Capítulo XXIV

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Capítulo XXIV

Was mich nicht umbringt, macht mich stärker.[30]

NIETZSCHE

Madre no sabía ni entendía nada de «finales», y a Laura no se le ocurrió explicárselo. Estuvo callada y, durante las vacaciones, se aferró a su desgraciado secreto, que no contó a nadie. Nunca había suspendido un examen; gracias a su memoria de papagayo había podido aprobarlos siempre, ligeramente por los pelos. Que en casa nadie sospechara que algo iba mal le pesaba aún más. Y, por si fuera poco, ahora la asediaba un temor nervioso al pensar en el futuro, en el que no veía más que escollos. Si no aprobaba el examen final en verano, no le permitirían presentarse al preparatorio y, si eso llegaba a suceder, se vería en un buen aprieto. A ojos de su madre toda su educación habría sido para nada. Porque madre era una de esas personas que concede una enorme importancia a los premios y a los exámenes, como prueba tangible de que no se ha perdido o malgastado el tiempo. Además, si su hija suspendía, no podría permitirse pagar durante otro año la cuota escolar. El dinero que había ido rascando y atesorando contra viento y marea se estaba agotando; los seis meses siguientes supondrían un sinfín de estrecheces y aprietos. También, de hecho, los gastos de sus hermanos crecían día a día, y sus cuerpecitos y cabecitas reclamaban cada vez mayor atención. A Laura se le abrieron bruscamente los ojos a los apuros de su madre para estirar el dinero mientras su primogénita adquiría sabiduría, pues lo decía, hablaba abiertamente de sus medios y recursos, tal vez con la idea de despertar en ella una gratitud que hasta ese momento estaba dormida.

Si ésa era su intención, no lo consiguió. Laura estaba demasiado absorta en sus propios problemas para dedicarse a un sentimiento tan costoso como es la gratitud; y la franqueza de madre sólo añadía un nuevo peso a su fardo. Parecía que el mundo, todas las cosas, estaban en su contra y, culpable, agobiada y sola, se escondió dentro de su concha. Sobre las cosas del colegio sus labios se sellaron y resistió, como una mártir impenitente, los epítetos de «cerrada» y «falsa» que le valió esa reticencia. Se pasaba el tiempo leyendo sin parar, garabateando para Evelyn cartas que relataban días enteros; sentándose malhumorada en lo alto del abeto, al que se subía desafiando el largo de sus enaguas; deslumbrándose con las puestas de sol y cavilando sobre delicias mortíferas; dando largos, solitarios y vespertinos paseos, de preferencia después de una tormenta, cuando la tierra roja estaba encharcada y surcada por riachuelos de agua, hasta que un día madre, dominada por el vivo temor de que se encontrase con un bandido o con un chino, se impuso y se lo prohibió.

Los enfermos están rara vez de buen humor, y Laura no era una excepción a la regla. Pin, su compañía más habitual, se llevaba la peor parte de su acritud: de ahí que las dos no tardaran en levantarse de nuevo en pie de guerra. Pin no tenía el menor tacto y daba escasa importancia al malhumor de su hermana, a no ser para recordárselo. Por ejemplo, el retraimiento de su hermana y su amor por la soledad eran, en la cabeza de Pin, inclinaciones perversas, y las criticaba con la tranquilidad de quien cuenta con el respaldo de la opinión general. Laura tomaba represalias hablando mal de pequeños rasgos de Pin: un tic nervioso que tenía al aclararse la garganta, o su modo de andar. Tenían grandes peleas. Entre una y otra se había abierto una distancia como la que hay entre los vértices de lo que finalmente será un triángulo, en el que aún no se han dibujado las líneas que los unen.

A veces llegaban incluso a las manos.

—¡Voy a ir a buscar a su madre, eso es lo que voy a hacer! —las amenazó Sarah, alertada por el jaleo de la refriega—. ¡Unas chicas tan mayores! ¡Y pegándose como canguros! Debería darles vergüenza.

