IGNACIO AGUSTÍ

La muerte, acaecida el 26 de febrero de 1974, impidió a Ignacio Agustí presenciar el ansiado advenimiento de la monarquía constitucional que postuló desde la posguerra y ubicar, ya en una sociedad democrática, a la saga Rius. Como escribió en un artículo necrológico Pascual Mastierra, aquellos días «Ignacio andaba metido en dos obsesiones: un tinglado de imprenta, para variar, y un último, postrero libro, para variar también. Andaba con su barba que, eliminada, cansado de oírnos decirle que parecía un profesor ruso menchevique para más señas; andaba a vueltas de sus pastillas y de su régimen que tras el último suspiro -el día mismo, la noche misma, creemos recordar, en que cumplía 57 años- le asaltó en el Sitges de sus grandes noches y de sus mañanas convalecientes».[3] La fragilidad física del escritor fallecido parecía contradecir el volumen de un quehacer literario: tres mil páginas en tres décadas. Había resucitado una Barcelona que vio morir; entre los árboles manoseados por la guerra fratricida, en acertada expresión de Josep Pla desde un destartalado autobús, columbró frondosidades donde fructificaban a la vez la pujanza vital y el virus destructor. Moría Agustí como murió Ridruejo, sin asistir al final del Régimen en el que participó y se desilusionó, aquel mes de 1974: el del «espíritu del 12 de febrero» falsamente aperturista del franquista Arias Navarro.

Pasaban amigos y colegas ante su túmulo en el templo de San Eugenio I papa y recomponían facetas del hombre que se fue: «Fue uno de los pocos que pudieron encabezar una generación a la cual la guerra había "quemado" en buena parte» decía el marqués de Foronda recordando el rol político de Agustí; el poeta Vicente Aleixandre no conocía al finado, pero valoraba una obra que era «todo un mundo puesto en pie por una pista llena de valores»; «en periodismo tuvo la agudeza y ese sentido de limitar la Literatura a la noticia» subrayaba Luis de Armiñán; Susana March, coautora con Fernández de la Reguera de los Nuevos Episodios Nacionales, ahondaba en la radiografía: «Su despiste, su "estar por las nubes", su falta total de sentido práctico y también, mucho, su ironía, su sensibilidad y aquel andar por la vida como de prestado, de espaldas ya a los éxitos conseguidos o por conseguir…»; conservaba Agustí la ingenuidad del sabio, una ingenuidad que, como acertadamente calibró su amigo Mastierra, «se convertía en peligro para sí mismo». Agustí reunía todos los méritos para un sillón en la Academia que no alcanzó: «Su castellano era tan rico y sabroso como el catalán de sus libros adolescentes» reconocía Guillermo Díaz-Plaja; recordaba cuando Agustí se le acercó en el patio de Letras de la Universidad, en los días -todavía abrileños, todavía seminales- de la República: «Mínimo y sonriente, con un libro de versos en la mano, titulado El Velen›. Díaz-Plaja reseñaría admirativamente aquel poemario en Mirador, el semanario que Agustí mantuvo en el disco duro de su memoria periodística para reconstruirlo en aquel Destino que transitó del falangismo autárquico al posibilismo europeísta.

Cuando el corazón dijo basta, Ignacio Agustí Peypoch, 61 años de edad, hombre de corta estatura, apariencia enfermiza y deje melancólico, acababa de corregir las galeradas de sus memorias, Ganas de hablar, que publicó Rafael Borrás Betriu en la colección Espejo de España. El ministro de Información y Turismo, Pío Cabanillas, le concedió la Cruz de Alfonso X el Sabio a título póstumo. Tras la misa de corpore insepulto, sus restos fueron trasladados al cementerio del Sudoeste, en la montaña de Moutjuïc. Le acompañaron su esposa, Catín Ballester y sus cuatro hijos: Ignacio, Miguel, Mercedes y Jorge. Entre las coronas del coche fúnebre, la del Ateneo Barcelonés que presidió entre 1962 y 1971, aquel Ateneo donde las personas devinieron personajes en una de las empresas novelescas más ambiciosas de la literatura de posguerra. Cinco novelas dominadas por una visión cíclica de la peripecia humana. Legaba una obra cocida a fuego lento. Parafraseando a Eliot, pasado y presente, presentes, tal vez en el futuro. Literatura para soportar la muerte de su autor: «Cuando ya no existamos, cuando ya no estemos» para defendernos, cuando lo único que nos defienda de los demás sea nuestra propia obra» había dejado escrito. Tras tres décadas de olvido de una crítica obnubilada por el nouveau roman, el estructuralismo y un experimentalismo que disfrazaba inanidades narrativas, el ciclo agustino se reencuentra con quienes aprecien «la bendita manía de contar».

Ignacio Agustí había nacido el 3 de septiembre de 1913 en Llissá de Vall en la comarca catalana del Valles a una veintena de kilómetros de Barcelona. Faltaba poco para acabar el verano y nueve meses para la Guerra Europea. Llissá de Vall es hoy, como tantas poblaciones cercanas a la capital, un paisaje roturado por la urbanización y la industria: proliferan las casas adosadas y el cemento proscribe su memoria rural. Parafraseando a Machado, «los días azules y el sol de la de infancia» de Agustí se sitúan en la hacienda de Santa María del Valles o Can Torres (Las Torres en sus novelas). Su padre, Luis Agustí Sala, representante de productos coloniales, vendió la finca en 1925, que pasó a dedicarse a la rehabilitación de jóvenes delincuentes de la «Protección de la infancia». La saga Agustí nutrirá en la ficción a la saga Rius. El bisabuelo, José Peypoch Font, «hizo las Américas» como contratista de obras en Montevideo y retornó a Cataluña con su hijo, Luis Peypoch Casajuana.

Adquirió Can Torres, masía del siglo XVI donde pasaría el resto de sus días. Luis Peypoch estudió Derecho y fue pasante de Francisco Rius i Taulet, el alcalde de Barcelona que promovió la Exposición de 1888. La abuela de Ignacio, Amalia Perera Blesa, era profesora de piano del colegiode Loreto del barrio de Les Corts, donde conoció a su marido.

La rama materna de Agustí se extiende en el otro bisabuelo, Juan Bautista Perera: impulsó un negocio de minas de carbón en San Juan de las Abadesas. La ubicación minera condicionó el recorrido del ferrocarril, la segunda línea que se inauguró a mediados del XIX, después de la Barcelona-Mataró. Hombre de negocios, Juan Bautista fue infiel a su esposa, Amalia Perera; la dejó en una difícil situación cuando se largó con una señorita que había conocido en uno de sus viajes.

Humillados y ofendidos, su familiares -en especial, su hija Amalia-, nunca se lo perdonaron.

