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Harry estaba esperando un modo de acceder. Sabía que acabaría apareciendo. Tenía que ser paciente.
Mientras tanto, durante la siguiente semana, encontró la rutina que necesitaba: leer diarios, cartas y otros textos en el granero hasta la una, cuando Liana le avisaba de que la comida estaba servida.
Entonces, un día, vio que Mamoon, ataviado con un chándal verde de terciopelo, se dirigía al jardín cargando varias cosas. Harry supuso que se habría equivocado si pensaba por un momento que la vanidad de Mamoon o su espíritu competitivo habrían declinado con la edad. Cuando, a media tarde, a Harry se le había ocurrido invitar a Mamoon a ejercitar los músculos y correr un poco, hacer un poco de gimnasia y estiramientos suaves con él, supo que ésa sería su oportunidad para ganarse la confianza del viejo. A Mamoon le encantaba vestirse con una variopinta gama de atuendos deportivos, le gustaba el kickboxing y había aprendido algunos movimientos de capoeira. «Si..., o más bien cuando todo lo demás falle», resopló Mamoon, «puedes convertirte en mi entrenador personal.»
A última hora de la tarde Harry hablaba con Liana y le ayudaba a preparar la cena antes de escribir sus notas. Después, cuando ya no se podía concentrar, se sentía inquieto. A veces cenaba solo en un restaurante de la zona, con un libro delante. Si tenía suerte, Mamoon gritaba su nombre y lo invitaba a la sala de la televisión. Mamoon estaba orgulloso de su televisor, al que llamaba «Pakistaní» ya que tenía unas dimensiones desmesuradas en comparación con lo que lo rodeaba y le gustaba pensar que era típico de emigrantes pobres que se acuclillaban ante esas pantallas como seres primitivos contemplando la órbita de Venus. Rob había preparado a Harry para estas sesiones con whisky, explicándole que era frente al televisor cuando Mamoon se mostraba tal como era. Durante la mayor parte de su vida adulta, Mamoon había sido un radical muy particular, que se había metido en algunos líos por mofarse de y darle la vuelta a la corrección política, rebelándose contra los inconformistas tan de moda en su época, como los hippies, las feministas, los antirracistas, los revolucionarios y cualquiera que fuese decente, bondadoso o partidario de la igualdad y la diversidad. Eso resultó, durante un corto periodo de tiempo, una idea inusual e incluso aguda. Ahora a Mamoon esta pose le aburría tanto como todo lo demás. De vez en cuando, podía lanzar una provocación. «Mira a este capullo negro, feo y vago», comentaba cuando, siguiendo las instrucciones de Liana, iban en coche al pueblo para comprar algún queso local y reparaba en lo que parecía un tímido pero entusiasta estudiante africano que visitaba las iglesias locales. «Seguro que ha salido para robar, violar y mutilar el coño de una mujer blanca.» Pero Harry notaba que no lo decía con convencimiento y que prefería hacer preguntas simples sobre cosas que realmente le desconcertaban. «Dime, Harry, ¿qué es exactamente la Happy Hour? ¿Qué es el lap dance y el Factor X? ¿Qué es el uifi?»
«¿Uifi? Ah, wi-fi.»
Mamoon adoraba el críquet indio e incluso el pakistaní. Cuando llegó a Inglaterra le gustaba ver partidos en campos de provincias. Los lunes por la mañana, aunque hiciese frío o lloviznase, tomaba un tren en Londres y se sentaba en un banco con un termo y un sándwich de queso para ver algún modesto partido regional. Una de las paredes de su biblioteca estaba cubierta de fotos de jugadores de la posguerra. Y tenía en un lugar destacado una fotografía enmarcada del equipo de críquet de los estados del oeste de India de 1963. Rob le había dicho a Harry que se asegurase de contarle a Mamoon que su tío había sido el capitán del equipo de Surrey y lo había instruido para que se ganase su confianza apareciendo siempre con algún chisme o algún DVD sobre sus héroes, Rohan Kanhai, Gary Sobers, Wes Hall y, ya más cercanos en el tiempo, Malcolm Marshall, Gordon Greenidge, Alvin Kallicharran y Vivian Richards. Harry no se aburría de visionar sus hazañas una y otra vez con Mamoon o incluso de oírle decir: «Oh, buen lanzamiento, señor», como un memo británico cualquiera. El deporte, que era impredecible y existencial, y en el que los hombres se ponían a prueba, era más importante que el arte, que era «blando». Jugar a críquet en Lord’s, chutar un penalti en Wembley o disputar un partido de tenis en Wimbledon, eso era «lo definitivo» en palabras de Mamoon. «Si uno ha hecho un lanzamiento como éste en Lord’s, ya puede morirse feliz, ¿no crees? Comparado con esto, yo no soy más que un vulgar animador.»
