime originó un homenaje público a su autor, organizado por Juan Ramón Masoliver y Ángel Zúñiga en el barcelonés Salón Rosa. En aquellas mesas frecuentadas por el propio Agustí, o el escritor Sebastián Juan Arbó se sentaron, entre otros, el editor Gustavo Gili, el doctor Ferrerons, el actor Luis Escobar, los compañeros de Destino Xavier Monsalvatge y Joan Teixidor… Estaba también César González Ruano, que entonces vivía en Sitges y se postulaba para colaborar en el semanario y sufragar así sus numerosas deudas. Para granjearse las simpatías de los contertulios compuso y leyó un Auca de Mariona Rebull.31 Eran 41 pareados, que interpretaban con humor el argumento de una novela que «habla de la Barcelona de antes de la Bonanova» y que contempla así el adulterio liceístico: «Mariona, fiel a su pacto, aprovecha el entreacto. Porque el seductor Villar tiene un palco y un lunar». Retrata a Joaquín el marido «cartesiano y dolorido: Mariona, ¡oh dulce trofeo! ¿Por qué fuimos al Liceo?» Como cuenta el editor Rafael Borrás, González Ruano aspiraba al Nadal y quedó muy dolido con Agustí cuando el premio recayó en la desconocida Carmen Laforet.

La aceptación de Mariona Rebull iba mucho más allá de sus aspectos psicológicos y una intriga centrada en el adulterio femenino. El atentado del Liceo y el rumor de las perlas desgajadas del collar de Mariona transitó de la ficción a la crónica sentimental, hasta tal punto que mucha gente lo integró en el relato histórico. La novela hacía resurgir de sus cenizas la Barcelona que la Guerra Civil había destruido. El «barcelonismo» constituyó para los integrantes del semanario Destino la coartada para hablar de una cultura catalana entonces reprimida: «Mariona era un símbolo de una Barcelona herida, proscrita, vapuleada». Cuenta Agustí que en el Destino de color pan de racionamiento, «había tenido que arrancar con tenazas la autorización para publicar una simple nota necrológica de la muerte de Joaquín Ruyra, por ejemplo. Cuando por consideración amistosa a José M. Cruzet escribí a Antonio Tovar, a la sazón -me parece- director general de Cultura Popular -o como entonces se le llamara-, para que autorizase la publicación de las obras de Jacinto Verdaguer, consintió en decir que se publicaran, pero con la ortografía original, como si el Diccionario de Fabra no hubiera existido».[32]

Como Fontana, Vergés, Teixidor, Masoliver o Pla, el autor de Mariona Rebull había combatido en el bando del General Franco, pero intuía, como Ridruejo, que aherrojar la cultura y la lengua catalana era un error estratégico respecto a una sociedad que por su tejido social podría haber manifestado su adhesión al Régimen del 18 de julio, en lugar de sentirse humillada y reprimida por la lapidaria frase de Habla en cristiano.

Recordar la Barcelona de finales del XIX era reconstruir un paisaje simbólicamente ultrajado por la derrota y la retórica oficial guerracivilista. Una Barcelona, que Agustí vio «rociada cotidianamente por la prosa engolada e indigesta de don Luis de Galinsoga». Mariona Rebull llegó en el momento propicio: «Era tratar a Barcelona como lo que es, explicar cómo había sido: radiante, apasionada, fabril, gozosa, pero también sacudida en otros tiempos por el estruendo de la revolución anarquista».

El primer título de La ceniza fue árbol, se abre con una dedicatoria del autor a la memoria de su padre, Luis Agustí Sala, y a «los padres de mis amigos que ensancharon y defendieron una ciudad», lo que anticipa la fuerte carga testimonial. La obra se planteó en principio como tetralogía, integrada por Mariona Rebull, El viudo Rius, Desiderio y Joaquín Rius y su nieto. Este último título se desdoblará finalmente en 19 de julio (1965) y Guerra Civil (1972). La pentalogía mantendrá al industrial Joaquín Rius como figura central de un periodo histórico que se abre en la ciudad que derriba las murallas en la segunda mitad del XIX con el Ensanche de Cerdà, se proyecta internacionalmente en la Exposición de 1888 y se enriquece gracias a la pujante industria textil. Ese enriquecimiento que la convierte en la capital moderna y complicada de una revolución industrial que no tenía parangón -salvo Bilbao- en el resto de la Península será también el germen de sus contradicciones identitarias y el foco de un enfrentamiento entre burguesía y proletariado que anuncian los atentados anarquistas, como la bomba del Liceo en 1893.