La ceniza fue árbol. Así bautizó Agustí su pentalogía. Un árbol del que cuelgan las hojas del dietario de su abuela Amalia.: ofrecía a Dios toda suerte de sacrificios para que su padre dejara aquel amancebamiento que destruyó la unidad familiar. Aseguraba que nunca se entregaría a ningún hombre, pero el amor por Luis Peypoch pudo más que el sacrificio del celibato.

En sus últimos años, Ignacio Agustí vivió en un piso de la Diagonal, junto a la plaza de Joaquim Ruyra, donde crecían unos árboles centenarios que fueron testigos de cuando el abuelo Luis cortejaba a la profesora de piano Amalia en el colegio de Loreto: «Quizás el piso en que yo vivo esté emplazado sobre uno de los tramos del jardín, de aquel colegio. Es posible que yo respire, más contaminados, es cierto, los mismos aires que respiraron mis abuelos hace cien años, quizá bajo la sombra de los árboles que aún viven» recordará el escritor con acento proustiano.[4]

El matrimonio de Luis y Amalia fue breve, no más de cinco años. La abuela murió en una de las periódicas epidemias tifoideas de una Barcelona todavía intramuros; dos años después, el abuelo encontró la muerte en una mixtura fatal de melancolía y pulmonía. Dejaron dos hijos de dos y tres años: María, la madre de Ignacio -que heredó la finca de Can Torres- y el tío Luis. La hermana del abuelo, Enriqueta Peypoch, casada con Bernardo Muntadas, asumió la tutela de esos dos niños, huérfanos a tan temprana edad. Los Muntadas vivían en la calle Portaferrissa número 18. La casa pasará a la ficción literaria como la residencia del joyero Desiderio Rebull, el padre de Mariona, un personaje que inspiró el tío Bernardo.

Cuando urdía tramas novelescas, Agustí desmenuzaba esos antecedentes familiares. Supo que los Muntadas vivían la decadencia de su fábrica textil en un piso de la calle Vergara, junto a la plaza de Cataluña. Su patrimonio artístico, con lienzos de Fortuny, Madrazo y Martí Alsina menguaba acechado por las deudas. De aquella familia, Agustí extraerá materia prima novelesca: su madrina, María Muntadas, solterona enamorada de Rodolfo Valentino; el tío Joaquín, fatal galán moreno y repeinado con fijador, bailarín de tangos que aprovechaba su atractivo con las mujeres, propenso a las borracheras y huidizo burlador de maridos cornudos que practicaba el tiro al blanco en la finca de Llissà. Lo casaron con una señorita de Sabadell para que sentara cabeza, pero murió -como Valentino- de una apendicitis mal operada con solo 26 años.

La memoria de Ignacio se nutría de largos veranos con la tía Pepita Muntadas, mujer exquisita, afable de maneras, «figura frágil, quebradiza, de pelo blanco», dulcemente entregada a los demás tras la muerte de su marido, Joaquín Girona. Pepita pasaba horas en el cuarto del pequeño Ignacio recitando versos de Gabriel y Galán, Núñez de Arce, Espronceda y Bécquer. Del aprendizaje de memoria de los poemas cobró Agustí una enojosa fama de rapsoda que le obligaba en las reuniones familiares a recitar el patriotero Dos de mayo. De su tía Pepita, conocedora de la vida social barcelonesa, escuchará en las veladas de Can Torres el relato de la noche del 7 de noviembre de 1893, la del atentado del Liceo, que alcanzará posteridad literaria en Mariona Proveniente de la clase media, el padre de Ignacio Agustí conoció a su madre María cuando trabajaba de dependiente en la banca de Evaristo Arnús, en el pasaje del Reloj de Barcelona. Dedicado a la exportación de café y cacao presidió el Colegio de Agentes Comerciales. Padre de nueve hijos, en sus buenos momentos de prosperidad compró un automóvil Hotchkins y residió con su familia en la calle Diputación esquina Vía Layetana, corazón del Quadrat d'Or del urbanismo modernista Una memoria burguesa que abonará el árbol que la guerra convirtió en ceniza. Agustí siempre creyó que el disco duro de una vida queda grabado antes de los doce años: «Antes de esa edad yo he sentido la vergüenza, el miedo, el amor, el odio, la ira, el rencor, la ambición, la envidia, la sensación de angustia y de engaño, en fin, todo lo que luego descubrimos que son los resortes todos de la existencia».

Volvamos, pues, a Can Torres. La venta y dedicación a labores sociales permitió que el paisaje soportara los años. El escritor lo recordará «tal como era, sin parcelaciones ni planes de urbanismo.

Es una vasta extensión, un ancho tramo de tierra donde prospera, como entonces, alamedas y viñas, bosques de pinos, trigales, huertas, todo surcado por raudos manantiales que serpentean con un rumor a intemperie y a soledad, entre cañaverales por los que silba el viento».[5]

La descripción identifica paisaje y carácter. Ignacio fue el único de sus hermanos que nació entre las paredes de Can Torres y su experiencia tenía mucho de telúrica. Con solo diez años, aprendió a cultivar la tierra y apreció el sabor de las legumbres nacidas de esos cuidados. Conoció el ritmo lento de la cosecha. En el poemario de Guerau de Liost La muntanya d'ametistes identificaría años más tarde la ataraxia rural de interminables estíos infantiles columbrando entre retazos de cielo entre las encinas. En su búsqueda del tiempo perdido, no alberga dudas sobre esa lírica del origen que le retorna una imagen nítida de los tres años: ve una oca amenazante cuyo pico le sobrepasa y parece oír todavía sus propios gritos pidiendo auxilio. Además de árboles y animales, en Can Torres se recortaban siluetas de futuros personajes: Miguel, el chófer; la anciana Filomena mondando judías verdes en el zaguán que ocupaban los capataces y su hija Encarnación; l'Estadant, recio labrador al que había que ayudar para que se enrollase su interminable faja; Julia, el hada de su niñez: llevaba a los críos de excursión les preparaba la merienda y les ataba las cintas de las alpargatas. Julia se enamoró de la labia y desparpajo del chófer, un mujeriego malgastador que provocaba celos del pequeño Ignacio, otro futuro personaje de novela.

El perímetro de Llissá de Vall incluía dos heredades, cual proustianos cotés: Can Torres, de los Peypoch y Can Coll, de Ignacio Llanza, de la Casa Solferino. El segundo era una construcción románica que sirvió de refugio en la Guerra Civil para los cuerpos incorruptos de san Vicente y santa Clara.

