Capítulo X
Capítulo X
Laura aprendió la lección y empezó a modelarse más y más como las personas que la rodeaban; se dio cuenta de que salirse del molde es un pecado imperdonable.
En agosto, tras las vacaciones de invierno, pasó a segundo curso y empezó a estudiar latín. Como recompensa, madre le permitió bajar el largo de los vestidos dos centímetros y medio por debajo de la rodilla. Se convirtió en una alumna rápida y acomodaticia, con la memoria de un lorito, y al final del curso escolar hizo las delicias de su madre con un par de cuadernos muy dorados, aunque carentes de interés en su contenido.
En aquellas primeras vacaciones en casa estremeció a sus hermanos contándoles historias de los grandes acontecimientos que sucedían en el colegio. Ninguna de sus compañeras de clase habría podido reconocer en aquellas exageraciones sin cuento a la infortunada tontorrona de los primeros días.
A su regreso, su círculo de amistades se amplió. A la mañana siguiente de su llegada, al entrar en el comedor se encontró con una alumna nueva plantada delante de la chimenea, tímida e incómoda. Era la hija de un terrateniente millonario que se apellidaba Macnamara, y las noticias sobre su riqueza la habían precedido. Con todo, ahí tenía que vérselas ahora, sola e infeliz, objeto de todas las miradas. Cabría suponer que Laura sintiera algo de simpatía por ella, puesto que no hacía mucho que había pasado por ese mismo aprieto, pero no era su estilo. Se alegró con brutalidad de que aquella niña, que le debía sacar alrededor de un año y era de una clase social superior, tuviera que pasar el mismo suplicio. Mirándola atenta y despiadadamente, exageró su aire de chica mayor que se las sabe todas, y se aplicó tanto en demostrarlo que terminó haciéndose merecedora de un rapapolvo de la señorita Snodgrass.
Pusieron a Tilly Macnamara en la clase de Laura, y no tardaron en hacerse buenas amigas.
Tilly era una niña bajita y rechoncha de dientes blancos, manos más bien masculinas y los ojos gris azulado que predominan en Australia. Por lo general vestía de seda, y nunca se ponía delantal para proteger la delantera del vestido. También, como era de esperar, la reserva de dinero de sus bolsillos no tenía fondo. Si se hacía una colecta, ella daba diez chelines donde las demás daban uno, y cuando los sábados salían de permiso gastaba pródigamente medias coronas cuando a Laura le habría preocupado soltar unos peniques.
Para esta última, con su magra paga, que tenía que estirar mucho tiempo porque no iban a llegar otras, era difícil moverse con elegancia entre compañeras que ignoraban, todas ellas, lo que significa ser realmente pobre. De este modo, sufría muchas humillaciones triviales, y tenía que recurrir a mil menudos subterfugios para que no se entreviera lo miserable que era su asignación.
Pero la cuestión del dinero, al fin y al cabo, era una menudencia comparada con la cuestión infinitamente más importante de la vestimenta.
En ese aspecto, los problemas de Laura eran muchos. No era sólo que también ahí tenía que ser una proscrita por culpa de las estrecheces que pasaba madre; eso lo habría sobrellevado con facilidad porque, como les pasa a muchas niñas, la ropa fina le era indiferente. Le habría bastado con tener un par de vestidos nuevos al año con los que ir limpia y no hacerse notar; con eso habría estado más que satisfecha. Pero Laura, desde que era pequeña —y Pin también— había lamentado que los niños no puedan ir por ahí vestidos como sacos, compasivamente indistinguibles unos de otros. Ellas eran hijas de una madre imaginativa que, frustrada en otros ámbitos, había volcado su imaginación en la vestimenta de sus hijas. A lo largo de su corta vida, Laura había sufrido un estilo de vestido pintoresco y casero, y se resentía —con una violencia que su madre ni se podía figurar— de esta utilización de su joven cuerpo como perchero de ropajes fantasiosos. Cuando cumplió diez años la consideraron, a Dios gracias, demasiado mayor para las singulares hechuras que aún hacían refunfuñar a Pin, pero todavía se podía culpar a madre del colorido, terreno en el que parecía más desmedida de año en año. Ella siempre llevaba los más sobrios negros y marrones, pero le gustaba ver a sus polluelos tan alegres como aves del paraíso iluminando un mundo parduzco, y, cuando a madre le gustaba algo, no era dada a consultar antes los deseos de los más pequeños. Había momentos espantosos como cuando iba, por ejemplo a Melbourne, y compraba a precio de ganga un rollo entero de tela de un color imposible, que había que gastar hasta el último centímetro, o cuando en un viejo baúl se topaba con un traje antiguo que se podía cortar y adaptar a una nueva forma: un chal de Paisley, un vestido de baile colorado o incluso un par de cortinas de reps verde.
Así pues, al llegar a casa, para Laura fue un golpe terrible encontrarse con que madre ya le había comprado su vestido de primavera. En cierto sentido, todo estaba bien: lo había hecho la modista local, y por tanto no tenía ese corte de hecho en casa que tanto detestaba… pero ¡qué color! El alma se le cayó a los pies en cuanto le puso los ojos encima, y le costó mucho trabajo contener las lágrimas. Madre había elegido un intenso violeta, una tonalidad burda y pasada de moda.
