5

Cada mañana, tiempo atrás, la madre de Harry se levantaba temprano y le preparaba un desayuno caliente antes de acompañarlo al colegio. Siempre que estaban los dos en la cocina, ella le hablaba atropelladamente de películas, de política, de hombres, de poltergeists, de los vecinos, del feminismo, de los sueños, de un torrente de conversación inagotable que resultaba difícil de seguir y en el que estaba claro que él tenía un mero papel pasivo.

Ella lo besuqueaba un montón o de pronto rompía a llorar. Su risa tenía un punto histérico que resultaba inquietante, y de repente podía decir: «¡No sabes cómo odio toda esta mierda de clase media!» A veces, para ilustrar determinado comentario, representaba la escena y hacía todas las voces. O se ponía a cantar: pop, folk, ópera, acompañada muchas veces por un canuto encendido en el cenicero. Citaba a Lautréamont tan a menudo que él todavía era capaz de recordar las palabras: «Silenciosas y nauseabundas arañas / tejen su tela en la base de nuestro cerebro.»

La mayoría de las tardes su madre iba a visitar a amigos, acudía a fiestas o a alguna representación teatral o de danza. Aparentemente detestaba el aburrimiento, al igual que la tiranía de la posesividad y el control. El padre de Harry había comentado en una ocasión, con cierta ironía, que su mujer consideraba cualquier oportunidad sexual como la vanguardia de la liberación política. Ella criticaba a su marido por no creer en esa idea sesentera de que la locura abría la puerta a la sabiduría. Para ella el sentido de la vida no era vivir del modo más cuerdo posible, y consideraba a su marido un «policía del alma», ya que él pretendía que su trabajo consistía en lograr que sus semejantes recuperasen el equilibrio mental, del mismo modo que otros podían pretender liberar a la gente de la tiranía del alcohol. Pero ella consideraba que eso sólo podía llevar a que la gente resultase más aburrida. ¿Cuántas personas llevaba ella en su interior? ¿Cuántas personas diferentes podíamos ser cada uno de nosotros?

Harry no sabía qué pensar sobre todo eso. Lo que sí recordaba, sin embargo, era que la mayoría de las noches, en la etapa final de la vida de su madre, ella se colaba sigilosamente en su habitación y él dormía abrazado a ella, casi como un joven amante, hasta el amanecer. ¿Eso era amor o locura? Tiempo después, un amigo de su madre le dijo: «Harry, eres muy parecido a ella; eres muy inteligente, puedes entenderlo todo. Ambos sois brillantes pero frágiles, y tú te desmoronarás ante el más leve golpe, agobiado y temeroso del fracaso.»

Cuando él tenía doce años, ella murió. Daba la sensación de que, después de la desaparición de su madre, él estuvo solo durante diez años. Se levantaba a oscuras, se preparaba él mismo el desayuno, cogía la bicicleta para ir al colegio sin que su madre le ofreciese una pera, le quitase la corteza al pan de los sándwiches o saliese corriendo tras él con los libros o las botas de fútbol que había olvidado. Sus dos hermanos gemelos, que le llevaban cuatro años, estudiaban en Latymer, mientras que él iba al St. Paul. Cuando los otros chicos de su edad todavía estaban muy apegados a sus madres, él se vio obligado, demasiado pronto, a ser independiente. Y los gemelos siempre se habían tenido el uno al otro; discutían, se peleaban y se enzarzaban a puñetazos por la casa hasta sangrar, pero apenas había un momento en que no estuviesen, reñidos o felices, pegados el uno al otro, casi, aunque no completamente, como formando un círculo cerrado.

Harry combatía la pesadumbre leyendo en su habitación mientras escuchaba los discos y cintas de los gemelos y hablaba mentalmente con su madre a todas horas. La familia se había llevado el resto de la ropa de ella, pero cuando Harry se apropió del ropero de su madre para usarlo él, muchos de los zapatos de ella permanecieron en el fondo del armario. Llegó a echarse en el suelo con la oreja pegada a la alfombra y a hablarles. Harry construía en su cabeza películas mentales de ella eligiéndolos y calzándoselos; se preguntaba adónde se hubiera dirigido con cada uno de los pares, con quién habría estado y de qué hubiera hablado con esa persona.

