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–¿En serio? –inquirió Mamoon–. Por una vez déjame hablar, Liana.
–Adelante –dijo ella.
Mamoon se aclaró la garganta y adoptó la que Liana llamaba su cara de discurso de aceptación del Premio Nobel.
–Estoy en una amplia sala cuyas paredes son, a saber por qué, torneadas y curvas. Estoy allí haciendo mi examen final, pero no me lo he preparado. Permanezco sentado, con la mirada clavada en la página en blanco hasta que el horror de mi fracaso se incrementa y sé que voy a derrumbarme. Me despierto cubierto de sudor y como tú bien sabes, Harry, a veces incluso gritando como un loco. ¿Qué sentido tiene esto, Harry?
–Ya te lo he dicho otras veces, Harry, no tienes por qué ocultar tu don –le dijo Alice, apretándole la mano. Soltó una risita–. Baila, monito, baila.
Ahora todos miraban a Harry, que, dudando sobre si exhibir su don o bailar, balbuceó su nervioso murmullo a lo osito Winnie mientras se secaba el sudor de las manos en los tejanos.
–Es un sueño muy común...
–Sí, pero ¿por qué? –quiso saber Mamoon.
–Porque habla de aquello para lo que no estamos preparados..., el gran examen que hemos aprobado previamente, pero que no tenemos forma de saber si seríamos capaces de aprobarlo de nuevo.
–Gracias, Madame Sosostris –dijo Mamoon–. ¿A qué examen te refieres?
–A la potencia. A la efectividad fálica masculina. Y a si en esta ocasión, a diferencia de todas las veces anteriores, el hombre será capaz de satisfacer a la mujer. O fracasará en su intento. ¿Qué es lo que realmente tiene el hombre..., un falo falible? No me extraña que sude usted. Nuestros sueños siempre van por delante de nosotros –dijo, y continuó–: Amablemente me permitió usted consultar las cartas de su amado padre. Él insistía, repetidamente, en que daría usted prestigio a la familia si triunfaba... en todo. Me sorprendió lo duro que era. Peor que mi propio padre, con su insistencia. –Mamoon lo miraba fijamente. Harry recordó que Rob le había sugerido que una cita, real o inventada, de un autor de la antigüedad siempre sorprendía e impactaba al escritor–. Sabemos que los desdichados cristianos pretenden renunciar al deseo, pero tal como dice lúcidamente el gran Petronio: «¿Cómo puedes ser soldado sin un arma?»
Se produjo un silencio.
–Ya veo –dijo Mamoon.
–Julia, deja de mirar –intervino Liana– y borra esa expresión de tu cara. Continúa con tu trabajo. ¿Por qué te quedas aquí plantada como un pasmarote?
–¿Qué tengo que hacer?
–Nunca he estado más sucia. Lléname la bañera.
–Sí, señora.
–Por cierto, ¿qué haces con ese libro de Mamoon en la mano?
–¿Éste? Lo estoy leyendo, señora.
–¿Me estás leyendo, Julia? –preguntó Mamoon–. ¿En serio?
–Sí..., de hecho releyendo –aclaró ella–. Mi favorito: la historia de los cinco dictadores, dos de África, uno de Oriente Medio, otro de China y el último local, todos enamorados de la chica. Muestra usted la calidad creciente del amor y el hombre que habita dentro del monstruo. Es hermoso, señor. Me hace llorar y reír cada vez que lo leo.
Mamoon se ruborizó.
–Bueno, bueno. Antes leías mucho.
–¿Cuándo..., cuándo leías mucho? –preguntó Liana.
–Cuando era pequeña, y era además un trasto y muy divertida –dijo Mamoon. Extendió el brazo y le pellizcó la mejilla a Julia–. Un encanto..., ¿eh, beta?
–Mamoon me daba libros –contó Julia–. Me ofrecía montones, como una prueba, convencido de que yo jamás me los leería, pero yo me sentaba y me ponía a leerlos, y se lo demostraba.
