VII
Cuando, transcurrida la noche tumultuosa anterior, Pedro abandonó cama y casa y se acaró con el día batido por el sol, cuya cegadora luz perfílaba la estampa de su hijo en la guarda del rebaño, la súbita y real aparición de aquel, concreto y estático en la cercanía habíale abrumado de modo indefinible. Sintió que la presencia del muchacho le hundía en la frente, cuña afilada y culminante, quilla contra los pensamientos, el cúmulo de boiras en que venía debatiéndose.
Pedro había abandonado aquel hijo, causa de la muerte materna, a los cuidados de una tía, Ángela, que le había recibido como pan bendito. Ángela había sido para María la amiga feúcha y todo corazón, a la vez confidente y hermana. Cuidó del muchacho como cuidaba de los patos y como hubiera cuidado de las golondrinas. Todo ser vivo era para ella poso de gratitud, pues su principal afición era depositar cariño en las cosas. Pedro no había sentido, pues, la realidad del muchacho, cuya presencia quedó ahogada por la ausencia de la madre. Hasta que, años más tarde, ya crecido, habíale de nuevo aposentado consigo más por cubrir apariencias y por cumplir una costumbre y una obligación que por querencia activa. Así, pues, a la edad preferentemente comunicativa y dinámica de los chicos el muchacho tuvo que olvidar la compañía parlanchina de su tía y sintió sobre sí la losa de la misantropía paterna. Acostumbrose a observar, a espiar las actitudes de su padre, las cuales no acertaba a comprender; estas, claro está, se le fueron introduciendo en el alma sin apercibimiento. Sí, gozábase en la soledad, ora corriendo y gritando, saltando, abandonado, los torrentes, diestro en el manejo de la honda y afinado y mordaz en el silbido. Otras, parábase a escudriñar el paso de los insectos en las comisuras, la inmóvil gravitación de una ráfaga de mosquitos sobre los ribazos de la mina, el silbo de la brisa en las lindes cañizas, presa, en tales instantes, de un pasmo sin malicia. Visto desde la lejanía encaramarse a una roca daba la impresión de un pequeño gato montés. De cerca, su rostro era despabilado y franco, pero aquella soledad le hacía vergonzoso hasta los extremos; escurridizo, ante la presencia de un extraño, ocultaba el rostro tras ambas manitas con inaprensible celeridad. «¿Cómo te llamas?». La pregunta hallaba un eco levísimo al principio, inauditos esfuerzos del rostro y las manos retozonas por ocultarse después; al final, la súbita y franca huida. «Se llama Jaime» -decía por él la persona que allí se hallara-. ¿Jaime?
Pedro vacila y sufre. Le asalta de pronto rotundamente la duda. ¿Por qué se llama Jaime el muchacho? ¿Por qué María quiso que el muchacho se llamara precisamente Jaime, cuando hombre alguno en la estirpe de ambos había sido bautizado así?
Aquel mediodía la súbita y real aparición del hijo había abrumado a Pedro de manera indefinible. Durante el insomnio de la noche anterior, el aliento del chico en la media penumbra encrespó sus dudas. El muchacho dormía confiadamente. Acerco-se un instante y le observó. Dormía confiadamente, nunca se había fijado en que el muchacho durmiera así, entregado a su fatiga sin un murmullo.
Volvió a su lugar, asustado de tal pensamiento. También él dormía así; conocía esa entrega al sopor. La semejanza del hijo era evidente. El recuerdo de la duda, una vez superada, aumentaba su consternación. Acarició las ropas del chico, anhelando que esta forma indirecta de conciliación llegara a lo profundo de los sueños infantiles. Invadíale una férvida ternura por él.
Pero de pronto, aquel mediodía la marea del alma acababa de depositar en un instante, de manera inesperada, un leño solitario, revuelto y momentáneamente perdido entre el oleaje de la noche anterior, rastro del naufragio y de la tempestad nocturnas: la duda, la misma, idéntica duda, estaba allí tendida, rotundamente, en la arena.
Soy de otro.
Llamole. Escalofriado por la certidumbre le llamó, gritándole para avisarle que no le aguardara.
