24
Todo lo bueno en el arte venía de descubrir algo nuevo y contarlo, se decía Harry a sí mismo. Así que en lo tocante al libro, lo más importante era que a él le gustase. Y pese al hecho de que el mundo parecía estar estallándole en la cara, con todo repentinamente desplazándose y moviéndose de un modo que no lograba entender, Harry sabía que para escribir necesitaba tiempo y regularidad. Trabajaba todo el día y al final de la tarde iba a correr por el bosque, iluminándose el camino cuando oscurecía con la luz de un casco de minero que Julia había encontrado en el mercado.
Al anochecer Harry agradecía poder salir de la casa. Se encontraba con Julia en la cima del sendero. Sonriendo, ella salía de entre los árboles, se subía al coche de Harry y se iban a tomar unas copas; ella conocía todos los locales de la zona que merecían la pena. A Julia le gustaba que después él la acompañase a su dormitorio. Cada vez más asediada por su madre y sus excitados pretendientes, le pedía a Harry que le leyese o que tocase su guitarra acompañándola mientras ella cantaba.
Después de lanzar sus severas advertencias, Rob se había marchado, metiendo sus trapos en la maleta y partiendo como un poeta romántico, recorriendo a zancadas los bosques y los prados, atravesando arroyos, cruzando aparcamientos y entrando en los pubs. Parecía convencido de que conocería más a fondo la campiña si sufría en ella. Para celebrar la partida de Rob, Harry pensó en invitar a Julia a cenar en un indio. «¿Qué me dices?»
Julia debería haber dicho que estaba encantada con los bebés que él esperaba. Pero sabía cuál era su lugar, así que cerró el pico y aceptó lo que Harry le proponía. Su familia siempre había estado en el lado equivocado. Estaba, de todos modos, ligeramente desconcertada por la invitación a cenar. ¿Por qué pagar por una cena cuando puedes tomarte en casa un sándwich de atún y una Coca-Cola? La última vez que ella y Harry habían salido «formalmente» se habían tomado un éxtasis cada uno y habían ido a jugar a los bolos a un sitio iluminado con reflectores llamado Hollywood Bowl, a las afueras del pueblo, en una zona en que había un cine multisalas, un McDonald’s y un KFC. La velada había sido fluorescente, resplandeciente, como de dibujos animados.
Pero con la edad Harry se había ido dando cuenta de que las drogas eran hueras. Esta vez conversarían; sobre qué, no tenía ni idea. ¿Por qué iba a preocuparse? Si el amor es locuacidad, en la cama les gustaba hablar del cuerpo de ella y de sus vicisitudes, además de su peso y el color de su cabello; y Harry tenía que admitir que había aprendido más sobre la Inglaterra actual de ella que de ninguna otra persona. En la cama, mientras él pensaba en el libro, ella le hacía preguntas, porque no quería desperdiciar la fuente de conocimientos que tenía junto a ella.
–Harry, simpático –le decía–, ¿cuántos primeros ministros ha habido desde la guerra? ¿Y cuál fue el mejor? ¿Cuál es el periódico más interesante y por qué? ¿Qué opinas de Canary Wharf? ¿Me llevarás allí? ¿Quién era Muhammad Ali? ¿Por qué los hombres son infieles a sus esposas? ¿Me dejarás tirada?
Lo que la atormentaba, le contó a Harry, era que él era como un circo que pasa por la ciudad y después desaparece.
–Cuando tú y Alice os marchéis, me da miedo que me dejéis atrás. Mamá va de mal en peor. Cada vez vienen más hombres a casa. Siempre me meto por en medio. Dice que soy una aguafiestas y ahuyento a sus amantes.
Pero Julia amaba a Harry y había algo que quería darle, una sorpresa especial que recordase como compensación por todo el cariño que le había demostrado. Y tal como decía Julia: «No pasa todos los días que la novia de tu amante se queda embarazada.»
Así que esa noche, cuando entraron en el restaurante indio en el que Mamoon había celebrado su fiesta, apareció una chica de detrás de un biombo. Julia lo había arreglado todo para que se les uniese una amiga. Era más guapa que Julia y, como ella, llevaba sombra de ojos, brillo de labios y zapatos de plataforma, como si saliesen de juerga para ligarse a unos futbolistas.
–Ésta es Lucy –dijo, y la chica se acercó a darle un beso a Harry–. Las dos te felicitamos.
Lucy les pasó a cada uno unas cuantas pastillas de MDMA y se los llevó a un club en el que una gorda vomitó en el suelo. Julia sugirió que fueran a algún otro sitio, pero no a su casa, porque podía estar allí su hermano, sin duda tatuándose algo en la frente con una navaja; y tampoco a casa de Lucy porque allí estaba su hijo. Las chicas querían que las llevase a un hotel en el pueblo. Compraron alcohol y cocaína, corrieron las cortinas, apagaron los teléfonos y no salieron de allí hasta la tarde del día siguiente.
