Le gustaba el calor que emanaba el cuerpo de Peter, el latido de su corazón y el asomo de barba rubia que cubría su mandíbula. Dormitaron un rato. Se habían amado una vez más, con la misma pasión volcánica de la primera vez.
Minutos después, descansaban de nuevo. Peter soltó una respiración profunda y le preguntó:
—Te gusta estar arriba. ¿Por qué?
Lilian pudo haberle dicho cualquier cosa, y él se habría contentado, pero estaba vulnerable y se sentía distinta. Se puso de medio lado y lo miró.
—Me gusta tener algo de control. Esta es mi primera vez.
Peter se tensó enseguida, se sentó y la miró confuso.
—No entiendo, no sentí que eras…
Incapaz de decir virgen, levantó las cejas e hizo un ceño.
—Es mi primera vez, mi primera vez —aseveró ella con gesto desolado y voz desesperada. Se le aguaron los ojos.
Peter no estaba seguro de querer saber lo que intuía. El tono de voz en el que habló le partió el alma.
—Lilian… —Le tomó la mano.
—¡Fui tan estúpida! —Se secó las lágrimas con rabia—. Me violaron en una fiesta de hermandad hace siete años en mi primer año de universidad.
—Ven. —La abrazó, abrumado por la pena, abatido por la impotencia y sorprendido por la situación—. ¿Quién lo hizo?
Lilian negó con la cabeza y él dejó de insistir. Ella le contó lo acontecido, la acusación, la manera en que el hombre se había librado del delito y como había tenido que salir humillada de la universidad.
—¡Tú no tienes la culpa de nada! ¡Es un hijo de puta! ¿Quién es?
Se levantó de manera brusca de la cama con los puños encogidos a lado y lado. Quería salir y buscar al malnacido, quería acogotarlo hasta que estuviera morado, molerlo a golpes y a la vez acogotarse él mismo por su comportamiento, había sido un animal completo. Se dio la vuelta y se obligó a tranquilizarse. Lilian necesitaba su consuelo y su afecto. Ahora entendía por qué no podía llegar a ella. Había vivido todo ese tiempo en un bunker de vergüenza. ¡Pobrecilla! Volvió a la cama y la abrazó.
—No te voy a decir quién fue. No vale la pena, ya no, quiero dejarlo atrás.
—Eres una mujer maravillosa.
Le acarició el rostro, lo enmascaró con las manos.
—No me atrevía a intentarlo, no podía. —Agitó la cabeza en negación con los ojos cerrados—. Deseaba tanto sentirme mujer, pero me daba pánico intentarlo.
—¡Eres toda una mujer! Me prodigaste un placer sublime. Te he deseado tanto…
Abrió los ojos, sorprendida.
—¿De veras?
—Sí, me porté como un animal contigo.
La tranquilizó con suaves caricias, le habló al oído de lo bien que se había sentido en su interior, de lo duro que había sido dejarla el día de la cena con los Harrison después de lo ocurrido en el auto, de lo abismado que estaba con la suavidad de su piel, de lo dispuesta que había estado, le confesó lo que sentía cuando acariciaba su cabello, el ansia primitiva de poseerla. Le regaló seguridad y autoestima y por eso se sintió un poquitín enamorada. Peter Stuart le daba a una mujer lo que necesitaba. Descubrió que era un hombre generoso.
Se puso la camiseta y fue por un botellín de agua a la nevera. Se quedó unos minutos observando por la ventana.
—Nunca había estado en Las Vegas.
—Vaya, joven que se respete, ha tenido su juerga en Las Vegas, la ciudad del pecado.
—No he sido todo lo pecadora que hubiera querido —contestó Lilian, sonriendo.
—Gracias a Dios por eso.
—No sé si tomarlo como un cumplido. No tengo mucha experiencia.
—Es un cumplido y no necesitas experiencia. La noche aún es joven. —Era la una de la mañana—. Puedo enseñarte la ciudad.
—¿A esta hora?
—Claro, Las Vegas no cierra, los almacenes, los casinos y las discotecas apenas están calentando.
Peter se levantó de la cama, todavía abrumado por la confesión de Lilian, por primera vez en su vida no sabía cómo actuar. El sexo había sido prodigioso, era una mujer ardiente, suplía su inexperiencia con altas cuotas de pasión. Al mirarla de perfil, algo cambió dentro de él, afloró el deseo de querer protegerla, de hacerla feliz. Peter deseaba poner un poco de distancia a la confesión y a la vez hacer algo más por ella que llevársela a la cama. Presentía que había tenido poca diversión en su vida y decidió que era el momento de cambiar las cosas.
