10

Se escuchó un frufrú y una crepitación. Harry creyó que el mundo ardería en llamas. Liana estaba cruzando las piernas.

–Si con esto no lo logro, no lo lograré jamás –se inclinó y le susurró a Harry en el coche, mientras tiraba de la falda hacia abajo.

–Yo mismo noto una tirantez bajo los pantalones –dijo Harry.

–Espero con ansia esta noche. Ardo en deseos de acariciarlo.

–Tal vez logres una sucesión de pequeños orgasmos.

–Así será, después –dijo ella–. Entre nosotros, me corro con facilidad, en ocasiones dos o tres veces seguidas..., si el hombre me gusta. Si no, una única vez. ¿El sexo hace que la vida merezca la pena? ¿No dijiste el otro día eso de que «nuestras vidas valen lo que nuestros orgasmos»?

Harry rió entre dientes.

–Eso espero.

Volvió a mirar a Liana y elogió su minifalda de cuero acampanada, su top transparente y lo que reconoció como unos zapatos de tacón de Louboutin. En cuanto al bolso, Harry tuvo que admitir que siempre había sido un entusiasta del estampado de leopardo; él mismo llevaba pantalones de pijama con ese motivo.

–Para y aparca..., es aquí –le indicó Liana a Harry finalmente–. Mamoon –añadió en voz alta–, escucha, vamos a apearnos.

–¿Aquí? –Mamoon miraba inquieto por la ventanilla–. ¿Estás segura?

–Completamente.

–No puede ser. Sigue conduciendo, muchacho.

–No, no –dijo Liana, y se apeó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta a Mamoon–. Estoy segura.

También Harry estaba sorprendido de que la cena fuese a celebrarse en el reservado de un restaurante indio típico con decoración pseudocolonial de los años setenta. Y desde luego fue un shock para Mamoon, que empezó a estremecerse como un pensionista al que van a dejar en una residencia.

–Me dijiste que no estabas dispuesto a ir muy lejos, y es nuestro Pottapatti, donde solíamos soñar despiertos durante horas, hablando sobre nuestros recuerdos infantiles, el color del que queríamos la biblioteca, el futuro y lo que haríamos juntos. Ya sabes que la comida de aquí te encanta, habibi querido –imploró Liana, acariciándole las manos mientras intentaba soltárselas del asiento al que se agarraban.

–¿En serio?

–Dijiste que el keema era ambrosía divina. Hay todo tipo de bebidas y mira..., ¡están nuestros amigos!

–Odio a esos capullos...

–No seas tonto. Han leído tus libros. Seamos agradecidos por los royalties.

–Mi editor les manda ejemplares gratuitos.

Harry y Liana tuvieron ciertos problemas para sacar a Mamoon del coche y conducirlo hasta el restaurante, sobre todo porque se paró en seco para mirar incrédulo a Liana mientras ella le informaba por primera vez de que sería todo un detalle por su parte que después «dijese unas palabras».

–¿Un discurso? ¿Aquí?

–Por favor, cariño, algo breve, unas palabras amables para tus queridos amigos. Sólo tienes que poner tu cara de Nelson Mandela. Eso te resulta muy fácil.

Como sospechaba Mamoon –«Oh, Dios mío, esto va a ser como una de esas conferencias de los martes en Charcot»–, no tardó en llegar una sucesión de personajes más o menos decrépitos y desquiciados. Mamoon, sentado cabizbajo en su silla frente a la mesa y con pocas ganas, si no directamente incapaz, de ponerse en pie, iba saludando a la hilera de zombis con la indiferencia de un billonario indio ante sus sirvientes. Una pareja de norteamericanos ricos procedentes de Londres que siempre habían admirado la obra de Mamoon y querían conocer al «gran hombre» también estaban entre los invitados convocados por Liana para aportar «variedad». A pesar de las efusivas loas de la mujer a su último libro, sobre Australia, que describió como un clásico estelar del género de «periodismo personal» sin el exhibicionismo norteamericano, Mamoon no quiso hablar con ellos.

Durante la cena, cuando sus amigos le preguntaron a Mamoon en qué andaba metido ahora y él se encogió de hombros y respondió: «En nada. Ya es demasiado tarde, mi trabajo está ahí, ya está hecho, estoy acabado y sólo me espera la oscuridad eterna», Liana sacó como tema de conversación las calles de doble sentido, las circunvalaciones y el «cinturón verde» de la campiña.

Cuando le preguntaron su opinión al respecto, Mamoon se aclaró la garganta y sentenció con cierto ímpetu: «Os adoro a todos y adoro Inglaterra..., la campiña. La gente, incluso la comida, especialmente cuando es “india”», y acto seguido cerró los ojos.

Liana dio unos golpecitos en su copa para llamar la atención de los invitados; todos miraron reverencialmente a Mamoon, a la espera de que los labios del viejo volvieran a moverse.

Por fin Mamoon abrió los ojos y dijo:

–Vivimos en un país con pasado pero sin futuro. Si soy conservador es porque quiero preservar lo que considero que es el carácter del pasado, de Inglaterra y de los ingleses. Soy un inmigrante, pero Inglaterra es mi hogar. He pasado más tiempo en esta selva de monos, en esta democracia de necios que en ningún otro lugar, y prefiero su atmósfera pueblerina de libertad y juego limpio al de cualquier otro sitio. También he seguido con sumo interés su tragedia y su comedia. Cuando era pequeño, Inglaterra era la nación más poderosa de la tierra y sus líderes eran a un tiempo temidos y admirados. Adoro el cinismo que se desarrolló aquí en la década de los sesenta; el modo en que las figuras políticas, lejos de ser idealizadas como demasiado a menudo sucede en otras partes el mundo, son objeto de mofa y ridiculizadas sin ningún temor.

