6
Varias noches después, tras quitarse las botas en la planta superior, Harry se escabulló de la casa de Mamoon como un adolescente en fuga, y cerró sigilosamente la puerta a sus espaldas.
Respiró profundamente; el aire nocturno lo revitalizó como un trago de whisky; una vez en el coche puso la música a todo trapo y no dejó de cantar mientras recorría a toda velocidad las estrechas carreteras. Era cierto: los genitales hacían oídos sordos a la llamada de la razón. ¿Pero no era más bien que su razón se había vuelto sorda al grito de los genitales? ¿No había dicho su madre aquello de: «Agarra el amor allí donde lo encuentres, chaval, y considérate afortunado»? Pero no era sólo un grito de lujuria: temblaba y padecía insomnio. Le empezaba a resultar imposible pasarse toda la noche en esa casa en la que resonaban gritos.
Ya se había leído la parte de los diarios correspondiente a la temprana relación de Mamoon con Peggy y había empezado la parte en la que Mamoon, en uno de sus viajes, se encontró por primera vez con Marion, su «deliciosa» amante colombiana. Le provocó una sensación vertiginosa: Mamoon había dado con una mujer que era un reto, le provocaba deseo y lo exasperaba.
Entretanto, Peggy, que en sus diarios sufría más de lo que incluso para ella era soportable –tal vez anticipando su propia muerte–, había continuado manifestándose ante Harry, normalmente bajo la apariencia de su madre. Algunos aspectos del pasado no estaban resueltos o bien ordenados; la historia estaba incompleta. El fantasma de su madre le había empezado a hacer preguntas acerca de quién era él y a quién quería de verdad. ¿Era capaz de amar? ¿Podía realmente mantener una relación con alguien? «¿Por qué hablas conmigo?», le gritó él. La presencia de ella le asustaba. «Por favor, te lo ruego, déjame en paz.»
De modo que, una vez más, en cuanto Mamoon y Liana se retiraron, Harry se fue a tomar copas con los lugareños. Esperó a que Julia apareciese por la puerta y se sentase a su lado, impregnándolo de calidez y perfume. Aunque ella le había invitado con entusiasmo a volver a salir, y él la había visto en casa de Mamoon, vaciando el lavaplatos y planchando, se había jurado que la evitaría. Pero ahora iban a pasar la noche juntos. Encantado de poder ser útil, la azotaría con un cepillo tal como ella pedía, se dormiría en sus brazos y se marcharía temprano, antes de que nadie se hubiera despertado.
Pero por la mañana estaba agotado; se había quedado despierto hasta tarde hablando con ella y en esta ocasión se le pegaron las sábanas más de la cuenta. Cuando se levantó ya se oía a gente moviéndose por la casa. Buscó su ropa y su teléfono, y vio encima de una mesa, al lado de varios ejemplares de la revista Closer, diversos atlas, antologías de poesía y libros sobre mitos. Bajaba sigilosamente por las escaleras intentando llegar al portal del edificio sin llamar la atención cuando el brazo de Julia asomó desde la puerta de la sala de estar.
«Quédate cinco minutos», le rogó. «Sólo cinco minutos. Escucha...»
Debía de haber madrugado para limpiar el piso. El viento inflaba las cortinas, las latas de cerveza habían desaparecido, los ceniceros estaban vacíos y los muebles volvían a estar en su sitio. En la sala de estar, en la que había un televisor enorme, un sofá, varias sillas bajas y una mesa, Harry se comió rápido los huevos con beicon que Julia se había empeñado en cocinar para él. Se le sentó delante y se puso a beber su potente sidra favorita –espesa, no filtrada–, mientras se comía un profiterol y fumaba un cigarrillo.
–¿Qué hace eso ahí? –Harry señaló la bandera de San Jorge colgada encima de la repisa de la chimenea. Sobre la repisa había tres botellas del champán que bebían Mamoon y Liana y, junto a ellas, un enorme trozo de queso. También había una vieja fotografía de tamaño carnet de Mamoon apoyada en una jarra de cerveza con forma de cara.