Resultaba que, aparte de sus sentimientos personales, en los pocos meses pasados en la escuela Laura había llegado a conocer con gran exactitud lo que sus compañeras pensaban del color. Daba igual lo suntuosa o sencilla que fuera la tela con que estaba hecho un vestido: lo importante era que fuera oscuro, o bien de un tono suave. Lo brillante era signo de vulgaridad, y dejaba a quien lo llevara fuera de los mejores círculos. Por ese motivo, en aquel momento crítico en que tanto se esforzaba Laura por imitar a sus compañeras en todos los aspectos, la llegada de aquel violeta tan poco propicio la desarmó. Tras una primera inspección consternada, se retiró al fondo del jardín para dar rienda suelta a sus sentimientos.
—No voy a ser capaz de ponérmelo, ¡nunca! —se quejaba—. ¿Cómo ha podido hacer algo así? ¡Con la falta que me hace un vestido nuevo!
—No es tan horrible, Laura —intercedió Pin—. En cuanto te lo pongas va a parecer más oscuro, estoy segura. Sobre todo si no te pones al sol.
—¡Tú no vas a tener que ponértelo! ¡Ha sido una mala pasada por tu parte, Pin, y muy gorda! ¡Podías haber puesto cuidado en lo que compraba madre!
—Pero ¡si lo hice! —aseguró Pin al borde del llanto—. Había otro de un marrón oscuro muy bonito y le dije que ése te iba a gustar más, pero ella me mandó callar, y yo me quedé pensando que te iba a vestir como si fueras nuestra abuela.
Aquella prenda pasó varias semanas colgada en el rincón más oculto del armario de Laura en el internado. Todas sus compañeras habían vuelto con vestidos nuevos, y el primer día que fueron a la iglesia se pasaron revista unas a otras, tanto las niñas como las profesoras. Laura fue la única que bajó con el mismo vestido que había llevado todo el invierno. Estaba muy amargada y, mientras el puñado de anglicanas iba andando al templo de St Stephen’s-on-the-Hill, se esforzó en curarse las heridas.
—No entiendo por qué mi vestido no ha llegado —dijo sin que viniera a cuento, llevada por el dolor y mirando de reojo para ver cómo se tomaba el comentario su compañera. Era la buena de Maria Morell, que iba resplandeciente con su terciopelo y sus plumas—. Supongo que la tonta de la modista no lo acabó a tiempo. Llevo toda la semana esperándolo.
—¡Qué fastidio! —respondió Maria, pero con escaso interés, porque acababa de echar el ojo a un joven de aspecto inocente que hacía todo lo que podía para que no se le subieran los colores mientras pasaba delante de las chicas—. Oye, fíjate en ese par de ojazos, ¿a que es una monada?
A lo largo de muchos domingos, viviendo una agonía por su indecisión, Laura acarició el agradable tejido del vestido y pensó con remordimientos en su corte elegante. Hubo incluso una ocasión en que, cuando no había nadie, lo sacó del armario. Pero el despiadado sol primaveral hizo que el violeta fulgurase y se multiplicara en un sinfín de colorines, por lo que, con un escalofrío, lo devolvió a su percha.
Pero finalmente llegó la hora de la verdad. Después de pasar unos días en casa de la madrina, recibió una carta de madre. La madrina se había lamentado de que Laura pareciera «desaliñada», y madre estaba terriblemente enfadada. Ordenaba a Laura que volviera a Prahran también el sábado siguiente y con el vestido nuevo, pues de lo contrario escribiría a la señora Gurley. No se podía luchar contra una orden así y, con el corazón en un puño, Laura se preparó para acatarla. Aquella fatídica mañana remoloneó todo lo que pudo con el zurcido, posponiendo de ese modo la hora de vestirse para así salir cuando las demás ya se hubieran ido de la habitación. Con objeto de no verse a sí misma, medio cerró los ojos y dio la vuelta al espejo. Pese a que era un día cálido, se echó una capa sobre los hombros. Los brazos asomaban por fuera de las amplias mangas y se veían al menos treinta centímetros de falda. Mientras iba por el pasillo y bajaba la escalera parecía emborronarlo todo de color, y en cuanto entró en el comedor todos los ojos se volvieron hacia ella, meteóricamente. Las risitas de asombro seguían sus pasos y hasta las profesoras se quedaron mirándola después de cuchichear entre ellas. En el recibidor, Marina exclamó:
—¡Vaya! ¿Así que ése es el vestido nuevo del que tu madre hablaba en su carta?
Una vez fuera, las cosas no mejoraron. Hasta los conductores de tranvía la miraban fascinados, y cada viandante era un nuevo motivo de pavor. Laura esperaba, con el corazón en un puño, el momento en que alguien alzara la vista y, sin apenas darse cuenta, reparara en el color chillón. En casa de la madrina todos los rostros mostraron desaprobación. Georgina, pensando que Laura no la oía, dijo:
—¡Menudo espantajo!
