VI

Acercose pausadamente. Percutía del exterior el escarcen de la brisa en los surcos. El párroco era un hombre ya maduro, recio y aplomado. Los cabellos, blancos, enmarcaban una piel curtida, peculiar de los campesinos; al servicio, empero, esta vez, de unas líneas de rostro singularmente finas, contraste que daba un atractivo singular a su persona. Llegaba el hombre de trabajar, azada en mano, al igual que todas las tardes; tenía la costumbre de entrar por la puerta de la iglesia, la cual quedaba hasta aquella hora abierta de par en par, tal vez para que en el lapso la campiña y los altares atrajeran recíprocamente las fragancias trascendentes de que eran arcas similares y simultáneas y el Dios del Sagrario gozara de la cereal y luminosa benignidad circundante.

Al regreso del laboreo, el párroco gustaba de entrar en la iglesia, de paso hacia su habitáculo y postrarse largo rato -como a depositar, arrodillado, la honradez de su fatiga- a los pies del Señor, al que invocaba en salmos que su garganta, recién nacida todos los días, expresaba con llaneza intransferible: «¡Señor, dora la piel de los frutos y que tu simiente caiga en el surco predilecto con oportunidad y danos con ella el pan de cada día y tu bendición?». «¡Señor, déjame holgar en la satisfacción de la jornada ejercitada en tu servicio y otórgame la limpieza de los pensamientos, la humildad y la contrición que me faltan para ganar tu cielo!». Daba luego un paseo por la iglesia; paseando rezaba el rosario en voz alta, y le contestaba el eco de los grillos, el arabesco, bajo un azul alejado y difuso, de los murciélagos, el rumor de un carro en la lejanía, que llegaba, venciendo pesadamente los declives desiguales, cargado de alfalfa o de maíz, con avanzar parejo al de una navegación pausada y resonante cuyas contingencias, rendido a la blandura de la carga, se gozara en percibir el timonel acarado a los reflejos transparentes del crepúsculo en el cielo, que ponía en sus ojos la suavidad casi fluvial de la hora, acercada a su ocaso sin rumor. La voz del cura henchía la soledad de la iglesia; los seis cirios, encendidos al entrar, acentuaban en ella las intimidades.

Observaba al pasar, mientras rezaba, el estado del ínfimo templo; se paraba ante cualquier indicio de descuido o desaliño y pronunciaba para sí, intercalada entre las oraciones, la recriminación resignada a Lucía. El párroco llevaba invariablemente a término esta costumbre, sin que nada ni nadie lograra torcerla.

Habíale visitado, en una ocasión, sin previo aviso, el señor obispo y su ilustrísima tuvo que aguardar a que don Ramón retornara del trabajo a su hora, rezara pausadamente su rosario en voz alta mientras transitaba por la iglesia, y solo entonces se puso a disposición del ilustre visitante; al cual, caso de haber tenido prisa, no le hubiera quedado otro remedio que partir sin interrogar a su subordinado.

Aguardó, pues, Pedro a que don Ramón, después de saludarle brevemente, depositara la azada en un ángulo y comenzara y concluyera su oración, con el consabido detenimiento en los parajes menos iluminados del templo.

Al oírle entrar, interrumpido el solaz benigno y melancólico de la evocación, Pedro habíase incorporado e ido al encuentro del recién llegado. Este traía en los bajos de la sotana manchas de barro y rastrojos. La jornada había transcurrido como todas. Reconociole don Ramón al punto y pareció no extrañar la imprevista visita.

- ¿Qué te sucede, Pedro?

- Quisiera confesar, padre…

- Bienaventurado Dios, que te trae… Hace cinco años y medio que no lo haces… ¡Loado sea

Dios!…

Tras haber dejado el instrumento del trabajo en un ángulo, acercose de nuevo a Pedro.

- Tendrás que aguardar un rato. Es la hora de mi rosario. Puedes rezarlo conmigo. Esto te preparará el espíritu y te confortará.

