Capítulo XIV

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Capítulo XIV

—Mi primo Bob se muere por ti.

Laura miró a Tilly con sonrojada incredulidad.

—Pero ¡si nunca he hablado con él!

—Eso da igual. Te ha visto en la iglesia.

—¡Venga ya! Me estás tomando el pelo.

—¡Te doy mi palabra! Y le he prometido que voy a preguntar a mi tía si puedo invitarte a comer el domingo que viene.

Laura esperó ese día con sentimientos encontrados. La invitación a la gran casa de la ciudad donde vivían los parientes de Tilly la halagaba, pero también la incomodaba, y además no tenía ni la menor idea de lo que un chico que «se muere por ti» espera que seas o hagas. Bob era un apuesto joven de diecisiete años, alto, delgado y de piel morena, con dientes blancos como la leche y ojos de español, y a Laura se le secaba la boca sólo de pensar que a lo mejor tenía que mostrarse alegre o pizpireta con él.

Aquella memorable mañana Tilly fue a su dormitorio mientras se vestía, y la miró con aire crítico.

—A ver… No te pongas ese sombrero marrón, por el amor de Dios. Bob no soporta el marrón.

Pero el sombrero marrón era el mejor que tenía Laura, así que se resistió.

—Bueno, si te da lo mismo no estar guapa, allá tú.

Claro que no le daba lo mismo; lo estaba deseando. Aceptó incluso que su amiga le prestara una cinta para el sombrero, porque «a Bob le encanta el azul» y salió sintiéndose rara, y no ella misma, con su sombrero de siempre y el adorno prestado.

La tía, una dama agradable y jovial, las llamó desde un gran carruaje, un birlocho cubierto con una capota blanca, y las dejó en su casa con una cariñosa advertencia:

—¡No vayáis a hacer diabluras!

¡Vade retro! —fue la genial respuesta de Tilly mientras la tía y el carruaje se iban.

Iban a ir a pasear «por la manzana»,[13] según le explicó Tilly, y allí se encontrarían con Bob, pero antes tenían que asegurarse de que no se les había estropeado el peinado o descolocado el sombrero por el camino, y la dirigió hacia el dormitorio de su tía.

Aunque Laura tenía su propia dosis de vanidad natural, estaba demasiado impaciente para otra cosa que echar una rápida mirada a su reflejo. En aquel momento de su existencia, cuando un paseo en un coche de punto era suficiente novedad para embargarla de alegría, un día como el que se presentaba ante ella suponía una expectación sin límites.

Mientras esperaba, no dejó de cambiar el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Tilly no tenía ninguna prisa por salir: se acicaló con muchos melindres desplazando pródigamente el gran espejo por sus lados móviles, y eso tras haberse mirado ya en el pequeño espejo balancín del colegio. Se examinó los dientes, se estiró los párpados inferiores, se peinó las cejas, retorció el cuello así y asá en un esfuerzo por contemplar su persona desde todos los ángulos, se tomó libertades con cepillos y perfumes… En definitiva, estaba sorda y ciega a cualquier cosa que no fuera el perfeccionamiento de su yo, un yo un poco hombruno que, pese a sus formas rollizas y mujeriles, afectaba un aire de chico bonachón, un papel que reforzaba vistiendo con cuello duro y puños.

Laura se alegró cuando por fin decidió que «así podía pasar», y salieron a la radiante mañana otoñal.

—¡Hace un día completamente delicioso!

—Sí, de primera. Dime, ¿tengo bien el talle?

—Muy bien. Más fino que nunca.

—Ya lo sé. Le he dado un empujoncito extra. ¡A ver si tenemos suerte y nos encontramos con uno o dos hombres que conozcamos!

El aire, aire de Australia, las recibió como el burbujeo del champaña. Era increíblemente vivificante, puro y ligero. Desde lo alto de la colina situada al este, la calle, amplia y blanca, bajaba rápidamente, discurría un poco por una hondonada y luego volvía a subir por el otro extremo. Cuando las niñas salieron estaba tranquila, pero cuanto más bajaban más gente había. Estaba llena de gente ociosa como ellas, que había salido a ver y ser vista.