–En efecto –recordó él.
–¿Qué tipo de libros? –preguntó Liana.
–Umm... Harper Lee, Ruth Rendell, Muriel Spark...
–Grazie a Dio, eres absolutamente ridícula –dijo Liana.
–¡No me critique! –gritó Julia–. No se atreva a decir que soy estúpida. ¿Está diciendo eso, señora?
–Liana no se atrevería a decir eso, beta –intervino Mamoon.
–Está gritando en nuestra casa, Mamoon –se quejó Liana–. ¡Escúchala!
–No pasa nada –dijo él.
–¡No la defiendas!
–No lo estoy haciendo –dijo él sosegadamente.
Julia se sentó a su lado y le comentó:
–Debe ser maravilloso poseer el talento para contar una historia como ésa. Debe usted despertarse cada mañana sintiéndose muy orgulloso.
–Gracias, querida muchacha, estoy orgulloso ahora –dijo Mamoon–. Me despierto en plena noche cubierto de sudor pero aliviado. Me he salido con la mía. Haber sido escritor es fantástico.
–¿Haber sido?
–Sin duda está usted ironizando sobre sí mismo –dijo Harry.
–¿Por qué?
–Un amigo de mi padre, un director de cine de la misma generación que usted, ha incrementado su producción con la edad. Considera necesario seguir produciendo, para honrar el talento con el que ha sido bendecido.
–¿Para qué cojones?
–¿Por qué iba a desear un hombre que su potencia y su trabajo disminuyesen? Después de todo, ¿qué otra forma de dignidad hay? Desde luego no hay ninguna en la impotencia fingida. «Un hombre debe seguir su camino incluso en medio de la ruina», escribe Sófocles en Antígona. Tiziano pintó sus mejores obras pasados los setenta. A los setenta y cuatro, Goethe pidió la mano, como mínimo la mano, de una chica de diecinueve años.
–Resulta inspirador escuchar que hay formas de satisfacción al alcance de alguien como yo. Me gusta, realmente me gusta, ser escritor. ¿Pero el trabajo es suficiente?
Liana había estado observando a Julia, antes de dar un golpe en la mesa.
–¡Cómo te atreves! ¿Por qué sigues sentada como si nada? ¿Has olvidado que trabajas aquí?
–¿Quiere que siga haciendo sitio en el armario de sus zapatos?
–Sí, y no te lleves nada sin pedir permiso. No quiero volver a cruzarme contigo en el pueblo y pillarte llevando mis Marc Jacobs. Te pedí que te los pusieras por casa para darlos de sí, no que te paseases con ellos.
–Disculpe, señora. No volverá a suceder –dijo Julia.
–Y no te olvides de ponerles una piel de naranja por la noche –le recordó Liana. Después, cuando la chica apenas acababa de marcharse, añadió–: Una criada que se cree que forma parte del grupo de Bloomsbury, vaya sandeces que dice esta chica para llamar la atención. Ya es hora de que la sustituyamos por alguna ignorante. Mamoon, imagínate que le da por afiliarse a un sindicato.
–Lo tendría que haber hablado con la señora Thatcher –dijo él.
Después de que Julia se hubiese ido y de que Liana saliese al jardín para buscar a los perros, Mamoon, aferrándose a los brazos de la silla y gruñendo, intentó ponerse en pie.
–Alice, si supieras el esfuerzo que tiene que hacer un artista para mantener el lenguaje cargado de energía y cómo me duele la espalda desde el incidente jugando al tenis, que me deja agarrotado en los peores momentos... Podría haberme quedado medio paralítico para siempre y tu novio tendría que empujar mi silla de ruedas.
–Maestro, ¿por qué no lo ha dicho antes? Yo puedo ayudarle.
–¿Cómo?
–¿Harry no le ha contado que hice un cursillo de masajista?