Precipitose a los caminos que le llevaron al pueblo. Sentía necesidad de aturdirse, de caminar, de huir. Rindiose, empero, en la mesa del café. No había gustado jamás de los licores. Estuvo en el café largo rato, un par de horas quizá, después de haber sorbido su café caliente. Durante estas dos horas su pensamiento, hacha inverosímil, fue desgajando la fronda que ocultaba a su memoria las actitudes de María antes de la boda y después de ella. Precisaba recordar, reconstruir meticulosamente, deletrear su pasado. Parecíale a veces que ya tenía el indicio, mas de pronto olvidaba, se desvanecía todo, ya no podía seguir adelante, no pasaba de allí. En una ocasión María había cerrado precipitadamente el cajón de la consola.
- Me has asustado. No te había oído entrar.
Pedro recordaba. No, nada significaba aquello; poco después, ya solitaria la alcoba, había entrado y abierto, contra su voluntad -bien sabe Dios qué fuerza rara le impelía- el cajón de la consola. No había nada allí, la ropa limpia y aderezada, nada más. Y nadie había puesto de nuevo las manos en el mueble; estaba seguro de ello. María seguía fuera, tranquilamente, zurciendo junto al portal. Ahora recuerda el sabor del beso que, en aquella ocasión, aturdiéndola de nuevo, depositó en la mejilla femenina; súpole a contrición y a agradecimiento, como acontecía en toda ocasión semejante durante la vida de su mujer. Pero ahora, ¿quién le eximiría ahora de esa desolación inexpugnable, quién apaciguaría el fragor de las dudas, acérrimas y viscosas como los tentáculos de un pulpo? ¿Dónde hallaría la libertad y la paz?
Pedro levantose, pues, de la mesa del café. Pagó y marchase. Los pasos, casi involuntarios, le encaminaban al campo; al otro lado, a las afueras, salvadas las últimas casas, más allá del barranco; sabía bien a dónde. Díjole en una ocasión el párroco, mirándole al fondo de los ojos.
- Estás acongojado todavía, Pedro. No has querido hallar tu paz.
Desasiose de la mano del cura, y habíale desafiado imperceptiblemente, pero prolongadamente, con la mirada. ¿Quésabe este hombre -había pensado- de mi paz y de estas cosas?
- ¿Qué sabéis vos de esto? -le había dicho-. ¿Por ventura habéis dejado en la tierra, una tarde, como yo, un trozo de vuestra misma vida? ¿Habéis visto desaparecer vuestra vida entera en un minuto bajo la tierra?
Vio al hombre dudar un instante. Pedro era más joven que hoy, mantenía entonces su dolor con una gallardía pronto extinguida. No había cesado de mirar al párroco en los ojos.
Este respondió bravamente:
- Sí. Así ha sido, Pedro.
Había en aquellos un destello desacostumbrado.
- Por esto te digo que no has querido hallar tu paz.
Con resplandor de centella esta escena vuelve ahora a su memoria. A medida que avanzaba, la expresión del páter en los instantes recordados retornaba intacta, indescriptible. No había hecho caso en aquella ocasión de la profundidad de la mirada del otro, de la hondura de su voz, al decirle, como arrancando, desgajando un recuerdo desde la raíz: «Sí, así ha sido, Pedro». Mas ahora esta expresión, aquella hondura, le acuciaban. Habíale vuelto la espalda, pensaba: «¿Qué sabe él?».
Ahora siente necesidad de verle, de vaciar el alma.
Arrodillado en la penumbra de la iglesia ve el fulgir de los cirios y escucha los rumores que trascienden de la sacristía. El corazón prosigue con denuedo, como si hasta las losas del templo percutieran a su impulso. No acierta a rezar, no lo logra. La iglesia es una cripta profunda. Una lengua de noche penetra en ella perfumada; su contacto le duele y escalofría. ¡Qué profundo rumor el de los grillos! María está tendida infinitamente cara al cielo oscuro y rutilante, a la inmensa techumbre sin fondo, al mar de la eternidad. Es un rastro, un destello apagado en la inmensidad de Dios, nada. Solo existe allí, en su corazón, aposentada, enraizada. ¡Si hubiera conseguido arrancarla de allí, devolverla incólume, absoluta, a la tierra!
Ahora comparece el párroco y le llama al cobijo de un pequeño altar. Allí bautizaron a su hijo.
Pedro se levanta pausadamente y se aproxima. Aquel era un pedazo vivo de carne sonrosada, arrancada a la fuerza a la entraña materna. Pedro se acerca al pequeño altar; el cura le aguarda, ya sentado.
La mañana del bautizo fue triste, desoladora.
- Se llamará Jaime -dijo.
Fue el postrer deseo de su mujer.
Han pasado, desde entonces, muchos años. Se arrodilla ante el párroco y comienza la confesión.