—Desde luego, no sé qué os pasa —las riñó madre cuando lograron separar a las contendientes y las llevaron a su presencia en la cocina, donde estaba amasando harina—. Antes no erais así. Pin, deja de hacer ese ruido, que me vas a dejar sorda.

—¡Laura me dio primero! —sollozó Pin—. ¡Siempre empieza ella!

—¡Ya le enseñaré yo a decirme esas cosas!

—Yo lo único que os digo es que —madre, exasperada, se apartó con el dorso de la mano un mechón que le había caído en la frente cubierta de sudor— con lo mayores que sois, os merecéis que os quiten tanta tontería. En cuanto a ti, Laura, si ésta es tu forma de pagar todo el dinero que me he gastado contigo, de veras te digo que ojalá nunca hubieras puesto un pie en ese colegio de Melbourne.

—¡Qué ojos tan bonitos se le ponen cuando las pestañas se le llenan de harina, madre! —dijo Laura, sorprendida por el vivo contraste entre el blanco y el negro.

Se había limitado a exponer el hecho, sin intención de halagar, pues su furia se había apagado tan repentinamente como se había encendido.

—¡Es lo último que me faltaba por oír! —exclamó madre mientas extendía una lámina de masa fina y larga y la volvía con destreza—. No te creas que así me vas a engañar.

En otra ocasión, una vez que le mandaron ir a la sala para saludar a una visita y, según su madre, las había avergonzado a ambas, le dijo:

—Antes tenías buenos modales, finos, pero los de ahora no son mejores que los de una pueblerina. ¡Mira que quedarte ahí como si fueras un palo o una piedra! ¡Como si no supieras abrir la boca!

Madre estaba muy enfadada.

—No tenía ninguna gana de ver a ese espantajo —replicó Laura, que consideraba a los habitantes de Warrenega extremadamente provincianos—. Y ¿qué iba a decir, aparte de sí y no? Sólo me preguntaba cosas de las que no tengo ni idea. Y supongo que no querrá que mienta, ¿verdad?

—Si una hija mía no entiende la diferencia entre ser educada y mentir —dijo madre completamente fuera de sí—, no puedo decir más que… ¡que es una verdadera lástima! —concluyó con escasa convicción, como las personas con mucho genio que empiezan una frase sin tener muy claro cómo la van a terminar—. Antes eras una niña bien educada. No tendría que haber permitido que te fueras de casa.

Este sermón, repetido por madre y coreado por los demás, terminó encendiendo a Laura. Tenía que defender su yo actual aunque fuera a costa de sus virtudes pasadas, lo que daba pie a nuevas discusiones.

Así pues, a pesar de lo que la esperaba en el colegio, cuando llegó el momento de volver no lamentó dejar a su familia, que tan desconsiderada había sido con ella al no sospechar nada.

Viajó a Melbourne uno de esos bonitos días de invierno en los que el sol brilla desde la mañana hasta la noche en un cielo sin nubes, y el indicio principal de la estación es el extraordinario verdor de la hierba. Así volvió al colegio una chica pálida, decidida y larguirucha, llena de resoluciones amargas.

Los primeros días transcurrieron como en un mal sueño. Notó la ausencia de Evelyn con una fuerza agobiante. En todos los rincones donde había estado su amiga se abría un abismo de tristeza, y Evelyn había estado en todas partes. En el gran colegio había ahora un vacío; sólo quedaba el recuerdo, y habitaba en cada recodo. Laura se alojaba en una habitación extraña, con niñas extrañas e indiferentes, y durante una temporada se sintió tan sola como los días insufribles en que fue la pobrecita e inocente novata.