Ahora se daba cuenta de que la sensación de aislamiento que le había acompañado siempre era sólo parcialmente cierta, un mito que él mismo había forjado. Fue un niño sin madre y puede que su padre estuviese trabajando, haciéndose cargo de la casa o saliendo con mujeres. Pero sus hermanos nunca habían sido difíciles o tímidos. En el colegio eran estrellas del rugby o el fútbol que ganaban dinero posando como modelos y más adelante formaron una banda, los Ha-Ha Fish, que tocaba en las inauguraciones de las tiendas más modernas de Carnaby Street y en las mugrientas trastiendas de pubs de Camden ante una audiencia formada por amigos del colegio. Le dijeron que si aprendía a tocar el bajo, podría incorporarse al grupo y él así lo hizo.

Una adolescente con una voluminosa melena oscura, minifalda, camiseta y pantis negros abrió la puerta del dormitorio y se encontró ante un chaval más pequeño que ella, que estaba sentado en la cama leyendo un libro que arañaba y retorcía ansioso, con un plato de comida sin empezar junto a él. Los colegas de los hermanos de Harry y sus numerosas amigas rondaban por la casa a todas horas y desde el principio el chico había sido objeto de compasión y atención por parte de las jovencitas. No hay nada como un chaval rubio huérfano de madre para atraer la curiosidad de chicas dispuestas a repartir besos, golosinas y más cosas. ¿Quién iba a resistirse a eso? Los gemelos empezaron a hablar del «harén» del pequeño pachá, formado por chicas encantadas de ayudarle con los deberes, cocinar para él, elegirle la ropa y cortarle el pelo, acompañarlo al cine, de compras y demás los fines de semana o durante las vacaciones.

Una chica que se está empezando a despegar de sus padres y quiere hacerse mayor puede ser inducida a realizar terribles actos de amor. En cuanto Harry cumplió los trece y empezó a transpirar y ducharse, una sucesión de fragantes adolescentes lo besaban, acariciaban y pasaban la noche con él. El huérfano de madre detestaba pasar la noche solo, a veces se instalaba a dormir en el suelo de la habitación de sus hermanos. No tardó en descubrir que un montón de chicas eran vulnerables a sus peticiones de que cuidasen de él. Necesitaba reemplazar a una mujer con una horda de mujeres. Desde los catorce ya seducía a más que los aficionados de sus hermanos. A su padre, cuando volvía a casa, le levantaba el ánimo encontrársela engalanada con muchachas en flor. «St. Trinian’s»1 lo llamaba, o «el reino de las muchachas púberes». Se aseguró de advertir a su hijo de que, a medida que se hiciese mayor, suscitaría envidias –odios, quería decir– por sus dotes, encantos y desenvoltura, y que por tanto tendría que disimular, aunque no perder, esas virtudes. En aquel entonces Harry no entendió a qué se refería su padre.

Su padre poseía una biblioteca excelsa: filosofía, psicología, narrativa, arte. Incluía todo lo que Harry pudiese necesitar: gracias a ella maduró. No es que no echase de menos a su madre; seguía estando enojado con ella, por decirlo suavemente, y era de este modo como ella seguía viva y activa en sus pensamientos. Lo último que él deseaba era que se sentase al borde de su cama cuando estaba solo en el campo.

Aceleró por la oscura, sinuosa y estrecha carretera y finalmente se apeó del coche. No tardó en estar acodado en la cálida barra de un concurrido pub en el que los demás clientes se volvían a mirarlo, porque era el forastero, la presencia exótica de la que todo el mundo parecía haber oído hablar. Se congregó a su alrededor un montón de gente. Por lo visto los lugareños –granjeros y estrellas de rock maduras que vivían en las mansiones, y sus fans, que vivían en casas más modestas– estaban ávidos de historias sobre «el escritor».

