Capítulo VII

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Capítulo VII

Las mañanas empezaban a ser frescas y oscuras; en las aulas que daban al exterior, el fuego se dejaba preparado por la noche y, tras tocar la campana de las seis, la joven auxiliar que estaba de turno se deslizaba como un espectro gris de un dormitorio a otro y de una lámpara de gas a otra, entre formas dormidas y alargadas. Cuando concluían los escasos minutos de gracia, un rebaño aterido apartaba a regañadientes las colchas y salía de la cama para anudarse las enaguas y envolverse en batas y toquillas, porque la llegada del frío se dejaba sentir claramente tras el calor veraniego. A la auxiliar los dedos se le habían llenado enseguida de sabañones; iba calentándoselos con el aliento mientras hacía su ronda por las verandas, para asegurarse de que todos y cada uno de los veinte pianos estuvieran debidamente ocupados y, a medida que avanzaba el invierno —cuyo signo más visible era una fina y ocasional capa de escarcha que desaparecía antes de que luciera el fuerte sol de las diez—, a veces daba por sentado que las salas más expuestas al frío estarían ocupadas y se las saltaba.

Las internas bajaban a las ocho al comedor para rezar y desayunar. Cuando terminaban, la señora Gurley tenía por costumbre tomarse un vaso de agua caliente. En tanto se lo bebía a sorbitos concedía audiencia, repartiendo reprimendas y lamentos demoledores —nunca le parecían bastantes— de pie y muy tiesa detrás de su silla con el apoyo de algún otro miembro del personal. Se cubría, a tono con la estación, con una toquilla de lana roja que le llegaba hasta el volante de la falda, y que sus hombros rollizos llevaban con la gracia de tiempos pasados. Bajo esa toquilla, año sí y año también, sus vestidos tenían el mismo tipo de corte: de una sola pieza, abotonados por delante, ajustados como un calcetín, subrayando rígidamente sus proporciones mayestáticas y siempre lo bastante cortos para dejar a la vista un par de pies sorprendentemente pequeños y bien calzados. Así podía vérsela, sorbiendo su agua y taladrando con su mirada inquisidora a todas las niñas que se presentaban ante ella. La mayoría reculaba silenciosamente en cuanto terminaba el desayuno porque, a menos que una estuviera firmemente convencida de la propia inocencia, exponerse a semejante mirada producía una desagradable sensación de culpabilidad. En el caso de la señora Gurley, no era que con los años hubieran venido los desengaños, sino que estaba sobrada de talento para gobernar mediante el miedo. No se podía haber encontrado mejor vigilante para controlar a aquel medio centenar de niñas de todas las edades y clases sociales: aristócratas y plebeyas, disciplinadas e indisciplinadas, niñas que apenas habían salido de los cuidados del aya y otras que ya se habían convertido en mujeres y cuyas formas prietas y maduras hablaban por sí mismas; hijas de humildes pastores que pagaban una tasa reducida y herederas mimadas de ricos comerciantes de lanas o colonos, cuya dote ascendía a muchos miles de libras. La señora Gurley las trataba a todas por igual.

En muy poco tiempo, la pequeña Laura se convirtió en la interna que con más pavor huía de su glacial mirada. Ante la señora Gurley le costaba respirar normalmente. Su primera semana de escuela fue una sucesión ininterrumpida de desprecio y reprimendas. En este sentido, la culpa era de la indebida familiaridad de sus modales porque, siendo su naturaleza impulsiva y nada tímida, tardó en darse cuenta de que era indecoroso acercarse a la señora Gurley sin habérselo pensado antes y tratarla, en resumidas cuentas, como si fuera un simple mortal. El culmen llegó una mañana —a Laura aún le ardían las mejillas cuando se acordaba—. No había sido capaz de asimilar su lección de francés del día, y al ver a la señora Gurley conversando con una auxiliar se aproximó a ella sin pensar y le dio unos golpecitos en el brazo.

—Señora Gurley, por favor, ¿cree usted que pasaría algo si hoy sólo me aprendo la mitad de este verbo? Es coudre, que significa «coser», y es dificilísimo. No consigo metérmelo en la cabeza.

Antes incluso de haber terminado de hablar, se dio cuenta de que había cometido un terrible error. La cara de la señora Gurley, sonriente hasta ese momento, se volvió de piedra. Se miró el brazo como si la mano de Laura le hubiera mordido, y la forma en que la niña se encogió de repente no la conmovió lo más mínimo, a ella, a quien casi nadie se atrevía a dirigir la palabra sin pedir antes permiso.

—¡Cómo te atreves a interrumpirme cuando estoy hablando! —reprobó, puntuando cada una de sus palabras con amenazadoras pausas y movimientos de cabeza—. Lo primero que vas a hacer, señorita, es aprender modales. Los actuales pueden valer en el retrete del que evidentemente has salido, pero aquí, con quienes son tus superiores, no te van a servir.