–¿En serio? Nadie me ha dicho nunca unas palabras más dulces –aseguró Mamoon–. Tu querido Harry es un inútil, ¡sólo pregunta idioteces sobre cosas que pasaron hace cuarenta años!
–Debe de dolerle como a un atleta lesionado.
Él se retorció.
–Querida muchacha, ¿estás segura de que no te dará repelús tocarme?
–De adolescente, trabajé en un geriátrico.
–Perfecto.
–Déjeme buscar un poco de aceite de almendras.
–Mira en el baño de Liana. Date prisa: podemos refugiarnos en mi granero para tener privacidad. Mientras Harry reescribe mi vida, tú puedes realinearme la columna vertebral..., si Harry te da permiso.
Harry dijo que le parecía una idea estupenda. Se llevó a Alice al recibidor y se abrazaron y besaron, apoyados contra la pared.
–Dios mío –susurró Harry–, ¿cómo lo has hecho..., cómo te lo has ganado?
–No lo sé, Harry. Es como me dijiste, correoso, y me estaba acosando y me he sentido acorralada. Todo ha sido muy rápido y yo no podía ni respirar. Pero sabía que tenía que luchar o estaría acabada. Así es como ha sucedido.
–Fiera, si le das un masaje, se tranquilizará y podremos llegar a algún lado.
Alice le besó.
–Lo haré y el resto te lo dejo a ti.
Cuando Harry regresó a la cocina, Mamoon murmuró:
–Gracias por la interpretación de mi sueño.
–Un placer.
–Sin duda –dijo Mamoon–. La adorable campesina, Julia. La que sueña que está desnuda y creo que una vez, si no oí mal, mientras tú jugabas al billar una tarde, te llamó Calzoncillos Efervescentes. Mientras los otros hablan, tú la miras con interés y ojos risueños.
–¿Lo hago?
–¿Por qué será?
–Supongo que porque en Londres nunca ves a blancos trabajando.
–Estoy de acuerdo en que es una visión de lo más grata, y tampoco tan habitual por aquí. Ya dije hace tiempo que la raza blanca estaba acabada, una verdad obvia que causó mucho revuelo entre los periodistas. Los ricos mandarán como siempre, pero son de todos los colores, ahora sobre todo amarillos –dijo, y añadió–: Pero admito que es agradable ver cómo trabaja la gente.
–¿Se siente usted superior?
–En absoluto. Me recuerda mi humilde deber de contribuir, que es por lo que quiero volver a escribir en cuanto me libre de este dolor.
–¿Por qué no ha podido trabajar?
–Puedo más o menos escuchar a Bach –le contó Mamoony a Schubert puedo soportarlo, porque estoy melancólico. Todo lo demás me deprime..., Beethoven y especialmente el hiperalegre Mozart con sus gorgoritos. El otro día, cuando pretendía denigrar a Forster y Orwell, pusiste cara de pasmo. Te sigue gustando que te impresionen. Cuando tenía diez, veinte e incluso treinta años, me encantaba leer, y podía estar absorto en un determinado escritor durante semanas, leyendo toda su obra, todo lo que hubiese publicado. Ahora eso ya no me sucede, y además ya todo ha desaparecido.
–¿Desaparecido?
–Piensa en ellos: Bertrand Russell, A. J. Ayer, D. H. Lawrence, Aldous Huxley, Anthony Powell, Anthony Burgess, William Golding, Henry Green, Graham Greene...
–No, ese Greene no. No..., jamás.
–Bueno, eres osado. Pero el resto..., nadie los lee, son ilegibles, han sido desechados, olvidados, una montaña de palabras que se han disuelto en el mar y que no van a volver. Popeye el Marino tiene más longevidad cultural. Hoy en día sólo las mujeres y los correctores de pruebas leen o escriben. Pero en cambio, en esta época, en cuanto a alguien lo sodomiza un pariente cercano, inmediatamente piensa que puede escribir unas memorias. El juego ha terminado.