Laura ladeó la barbilla. No había tenido tal sensación de libertad desde que empezó el colegio. Y, por añadidura, ¿acaso no había un chico, un chico guapo, esperándola? Ésa era la clave del día, la finalidad con que se había organizado todo, y, sin embargo, Laura estaba hecha de tal pasta que se habría sentido aliviada si aquel momento hubiera podido prolongarse indefinidamente. El estado de expectación le resultaba muy placentero.

En cuanto a Tilly, esa jovencita iba balanceando los hombros sobre su fina cintura con un estilo algo provocativo, plenamente consciente del color gris azulado de sus bonitos ojos y del corte a la moda de su vestido. Tenía una habilidad que a Laura le parecía tan deseable como inalcanzable: la de parecer entregada a una animada conversación con su acompañante, cuando en realidad no oía ni una palabra de lo que decía Laura y, con el rabillo del ojo, se comía con los ojos a todos los que pasaban.

Llegaron a «la manzana», el tramo que constituye el paseo elegante de Collins Street. La calzada estaba repleta de cabriolés y otros carruajes, y las aceras estaban atestadas de gente. Las chicas avanzaban despacio. Los paseantes se encontraban con sus amistades, iban de compras, devolvían y sacaban libros de la biblioteca, tomaban helados en la heladería y fruta en la gran frutería de la vuelta de la esquina. Había muchos petimetres de cuello almidonado, algunos chicos de Trinity y Ormond[14] con cintas de colores en el sombrero, damas con paquetitos colgados de la muñeca e innumerables colegialas como ellas. Tilly se animó momentáneamente: sus grandes ojos se posaban, como los de un halcón, en todas las caras con las que se cruzaba, y las palabras que dirigía a Laura se volvieron más inconexas que antes. Al final, sus esfuerzos se vieron recompensados y consiguió, con una combinación de mirada y sonrisa, apartar a un joven al que conocía de un grupo que estaba en una puerta y prenderse de su brazo.

De excelente humor ahora que había logrado su objetivo, se dedicó al verdadero cometido de la mañana: pasear arriba y abajo. Ya no manifestaba siquiera un interés fingido por Laura, que caminaba junto a la pareja como una tercera persona lisiada y superflua. Aunque buscaba aplicadamente a Bob con la mirada no era capaz de encontrarlo, y la mayor parte del tiempo se le iba en esquivar a otras personas y perseguir a sus acompañantes, porque con la calle tan llena no era fácil ir andando los tres juntos.

Fue entonces cuando lo vio, y se llevó una desagradable sorpresa. ¡Ojalá Tilly no lo viera! Pero no tuvo esa suerte.

—¡Mira, ahí está Bob! —le dijo Tilly en ese momento con un codazo.

Desafortunadamente, el muchacho no había estado esperando ansiosamente el momento de verla aparecer. Iba andando con dos muchachas, riendo y conversando. Se quitó el sombrero para saludar a su prima y a su amigo, pero no se despidió de sus acompañantes y, tras cruzárselas, despareció entre el gentío.

Tilly se puso la mano delante de la boca para susurrar:

—Una de esas Woodward está loquita por él. Seguro que no se puede librar de ella.

Esto la consolaba un poco. Pero en el siguiente encuentro Bob siguió sin proponer unirse a ellos. ¿Cabría suponer que prefería la compañía de las chicas mayores y guapas con las que paseaba? Cuando volvió a pasar a su lado, Tilly, que le había dedicado una de sus más elocuentes miradas, se volvió y echó una ojeada al rostro de Laura.

—Laura, por lo que más quieras, pon una cara un poco más amistosa, o no vendrá.