Tomó la botella que ella sostenía en su mano y le dio un largo sorbo. La dejó en una mesa. Lilian se dedicó a observarlo. Era un hermoso ejemplar masculino. Alto, con un cuerpo musculado y cuidado, se sintió pequeña a su lado y más cuando se acercó por detrás y la abrazó.
Lilian sonrió. Peter se puso serio de pronto.
—Quiero ver esa sonrisa más a menudo. —Le acarició los labios—. Si tuviera la potestad de borrar de un brochazo tu mala experiencia, créeme que lo haría. Puedes hablar conmigo siempre que quieras, necesitas exorcizarlo, Lilian, y hablándolo es una buena manera de hacerlo.
La abrazó de nuevo con ternura.
—Lo tendré en cuenta, gracias.
—Voy a mi habitación a cambiarme.
Lilian hizo un gesto afirmativo. Peter le tomó el rostro por la barbilla y la besó. Lilian le respondió con avidez, lo que hizo que él prolongara el gesto. Cuando se dio cuenta de que se estaba excitando de nuevo, la soltó. Ella se sonrojó.
—Te espero en media hora en el bar Nightlife. Sales del ascensor y está a tu derecha.
Lilian le dedicó otra arrebatadora sonrisa mientras Peter salía de la habitación.
Peter llegó al bar minutos antes de la cita y se sentó junto a la barra, desde donde podría observarla cuando llegara. Había hecho varias llamadas. Sería una noche de diversión que Lilian no olvidaría en mucho tiempo.
Cuando la vio entrar quedó sin respiración. Vestía un traje color beige que se adhería a sus curvas, era un vestido sencillo de coctel que exponía sus fantásticas piernas. El cabello, gracias a Dios, recogido en una trenza gruesa con un mechón suelto que bailaba en la mejilla y sandalias doradas altas. Sonrió, ladino, al ver sus labios levemente inflamados y la barbilla enrojecida por el roce de su barba.
Estaba hermosa, lo asaltaron imágenes de lo ocurrido en la habitación una hora antes. En cuanto lo vio, le sonrió, tímida. Quiso volar a su encuentro, pero sus piernas no le respondían. Al ver que un par de tipos le salían al encuentro, se puso en movimiento al instante. Parecía ajena a la atención que despertaba en los hombres y eso era un peligro. Estaba acostumbrado a las mujeres que manipulaban, negociaban y vivían de la belleza.
—Estás bellísima, voy acabar todos los apelativos de belleza contigo. Dios, Lilian, me vas a matar.
—Estás muy guapo. Te afeitaste. —Le acarició la barbilla—. Varias partes de mí van a extrañar tu barba.
Abrió los ojos, sorprendido por su osadía y disfrutó de su comentario, a la vez quiso llevársela para la habitación de nuevo. Peter vestía pantalón informal negro y camisa negra también, lo que le daba aspecto de corsario.
—¿Tomamos algo?
—Sí, un coctel estará bien.
Pidieron un Cosmo y un whisky y se sentaron a charlar. Peter sabía muy poco de la vida de Lilian, así que la siguiente media hora se fue en preguntas de índole personal y familiar que ella contestó sin problema. Hablaron un rato de la campaña y de la cantidad de trabajo que tendrían de allí en adelante. Un poco achispados, salieron del bar y Peter la invitó al casino. Después de probar suerte en las máquinas tragamonedas, la arrastró a las mesas de blackjack. Saludaron al crupier y los demás integrantes de la mesa, un anciano y tres universitarios, que miraban a Lilian con admiración. Peter los amonestó con la mirada.
—¿Sabes jugar? —preguntó él, mientras ponía unas fichas que había cambiado en la mesa de apuestas.
—Poco —contestó ella.
Peter perdió tres manos, los universitarios no tenían mucha suerte tampoco. Una mesera pasó por allí, ordenaron otros dos tragos.
Lilian observaba la mesa, concentrada.
—Dame unas fichas, quiero jugar —dijo de repente.
—Así me gusta —la miró, divertido—. Más vale tarde que nunca.
—¿Por qué lo dices?
—Esta noche es tu bautizo de fuego en Las Vegas. —Se acercó a ella y le susurró al oído, al tiempo que le recorría el lóbulo con la nariz—. Harás cosas que no has hecho antes. Te divertirás.
