Capítulo XX

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Capítulo XX

Wie sollte ein Strom nicht endlich den Weg zum Meere finden![24]

NIETZSCHE

El mar, el sol y el aire habían hecho su labor curativa, e igualmente los largos y perezosos días pasados en el jardín. Con cada respiración, Laura se puso más fuerte y sana.

Lo necesitaba para volver al colegio, una vez terminados aquellos días dorados, porque el medio año que se avecinaba era en muchos sentidos el más difícil al que se tenía que enfrentar. Ciertamente, la virulencia de que fue inicialmente víctima menguó —ya no la fustigaban de palabra abiertamente—, pero los insultos callados o encubiertos estaban a la orden del día y eran igualmente difíciles de sobrellevar. No había pasado una semana y Laura ya pensaba que, de haber sido una mártir cristiana, habría preferido que la despedazaran de golpe, antes que someterse al aplastapulgares. Todos los ojos la miraban con recelo; todos los rostros tenían pintado el recordatorio de su inferioridad moral, y hasta las recién llegadas supieron pronto, sin conocer forzosamente su desgracia, que Laura Rambotham no era de fiar.

Este sistema de desaires y menosprecios se parecía a lo que había tenido que soportar en su primer período escolar, pero el efecto que tuvo en ella fue distinto. En los comienzos, desde su timidez de neófita, se plegó, pero ahora no podía ser mansa como un cordero. Al pensarlo, nunca dejaba de echar la mitad de la culpa sobre la espalda de sus compañeras, y estaba resentida por su injusticia al haberla convertido a ella en la única responsable, cuando lo que había hecho estaba destinado a satisfacer su sed de aventuras románticas. Se convirtió en una rebelde, envolviéndose en la capa de amargura de los proscritos de la fortuna, alimentándose de su propio odio contra aquellos que se consideran aceptables. Muy bien, se dijo: si querían darla de lado de ese modo, ella nunca volvería a mirarlas como a sus iguales. Mofarse secretamente de ellas por el gran valor que le habían otorgado le procuraba un placer malsano.

Con todo, su comportamiento de puertas afuera era para muchas el de una pelotillera, y ella no ofrecía el menor indicio que permitiera ver lo que pasaba en realidad: que era una niña muy infeliz. Como les ocurre a la mayoría de las rebeldes de su sexo, deseaba ardientemente volver al redil de la ley y el orden, y todo lo que hacía iba encaminado a ese fin, pese a que cualquier sitio al que se acercara parecía sembrado de espinos. Pero ella no se amilanaba. Aguantaba los insultos, hacía como si no los hubiera oído, y se mostraba servil con personas a las que despreciaba. Pronto fue de dominio público que, le dijeras lo que le dijeses, Laura Rambotham no iba a molestarse. También se podía confiar en ella para los trabajos sucios. El veredicto era que se trataba de una tipa adulona y asquerosa, especialmente el de quienes no se oponían a que les dieran coba.

Desgarrada de este modo entre la sensación de rebeldía por un lado, y el deseo de compensación por otro, Laura se volvió muy taimada, una verdadera estratega. Se pasaba el día pensando en lo que tenía que hacer y lo que tenía que dejar de hacer. Aprendió a sopesar sus palabras antes de pronunciarlas, en lugar de contar de buenas a primeras lo que se le pasaba por la cabeza del modo infantil que la había expuesto al ridículo. Aprendió también, por fin, a guardarse sus opiniones, y a expresar las que coincidían con las de sus oyentes. No tardó mucho en descubrir que ése era un atajo para recuperar su puesto perdido: ocultar lo que realmente sentía, especialmente cuando iba a contracorriente de la mayoría. Porque, cuanto más tiempo pasaba en el colegio, más insistentemente se le hacía ver que la mayoría siempre lleva razón.

En el cambio de curso de finales de año adelantó a las tres testigos principales de su desgracia: Tilly, Maria y Kate. Volvía a estar entre niñas nuevas. Pero ese pequeño golpe de suerte se vio superado cuando, poco después de Navidad, la cambiaron a la habitación que ocupaban M. P. y su mejor amiga.