Sin corriente eléctrica, ni pararrayos, la casa donde el niño Agustí soñaba veranos posibilitaba atmósferas fantasmales iluminadas precariamente con acetileno y velas. Las noches de tormenta, los lagartos fríos y verdosos que aparecían entre el agradable cromatismo de unas fresas silvestres animaban una misteriosa topografía infantil con rincones como la Bajada rápida, el Camino de las arañas, que reaparecerán en Mariana Rebull…Los sótanos y sus «grutas mágicas» y los muebles desvencijados decorarán pasajes novelescos truncados cuando el veraneo cambió de lugar; la familia Agustí dejó Llissá y se trasladó a Montcada, a raíz de la venta de aquella finca donde Ignacio pasó los veranos hasta los once años. En el momento de describir aquel mundo no se permitió ninguna licencia literaria en la traslación literaria de un paisaje que presenciará todo el ciclo de La ceniza fue árbol: «Cuando en 1925 mis padres vendieron Can Torres, sentí que centenares de árboles augustos eran talados despiadadamente en mí, se desplomaban sobre mi corazón y se iban secando allí lentamente».[6]

Ignacio y su hermano Manuel estudiaron en los Escolapios de la calle Diputación, que estaba frente a su casa. Luego, sus padres los enviaron al colegio de monjas de Loreto al que iba su hermana María Dolores en la calle Portaferrissa. El traslado le hizo conocer la trama urbana: cada día iba cuatro veces del barrio gótico al Ensanche, atravesando las Ramblas. La tercera mudanza colegial le llevó con ocho años a los jesuitas de Caspe la calle donde residirá Joaquín Rius.

«Toda mi vida pedagógica ha sido una alternativa entre el entusiasmo y la decepción», recordará.

Agustí fue un estudiante que dejaba los deberes para última hora y salvaba la papeleta con notas aceptables para esquivar la disciplina de un padre que era cabo del Somatén. La figura de don Luis limpiando los cañones de su escopeta transmitía la tensión social de la Barcelona de su primer tramo vital, la que el cambio de siglo bautizó como «ciudad de las bombas» para convertirse, tras la [5] euforia neutralista de la Gran Guerra en la ciudad del pistolerismo y la «ley de fugas» de Martínez Anido.

En aquellos años de conflicto latente, Ignacio deslizó sus primeros versos entre los deberes de Bachillerato. «El uso de la razón fue para mí un uso rítmico, eufórico y verbal, la razón rimaba en consonantes y llené varias libretas de versos antes de llegar a los quince años».[7] Ese germen poético alentará en el escritor «una manera de ver el mundo que no puede ser ni del todo prosaica ni del todo práctica» y que explica el equilibro en su prosa entre el factor simbólico y la descripción realista.

En el momento de optar por una carrera universitaria y con tales aficiones literarias, Agustí hubiera preferido Filosofía y Letras, pero su padre le hizo estudiar Derecho. Cayó la Dictadura de Primo de Rivera, aquel paréntesis corporativista del que los males del país resurgieron con más virulencia. La agitación universitaria de 1930 preludiaba turbulencias. Agustí compartía aula con los poetas Salvador Espriu y Bartomeu Roselló-Pórcel; postulaban una actitud dialogante frente a los partidarios de la revuelta: «Yo vi entrar una mañana por la puerta principal de la Universidad a unos individuos que llevaban unas cestas como para la recogida de la colada, dentro de las cuales se arracimaban las pistolas; estas pistolas fueron repartidas en seguida a todo aquel que quisiera disponer de una de ellas. Y así, de pronto, lo que era un alboroto estudiantil se convirtió en un suceso trágico para la ciudad» [8]. Aquellos episodios nutrirán una visión pesimista sobre la sociedad española contemporánea.

La noche del 12 de abril de 1931, con el triunfo de las candidaturas republicanas, transcurrió con la pesarosa impresión paterna de que la cosa acabaría mal: «No pasará mucho tiempo sin que haya sangre» vaticinó don Luis. Aquella amarga premonición sustanciará una literatura de doble vertiente inspiradora. Por una parte, la morosa recuperación de los tiempos pasados, el «lado» de Can Torres, las figuras familiares; por otra, la toma de partido ante sucesos trágicos como la Guerra Civil.

El advenimiento de la República coincidió con las primeras prosas y versos de un joven de 18 años. Agustí colaboraba en la revista Juventus con Martí de Riquer, Joan Vinyoli o Josep Maria Font i Rius. El estudio, el deporte y la lírica se conjugaban en aquellos días complejos, mientras que los negocios de don Luis iban de mal en peor. En verano, Ignacio acompaña a su progenitor a despachar asuntos en la oficina de Barcelona; pasa horas leyendo a Palacio Valdés y Dickens, o consultando la Enciclopedia Espasa; su hermano Joaquín hojea la National Geographic Society.

Cuando Ignacio empezó segundo de Derecho su familia se trasladó a Madrid. Él permaneció en el piso de la calle Bruch esquina Diagonal. La decadencia de los negocios paternos le obligaba a costearse los estudios. No hay crisis sin oportunidad. Era el momento del periodismo.

Si la coyuntura familiar no es precisamente alentadora, sus compañeros de universidad le proporcionaron satisfacciones literarias. En el patio de Letras se intercambian poemas; el respetado Salvador Espriu -con 19 años había publicado la novela El doctor Rip y trabajaba en Laia- concluye que el poemario de Agustí merece una edición. Espriu organiza una suscripción entre los estudiantes que se cubre en dos días: en marzo de 1932 ve la luz El veler.[9] Otro compañero, Ramón Esquerra, le anima a que envíe el libro a Guillermo Díaz-Plaja: a los ocho días aparece un elogioso comentario en Mirador. En 1933, Díaz-Plaja llama a Agustí para incorporarlo en el proyecto de renovación de La Veu de Catalunya, el diario de la Lliga de Cambó. La modernidad cultural de Acció Catalana, escisión de la Lliga sostenida por La Publicitat, el magazine D'Ad i d'Allá o el semanario Mirador obligaba al partido fundacional del catalanismo a imprimir nuevos bríos a su aparato informativo. El director Raimon d'Abadal i Vinyals y Guillermo Díaz-Plaja intentan acercar el rotativo de aires decimonónicos y letra gótica a una emergente clase media de aficiones deportivas, crecida en la radio y el cine.