¿Era cierto que Mamoon no tenía amigos? ¿Era cruel, e incluso violento, con su mujer? ¿Adoraba al diablo? Y lo que era más importante, ¿estaba de verdad arruinado? ¿Y no era cierto que había exprimido al máximo al país que lo había acogido y que había posibilitado que su talento floreciese? ¿No se quejaba demasiado? ¿Había sido suficientemente agradecido?

Nada puede mantenerse en calma mientras vive en la mente de los demás, incluyendo evidentemente un personaje y su reputación. Harry descubrió que no llevaba mucho tiempo que una personalidad se agigantase e hinchase cuando el sujeto pasaba a ser lo que los otros preferían que fuese. Como la madre de Harry, Mamoon había ido más allá y por encima de sí mismo, un proceso que ahora el propio Harry estaba corrigiendo, pero también a su modo instigando. ¿Qué era entonces una persona sino un yo que se desplazaba entre la fantasía privada y la creación pública?

¿No se había situado Mamoon en ese lugar para Harry cuando éste leyó y releyó las entrevistas de Mamoon, sus perfiles y ensayos publicados en Playboy, Rolling Stone y Esquire cuando era joven? Que Mamoon se hubiese adentrado voluntariamente en las sombras del mundo contemporáneo y hubiese regresado de allí para aportar su testimonio, observaciones y reflexiones revelaba a un hombre intrépido con ímpetu de conquistador, decidido a mostrar y explicar las realidades más terribles. ¿No había sido él el primero en rastrear en las sombrías ciudades del norte de Inglaterra los cambios en la comunidad musulmana desde el socialismo antirracista al radicalismo forjado alrededor de una nueva fe mundial, de una idea reaccionaria del islam? Su ensayo El hacha de la ideología había sido crucial. ¿No fueron después sus análisis más lejos, al seguir la evolución del Islam desde un movimiento de liberación teológica a un culto a la muerte que exigía el sacrificio, forjado alrededor de la obediencia a la ley del padre Absoluto?

¿En qué punto se encontraba Harry en relación con todo eso? Como Mamoon, Harry no soportaba el espejo; tenía que explicar por qué estaba allí y qué significaba ese hombre. Sus palabras tenían que mantener vivo al escritor en la historia de la literatura, por mucho que personalmente desease matarlo.

Contento por estar fuera de la casa y por haber ingerido alcohol, Harry se sentía más alegre. Cuantas menos cosas les contase a los lugareños, más disfrutaría de la velada. Cometió el error de sugerir, para indignación de los que se habían concentrado a su alrededor y a riesgo de parecer altivo, que un buen modo de averiguar cosas sobre el escritor podía ser echar un vistazo a sus frases. Después de esta metedura de pata, pensó que lo mejor sería acomodarse en un rincón apartado del pub desde donde pudiese echar el ojo a alguna presencia local interesante: la ardiente esposa joven de un granjero aburrida de zambullir a las ovejas en antiséptico o de estrujar las ubres de animales recalcitrantes; o tal vez la pareja del camionero especializado en recorridos largos y eternamente bloqueado por una huelga francesa.

Alzó la vista; la luz era muy tenue en el pub, pero vio lo que quería. Su instinto había dado en el clavo. El juego de seducción estaba en marcha. Se acabó la copa. Antes de ir a buscar otra, fue al lavabo, echó unas monedas en la máquina de condones y pulsó el botón de los condones estándar. La chica que le había sonreído mientras se toqueteaba la larga melena parecía más joven de lo que a él le hubiera gustado. Lo último que necesitaba era un escándalo. Pero ella había mandado a sus amigos a paseo. Y se estaba poniendo de pie sin llamar la atención. La chica le mostraría el camino.