–Mamoon, algunos de sus libros perdurarán –le dijo Harry.
–¿Tú crees?
–Probablemente unos cuatro...
–¿Cuatro?
–No, tres grandes obras. La primera novela y un par de relatos largos, que son obras de primera magnitud. Y, probablemente, aquel ensayo de juventud sobre las mujeres en la obra de Ibsen y Strindberg.
–¿Tantos? –dijo Mamoon–. Ya está hecho, ya es demasiado tarde. No debería quejarme. ¿Qué más puedo hacer? ¿Cuántos artistas han producido obras significativas en su vejez?
–Pero, señor, ése era el verdadero sentido de su sueño: el deseo de fracasar.
–¿Por qué?
–Para irritar a su padre, que nunca dejó de presionarle con sus expectativas.
–Sigue.
–Renunciar al trabajo o al amor de las mujeres –explicó Harry– por un equilibrio sin sentido o el retiro es una autotraición destructiva. El modo en que se describe a sí mismo da como resultado un relato más limitado que cualquier cosa que yo pueda contar sobre usted en mi libro. Y mire lo que le sucede a Lear. Permite que otros le humillen, de hecho los anima a hacerlo. Sin duda un hombre puede mantenerse repleto de vitalidad y ánimo si se siente fuerte.
–¿Y eso cómo se consigue?
–Debo decir, señor, que durante el tiempo que he estado aquí, he aprendido algo. Usted me enseñó que es la frustración lo que imposibilita la creatividad. Es al luchar con el material que se tiene entre manos cuando uno se convierte en creativo, incluso en visionario.
Mamoon se sostenía la cabeza con las manos.
–Me provocas vértigo además de dolor de lumbago. Lo único que tengo claro es que debo continuar escribiendo palabras que después serán olvidadas. Eso es lo que quiero; eso es lo que sé hacer. Pero al mismo tiempo, no es suficiente. Tiene que haber algo más.
–¿Y qué es... ese algo más?
–No lo sé. Reflexionaré sobre ello. Esta conversación me ha agotado.
Harry lo ayudó a ponerse en pie. Poco después contempló desde la ventana de la cocina cómo Mamoon, con zapatillas y un batín de rayas, se dirigía impaciente hacia el granero acompañado por Alice. Harry se percató de que cada vez se parecía más al siempre exigente signo de interrogación en el que parecía haberse convertido. Un momento después la puerta del granero se cerraba de un portazo. Era el lugar en el que Liana y todos los demás tenían prohibido entrar. Todo lo que Liana podía ver de Mamoon a través de la ventana era la parte superior de su cabeza, que permanecía en la misma posición a lo largo de todo el día. «El rey está en su sala del tesoro», le gustaba decir a Liana. Si le necesitaba urgentemente, tenía que llamarlo por teléfono, siempre con el temor de que lo dejase sonar hasta que saltase el buzón de voz mientras silbaba un tema de Stéphane Grappelli. El estudio de Mamoon estaba, según Rob, repleto de generosos regalos ofrecidos por poderosos pervertidos, cleptómanos y dementes dictadores asesinos. Se decía que Mamoon jamás se había reunido con un dictador al que no le quisiera besar el culo. Pero Alice era la única persona aparte de Mamoon que, por lo que Harry sabía, había entrado en el estudio desde su llegada a la casa.
Noventa minutos después, cuando oyó ladrar a los perros, Harry volvió a acercarse a la ventana, mientras Julia barría alrededor de sus pies, para observar cómo Mamoon regresaba a la casa feliz y más alto, ahora convertido en un signo de exclamación invertido.
–Esta chica tiene la cabeza de Jean Seberg y las manos de Sviatoslav Richter –jadeó Mamoon–. Con cada caricia suya sentía que me convertía en un genio.
Alice aplaudió.
–¡Le he hecho más creativo!
–Si pudiese volver a tener sesenta y cinco años... –dijo Mamoon–. Harry, eres un hombre con suerte.