En La Veu, Agustí lleva la sección de teatro y las páginas literarias; comparte pupitre con prohombres del regionalismo decimonónico. La imaginería de los Jocs Florals, las glosas de Xénius, la tipografía medieval que impregnaba hasta el apellido del director, sobrino del historiador Raimon d'Abadal i Calderó, y las ideas de La nacionalitat catalana del fundador Prat de la Riba condicionaban la modernización de un diario dividido en dos bandos. La redacción de la calle Pelayo, dominada por el sector renovador, frente a la imprenta de Ferlandina, feudo de los históricos. Con el tiempo, La Veu pasó de formato sábana a tabloide: la sección de Agustí ganó dos páginas fijas. Con el ejemplo del Times británico, se impusieron las fórmulas innovadoras de Agustí, Manuel Brunet, Valentí Castanys, Ramón Garriga, Díaz-Plaja o Josep Pla, corresponsal en Madrid. De aquella experiencia, Agustí postulará una visión crítica sobre el romanticismo que acunó el catalanismo con la Renaixenca y cuyo ejemplo era La Veu de Catalunya. Un romanticismo que, a su juicio, desequilibra el racionalismo catalán llevándolo a la cueva de los mitos nacionalistas: «Los gestos se diluyen; lo clásico era medir; lo romántico desmedir, verbo que, por cierto no casa bien en nuestra estirpe».[10]

El diario adquirió una nueva rotativa y lanzó una edición de tarde: La Veu del Vespre; Agustí se integró en la sección de Cultura que coordinaba. Manuel de Montoliu. Era periodista: «A partir de aquel momento mi vida fue un maratón ininterrumpido; iba de una conferencia a un estreno de cine, a un acto en el Ateneo o a un estreno de teatro, sin interrupción, un día y otro. Llegué a hacer una reseña de una revista solo viendo la apoteosis o la de una conferencia con solo haber oído unos párrafos de su mitad». Su labor periodística nutrirá muchas escenas de su ciclo novelesco sobre los años republicanos: encuentros con Paul Valéry, Jules Supervielle, Gabriela Mistral, Pedro Salinas o la amistosa relación con Margarita Xirgu y Federico García Lorca.

Conoció al poeta granadino a su regreso de América, invitado por el Conferentia Club. Lorca leyó en el hotel Ritz su Oda a Walt Whitman; tras el acto tomó café con Agustí y el poeta vanguardista Sebastián Sánchez Juan en el restaurante El Canari de la Garriga. Federico recitó piezas de su primer libro Canciones y del Romancero gitano: Agustí, poemas de El Veler y algún inédito que transmitía una cierta idea literaria sobre la preservación de la memoria salpicada por los licores de la actualidad: «No reviuran els dies negligits /al reialme remot del whisky and soda /Era aquell temáis que et perfumaba els pits /amb un perfumador passat de moda».[11]

Desde aquella madrugada, Grau Sala y Agustí irían al encuentro de Lorca en sus estancias barcelonesas.

En aquellos actos del Conferentia Club, punto de cita mundano orquestado por Juan Estelrich y la aristocrática Isabel Llorach, Agustí conoció al carismático conde de Keyserling y al poeta Paul Valéry. El autor de El cementerio marino le aconsejó que no perdiera «la intrepidez y la pureza» y vio en él una promesa de la poesía catalana, «todavía en trance de inventar mundos». El reconocimiento de El Veler fue compartido por Jules Supervièlle, Tomás Garcès, Caries Riba, Eduardo Marquina, Josep Carner o Josep Maria de Sagarra.

Socio del Ateneo Barcelonés, el joven periodista departía con Caries Soldevila, factótum de D'Ací i d'Allá y Just Cabot, director de Mirador. En sus páginas, Agustí publicó artículos de cine y la primera crítica teatral de Bodas de sangre. Soldevila y Cabot representaban lo más exquisito de un catalanismo ilustrado y europeizante que la controversia política bajo la República y luego la Guerra Civil agostaron. Años después, en Destino, Agustí quiso recomponer aquella fase constructiva de la cultura catalana. En el Ateneo nació la tertulia de La Caverna, que evocará en sus novelas 19 de julio y Guerra Civil. Aquella peña que fundó Manuel Sagnier, un ácrata de derechas, tenía de contertulios al periodista católico Manuel Brunet, el escritor Josep Maria de Sagarra y el pintor Grau Sala, que se incorporarán como personajes de novela, al igual que la intrépida reportera Irene Polo. A medianoche se encontraban en el tercer piso del Ateneo. Los debates se fueron agriando: una convivencia que comienza a deteriorarse el 6 de octubre de 1934 con el acto secesionista del presidente Companys, hasta desembocar en guerra fratricida. Una generación pasaba bruscamente del Parnaso al Averno; entre la ilusión lírica y el viaje al fin de la noche: «De un golpe aprendimos a comparar aquellos términos: la libertad, la cultura, con realidades sangrientas. Quien no haya vivido con los ojos aún jóvenes el espectáculo no puede darse una idea de la magnitud de nuestra catástrofe moral» recordará Agustí.[12]

La actividad literaria no cesa. Debuta en el relato breve en 1934 con Diagonal [13] y, entre septiembre y octubre de aquel año, pergeña dos piezas teatrales. La primera es L'esfondrada, drama rural de tres actos en verso que ve la luz el 15 de octubre en la colección El nostre teatre.[14] En el prólogo, el periodista Modest Sabaté sitúa la obra en el drama eterno porque «la fuerza de la acción nace de la anécdota sencilla». La segunda obra, Benaventurats els lladres, se estrena el 27 de diciembre de 1935 en el teatro Novedades: permanece solo dos días, al coincidir con el final de temporada. Animado por el dramaturgo Pous i Pagès, Agustí introduce retoques al texto y la actriz Mercedes Nicolau vuelve a poner la obra en el Novedades. El asunto trazaba un triángulo amatorio: intelectual cincuentón casado con veinteañera intuye el amenazante atractivo que en ella suscita unladrón mundano que seduce féminas para quedarse con su virtud y sus joyas. Inspirada en Trouble in paradise, el film de Ernest Lubistch sobre la comedia de Tristan Bernard; aliñada con algún recuerdo de su casquivano tío Joaquín, Benaventurats els lladres fue una obra primeriza que contó con la complicidad benevolente de los colegas de diario y tertulia, pero que motivó la saludable autocrítica del autor en ciernes. Veintidós años, confesará Agustí, era una «edad muy tierna aún para enfrentarse con los intrincados -aunque en el fondo muy sencillos- problemas del triángulo amatorio. Años más tarde -cuando escribí Mariona Rebull-, ya estaría en sazón para ello».[15] Pese al fallido intento dramático, el triángulo amoroso se convertirá en constante de su obra y preocupación vital.

En 1935, Agustí deja de colaborar en Mirador. La situación política resquebraja complicidades culturales: «Estoy contento de no contarme entre los vuestros, y de no haber vivido nunca de los fallos de los demás» escribe en una amarga carta abierta. Aquel año, la Lliga vende parte del accionariado de La Veu del Vespre y se consorcia con la emisora Rádio Associació de Catalunya para fundar L'instant, diario de tarde de aires modernos, implicado con la inmediatez radiofónica.

Con Ramon Garriga de redactor jefe, Agustí trabajó junto a Irene Polo, Modest Sabaté, Carlos Sentís, Miguel Capdevila y Juan Bautista Solervicens. La amistad con Sentís se remontaba a la edad de siete años cuando ambos estudiaban en los Escolapios.