—Ya empecé hace unas horas —contestó ella.
Repartieron la primera mano. Lilian, prudente, solo apostó dos fichas de diez dólares. Pidió una y dos cartas. Paró. El crupier descubrió el juego de cartas y Lilian ganó esa mano.
—Suerte de principiante —señaló Peter, en tono sobrado.
La mesera llegó con los tragos.
—Subiré las apuestas —retrucó ella.
—¡Esa es mi chica!
Lilian volvió a ganar.
—¿Qué dices a eso? —preguntó, feliz, y Peter deseó devorarle el gesto a besos y llevársela de allí.
Cuando ganó por cuarta vez, con una apuesta alta, Peter empezó a entender y ante la mirada seria del crupier, recogió las fichas y se la llevó. Cuando estaban lejos de la mesa, le dijo.
—Eres una tramposa.
—¿Por qué lo dices? —Le dirigió una mirada inocente.
—Cuentas cartas.
—Estás loco, vamos a cambiar las fichas, como era tu dinero, te daré lo que me prestaste más algo de intereses.
Un grupo de gente animaba a una mujer que apostaba un número considerable de fichas en la ruleta. El ruido de las máquinas tragamonedas se elevaba en el ambiente.
—Eres una tacaña —Peter soltó la carcajada—. Hay por lo menos cinco mil dólares en fichas y no gasté más de cien dólares.
Lilian abrió los ojos sorprendida.
—¿Hay tanto dinero?
—Me extraña que no contaras el dinero así como contaste cartas.
—O contaba cartas o contaba el dinero.
—Lo sabía, eres una embaucadora. ¿Qué más ases traes bajo la manga?
Lilian soltó otra carcajada y Peter la supo feliz. Era lo que quería para ella. No soportaba la infelicidad en una mujer. Agradecía cada risa en silencio, ella merecía felicidad.
—Ninguno, te lo juro, lo mejor que podemos hacer es intentar en otra mesa, de pronto esta noche me hago rica y dejaré de trabajar para cierto jefe tirano que tengo al lado.
—Pero muy guapo y ni de coñas te voy a dejar volver a una de esas mesas. ¿No has visto el programa Desafiando Las Vegas? No es mi intención que nuestros huesos vayan a dar al desierto de Nevada.
—Eres un miedoso.
—No has visto el programa.
Después que recogió el dinero, separó el de Peter, le dio veinte dólares de intereses y guardó en resto en su bolso.
—Pensé que bromeabas —dijo, en apariencia dolido.
—Tú eres rico, yo pobre, no inspiras mi lástima.
Peter soltó otra carcajada. Nunca había gozado tanto con una mujer. Lo ponía al derecho y al revés, era una sensación muy extraña, podía hablar con ella de cualquier cosa, era una mujer fuerte, lo divertía y el sexo, mejor ni hablar.
Acercó su rostro al de ella.
—Bésame —le dijo—. Como solo tú sabes hacerlo.
Y Lilian lo complació.
Salieron del hotel y una limusina blanca los esperaba.
—¿A dónde vamos?
—Sorpresa, sorpresa.
El interior de la limusina era elegante y olía a cuero recién encerado. Un balde con champaña helada y dos copas reposaban en un mueble.
—Vamos a brindar por una noche inolvidable.
Peter descorchó la champaña y sirvió el licor.
—Ya es de madrugada.
Le brindó una copa a Lilian y la chocó con la suya.
—Aquí hay sitios abiertos las veinticuatro horas del día. Salud, por una madrugada inolvidable.
—Salud.
El Light Nightclub, ubicado en el hotel Mandalay Bay, era la combinación perfecta de música, estilo y números circenses diseñados por el Circo del Sol. Lilian no sabía para dónde mirar, si para la pista donde centenares de personas se movían al ritmo de la música o si concentrar su mirada en los bailarines en las paredes, en los trapecistas arriba de la pista o en las mujeres ligeras de ropa.
Peter la tomó de la mano y se acercaron a la barra. Pidieron un par de copas y salieron a la pista a bailar.
