Capítulo I

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Capítulo I

Los cuatro niños estaban tumbados en la hierba.

—Y el príncipe se adentró más y más en el bosque —decía la mayor— hasta que llegó a un claro. Ya sabéis que un claro es un sitio del bosque que está despejado, es muy verde y precioso. Y entonces vio a una mujer, una mujer muy guapa que llevaba un vestido blanco y largo que le llegaba a los tobillos, con un cinturón de oro y una corona de oro. Estaba echada en la pradera —en una pradera la hierba es tan suave como el terciopelo, como si fuera terciopelo verde, ¿sabéis?—, y el príncipe vio en su ropa señales de que había viajado, porque los bajos de aquel precioso vestido de seda estaban sucios…

—Gracia Prodigiosa, si no tienes cuidado vas a conseguir que esas sábanas también se ensucien —dijo Pin.

—Cállate, ¿quieres? —contestó su hermana, que, dejándose llevar por su cuento, había acercado las botas a la ropa que se estaba blanqueando.

—Bueno, pero ya sabes que Sarah se enfadará muchísimo si tiene que volver a lavarlas —insistió Pin, que tenía sentido práctico.

—¡Me sacáis de quicio! —dijo Laura, enfadada—. Bueno, como iba diciendo, el bajo de su vestido estaba todo embarrado… No, creo que no voy a decir eso; suena mejor si está limpio… Así que caía en pliegues rectos, preciosos y largos que le llegaban hasta los tobillos, y el príncipe veía dos piececitos con sandalias de oro que sobresalían por debajo del dobladillo del vestido plateado, y…

—Y ¿qué pasa con las huellas del viaje? —dijo Leppie.

—¡Burro! ¿No he dicho que no había? Si digo que no había, es que no había. No había viajado.

—¡Mirad! ¡Periquitos! —exclamó el pequeño Frank.

Cuatro pares de ojos miraron la brillante bandada verde que sobrevolaba el jardín.

—Ya me habéis interrumpido todos, así que no pienso seguir —dijo Laura orgullosamente.

—¡No, por favor, sigue, Gracia Prodigiosa! ¡Dinos qué pasó luego! —suplicaron Pin y Leppie.

—No, ni una palabra más. No pensáis más que en sábanas y en periquitos.

—¡Por favor, Gracia Prodigiosa! —imploró el pequeño Frank.

—No. Ahora no puedo. Y otra cosa: no me molesta que hoy me llaméis Laura, porque hoy es el último día.

Laura se echó en la hierba, con las manos detrás de la cabeza. Entonces se oyó una voz, fuerte, que hablaba con tono autoritario.

—¡Laura! Ven aquí.

—Es madre, que te llama —dijo Pin.

Laura no se movió de donde estaba. Los dos pequeños rieron en señal de aprobación.

—¡Venga, Laura, que madre se va a enfadar! Yo voy también —intentó convencerla Pin.

Laura se levantó, protestando.

—Es para que me pruebe ese horrible vestido.

Y así era. Madre la esperaba algo impaciente ya, con el vestido en la mano. Laura se quitó el que llevaba con un contoneo y luego se puso rígida, con descortesía, los brazos tiesos como atizadores a ambos lados del cuerpo, mientras su madre, que se había puesto de rodillas, le ajustaba el largo.

—¡No pongas esa cara! —le dijo secamente—. O ¿es que te crees que lo estoy haciendo por mi propio gusto?

Se había pasado el día cosiendo; ahora tenía calor y estaba cansada.

—Es corto —dijo Laura, mirando hacia abajo.

—Para nada —contestó madre con un montón de alfileres entre los labios.

—Es demasiado corto.

Madre la zarandeó ligeramente.

—¡No me contradigas! ¿No irás a decirme que no sé cuál es el largo que tienen que tener tus vestidos?

—No pienso ponérmelo si no me lo hace más largo —dijo Laura, desafiante.

La carita lisa y regordeta de Pin se alargó con aprensión.

—¡Déjela que lo lleve sólo un poquitín más largo, madre, por favor! —le rogó.

—¡Pin! Me gustaría saber qué pintas tú en todo esto —la riñó madre, a punto de perder los nervios con los pliegues de atrás, que no se sostenían.

—Mañana me voy a la escuela, y es una lástima —dijo Laura en ese tono bajo y vehemente que tanto exasperaba siempre a su madre, que daba rienda suelta a su propio disgusto de un modo mucho más campechano.

Pin empezó a sorberse la nariz con extrema ansiedad.

—Muy bien. En ese caso, no daré ni una puntada más.

Madre, que ahora estaba enfadada de verdad, se levantó y salió disparada de la habitación.

—Laura, ¿cómo es posible? Si se enfada tanto es por tu culpa —acusó Pin, deshaciéndose en lágrimas.

—Me da lo mismo —respondió Laura con rebeldía, aunque también ella estaba a punto de echarse a llorar—. Es una pena. Todas las niñas tendrán vestidos hasta la parte alta de las botas y se reirán de mí, y dirán que soy un cascarón de huevo.