Harry estaba ansioso por seguir a la sirena, incluso por el oscuro pasillo que conducía a la trastienda del pub, una sepultura sin ningún adorno ni calefacción que hedía a orina y cosas peores, como si los aseos estuviesen debajo de la mesa. Los borrachos estaban allí. Un tipo peludo con cara de pitbull, que llevaba únicamente unos pantalones cortos y tatuajes, jugaba al billar bajo un parpadeante fluorescente. Un par de Medusas, que llevaban perros atados con correas, esperaban, entornaban los ojos y maldecían. Harry sintió miedo. Se acercó a la chica.

Se sentaron muy pegados. Cuando, al poco rato, la conversación se agotó, ella se lamió los dedos, apagó las velas que había en la mesa y le restregó cera caliente por las manos y los brazos. La chica era vulgar y encantadora, y para nada demasiado joven, una mujer de veintitantos o tal vez incluso más, de cabello intensamente negro y voluminosos pechos, con las carnosas piernas cubiertas por una ceñida aunque no apretada minifalda. Dijo que se llamaba Julia. Él la siguió hasta la calle y le señaló su coche.

Condujo durante media hora, hasta que ella le pidió que se detuviese en una calle ancha con viejas casas de protección oficial. Todo estaba en silencio bajo la brumosa lluvia, salvo por los ladridos de los perros.

«Sígueme», le dijo ella.

Pero Harry se preguntó si no se estaría haciendo demasiado viejo para las desalentadoras aventuras que parecían acompañar inevitablemente la necesidad de contacto humano. ¿Realmente tenía ganas de meterse medio borracho en una vivienda social provinciana de paredes húmedas en plena noche?, sobre todo porque mientras la chica tiraba de él por el apenas iluminado pasillo de la planta inferior, él entrevió, a través de una puerta abierta, una escena de disipación hogarthiana.

Una mujer ya muy entrada en la mediana edad con la blusa abierta y los brazos en alto y tres hombres más viejos de aspecto rudo, vestidos con ropa con la que debían de llevar semanas durmiendo, bailaban. Daban puñetazos en el aire y gritaban con una furia alcohólica.

Julia no le permitió detenerse. Tiró de él para alejarlo de allí. Al poco rato estaba dos pisos más arriba, en una buhardilla, tal vez confundido, pero sin duda embutido en una cama estrecha, aferrado a una delgada almohada y a lo que ahora parecía ser una proletaria de rostro regordete y veintipocos años. Sin embargo, después de que ella acabase de fumarse un cigarrillo y –si él se daba prisa– antes de que encendiese otro, podría poseerla de nuevo, esta vez con ella a cuatro patas en el suelo, haciendo un hueco entre las tazas y la ropa, mientras contemplaba la ropa interior que colgaba del espejo.

Pero es que no se podía conseguir nada importante sin algunas incomodidades o incluso dolor; y él estaba contento al haber comprobado que ella era mejor de lo que se había imaginado. Como le sucedía a menudo, temía dejarse arrastrar por el miedo y perderse en su propia mente, y podía empezar, una vez más, a obsesionarse con la idea de que tal vez él y sus hermanos habían hecho enloquecer a su madre. Su padre, no hacía mucho, había dicho: «No hay ningún tipo de ambivalencia: los hijos provocan la muerte de sus padres. Vosotros tres erais demasiado para ella.» Después de pensar en eso, Harry necesitaba pasar la noche con alguien que lo consolase y le hiciese compañía. Una chica es un cordón umbilical, una cuerda de salvamento que te mantiene conectado con la realidad. Su madre no habría querido que estuviera solo.

Pese a la música que retumbaba y al susto provocado por algún aislado grito repentino desde alguna otra parte del edificio, Harry se relajó. Mientras ella le acariciaba y él le besaba la melena, se puso a pensar cómo iba lo del libro. Al menos había hecho algunos progresos; Harry consideraba que estaba haciendo las preguntas adecuadas. Lo importante era no aflojar.