Hasta aquel momento, Laura apenas se había atrevido a alzar la vista en presencia de Mary Pidwall. No sólo conocía Mary su cúmulo de mentiras, sino que no ignoraba —o eso creía Laura— que procedía de una familia completamente degenerada, gracias al tío Tom. Las primeras semanas que pasó a su lado corroboraron esa idea. Las miradas que le dirigían tanto M. P. como su amiga hablaban tanto como las palabras y decían: «Ya que nos vemos obligadas a tolerar a este repugnante insecto, mostrémosle al menos lo asquerosa que es». M. P. se mostraba especialmente rígida e implacable; Laura temblaba sólo de oír sus pasos. Sin embargo, no tardó en darse cuenta con claridad de que sus esperanzas de salvación residían precisamente en ganarse a aquella personalidad severa e inflexible. Si conseguía poner a M. P. de su parte, tal vez todo volviera a su sitio.

Así que empezó a poner cerco a la buena voluntad de Mary, que no le prestaba ni la menor atención y la trataba como si no existiera, incluso en el dormitorio, donde daba las órdenes —pues era la mayor de las tres— con entonación glacial. Laura tenía que actuar con la mayor de las cautelas y, al principio, cometió un fallo. También ahí se comportaba como una adulona, buscando la benevolencia de M. P. igual que la de las demás, siendo servil de un modo que podía volverse en su contra. No obtuvo respuesta, porque M. P. despreciaba doblemente a las niñas lisonjeras, aun ignorando las trampas que a la larga acechan a caracteres como el de Laura. Mary sólo prodigaba su amistad a personas de elevada moral y, en su lista de virtudes, naturalmente, la honradez y la franqueza figuraban en los primeros puestos. Laura era lo bastante aguda para darse cuenta de que si quería ganársela, tendría que cambiar radicalmente de táctica. Con Mary no bastaba con ser su eco. Lo que tenía que hacer era, en caso de dar su opinión, decir realmente lo que pensaba y pensar lo que decía, y aferrarse resueltamente a lo dicho en lugar de, al menor indicio, mostrarse dispuesta a volar hacia el punto de vista de su compañera. Todo eso siempre y cuando, por supuesto, sus propias opiniones cumplieran de entrada con la inquietante condición de ser las que tenían que ser, y no inclinaciones heréticas capaces de producir escándalo y consternación. En tal caso, lo único que podía hacer era poner punto en boca.

Se atrevió también a prestar discretos servicios que ninguna de sus dos compañeras de cuarto podía pasar por alto, como hacerles la cama por la mañana o quedarse levantada la última por la noche para apagar la luz. Una vez oyó a la amiga, a la que llamaban Cupid, decir: «¿Sabes, M. P.? Al fin y al cabo, no es tan mala chica». Pero Cupid era fácil de llevar, y dada a la originalidad. Mary le contestó: «Se está dando cuenta de que a nosotras no puede mentirnos. Pero es una aprovechada».

Laura se entregó al trabajo con celo renovado. Lo hizo buscando la aprobación de M. P., y no tardó en destacar en las clases que sólo requerían esfuerzo memorístico. Si no destacaba más, era porque M. P. ocupaba el primer puesto y de ahí no se la podía mover, ni aunque Laura hubiera decidido intentarlo.

Con el tiempo, al cabo de tres meses de incansables esfuerzos en los que la rebelde que había en ella volvió a adormecerse, pues había atisbado algo que parecía un triunfo, Laura obtuvo su recompensa. Un domingo por la mañana, M. P. le pidió que fuera a su lado en el camino a la iglesia. Era casi como si un gran poeta descendiera de su trono para llevar de la mano a un joven colega y Laura, con su precipitación característica, cayó a los pies de la chica. A partir de aquel día, redobló esfuerzos para convertirse exactamente en lo que Mary esperaba que fuera.