Con vocación de novela-río, Mariona Rebull comienza, como hemos dicho, con una frase que es una declaración de intenciones: «Hablo de muchos años atrás». En realidad, Agustí se remonta a poco más de medio siglo, pero escribe en 1942, después de una Guerra Civil que ha barrido un mundo. Como Josep Pla en la vertiente dietarística, intenta recomponer con la literatura las piedras dispersas de la Cataluña cívica perpleja ante los desastres de una guerra y una burguesía que hace examen de conciencia y construye un templo expiatorio de la memoria. El estilo de Mariona Rebull conjuga la descripción realista y cierta poética del simbolismo. La primera, en los diálogos, dinámicos y concretos que hacen avanzar la lectura sin trabas retóricas; la segunda, con una memoria expresada en palabras arcaicas de objetos que pertenecen a otras épocas como «landó», «polisón» o «masaderas»: un universo clausurado que evoca un narrador muy proustiano de ritmo narrativo de cadencia minuciosa. En los quince capítulos, Agustí desvela las primeras facetas de una serie de conflictos que afectarán a la saga de los Rius, una microhistoria que pone nombre apellidos y rostros a la Historia de Cataluña. En el primer capítulo, nos presenta el relevo de la ciudad de los gremios menestrales, la que tan bien reflejó Santiago Rusiñol en L'auca del senyor Esteve, cuando la austeridad y el sacrificio no han dejado paso todavía a la ostentación del nuevo rico. Patronos que ganan posición social y autoridad moral abriendo cada día las puertas del taller a las cinco y media en punto «para que a las seis los trabajadores -no se hablaba todavía de obreros- no tuvieran que esperar, y para que entraran al trabajo bajo la impresión de que el patrón ya estaba a bordo». El joyero Desiderio Rebull y el padre de Joaquín Rius, indiano enriquecido en América que «estableció unos telares en la parte posterior de un almacén de coloniales» ilustra en palabras de Agustí «la misión mercantil de los mozos que edificaron junto a la iglesia el almacén, situaron debajo de la cruz la báscula romana y junto al poema épico el trazo en los grandes folios satinados del Debe y el Haber».[33]

Frente a ese primer relevo social de los gremios a la sombra de Santa María de Mar por la primera burguesía industrial, el personaje de Ernesto Villar representa al diputado que aprovecha los tejemanejes del partidismo dinástico de la Restauración y que busca el enriquecimiento rápido, mediante la boda ventajosa o la jugada en la Bolsa. Un mundo de arribistas que Narcís Oller describió magistralmente en La febre d'or siguiendo los pasos del Zola de L'argent. Villar y Joaquín Rius viven su antagonismo desde los tiempos escolares de los jesuitas y ambos pretenden a Mariona, la hija del joyero Rebull. Entre la admiración y la envidia, «todos los ademanes, la mezcla de naturalidad, de seguridad en sí mismo, de superioridad social de Ernesto habían sido constantemente el espejo en que se miraba; eran su piedra de toque, lo que él no era y ambicionaba.

Pero, ¿cómo llegar a serlo con una madre casi planchadora, y un padre eminente, pero de guardapolvo y gorra, a los cuales la fortuna parecía no servirles de nada?». La inexistente aristocracia catalana será sustituida en el siglo XIX y el primer tercio del XX por una burguesía enriquecida que compra blasones. Así, mientras Ernesto Villar estudia en Inglaterra y medra en el tráfico de influencias políticas, Joaquín Rius sigue la senda de su padre y se consagra a la fábrica, apoyado en el fiel contable Llobet, personificación de la clase media baja que ejerce de puente entre el patrón y el proletariado. Estar al pie de los telares hace de Joaquín Rius un hombre cargado de responsabilidad que «a los veinticinco años había vivido el mundo de los negocios como una persona de cuarenta». Una madurez prematura que quiere completar con un matrimonio que le permita esa socialización hasta entonces vedada por el trabajo monotemático. La Exposición Universal de 1888 será la puesta de largo de Mariona y la petición de mano de Joaquín Rius a don Desiderio Rebull. El envite, en el que parece tener ventaja Ernesto Villar, le hace sentirse a Rius un «forastero» en la vida de los «demás». Adquirir un palco en el Liceo en los pomposos días de la Exposición será el primer peaje a pagar para ganarse a Mariona: mirar al palco de los Rebull, que le resulta lejano porque tiene el pensamiento puesto en la fábrica; la ópera frente al rumor persistente de los telares… El noviazgo de Joaquín y Mariona, la ciudad renacida con la Exposición y los veraneos en Santa María, que es el paisaje infantil de Ignacio Agustí, ilustran esa conexión entre lo particular y lo colectivo: Rius se integra, forzadamente, en los ambientes cuya frivolidad no comparte y Barcelona exhibe los afeites de «la gran hechicera» que poetizaron Verdaguer y Maragall en sus odas finiseculares. Tras su matrimonio con Mariona, Joaquín se concentra más que nunca en la fábrica, lo que provocará en la joven una sensación de soledad. El nacimiento de un hijo, al que llamarán Desiderio en honor al abuelo Rebull, no cambiará la fría relación de la pareja…