Pero en algún momento a última hora de la mañana, mientras las chicas dormían una a cada lado de él, Harry, que no había dormido nada, recordó algo que le había dicho Mamoon sobre Marion.
–Lo cierto es que todo lo que deseamos o está prohibido o es inmoral o es dañino o, con un poco de suerte, las tres cosas a la vez.
–¿Y eso qué significa?
–Que no tienes que renunciar a tus deseos, aunque recibas un castigo. Asume el castigo con dignidad, como un tributo, y nunca te lamentes.
Por la tarde, él y Lucy esperaban en el exterior del hotel a Julia, que había olvidado el sujetador en la habitación. Lucy lo besó; él la abrazó.
–La juerga nunca se acaba –le dijo ella.
–Eres irresistible, Lucy –le dijo él–. Esta noche me lo he pasado tan bien que sólo veo ante mí una eternidad de remordimiento y autorrecriminación.
–¿Por no pasártelo bomba más a menudo?
Harry rebuscó en sus bolsillos.
–Toma. Quizá el cierre del matadero también te ha arruinado la vida.
Le dio casi cien libras y ella se las devolvió, diciéndole:
–Las necesitarás para comprar ropita para los bebés. Tu novia, Alice, espera dos, ¿verdad?
–Sí. Gemelos.
–¿Cuándo te enteraste?
–En la ecografía del otro día, la enfermera dijo: «Aquí está su bebé..., oh, y aquí hay otro. Parece que lleva usted a dos ahí dentro.»
–Saldrás adelante –le dijo Lucy, mientras le enviaba su número de teléfono al suyo–. Eres un guasón y nunca eres tan feliz como cuando estás con una mujer. Es como si quisieras succionarnos hasta la médula. ¿Tu madre no tuvo gemelos?
Normalmente Harry contaba lo menos posible sobre sí mismo. Como su padre, quería ser un oyente: parecía más seguro. Pero las drogas le habían soltado la lengua y le habían condenado a decir por fin la verdad. Cuando Julia salió y se reunió con ellos, Harry se sorprendió contándoles que sus hermanos mayores eran gemelos idénticos y que su madre había sido una paranoide psicótica. Obedeciendo a las voces que oía en su cabeza, se había dirigido al río y se había ahogado.
–«Teme a la Muerte por agua», dice el tarot. El espíritu de mi madre me persigue y la veo flotando, como Ofelia.
–Qué horror –le dijo Julia, y le dio un beso.
–Es la muerte más rápida..., puedes morir en treinta segundos si mantienes la boca abierta –explicó Harry. Y añadió–: ¿A qué deseo obedece la pulsión de muerte? ¿No iba mi madre siempre en esa dirección? Nosotros, los tres chicos, que hubiéramos sacado de quicio a una piedra, tuvimos suerte de tenerla con nosotros todo el tiempo que la tuvimos. Diría que ella era demasiado obediente.
–¿A qué?
–Supongo que a una voz tiránica que hablaba en su cabeza. Lejos de estar tan loca como alguna gente decía, era demasiado ortodoxa.
Lucy le dio un puñetazo en el brazo a Harry.
–Julia ya me había advertido que eras rarito.
–Si se me ha otorgado un destello de locura, me aseguraré de cuidar de él.
–Me contó que mientras desayunabais hacías una lista de gente con un progenitor que se había suicidado.
–Y de los que se sienten atraídos por los suicidas. Todas las mujeres de Hitler, creo que fueron siete, se suicidaron. Es una muerte muy particular con la que convivir. Lo peor que puede suceder ya ha sucedido. Siempre me he preguntado qué tipo de psicología genera. –Harry aseguró que si tienes un progenitor que se suicida, nunca pierdes el miedo a que todo lo que más quieres te sea arrebatado–. Esta mañana, mientras vosotras dos dormíais, se me ocurrió que debería intentar escribir un pequeño libro sobre suicidas y sobre aquellos que los amaron. Hablaré con papá sobre mi madre, me citaré con sus amigos y con los escritores a los que supuestamente adoraba. Seré su biógrafo.
Cuando el coche de Harry llegó a casa de Julia, su hermano, Scott, salió al jardín de la entrada y se quedó allí plantado mirando a Harry, mientras las dos chicas guardaban silencio y observaban.
–Es protector –susurró Julia–, pero sabe que me importas.
Harry bajó la ventanilla.
–Buenas tardes.
–¿Todo bien? –preguntó el hermano.
Hizo un gesto dirigido a las chicas y éstas se metieron rápidamente en la casa. Scott se quedó clavado delante del coche. Harry intentó subir la ventanilla, pero no pudo.
–¿Te lo has pasado bien? –volvió a preguntar Scott, sin levantar la voz, pero incapaz de resistir lanzar un escupitajo al suelo.
–Sí, gracias –dijo Harry. Pensó que podía dar marcha atrás a toda velocidad, pero se preguntó si esa acción podía parecer grosera. Ambos se miraron fijamente hasta que finalmente el hermano se hizo a un lado.