Aquella tarde, al pasar por delante de la biblioteca de regreso del granero, atisbó a su oponente. El viejo había subido la mitad de una escalera para buscar un libro y parecía particularmente vulnerable. Harry, arrastrado por un repentino estallido de confianza y, a estas alturas, ciertas dosis de desesperación, se apresuró a entrar en la casa. «Vaya, aquí está, señor», dijo, y acribilló a Mamoon a preguntas hasta que incluso él mismo se sintió incómodo.

El escritor, al menos, había bajado cautelosamente de la escalera, se había acomodado en una silla y había dicho casi lamentándose: «Tengo que darte más, querido muchacho. Pareces alterado e incluso enojado.»

Mamoon habló sobre su padre con respeto y afecto; a su madre apenas la mencionó, pero cuando Harry le apretó, se refirió a ella con cariño. En cuanto a sus hermanos, Mamoon habló también de lo mucho que los quería y contó que le había pagado a uno de ellos los estudios universitarios en Estados Unidos. Sobre la hermana con la que llevaba treinta años sin hablar no dijo nada. «No es un tema interesante.» Sobre Peggy no añadió mucho, porque dijo haber borrado de su mente los detalles, pero insistió en que «todo está en los diarios».

–¿Cuál es ahora su valoración? –preguntó Harry–. De ella. De su mujer.

–¿Sabes?, Harry, la quise durante mucho tiempo –sentenció Mamoon–. Pero aunque fue en un tiempo inteligente y atractiva, la pobre mujer se fue angustiando cada vez más. Se convirtió en una enferma debido a la bebida. A veces ni siquiera se aseaba. Había nacido para la decepción, sólo deseaba aquello que yo no podía darle. La bebida la convertía en agresiva, especialmente consigo misma.

–¿Alguien más despiadado la hubiese echado? –preguntó Harry.

–¿Cómo iba incluso alguien despiadado a echarla de su propia casa? Yo habría podido mudarme a algún otro sitio. Pero aquí hay muchas cosas que adoro, como la tranquilidad para escribir. La narración larga, la novela, es una estructura anticuada y, según algunos, acabada. Tal vez se parezca a la pintura al óleo en el sentido de que su creación es muy laboriosa y requiere de una férrea disciplina, paciencia y autocontrol. Pero es lo único que sé hacer. En cuanto a Peggy, simplemente no puedes abandonar a la gente a su suerte, maldita sea. En eso consiste el infierno de la compasión. Pero lo que pensé fue que la próxima vez tenía que casarme con una mujer de verdad.

–¿Como lo opuesto a...?

–A un historial clínico.

–Es usted compasivo, señor. Eso es de sobra conocido –dijo Harry–. ¿Pero tenía usted relaciones con otras mujeres?

–Muchas menos de las que te gustaría imaginar.

–¿No dijo usted en una ocasión que nadie está verdaderamente casado hasta que ha cometido adulterio?

–Eso espero –dijo Mamoon, y añadió–: Ella y yo siempre trabajábamos juntos en los manuscritos. Eso nos proporcionaba intimidad y daba sentido a nuestras conversaciones.

–¿Era el modo que tenían de amarse?

–Muchos artistas han tenido una musa. La idea confunde a los imbéciles con respecto a los orígenes del arte. Quieren creer que todo brota de una única fuente. Se ha dicho que no he producido gran cosa de interés desde que murió Peggy.

–¿Y usted está de acuerdo con eso?

Mamoon se encogió de hombros y empezó a dirigirse hacia la puerta.

–Sigo trabajando, cuando puedo. Qué otra cosa puedo hacer durante todo el día, ¿hablar contigo? Recuerda esto: un artista es feliz cuando está creando.

Todo eso era mucho más aburrido que la chismosa idea lanzada a los cuatro vientos de un indio diabólico e intransigente que hacía enloquecer a las mujeres que lo adoraban. Las llamadas en plena noche de Rob –vociferaba a través del teléfono, repitiéndolo todo como mínimo dos veces y con un tono exclamativo: «¿Qué le has sonsacado? ¿Tienes ya algo? ¡Sobre todo que no se te olvide contármelo!»– alteraban tanto a Harry que empezaba a preguntarse si realmente sería capaz de escribir su primer libro acerca de alguien sobre el que con el tiempo se escribirían tantos. Y si no lograba escribir el libro, le explicó a Julia, no tendría una carrera por delante. A sus hermanos les iba de maravilla, eso era indiscutible, mientras que él podía acabar siendo un don nadie.