Con todo, en lo más profundo de su ser anidaba una sensación que a veces parecía querer asomar la cabeza: la sensación de que realmente M. P. no le caía bien, de que ni la admiraba, ni la respetaba; una sensación que, si hubiera cobrado forma, habría dado un puntapié a la autoridad de Mary, habría desdeñado su manera de ver y hablar tan carente de imaginación y habría recordado que su propia manera de ver y hablar también tenía derecho a existir. Pero esa sensación no era lo bastante fuerte para hacerse entender, o más bien Laura se negaba a escucharla y, cada vez que asomaba, se hacía la sorda, porque ahora su modelo era el Sabio Mundano.[25]

En Cupid, en cambio, había algo que despertaba su simpatía. Era una chica fea, de rasgos irregulares. Nadie sabía de dónde había salido su apodo, tenía tres años más que Laura y era una de las pocas muchachas de la escuela a las que les gustaba leer por leer. En cierto sentido era incluso más inteligente que M. P.; pero no era la suya una inteligencia de libro de texto y, por tanto, no se la tenía muy en cuenta. Sin embargo, Laura se sintió inmediatamente atraída por ella pese a que Cupid la trataba como a una niña pequeña; a veces llegaban incluso a hablar de los libros que habían leído. A Laura su olfato le decía que Cupid entendería mucho mejor que M. P. sus ansias de veracidad; porque Cupid tenía una mentalidad temeraria unida a una personalidad muy recta, y a veces lo que decía era muy audaz.

No obstante, lo que perseguía con toda determinación no era la opinión favorable de Cupid.

El ritmo de su ascenso en la estima de Mary pudo establecerse el día en que ésta le habló abiertamente del delito cometido. Laura se estremeció al oír sus primeras palabras, no sólo por su tono despiadado, sino también por su falta de tacto. Sin embargo, una vez superada la primera puñalada de vergüenza, se sintió mejor. Sí, fue un alivio hablar con alguien de lo que ella llevaba aguantando a solas tanto tiempo. Hablarlo fue un alivio, e incluso discutirlo un poco, porque, como les ocurre a la mayoría de los malhechores, Laura no tardó en regodearse en su fechoría. Mary, que no tenía el menor sentido del humor y no estaba acostumbrada al trato con delincuentes, no cayó en la cuenta de que sólo era una forma de autocomplacencia y fue Cupid quien dijo: «Cuidado, niña, porque si no estás alerta terminarás presumiendo de lo que hiciste».

Mary jamás habría permitido que una sola de las excusas de Laura adquiriese fundamento.

—Vaya disparate. Parece que no te das cuenta de que intentaste difamar la moralidad de otra persona —le dijo con esa seguridad y superioridad que tanto impresionaban a Laura.

Este detalle, que a ella no se le había ocurrido, la dejó boquiabierta y cavilosa. Creía que el señor Shepherd estaba muy por encima de ella, cómodamente instalado en la santidad, y que no podía salir herido de nada de lo que ella pudiera decir. Sin embargo, la idea le dio mucho que pensar e incluso, tentativamente, esbozó un desarrollo de su historia tirando de ese hilo tan extraño sólo para ver adónde podría haber ido a parar.

Una noche, mientras se desvestían para meterse en la cama, Mary se refirió con su habitual desdén y frialdad a una compañera de clase que ese día había dado que hablar. Decían que la chica había copiado vilmente a otra en un examen escrito y, en su calidad de delegada de clase, Mary tenía que localizar la fuente del mal.

—Tengo que pedirles a las dos que me enseñen sus trabajos en cuanto se los devuelvan, y así tendré la prueba de lo que se dice. Tendré que hablar con ellas cara a cara, igual que contigo, Laura.

Laura se encendió.

—Pero ¡M. P., yo en mi vida he copiado!

—Probablemente no. Pero todas esas cosas entran en el mismo saco: mentir, copiar y robar.

—¡Nunca vais a creer que yo no sabía nada de lo de esa horrible Chinky! Yo sólo conté unas cuantas trolas, lo cual es muy distinto.

—Que persistas en aferrarte a esa idea me parece de lo más desafortunado, Laura.