En los últimos capítulos, el contable Llobet ha de dar la cara por su hijo Arturo que ha cometido un desfalco en la fábrica que el patrón acaba perdonando; el contraste entre la sobriedad de Joaquín Rius y los deseos de lujo y aventura de una Mariona que ha vuelto a las redes de Ernesto Villar van ganando relieve. El ambiente de la fábrica es la antesala del enfrentamiento social que tendrá su clímax en El viudo Rius: «Los voceadores le aturdían con sus gritos: Prosiguen los atentados terroristas. Y con letra más pequeña: El industrial Llopis, asesinado por dos malhechores».

Estamos en la Barcelona de los años noventa, una década salpicada por el terrorismo de una «propaganda por el hecho» que inspiró Malatesta y se inauguró con el atentado al general Martínez Campos en 1892 hasta culminar con las bombas del Liceo (1893) y el Corpus (1896). Ignacio Agustí conjuga magistralmente la agitación social que presiente y el declive de los afectos matrimoniales que desembocarán en adulterio. Y lo hace en un último capítulo inolvidable: la bomba Orsini que lanza el anarquista Santiago Salvador el 7 de noviembre de 1893 sobre la platea del Liceo durante el segundo acto de Guillermo Tell destruye la armonía precapitalista de patronos y trabajadores; pasan a ser, en el lenguaje de la lucha de clases, «explotadores» y «proletarios». El estruendoso atentado causa veinte muertos, destruye la frágil monotonía conyugal de Joaquín y Mariona y pone al primero frente a la cruda realidad. Los postreros párrafos del descubrimiento de los cadáveres de Mariona y Ernesto y los «golpecillos secos y rotundos, saltarines, sobre el mármol de los peldaños» de las cuentas del collar de la esposa adúltera resonarán en varias generaciones que visualizarán el atentado del Liceo a través de la descripción de Agustí.

Además de recuperar un tema que reconstituía el alma barcelonesa y catalana con sus contradicciones de clase, Mariona Rebull aterrizaba sobre un páramo literario como lo hicieron La familia de Pascual Duarte de Cela (1942) y Nada de Carmen Laforet (1944) otra emergencia barcelonesa en el océano del silencio de la posguerra. En agosto de 1944, Azorín saludaba en Destino a la obra de Agustí con un título destinado a la faja de la novela: Al fin, tenemos un novelista. La frase era incompleta; según el escritor de Monóvar, «al fin teníamos un novelista que se ocupaba de la burguesía catalana». Azorín destaca el carácter de fresco social de Mariona Rebull, sus atmósferas y psicologías de los personajes bien barcelonesas y, sobre todo, el realismo cinematográfico con que el autor consigue que los episodios novelescos que reconstruyen la Historia acaben grabados en la memoria colectiva: «Todo un período de la historia de Barcelona ha entrado en nosotros. Y ha entrado con más fuerza, con más emoción, con caracteres más indelebles que en la verdadera historia. Y es porque la poesía vence a la realidad. Por fin, tenemos un novelista». El crítico de La Estafeta Literaria, Luis Antonio de Vega, proclama en su reseña del 15 de noviembre que Mariona Rebull «es una novela magnífica, posiblemente la mejor escrita entre las que he leído en lo que va de año». He aquí los poderes de Ignacio Agustí: su condición de poeta aquilata el lirismo de la novela realista y el simbolismo de muchas escenas visualiza episodios vividos con más efectividad que un sesudo tratado histórico. Las cuentas del collar de Mariona seguirán repicando…

En 1945 Mariona Rebull llevaba tres ediciones y en los meses de junio y julio de 1947 veían la luz la sexta y la séptima en un progreso sostenido hasta 1953. En 1956 es reeditada por Plaza y Janés y en 1962 por Argos, la editorial de su autor. En los años sesenta y setenta el título pasó al catálogo de Planeta, que la ha venido imprimiendo desde 1976 hasta finales de los años ochenta, en algunos casos formando un díptico con El viudo Rius, como en las ediciones de 1969 y 1975. Entre las publicaciones recientes de Mariona Rebull destaca la del diario El Mundo, dentro de la colección Las cien mejores novelas del siglo XX. En el prólogo, Luis Racionero compara a Agustí con Lampedusa y señala paralelismos sobre la localización de sus novelas en ciudades mediterráneas: «Uno piensa en El Gatopardo por lo decimonónico del ambiente y por la descripción de una clase social, allá la nobleza caduca, aquí la primera burguesía industrial que está despertando a las luces de una era nueva y que ya anuncia su desaparición. Mariona Rebull una novela canto de cisne…».