Pensando en lo que la esperaba, empezó a sollozar, pero eso no le impidió arrugar el vestido hasta hacer una bola con él y arrojarlo a un rincón. También dio una patada al aguamanil, que al caer inundó la sala. El gimoteo de Pin aumentó, y la pequeña salió corriendo a buscar a Sarah.

Laura volvió al jardín. Los dos pequeños se le acercaron, pero ella los detuvo con un gesto.

—Dejadme sola. Quiero pensar.

Se quedó en la puerta del jardín, en una actitud acorde con la situación; sus hermanos rondaban al fondo. Entonces madre volvió a llamar.

—Laura, ¿dónde estás?

—Aquí, madre. ¿Qué pasa?

—¿Eres tú quien ha tirado la jarra, o ha sido Pin?

—He sido yo.

—Y ¿lo has hecho adrede?

—Sí.

—Acércate.

Laura obedeció, pero arrastrando los pies. Sin embargo, a madre se le había pasado el enfado, y ella vio entornando los ojos que estaba añadiendo una pieza a la falda. Se sintió inmediatamente culpable y se le hizo un nudo en la garganta cuando oyó la voz apenada de su madre:

—Me avergüenzo de ti, Laura. Y encima en tu último día en casa.

—Yo no quería, madre.

—Si fueras capaz de pedir convenientemente las cosas, las conseguirías.

Laura sabía que era cierto; de hecho, no se le escapaba que madre era incapaz de negarle nada si lo pedía con buenos modos. Pero no conseguía hacerlo; algo en su interior se lo impedía. Sarah decía que era una «cabezona» para regocijo de los otros niños y para su propia indignación; les había explicado mil veces lo que Sarah quería decir realmente.

Al salir de la casa se fue derecha a los parterres de flores: iba a ofrecerle a madre, a quien tanto gustaban las flores pero no tenía tiempo de ir a buscarlas, un ramo del tamaño de un repollo. Pidió a Pin y a los chicos que la ayudaran y, cuando ya tenían las manos llenas, los dirigió hacia una zona retirada del jardín, la más alejada de la cocina de ladrillo que estaba separada del edificio. Era una zona poblada de vegetación en la que daba poco el sol: ahí se elevaban dos gruesos abetos y un enorme eucalipto; unos altos arbustos seguían la valla; una mata de jazmín trepaba por el muro de la casa y enmarcaba las ventanas de los dormitorios; en las partes húmedas y umbrías sólo crecían las violetas. Con lo mucho que les gustan a los niños los espacios reducidos y estrechos, los cuatro habían escogido esta pequeña parcela como su territorio, en lugar del gran jardín de la parte trasera de la casa, y eran muchas las ocasiones en que se habían puesto a cavar y rastrillar. Pero, si bien la energía de Laura —que era un modelo para los demás— se esfumaba siempre muy deprisa, a madre nunca se le olvidaba que aquel rincón le parecía demasiado oscuro y angosto para los niños, y siempre mandaba a Sarah para echarlos.

Allí, a salvo de las miradas, Laura se sentó en un poyete e hizo su ramo. Cuando lo terminó —rojo y blanco en el centro, con un borde más oscuro y el conjunto rodeado por un anillo de hojas de violeta— buscó algo con que atarlo. Sarah estaba muy atareada planchando y no tenía cordel en la cocina, así que Pin fue corriendo a buscar la bobina. Pero, mientras se iba, a Laura se le ocurrió una idea. Pidió a Leppie que sostuviera las flores con sus manitas pringosas y trepó hasta la ventana de su dormitorio o, más bien, se subió al alféizar y desde allí, con las piernas colgando, se las arregló para coger de la cómoda, sin perder el equilibrio, unas tijeras. Reapareció con ellas entre los dientes para gran emoción de los pequeños, que la miraban boquiabiertos.

Los tirabuzones de Laura eran oscuros y los de Pin claros; las dos tenían una larga melena, con la diferencia de que Laura, que ya tenía doce años, desde hacía uno tenía permiso para atársela con un lazo, mientras que los rizos de Pin se balanceaban sin trabas. Todas las mañanas, a primera hora, madre le cepillaba el pelo y, con una especie de adusto orgullo, ordenaba aquellos sedosos bucles alrededor de su dedo. Aunque para Laura los cinco aburridos minutos en que le hacían los rizos eran como un infame encarcelamiento, se enorgullecía de su cabello a su modo y, cuando oía que alguien decía en la calle: «¡Mira qué bonitos rizos!», sacudía un poco la cabellera para que ondearan. Además, tenían un gran aliciente: una mañana de diciembre en que hacía mucho calor, tenía el pelo enredado y madre la hizo estar de pie demasiado tiempo; aquel día se desmayó, arrastrando consigo el tocador entero; desde entonces, en cierto sentido, se había distinguido de un modo misterioso de los demás niños. Madre no la dejaba salir a mediodía en verano y Sarah decía: «¡Suelta eso ahora mismo!» si intentaba levantar algo que pesara demasiado, y ella amenazaba a los pequeños con desmayarse en el acto si no hacían lo que quería. «El desmayo de Laura» se había convertido en un dicho familiar; y la propia Laura le daba tanta importancia que en más de una ocasión había entablado una amistad con las palabras: «¿Te has desmayado alguna vez? Yo sí».