De lo que tenía ganas Laura era de llorar. Habían interceptado su rayo de sol, habían marchitado su buen humor; si de ella hubiera dependido, se habría vuelto derecha al colegio, con el rabo entre las piernas. No necesitaba para nada a Bob, jamás había pedido que él «se muriera» por ella, y si ahora resultaba que encima tenía que pescarlo, era el colmo. Sin embargo, nada podía remediarlo; tenía que pasar el trago y, viendo que Tilly parecía dispuesta a culparla por su indiferencia, Laura selló sus labios y, en previsión de la nueva ocasión en que Bob asomara la nariz, los transformó en una débil sonrisa.

Poco después, se acercó a ellas. El primo Bob ya tenía preparada una sonrisa de saludo.

—¡Vaya, has estado armando un buen revuelo! —exclamó Tilly, y le dio con el codo—. Desde luego, no tienes ojos para nosotras, pobrecitas. ¡Qué precio has pagado por los guantes de la señorita Woodward esta mañana!

Bob respondió riéndose, puso cara de pillo, y se dio una palmada en el bolsillo de la pechera.

Era hora de volver a casa. Tilly y su galán iban delante, «porque ya sabemos que vosotros dos preferiréis estar solos. Pero, Bob, ¡no le pongas ojos de cordero degollado, por favor!».

Bob sonrió y, desde debajo de sus oscuras pestañas, voló una mirada arrebatadora. Empezaron a subir la cuesta rezagados. Laura se dio cuenta de que era el momento de decir algo ingenioso, o pertinente, o inteligente, y notó con fuerza una pequeña pulsación en el cuello mientras se estrujaba los sesos. ¡Ojalá tuviera apenas un pedacito de la lengua suelta de Tilly! Consideró y descartó, uno por uno, el agradable frescor de la mañana, lo llena de gente que estaba la calle, e incluso el hecho de que al día siguiente fuera domingo. Mientras tanto, tenía las orejas y las mejillas encendidas por su propia cortedad de ingenio. Y Bob sonreía. Ella casi le odió por esa sonrisa. Se le veía tan seguro, y también tan perturbador. De cerca, tenía los dientes incluso más blancos y los ojos más negros de lo que había creído. También su labio superior era muy oscuro, y se lo toqueteaba incesantemente con el dedo, como si estuviera esperando que ella diera el primer paso.

Pero esperó en vano. Cuando ya habían recorrido una manzana entera en ese estilo mudo, fue él quien rompió el silencio.

—Estas Woodward son fantásticas —comentó, y parecía estar recordando sus encantos.

—Sí, parecían encantadoras —respondió Laura con una vocecita, sumamente consciente de sus trece años.

—¡Extraordinarias! Aunque… May está tan delgada… May es la guapa. Tiene un tipo precioso. Creo que con las dos manos podría abarcar su cintura… y su servicio es de primera. En tenis, quiero decir.

—¿Ah, sí? —dijo Laura sin entusiasmo, indeciblemente abatida por el giro que estaba dando la conversación. Ella no tenía la cintura marcada, y sus conocimientos de tenis eran ínfimos.

—¡Ya lo creo! Por encima de la cabeza, y con efecto. Juega con una raqueta de cuatrocientos gramos. Y también tiene un revés que ¡madre mía!… Supongo que también juegas, ¿verdad?

—Claro —Laura respondió con seguridad, pero rezaba porque él no quisiera saber nada más al respecto.

En este momento, el paso de un tándem distrajo la atención de Bob. En cuanto volvió a dedicarla a Laura, ella dijo:

—Estás en el Trinity, ¿verdad? —lo cual era sutil, porque ella sabía que no.

—Sí, bueno… no del todo —contestó Bob muy satisfecho—. Empiezo allí este invierno.

—¡Qué bien!

Se produjo otra pausa; después Laura soltó:

—Nosotras, las anglicanas, siempre llevamos los colores del Trinity en la regata.

Esperaba con el corazón que eso le llevara a decir que la buscaría allí, pero no hizo nada semejante. Su respuesta fue anunciar que ese año confiaban dar una buena tunda a los del Ormond.