»Sin embargo, ahora aparentemente a los escritores y artistas no se les permite ofender. No debemos cuestionar, criticar ni insultar a nadie, por miedo a que nos acosen o nos asesinen. Hoy en día un escritor que no lleve guardaespaldas difícilmente puede considerarse como alguien relevante. Una mala crítica es el último de nuestros problemas. Hay que seguirle la corriente a cualquier imbécil convencido de la mayor estupidez, es un derecho humano. El derecho a tomar la palabra siempre es hurtado, siempre es provisional. Me temo que la búsqueda de la verdad prácticamente se ha terminado. A la gente no le interesa; no les ayuda a hacerse ricos.

»Nos alojamos, por parafrasear a György Lukács, en el Gran Hotel del Abismo, que cuenta con todos los servicios e instalaciones: es bonito, bien iluminado, cómodo y el personal es entusiasta. Las vistas son increíbles, porque está construido sobre un acantilado. Y como sus moradores excavan por debajo en busca de petróleo, puede desmoronarse en cualquier momento. Sobrevivimos, en este confortable y liberal enclave en el que la gente lee y habla libremente, durante un tiempo que hemos tomado prestado. Pero para quienes no están dentro..., los desposeídos del mundo, los pobres, los refugiados y los que se han visto obligados a partir hacia el exilio..., la existencia es un erial.

»Esta creciente separación es letal. Nosotros, los moradores del Hotel, somos los afortunados, y no debemos olvidarlo. Incuso yo lo valoro. Jamás volveré a casa. Es aquí donde moriré.

–Espero que no en este restaurante –dijo Liana.

Mamoon continuó:

–La noticia que traigo es que siendo el ser humano el único animal que se odia a sí mismo, el futuro más probable del mundo es la destrucción total. –Alzó su copa–. A vuestra salud, amigos. Por un feliz apocalipsis.

–Feliz apocalipsis –murmuraron los invitados disciplinadamente, alzando sus copas.

–Por la autodestrucción total –brindó Mamoon.

–Por la autodestrucción total –repitieron sus amigos.

–Y por la muerte –añadió Mamoon.

–Por la muerte.

–Por la muerte.

Cantaron el «Cumpleaños feliz». Y después, antes del kufi, uno de los acólitos de Mamoon, un joven indio que a veces trabajaba como documentalista para él, se puso en pie y soltó un discurso elogiando, como haría cualquiera de los presentes, el talento de Mamoon, su humanidad, compasión y comprensión. El investigador también se refirió a Mamoon como un revolucionario y lo comparó con Derrida, Fanon, Orwell, Gógol y Edward Said. Por suerte Mamoon estaba ya incapacitado para cualquier expresión facial; tan sólo mostró cierta confusión y perplejidad mientras le llovían los halagos.

Al caer en la cuenta de que podía ser una buena idea utilizar esta escena de resumen y despedida en su introducción, Harry había estado un rato tomando notas. Cuando acabaron los discursos, salió para tomar el aire y, sentado sobre un muro, añadió alguna información y colorido sobre los invitados. No se limitaría a explicar «los hechos»; quería conseguir un tono más novelesco y personal, presentando al escritor en sus últimos años, inflamado por el éxito y los honores. Al volver dentro, Harry comprobó encantado que a los invitados ya les estaban sirviendo los cafés, aunque a la mayoría de ellos a estas alturas ya se les veía irremediablemente borrachos. Se dirigió a toda prisa a un rincón del restaurante y comprobó su teléfono. ¿Le había llamado Alice?

La echaba de menos, pero no creía que ella lo echase de menos a él ni a nadie. Como era una mujer fría, no le pegaban estos comportamientos. Sin unos padres con tiempo para dedicarle, se había convertido en autosuficiente a edad temprana. Pero como Harry llevaba en esa casa casi cinco semanas y empezaba a pensar que estaba perdiendo los nervios y deprimiéndose por la lentitud con que avanzaba todo, había insistido e incluso le había asegurado de forma irrebatible que si se unía a él en el campo, nadie diría nada pretencioso, incomprensible o incluso inteligente cerca de ella. Con tantas garantías, Alice finalmente había aceptado la invitación. Pero Harry había recibido un mensaje de texto que abrió en ese momento, en el que Alice le decía que no estaba segura de poder ir esa noche. No conocía a los demás invitados y además tenía trabajo. Como siempre, lo mantenía «en suspenso».

–Querido, ayúdame. –Harry notó una mano sobre el hombro y un brazo que le rodeaba la cintura. Liana le susurró–: Tenemos que salir de aquí. Ya estoy harta. Mira.

Harry vio que Mamoon, quien después de su panegírico sobre Inglaterra parecía ensimismado, se había caído de la silla y estaba sentado en el suelo como un niño perplejo. Algunos de los otros invitados se le acercaron tambaleantes y le ayudaron a incorporarse hasta su asiento. Mientras tanto Liana empezó a informar a sus invitados de que le parecía que Mamoon ya se había divertido lo suficiente.

Hizo falta que dos de los empleados del restaurante, con las corbatas desanudadas, ayudasen a Harry a sacar a un Mamoon más o menos inconsciente del restaurante y a meterlo en el asiento trasero del coche. Le quitaron los zapatos, le pusieron un cojín debajo de la cabeza y lo taparon con una manta.

–Si llego a saber que escribir una biografía acabaría siendo algo tan agotador físicamente, me lo habría pensado dos veces antes de aceptar –le comentó Harry a Liana una vez acabado el traslado y después de darles una propina a los dos chicos del restaurante.

–Vámonos –dijo ella–. Larguémonos de aquí, por favor.