En Barcelona se estrena Yerma de García Lorca, una pieza de Casona. Margarita Xirgu pone broche de oro a la temporada en el teatro Principal de la Rambla con Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores y la reposición de Bodas de sangre. Con Grau Sala, con quien compartía tertulia artística en el café Navarra y el Colón, Agustí visitaba el camerino de la Xirgu y departía con García Lorca. Tras la función, la velada proseguía en la casa de la actriz en Badalona o en el restaurante de los Regás en la estación de Francia con Federico al piano cantando los cuatro muleros.

El contacto casi cotidiano con la Xirgu solo quedó ensombrecido por la crítica que Agustí dedicó a Doña Rosita desde L'instant. Consideraba que la comedia lorquiana no tenía el impacto de tragedias anteriores y quedaba reducida a un divertimento literario, donde lo lírico se mezclaba con lo teatral dejando poco claras las intenciones del autor. Aquella crítica fue un islote en un mar de comentarios elogiosos e hizo temer a Agustí un distanciamiento de Federico y Margarita. Contra lo que esperaba, un día oyó la voz del poeta que le llamaba desde la plataforma del tranvía 21. Lorca admitía sus razones críticas. Faltaba poco para que la compañía de la Xirgu y Cipriano Rivas Cherif emprendiera la gira hispanoamericana de la que no retornarían tras el estallido de la guerra.

Federico no les acompañó y se quedó, para siempre, en su Granada.

El programa de Agustí en los años veinte y treinta contemplaba mañanas dominicales deportivas en el club de hockey Junior, jornadas de redacción y noches tertulianas. Muchos episodios de esa etapa frenética resurgirán en las novelas Desiderio y 19 de julio, protagonizadas por Desiderio Rius.

En la peña de La Caverna el adversario había mutado en enemigo y el debate devenía soflama. En febrero de 1936, tras las elecciones que gana el Frente Popular, los días de L'instant estaban contados. La jornada electoral fue la última información de un Agustí enviado especial a un Madrid donde las masas pedían la cabeza de Gil Robles.

Y llegó el 18 de julio. Una mañana trágica que el escritor divisó tras los postigos del balcón del piso de la calle Diputación. Recuerdos destinados a material novelesco: «Vi pasar, a ambos lados de la calzada de la calle, las hileras de los bisoños soldados recién entrados en el reemplazo, entre los cuales, con la mirada levantada hacia lo alto, estaba mi compañero Tomás Lamarca, casi con el mismo aire con que caminaba por los pasillos del Colegio de los Jesuitas de Caspe».[16]

Con el diario clausurado y consciente del peligro que corría por su adscripción conservadora, Agustí embarcó el 9 de agosta en un carguero alemán repleto hasta las bodegas. Su amigo Pepe Mata le animó a aprovechar la oportunidad y en 24 horas tuvo pasaje y pasaporte en regla. Se conocían desde 1934, cuando compartieron otro viaje marítimo de Barcelona a Alicante para examinarse de Derecho en la Universidad de Murcia: la autonomía universitaria de Cataluña eliminaba la matrícula libre y, de esta manera, no podían seguir los estudios de Derecho de forma oficial.

La escena de la partida retornará en 19 de julio, con Desiderio como burgués en desbandada.

Agustí y Mata observaban incrédulos cómo su ciudad se aleja, e intentan consolarse pensando en una guerra breve. En aquel barco atestado de fugitivos rumbo a Génova, el escritor hace inventario.

A la llegada, los dos amigos tomaron un tren para Alemania. Desde Munich se trasladaron a Karlsruhe. Gracias a la negociación de Mata encontraron cobijo en una pensión familiar del pueblo de Berneck donde pasaron medio año. Cada noche se abalanzaban sobre la radio; constataban que lo que «nos pareciera un episodio trágico más de las luchas sociales españolas iba a ser la cuestión clave no solo de nuestra mocedad, sino de nuestro tiempo».[17]

La entrada de las tropas franquistas en Irún animó a Agustí a solicitar al Consulado español de

Berlín, un pasaje para trasladarse a la zona rebelde. En enero de 1937 se embarcó en Hamburgo vía Lisboa. Fueron cinco días de temporal que compartió con el escritor falangista Felipe Ximénez de Sandoval.

De Lisboa a Salamanca, donde contactó con Carlos Trías Bertran, compañero de colegio y secretario de la Falange catalana. Tras una quincena salmantina, en Burgos reencontró amigos y compañeros de la Universidad como José María Fontana, Xavier de Salas, Celestino Chinchilla, Pepe Ribas Seva: el fermento del semanario Destino.

Destino nace en 1937 en Burgos fundado por Xavier de Salas y José María Fontana bajo la férula de Dionisio Ridruejo, entonces al frente de la Dirección General de propaganda. Según algunas fuentes, la cabecera fue idea de Celestino Chinchilla, aunque otros atribuyen la idea a la mujer de Fontana, entroncada a la retórica joseantoniana: Destino. Política de unidad. La redacción reunió a los catalanes que habían pasado a la zona franquista: Ignacio Agustí, Juan Ramón Masoliver o Josep Vergés.

El primer artículo de Agustí -que utilizará también el seudónimo de Gin- ostenta un simbólico título: «Pascua de resurrección». Ante la Catedral de Burgos, evocaba la Semana Santa de Barcelona, «aquel brillo perfumado de su calle Fernando» que la furia anticlerical marchitó: «Nos murió a medio sonreír, entre las manos casi esta flor de las Semanas Santas barcelonesas. Nos la cortaron manos de piratería, cuando estaba, en mi adolescencia, a medio florecer…». En los artículos que publica en el todavía balbuciente Destino, las referencias a Cataluña y Barcelona son constantes. En «Secreto entre bastidores» se hace eco de la muerte de Pauleta Pàmies, la enérgica profesora de baile que dio varias generaciones de danza en su academia del Liceo en la calle de San Pablo. La muerte de Pauleta, anota Agustí, ha sido transmitida en los periódicos colectivizados «fríamente, casi esculpida sobre mármoles de papel. Era preciso atravesar el estilo conciso, la patética frialdad de la esquela, todos esos detalles escritos con letra muerta y rodeados de espacios -y tiempos- blancos, y luego penetrar en el recinto de su letra leyendo entre líneas recuerdos e historia». En aquellos días burgaleses vierte en sus artículos la necesidad de reedificar la memoria develada. Evocar a la Pàmies supone revivir la Barcelona de finales del XIX, los ballets de los años veinte, las esplendorosas noches burguesas del Liceo. En otro artículo, «Soberanía del mar», el Mediterráneo inunda las piedras castellanas; en «Niños, estatuas, elefantes» se escucha el proustiano rumor «de las ruedas del landó discurriendo sobre el asfalto del paseo del parque» en 1918, cuando el autor tenía 5 años. Materiales donde creció el árbol que la guerra convirtió en ceniza y que la imaginación de un escritor vivificó.