Lilian se sentía poseída. Mientras la música azotaba la multitud, experimentaba una deliciosa embriaguez, y no sabía si era por el licor, por la sensación de libertad o por Peter bailando detrás de ella al ritmo de un hip hop. Hasta ella llegaba el aroma de su loción, el roce de su cuerpo le aceleraba la sangre y las manos en la cintura le dejaban huellas calientes en su piel, se sentía sensual y no era solo por su libido alborotada. En esos instantes no era Lilian Norton, la mujer responsable que cuidaba de su hermana y vivía en una urna, mientras la vida pasaba por su lado. Era solo una chica de veintiséis años, divirtiéndose en Las Vegas, siendo ella misma y con un hombre que se sentía cómodo en su piel y que le había brindado la mejor noche de su vida.
Peter la atrajo más hacía sí por la cintura cuando acabó la música y tomaron un descanso. Los ubicaron en un lugar privado que daba a un balcón desde donde podían ver las pistas de baile.
—¿Qué ha sido lo más loco que has hecho en la vida? —preguntó Lilian, mientras una mujer escasa de ropa hacía su número en un trapecio.
—Algo como eso —rio Peter—. Lanzarme de un paracaídas en Lake Tahoe. La sensación es increíble. Euforia, porque te sientes afortunado, el viento cortándote la cara, observar la tierra mientras desciendes te hace estar más cerca al ser supremo que nos regaló esto. Y terror, porque no sabes cómo terminará, si lo lograrás o serás un simple manchón cuando te estrelles con la tierra. ¿Qué es lo más loco que has hecho tú?
—Esto —Lo miró con esos ojos como botones esmeraldas, expresivos y transparentes—. Tú, esta noche, este lugar.
Él la abrazó.
—Aún no acaba. Es el comienzo, eres muy joven.
—Habló el anciano que me lleva seis años.
—Nada de anciano, está noche demostré que estoy en muy buena forma.
—De pronto tienes que esforzarte más.
Levantó una ceja.
—¿Ah sí? Pues eso lo arreglamos enseguida.
Salieron del lugar a los pocos minutos.
—No era en serio —dijo ella, al ver que la montaba de nuevo en la limusina.
Se dirigieron al Admiral, el hotel de sus grandes amigos, la llevó a un ascensor y cuando ella intentaba preguntarle algo, la silenciaba con un beso. Peter había bebido bastante, pero nada en su apariencia indicaba que estaba borracho, no pronunciaba mal y no era pesado, ella en cambio se sentía flotar, eufórica y sin deseos de que la juerga acabara. Llegaron al último piso. Por una puerta accedieron a la zona vip de algún club.
—¿Tenemos más fiesta? —preguntó Lilian.
—Sí, es una fiesta para dos.
Llegaron una habitación con vidrios del techo al piso, desde donde se divisaba toda la ciudad. Lilian ahogó una exclamación. Ya era de madrugada. El cielo empezaba a clarear. No había camas, era un mirador privado, había varias tumbonas, vegetación, flores y un minibar. Parecía que la ciudad no funcionaba sin algo de alcohol por todos lados, caviló Lilian, o acaso era ella, que ya el licor le estaba pasando factura.
—Es hermoso, gracias por traerme.
—En realidad, mis intenciones no son tan nobles.
—¿Por qué lo dices?
El rostro de Peter se escondía entre sombras, pero nada podía ocultar el brillo de sus ojos azules.
—Aún no te he saboreado.
Lilian se atragantó con un sorbo de champan que se llevaba a la boca en ese momento.
Peter esbozó una sonrisa.
—Yo no creo…
La besó, hambriento, demasiado hambriento, como si no hubiera gozado de ella horas atrás.
La acomodó en una de las tumbonas. Sin dejar de mirarla, le empujó los muslos separándolos y le levantó el vuelo del vestido. Bajó la vista hasta posarla en la unión de los muslos. Enterró la cabeza en su vientre, con la nariz acarició el abdomen y por encima de la ropa interior.
—Me gusta olerte. Eres dulce.
Le bajó con delicadeza la ropa interior. Un estremecimiento recorrió a Peter en cuanto le acarició el sexo suave y su olor flotó en el ambiente. Sus caderas se sacudieron contra el rostro de él.
—¿Te gusta? —preguntó él sobre su vulva, la sintió erizarse. Su fuego lo envolvía, su pasión inocente lo seducía. Introdujo un dedo dentro de ella—. Dios... estás empapada.
—Sí —contestó con un suspiro estrangulado.
Exploró su feminidad al desnudo, separó los labios con sus dedos y la recorrió entera con labios ávidos y lengua penetrante. Los gemidos de Lilian aumentaban de intensidad, eran música para sus oídos. Le aferró el cabello y lo acercó un poco. Todavía era tímida y eso lo conmovió.