Sus compañeras no eran desagradables con ella intencionadamente —su última extravagancia había sido una locura, no un delito—, y dos o tres sentían incluso lástima al verla tan desconsolada. Pero su apego de idólatra a Evelyn le había procurado los medios para trazar a su alrededor un círculo mágico que mantenía a sus compañeras a distancia. Y, además, el aroma de la excentricidad la seguía persiguiendo. Por otro lado, sus compañeras de clase estaban muy ocupadas estudiando; apenas pensaban o hablaban de nada que no fueran los próximos exámenes. Pasados los primeros días de tristeza, como un perro a un hueso, Laura hincó los codos y los dientes a sus lecciones, con el propósito de comprimir el trabajo de doce meses en menos de seis.

Los días transcurrían en una energía febril, pero por la noche la soledad volvía, más intensa, porque, al menos por unas horas, había sido capaz de olvidarla.

Una de esas noches en que estaba despierta, preocupada por la perspectiva de suspender, empezó a pasar páginas de la Biblia —había estado memorizando su parte semanal— y se puso a leerla, pero no como tarea escolar, sino para sí misma. Cayó por casualidad en el capítulo catorce de san Juan, y aquellas palabras familiares y tan dulces le tocaron el corazón como caricias. Brotaron las lágrimas, no sólo por la belleza de las palabras, sino de pena por sí misma y, antes de cerrar el libro, ya sabía que había encontrado un pozo de consuelo que nunca se iba a agotar.

A pesar de cierta inconsistencia en su forma de expresarla, en lo más profundo de su ser Laura conservaba intacta la suprema fe de la infancia: creía sinceramente en la existencia de un Dios omnisciente, así como en Su poder inagotable para socorrer a voluntad a Sus hijos humanos. Hasta aquel momento realmente no lo había necesitado: a lo sumo había recurrido a Él para que le perdonara sus pecados. Sin embargo, ahora la súbita retirada de una compasión cálida y humana le reveló un nuevo uso de Dios. Había en ella, y a su alrededor, un vacío lacerante; a Él correspondía llenar ese vacío con la opulencia de su amor. Y se consoló de su previa falta de calidez recordándose que quienes tenían más necesidad de Él eran los oprimidos y los desamparados.

En la ebullición de ese intenso fervor religioso que se asentó en ella, buscaba más a Jesús que a Dios padre. De este último tenía grabada una imagen miguelangelesca: la de un hombre viejo, muy viejo, con una cascada de barba gris, sentado a la turca, mesándose la barba con una mano mientras la otra reposaba despreocupadamente en las rodillas. Jesús, por el contrario, era un hombre joven de rostro amable, cargado de tierna solicitud.

Ofreció a este Dios más tierno y más joven largas y encendidas oraciones que podían rivalizar en devoción unas con otras. No tardó en tener la sensación de que Él la llevaba de la mano, en creerse su favorita y verse descansando en su seno y, a medida que pasaban los días, su ardor crecía tanto que no podía seguir consumiendo el humo de su propio fuego: se propagó a los actos de su vida diaria… para renovada consternación de sus compañeras de colegio. ¿Era posible, se preguntaban, que Laura Rambotham hiciera algo alguna vez con decoro y como una dama? ¿Tenía que asombrarlas a cada paso que daba? Tanto fervor no era respetable. Para sus compañeras, la religión tenía que practicarse con recato, llevarse como un adorno indispensable, pero íntimo. Y ella cometía la tremenda falta de gusto de exhibir su fervor como exhibía sus vestidos.

Laura, cuyos pensamientos ya sólo se alzaban al cielo, no bajó la mirada lo suficiente para reparar en el disgusto que se traslucía en los ojos de sus camaradas. Cuanto más se arrojaba en brazos de la divinidad, más indiferentes le resultaban las personas y las cosas de este mundo.