Alma y nervio de Destino, Agustí se desplaza cada semana a Valladolid en una camioneta para confeccionar el número siguiente; destinado al frente de Teruel, recibirá la noticia de que su padre y hermanas habían llegado a San Sebastián. Según un decreto, si su madre lo reclamaba, al ser el hijo menor y sus dos hermanos estar incorporados a filas -Juan, cirujano en el frente de Madrid y Manuel, teniente médico en una bandera de la Legión-, podía licenciarse y reunirse con su familia.

De vuelta a Burgos, Agustí retomó la redacción de Destino. Instalado con su madre y los suyos en un piso conoció a Vergés, recién llegado a la capital burgalesa y portador de una carta de recomendación de Grau Sala. Alférez de contabilidad en el cuartel de Infantería de San Marcial, el Vergés de aquella época «era un muchacho noble, simpático y muy gracioso». Agustí le invitó a colaborar en Destino, que ya se confeccionaba en una imprenta burgalesa; Vergés publicó artículos sobre política internacional, a juicio de Agustí, «muy expeditivos y clarividentes, de un estilo bastante elocuente, para un hombre que nunca había tenido la pretensión de escribir».[18]

Animados por Juan Ramón Masoliver, Agustí y Vergés pasaron al Servicio de Propaganda. En el Ministerio del Interior, ubicado en el Espolón de Burgos trabajaron todo el año 1938 con Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Luis Escobar, Manuel Augusto García Viñolas…

Cuando entró con los franquistas en Barcelona, 26 de enero de 1939, Agustí pasó a colaborar con Masoliver en el Servicio de Propaganda y fue vocal en la primera junta del Ateneo Barcelonés. En Barcelona reapareció Destino en mayo del 39; Vergés en la gerencia y Agustí en la dirección periodística. El escritor recuerda las páginas del semanario: un papel moreno «color pan de racionamiento» sufragado por las delegaciones de Falange y de Propaganda. Para garantizarse una financiación que adivinaba precaria, Agustí buscó proveedores de papel y labores de fotograbado. A muchos les conocía de antes de la guerra, pero los retrasos en el convenio le convirtieron en moroso: en 1940, la deuda de Destino alcanzaba las cien mil pesetas. La situación le llevó a fundar con Vergés una sociedad privada para la edición de la revista, que les permitió renovar el formato y dar a la publicación un tono más informativo y menos propagandístico, con la incorporación de Manuel Brunet y Josep Pla. El semanario remontó ventas y se acabó la devolución masiva de ejemplares.

En 1940, las imprentas de Nagsa, donde se imprimió el semanario Mirador, dan a la luz Un siglo de Cataluña. Editado por Destino en la colección Áncora y Delfín, el libro reúne artículos publicados en Burgos durante la guerra, anotaciones sobre la situación política entre 1937 y 1938, dos narraciones, ensayos literarios -como el dedicado a la novela Rosa Kruger de Sánchez Mazas-, crónicas de San Sebastián, evocaciones del frente, cartas a un camarada y el capítulo que da título al libro, Un siglo de Cataluña que viene a completar el texto de apertura, Historia sentimental de una ciudad. Ambos resultan de vital importancia para comprender el marco histórico, la voluntad de estilo y el trasfondo ideológico que impelió a Agustí a escribir La ceniza fue árbol.

Frente a la actualidad de los artículos de guerra, con sus evocaciones barcelonesas se propone «desentrañar, apunte tras apunte, la posición exacta de una "nueva generación", salida a la luz, con la guerra, de juventudes liquidadoras en Cataluña del fenómeno romántico y liberal, a la que nos sentimos ilimitadamente vinculados».[19]

En enero de 1941, el escritor se casa con Catín Ballester, con quien tendrá cuatro hijos. Durante la Guerra Mundial, se decanta por los aliados, opción peligrosa que provoca la inquina de los falangistas exaltados. Los días que pasó en Alemania, con Hitler en su cenit de violencia totalitaria, le llevaron a rechazar el nazismo con una seguridad que mantuvo en los peores momentos del franquismo germanófilo. Su inequívoca anglofilia, exhibida incluso en la indumentaria con un sombrero bombín en un mar de boinas y uniformes fascistas, sería reconocida por el Gobierno de Su Majestad británica con la King Medal.

El 7 de abril de 1942, la situación económica de Destino se consolidaba con la entrada del conde de Godó como accionista de la editora Publicaciones y Revistas S. A. De las mil acciones de la empresa, el propietario de La Vanguardia poseía un centenar, mientras que Agustí y Vergés conservaban 400 cada uno. Poco después, la redacción del semanario se trasladaría a la sede del rotativo barcelonés en la calle Pelayo, 28.

Bajo la férula de Agustí, los símbolos falangistas de Destino, como el yugo y las flechas del artículo de portada, fueron perdiendo relevancia. La inquina de los camisas azules por las simpatías británicas del semanario aconsejaba una prudente retirada. En septiembre de 1942, el conde de Godó ofrece a Agustí una corresponsalía en Suiza. El 3 de octubre se traslada con su mujer y su hijo recién nacido. Aquel año publica “Los Surcos”, una novela de enfermizo lirismo enmarcada en paisajes rurales.[20]

En Suiza, el periodista estaba seguro de que su camino era la política aunque, casi sin darse cuenta, estaba germinando un novelista. En Gstaad, Agustí se encuentra con el diplomático Julio López Oliván, consejero de don Juan de Borbón. En el Grand Hotel de la ciudad balnearia entrevista al Agha Khan, pero su principal objetivo es sumarse a los círculos monárquicos. Tras una primera audiencia en la residencia real de Lausanne, acompaña a don Juan en repetidas ocasiones.

El contacto con United Press le lleva a comentar la situación política con don Juan, quien había proclamado en el Journal de Gèneve su propósito de servir al país y ser rey de todos los españoles.

Al consejo privado juanista concurrían pocas personas. Además de Quiñones de León y el duque de Alba, los miércoles se reunía una tertulia en el ginebrino Café de Commerce a la que asistían, entre otros, Agustí, López Oliván y el que fue consejero de la Generalitat de Cataluña Ventura Gassol.

Agustí decide redactar un artículo sobre la restauración monárquica para la Gazette de Lausanne: tras alguna incidencia en la versión francesa, aparece el 20 de enero de 1944 firmado con el seudónimo de Fuenteovejuna. Agustí ve en la restauración monárquica «la única solución viable para pacificar el país y encaminarlo a un provenir más seguro», al tiempo que excluye por igual el fascismo y a las actitudes políticas de los años republicanos.