Pedro siguió en voz alta, al principio, la oración del cura, pero pronto una somnolencia se fue apoderando de su ánimo. En el pequeño templo había comenzado a oscurecer. Distinguíase solo el menguado destello de los cirios; mas su luz tenue, como el retintín de ciertas canciones de niño, propiciaba al sueño. El párroco, que rezaba con la costumbre de su soledad, no aguardaba las réplicas de Pedro; su rosario fluía con plena independencia de la presencia o colaboración de los visitantes. De tal manera que las avemarías, verbigracia, habían sido enriquecidas con matices de expresión nadie sabe a costa de cuántos años de costumbre peculiarizados; así el paso constante de una brisa en las esquirlas de una piedra llega a pulir y torna finamente convexa la hendidura. A través de la somnolencia, como caudal que conserva toda su lucidez y su cauce, en Pedro se mantenía insobornable ahora una lógica suma; su sueño se hallaba perforado por una vena de vigilia vigente; frustrada solo por cierta inconsciencia que convertía, verbigracia, el rumor de la oración cercana en el canto de un viento entre la fronda de los pinos; los pasos del párroco o, simultáneamente, el tumbo incesante y pendular de su corazón, en un goteo de lluvia contra los cristales; de forma que las sensaciones se le aposentaban benignamente en el corazón como un rocío arribado desde lejanísimos recuerdos, por la mixtificación del sueño, a confortarle y renovarle.

Cuando don Ramón hubo concluido su oración, prolongada con independientes padrenuestros por intenciones varias, relacionadas con la cosecha o con los feligreses, con la vida y con la muerte de los seres de la cercanía -con sentido elemental, cristiano, de la patria que gana las batallas, la que se columbra y alcanza con los ojos atalayada desde el campanario parroquial- se acercó al lugar donde Pedro, sentado, estaba sumido en el sopor; y rozándole levemente la espalda devolviole al ámbito de pronto. Pedro se incorporó ligeramente, no emancipado todavía de la ensoñación.

Sentía el corazón escarchado por el soberano y hondo influjo de la paz eclesiástica; renacer una solera de simplicidad profundísima en su ánimo, saciadas sus querencias por la hondura de un aire horizontal y estático, celestial. Volvió los ojos nublados a la serenidad del rostro del párroco, que la media penumbra aureolaba, haciendo refulgir la hebra de las sienes. El instante se iba abriendo resueltamente a la lucidez de los ojos del insomne; balbució nuevamente:

- Quisiera confesar, padre…

Mas era ya confeso. El sosiego augusto del anochecer penetraba no solo por el portal del templo, sino por cierto ancho espacio generoso, de súbito franqueado en su ánimo. A su voz confluía un cálido alborozo, supremo trasunto de una cósmica paz. El párroco le miraba someterse por fin a la órbita inexorable de los mundos, a la ley física inmutable.

Díjole:

- Padre; he dudado.

El párroco no estaba acostumbrado a que sus feligreses le plantearan problemas de conciencia.

Desde el seminario no había escuchado, con tono confesional, aquel vocablo. En muchas leguas a la redonda no se dudaba de Dios; se iba a misa o no se iba, se creía en Él o se dejaba de creer, se rezaba o se blasfemaba, en ambos casos, por lo general, maquinalmente. El párroco, asombrado, inquirió:

- ¿Has dudado, Pedro? ¿De qué has dudado?

Pedro tornó su voz más confidencial; fue esta un aliento ingenuo, tras una pausa.

- He dudado de mi mujer, de mi hijo, de todo…

Don Ramón quedó perplejo, sin comprender. Le produjo la impresión de un alucinado. Conocía la melancolía que sometía a aquel hombre. Púsole la mano sobre el hombro, como ciertos médicos, maquinalmente, pulsan al enfermo.

- Pero tu mujer… ¿Quieres decir, María?

- María, padre

- Déjala en paz, Pedro. Déjate en paz a ti, está en los cielos…

- Quisiera confesar, don Ramón.

El cura dio unos pasos hacia el altar, dubitativos. Mas luego acercose de nuevo y sentose a la vera de Pedro.

- Eres libre de culpa, Pedro. No te desasosiegues. Tu mujer fue una santa; déjala en paz.

- Padre… -decía Pedro con angustia patente-. Ayer fui al cementerio, a visitar la tumba de

María, como todas las tardes. Había un hombre allí, un desconocido… He dudado de todo, de mi mujer, de mi hijo, de todo. Déjeme usted confesar…

Retirose el párroco. Su asombro no cejaba. Entró en la sacristía, púsose roquete y estola. Pedro se arrodilló en la penumbra, aguardándole.