Capítulo XVII
Capítulo XVII
Ohnmacht zur Lüge ist lange noch nicht Liebe zur Wahrheit… Wer nicht lügen kann, weiss nicht, was Wahrheit ist.[17]
NIETZSCHE
Toda una pantomima de sonrisas cómplices y gestos curiosos le dio la bienvenida cuando, tras sacudirse las migas del bizcocho que le quedaban en los labios, entró en su clase. Laura tuvo algunas dudas en lo que dura un abrir y cerrar de ojos, porque no estaba preparada. Pero entonces, igual que un actor cómico es incapaz de desairar los gustos del público, Laura cedió a su sed de acontecimientos jugosos e hizo lo que se esperaba de ella: dio unas palmaditas, se llevó las manos al corazón y alzó los ojos al cielo. La curiosidad y las expectativas llegaron al punto máximo cuando, negando trágicamente con la cabeza, dejó entender que ningún gesto podría transmitir lo que había vivido desde la última vez que vio a sus amigas.
Estaba en el meollo de ese mensaje cuando, desgraciadamente, el señor Pughson la sorprendió y, tras dedicarle una de sus mofas lacerantes, la sacó a la pizarra para que se las viera con la séptima proposición.[18]
Lo que quedaba de mañana fue una lucha contra asignaturas a las que no había echado un vistazo desde el viernes por la noche. Laura rara vez preveía los acontecimientos dedicándose a pensar en ellos: prefería dejarlos en manos de la inspiración del momento.
En cuanto terminaron las clases de la mañana, la llevaron en volandas y a toda prisa hasta un rincón apartado del jardín. Allí la rodearon cuatro amigas, decididas a sacarle sus aventuras hasta el último detalle.
Estaba en un buen aprieto. ¿Decía la verdad sin tapujos?, ¿confesaba los hechos prosaicos? Habría podido hacerlo con destreza, porque había vuelto a dar buen empleo a esos ojos suyos «muy poco amables» que tanto deploraba su madre y era capaz de ver a través de su público con una perspicacia poco común en niñas de su edad. Había visto a un hombre que trabajaba mucho y se alimentaba poco, quisquilloso como una mujer, y que tenía esclavizadas a dos débiles damas que le adoraban. Sabía perfectamente que en lo sucesivo, cada vez que pensara en el señor Robby, lo recordaría ahorrando y rascando, con la vista puesta, como un halcón, en un impreciso obispado. De sus cálidos sentimientos por él, fueran reales o figurados, ya no quedaba ni un ápice. Aquel primer roce con la realidad los había hundido, como una gota de agua fría hunde los posos que flotan en una cafetera… Pero, si confesaba eso, y que, quitando un puñado de monosílabos, su único intercambio de palabras había sido una frase de Virgilio y, más humillante todavía, que su mujer y su hermana le habían gustado más que él, si eso saliera a la luz, tendría que renunciar a todas y cada una de las moneditas de prestigio acumuladas y a las que aún le quedaban por acumular. Enfrentada a la posibilidad de despedirse del apoyo recibido, reconoció lo mucho que había construido sobre él.
Estos pensamientos la atravesaron como una centella mientras miraba los cuatro rostros rapaces que la habían arrinconado. Tilly era uno de ellos; tenía esa leve sonrisa burlona que Laura conocía tan bien desde su torpe aproximación a Bob. Tenía que matar esa sonrisa aunque para conseguirlo también ella tuviera que morir.
Con todo, debía ser cauta, precavida en los pasos que iba a dar. De hecho, no tenía ni la menor idea de por dónde empezar.
Entretanto, los gritos de impaciencia zumbaban a su alrededor.
—No nos lo quiere contar.
—¡Maldito bruto!
—No me extrañaría que fuera demasiado asqueroso.
—Ya os dije que era de los malos.
—Seguro que no hay nada que contar —dijo Tilly con arrogancia, levantando la nariz.
—Sí, sí que lo hay —se lanzó Laura, que se puso instantáneamente a la defensiva y sonrojándose en cuanto lo dijo.
—¡Miradla! ¡Se ha puesto toda roja!
—Y después de haberlo prometido, ¡la muy cobarde!
—No soy ninguna cobarde. Voy a contarlo. Pero es que estáis todas a punto de estallar.
—¡Vamos, suéltalo ya, tortuga!