En Zurich y Ginebra, Agustí tuvo, por primera vez desde la guerra, tiempo para la escritura. En 20 de marzo de 1943, sale de ediciones Destino su traducción al castellano de Laura a la ciutat dels sants de Miguel Llor que completa con La sonrisa de los santos.[21] Optar por el díptico de Llor, un novelista que alcanzó celebridad al ser galardonado en 1930 con el premio Crexells del Ateneo Barcelonés, es una apelación a la memoria literaria catalana anterior a la Guerra Civil y una declaración de afinidades sobre los temas y el estilo realista que Agustí adoptará en su novelística.

A su vuelta a España, el 4 de marzo de 1944 llevaba consigo, dactilografiados, seiscientos folios de una novela titulada La ceniza fue árbol, cuya primera parte era Mariona Rebull. La segunda mitad, titulada Desiderio, no acababa de convencer a su autor que la transformó en lo que sería El viudo Rius.

Los miles de ejemplares de Mariona Rebull y su ferviente acogida demostraban que había lectores para la novela española y la mejor forma para animar a la escritura era la creación de un premio literario. Agustí comentó esa posibilidad a Vergés y Teixidor con el propósito de «despertar a docenas de novelistas dormidos en rincones anónimos del país». Un premio dotado con cinco mil pesetas de la época que suscitara fenómenos como Mariona Rebull. Los reparos de Vergés, por la cuantía de la dotación, contrastaron con la predisposición de Teixidor, quién propuso que el galardón llevara el nombre de Eugenio Nadal, colaborador de Destino fallecido un 6 de enero.

Agustí redactó las bases de la convocatoria siguiendo el patrón de los premios Crexells y Folguera que se otorgaban en Cataluña antes del 36. El jurado de la primera edición lo integraban Ignacio Agustí Peypoch, Joan Teixidor Comes, Josep Vergés Matas, Pedro Pruna Ozerans y Rafael Vázquez Zamora. El último día de plazo de admisión de originales llegó en un sobre de correo urgente un manuscrito del que Agustí leyó las primeras páginas en voz alta a sus compañeros. El resto fue tan impresionante que al día siguiente ya tenía la novela leída. Se titulaba Nada: «El mundo que envolvía era inédito. Nadie había hecho una radiografía de los años medio vacíos, medio angustiados, extrañísimos de la posguerra como Carmen Laforet» afirma admirativamente.[22]

El 6 de enero de 1945, los Reyes trajeron un gran regalo a la literatura española envuelto con el marbete del Nadal. Agustí fue jurado once años, hasta 1956, del galardón que descubrió a Rafael Sánchez Ferlosio, Miguel Delibes, Ana María Matute, Luisa Forrellad, Luis Romero, Sebastián Juan Arbó, José María Gironella… El Nadal, recordará Agustí, «no fue ninguna invención. Fue simplemente una adecuación a nuestra época y a sus circunstancias del espíritu de justa literaria que ha constituido una de las tradiciones de este país, desde la restauración de los Juegos Florales hasta el conjunto de premios convocados por la Generalitat de Cataluña en tiempos de la República»[23]

El 23 de noviembre de 1946, Agustí comenta en Destino el estreno de la primera obra teatral en lengua catalana después de la Guerra Civil: la representación de El prestigi dels morts de Josep Maria de Sagarra abre una etapa «que ha de ser fecunda y definitiva, del teatro catalán, de nuestro teatro». Aquel mismo año, el gobierno franquista autoriza la publicación de obras literarias en catalán y Agustí encomienda una sección semanal de crítica literaria al profesor Antonio Vilanova, con el título orteguiano de La letra y el espíritu. «La absoluta libertad e independencia» que le brindó la dirección», subraya Vilanova, le permitió difundir a los más importantes escritores en lengua catalana.[24]

Al final de los años cuarenta, Agustí contacta con un joven Fraga Iribarne, decisivo años más tarde en sus proyectos periodísticos y cubre con un histórico reportaje en Destino el regreso de Salvador Dali a Cadaqués, el verano de 1948. Con Álvaro de Laiglesia y el fotógrafo José Compte compartió ocho días con la familia Dalí y las cámaras del No-Do. El artista retornaba al paisaje mineral de Port Lligat y posaba con su padre para la portada de Destino.

Entre 1950 y 1953, Agustí pasó a vivir a Madrid. Su ausencia acentuó el protagonismo de Vergés al frente de Destino. Desde que repartió octavillas en 1945, de raíces monárquicas familiares, Agustí se identificó con la generación de don Juan pero comprendió y creyó desde el principio en la solución de don Juan Carlos como demuestra el reportaje con que cubrió la jura de bandera del Príncipe en la Academia Militar de Zaragoza en diciembre de 1955. Las tensiones por el control del semanario y una crisis psicológica le llevaron a una clínica psiquiátrica donde en 1957 escribió las seiscientas páginas de Desiderio, tercera entrega del ciclo La ceniza fue árbol. Aquel paréntesis fue el pretexto que Vergés aguardaba para desalojarlo de Destino, decisión que complacía a ciertos sectores catalanistas.

Finalizaba una etapa y Agustí buscó otras vías de expresión periodística y literaria. Fundó la librería Argos, que después sería editorial, colaborará en los semanarios Gaceta Ilustrada y Triunfo donde mantuvo la página Cara y cruz, y dirigirá el diario Tele/eXprés donde escribe la sección “Todos los días”.

Un encuentro en 1962 con Manuel Fraga Iribarne le acercó a las inquietudes del flamante Ministro de Información y Turismo y artífice de la Ley de Prensa respecto a la problemática cultural catalana. Agustí combatió en el bando vencedor, pero siempre fue sensible a una cultura catalana que la torpeza del Régimen con sus prohibiciones había dejado en bandeja de plata al nacionalismo.

El informe que remitió al Ministro ilustra esa opinión: «Lo que es cierto es que las tropas del General Franco entramos en Barcelona el 26 de enero de 1939; llegamos a una ciudad dispuesta a todo por apoyar al Nuevo Régimen y solidificar su situación de base. Al cabo de los años -y, naturalmente, no sin el apoyo de maniobreros y nostálgicos- la gente advierte que, con relación a Cataluña, no se ha seguido ninguna línea política. Pero en el caso de nuestra región no se ha seguido, de toda la gama, más que un matiz de signo puramente económico -y no digo yo que eso sea poco- a efectos de mantener el nivel de la región en sus aspectos materiales; en lo otro, creo yo que se ha tenido una disposición a dar largas a los años para que, al cabo del tiempo histórico, precisamente por los crecimientos de población y las migraciones, nos halláramos en un país que había dejado de hablar catalán».