Las dos mujeres cruzaron una intencionada sonrisa por encima de la cabeza de la niña, convencidas de que después de esto no se producirían nuevas faltas de respeto; pero Laura no las vio. El acero de aquella estocada le llegó al alma, porque hasta entonces nadie había calumniado su casa. Se retiró a los aseos y lloró casi hasta ponerse enferma: los ojos se le pusieron tan rojos que llegó tarde al rezo después de haber intentado lavárselos para devolverles el color blanco. Desde aquel día, nunca volvió a acercarse voluntariamente a la señora Gurley, y procuró incluso evitar los lugares donde cabía que se la encontrara. Por este motivo, una mañana, unas tres semanas después, dudó mucho antes de volver a entrar en el comedor al darse cuenta de que se le había olvidado uno de sus libros. Las auxiliares seguían arremolinadas en torno a su superior, y no se esperaba que ninguna alumna volviera a entrar. Pero ya eran más de las nueve y en un minuto iba a sonar la campana que las llamaba a oración, que reunía en el aula más amplia a las internas, a las casi cien externas y a los profesores residentes y externos, y Laura no se sabía su lección de lengua. Así que se coló con sigilo detrás del grupo en un intento de que la temible mirada no reparase en ella.

Quien la descubrió y pidió explicaciones fue la señorita Day.

—¡Qué descuido! Desde luego, seríais capaces de olvidaros la cabeza si no la tuvierais pegada a los hombros —dijo la auxiliar con ese aire seco y violento que no gustaba a nadie.

Agradecida de que la cosa no fuera a más, Laura cogió su libro y salió rápidamente de la sala, pero había llamado la atención del grupo.

—Uno de los casos más peculiares que hemos tenido aquí en mucho tiempo —señaló la señorita Day, sacando pecho en un gesto de evidente enojo.

—Lo es, desde luego —coincidió la señorita Zielinski.

—No sé de dónde habrá salido, pero el sitio de donde viene debe estar en los confines de la creación. No tiene idea de nada de nada, y la ropa que lleva igual podía valer para un espectáculo de marionetas.

—Tampoco tiene preparación alguna. Para mí que es boba —metió baza una de las jóvenes auxiliares, llamada señorita Snodgrass—. No sabe ni las cosas más elementales, y su ortografía es espantosa. El otro día, en clase de historia, soltó una perorata sobre cómo era Londres en la época isabelina, ¡sin saberse ni una sola fecha!

—Se sabe algunas poesías —intervino la señorita Zielinski—. Y ha leído a Scott.

Todas asintieron ante esta afirmación, y la señora Gurley siguió haciéndolo con una sonrisa forzada.

—¡Hay que ver cómo educan a las niñas de hoy! —dijo—. En mis tiempos esto no pasaba. Nos enseñaban cosas que pudieran sernos útiles en el futuro.

La vieja señorita Chapman jugueteó con su cadena.

—Espero haber hecho bien el otro día, señora Gurley. Le asigné unas prácticas matinales, pero el resto del día la vi tan pálida que no he vuelto a dárselas. Espero haber acertado.

—Bueno, tampoco queremos que caigan enfermas, ¿sabe usted? —respondió la señora Gurley, en el tono más bien desganado que solía adoptar con la señorita Chapman—. Siempre y cuando no se trate de simple pereza.

—No creo que sea perezosa —consideró la señorita Chapman—. Se aplica mucho en las tareas por la tarde.

Era cierto. Laura daba lo mejor de sí misma, con una aplicación nacida de la desesperación, porque, en realidad, el consuelo y la seguridad de un rápido progreso que le había dado a su madre carecían de base. Aquellas primeras semanas no sirvieron más que para roer, pedacito a pedacito, la fe en sus propios conocimientos. No se atrevía a confesar a nadie, ni siquiera a sí misma, lo escasos que eran y lo poco que le servían en su nueva situación. Su desengaño empezó al día siguiente de su llegada, cuando el señor Pughson, el director académico, con quien se examinó de aritmética, se echó teatralmente las manos a la cabeza ante sus confusos intentos de resolver los misterios de una larga división. Un grupo de un curso superior estaba dando una clase sobre Euclides y ella, a intervalos entre sus enrevesados cálculos, pudo mirar al profesor con el rabillo del ojo. Tenía una nariz muy pequeña, como si se la hubieran aplastado contra la cara, sobre una boca grotescamente expresiva que dejaba ver todas y cada una de las piezas de una espléndida dentadura. Sus ojos eran pequeños, miopes y estaban ribeteados de rojo, y tenía un cabello rizado que no se detenía a la altura de las orejas, sino que seguía creciendo, en rizos prietos, a ambos lados de la cara. Enseñaba a voz en grito, golpeaba la pizarra con el puntero, se mostraba socarrón a expensas de una alumna que confundía el ángulo BFC con el ángulo BFG y, acto seguido, soltaba un chiste irlandés que dejaba conmocionada a toda la clase. Aquel hombre hechizó a Laura. Se le olvidó lo que sabía sobre hacer cuentas porque se quedó embelesada observándolo, y por eso parecía que sus conocimientos eran algo inferiores a la realidad, porque tuvo que acabar a toda prisa. Él acentuó sus errores, con lo que toda la clase se rio con sus horribles bromas, y volvió a hacerlo cuando él afirmó que resultaba evidente que Laura no debía haber gastado muchos peniques, pues de lo contrario habría sabido mejor qué hacer con las cifras que los representaban. En esas palabras, ella vio una alusión a los escasos ingresos de madre, y su rostro se encendió como el fuego.

