Capítulo VIII
Capítulo VIII
Tras seis semanas o más en que Laura fue una alumna apática y fracasada, una mañana llegó una invitación de la madrina para pasar el siguiente asueto mensual —de sábado a lunes— en Prahran. El mes anterior había sido una de las pocas niñas que no tuvo dónde ir; se vio en la obligación de fingir que le gustaba quedarse en el internado y que en realidad lo hacía por elección. Ahora se sentía más alegre.
La hija menor de la madrina, Marina, cuyos libros escolares había heredado Laura, iba a pasar a recogerla. El sábado por la mañana, poco después de las nueve, Laura había terminado su zurcido semanal, recogido su cuarto y ya estaba vestida, incluso con los guantes puestos. Era un día frío y despejado, y su corazón latía con expectación.
Desde el comedor no se oía el repique de la campana de la puerta principal, pero cada vez que una de las doncellas pasaba llamando a alguien, Laura saltaba de su silla convencida de que por fin había llegado su turno. Pero dieron las nueve y media, y luego las diez y las diez y media; sonaron las once y la mejor parte del día se estaba yendo sin que apareciera Marina. Ya sólo quedaban otras dos niñas, además de ella. Entonces anunciaron la llegada de una tía y una madre, respectivamente, y las dos se fueron. Únicamente quedaba Laura, y tuvo que soportar la vergüenza de que la señorita Day se dedicara a observarla:
—Vaya, parece que tus amigos te han olvidado, Laura.
Humillada hasta lo indecible, Laura pensó en arrancarse el sombrero y la chaqueta y decir que se sentía demasiado enferma para salir. Pero por fin, cuando estaba casi mala por la espera, la pulcra cabeza de Mary asomó nuevamente.
—Llaman a la señorita Rambotham.
Laura ya se había puesto de pie antes de que pronunciara esas palabras, y fue a todo correr a la sala de recepción.
Marina, una chica de unos veinte años, bajita, con el cabello liso y vestida con sobriedad, tenía la misma actitud enérgica y desabrida de la madrina.
Ofreció a Laura la mejilla para que le diera un beso.
—Bueno, supongo que estarás lista, ¿verdad?
A Laura se le olvidaron las dos horas que había pasado esperando.
—Sí, de sobra, gracias —respondió.
Bajaron por el camino asfaltado, atravesaron la verja del jardín y se dirigieron a la ciudad. Por vez primera desde su llegada, Laura era de nuevo libre… aunque fuera una reclusa de permiso. A su alrededor se desplegaban las anchas calles de East Melbourne; a su lado estaba la frondosa y exótica vegetación de los jardines Fitzroy; en la cima de la colina se alzaba la mole de la catedral católica. Mientras caminaba junto a Marina, Laura podría haberse puesto a bailar.
Después de unas pocas preguntas sobre si le gustaba el colegio y cómo iban los estudios, Marina se sumió en la contemplación de un trozo de papel que llevaba en la mano. Laura dedujo que había combinado la tarea de ir a buscarla con una mañana de compras, y que para cuando llegó al colegio sólo habría hecho la mitad de su lista de encargos. En la siguiente esquina se subieron en el vagón descubierto del tranvía que llevaba hasta el centro. Allí Marina entró en la tienda de comestibles de una cooperativa, donde iba a hacer un pedido para abastecer a todo un barrio. Ella era el ama de casa de su madre; sabía muchísimo de comestibles y la suya era una mentalidad eminentemente práctica: revisó la mantequilla con una uña, probó quesos en la hoja de un cuchillo, examinó las pasas metiendo las manos, pegó mordisquitos a las galletas, habló de marcas de borgoña y sopas deshidratadas y, mientras, Laura la miraba desde una silla alta e incómoda con una suerte de envidia hambrienta. Cuando ya se había acordado de todo, incluidas la sal y la pimienta, Marina rellenó un cheque; estaba a punto de darse la vuelta cuando sacó a colación algo sobre unas cajas vacías que quería devolver. Transcurrieron otros diez minutos de parlamento; tenía que ver al director y se encerró con él en su oficina. Para cuando volvieron a salir a la calle había pasado una hora entera.