Las semanas pasaron. Sus sentimientos, al principio una feliz convicción de que Dios es amor y de que ella estaba en Dios, dejaron de ser totalmente pasivos. De este modo, la satisfacción inicial por su supuesta determinación se vio pronto desplazada por un aire de superioridad al contemplar su devoción incansable. Y una noche en que la elocuencia de sus plegarias le empañó los ojos… una noche la inspiración desapareció. Llevaba semanas adorando fielmente a Dios sin pedirle a cambio ni la cabeza de un alfiler; se había entregado libremente, y todo lo suyo era para Él. Había llegado, sin duda, el momento en que podía aspirar a ser recompensada; a Él correspondía ahora demostrar que había apreciado su homenaje. ¡A Él le sería tan fácil ayudarla si quisiera…! ¡Si Él quisiera!

Apretando los dedos contra las órbitas de los ojos hasta alcanzar esa ceguera salpicada de estrellas que induce el éxtasis, se postraba ante el reclinatorio sin dejar, en ese trance, de buscar la reconciliación con el Todopoderoso insistiendo en su propia e insuperable indignidad.

—¡Oh, Señor Jesús! ¡Apiádate de mí, miserable pecadora! ¡Cristo bendito, humilde imploro tu perdón! Porque he sido débil, Señor, y he olvidado servir tu santo nombre. Mi pensamiento errante se ha descarriado como… como la oveja perdida. Pero nunca he dejado de amarte, oh Jesucristo, en ningún momento, mi corazón parecía lleno, capaz de albergar… No, no quería decir eso… Pero no siempre ha sido así, no siempre he alzado mis preces hacia ti para que me guíes. Ahora, en cambio, amado Jesús, si quisieras concederme mi súplica, nunca te olvidaría ni volvería a levantarme en falso. Te amaré y te respetaré todos los días de mi vida hasta que la muerte nos… Quiero decir, Jesús, que sólo tienes que hacer que apruebe, Señor, y que no habrá nada que deje de hacer a cambio. Oh, Jesucristo amado, hijo de María, escucha mis plegarias y yo te veneraré y te adoraré y nunca te olvidaré, ni olvidaré que has muerto para salvarme. Concédeme este ruego, Señor, por el amor de Dios. Amén.

A esto se reducía: Laura estableció un pacto con Dios según el cual, si Él la ayudaba a superar su situación actual, ella le garantizaba una constante e inquebrantable lealtad.

Una vez que esta idea echó raíces, luchó con Él a brazo partido noche tras noche, llenando de peticiones sus oídos, siempre de rodillas, y con tal falta de moderación que al cabo de un tiempo sus compañeras de dormitorio, medio dormidas, manifestaron abiertamente su impaciencia:

—¡Laura, déjalo ya! —le dijo su vecina de cama cuando empezó a tener la impresión de que la suplicante nunca volvería a ponerse en pie—. Déjate algo para pedirle mañana.

Pero Laura, que sabía muy bien que Dios nuestro Señor es un Dios vigilante, tenía mucho cuidado de no escatimar palabras, ni de evitar la menor ceremonia, para que le mostrara, convencido, Su favor. Sus oraciones de saludo y despedida al entrar y salir de la iglesia eran más elaboradas que las de nadie, y no se saltaba ni una sola invocación en las letanías con sus hipnóticas repeticiones; y no sólo se santiguaba en el momento que lo requería el Credo, sino también en su fuero interno con cada mención del nombre de Cristo.

Mientras tanto, naturalmente, estudiaba con incansable celo, porque tampoco tenía la menor intención de dejar en las divinas manos toda la responsabilidad de sus progresos. Trabajó en exceso, y en una ocasión tuvo un perturbador lapsus de memoria.

Por fin, la primavera terminó y llegó el verano, y con él la semana decisiva de la que dependía su futuro. Ahora, sin embargo, estaba sola con sus temores. Hasta las estudiantes más seguras del curso tenían un brillo acerado en los ojos, y los labios estaban tensos. Se decía que los exámenes del señor Pughson eran muchísimo más difíciles que el examen externo, y que si superabas esa prueba estabas salvada.