La comida amenazaba con ser formidable. Para empezar, Laura, que para entonces ya había educado con éxito, proscribiéndola, su espontaneidad y franqueza natural, nunca se mostraba tan tímida como cuando comía con extraños, pues ahí todo lo que una decía podía llegar a los oídos de todos los comensales. Además, tenía enfrente a una niña muy vivaracha de cinco o seis años, a la que llamaban Thumbby, o Thumbkin, que sólo apartaba sus redondos ojos de ella para hacer gracias a su padre. Y, lo que era peor, el tío resultó ser de los que le inspiraban automáticamente terror: un hombre hecho y derecho, y bromista. Además, tenía la cara muy peluda y una expresión de solemnidad sobrenatural.

Empezó nada más arrimar la silla a la mesa. Elevó la cabeza, sacó la barbilla y empezó a husmear a un lado y a otro sin dejar de mover la nariz, justo como hacen los gatos. Todo el mundo le miraba sorprendido. Tilly, que estaba sentada a su lado, se sonrojó.

—¿Qué sucede, cariño? —preguntó por fin su esposa con tono amable, pues era obvio que no iba a parar hasta que le preguntaran qué estaba haciendo.

—¡Noto un olor extraordinario! —contestó—. Madre, me apuesto lo que quieras a que alguien se ha puesto mi perfume.

—No digas bobadas, Tom.

—¡Papá dice bobadas! —dijo la niñita.

Llevándose los nudillos a los ojos, el hombre hizo como si llorase por el reproche de su hija, y a continuación se volvió hacia Laura.

—¿Sabe, señorita Ra… Ra… Rambotham —fingió que no era capaz de pronunciar el apellido—, sabe que soy un hombre muy dotado para el perfume? Se lo aseguro. Todas las mañanas me baño en perfume.

Laura esbozó una sonrisa tímida sin que la niña le quitara los ojos de encima.

—Se lo aseguro, de verdad. En la barriga, hasta la barbilla. ¿Quién se lo ha puesto? Porque, en mi opinión, no me quedará suficiente para lavarme las cejas. Bob, ¿has sido tú?

—No digas asnadas, padre.

—Córtame un poco de pan, Bob, por favor —dijo Tilly apresuradamente.

—¡Es algo totalmente extraordinario! —insistió el tío—. O eso o, cielo santo… Madre, ¿puede estar empezando ya mi ataque mensual de delirium tremens? Como sabrás, no lo espero hasta la semana que viene, el lunes a las cinco en punto.

—Cariño, no seas tan bobo. Además, no es tu perfume, sino el mío, y puede ponérselo quien guste.

—¡Bien, bien, que convoquen a los gatos! Por cierto, señorita Ra… Ra… Rambotham, ¿está usted al tanto de que mi hijo, aquí presente, es todo un conquistador confeso?

Laura y Bob se pusieron de distintos tonos de carmesí.

—¿Por qué se ha puesto tan roja? —preguntó la niña a su madre con un susurro audible.

—¡Déjalo ya, padre! —murmuró Bob disgustado.

—Se lo aseguro, de verdad. ¡No se fíe de Robert! Siempre tiene un nuevo amor antes de terminar con el viejo. Pregúntele de quién es el guante que protege en el bolsillo, cerca del corazón.

Bob empujó su plato y, por un momento, pareció que iba a levantarse de la mesa. Laura era incapaz de alzar la vista, y Tilly masticaba, enojada, en silencio.

Entonces, la niña los distrajo.

—Tú también eres todo un conquistador, papi.

—¿Yo, Thumbkin? Madre, ¿has oído eso? Es por las patillas, Thumbby. A las mujeres les gustan las patillas, o un fino bigote hacia abajo, como el de mi hijo Bob. —Y, en este punto, se puso a cantar—: ¡Ay, ay, cómo les gusta a las damas!

—Tom, ten la bondad de callarte, querido.

—¡Debajo un botón, Tom, Tom! —gorjeó Thumbby.

—¡Bien, bien, que convoquen a los gatos! —Ésta debía de ser su manera de cambiar de tema.