—Bueno, chicas —empezó con el mejor de los ánimos, aunque respirando con cierta dificultad—. Pero oídme, no debe salir de aquí ni una palabra de lo que voy a contaros. Es un secreto absoluto, y si os vais de la lengua…
—¡Que Dios me ayude!
—¡Ananías y Safira![19]
—¡Vamos! ¡Empieza!
—Bueno, pues veréis… Es el más… Ay, no sé cómo decirlo… el más…
—Maravilloso, supongo, ¿no?
—Maravilloso, totalmente maravilloso, y…
—Y ¿qué ha hecho?
—Y ¿qué pasa con esa vieja caricatura de mujer que tiene?
—¿Ella? Pues… —y se concentró desesperadamente en los detalles que no debía decir—. Pues es una vieja… una vieja gruñona. Y le saca veinte años.
—¿Por qué se habrá casado con ella?
—Supongo que estará harto de estar atado a una mujer así, que parece una vieja aborigen.
—¡Y tanto! Es muy desgraciado. Ahora no entiende cómo pudieron convencerle para casarse con ella. La desprecia.
—Pero ¿por qué se casó?
Laura miró a un lado y a otro con aire misterioso y bajó la voz:
—Pues, veréis, resulta que ella tenía muchísimo dinero, y él no tenía nada. Era muy pobre. Y ella le pagó la carrera de clérigo.
—¡Venga ya! ¿Tan pobre era?
—Como las ratas. —Y, viendo que los cuatro rostros empezaban a perder interés, se apresuró a añadir—: Pero procede de una familia de lo más distinguido. El padre del señor Shepherd era un lord, o un barón, o algo de eso, pero se casó en contra de la voluntad de su padre con una chica muy guapa que no tenía ni un penique, y le desheredaron.
—¡Caramba!
—Pero ¡lo del padre da igual!
—Sí. Bueno, pues él ahora se siente terriblemente en deuda con ella y tal, ya os podéis imaginar.
—Y seguro que ella no deja de recordárselo. Lo que quiere es un hijo.
—Siempre está echándoselo en cara.
—¡Es una arpía!
—Él haría lo que fuera para deshacerse de ella, pero… chicas, esto es secreto absoluto, tenéis que jurar no decírselo a nadie.
Los gestos de confianza se prodigaron sobre ella.
—Pues bien: un día llegará a obispo. Se lo han prometido.
—¡Santo cielo!
—Y me figuro que, por ese motivo, no se puede divorciar, ¿verdad?
—Claro. Tiene que llevarla consigo, como una piedra de molino colgada del cuello.
—Y ¿él ha caído en la cuenta de que te mueres por él?
La esquiva sonrisa de Laura apuntaba muchas cosas.
—Yo diría que sí. Desde el primer día, en la iglesia. Dijo que… Pero no me gusta contaros lo que me dijo.
—¡Tienes que hacerlo!
—No. Me vais a decir que soy una engreída.
—No, no, descuida. ¡Suéltalo!
—Bueno, pues me dijo que me vio en cuanto se subió al púlpito, y que se preguntaba quién sería esa chica de ojos como endrinas y piel como… como nata.
—¡Madre mía, no se anduvo por las ramas!
—¿Y estuviste a solas con él a menudo?
—Sí, y si me hubiera conocido antes de casarse… pero no, ya no puedo deciros nada más.
—¡No, no seas tonta!
—No, no puedo. Bueno, lo diré en un susurro… pero sólo a Maria —e, inclinándose, Laura acercó sus labios al oído de Maria.
No sabría decir por qué tuvo esa ocurrencia; el detalle que le dio no se diferenciaba sustancialmente de los que había dado antes. Pero para entonces había agotado sus recursos.
En ese momento, por suerte para Laura, sonó la campana del almuerzo, y las chicas tuvieron que poner pies en polvorosa para coger sus libros antes de la bendición. Durante la comida, desde sus sitios dispersos, intercambiaron miradas de entendimiento, y tenían las mejillas encendidas.
Por la tarde Laura tuvo que demostrar nuevamente su valía. Su compañera en el paseo diario fue Kate Horner, una de las cuatro, y no perdió la ocasión de sonsacar nuevos detalles.