—No pares, por favor, no pares.
—Podría devorarte toda, eres una delicia.
Su sabor lo abrumaba, su lengua repasaba su clítoris y los labios chupaban sin clemencia, estaba tan excitado que no pensaba, quería morderla, devorarla, volverla loca, sabía a dónde había ido a parar toda la sangre de la cabeza, pero este momento era de ella, no sería brusco, su Lilian merecía mimos, caricias, ternura y no que un animal en celo la tomara, tendría que aprender a controlarse, era muy difícil, pero lo haría o dejaría de llamarse Peter Stuart.
Lilian sintió que se derretía, se sentía en el cielo y no propiamente por estar a quien sabe cuántos pies de altura y cuando abría los ojos veía los colores de la aurora mezclados con las luces de la ciudad que a esa hora lucían decadentes. La tensión que atenazaba su cuerpo se rompió, gritó víctima de un torbellino de placer, que la elevó a un mundo de sensaciones que apenas esa noche conocía y luego poco a poco la depositó de nuevo en la tierra. Sonrió agradecida por ese nuevo regalo, mientras normalizaba la respiración. No quería pensar en lo que ocurría, no se hacía ilusiones, al menos tendría ese precioso recuerdo y un conocimiento de su índole de mujer.
Peter silenció sus propios gemidos, apropiándose de su boca. Cuando los espasmos del orgasmo desparecieron, hundió la cabeza en el pecho de ella, pero los rastros de su aroma no ayudaban a calmarlo y se retiró.
—¿No quieres? —preguntó, confusa. Peter no había alcanzado el placer.
—Este momento era solo para ti. Ven.
Lilian se levantó de la silla y se acercó a Peter, que observaba el amanecer.
—Es una vista imponente. Ahora entiendo por qué tanta gente comete locuras en esta ciudad.
—No has visto nada.
—¡Es cierto! ¡Quiero ver a Elvis! No puedo irme de Las Vegas sin ver a Elvis.
—Los únicos Elvis que hay son los que casan gente.
—No importa, veamos una boda, son románticas.
La limusina los esperaba en la acera. Peter ayudó a Lilian a entrar en ella. En el interior oscuro, Peter halló su boca y la besó con algo de desesperación, necesidad, avidez. Se montó a horcajadas sobre él, porque supuso que eso era lo que se hacía en esa clase de auto en una noche de locura. Lo besó largamente y hubieran hecho el amor, si el chofer no les indicaba que habían llegado a su destino.
“Capilla de Bodas Viva Las Vegas”, rezaba la marquesina con los nombres de los últimos contrayentes.
Un campanazo de advertencia taladró la cabeza de Lilian.
—Vamos —dijo Peter.
Ella lo miró y la luz del aviso luminoso bañó su rostro. Se veía más rubio que nunca, de pronto soltó una fuerte carcajada.
—Esta sería la madre de todas las locuras —dijo, y señaló el nombre de la pareja—. Hagámoslo.
El estómago de Lilian sufrió un extraño vuelco y al mismo tiempo tragó un nudo de saliva.
—¿Estás loco?
Él negó con la cabeza.
—Se siente correcto.
—No creo que…
La atrajo hacía él y su boca buscó de nuevo la de ella. Era un beso húmedo e intenso destinado a seducir y que le arrebató la respiración y el poco sentido común que aún la acompañaba. Podría ser posible que hubiera encontrado algo más que un affaire de una noche.
—¿Vamos?
Ella tomó su mano confiada y le dio un sí.
Peter pagó el paquete especial, recitaron los votos frente a Elvis, el precio incluía ramos de novia, fotografías y unas argollas en metal ordinario. Lilian escogió un anillo con un diamante falso en forma de corazón. Estuvo mareada toda la ceremonia y como si estuviera clavada al piso e incapaz de hacer algo al respecto. Peter, en cambio, estaba como en un día normal de oficina, con la diferencia de que sus ojos brillaban al verla.
Al salir con la licencia de matrimonio, observaron sus nombres en la marquesina. Un estremecimiento asaltó a Lilian.
Llegaron al hotel de día. Los empleados hacían el mantenimiento a los pisos. Subieron a la suite de Peter. Pidieron algo de comer, hicieron el amor de nuevo. Lilian supo que su vida ya no sería la misma, después de estar aparcada tantos años, entraba a la vida por el carril de velocidad. Se durmió en los brazos de su marido.