Después de esto, pareció que el resto del almuerzo iba a transcurrir sin mayores complicaciones. Pero entonces, de repente, mientras se estaba pelando una manzana, aquel hombre terrible dijo, como si hablara consigo mismo:

—Ra… Ra… Rambotham. ¿Dónde he oído antes ese apellido?

—Wa… Wa… ¡Wamboffam! —remedó Thumbkin.

—Diablillo, eres tan avispada que vas a terminar clavándote el aguijón.

Cuando Thumbkin dejó de chillar: «¡Te lo voy a clavar a ti, papá!», el tío se dirigió a Laura:

—Jovencita, ¿no serás de Warrenega?

A punto de caerse al suelo, Laura contestó que sí, que era de allí.

—En ese caso, he tenido el placer de conocer a tu madre. Una mujer alta y morena, ¿verdad?

Por debajo de la mesa, Laura juntaba las palmas de las manos y apretaba los pies contra el suelo. ¿Iba a ser ahí, en ese momento, delante de todos y de Bob en particular, cuando saliera a la luz el vergonzante secreto de los bordados? Apenas podía mover los labios para esbozar una respuesta.

Su confusión era demasiado evidente para pasarla por alto. Entre marido y mujer, sobre la cabeza gacha de Laura, volaron las señas, y poco después la familia se levantó de la mesa.

Pero era tan evidente que Tilly estaba de mal humor que su tío no podía dejarla marchar así como así, y gritó:

—¡Dios mío, Tilly, no te muevas! ¿Qué es eso que tienes en la espalda?

Tilly procedía de una zona campestre, y su pensamiento dio un respingo, temiendo escorpiones y tarántulas. Con espanto, intentó ver algo sobre su hombro, anticipándose con un chillido.

—¡Ay, Dios! ¿Qué es?

—¡No te muevas! —El tío se le acercó poniendo los dedos como pinzas y, al momento, exclamó—: ¡Diablos, no es que hayas crecido, es que tienes un polisón!

Mientras hablaba, pellizcaba el lugar en el que normalmente se ponen los polisones.

Hasta Bob tuvo que unirse a la algarabía que siguió, que se prolongó hasta que Laura pensó que al tío iba a darle un ataque. Entonces, por tercera vez, invitó a los presentes a unirse a él convocando a los gatos, murmuró algo sobre «jorobar el hatillo» y salió al vestíbulo, donde le oyeron cantar con Thumbby «por todo el mundo».

Poco pudo hacer la tía para calmar a Tilly, que de lo enfadada que estaba casi se echa a llorar.

—¡Nunca en mi vida me he puesto un polisón! ¡El tío es un grandísimo idiota! ¡Nunca he conocido a nadie tan idiota!

Desapareció, furiosísima, para calmar sus agitados ánimos en privado, y estuvo ausente más de media hora. En ese tiempo, Laura y Bob se quedaron a solas. Pero el trato entre ellos fue incluso menor que antes. Bob, todavía dolido por las bromas de su padre, se inclinaba a mostrarse arrogante, como si temiera que Laura pudiera tomarse alguna libertad con él después de que le hubieran dejado en tan mal lugar, y ella, a quien el tono jocoso del almuerzo había hecho perder toda la seguridad, no se había recobrado del golpe de oír cómo, tan bruscamente, se revelaban sus orígenes. Además, dado que en aquel momento de su vida la idea que se hacía del arte de la conversación era intervenir con comentarios titubeantes que no llevaban a ningún sitio, o bien hacer preguntas aún más titubeantes, Bob no tardó en disimular los bostezos, y no siempre lo conseguía, lo cual acabó contagiando a Laura. Y ahí se quedaron, esforzándose al máximo para que no pareciera que se daban cuenta de los horribles espasmos que distorsionaban sus rostros cada pocos segundos. Al final, Bob no pudo más, y salió de la sala como el rayo.

Laura se quedó sola; parecían haberla olvidado. Los minutos pasaban y nadie venía, a excepción de un gatito gris que salió como de la nada dando un saltito. Se puso el animalito en el regazo, donde se hizo una bola y se echó a dormir. Y siguió sola, en aquella sala oscura y recargada acariciando al gatito, que ni soltaba chistes tontos ni la obligaba a estrujarse los sesos para dar con un tema de conversación.

