Capítulo XVI
Capítulo XVI
Dado que tener a alguien de quien enamorarse parecía ser requisito indispensable para llevar la cabeza bien alta ante las demás, lo más fácil, infinitamente fácil, era enamorarse del coadjutor. Con él no era necesario tener contacto personal, y eso era más de lo que se podía decir incluso de los profesores de música. De éstos se esperaban los apretones de manos y un sinnúmero de naderías, que luego se escenificaban en los informes bisemanales que una daba a las amigas que seguían el caso. Se podía simular una intensa pasión por el coadjutor sin tener que rebajar el amor propio ni recurrir a la inventiva, puesto que los oficios se seguían desde lejos. Por añadidura, el coadjutor no era un objetivo poco digno, más bien lo contrario. En cierto sentido, era bastante atractivo por su estilo ascético, con esos vivos ojos azules y la cruz de oro macizo que colgaba del lazo negro de su portarrelojes, y había que admitir que cuando pronunciaba el sermón y su fervor se acrecentaba tenía una manera de abrir la boca, como si fuera a tragarse la iglesia, que Laura no era, ni mucho menos, la única en admirar. A muchas de sus amigas les gustaba, especialmente porque su mujer, mucho mayor que él, era una señora delgada y avejentada de rostro cansado.
Entonces Laura hizo un descubrimiento en carne propia: si una imagina algo con la intensidad suficiente, puede conseguir que lo imaginado se haga realidad. A fuerza de fingir que estaba enamorada, le sobrevino gradualmente un ataque de amor lo suficientemente genuino para que oír hablar del señor Shepherd la ruborizara, y para disfrutar cuando le gastaban bromas por ese motivo. A partir de entonces, en sus visitas a la iglesia era una niña sinceramente religiosa, de aquellas a las que —pese a su cacareada indiferencia a las formas de culto— los complementos emocionales, como flores, música y coloridas vestiduras, atraían profundamente. Sus sentimientos por el señor Shepherd pronto formaron un místico revoltijo con su devoción: la versión oriental del Credo y la oración del Nombre de Jesús no sólo parecían rendir homenaje a la Divinidad, sino que eran también, en menor grado, una ofrenda que aceptaba el señor Shepherd: el banco que la escuela ocupaba en el templo se encontraba tan cerca del presbiterio que no era difícil pensar que se fijaba especialmente en alguna de las alumnas.
En casa, durante las vacaciones de invierno, quiso la casualidad que un día nombrara al señor Shepherd. Madre pensó de inmediato que debía de ser el sobrino de un viejo amigo al que había perdido de vista hacía tiempo. La correspondencia se puso en marcha entre Warrenega y Melbourne y, poco después del regreso de Laura al internado, supo que se había dispuesto que pasara el siguiente asueto mensual en casa del señor Shepherd.
En el agitado estado de ánimo en que la sumió esta noticia, no sabía si alegrarse o lamentarlo. En los últimos tiempos sus sentimientos habían padecido tal rapto de embeleso y devoción que le parecía que era casi como si le hubieran propuesto ir a conocer a Dios. Por otro lado, era imposible no considerar que esa circunstancia iba a elevar su consideración en el internado de un modo inconmensurable. Y así fue. En cuanto salió de su estupor comunicó libremente la invitación, y fue lo bastante perspicaz para no explicar cómo la había obtenido, dejando entrever a sus amigas —cosa que estaban más que dispuestas a aceptar— que todo se debía al efecto producido en el ministro por su silenciosa adoración.
Las chicas de la iglesia se morían de envidia. Arrastraron a Laura al jardín cogiéndola cada una de un brazo. Las llamadas a la santidad y la apariencia espiritual del coadjutor quedaron totalmente relegadas, y la visita se planteó desde la más negra de las interpretaciones posibles.
—¡La de cosas que vais a poder hacer los dos, diantre! —exclamó Maria.
—Yo creo que es terriblemente arriesgado que vayas —intervino Kate Horner como si tuviera la boca llena, porque tenía el labio superior un poco más saliente que el inferior—. Esos santurrones suelen ser los peores.
—Sí, ¡y con el adefesio con que está casado! Mira, tú pon mucho cuidado de no quedarte a solas con él en la oscuridad.