–Mi hermano Scott, el skin, pertenece al National Party. Somos británicos de pura cepa. ¿Tú no?
–Julia, ¿no te has percatado, y pido disculpas por hablar demasiado de eso, de que estoy escribiendo un libro sobre un indio?
–Oh, cállate. El viejo no es ningún problema –dijo ella–. Por cierto, ¿sus padres y su hermano también eran de color?
–Oh, sí. Toda la familia. Negros como la noche.
–Pero él no es somalí y dicen que siempre está criticando a los musulmanes.
–Sí, supongo que es cierto.
–¿A ti de verdad te gustan los musulmanes?
–Julia, el mundo está lleno de gente con creencias raras –dijo él–. Cienciólogos, rastafaris, católicos, los de la secta Moon, mormones, baptistas, conservadores, dentistas, magnates de la industria..., toda chifladura tiene su grupo de animadoras. Los manicomios y el Parlamento están repletos de gente que delira, y sólo a un chiflado se le ocurriría pensar en exterminarlos. Mi padre dio con la fórmula acertada: empieza asumiendo la locura y después, cuando sea posible, ríete.
–Scott dice que esa gente piensa que somos inmundos corruptos que arderemos en el infierno. Se indigna al pensar en qué se ha convertido el país. ¿Quién lo ha arruinado?
–Pero este país es mucho más agradable ahora. Todo el mundo está arruinado, pero es estable, a diferencia del resto de Europa. Y hay menos odio flotando por ahí del que solía haber –dijo–. Hablando de creencias raras, cuando acabé mi último libro y estaba esperando que se me ocurriese alguna buena idea, fui al sur de Londres e investigué a fondo sobre los nuevos skinheads. Son unos bocazas. Un pelotón de bufones meando contra el viento.
Julia le puso un dedo en los labios.
–Shhh..., por Dios, cierra la boca y no hables de esto. Este pueblo, por el que apuesto a que nunca te has paseado, está lleno de polacos y musulmanes. Mientras que los trabajadores como nosotros a todo el mundo le traen sin cuidado. Hay una mezquita en una casa que los chicos están controlando. Encienden hogueras para asustar a los del trapo en la cabeza y la vestimenta de cuervo. Los siguen y les pegan. Eso les enseñará a no intentar hacernos volar por los aires.
Harry se puso en pie.
–Gracias por el desayuno, pero será mejor que me vaya a escribir el libro.
–Por favor, Harry, me gustas mucho. Yo no soy como ellos. No voy por ahí pegando a la gente. ¿Me estás convirtiendo en un cliché?
–No me des motivos para hacerlo.
–Vale, amorcito. Pero quédate cinco minutos más –le pidió–. Si tanto te gusta el trabajo de ese escritor, cuéntame una de sus historias.
–¿Ahora?
–Mientras me termino el bollo.
Mientras lo cogía y le daba un mordisquito, Harry empezó a explicarle:
–El último gran libro de Mamoon, una novela corta, Tardes con el dictador, era una obra maestra de la sátira cómica sobre un andrajoso grupo de dictadores del Tercer Mundo que se citan en un café de Edgware Road para tomar el té. Se ha hecho una ópera que se estrenó en el Barbican y un fin de semana, cuando empecé este trabajo, Mamoon me envió, supongo que a modo de prueba, a verla. Todo estaba resuelto a base de zancos, uniformes hinchados y música industrial. A mí me gustó, pero a él, si lo hubiera visto, le hubiera dado un ataque al corazón. Según él lo que menos necesita el mundo son las exageraciones.
–¿Y qué sucede en la novela?