Mamoon se mostraba locuaz y muy atento cuando veía un partido de fútbol y le gustaba tener a Harry sentado a su lado, bebiendo whisky y discutiendo sobre los jugadores y los entrenadores. «Ver la Copa del Mundo con Nietzsche», es como Harry se refería a aquello, después de darse cuenta de que aprendía más sobre Mamoon oyéndolo elucubrar sobre el futuro del Manchester City que entrevistándolo sobre alguno de sus libros o sobre sus ideas acerca del colonialismo. Las preguntas de Harry eran al principio amables y generales, y Mamoon no hacía el más mínimo esfuerzo por ocultar su aburrimiento. «¿Cuándo descubrió que era escritor?» «Pero si ni siquiera ahora estoy seguro de serlo.» «¿Quería a su padre?» «Demasiado. Yo era más un hijo que un hombre.» «¿Cuándo se convirtió en un hombre?» Si una pregunta le parecía impertinente o lo irritaba, Mamoon no respondía pero se quedaba mirándolo con aire distante, a la espera de que la fatuidad de la cuestión se le hiciese evidente a Harry.
Mientras Harry permanecía sentado con el gran hombre, él rumiaba sobre los escritores a los que admiraba en sus años de formación: Forster despedazando el colonialismo, sus absurdidades una tras otra; el Orwell más serio; Graham Greene vagando por el mundo, buscando problemas y coqueteando con la muerte; Evelyn Waugh, que lo vio casi todo y lo odió todo. Mamoon era uno de los últimos representantes de esa estirpe, y en opinión de Harry del mismo nivel. Y Harry estaba en su casa; paseaba y mantenía conversaciones serias con él; iba a escribir su biografía. Sus nombres quedarían unidos para siempre; compartiría una pequeña porción de la gloria del viejo. Pero el arte de la biografía se había impregnado mucho de los escándalos de los tabloides; el género había sido succionado hacia el chismorreo zafio en un proceso desolador. El reto era ahora desenmascarar, dejar las entrañas al descubierto. ¿Crees que te gusta este escritor? Mira lo mal que trataba a su mujer, a sus hijos y a sus amantes. ¡Incluso se acostaba con hombres! Detéstalo, detesta su obra; lo mirases por donde lo mirases, la cosa había caído muy bajo. El asunto había pasado a ser: ¿qué podemos perdonarles a los demás? ¿Cuál es el límite al que pueden llegar antes de que perdamos la fe en ellos?
Harry llevaba tiempo suficiente siendo un amante de las artes para saber que a los artistas había que perdonarles debilidades por las que condenaríamos al resto de la población. El artista era el representante, el valiente, el que tomaba la palabra, al que dábamos las gracias y el que pagaba un precio. A los artistas se les permitía, y de hecho se les alentaba, a tener vidas más libidinosas en nombre de otros que se veían obligados a aparcar su goce en la puerta mientras trabajaban. Y cuando Harry empezó a leer el material en el granero, se dio cuenta de que le daba vueltas al asunto que Rob le había planteado. ¿Cómo iba a presentar a Mamoon? ¿Quién podía hoy en día pensar en Larkin sin tener en cuenta su debilidad por las nalgas de las colegialas y su odio paranoico hacia los negros? –«Oigo cómo voluminosos gérmenes caribeños me acosan en el metro...»–. ¿Y qué decir de las cópulas de Eric Gill con prácticamente todos los miembros de su familia, incluido su perro? Proust torturaba ratas y donó los muebles familiares a burdeles. Dickens emparedó a su esposa y le impidió ver a sus hijos; Lillian Hellman mentía. Mientras Sartre vivía con su madre, Simone de Beauvoir le hacía de proxeneta consiguiéndole jovencitas; él envidiaba a Camus antes de machacarlo. John Cheever merodeaba por los aseos públicos, olfateando presas, antes de regresar con su esposa. P. G. Wodehouse hizo programas de radio loando a los nazis; Mailer acuchilló a su segunda mujer. Dos de las amantes de Ted Hughes se suicidaron. Y en cuanto a Styron, Salinger, Saroyan... La literatura era un cruento campo de batalla; ninguna persona decente había empuñado una pluma. En El resplandor, Jack Nicholson hizo una interpretación impecable de un escritor. Si Harry mostraba a un hombre decente en lugar de un mercenario, nadie se lo creería. Nadie quería leer eso; no reflejaría en absoluto el odio, el ardor y la pasión que rodeaban a un verdadero artista.