—¿Tienes hambre? —preguntó Marina.
—Un poquito. Pero puedo esperar —respondió Laura educadamente.
—Muy bien —dijo Marina, a quien tanto picoteo sin duda había calmado el apetito—. Ya no queda más que la botica.
Fueron a otra calle, entraron en una farmacia, y se repitió la misma escena a menor escala, con la salvedad de que aquí Marina no probó nada, quitando alguna gelatina o gominola suelta. Para cuando la tienda cerró su puerta tras ellas, Laura habría sido capaz de comer hasta polvo de regaliz. Ya eran las dos, y estaba desmayada de hambre.
—Llegaremos a casa con tiempo de sobra —dijo Marina, consultando un pulcro reloj—. Hoy no comemos hasta las tres, por padre.
De nuevo, un tranvía las acercó más a su destino. Cuando faltaba alrededor de un kilómetro para llegar, Marina se levantó.
—Nos bajamos aquí. Tengo que pasar por la carnicería.
A las tres menos cuarto, una niña exhausta y muy pálida siguió a su compañera al interior de la casa.
—Bueno, me imagino que tendrás un buen y sano apetito para comer —dijo Marina mientras le mostraba dónde dejar el sombrero y lavarse las manos.
La madrina era también optimista. Desde el sofá de la sala de estar, donde estaba haciendo calceta, dijo:
—¡Vaya, os habéis pasado una buena mañana de aquí para allá! ¿Qué tal estás? ¿Cómo sigue tu querida madre?
—Muy bien, gracias.
La madrina se rascó la cabeza con una aguja y la atención prestada a Laura se evaporó.
—Marina, espero que hablaras con Graves de esos tarros de mermelada vacíos que se dejó la última vez.
Sin apartar la vista de la carta que estaba leyendo, Marina respondió:
—No, la verdad es que no. Ha armado tanto revuelo por las cajas de azúcar que he pensado que intentaré vendérselos a Petersen.
La madrina refunfuñó, pero no discutió la decisión de Marina.
—Y ¿qué sabes de tu querida madre? —volvió a preguntar sin mirar a Laura, igual que tampoco miraba la media que estaba tejiendo, sino siempre por encima.
Pero la campana del almuerzo, que sonó en ese momento, salvó a Laura de tener que facilitar mayor información superflua, y siguió a las dos mujeres al comedor. Los demás miembros de la familia ya estaban a la mesa. El marido de la madrina —un abogado— era un hombre malhumorado de barba negra que, por lo general, no apartaba los ojos del plato. Laura había oído decir que la madrina y él no se entendían, y ella suponía que eso significaba que no se hablaban, porque nunca intercambiaban directamente una palabra; si tenían que comunicarse, lo hacían a través de una tercera persona. Estaba la hija mayor, Georgina, más regordeta y aún más brusca que Marina, el hijo mayor, un empleado de banca que era algo así como un dandy y no malgastaba su cortesía con niñas pequeñas y, por fin, dos niños pequeños, algo menores que Laura, de cabello negro y narices chatas, unas criaturitas belicosas que tenían un temor reverencial a su padre y se volvían salvajes en cuanto estaban fuera de su vista.
La madrina musitó una bendición, y la sopa se tomó en silencio.
Al llegar el plato de carne el empleado de banca se quejó enérgicamente de cómo había dejado la lavandería últimamente los cuellos de camisa: estaban tan altos que, como Laura había notado enseguida, tenía que mirar por los dos lados de la nariz para ver su plato; también anunció que no estaría en casa para el té, pues se había citado con unos «compadres» a las cinco, y por la noche iba a llevar a una amiga a ver los fuegos artificiales de Brock’s. Estas noticias se acogieron sin comentarios. Mientras la familia se aplicaba en llenar las cucharillas de postre, fue Georgina quien hizo una declaración:
—Joey va a venir a recogerme para llevarme a dar una vuelta.
Parecía que esta noticia también iba a ser merecedora de la indiferencia general, pero Marina dijo con tono de alarma, como para sacar a sus padres del ensimismamiento:
—¡Madre!