–Esos dictadores, unos tipos que asarían a tu perro salchicha o se beberían tus ojos en un caldo, entran allí con sus compras en bolsas de plástico, juegan a las cartas y beben. Al principio su conversación es básicamente banal, sobre que los ascensores de sus casas no funcionan o el incordio que representa retocar a buen precio tu uniforme militar, especialmente cuando engordas porque te pasas el día sentado en el sofá viendo Gran Hermano. Pero éstos no son los únicos problemas, no pueden ver el telediario nocturno sin ponerse nerviosos, y se quejan de que el dinero que robaron a sus pueblos no da para tanto como la gente piensa en estos tiempos difíciles y con alta inflación. Aunque todavía son perseguidos y adorados por chiflados y excéntricos, como si fueran viejas estrellas del pop, sueñan con volver a ejercer activamente la dictadura y las torturas. ¿Qué sentido tiene ser un dictador en paro que no sabe cómo ocupar su tiempo? Una vez que ya han agotado el tema de los traidores y los espías, y de lo mal que se portaron los que les apoyaban cuando los dejaron caer, empiezan a pelearse entre ellos. El problema es que si se enemistan, se quedarán sin compañía. Pero carecen de capacidad de autocrítica y un día todo se desmorona...
–¿Cómo?
–Uno de ellos descubre que se está enamorando de la joven camarera del café en el que se reúnen.
–¿Es guapa? –quiso saber Julia.
–Y cariñosa y joven. Como tú.
–Oh, cállate.
–Escucha, él nunca aparece por allí sin llevarle libros de poesía y figuritas de madera, de modo que ella se siente halagada.
–Cualquier chica sentiría lo mismo si un hombre hiciera eso.
–Nuestro dictador parece amable y sensible, aunque acumula ya tres esposas que no ha mencionado.
–¿Se las comió?
–Serían sabrosas –dijo Harry–. Y en cuanto a la preciosa muchacha, la camarera de la que hablamos, es española, de cabello oscuro; no hay ingleses en varios kilómetros a la redonda...
–¿En serio?
–Ya lo verás, Julia. Te enseñaré Londres.
–¿De verdad?
–Bueno, partes de Londres.
–Por favor, Harry, no me hagas promesas si no las vas a cumplir. Me tomo completamente en serio lo que me dices.
–Eso nunca es una buena idea –dijo él–. Bueno, continúo, en el mundo de los dictadores una chica tan apetitosa sería violada y a su familia la quemarían viva, eso sólo como aperitivo, para que supiesen a qué atenerse. Pero con este bellezón en particular, un día, mientras el dictador pagaba la cuenta, no puede resistirse y, en un susurro, la invita al cine.
»Pero otro de los dictadores se percata de lo que sucede. Se pone celoso porque a él también le gusta la encantadora camarera. Y sabe que la chica nunca aceptará salir con el primer dictador si descubre quién es en realidad. ¿Quién querría tener una cita con un asesino de masas, un hombre que además ha torturado personalmente a algunas de sus víctimas?
–Puaj. Yo desde luego que no.
–Pero, en realidad, él se ha hecho pasar por un periodista, incluso por un artista...
–¿Y ella le ha creído?
–Sí.
–¿Y qué sucede entonces? ¿Sale con él?
–Sí, salen juntos.
–No me digas que se acuesta con él en la primera cita.
–¿Tú lo harías?
Julia se encogió de hombros.
–Si me apeteciese... Tienes que buscarte un poco de diversión por aquí.
Harry prosiguió con su relato:
–Se lo pasan bien la noche que salen juntos. Él es maduro, cortés y caballeroso. Le da un delicado beso en los labios. Y algo se remueve. Ella empieza a enamorarse de él. Mientras tanto, el otro dictador está maquinando enseñarle a la chica un artículo aparecido en la prensa sobre el primer dictador...
–¿Y? ¿Los dos dictadores se pelean?
–Entonces entra en escena un tercer dictador...
En ese momento se abrió la puerta y una mujer de aspecto trágico, con un ojo hinchado que se estaba poniendo morado, entró renqueando en la habitación y echó un vistazo distraídamente, como si fuese la primera vez que ponía los pies allí. Harry la miró y se dio cuenta de que ya la había visto anteriormente, anoche, claro. Pero también en algún otro lado. ¿Cómo se llamaba eso? ¿Déjà vu?
–Llegas tarde, mamá –dijo Julia.
–Buenos días, señor –saludó la mujer a Harry, casi haciendo una reverencia, mientras parecía estar tiritando–. Tejado.