Había que aprobar obligatoriamente seis asignaturas, y quienes apuntaban más alto cogían hasta nueve. Laura fue de estas últimas, con ocho y, dado que no podía confiar en las dos matemáticas de rigor, no podía permitirse fallar en ninguna de las otras.

Al principio, con la salvedad de los números, las cosas no se le dieron nada mal. Hasta que llegó el último día, y con él el examen de historia. Laura siempre había sido un as en historia, pero ahora tenía el cerebro hecho un lío y la memoria sobrecargada después de haberse tenido que empollar en unos meses la Historia de los ingleses, de Green, además de una buena dosis de Grecia y Roma. Corría la voz de que las preguntas del señor Pughson eran de naturaleza extraordinariamente tramposa; y la plegaria de Laura, en la víspera del examen, pareció más una amenaza que una súplica. Aquella importante mañana, las alumnas acababan de entrar en el aula del director y habían empezado a elegir sus pupitres cuando llegaron órdenes de que Laura acudiera a una clase de música. Algo así no podía ni plantearse, y el señor Pughson despidió inmediatamente a la intrusa mensajera, una pequeña pelirroja que se sonrojó miserable e indecorosamente antes de retirarse. No obstante, en ese momento Laura se levantó y declaró que, dadas las circunstancias, debían una explicación a monsieur Boehmer, el maestro de música, puesto que la lección de aquel día era de hecho un ensayo para el concierto anual.

El señor Pughson apartó del escritorio sus ojos ribeteados de rojo; puso una cara que daba miedo.

—Tch, tch, tch —chasqueó con ese genuino estilo irlandés al que debía que le temieran y adoraran—. ¡Qué femenino es esto! ¡Tocar en conciertos cuando no se es capaz de sumar dos y dos! Su examen de matemáticas sería bueno para Punch,[31] señorita Rambotham.

La sonrisa que iba buscando recorrió el aula.

—¿Ha visto usted las preguntas? ¿No? Bien, démelas. Me figuro que tendrá que ir, o de lo contrario privará al concierto de su luz deslumbrante. Deprisa, baje, ahora. ¡Vamos, muévase!

Pero eso era algo que Laura no tenía intención de hacer así. Al coger la hoja impresa, captó al vuelo la última pregunta, la más importante: «Describa y explique la política exterior de Oliver Cromwell». Y ¡no la sabía! Alargó cuanto pudo su entrevista con el maestro de música, hizo preguntas que se desviaban del tema, insistió sin prisas hasta que él fijó otra hora para el ensayo que se había pospuesto, y, mientras andaba, mientras hablaba y mientras escuchaba el ridículo inglés de monsieur Boehmer, se esforzó en vano en recordar una palabra, una minucia sobre las relaciones de Oliver con las potencias extranjeras. ¡Qué no habría dado por echar un vistazo rápido a la página de Green! Porque, en cuanto tuviera la pista, estaba convencida de que sabría continuar.

El comedor estaba vacío cuando lo cruzó para volver al aula; el libro de historia, desde su sitio en la estantería, le pareció tentador. Pero no se atrevió a acercarse, cogerlo y buscar el tema; era demasiado arriesgado. Lo que sí hizo, en cambio, fue, cuando ya casi había llegado a la puerta, retroceder un poco, sacar una sinopsis —un libro más fino, de tamaño mediano— y metérselo torpe y rápidamente en el corpiño del vestido. Cuando se marcaba a los lados de su delantal parecía toda ella un tablero, pero lo disimuló encogiendo los hombros.

Su brillante plan consistía en meterse en el baño, echar una rápida ojeada a la dichosa política de Cromwell y, a continuación, esconder el libro en alguna parte hasta que terminara el examen. Pero al salir del comedor chocó prácticamente con la secretaria, que venía de la veranda sin hacer ruido. Tanto la abrumó pensar en el peligro que corría, y tanto sorprendió a la señorita Blount la indulgencia del señor Pughson, que, sin mediar palabra, decidió acompañar a Laura al aula del examen.