Harry quería que Mamoon supiese que «lo respetaría y honraría» porque adoraba su obra. Mamoon podía haber sido en ocasiones mezquino, borracho y lascivo, como lo eran todos los hombres y mujeres, pero era importante que la lujuria no lo apartase, ni a él ni a sus lectores, de la cada vez más relevante lección de que el gran arte, las mejores palabras y las buenas frases, eran importantes, y su importancia iba en aumento en un mundo degradado y reprobable, un mundo en el que la pasión por la ignorancia había alcanzado las dimensiones de una religión. Las palabras eran el puente con la realidad; sin ellas lo único que quedaba era el caos. Las palabras inadecuadas podían envenenarte y arruinarte la vida, había comentado Mamoon en una ocasión, y las palabras adecuadas eran capaces de reformular la realidad. La locura de la escritura era el antídoto para la verdadera locura. La gente admiraba a Inglaterra sólo por su literatura; la pequeña isla en pleno naufragio era un almacén de talento en el que se guardaban, forjaban y rehacían las mejores palabras.
Si Harry se sentía culpable por intentar escudriñar la intimidad de un hombre relevante que lo había invitado a instalarse en su casa, no era porque con su altivez, actitud quisquillosa y circunspección Mamoon –un hombre formado y en activo antes de que el imperio Murdoch alterase para siempre nuestra concepción de la «vida privada»– estuviese por encima de estas trivialidades.
Pero las trivialidades forman parte del ser humano y, cuando daba con ellas, Harry traía y le leía a Mamoon malas críticas de libros escritos por coetáneos, amigos o conocidos de Mamoon, porque sabía que éste sería incapaz de evitar reírse entre dientes y ronronear de placer. Y entonces Harry descubrió, durante sus carreras con los perros por los senderos rurales, que a Mamoon le encantaban los chismes, especialmente si eran humillantes. Harry se maldijo a sí mismo por no percatarse en su primera valoración del personaje de que la humillación era la piedra de toque del carácter de Mamoon; era de ahí de donde procedía y donde seguía encontrando su fuente de placer. Su padre lo había humillado de un modo sistemático, para conducirlo hacia la excelencia y una vida de rabia semirreprimida, y Mamoon nunca renunció a estos horribles deleites. Mamoon no parecía responder a los besos y caricias de su mujer, o incluso a los intentos por parte de ella de cogerle de la mano, pero en cambio se mostraba fascinado cuando se producía un contacto prohibido entre otra gente. Antes de regresar al campo, Harry había tenido que hacer un montón de llamadas telefónicas a la chismocracia de agentes, editores y escritores, para recopilar el mayor número posible de historias sobre infidelidad, plagio, enemistades y engaños literarios, travestismo, puñaladas traperas, homosexualidad y, especialmente, lesbianismo. Actualmente, a Mamoon le fascinaban las historias sobre mujeres anteriormente «normales» arrastradas «al otro lado» por «les Sapphics», que, según parecía creer él, tenían poderes «hipnóticos».
«¿Algún chisme lésbico para levantarme la moral?», había preguntado cuando Harry regresó de Londres. «¿Se han tirado de los mostachos esta semana? ¿Han colocado pilas nuevas en sus vibradores? Vamos a dar un paseo por el campo y lo comentamos detalladamente.»
Harry empezaba a sentirse como una Sherezade de Bloomsbury. Pero había descubierto que la definición de lesbianismo de Mamoon era casi no discriminatoria: se refería a todas las escritoras como lesbianas, incluyendo a Jane Austen, Charlotte Brontë y Sylvia Plath.