Harry se despertó cuando salió el sol y echó un vistazo a la habitación de paredes azul oscuro en la que había aterrizado.

Mientras acariciaba y olisqueaba a la encantadora y anodina mujer que tenía a su lado, recordó la tremenda bronca que había recibido de Liana la pasada tarde, justo después de haber hablado con Mamoon. Ella había salido precipitadamente de la cocina y había ido hasta un prado donde él creía estar a salvo y donde se había echado a la sombra de un viejo manzano con un cuaderno para tomarse un respiro.

–¿Por qué insultas a Mamoon de este modo?

–Oh, Dios mío, lo siento. –Harry se reincorporó–. ¿Qué he dicho?

–¿No le has comentado algo sobre que tu padre era todo un hombre y un ejemplo para ti, porque había tenido tres hijos y los había criado él solo?

–Papá nos educó. Lo consideraba su único deber. Es algo admirable. Yo quiero ser capaz de hacer lo mismo, Liana.

Liana le clavó la mirada.

–Para ti debe ser prácticamente imposible imaginarte qué supuso para un tímido y precoz muchacho indio venir aquí y no sólo abrirse camino, sino triunfar, rodeado de extraños, incluso de enemigos..., desde luego de gente que no le apoyaba en absoluto. Él les mostró sus cuentos y ellos literalmente le dijeron: «¡Por qué crees que alguien iba a estar interesado por estos malditos indios!»

–¿Cómo no voy a entender esto?

–¿Debo recordarte una vez más que has recorrido la vida sentado en una alfombra mágica de privilegios? Para ti el mundo siempre ha sido un jardín privado poblado por hombres altos, rubios y guapos que pueden hacer lo que quieran y pedir lo que les dé la gana –dijo, y continuó–: Y no olvides nunca que parezcamos lo que parezcamos Mamoon y yo, y por muy esnobs que nos consideres, si hubiésemos fracasado, nos habríamos quedado sin nada. ¿Cuántos escritores de color había aquí antes de que apareciese mi marido? ¡La gente ni siquiera se cree que los negros sean capaces de deletrear Chaikovski!

Harry pensaba en qué lección podía sacar de todo eso mientras se despedía de Julia la mañana siguiente, temprano.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y le dijo:

–Ha sido como si me golpease un rayo. Me he enamorado. Te quiero, Harry, y no te dejaré marchar. ¿Recuerdas mi nombre?

–Julia, ¿verdad?

–Yo no me olvidaré del tuyo. Ya sentí deseos de besarte cuando te serví el Earl Grey.

–¿Qué Earl Grey?

–¿No lo recuerdas? El primer día en el jardín, en casa de la Mamoon. Tú estabas allí sentado, tan guapo y con cara de preocupación. Ya entonces te deseé. Te he visto más veces en el jardín. Siempre concentrado. Siempre pareces tener la cabeza en alguna otra parte. Pero entre nosotros dos ha sucedido algo eterno, ¿tú no lo sientes así?

–Un poco –dijo él–. Así que eras .

–Sí. Estoy un poco confundida. ¿No lo sabías?

–Más o menos.

–¿No te acuerdas? Te ofrecí una galleta digestiva y una Jaffa.

–Jamás olvidaría una Jaffa. Pero debía de estar pensando si sería capaz de escribir el libro.

Entonces ella le susurró:

–Adoro tu pene. Me encanta tener tu sabor en mi boca.

Bon appétit.

A Harry le sorprendió, aunque le resultó grata, esa declaración de amor. Supuso que él era una novedad en el pueblo, donde el acervo genético era limitado; el entusiasmo no tardaría en agotarse. Disfrutaría de él mientras durase.