Las chicas estaban dale que te pego y apenas apartaron los ojos del papel cuando abrió la puerta. Podía saber, por la mirada de sus amigas, cómo les estaba yendo. Cupid, por ejemplo, sonreía de ese modo tan peculiar que revela satisfacción; las mejillas de M. P. eran del color de las rosas de mayo. Poco después, Laura, encogiéndose para tapar su deformidad, estaba trabajando con las demás.

¡Ojalá Oliver Cromwell nunca hubiera nacido! Eso fue lo que pensó cuando terminó la parte más fácil del examen. ¿Por qué no le podían haber caído preguntas sobre la expedición de Burke y Wills, la insurrección de la Eureka Stockade, o los viajes del capitán Cook? Algo sobre su propio país, que hubiera oído miles de veces y que le interesara de verdad. O algo grande y llamativo, como la expedición de los Cien Mil o la marcha de Aníbal por los Alpes. ¡A quién le importaban Cromwell, su cabeza decapitada, y su desprecio por la corona! ¿Qué le importaba a nadie cuál había sido su posición, más de doscientos años atrás, ante todos esos países lejanos, de ensueño…? Desesperadamente, se apretó los ojos con la mano. Se sabía todas y cada una de las páginas en las que se explicaban las relaciones exteriores de Cromwell; sabía dónde empezaba el párrafo, cerca del pie de página. Pero no conseguía acordarse de la primera frase, la que podía poner en marcha su memoria mecánica.

Las dos horas se iban acercando a su fin. Una media hora antes, las candidatas menos preparadas empezaron a levantarse, a entregar sus exámenes y a salir del aula; pero las mejores no dejaron de escribir hasta las doce menos diez. A Laura le habían concedido veinte minutos más, y en ellos tenía depositadas sus esperanzas. Por fin, se quedó sola con el profesor. Pero, por más que ya se hubiera sumergido en las hojas del examen, no estaba a salvo. Se había abierto dos botones e iba por el tercero cuando él la miró, tan inesperadamente que se asustó irracionalmente, y se abrochó el vestido tan deprisa como pudo. Había perdido tres o cuatro preciosos minutos.

En aquel momento, se abrió la puerta y el señor Strachey entró en el aula. El señor Pughson parpadeó al apartar la vista de su taco de papeles, se levantó, y los dos empezaron a hablar en voz baja. Entonces, con una mirada a Laura, se dirigieron los dos a la puerta, que el señor Pughson sujetó a su espalda, y se quedaron justo en el umbral. A medida que la conversación avanzaba, el profesor iba dejando que la puerta se cerrase.

Laura podía verles sin que la vieran. Poco después, se movieron con sigilo hacia la veranda, en dirección al despacho.

¡Era el momento! Con las manos paralizadas, se desabrochó el corpiño, cogió el libro y forzó sus ojos nublados a buscar la página y recorrerla. Le bastó una ojeada rápida: cinco o seis nombres que recordar, unas pocas fechas. Cerró el libro, se lo volvió a meter debajo del corpiño y lo apretó contra su seno.

Justo a tiempo. El profesor ya volvía, dándose prisa. Ella tenía aún tres botones sin abrochar, pero la cabeza inclinada sobre el pupitre. Aunque el corazón le latía desbocado, la pluma corría como el rayo y, para cuando le dieron orden de terminar, había escrito la cantidad de hojas exigida.

Una vez que se deshizo diestramente del libro, participó —pálida y distraída— en las animadas discusiones técnicas que siguieron: ahí todas las candidatas se extendieron sobre sus méritos, o falta de ellos, tan prolijamente como un jugador de cartas al final de una partida. En cuando vio la ocasión de escapar dijo que le dolía la cabeza, subió a su cuarto y se echó en la cama cuan larga era. Lo había superado, pero ¡a qué precio! Todo le dolía. Hasta los huesos parecían hacerle daño.