—Y acuérdate de que luego nos lo tienes que contar todo. ¡Absolutamente todo!
El sábado por la mañana pasó a recoger a Laura la hermana soltera de su divinidad. La señorita Isabella Shepherd era una mujer rubia, bajita y simpática, con una sonrisa nerviosa y cordial y una incapacidad congénita para mirar a su interlocutor a la cara cuando hablaba con él, de tal modo que la amigabilidad que prodigaba en todo momento se dirigía siempre a los objetos inanimados que la rodeaban. A Laura le hizo tanta gracia esta peculiaridad, en la que reparó nada más verla entrar en la sala de espera, que al principio fue incapaz de apreciar nada más. Después, cuando pasó la novedad, sometió a su acompañante a un escrutinio más detallado y, desde la altura que le proporcionaban sus trece años, no tardó en calificarla de vieja y gris solterona; los valientes pero poco convincentes esfuerzos de la señorita Isabella para conversar con ella mientras emprendían la marcha no hicieron más que fortalecer la opinión que se había formado.
No muy lejos del colegio entraron en una casa de piedra de dos pisos que, salvando una baranda de hierro y uno o dos arbustos, daba directamente a la calle.
—¿Quieres pasar al estudio? —dijo la señorita Isabella con una sonrisa cálida y los ojos en el felpudo—. Seguro que Robby querrá verte enseguida.
¿Robby? ¿Su hombre santo se llamaba Robby? Laura se sonrojó.
Pero desde lo alto de la escalera las paró en seco la señora Shepherd quien, con un estilo policial, alzó una mano para advertir:
—Shhh, shhh —chistó y, al mismo tiempo, entrecerró los ojos, como si quisiera reproducir un sueño profundo—. Robby acaba de echarse un rato. —Y en un susurró, dirigiéndose a Laura, añadió—: ¿Cómo estás? Me alegro mucho de verte.
Parecía incluso más mustia que en la iglesia. Pero era muy amable, y en el dormitorio insistió en sacar para Laura una toallita de manos limpia.
—Ahora, vamos abajo. Hoy sólo tenemos un almuerzo ligero, porque Robby tiene una clase de confirmación justo después, y prefiere comer poco.
Bajaron al comedor pero, aunque la comida estaba servida, no se sentaron. Se quedaron de pie en una especie de silencio ansioso que duró muchos minutos; al cabo, empezaron a oírse unas fuertes pisadas sobre su cabeza. Las pisadas seguían, pero no parecían avanzar, y finalmente se oyó una voz impaciente que gritaba:
—¡Maisie!
Las dos damas estaban claramente nerviosas.
—Está buscando algo —dijo la señorita Isabella en un aparte teatral mientras la señora Shepherd, levantándose con ambas manos la delantera del vestido, subía la escalera con esos pasitos cortos y torpes que, en las mujeres, equivalen a correr.
Uno o dos minutos después apareció el origen de la agitación. No parecía, había que reconocerlo, mucho más cordial que lo que habría sugerido su tono de voz un momento antes. Además, estaba muy pálido, sus ojos azules estaban hundidos y en la frente se le veían unas arrugas de cansancio. Con todo, ofreció a Laura una mano amistosa, que ella aceptó de todo corazón.
—Bueno, así que ésta es la jovencita que acaba de llegar del templo del saber, ¿verdad? —preguntó después de balbucear una bendición de la mesa y mientras hurgaba en un hueso de cordero más bien pelado; el cuchillo dio en el hueso y él lo giró con un chasquido malhumorado—. ¿Y qué os enseñan en el colegio? —preguntó mientras seguía—. ¿Francés? ¿Griego? ¿Latín? ¿Cómo era? Infandum, regina, iubes renovare dolores? Era así, ¿verdad?, y luego… a ver si me acuerdo. Ya hace mucho que dejé el colegio, ¿sabes?
—Troianas ut opes et lamentabile regnum eruerint Danai[15] —terminó Laura, casi ciega de orgullo y deleite.
—¡Muy bien! —celebró el coadjutor con lo que parecía un tremendo asombro pero, mientras lo decía, su pensamiento estaba en otro lugar, porque había cogido el tarro de la mostaza y se lo había encontrado vacío—. ¡Ya empezamos! No hay en la mesa ni una gota de mostaza —dijo con un tono de enojada resignación.