Cuando por fin volvió Tilly, expresó su sorpresa, más bien ácidamente, ante la ausencia de Bob y se fue a buscarlo; Laura les oyó cuchichear y reír en el pasillo. Para cuando volvieron, habían decidido que los tres saldrían a dar un paseo. Como el cielo estaba encapotado y las chicas no tenían paraguas, Bob llevaba uno, muy grande, perteneciente al tío. Tilly lo llamaba el «paraguas familia», y ese par de palabras dio lugar a tantas bromas que duraron todo el camino de ida. Tanto duraron que Laura, cuya contribución terminó enseguida, estaba cada vez más estupefacta oyendo lo que ellos decían.

A esa hora, Collins Street estaba tan vacía como un camino campestre. Los jóvenes fueron hasta Bourke Street, donde buscando algo mejor que hacer entraron en el Eastern Market y pasearon por su interior. El ruido del ganado, tanto en la planta baja como en el piso de arriba, era ensordecedor: los cerdos gruñían, los gallos cacareaban, los pavos glugluteaban, los loros graznaban, mientras que las rudas voces humanas sonaban y resonaban bajo el elevado techo. También olía, olía una extraordinaria mezcla de todos los olores individuales de aquellos seres vivos; a frutas y verduras, frescas y pasadas; a flores, mantequilla y grano; a carne, pescado y quesos fuertes; a serrín salpicado de agua y pavimento recién mojado… Un olor fenomenal y complicado, tan fuerte que Laura se puso a husmear como un spaniel. Pero al cabo de unos minutos Tilly, que aún seguía baja de ánimo, lo calificó de «hedor repugnante» y se llevó el pañuelo a la nariz, por lo que se apresuraron a salir pasando sin detenerse en muchos puestos llamativos, ocultos en los rincones oscuros de la planta baja, en los que había cosas como una mujer sin piernas, una ternera de dos cabezas y similares.

Fuera había empezado a llover, así que entraron en una exposición de obras en cera. No tenía el menor interés, y estaban simplemente matando el tiempo cuando les llamó la atención el letrero de una sala, que decía: «Casados solo». Las bromas y los chistes que suscitó fueron tantos como los del paraguas, y Laura se cansó tanto de ellos, y de fingir que le parecían divertidos, que también empezó a ponerse de mal humor, y se consoló pensando mordazmente que sus acompañantes llevaban los chistes en la sangre.

Para cuando salieron era ya hora de que las chicas volvieran al colegio. Cogieron un coche de punto; Bob las acompañó. De camino, encajonada entre los dos primos, Laura pensó, impulsivamente, de qué penosa manera su día había resultado un fracaso. Sólo un minuto antes se había estremecido un instante, porque Bob estiró el brazo en el respaldo del asiento, pero enseguida se dio cuenta de que lo hacía para juguetear con los ricitos que le caían a Tilly por el cuello. Se alegró cuando el coche se detuvo, cuando Tilly sacó ostentosamente media corona de su bolso y cuando Bob las dejó en la puerta con un «¡Bueno, hasta luego, señoritas!».

Las internas pasaron el resto de la tarde cosiendo para la beneficencia. Laura llevaba semanas trabajando en una gruesa enagua roja de franela. Por regla general la reprendían constantemente por su holgazanería, pero aquella tarde, habiéndose alejado de Tilly, se sentó con una chica que tenía una larga trenza y ojos pequeños y finos, a quien conocían como «Chinky». Chinky siempre estaba adulando a Laura, y se podía confiar en su silencio. Laura cosía con la cabeza baja y los labios fruncidos, y estaba tan absorta en la labor que el único reproche que recibió no tenía nada que ver con su diligencia. La señorita Chapman se escandalizó al verla con el brazo rígidamente estirado.

—¿Cómo puedes ser tan vulgar, Laura? ¡Mira que coser con un hilo tan largo!