Hasta que no descansó convenientemente y se aseguró de que todos los peligros asociados al incidente habían pasado, no se paró a pensar en el papel de Dios en todo lo ocurrido. Y no podía sino admitir que había sido un papel más bien lamentable. En un primer momento, su límpida fe estaba tan afectada que se resistía a creer que Él la hubiera ayudado de algún modo: de haberlo hecho, habría sido indeciblemente mezquino. Pero, poco a poco, fue profundizando y, al final, llegó a la conclusión de que Dios le había dado la opción de obrar así dejándola a ella decidir; luego se había retirado para ver qué hacía, sin molestarse siquiera en mover una pestaña para influir en su decisión. De hecho, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Dios le había tendido una especie de trampa para volver a llevarla al pecado y prolongar su dependencia de Él una vez pasada su acuciante necesidad. Si eso era cierto, si eso era lo que había hecho Él, entonces es que debía gustarle que las personas siguieran siendo desgraciadas pecadoras, para tenerlas siempre arrastrándose a sus pies. Con esta visión del caso, su ingenua mente juvenil retrocedió, consternada. No podía seguir amando y adorando a un Dios capaz de semejante doble juego, que podía comportarse de esa forma tan ruin, tan judía. Tampoco iba a olvidar nunca que Él la había obligado a padecer la tortura de todo aquel día.

Echada en la cama, luchó contra estos pensamientos. Un profundo resentimiento fue la conclusión. Fuera cual fuese el objetivo perseguido por Dios, se había expresado del modo más despiadado: Él, que tenía a su disposición otras mil maneras más agradables de ayudarla, había llevado al límite a una pobre niña infeliz, cuyos ruegos, por otra parte, no se debían a fines exclusivamente egoístas. Lo que había implorado era para madre casi más que para sí misma; la mitad de sus oraciones eran para evitar a madre —cuya felicidad dependía de cosas como los exámenes— una amarga decepción. Eso, al menos, Dios lo había hecho —daría a Dios lo que es de Dios—, pero a expensas de su amor propio. Desde luego, Dios debía tener un corazón frío y calculador… si es que alguien era capaz de llegar hasta él. Los cuentos sobre su clemencia y su compasión, de los que hablaba la Biblia, no podían interpretarse literalmente. Si se pensaba despacio en ellos, aparte de en la Biblia, ¿acaso se había molestado Dios en bajar de su trono de juez para intervenir amorosa y amablemente en alguna parte? Ella había cometido un error absurdo: se había tomado las promesas realizadas a través de su Hijo como si fueran verdades del Evangelio; había creído a pies juntillas lo que decía Dios de recompensar a quienes le son fieles. Sus compañeras, las mismas a las que había mirado por encima del hombro desde las cumbres de su fervor, eran más juiciosas que ella. No se habían rebajado ante Él ni le habían jurado devoción de por vida; pero tampoco le habían pedido nada que no mereciera de Él la mayor aprobación. Habían satisfecho su conciencia rindiéndole homenaje de boquilla, confesando sus pecados y suplicando un perdón impreciso y remoto al que daban una enorme importancia. Por eso nunca habían tenido un encarnizado conflicto con Él. Ella tampoco iba a volver a tenerlo, nunca más. A partir de ahora iba a rivalizar con sus compañeras en tibieza. No obstante, antes de llevar esta resolución a la práctica, tenía que esperar a que su indignación se enfriara: sólo entonces le sería posible recomponer los pedazos de su fe y volver a la práctica religiosa a la manera facilona y superficial de sus amigas. Aquella noche no rezó, y tampoco lo hizo muchas de las que siguieron; y cuando, en la iglesia, se pronunciaba el nombre de Cristo, alzaba la cabeza y cerraba los ojos y los oídos de su alma.