—¿Con cordero, Robby, querido? —aventuró la señora Shepherd, con la mayor de las humildades.
—¡Con cordero si me place! —replicó violentamente—. ¿Tendrías, Maisie, la amabilidad de permitir que yo conozca mis gustos, y no dictarme lo que tengo que comer?
Pero la señora Shepherd ya había tocado tímidamente la campana, mientras musitaba:
—Oh, querido, ha sido esa horrible chica.
—Pobre Robby, ¡otra vez enfadado! —dijo Isabella en tono de reproche.
—Y, puesto que ya está aquí, de paso podía traer agua y vasos —gruñó el señor de la casa, que había echado un vistazo indignado a la mesa.
—Tch, tch, tch —dijo la señora Shepherd, pero con tan escaso convencimiento que a Laura le dio bastante pena.
—¡Desde luego, Maisie! —dijo la señorita Isabella—. Y además cuando el pobre tiene tanta prisa.
Esta guerra de guerrillas prosiguió durante todo el almuerzo, y dejó a Laura cavilando por qué, habida cuenta del poco tiempo del que disponían, y el nerviosismo de las señoras ante cada nuevo contratiempo, no se levantaban para ir a buscar lo que faltaba, como habría hecho madre, en lugar de tocar la campana cada dos por tres y esperar la aparición de aquella criada tan descarada y poco dispuesta. Al final resultó que esa conducta tenía un objeto pedagógico. Al parecer esperaban que reprendiendo a la doncella constantemente conseguirían mejorar su memoria. La señora Shepherd también participaba de ese tratamiento, y por ello Isabella —como ella misma se encargó de explicarle más tarde— nunca le ofrecía ayuda.
—A mi cuñada se le da muy mal administrar —le dijo—, pero nosotros esperamos que mejorará con el tiempo si le llamamos la atención sobre sus despistes. Al menos, en eso confía Robby. Mucho me temo que yo la dejaría por imposible, pero Robby tiene una paciencia angelical.
Laura compartía esta opinión, puesto que la pareja llevaba más de siete años casada.
En cuanto se acabó la comida, que duró un cuarto de hora, el señor Shepherd se encasquetó la teja y salió a grandes zancadas a impartir su clase. La señora Shepherd, que no estaba lista del todo, echó a correr unos cien metros tras él con pasos rápidos y azorados, y con el sombrero de través.
Laura e Isabella se quedaron en la puerta.
—En realidad, yo también debería haber ido —dijo Isabella, sonriendo al canalón—, pero, como estás aquí, ha dicho Robby que es mejor que hoy me quede en casa. ¿Qué te gustaría hacer?
Esto abría una perspectiva deslumbrante, con todo Melbourne a sus pies. Pero Laura era demasiado educada para no aparentar que le era indiferente.
—Entonces, a lo mejor no te molesta que nos quedemos, ¿verdad? Tengo muchas ganas de copiar el sermón de Robby. Siempre lo hago, ¿sabes?, porque él es incapaz de leer su propia letra. Y, como no se lo espera para hoy, se pondrá muy contento.
Aquélla era una casa pequeña, tranquila y cálida, con un tenue olor a nuevo en las habitaciones que delataba la ausencia de niños. A Laura no le desagradaba la tranquilidad, y se instaló con satisfacción en el salón principal hasta que cayó la tarde. La pasó a miles de kilómetros de Melbourne, porque el precioso libro que tenía sobre las rodillas se titulaba Las minas del rey Salomón; no apartó la vista de sus páginas ni una sola vez.
Cuando llegó la hora de la cena, fue tan frugal y apresurada como el almuerzo: de un momento a otro se esperaba a unos trabajadores para una clase y Robby sólo tenía tiempo de tomarse de un sorbo una taza de té. Tampoco dijo nada, porque no le quedaba más remedio que reservarse la garganta.