–Me voy a la cama con una lesbiana –dijo, colocándose un libro de Austen bajo el brazo y subiendo a la planta de arriba.
–Al menos se lo pasará bien –murmuró Harry.
–Siento ser trivial –dijo Mamoon–. Ya le dije a Rob que soy un hombre hueco. Un novelista es eso, un timador, un impostor, un estafador: lo que sea. Pero sobre todo un seductor.
–¿No le fascina la seducción?
–¿No es eso lo que es todo arte? –sentenció Mamoon–. Date la vuelta, muéstranos lo que tienes, eso es lo que quieren los lectores.
Aun en el caso de que Harry trajese nuevos chismes, Mamoon rara vez permanecía levantado más allá de las nueve de la noche, y fue poco después de esa hora cuando la venganza que había predicho Alice –podríamos llamarla el precio de la verdad– empezó a producirse.
Harry tenía peculiares experiencias mientras permanecía solo en su dormitorio.
Al personal de servicio no se le había asignado un horario para limpiar su habitación. Tal vez Mamoon no los había animado a hacerlo; no le gustaban los invitados, y por ahí iban muy pocos. En la habitación de Harry había moscas muertas y polvo; el televisor no funcionaba, lo único que Harry podía hacer era jugar al FIFA y al Grand Theft Auto en la pantalla, antes de ponerse a ver películas en su ordenador hasta que se dormía. Iba a Londres en coche para ver a Alice y a sus amigos cada vez que podía. Tal vez la cercanía de su biografiado y el campo lo estaban desmoronando.
Harry había crecido con sus dos deportivos e inteligentes hermanos gemelos en el oeste de Londres; uno de ellos era actualmente profesor de filosofía y el otro restaurador. A diferencia de los de muchos de sus amigos, sus padres no poseían una casa en el campo y preferían pasar los fines de semana visitando museos y exposiciones, yendo al teatro, organizando picnics en Chiswick House o celebrando fiestas en el jardín para aquellos a los que los chicos se referían como «intelectuales» y que hablaban sobre feminismo, política y Lacan. La idea que esta gente tenía de salir a pasárselo bien una noche era meterse a ver un programa doble de Jean-Luc Godard en el ICA. El padre de Harry, que nunca quería dejar de pensar, y por desgracia discutir, sobre la psique –dado que había estudiado a fondo los problemas filosóficos de la psiquiatría y las «nociones de normalidad»–, consideraba que en el campo no había con quien conversar y que la gente que vivía allí era tan bovina como los animales que criaban.
Pero no era sólo esta aversión heredada a la campiña lo que desmoralizaba a Harry. Después de diez días, hacia las tres de la madrugada lo despertaron unos aterradores aullidos y gritos masculinos, como si estuviesen degollando a alguien. Durante el desayuno Liana le preguntó:
–¿Estás cansado?
–Pues sí.
Le acercó a Harry unos huevos y empezó a hundir los dedos en sus hombros como si hubiese detectado cierta tensión acumulada en sus músculos.
–¿Estabas despierto? Han vuelto a empezar esos terribles gritos. Ha sucedido las tres noches anteriores, pero tú no lo oíste. Tus preguntas le están provocando un horrible insomnio.
–Apenas he empezado con el interrogatorio. Si le pregunto si quiere un poco de leche en el té, sale corriendo colina arriba.
–Mamoon es un hombre sofisticado, atormentado por miedos infantiles. No me va a contar qué ha soñado, pero cuando se despierta, al poco de haber conciliado el sueño, llora como un niño. A veces ladra como un perro. Incluso los animales padecen insomnio y desarrollan impulsos suicidas. Por favor, júrame que no lo mencionarás en el libro y nos harás sentir incómodos en Londres, Bombay y Roma.
Harry le dijo que era imposible plasmar cada parpadeo, eructo y gesticulación. Le tomó la mano y se volvió para mirarla cara a cara.
–Pero, Liana, supongo que sabes que la indiscreción es la esencia de la biografía. ¿Quién iba a leer el retrato de un santo varón?
–Harry, no me creo que seas un mero mercader de indecencias. Lo que la gente quiere es que la ilustren, saber cuál es el camino hacia la grandeza para poder seguirlo. Gracias a Dios estoy yo aquí para aleccionarte. Y cuando el libro esté acabado, me lo traerás y yo tacharé cualquier negligencia con mi afilado lápiz.
