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Pedro hizo una pausa, conmovido. El cura escuchaba con atención el relato.

- Preciso a alguien que conozca hasta el fondo mi ser -dijo Pedro-. Muchas veces he estado a punto de cometer una atrocidad. Si mis pasos no me hubieran guiado aquí esta tarde…

- Concluye tu examen, Pedro -interrumpió el cura-. Yo te daré mi consejo y mi bendición.

Lo que importa es la paz de tu ánimo.

- Desde que conocí a María -continuó aquel tras una breve pausa- sentí que se abrían en mi espíritu compuertas ignoradas. La sensación de sorpresa que experimenté era semejante a la del hombre que, de súbito, sintiera operar sobre su ser las sensaciones de un sexto, de un séptimo sentido. Y, al propio tiempo que estas sensaciones, como contrapeso inseparable, el dolor que a cada uno de los sentidos acompaña. La ráfaga de felicidad, la sensación ancha e infinita de la felicidad, insospechada hasta entonces, traía consigo, equilibrada en el otro platillo de la balanza la sensación de otras inquietudes, de otros dolores asimismo hasta entonces insospechados, que seguían a aquella como un espectro, como la sombra al cuerpo. Si yo había sido incapaz de amar, de la generosidad y la anchura del amor, había sido igualmente incapaz de odiar, de la mezquindad de toda mala sospecha, de yerme atraído por la fuerza absorbente de los celos. Pero esta no me sobrevino con la furia y la rotundidad del amor, sino que fue filtrándose en él, en mí, sin apercibimiento. Me sentía al final atravesado, sin saber cómo ni por qué, por la fístula dolorosa de la incertidumbre y de la sospecha, profunda hasta hacerme inservible, doloroso el amor.

Sin embargo, no por ello, en los breves meses de nuestra existencia común, se dio cuenta María cómo la vileza y el volumen de este sentimiento merecían, de su existencia y arraigo en las raíces más profundas de mi amor. Durante aquellos meses, mis celos fueron precavidos y profundos, no transcendían más que levemente. Pero, sin las circunstancias que en aquel momento concurrían, hubieran sido mortales; ni ella ni yo los hubiéramos podido soportar y superar.

A las pocas semanas de la boda tuvimos certidumbre de la gravidez de María. Yo acogí la novedad sin pasmo ni sorpresa, con indiferencia. Vi, en cambio, transfigurarse a María. Su retraimiento, los dos primeros meses, fue súbito. No conseguía con nada hacerla volver en sí, es decir, en mí. Parecía, mejor, crecer ella en el seno del hijo, y no a la inversa. Daba la impresión de un ser insolidarizado con el mundo, como si tuviera en otro lugar la raíz, y esta fuera tan potente que la atrajera con ahínco hacia la tierra atenazada y horadada por sus tentáculos. Y así era, en efecto. La extraña insensibilización para las cosas circundantes era efecto del ahínco de raíz acérrima con que pugna y se sostiene, luchando día a día por la posesión triunfal de la entraña y de la madre toda, el infante, desde el momento mismo de su existencia. Solo por las noches parece ceder, satisfecho y rendido, el intruso; entonces el abandono femenino se dobla al hombro esperanzado, expectante, del hombre, que cuanto más dulce y confiadamente siente aposentarse la fatiga femenina, más se torna entonces precipitadamente bueno, con una bondad desesperada y glotona de niño, mientras los brazos y el pecho se dilatan como si se aprestaran a cobijar al universo. Yo sentía entonces su aliento confiarse apenas perceptible en mi cuello y podía más aquella ínfima ráfaga de humanidad doliente y tibia para mi corazón petrificado, que un hogar donde crepitan los leños y cuya lengua de fuego percibe desde la altura nevada el caminante.

No me inmuté, no di alcance a la existencia del hijo. El gozo, tan reciente aún, de poseer a María, privome de todo lo demás. Los primeros meses transcurrieron despacio. Sentía el amor de María discurrir como un caudal sobre mi piel; la superficie móvil y transparente de aquel, quizá tenía que vencer imperceptiblemente, en el fondo, los obstáculos que mi propio amor le opusiera, pero no delataba este esfuerzo, abordaba con paciencia aquellos obstáculos, seguía su curso con límpida languidez. Cuando el fruto tomó forma en la entraña y yo veía, sentía aquel ser, como inyectado, cobrar su cuerpo entre nosotros dos, tuve la sensación plena de mi infamia. Pasaba mi mano sobre el vientre colmado de la mujer y me apercibía de la existencia viva, moviente, del niño, agazapado, como sumergido, en las carnes maternas, participando del curso de la sangre ajena, que se le daba entera. Nunca pensé que fuera peculiarmente mío, sino de ella, que me había arrebatado, hurtado el germen, sin que yo me diera absoluta cuenta de ello. No es que le hubiera dado yo la vida; es que el ser, presagiándose, se la había tomado para sí, en un anticipo activo de milagrosa lucidez. Yo sentía en mi mano pulsar al niño bajo la cripta, con la pulsación breve de los pájaros atenazados; que se nos hace perceptible, más que por un ritmo vital, por la conciencia escalofriante de un calor aterido, desfallecido, trabajoso, minúsculo que se nos comunica en el contacto, y se contagia atroz, de pronto, como una descarga de vida por todo nuestro ser; y entonces me sentía infinitamente inferior al que nacía, como forastero al milagro que se obraba, indigno de la participación que, al parecer, se me debía, tácita en los ojos de la hembra, que buscaban en los míos la claridad que a ella se le nublaba con el tránsito. Algo parecía planear sobre nuestras cabezas cuando, en un abrazo supremo, a la vez flácido y prieto, temeroso de malograr el poso de vida que gravitaba, aún incierta, en el vientre, nos sentíamos girando vertiginosamente en una órbita cósmica, elíptica como la de los astros, y, como ésta, rodeada de un supremo y dramático silencio, que acentuaba hasta el paroxismo nuestro desamparo.