La madrina se despertó con un respingo:
—¿De verdad? Pues espero que os llevéis a los chicos.
—De verdad. Y no sé por qué esperas que nos los llevemos.
—Muy bien, en ese caso te quedas en casa. Mientras Joey no se decida a…
—Madre, ¡déjelo!
—Ni hablar.
—¡Crikey! —dijo muy bajito Erwin, el menor de los niños—. Joey nos va a llevar de paseo.
—Si Joey y tú no sois capaces de prometeros como es debido —espetó la madrina—, tampoco iréis de paseo sin los niños, y no hay más que hablar.
A Laura, mientras escuchaba el poco afectuoso intercambio de palabras, le parecía que eran como perros gruñéndose. No estaba acostumbrada a la brusquedad irlandesa, que suena mucho peor de lo que en realidad es, así que se volvió a quedar helada cuando oyó a Georgy al teléfono en agitada conversación con Joey, que resultó ser un joven de mejillas patibularias, ojos pequeños y andares perezosos y desgarbados.
—¡Vaya, si hoy además tenemos a una niña! ¿Cómo se llama? Oye, que se venga también con nosotros.
Como resultaba que la tarde de Marina iba a transcurrir entre los estantes de su despensa, preparándola para el pedido que iba a llegar, Laura aceptó agradecida la propuesta.
Fueron en coche hasta la torre Marlborough. Sentados de espaldas al caballo iban los dos niños, despiadadamente alerta ante cualquier exhibición de cariño por parte de los enamorados, y Laura, con sus ojos negros francos e inquisitivos. Así que Joey y Georgy guardaban silencio, puesto que, si no era para declarar sus sentimientos, no tenían nada que decirse.
Una vez que llegaron a la torre, ataron a la yegua y empezaron a subir por la ligera construcción de madera. Era un día de mucho viento.
—¡Los chicos primero! —ordenó Joey—. Es por las enaguas —hablaba tan perezosamente como caminaba.
Él iba el primero, seguido de Erwin y Marmaduke, y Laura, siguiendo indicaciones de Georgy, iba detrás. Nerviosa, se pegó las faldas a las rodillas, porque le disgustaba la idea de que Georgy, y también los chicos, llegara a ver los volantes y los frunces que llevaba debajo. Georgy llegó la última y, aunque no había nadie que pudiera verla desde abajo, se había ajustado tanto el vestido que apenas podía mover las piernas de un escalón al siguiente. A Joey parecía no disgustarle este proceder, pero los niños se reían sin apenas disimular y no pararon hasta que Georgy, una vez en la azotea, los amenazó con darles un coscorrón.
En el viaje de regreso los enamorados discutieron sobre cuál era el camino más corto para volver a casa. La discusión se fue acalorando, e iba a adquirir tintes de pelea cuando la yegua moteada se asustó al ver un locomóvil y amenazó con desbocarse. Joey sujetó las riendas y pasó el brazo libre por la cintura de Georgy.
—No te asustes, querida.
Aunque el asiento empezó a bambolearse y parecía que iban a volcar, los dos niños se retorcían de la risa y repartieron a voluntad empujones, golpes y patadas, que siempre recibía Laura, que iba sentada entre ellos y terminó poniéndose roja de vergüenza. Al mismo tiempo se preguntó por qué iba a pensar Joey que Georgy estaba asustada, pues nada en ella así lo indicaba; estuvo imperturbable e impasible. Por añadidura ella, que no era más que una niña, no tenía miedo. También se preguntó por qué de repente Joey se preocupaba tanto por Georgy cuando, sólo un momento antes, habían sido tan antipáticos el uno con el otro. Eran cuestiones interesantes para entrar en conjeturas así que, cuando la silla dejó de tambalearse, Laura se quedó meditabunda.
Por la tarde la madrina tenía visita, así que Laura se sentó en una silla baja escuchando la conversación de las señoras. Era una tarea muy aburrida porque, por más que le gustara considerarse «casi mayor», odiaba con efusión infantil la conversación de «los mayores de verdad». Se alegró cuando dieron las nueve y Marina, encendiendo una vela, le dijo que se fuera a la cama.