Él soltó una carcajada.
–No vas a hacerlo, Liana.
–Rob lo ha aceptado. De no ser así, Mamoon le cortaría las pelotas. ¿Quién te crees que eres, la hija de Joan Crawford?
–No tenía ni idea de que Rob hubiese hecho algún tipo de trato contigo.
–¿Y eso a ti qué más te da?
–¿Perdón?
–Cuando contratas a un decorador para que te pinte las paredes de verde, no le pides que te comente que a él no le gusta el verde. Le pides que pinte de verde y cierre el pico.
–¿Así que yo aquí soy un simple decorador?
–Tú te encargas del papeleo. Nosotros nos encargamos del resto. ¿Un poco de café?
Harry ya se había comprometido. ¿Qué más le iba a pedir ella que omitiese? ¿Tendría que desobedecerla? Y si supiese que sí iba a tener que hacerlo, ¿por qué no decírselo ahora y así dejar las cosas claras?
Eso era lo de menos. Harry telefoneó a Rob para contarle cómo iba todo y lo muy cohibido que se sentía, además de para quejarse de los otros ruidos que le impedían dormir, los de la naturaleza.
–Coge una escopeta y pega unos cuentos tiros desde la ventana –vociferó Rob–. En cuanto las cabras descubran que no les tienes ninguna simpatía, se esconderán en sus establos.
–No hay cabras.
–¿Caballos?
–Creo que son pájaros. En mi habitación hace frío, la luz no funciona, la ventana no cierra bien y a las cuatro de la madrugada esos animales..., sean los que sean, murciélagos, gansos, patos, peces, cerdos..., en cualquier caso, la mayoría de los que subieron al arca de Noé..., ponen en marcha su horripilante discoteca animal. ¡Aquí estoy atrapado en el culo del mundo!
–Jodida nenaza, quéjate a tu agente, no a mí. Gracias a Dios no te puse al frente del proyecto sobre Freya Stark, que implicaba reconstruir sus andanzas africanas o por donde fuera que esa señora se pasease.
–¿Es cierto que le has prometido a Liana el control creativo de mi libro? –preguntó Harry.
Rob le colgó.
Antes de retirarse a su habitación, Harry se dirigió al jardín para fumarse un canuto que le ayudase a dormir. Después se acostó en la cama pensando en Peggy, con un cuaderno y un bolígrafo al lado. Era así como a menudo le venían las ideas. Pero empezaron a rondarle por la cabeza frases de los «tormentos», que era como se refería a los diarios. Hasta que una noche, cuando ya llevaba allí diez días, esos susurros parecieron emerger sin control, o surgir de otra parte, formando un barullo que no lograba acallar.
Harry se levantó, se movió a tientas por la habitación y encendió la mortecina luz. Y de pronto allí estaba ella: Peggy, sentada a los pies de la cama, exageradamente delgada, agotada pero ferozmente cargada de energía y resplandeciente.
–¿Qué dirás sobre mí, Harry? –le preguntó–. ¿Seré retratada por mi amargo final? ¿No hay nada más destacable sobre mí que eso? ¿Y quién eres tú para juzgarme?
Peggy había sido una chica con una licenciatura, discreta y que tenía un discurso articulado, cuyos pudientes y alcohólicos padres la habían matriculado en colegios privados en los que aprendió francés. Al finalizar sus estudios universitarios había entrado a trabajar en una pequeña revista literaria y un editor le había presentado a Mamoon en uno de los pubs de Bloomsbury que éste frecuentaba. Desde el punto de vista de Harry, Mamoon, cuyo padre, profesor de enseñanza media, lo había entrenado duramente para que ganase becas, estaba traumatizado por haber sido enviado a un colegio de élite inglés y después a Oxford. No hubo ni un instante en que no se sintiese incómodo y fuera de lugar entre los pijos ingleses con los que su padre estaba tan orgulloso de que se codease, pese a que, al mismo tiempo, proclamaba detestar a los británicos. En su primera cita con Peggy, Mamoon se había puesto en evidencia al meterse en la parte delantera de un taxi, junto al conductor, y se había quedado allí moviéndose de un lado a otro tratando de encontrar el asiento, hasta que el indignado taxista lo echó.