–¿Perdón? –dijo Harry, levantando la vista–. ¿Hay humedades?
–Ruth1 –aclaró Julia–. Mi madre.
–Señor, ¿le importaría llevarnos en su coche a la casa? Nos hemos quedado todos dormidos debido a mi enfermedad. Y la señora Azam puede ser muy severa y detestable.
–¿En serio? –preguntó Harry.
–Abofeteó a mi Julia.
–¿Dónde?
–En la cocina. Tuve que retener a mi Scott para que no se presentase allí. Después de todo lo que hemos hecho, años y años haciendo de todo, desde mucho antes de que ella llegase; nos trata como lacayos y nos ha reducido el sueldo, diciéndonos: «Ya sé que no tenéis ni idea de lo que sucede más allá del pajar, pero son tiempos duros.» Debería ver la factura de su champán. Ella y el señor se beben tres botellas por noche. ¿Pero qué puede hacer una si quiere trabajar?
Harry continuó parpadeando ante la mujer hasta que fue capaz de reunir toda la información que poseía y de ubicarla. La madre de Julia, Ruth, trabajaba en la casa para Liana y Mamoon; le había servido la cena no hacía mucho.
–Ningún problema –le dijo Harry un poco inquieto.
La madre se marchó y él estaba acabando de desayunar lo más rápido posible cuando Julia dijo:
–Les caes bien, al señor y a ella. Los he oído hablar. Ni siquiera se percatan de mi presencia.
–¿Qué dicen sobre mí?
–Él te pilló la descripción.
–¿Qué descripción?
–Por teléfono. Cuando lo llamaste Sadam Husein y dijiste que tenía la cara como un culo sucio.
–Ah, ¿e hizo algún comentario sobre eso?
–Lo repitió lentamente, como si lo estuviese asimilando. Y después dijo algo como que nunca serías novelista y que el biógrafo es el buitre..., no, perdón, ¿cómo era...?, el sepulturero del mundo de la literatura.
–Gracias, Julia.
–¿Con quién hablabas? ¿Con tu novia?
–Sí. Alice Jane Jackson.
–Es encantadora, ¿verdad? –dijo Julia–. Liana ha oído que lo es. ¿Es cierto que va a venir a vernos?
–Sí. No. Tal vez. Mira revistas y se mordisquea el pelo. No le gusta la gente del mundillo literario ni su parloteo, eso de estar todo el rato hablando de reseñas, premios y demás. Ella considera que yo no debería haber aceptado el encargo de este libro. Negativa, ¿eh?, pero al menos es protectora.
–Harry, confía en mí, puedo ayudarte mucho más de lo que crees. Puedo mantenerte informado.
–¿Puedes hacerlo?
–Me entero de un montón de cosas. –Dudó unos instantes–. Creo que puedo tener algo importante, te lo buscaré. Ciertos escritos de Mamoon que descubrí. Podrían serte útiles.
–¿Cómo los encontraste?
–Fue hace un par de años. Los encontré en el granero cuando Mamoon me pidió que lo limpiase.
–Allí hay un montón de papeles impregnados de humedad, guardados en cajas, pudriéndose. Aparte de mí, nadie les ha echado un vistazo. ¿Por qué te dio por coger y leer ese material privado?
Julia se tocó la nariz y sonrió.
–Quería saber algo.
–¿Qué?
–Al ordenar todo aquello, vi mi nombre en uno de los papeles. Y el de mi madre y el de Scott.
–Ya veo. ¿Por qué? –Ella no respondió. Harry continuó–: ¿Puedo echarles un vistazo?
–Por qué no. Claro.
–Eres un encanto. –La besó en la frente y añadió–: Por favor, mantenme al corriente de cualquier novedad.
Julia le besó en los labios y le dijo:
–Mantenme complacida.
–Lo haré. Soy tu hombre.
–¿Lo eres, Harry? Qué maravilla. No me lo puedo creer.
–Es sólo un modo de hablar, Julia, no un contrato.