Después, las tres se quedaron escuchando lo que, en voz alta, se decía en el piso superior. Se oía con toda claridad a través del fino techo, y la voz del señor Shepherd —que iba y venía— sonaba, entre aquellas cuatro paredes, áspera y ronca. La señora Shepherd remendaba una estola; Isabella, inclinada sobre el sermón, caligrafiaba como si estuviera destinado a una lámina de cobre. Laura se sentó en un rincón con las manos en el regazo. Se había acabado el libro, pero aún tenía los ojos soñadores. Si alguna de ellas dijo algo, lo dijo bajito.
Hacia las nueve la señora Shepherd sacó un cacito, lo llenó de leche y lo puso en el quemador; luego empezó a rondar, indecisa, entre la puerta y la chimenea, como una polilla desorientada.
—Trata de hacerlo bien esta noche, Maisie —la amonestó Isabella, que, volviendo la cara hacia Laura, ya que no la mirada, explicó—: Tiene que hervir, pero no puede tener ni una pizca de nata, o de lo contrario Robby ni se dignará mirarlo.
Ahora se oía a los trabajadores bajar la escalera con paso cansado, y acto seguido Maisie desapareció de la sala.
Al día siguiente Laura fue a los oficios de mañana y tarde en St Stephen’s-on-the-Hill, y después de comer asistió a una de las catequesis dominicales de Isabella.
Esa mañana se había despertado creyendo estar aún en plena noche, y se había encontrado a Isabella vistiéndose a la luz de una única vela.
—No te levantes —avisó—. Vamos a ir todos temprano a misa, pero yo quiero preparar antes un poco de leche y pan para Robby. Él preferiría ir en ayunas, pero es que hoy necesita comer algo, porque luego ya no vuelve hasta la hora de la cena.
A mediodía, Robby estaba muy irritable. El hueso de cordero —ese día no se había cocinado nada— estaba más duro que nunca y no se podía trinchar con decencia; de puro nerviosismo, la pobre señora Shepherd apenas pudo probar bocado.
Pero aquella noche a las nueve en punto, concluido ya el trabajo del día, convencieron al pastor para que se echara en el sofá y se tomara una copa de oporto. La señora Shepherd se sentó a la cabecera, con el vino y unas galletas, y al otro lado estaba Isabella dándole un masaje en los pies. La estimulación le reanimó. Se fue sosegando y, al rato, cogió la mano de su mujer entre las suyas… y Laura tuvo la certeza de que, gracias a ese momento, todas las quejas del señor Shepherd le fueron perdonadas. Entonces, habiendo encontrado unos oídos dispuestos en la niña de ojos negros que tenía frente a él, empezó a contar sus viajes y, especialmente, dio detallada cuenta de los meses que había pasado en Japón. Laura, a quien nada le gustaba más que viajar de oídas —ya que era impensable hacerlo de otro modo—, pasó una hora deliciosa, y así lo hizo saber.
—Sí, Robby se ha superado a sí mismo esta noche —dijo Isabella mientras se soltaba la melena—. Nunca he oído a nadie hablar tan bien como él cuando quiere. ¿Puedes guardar un secreto, Laura? Maisie y yo estamos seguras de que Robby llegará a obispo. Y él también lo espera. Pero no se lo digas a nadie, porque fuera de casa a él ni se le ocurriría insinuarlo. Mientras tanto, trabaja todo lo que puede y ahorramos cada penique, para que pueda subir el próximo peldaño.
A la mañana siguiente, mientras iban andando al colegio, le dijo:
—Espero que vuelvas. Ahora no me importa decirte que me puse muy nerviosa cuando Robby me dijo que te pidiéramos que vinieras. No tengo ninguna experiencia con niñas. Pero no has causado ningún trastorno, ninguno. Y estoy segura de que para Robby ha sido bueno tener a alguien joven en casa, así que escríbenos y dinos cuándo vas a tener otro día de asueto.
La sonrisa de Isabella asomó una vez más, no menos amable ahora que se había quedado atascada, mientras se dirigía a la niña, en la puerta por la que pasaban.
Laura, que tenía la cabeza puesta en un buen y reconfortante trozo de bizcocho, se prometió hacerlo, aunque sus sentimientos habían sufrido tal cambio que no estaba segura de si iba a cumplir su palabra. Estaba dividida entre dos extremos: por un lado, el recuerdo del señor Shepherd gruñendo secamente a un hueso de cordero pelado y, por otro, el de los cerezos en flor y las musume[16] de Japón.