De sus brillantes tirabuzones escogió uno de los más largos y mejor rizados y lo cortó cerca de la raíz. Ató con él las flores: madre vería que era capaz de darle algo que le importaba, y que no era tan egoísta como ella pensaba.

—¡Ay, ay! —dijeron los dos pequeños al unísono antes de romper a reír.

Laura siempre hacía cosas asombrosas para sus hermanos pequeños, que la veían como la personificación de todo lo llamativo e inesperado. En cambio, Pin, que volvía con la bobina de cordel, abrió mucho los ojos de un modo bien distinto.

—¡Laura…! —y se puso a llorar sin más.

—¡Vamos, alberca! —replicó Laura burlonamente; Sarah llamaba a Pin «alberca», por sus perpetuos lloros—. Eres una llorona.

Pero no había quien la calmara, porque estaba perdida en los placeres del propio sacrificio.

Pin miró a Laura mientras se iba bailando y luego se movió sumisamente en su desvelo por estar cerca en caso de que fuera necesaria su intercesión. ¡Laura era tan incauta, y madre iba a enfadarse tanto! Pin, a su manera infantil y tontorrona, deseaba que las dos, las personas a las que más quería, no discutieran; entendía a ambas a la perfección, pero ellas demostraban poco entendimiento, o ninguno, la una con la otra. Se dirigió, pues, a la casa pisándole los talones a su hermana.

Laura no entró sino que, escondida tras el muro de la veranda enlosada, arrojó el ramo por la ventana, con idea de que cayera en el regazo de madre.

Pero madre había soltado la aguja y estaba justo pasándose las manos por la cara, que se le había puesto roja de tanto encorvarse sobre la labor, cuando las flores le dieron un golpetazo en la cabeza. Tanteó impaciente para encontrar lo que la había golpeado. Reconoció la ofrenda de paz y pensó en el pastel sorpresa que Laura se iba a encontrar al día siguiente en la caja. Entonces reparó en el mechón de pelo, y su rostro se ensombreció. ¿Podía haber niña más cargante? ¿Cuál iba a ser su próxima ocurrencia?

—¡Laura! ¡Ven aquí inmediatamente!

Laura se había marchado; no esperaba agradecimiento. Si a madre le gustaba, llamaría a Pin para que pusiera las flores en agua, y ahí terminaría todo. La mera idea de una palabra de agradecimiento la incomodaba. Ahora, al oír el tono de voz de madre, en su boca se dibujó una mueca de terquedad. Entró, como le habían dicho, pero ya estaba otra vez a la defensiva.

—¡Eres de lo más desobediente! —empezó madre en cuanto reapareció—. ¿Cómo te atreves a cortarte el pelo? Desde luego, si ésta no fuera tu última noche en casa, te mandaría a la cama sin cenar —ésta era una amenaza desconocida viniendo de madre, que tenía muchos recursos para castigar a sus hijos pero nunca les había negado la comida—. Casi es mejor que te marches mañana, porque si te quedas darás mal ejemplo a los demás y me las tendré que ver con cuatro niños desobedientes, como si no me bastara con una. Pero si yo fuera tú, me daría vergüenza ir a la escuela de ese modo. ¡Date la vuelta ahora mismo y deja que te vea!

Laura se dio la vuelta, con el corazón en un puño. Pin lloraba silenciosamente en un rincón.

—¡Madre, ella pensó que le iba a gustar! —sollozó.

—No te metas cuando esté hablando con Laura, Pin. Ya es mayor para saber lo que me gusta y lo que no —dijo madre, que estaba algo incómoda con la idea de que su hija se presentara ante unos desconocidos desfigurada de ese modo—. Y tú, márchate y no te vuelvas a poner delante de mí. Eres un incordio.

—¡Laura, estás muy graciosa! —dijeron Leppie y Frank débilmente a coro cuando la vieron pasar.

—Vaya, señorita Laura, esta vez se ha convertido en un muchacho, desde luego —dijo Sarah, que había oído a los niños.

Laura se fue a su cuarto y echó el cerrojo, algo que madre le tenía prohibido. Entonces se tumbó en la cama y se puso a llorar. Madre no había entendido nada, y encima ella se había convertido en un incordio. Se negó a abrir la puerta, aunque todos, uno tras otro, sacudieron el picaporte, y Sarah amenazó con meter la manguera por la ventana. Finalmente la dejaron en paz, y ella se pasó la tarde empapando la almohada con su enojo. Pero antes de desvestirse para pasar la noche abrió a hurtadillas un resquicio para coger el trozo de bizcocho que le había dejado Pin en la esterilla de la puerta. Su optimismo natural se estaba reafirmando. Pensó que si se cepillaba el pelo hacia un lado podría tapar el trasquilón y, al fin y al cabo, hay algo agradable en ser una incomprendida. Hace que te sientas distinta de los demás.

Madre, que siguió cosiendo incluso después de que la siempre ocupada Sarah se hubiera retirado, se sonrió con una sonrisita divertida, aunque rígida, y, antes de cerrar las puertas para la noche, guardó el tirabuzón en lugar seguro.