A medida que el embarazo fue adelantando, María recobraba la conciencia de sí y, con ella, su alegría. Hasta tal punto que, próximo el parto, veíamos aproximarse la fecha con tranquilidad creciente y los dos tercios primeros del período de gravidez eran entonces recordados con la sensación de la pesadumbre, ya superada, bajo la que ella había transcurrido y que se me había contagiado con tanta profundidad. Comenzó con rapidez María a preparar las ropas del infante y en la realidad de estas tareas sorprendiome un sentimiento hasta entonces desconocido; que fue, de la noche a la mañana, una conciencia fulminante de responsabilidad y como si de pronto el espíritu y el cuerpo hubieran recobrado su agilidad, su jovialidad, el entusiasmo y la intrepidez. Hasta entonces el nuevo ser había sido una nebulosa, el espectro de un hijo, sobrevenido en mi ánimo inesperadamente, el agitarse de fuerzas recónditas, superiores a mí. De pronto, en la evidencia de las ropas y enseres que María iba almacenando en unas adorables cestitas de paja, el ser, orgánico, corpóreo, definido, había nacido ya en mi imaginación, era susceptible de medida y de cariño; en los aderezos que su madre preparaba yo le veía ya respirar, sonreír, agitar los bracitos. Me invadía de pronto la sensación de haber ganado algo cuya falta, en el momento en que me apercibí de estas sensaciones, no hubiera podido soportar. Pasé de la indiferencia más rotunda a la apetencia y a la necesidad del hijo en un día, en unas horas. El botón de un gran resorte acababa de ser pulsado en mi ánimo y depositados de una manera perfecta los contrapesos precisos en las zonas de mi anterior desequilibrio.

Hasta los instantes en que el parto se anunciaba, hasta llegar a la inminencia del nacimiento de mi hijo, esta inaudita alegría llenó mi ser. Pero al llegar estos instantes un espanto indómito borró enteramente las huellas de todo sosiego. Un presentimiento, la certidumbre de una fatalidad cernida sobre nosotros me hizo maldecir, también en un instante -a la manifestación de los primeros síntomas del parto, y sin que hubiera el menor indicio de lo que iba a ocurrir, ni razón alguna para sospecharlo- la alegría anterior; y entonces sentí desquiciarse definitivamente mi mundo. Era en vano que me anunciaran y presagiaran, por todos lados, la buena fortuna. Yo sabía que no, y no sé de dónde me provenía la idea de que aquello era lo último. Veía a María aferrarse intrépidamente a la vida, llenarse de una dulzura y un sosiego indefinibles; su rostro fijo en mí, esperar el trance del parto como ciertas jóvenes santas caminaban, más que al martirio, a la gloria inmediata. María se aferraba intrépidamente a la vida -pero a la vida de él, del chiquillo, que aún no había surgido a la luz, al que sentía arañarle las entrañas, resuelto a abandonarlas de una vez con una sacudida triunfal.

Yo sabía que aquello le costaría la vida, y la mía se hundía desesperada en la noche, en espera del primer desgarro de luz en el horizonte, mi rostro enfurecido contra los surcos, que me sentían sollozar sin un rumor. Y volvía luego al lecho en que ella se debatía.

Llegó el momento y dio a luz. Fue un instante, no más. Quedó, en efecto, fija en mí. Por unos instantes llegué a creer que mi presentimiento no era cierto; e inundé con lágrimas su rostro, la ría negra de sus cabellos, la almohada ya en calma. Su rostro era un pasmo rutilante, lleno de belleza y de un candor exuberado, y en sus ojos y en su frente, inmóviles, se remansaba una soberbia impar.

Creí que era cierta la vida, no acertaba a dominar la fuerza que me golpeaba, arrolladora, la sien.

Mas de pronto retrocedí levemente, sentí el espanto de nuevo, esta vez sólido, infranqueable; el latido de mi corazón acababa de cobrar resonancias de bronce. En su rostro se había modelado una ínfima, dificultosa, disimulada expresión brevísima de dolor. Yo noté que era un dolor raudo, íntimo, seco, como un pequeño e incomprensible esguince en el alma. Aparté levemente, imperceptiblemente, el rostro del de mi mujer. Su respiración era lenta, todo le producía ya un enorme cansancio. Los demás charlaban, le hablaban del chiquillo, la miraban riendo de la buena novedad.

Yo grité a todos, me oyeron todos, mi voz era desesperada: «Callad!».

Y en efecto, sobrevino un silencio transido por la respiración de María. Gemía, ya sin fuerzas, casi, con gemido agudo y mortal. La entraña se desgarraba, arrastrada por los tejidos accesorios.

Murió intentando llevarse grabada en la memoria, una y otra vez, la imagen del niño, cuyo llanto estentóreo y vital, frente a los ojos exangües de la madre, renueva aún en mí de vez en vez la tremenda desolación de aquel instante.