En el frío y sucio Londres, una ciudad llena de gente que consideraba a los indios simplones e inferiores, mientras los chicos blancos se vestían como Syd Barrett, Peggy ayudaba a Mamoon a desenvolverse entre los miembros de la raza superior de Belgravia para quienes él era un hombre blanco fallido que apenas sabía manejar los cubiertos, y le animaba a quedar con sus amigos del mundillo literario. A la mitad de la gente la cautivaba, era empático y se consideraba que tenía clase y un ingenio discreto. A la otra mitad la ofendía con su arrogancia. Pero su padre quería que regresase y le escribía insistentemente rogándole que volviese. Él lo hubiera hecho, no veía futuro en Inglaterra. Fue Peggy quien lo convenció de que se quedase en Londres e iniciase una carrera como escritor, una de las elecciones más difíciles que un hombre como él podía tomar. Fue ella quien, cuando él no lograba avanzar con su escritura en Londres, les pidió a sus padres que les prestasen el dinero para comprar una casa de campo en Somerset.
Como hacen todas las parejas cuando inician su relación, se pasaban el día juntos, explorando su nuevo vecindario, recorriendo en coche el resto de la región y visitando librerías de viejo. Después Mamoon se la llevó a la India durante varios meses. Entretanto, intelectualmente ella nunca dejó de recriminarle su actitud; incluso lo acusó de tener una mente perezosa de «playboy», que lo incitaba a discutir y pelearse sin ton ni son. Él empezó a pensar en serio.
Fue aquí, a finales de la década de los sesenta, en la biblioteca que ella empezó a crear en la casa –la misma que él seguía ampliando–, donde él empezó a leer vorazmente, para «ponerse al día». Ella era europea, una internacionalista que adoraba a Miles Davis y a Ionesco; aprendían a catar vinos y escuchaban a Boulez fumando Gauloises. Como muchos intelectuales ingleses, a ella le desesperaba el aislacionismo inglés. Adoraba a D. H. Lawrence, pero por lo demás su visión de la escritura era seca y académica: agotadoras reflexiones sobre la crítica literaria, el canon y Leavis, y después el marxismo. Harry estaba descubriendo que Peggy educó a Mamoon tanto como lo habían hecho sus padres, y el desprecio que éste sentía por los sistemas políticos –especialmente el marxismo– y religiosos totalitarios, heredado de los postulados libertarios de los sesenta, había permanecido inamovible. Al final parecía que él la había exprimido hasta dejarla seca y quería largarse, pero ella decidió quedarse a su lado. Después, durante años, ambos permanecieron «en estado de espera».
De modo que dirigiéndose al fantasma, Harry dijo:
–Seré justo y misericordioso. Ni culpas ni excusas. Tan sólo hechos y una voz cálida. Tú hablarás por ti misma, a través de los diarios. Allí lo dejaste todo muy claro. Ahora ya puedes marcharte, Peggy, por favor. No tienes por qué preocuparte, no soy un periodista.
–Pero, Harry, llevo esperando mucho tiempo para verte –dijo ella–. ¿No me conoces?
–¿No eres Peggy?
–Mírame más de cerca, si puedes soportarlo.
Y fue al reconocer a su madre y oírla decir: «Oh, Harry, es maravilloso volver a verte. Quiero oír hasta el último detalle sobre tu vida después de que yo me marchase. ¿Eso fue muy doloroso? ¿Te han ido bien las cosas? ¿Podemos hablar ahora?», cuando saltó de la cama, cruzó sigilosamente el pasillo al que daban las habitaciones de Liana y Mamoon y salió de la casa en busca de aire fresco.
En el jardín se sentó impotente en el todoterreno familiar, sacó la bufanda de su hermano mayor de la guantera, se la enrolló alrededor del cuello y la apretó contra sí. Sus hermanos, ante la insistencia de su padre, lo habían obligado a venderse las motos, lo cual él había hecho sólo cuando le prometieron que se las reemplazarían por un préstamo para comprar este coche.
Ahora empezaba a resultarle útil. Había un trayecto de veinte minutos hasta el pub del pueblo, donde aún no había estado. No tenía ni idea de cómo lo recibirían. Pero necesitaba ver a gente que todavía no se hubiese convertido en fantasma.