En la clase de nivel inferior del colegio se sentó al fondo durante una semana o más. Tenía tan cogido con alfileres lo que sabía que lo mismo le habría valido no saber nada. Tras unos cuantos esfuerzos por mejorar se volvió cautelosa, y discretamente dudaba antes de pronunciar alguna de las respuestas ingenuas que, al principio, la convirtieron en el hazmerreír de la clase. Por ejemplo, podía leer un libro de cuentos en francés sin saltarse apenas una palabra, pero nunca había oído ni una sílaba del idioma hablado, y sus primeros intentos de pronunciación hicieron que hasta la señorita Zielinski terminara recostándose en el respaldo de la silla y se riera hasta que se le saltaran las lágrimas. Laura tenía conocimientos de historia de un modo vago y pictórico, pues había representado con Pin muchas escenas famosas en el jardín —como «No son anglos, sino ángeles»[3] o, cuando la bomba de agua se desbordaba, Canuto y sus tontos cortesanos—;[4] también tenía retazos dispersos de información sobre la personalidad de ciertos monarcas o, tal y como lamentó la auxiliar, acerca del Londres de determinada época, pero nunca había ocupado su cabeza con fechas. Sin embargo, ahora blandían ante ella una línea compacta, seca y negra que iba de 1066 en adelante, acompañada no sólo por los reyes que se habían sucedido en ella, sino además por aburridas leyes y sus aún más aburridas derogaciones. Laura sólo hallaba cierto disfrute en las clases de lengua; le gustaba trocear una frase para ver cómo estaba formada. Además, le encantaban las palabras, y una vez, cuando la señorita Snodgrass tuvo la oportunidad de usar el término «limosnadero», a Laura le pareció tan encantador que quiso compartir su entusiasmo con su vecina, una judía gorda y bajita que era alumna externa y que acabó toda roja a fuerza de aguantarse la risa.

—¿Qué pasa ahí atrás? —preguntó la señorita Snodgrass—. Carrie Isaacs, ¿se puede saber a qué viene tanta risa?

—Es Laura Rambotham, señorita Snodgrass. ¡Es muy graciosa! —balbuceó la niña.

—¿Qué estás haciendo, Laura?

Laura no respondió. La otra niña lo hizo por ella.

—Ha dicho… ¡Ji, ji!… ¡Ha dicho que es azul!

—¿Azul? ¿El qué? —respondió extrañada la señorita Snodgrass.

—Esa palabra. Ha dicho que es muy bonita… y que es azul.

—No. Dije que es gris azulada —murmuró Laura con las mejillas ardiendo.

La clase entera estalló en carcajadas; incluso la señorita Snodgrass se unió a las risas mientras reprendía a las alumnas y las mandaba callar. Desde aquello, cuando en su clase surgía una palabra especialmente larga o poco corriente, a veces se volvía hacia Laura y le preguntaba jocosamente:

—Laura, veamos, ¿de qué color es ésta? Roja y amarilla, ¿no crees?

Pero esos colores eran los de los bufones, y Laura guardaba un prudente silencio.

Un día, en geografía, se pidió a las alumnas que copiaran el contorno del mapa de Inglaterra. Cuando Laura estaba a punto de empezar se dio cuenta, horrorizada, de que había perdido su lapicero. Confesar la pérdida suponía una de esas severas regañinas en público de las que tanto huía, de modo que mientras las demás dibujaban, con la cabeza sobre el pupitre y la espalda inclinada, ella empezó a revolverse inquieta, buscándolo en su regazo, en el asiento, en el suelo…

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó enfadada su compañera de pupitre; era la niña morena que le había guiñado el ojo la primera tarde a la hora del té; se llamaba Bertha Ramsey—. No puedo hacer ni una raya si no te estás quieta.

—Se me ha perdido el lápiz.

La niña se quedó mirando a Laura un instante y después deslizó la tapa de un largo y bonito plumier.