Tras un comienzo con momentos incómodos que bien podrían haber terminado en fiasco, Laura dejó de inquietarse por su historia. Es más: una vez dado el paso, era asombroso lo fácil que le resultaba inventarse cosas sobre los Shepherd; lo difícil era saber dónde parar. Los detalles ficticios acudían raudos y veloces; tenía como un cajón de sastre en el que sólo había que alargar la mano para sacar lo necesario. Era más fácil que la tabla del cinco, y no requería aprendizaje. Pero tampoco remoloneaba: pulía sus cuentos chinos para acercarlos cada vez más al ámbito de lo probable y, gracias a su excelente memoria, nunca se contradecía ni tenía deslices, y siempre era capaz de volver a empezar desde el principio.
No tardó en vencer el escepticismo que había podido asomar inicialmente en el rostro de sus oyentes. Porque, por más que aquellas jovencitas coloniales fueran groseramente realistas, su apetito romántico era tan insaciable como el del más empedernido lector de novelas. Aplaudían las historias de amor en cualquiera de sus formas y se las tragaban sin espíritu crítico, pero no permitían que eso alterase su conducta diaria, igual que un lector de novelas se olvida de la mentira y la irrealidad en cuanto suelta el libro. Otro motivo de peso era que su cerebro, más lento, no concebía la posibilidad de mentir de una forma tan sumamente detallada como el de Laura. Tanta elaboración le daba veracidad.
Los días fueron pasando, y a Laura se le ocurrieron felicísimas ideas. Lo raro es que venían sin haberlas convocado; caían sobre ella como las naranjas en el turbante de Aladino. Ella sólo tenía que encajarlas en su debido sitio.
Al principio, en su relato predominaban las desavenencias en el hogar del señor Shepherd, y ella se reservaba un papel menor. Pero lo que más saboreaba su público era la historia de amor, por lo que, atendiendo a sus gustos, como es obligación de todo narrador, Laura desarrolló esa parte en detrimento de la otra. Cuanto más oían las chicas, más querían oír. No tardó en convertir a la señorita Isabella en su firme aliada dentro de la disensión que había introducido en casa del clérigo, y un día llegó a inventarse un beso, robado en la sacristía tras la misa de la tarde, mientras el señor Shepherd se quitaba la sobrepelliz. El rompecabezas fue colarse en la sacristía, pero una vez lo consiguió vio lo que seguía a continuación como si realmente hubiera pasado. Vio cómo el señor Shepherd le pasaba el brazo por la cintura tímida y rápidamente, y vio su propio recato virtuoso; vio a Maisie e Isabella esperando como corderos, en el banco de la iglesia, hasta que la pareja tuviera a bien salir, y vio la silueta del sacristán moviéndose por la iglesia en penumbra mientras iba encendiendo las luces, de una en una.
Pero el éxito de este incidente se volvió contra ella, porque su inventiva era tan temeraria que Maria, en el fondo tan mojigata como las demás pese a su atrevimiento de palabra, se empezó a preocupar.
—No vas a volver a ir a esa casa, chavalita. Si vuelves, se lo soplaré a la Gurley.
Laura fue corriendo a vestirse para el té, y subió las escaleras de dos en dos. Al llegar al rellano, al lado de los grandes cestos de ropa, se topó con Chinky, que bajaba muy peripuesta.
—¡Anda, qué sorpresa! —la saludó Laura, que estaba de muy buen humor—. ¿A qué viene esa cara tan larga?
—No sé. ¿Por qué no hablas conmigo últimamente, Laura? ¿Te acuerdas de lo del anillo? ¿No se te ha olvidado?
—No, claro que no. ¿Cuándo me lo vas a dar? No acaba de aparecer —le brillaban los ojos, porque ya imaginaba un nuevo eslabón en su cadena—. ¿Va a ser pronto? ¿Ahora?
Chinky asintió misteriosamente.
—Dentro de poco. ¿Y tú prometes fielmente no quitártelo nunca?
—Pero tiene que ser muy bonito… y con una piedra roja. Y otra cosa, Chink, nadie se tiene que enterar de que me lo has dado tú.
—De acuerdo, lo prometo. Eres un encanto por decir que te lo vas a poner —y, pasando el brazo por los hombros de Laura, le dio un cálido beso.
Eso era más de lo que Laura esperaba, así que se soltó bruscamente.
—¡No hagas eso! Acuérdate, una piedra roja, y para el anular de la mano izquierda.
—Sí. Y, Laura, he pensado en grabar algo dentro… Semper eadem,[20] ¿te gusta?
—No está mal. ¡Mira, por ahí viene la señorita Day! —y, dejando a Chinky, se fue corriendo por el pasillo hacia su dormitorio.