XVII
Al atardecer de la noche de noviembre las ventanas de la casa paterna se vislumbran, desde la lejanía, iluminadas. No se sabe por qué rara disposición de la atmósfera, parece que la noche, la húmeda y silenciosa noche arrecie sobre los muros de la casa, dejando olvidadas, sumidas en una somnolencia borrosa, las encrucijadas del pueblo, las callejas en vertiente, donde los pedruscos, limados por el paso de los hombres y del tiempo, apretados unos contra otros, han logrado y consolidado una efímera apariencia urbana; atávica predisposición de estos a la libertad geológica de las cumbres hace sin embargo difícil a trechos el tránsito nocturno.
Julián abandonó, al llegar la noche, la morada, en cuyas grandes y severas alcobas su madre y sus tres hermanas, junto con Anita y los padres y amigos de esta, hacían vaticinios y pronósticos. Le molestaba todo; las voces de las mujeres, excitadas por la inminencia de la efeméride; el tono forzado, molesto, glacial de la velada, apercibible tras la aparente cordialidad; la evidencia de los dos grupos y de su imposible conciliación. Molestábale, como siempre, la severidad burlona, plena de amargor, de las tres hermanas, que a la menor frase o actitud de Anita o de sus amigas, cambiaban entre sí miradas de inteligencia y reprobación. Molestábale su madre, que cernía dominadora sus alas sobre él con ánimo de clueca, cual si le advirtiera en constante peligro. Y, definitivamente, sentía una molestia horrenda por la actitud recíproca de burla que Anita adoptaba contra los suyos, contra su madre y sus hermanas, y de la que, por primera vez, no se sentía cómplice. Bien es verdad que desde que entablaron relación, y en virtud de ser esta directa y brutal, ligada a la sangre y al nervio de la vida física, ambos habían hecho mofa de la severidad, de la beatería de las mujeres de aquella casa. Pero ahora se le antojaba a Julián tan ridícula la suficiencia de Anita como los defectos que repudiaba en las otras. Tan ridícula aquella como estas; pero aquella, al cabo, perversa y forastera. Fuera cual fuera la reacción efectiva de Anita, en el momento en que la muchacha estaba a punto de participar oficialmente en la vida de él, todo cuanto concerniera a Julián tenía que tornársele, en apariencia al menos, respetable y entrañable. Al buscar los ojos de Anita en los de él una complicidad y una inteligencia,.reflejaban un destello miserable e impropio. Aquella muchacha, trasladada de los rastrojos, donde se había sentido sometida de bruces, a las losas de un hogar, entre los muros de su casa, crispaba los nervios de su amante.
Habían llegado todas de admirar las ropas de la novia. La madre y hermanas de Julián quedaron escandalizadas. La mayor de estas salió de la habitación en que se mostraban presa de un raudo rubor y de una explícita vergüenza. A Julián todo aquello le pareció grotesco. Él conocía bien las ropas de Anita. Tenía ganas de exteriorizar su desprecio, le costaba esfuerzo mentir. Ante la sonrisa complacida de las amigas, y la presunta castidad de todas ellas, maliciosamente expresada en sus ojos y risas, tenía ganas de pronunciar una frase definitiva y gráfica. Su cobardía le asustaba. Anita le miraba de vez en vez suplicando, con ojos de cómplice, que dejara continuar la farsa. ¡Como si ella no fuera la primera esclava de esas contingencias, la principal y más entusiasta partidaria y protagonista de tales convicciones y de tal mundo! Aquel hombre, que no se asustaba ante la circunstancia desnuda y brutal, sintió que la escena, desde la indignación de los suyos a la malicia de las amigas, era de una obscenidad ingrata. La ropa, un manojo de sedas, tenía un brillo mórbido y pecaminoso, molesto. Le repelían, le hastiaban.
Se reunieron todos en su casa, de retorno de la de Anita, y Julián se salió de ella sin la menor explicación. Ni siquiera se despidió de su prometida, que anduvo buscándole hasta que el temor la invadió. Dábase cuenta entonces la muchacha de que había ido demasiado aprisa en exteriorizar aquella sensación de seguridad, de dominio. Si en algo reconocía a Julián, era en la intrepidez de su voluntad, a la que jamás doblegarían los compromisos humanos. Pero el temor de Anita era demasiado sencillo y simple, como todas sus cosas. Así el hombre que, tras una mariposa, se siente abocado de súbito al precipicio, Julián acababa de medir el abismo cuando el vértigo era inminente.
Lanzase a caminar para aligerar y aclarar sus sensaciones. Jamás había sentido el tedio de la existencia hasta aquella tarde.
Una extraña querencia le llevaba a los extremos de la población, allí donde el vaho de la noche penetra en el pecho sin obstáculos y este se siente colmar por emanaciones profundas, siente acompasar su ritmo a la palpitación refrescante del agro. En las casas se sentían los soliloquios de los pucheros y un rumor de rezo en la intimidad. Surgía de las puertas y ventanas la luz tibia con que el hombre se hurta a las tinieblas en aquella hora, buscando en la caricia de las brasas un calor más hondo, más eficaz aún que el que se ablanda someramente en la piel. Es la hora y el lugar de los que ya no esperan nada, de los que se dejan conducir por el curso del tiempo, sin rebelarse contra la navegación silenciosa de los mundos; que se sienten vinculados a ella con inercia mineral.