—Toma, coge uno de éstos.

Laura observó con admiración aquel estuche tan bien provisto y, modestamente, eligió el lapicero más corto. Cuando terminó su mapa, Bertha Ramsey se reclinó en la silla.

—Y la próxima vez que te entren ganas de llorar a la hora del té, aguántate y ponte a cantar Rule Britannia para tus adentros. ¿Echas de menos a tu mamá, pobrecita?

En ese momento la mejor amiga de Bertha, una niña llamada Inez, apareció inesperadamente por el otro lado y se dirigió a ella hablando despacio y con voz profunda.

—Para ti es fácil decirlo, puesto que sólo estás interna entre semana.

Laura, que quería hacerse la simpática en compensación por el lápiz, soltó un suspiro y dijo poniendo mucho énfasis:

—¡Qué suerte tiene tu madre de tenerte en casa todas las semanas!

Bertha acogió el comentario con una risa burlona y se limitó a decir:

—Sí, ¿verdad?

Pero Inez alargó la mano por detrás de Bertha y le dio a Laura un pescozón.

—¡Cállate! —dijo escuetamente.

—¿Quién está hablando ahí detrás? —gritó la auxiliar—. A ver, la nueva, Laura como te llames, sal al mapa.

Había colocado un gran mapa de Inglaterra en un caballete. Pidió a Laura que señalara con el puntero dónde se encontraba Stafford. Ella, confundida y sujetando el largo palo, se quedó tontamente inmóvil. De poco le servía saber, por lo que había oído, cosas sobre cómo era Inglaterra, que ella veía en su imaginación con sus tierras siempre verdes, sus setos espesos y sus árboles frondosos, sus ríos que nunca se secaban y sus catedrales increíblemente antiguas, su niebla, su bruma del mar y sus ciudades superpobladas. Frente al mapa más extraordinario del mundo, grabado y marcado con líneas fronterizas negras, y plagado de nombres, no pudo hacer nada. En aquel momento habría sido incapaz de señalar Londres con el dedo, así que Stafford bien podía estar en la luna.

Mientras las alumnas se rezagaban en la veranda al terminar la clase, Inez se puso al lado de Laura.

—¿Sabes qué? No debiste decir eso de su madre —y asintió misteriosamente.

—¿Por qué no? —preguntó Laura, y se sonrojó con sólo pensar que una vez más, sin querer, había dado un faux pas.

Inez echó un vistazo para asegurarse de que Bertha no las oyera y luego acercó los labios al oído de Laura:

—Porque bebe.

Laura miró incrédula a la niña, con el horror inscrito en los ojos. Por experiencia propia no sabía realmente lo que significaba la ebriedad; era algo que hasta entonces había asociado exclusivamente a las clases más bajas de agricultores irlandeses o a esas horribles mujeres blancas que vivían por elección propia en los campamentos de los inmigrantes chinos. Que una madre pudiera beber era impensable, algo que superaba los límites de lo natural.

—¡Es horrible! —dijo sofocada, y palideció sólo de pensarlo. Inez no pudo evitar reírse por el efecto que produjeron sus palabras; la nueva era un bicho raro sin género de dudas, pero, como la consternación de Laura persistía, suavizó el asunto.

—Bueno, en realidad no estoy segura de si es eso. Pero desde luego, le pasa algo pero que muy raro.

—Pero ¿cómo lo sabes? —preguntó su asombrada interlocutora, dominada por la curiosidad morbosa.

—Estuve en su casa, en Vaucluse, de sábado a lunes. La madre vino a comer y sólo habló consigo misma, no con nosotras. Además, intentó comer mostaza con el pudin, y le sirvieron la carne cortada en trocitos. Yo creo que, de haber tenido un cuchillo, nos habría rebanado el cuello.

—¡Oh! —fue lo único que Laura fue capaz de decir.

—Pasé tanto miedo que mi madre me ha dicho que no debo volver.

—Pues espero que no me lo pida a mí. Si lo hace, ¿qué hago?

—¡Cuidado, que viene! No digas nada. A Bertha le da muchísima vergüenza —dijo Inez, y a Laura le dio el tiempo justo de prometerlo apresuradamente.

—Hola a las dos, ¿de qué hablabais? —preguntó Bertha, y repartió un par de sus topetazos amistosos y un poco brutos—. Oye, ¿echamos una carrera por el patio?

Las tres corrieron con las trenzas y los tirabuzones al viento, levantando mucho sus largas piernas vestidas de negro, con gran despliegue de volantes y esfuerzo. Ganó Laura, porque Inez se quedó sin aliento a medio camino y Bertha estaba rellenita. Apoyada contra la verja, Laura la observó llegar resoplando para alcanzarla; Bertha, con su vergonzante secreto a cuestas, el de una madre que no era como las demás madres.