Para Agustí, la cultura catalana no tenía por qué molestar al Régimen. Y la aversión hacia Cataluña, que manifestó desde el primer momento el franquismo, alimentaba a los nostálgicos de la República. Aquel informe resuena hoy clarividente. La lengua catalana, sostiene Agustí, «es una pirueta de la lengua latina y solo se convierte en instrumento político adverso o malévolo cuando grupos adversos o malévolos la utilizan para ese fin». Las lenguas debían de ser un medio de comunicación y no un fin de la política; sobre el hecho diferencial catalán aconsejaba al ministro que «en lugar de ignorar ese hecho o de soslayarlo» cabría «afrontarlo, canalizarlo» y aprovecharlo como una ventaja y no como un inconveniente. En esta estrategia proponía agrupar las entidades catalanas más significativas como el Institut d'Estudis Catalans, la Fundació Bernat Metge en un Alto Centro de Estudios o una Universidad de la Lengua Catalana.

Aquel contacto fructificó varias iniciativas. Agustí fue nombrado presidente del Ateneo Barcelonés, cargo que ostentaría hasta 1971, y Fraga le encomendó rehacer el semanario del Movimiento El Español, tarea ingrata que fue premiada con la concesión de la autorización para lanzar y dirigir en Barcelona el diario de vocación aperturista Tele/exprés y la de un semanario en catalán, Tele/estel que vio la luz el 22 de julio de 1966. Pero el semanario que Agustí había contribuido a lanzar, al abrigo de la Ley Fraga de 19 de marzo de 1966, surgió justamente en plena marejada política contra su persona.

Un artículo en Tele/eXprés sobre una manifestación de sacerdotes en la Vía Layetana en defensa de un estudiante coincidiendo con el acceso del doctor Marcelo González Martín a la diócesis de Barcelona -era la época reivindicativa del «Volem bisbes catalans»- levantó ampollas en la opinión pública catalana. Justamente cuando los sectores de la Iglesia más cercanos a las tesis de Montserrat hacían causa común antifranquista con obreros y estudiantes. Agustí señalaba que la manifestación tenía lugar justamente en el aniversario de cuando la República perdió el control de las masas que culminó con la quema de iglesias en Madrid. Recordaba la persecución anticlerical y criticaba la acción de aquellos sacerdotes que colaboraban en la erosión del Régimen que les dio cobijo. El último párrafo identificaba aquella acción de protesta con la agitación política: «Esos bonzos incordiantes que nos han salido, son una estampa guerrillera muy antigua y conocida en España…» apostillaba.[25] El artículo hizo saltar las dos Españas: una parte de lectores le daban calurosas felicitaciones, mientras que el catalanismo le volvió a identificar con el inmovilismo franquista.

La campaña contra el artículo fue virulenta. Se pedía la dimisión de Agustí como director de Tele/eXprés y provocó el enfado de su amigo, socio y principal apoyo en la redacción del diario Carlos Sentís, mientras proliferaban las octavillas que pedían el boicot publicitario al rotativo barcelonés. El aislamiento social de Agustí era patente, justo en el momento de editar Tele/estel, el primer semanario en catalán desde la Guerra Civil. Lo que era una magnífica noticia para la normalización de la lengua bajo un Régimen que la había perseguido, se perdió entre sectarismos políticos. La autorización coincidía con la filosofía de no politizar la lengua, pero esa premisa que Agustí tenía muy clara no fue bien acogida por los colaboradores de la empresa periodística que lo fueron desplazando hasta convertir el semanario en plataforma resistencialista. Agustí lo expresa con amargura en sus memorias: «Yo, que lo había sacado de la nada, me vi impedido de escribir en él porque mi firma era sospechosa a la "resistencia". ¿Resistencia de qué? ¿De los que cada semana subían a dejar constancia de su paso por las letras irredentas y a cobrar mis mil pesetas de su estipendio? ¡Vaya resistencia![26]

Los choques contra un catalanismo cada vez más escorado en el nacionalismo, reafirmaron el escepticismo de Agustí sobre las posibilidades de rehacer un ecosistema periodístico y cultural, desprovisto de añoranzas republicanas. Deducía que no había interés en sacar provecho de las tímidas libertades que el Régimen posibilitaba y era más cómoda la cultura de la queja y la oposición sistemática. El lema del «entre tots ho farem tot», eje transversal entre la izquierda y el catalanismo, se le antojaba pretencioso e inalcanzable. Desde su posibilismo prefería hacer algo que querer hacerlo todo. Su lamentación tenía el tono de un epitafio y solo quedaba seguir recuperando el tiempo perdido reconstruyendo desde la literatura lo que la realidad del momento, subyugada por la situación política y las estrategias partidistas del antifranquismo impedía reconstruir. De aquellos años de in-comprensiones surgió en 1965 19 de julio; la cuarta novela de La ceniza fue árbol transmite esa crítica de su autor hacia unas posiciones que juzga cómplices con las fuerzas que llevaron a Cataluña a un callejón sin salida en 1936.

En una entrevista de Manuel del Arco del 15 de febrero de 1969 en La Vanguardia Agustí seguía confiando en la restauración monárquica como el árbol que crecería en el futuro. Su convicción sobre una solución monárquica que asegurara un futuro de convivencia le pareció a Del Arco una novela… Focos meses después, el 22 de julio, se sancionaba en las cortes la Ley de Sucesión que proclamaba al príncipe don Juan Carlos sucesor de Franco a título de Rey. La clarividencia de Agustí se imponía, aunque él no llegara a constatar su culminación política.

Con la publicación en 1972 de Guerra Civil termina el ciclo La ceniza fue árbol que abrió Mariona Rebull. La novela tiene un tono de epílogo, como si concluyera un largo viaje. Un año después, entre agosto y octubre del 73, Agustí desafía a su precaria salud escribiendo febrilmente sus memorias, Ganas de hablar, título que hace referencia a una frase de Novalis: «Las mayores verdades se dicen cuando uno habla por hablar». Tras la composición del libro y la revisión de galeradas, el escritor -ojeroso y de triste sonrisa- fue fotografiado por Alberto Viñals el 18 de enero de 1974. Aquel descargo de conciencia, cuya sinceridad demostraba también el dolorido distanciamiento de una sociedad por la que había luchado en aras de su pacificación, llegó a las librerías cuando su autor ya no estaba para celebrarlo. Las había escrito con un deliberado desorden cronológico que acentuaba la sinceridad de esa conversación con el lector; sin corsés retóricos, ni maquillajes ideológicos, ni una excesiva pretensión justificativa, Agustí hacía recuento de su vida, sin ambages ni victimismo. Escritura destilada con la liberalidad de una conversación que confesaba haberle divertido. Una semana antes de su muerte, el escritor albergaba muchas ilusiones sobre la recepción de sus memorias. El 21 de febrero de 1974 leyó en una sesión privada en Madrid algunos fragmentos y estaba a punto de preparar un prólogo para esa autobiografía, colofón real a una obra novelística que enriqueció el realismo literario con la visualidad del siglo XX y un simbolismo de raíces líricas y propósito moral.