Julián transcurría entre aquella vida, ahora, con fiebre tangente, con furia de emancipación; sentía desbordar en su ánimo un ahínco inconforme, hurtarse trabajosamente a la rotación inmutable del universo, efectuar, dentro de ella, un movimiento peculiar e individualizado de protesta, de libertad.
¿O había sido tan ciego de creerse dotado para la sumisión a esa ley; hábil su pecho para acomodarse a la existencia vegetativa circundante? Anita le interesó únicamente cuando equivalía a una emancipación, a una huida de tal órbita, cuando representaba en su vida la intrepidez contra la costumbre. Mas ahora, al desembocar la aventura en los remansos de los que, por medio de la misma, había pretendido huir, ¡qué horripilante aventura le parecía! ¡La muchacha había jugado con él, había pretendido todo el tiempo atraparle para esto! ¡Como si la hubiera llamado a engaño alguna vez! ¡Como si, desde el principio, ignorara la aversión que Julián sentía por ella una vez enterados en el círculo de la sociabilidad, dentro del cual era evidente que no había conseguido cruzarse media docena de palabras! ¡Y la farsa, súbita y final, de la boda, agenciada por los suyos con las peores complicidades y engaños! «¡Te conviene, Julián; te conviene sentar la cabeza!».
Pensó por un momento en la necesidad de hacerlo, incluso en la oportunidad que se le brindaba al hacerlo, ligada a otros intereses que le convertían en uno de los hombres más poderosos de la comarca. Pero ahora, precipitado sin remisión al acontecimiento, en vista del tedio que de los preparativos emergía, invadiendo su ánimo, sentía recobrar íntimamente, con su decisión, su libertad completa. Ella fue quien lo quiso. Ella le había preparado desde los primeros instantes el cúmulo de circunstancias por las que se habían sentido ligados hasta aquel instante. No hizo sino seguir ganosamente, con credulidad, los caprichos de la muchacha. La hipocresía había sido siempre mayor en ella que en Julián. No le había prometido jamás nada. Si tú me lo das, yo lo acepto, esto es todo. No podía llamarse a engaño.
María sentía aquella noche en el crepitar de los leños un eco de los fragores más íntimos. La materia reseca de los troncos esparcía al consumirse la emanación de las más secretas y olvidadas fragancias; semejaba que un algo de la original peculiaridad de estas se hubiera conservado para fluir en aquel momento supremo, empapando el aire con la nostalgia de la resina y de la fronda. El muñón de los troncos se mantenía enhiesto, para sucumbir de súbito derrumbado en cenizas. Tenía el fuego, así domesticado, la bravura que abrasaba a María también; era asimismo, una poderosa lengua de fuego en su ánimo la que contagiaba, tras un breve fulgor lleno de rumores, los sentimientos todos, agudizando un instante las más recónditas, suaves e insospechadas fragancias de su ser.
A cada instante parecía presentir voces olvidadas, tal el fragor de los leños en su agonía.
Estaba sola. Ángela vendría al punto. La imagen de Julián se iba alejando; ya no sentía más que un espacio hueco en su ánimo, el espacio vacío, sin aire, sin luz, que deja en nuestra alma una profunda esperanza cuando huye. ¡Si hubiera conseguido lapidar, tornar macizo aquel pozo seco e inabarcable! De él parecía surgir, tal el silencio espeluznante en la boca de una cueva, un sollozo latente, yermo y desolado, que no trasciende a la superficie, pero que diseña en el rostro una imperceptible expresión de dolor. Y así se superponen uno a uno los surcos sobre nuestro semblante.
Julián dirigíase en aquellos instantes hacia ella. María era su afán de huida, la conciencia de su niñez que retornaba. Andaba aquella noche ebrio de afán de liberación y de retorno. Por la ventana la veía en el fondo de la estancia, absorta en la contemplación de las brasas, sumida en la eternidad, en la perennidad que trasciende del fuego, como del cielo y del mar. Largo rato estuvo el hombre apoyado en el muro, mientras el corazón cabalgaba en el pecho y a lo lejos oía diluirse el rumor de las brasas. Quedó a su vez absorto en la contemplación de la realidad candescente y silenciosa de María, como cuando eran niños; y una sola palabra un leve rumor, cualquier ademán hubiérala devuelto a su abrazo en aquellos instantes. Más tarde ha de recordarla así, en aquel ámbito y aquella hora, que hubieran podido ser decisivos; la imagen se le aparecerá ya siempre más aureolada del reflejo intermitente de las brasas. Pero se apartó en silencio de pronto; en el camino de retorno sentía que acababa de evaporarse, derrumbada estrepitosamente, su juventud.