La madre de Julia se sentó en el asiento del copiloto del todoterreno de Harry con una bolsa en el regazo. Julia ocupó el asiento trasero y se puso los auriculares.
–Señor –dijo Ruth–, ¿le parece bien que recojamos a Whynne, mi hermana? Hoy nos ayuda en la casa.
–Por supuesto, Ruth –dijo él–. Cuantos más seamos, mejor nos lo pasaremos en este bonito y cálido día en la campiña, con el sol saliendo y sin que todavía se haya puesto a llover.
–Muchísimas gracias por venir a nuestra casa. ¿Le gusta mi hija Julia, señor?
–Es amable y cariñosa. Ha hecho usted un buen trabajo con ella.
–Gracias, señor; viniendo de usted, me lo tomo como un gran cumplido. Un hombre tan relevante que incluso es doctor. ¿Extiende usted recetas?
–Sólo filosóficas.
–También tengo un hijo.
–Una doble bendición. ¿Y a qué se dedica?
–A atemorizar a la gente.
–¿Profesionalmente?
–Les da el susto de su vida –gorjeó.
–¿En calidad de qué?
–Seguridad privada. ¿No tienen de eso en Londres?
–Sí, tenemos tanto de eso allí que estamos permanentemente atemorizados.
–Pues suerte que ahora está usted aquí. Es un hombre con suerte, mi hijo.
–¿En qué sentido?
–Tiene un trabajo en el que se siente cómodo –dijo ella.
–Tiene usted toda la razón, Ruth. Sin duda tiene por delante una vida plena pese a que vivimos tiempos duros.
–¿Lo ha conocido usted?
–Creo que no he tenido el privilegio.
–Lo tendrá –dijo, y añadió–: ¿Cree que algún día podría trabajar en Londres?
–¿Por qué no?
–¿Le ayudaría usted si le fuese posible? Debe usted conocer a gente que necesite seguridad.
–Desde luego.
–Le estaría tan agradecida. Mis hijos no han tenido un padre como Dios manda. Los hombres de por aquí no son buenos.
–Aparentemente los hombres no son buenos en ningún sitio, Ruth. Pero la ambición en un chaval joven es algo estupendo.
Lejos de vivir, tal como Harry había imaginado, en casas de campo llenas de flores y calentadas con estufas de leña, en la verde y hechizante campiña inglesa, la zona del pueblo hacia la que la madre de Julia lo dirigió estaba formada por horribles y ruinosas casas de protección oficial –muchas de ellas precintadas y aparentemente abandonadas– y calles deterioradas y llenas de grafitis. La gente estaba pálida, se movía lentamente, iba desaliñada y parecía al mismo tiempo adormecida y agresiva. Claramente los padres se las habían pirado o habían tenido que largarse de allí arrastrados por el desempleo o por las mujeres. A Harry le pareció haber descubierto una isla regida por adolescentes: una semiviolenta Inglaterra pobre y desesperanzada, en la que el gobierno llevaba años sin invertir una libra. Uno no dejaría aquí su coche, mucho menos a su familia.
Cuando apareció la hermana, también ella se sentó en silencio, con el almuerzo en una caja de plástico colocada sobre las rodillas. Para evitar preguntas innecesarias, Harry dejó a las mujeres a mitad del camino de acceso a la casa. Al levantar la mirada mientras le entregaba a Ruth el préstamo de veinte libras que le había pedido para «gastos», tuvo la impresión, aunque no podía estar seguro a tanta distancia, de que Mamoon estaba plantado ante la ventana de su dormitorio, ajustándose el cuello de la camisa, mientras sus ojos de párpados caídos parecían alzarse y centellear con malicioso interés.
Harry entró rápidamente en la cocina para prepararse café. Liana lo miró, pero no dijo nada. Poco después, llegaron Ruth, su hermana y Julia, y se pusieron a sacudir las alfombras y limpiar los lavabos. Harry se metería en el granero para continuar trabajando un día más con las cartas y los diarios de Peggy.
Pero primero fue a su habitación para cambiarse. Mientras lo hacía, oyó que alguien llamaba a su puerta.