El día siguiente era domingo. Las dos horas que transcurrieron entre el desayuno y la hora de ir a la iglesia se hicieron muy largas. Georgy fue a la escuela dominical; Marina se dedicó a organizar el almuerzo.
Aquélla era una casa sin libros, como casi todas las casas australianas de ese tipo; en la habitación de Marina sólo había una vitrina pequeña con unos pocos libros escolares y de la escuela dominical. A Laura le gustaba mucho leer, y aquella mañana, mientras se vestía, había observado esos libros con anhelo, e incluso había acariciado tímidamente las puertas de cristal. Pero estaban cerradas. Cuando terminó el desayuno, habló con Marina, que sólo consintió en darle la llave tras un poco de negociación, pues su interés por los libros se limitaba a que nada estropeara el dorado de las tapas.
—Bueno, en todo caso, que sea uno de los de la escuela dominical —dijo con descortesía.
Laura sacó Las gigantescas ciudades de Basán y los lugares sagrados de Siria, y se retiró con él a la sala de estar, donde ya estaba la madrina instalada para el resto del día con la revista correspondiente. Cuando las campanas empezaron a tocar, los niños y las jóvenes, recatadamente tocadas con sus sombreros y con los libros de oraciones en la mano, fueron a la iglesia del vecindario, donde, una vez más, Laura se sentó con los niños; Marina y Georgy se colocaron como centinelas en los extremos del banco, listas para saltar sobre sus hermanos en caso de necesidad para confiscar animales o comestibles, o de detener con una Biblia cotorreos impíos. Era una iglesia muy amplia; el banco estaba en un lateral desde el que no se podía ver ni el atril ni el púlpito, y las palabras del sermón parecían venir de muy lejos.
Tras la comida, mandaron a Laura y a los niños al jardín, para que salieran a pasear como es costumbre los domingos. Sin personas mayores presentes, los sentimientos naturales de los niños afloraron: la aversión de una niñita tranquila a unos chicos brutos y sus bromas; la indignación y el resentimiento de los muchachos por llevar a una chivata y a una cuentista pisándoles los talones. En cuanto pasaron la pista de tenis y nadie podía verlos desde la casa, Erwin y Marmaduke treparon por la verja y saltaron a la calle, prometiendo una misteriosa venganza contra Laura si se le ocurría entrar en la casa sin ellos. La niña se sentó al borde de la hierba, debajo de una morera, y apoyó la barbilla en las manos. Era demasiado tímida para volver a la casa y soltarlo todo; también le daba miedo que alguien fuera al jardín, se la encontrara sola y la obligara a chivarse; pero, sobre todo, le daban miedo los niños y sus amenazas imprecisas y desagradables. Así que se sentó y esperó… y esperó. Las sombras fueron cambiando de forma en la hierba ante sus ojos; las campanas de capillas lejanas tocaron la hora menos cuarto y volvieron a redoblar; el implacable sopor vespertino de los domingos lo invadió todo. ¿Cuándo iba a llegar el día siguiente? Contó con los dedos las tediosas horas que aún tenían que pasar para volver al colegio —lo hizo dos veces para asegurarse—, pero lo único que consiguió fue bostezar hastiada. El tiempo pasó y pasó, y no sucedió nada. Estaba a punto de echarse a llorar cuando dos cabezas negras aparecieron sobre la valla y los chicos, rojos y sin aliento, saltaron y le metieron prisa para ir a merendar.
Al día siguiente se despertó al amanecer, de tantas ganas como tenía de irse. Pero Marina tenía mil y una cosas aburridas que hacer antes de estar lista para marcharse, y ya eran las nueve y media pasadas cuando las dos llegaron al internado. Laura, infantilmente, no sintió especial gratitud por el gran tarro de mermelada de moras que Marina le puso en los brazos, pero, al ver el austero edificio gris de piedra, casi se puso a bailar de contento y, cuando la puerta principal se cerró a sus espaldas, se le escapó un suspiro de alivio.