Los chicos, en cambio, pusieron de manifiesto su opinión con toda franqueza en cuanto la tuvieron para ellos solos:
—¡Madre mía! ¡Si parece un loro!
—¡Pasen y vean al loro violeta, pasen y vean! ¡Tomen asiento, damas y caballeros! ¡A un penique la entrada!
Aquella tarde Laura desgarró el vestido por detrás y, cuando lo colgó debajo de la capa, se prometió que pasara lo que pasase nunca más volvería a ponérselo. Uno o dos días después, al entrar inesperadamente en el dormitorio, se encontró a Lilith Gordon y a otra niña hurgando en su armario. Las dos se pusieron muy coloradas y salieron a toda prisa de la habitación entre risitas, pero Laura vio lo que andaban buscando. A continuación, envolvió el vestido en papel de estraza, lo ató con un cordel y lo escondió en un cajón, debajo de sus camisones. Cuando fue a casa por Navidad lo llevó consigo, todavía envuelto, y se produjo una escena tormentosa. Pero Laura era testaruda y afirmó que, antes que ponerse de nuevo el vestido, no volvería al internado. Los premios de estudios recibidos habían suavizado el carácter de madre, así que aprovechó la oportunidad: le arrancó la promesa de que en lo sucesivo tendría permiso para escoger sus vestidos. Así fue como el traje violeta pasó a Pin, que lo detestaba con idéntica intensidad pero, al vivir bajo la mirada vigilante de madre, no tenía valor para oponerse.
—¿Traes algún vestido nuevo? —le preguntó Lilith Gordon mientras se desvestían antes de irse a la cama una noche o dos después del regreso.
—Sí, uno —respondió Laura brevemente, porque le pareció que Lilith guiñaba el ojo a la tercera niña, la hija de un tabernero de Clunes.
—¿Otro como el último? ¿O esta vez traes uno ocre amarillo?
Laura enrojeció en silencio.
—¡Cielo santo, qué color tenía! Era ideal para las fiestas de Semana Santa. Eso dijo la señorita Day.
—No era mío —explicó acaloradamente Laura—. Era… era de una chica que conocí, que murió y… y su madre me lo dio como recuerdo suyo. Pero a mí no me gustaba.
—Ya me imaginaba yo que no te gustaría. Pero, oye, ¿tu madre deja que te pongas ropa de otra gente? ¡Qué cosa más rara!
Salió de la habitación, sin duda para poner en circulación ese nuevo cotilleo. Laura la fulminó con la mirada. Estaba enfadadísima con Lilith Gordon por haberla incitado a mentir, pero mucho más consigo misma por su torpeza inútil. No parecía que la hubieran creído, pero, si realmente lo habían hecho, las cosas empeorarían en vez de mejorar, porque la gente pensaría que vivía de la caridad. Cada vez que tenía que ponerse a la defensiva sin esperárselo, acababa diciendo o haciendo alguna memez. Esa misma mañana, por ejemplo, le pasó algo parecido; no había podido quitárselo de la cabeza en todo el día. Mientras echaba un vistazo a la colada, la señorita Day se quedó horrorizada al ver cómo estaban zurcidas sus medias.
—¿Quién ha hecho eso? Tiene que haber sido mientras estabas fuera. Yo nunca te habría consentido semejantes pegotes.
Laura se sonrojó.
—¿Esto? Pues ha sido una vieja ama que tenemos en casa. Lleva con nosotros años y años, pero ahora está perdiendo la vista.
La señorita Day suspiró ruidosamente.
—Ya me parecía a mí. ¡Vaya manera de remendar!
Esos pegotes eran de madre, zurcidos hechos a todo correr, bien entrada la noche y con su impaciencia característica, que ponía el cosido práctico por delante del cosido bonito. La intención de Laura fue protegerla de las críticas, y evitar a la vez herir los sentimientos de la señorita Day, pero ¡era un trabajo tan chapucero! ¡Pasar esos sustos por el escepticismo de la señorita Day! Si la auxiliar no la había sorprendido en ese mismo momento en una mentirijilla, era por pura suerte. ¿Quién creía ya en las viejas amas? Eran fenómenos salidos de la revista The Family Herald, o de la Lady Clare de Tennyson, y lo había dicho sin pensar gracias a esas lecturas. ¿Por qué diablos se le había tenido que ocurrir semejante excusa descabellada? ¿Por qué no se le había ocurrido decir Sarah, la doncella, la criada? En tal caso la señorita Day no habría tenido ningún motivo para suspirar, y Laura habría podido pensar que la creía, en lugar de tener que preocuparse por su propia estupidez. Pero lo que más le gustaría saber era por qué, en casa, remendar las medias no era cosa de Sarah. ¿Por qué tenía que ser madre, y nada más que madre, quien la hacía llamar la atención tan desagradablemente, no sólo por haber zurcido las medias sino, lo que era mucho peor, por no haberlas zurcido bien?