Llegada a este punto, M. P. tuvo que hacer una pausa, porque tenía que sujetarse un mechón de pelo entre los labios mientras se hacía algo en una trenza a la espalda. En cuanto pudo hablar de nuevo, prosiguió:

—¡Tú y tus trolas! Me gustaría saber si has llegado a pensar en lo que pasaría si todo el mundo fuera por ahí contando falsedades y diciendo que da igual porque no son más que unas cuantas mentirijillas. ¿De qué te ríes?

—No me estoy riendo… Bueno… Sólo sonreía. Es que estaba pensando en lo gracioso que sería que… Sandy, y la Gurley, y Jim Chapman, fueran por ahí contando cosas que nunca sucedieron.

—Tienes un concepto muy original de lo que resulta divertido. ¿No tienes ningún respeto por la verdad?

—Sí, claro que sí. Lo que quiero decir es que… —Laura, que siempre se desvestía muy deprisa, estaba sentada en camisón al borde de la cama, abrazándose las rodillas—. Lo que quiero decir, M. P., es que si todo el mundo contara historias, y si los demás supieran que las estaba contando, entonces la verdad ya no importaría nada, ¿no? ¿Si nadie la dijera?

—Pero ¡qué barbaridad! —dijo Mary con mucha serenidad mientras sacudía su cepillo de dientes contra una toalla y lo frotaba para secarlo.

—¡Ni que la verdad lo limpiara todo! —señaló Cupid, que ya estaba en la cama, leyendo Nana e intentando fumarse un cigarrillo bajo las sábanas.

—No puedes acabar con la verdad.

—Pero ¿por qué no? ¿Quién lo dice? No es una ley.

—No trates de ser tan aguda, Laura.

—No lo pretendo, M. P. Pero, de todos modos, ¿qué es la verdad?

—La Biblia es la verdad. Veamos, ¿puedes acabar con la Biblia?

—Claro que no. Pero… M. P., la Biblia tampoco es del todo verdad, ¿sabes? Mi padre… —aquí se interrumpió, algo confusa, porque se acordó del tío Tom.

—¿Qué pasa con tu padre? Espero que no digas que él no creía en la Biblia.

Laura contuvo el «Claro que no» que tenía en la punta de la lengua.

—Bueno, no exactamente —dijo, y se puso muy colorada—. Pero, M. P., tú sabes que las ballenas no tienen la garganta tan grande como para tragarse a Jonás.

—Las niñas pequeñas no deberían hablar de lo que no entienden. La Biblia es la palabra de Dios, y Dios es la verdad.

—Eres una niñita tonta —intervino Cupid, tosiendo—. La verdad tiene que existir, igual que la sinceridad. Si no existiera, no podría haber ningún estado, ni leyes, ni vida social. Es una de las cosas que distingue al hombre de los animales, y la gente que nos gobierna sabe perfectamente lo que se hace, os lo puedo asegurar, cuando castiga a los rufianes que no la respetan.

—Ajá, ahora lo entiendo —asintió Laura con entusiasmo—. La verdad es algo útil. Ah, y eso es probablemente lo que significa: «La sinceridad es la mejor política».

—Nunca había oído tantas chiquilladas —dijo M. P. estupefacta—. Cupid, no deberías meterle esas cosas en la cabeza. Laura, eres realmente inmoral.

—¿Cómo puedes decir algo tan horrible?

—Tus ideas son, sencillamente, espantosas. Tienes que esforzarte mucho en mejorarlas.

—Lo intento, M. P., de verdad.

—Pues no lo consigues. Creo que se te debe haber perdido algún tornillo.

—Yo, en todo caso, voto por que aplacemos esta reunión —dijo Cupid, recobrándose de otro ataque de tos y flemas— o la Gurley se presentará para ponerme un emplasto de mostaza. En cuanto a ti, pequeñaja, si quieres oír el consejo de alguien que ha vivido más que tú, más vale que te guardes tus ideas para ti misma, porque no están lo bastante refinadas para este elegante mundo.

—¡Muy bien! —dijo Laura alegremente.

Moviéndose de un lado a otro, porque la noche era fresca, esperó a que M. P. hubiera doblado su última prenda para apagar la lámpara de gas. En cuanto lo hizo, saltó a la cama en la oscuridad.