Capítulo XI
Capítulo XI
Había una cosa muy rara, y era que a pesar de todo resultaba muy fácil ser amiga de Lilith Gordon. Pese a que no formaba parte de su grupo, pese a que a Laura ni siquiera le caía bien, y pese a que había podido comprobar en muchas ocasiones que Lilith tenía dos caras y no se podía confiar en ella, en los meses que siguieron al asunto del vestido violeta, Laura intimó más con aquella chica regordeta de pelo color arena que con Bertha, Inez o Tilly. O, para decirlo con mayor exactitud, tenía con ella constantes lapsus de intimidad, de los que se arrepentía cuando ya era demasiado tarde. En cierto sentido, era culpa de Lilith, que podía llegar a ser muy simpática. Cuando quería, podía parecer una amiga a las duras y a las maduras, y con esa artimaña lograba que Laura se desahogara con ella; pero después iba por ahí riéndose con otras niñas de lo que le había contado. En esas circunstancias, Laura se sentía especialmente desamparada. Cuando se acercaban a ella con tacto y afabilidad, cualquiera podía engañarla como a una boba.
Que las dos se desvistieran juntas antes de acostarse tenía mucho que ver con esa confianza. Esa media hora en que, con el cabello suelto, los brazos, gruesos o delgados, empuñan el cepillo, era el momento de toda clase de confidencias. La auxiliar que ocupaba la cuarta cama no subía hasta las diez en punto, y la hija del tabernero, una niña perezosa, estaba ya medio dormida antes de que las otras dos se acabaran de desvestir.
En una de estas charlas confidenciales, Laura hizo una grandísima tontería. En un momento de debilidad, desveló sin ningún motivo su secreto: que su madre mantenía a toda la familia con su trabajo manual.
Las dos estaban sentadas en la cama de Lilith. Laura había tenido un día de contratiempos que, sin lugar a dudas, influyó parcialmente en que se diera ese gusto. Pero, además, su compañera acababa de decirle, sin que nadie le preguntara nada, que la encontraba «muy guapa». No estaba en la naturaleza de Laura dejar pasar un cumplido, porque la incomodaban los compromisos y se sentía en la obligación de pagarlos con la misma moneda.
—¿Bordados? ¿De qué tipo? ¿Cómo los hace? —el interés de Lilith se despertó de inmediato. Un interés falso y adulador, reflexionó la víctima más adelante.
—Ah, pues mi madre es muy habilidosa. Además, lo que hace es precioso. Todo de seda, y con muchísimos colores. Una vez hizo un tapete para piano, y le pagaron cincuenta libras.
—¡Eso es fantástico!
—Pero que se lo encargaran fue un golpe de suerte. Lo que más hace son trajes para niños, capas y cosas así.
—Pero no es modista, ¿no?
—¿Modista? ¡No, claro que no! Lo que hace se envía, ya listo, a las principales tiendas de la ciudad.
—Ah, ya veo. Debe de ser muy buena.
—Ya lo creo; puede hacer de todo. Saca los patrones de cabeza.
Y así, henchida de orgullo por las proezas de madre y el aprecio de Lilith por ellas, aquella noche Laura se durmió sin ningún escrúpulo de conciencia.
La tarde siguiente, varias internas que habían terminado la tarea se entretenían en el comedor; entre ellas estaban Laura y Lilith. En el grupo había otra niña, Lucy, pequeña pero muy ingeniosa; vivía en Toorak y procedía de una de las mejores familias de Melbourne. No era tan mayor como Laura, que le sacaba dos años, pero ya era temida y respetada por el agudo desdén con que formulaba sus opiniones.
Lilith Gordon fanfarroneó:
—Mi tío me ha prometido un reloj de oro con su cadena cuando apruebe el preparatorio.
Lucy de Toorak se echó a reír: mientras bajaba la cabeza, las comisuras de sus labios se elevaron.
—¿De verdad crees que te lo regalará?
—Sólo Dios lo sabe, y Él no lo va a decir. Pero seguro que me llevo el reloj de todos modos.
—¿Dónde vive tu tío?
—En Brisbane.
—Y ¿seguro que puede permitírselo?
—Pues claro.
—¿A qué se dedica?
Lilith tuvo el infortunio de dudar, siquiera un poco.
—Huy, tiene mucho dinero —aseguró.
—¡No quiere decirnos a qué se dedica!
—Me da igual decirlo o no.
—A lo mejor es carnicero, o ¡puede que enterrador!
—¡Carnicero! Pero ¡si tiene el periódico más grande de todo Brisbane!
—¡Un periódico! ¡Madre mía! ¡Su tío tiene guardado un periódico!
Todas las chicas del corro se echaron a reír, pero Lilith se había puesto totalmente roja.
—No hay nada de lo que avergonzarse —dijo con rabia.
Pero Lucy de Toorak no podía parar de reír.
—¡Un tío que tiene un periódico guardado! ¡Un periódico! La verdad, me alegro de que ninguno de mis tíos sea tan raro. Oye, y ¿es él quién lo deja delante de las puertas por la mañana?
Al principio, Laura contemplaba pasivamente lo que ocurría, contenta de que otra, y no ella, fuera blanco del ingenio de la joven Lucy. Pero en ese estadio de su existencia su propósito era halagar para ganarse siempre el favor del más fuerte. Así que se unió al bullicio de risas suscitadas por la confesión de Lilith y la réplica de Lucy, y se burló como las demás.
Un susurro en el oído la detuvo en seco:
—Si dices una palabra más, les diré lo de los bordados.
Laura se quedó pálida del susto. Ese día estaba de buen humor y casi se le había olvidado su tonta confidencia de la víspera. Tenía una burla en la punta de la lengua, y ahora le quemaba. No podía borrar su sonrisa de golpe —todo el mundo se habría dado cuenta—, pero se hizo más débil, fría y poco natural hasta esfumarse gradualmente, dejándola con una expresión muy solemne.
A partir de aquella noche, Lilith Gordon se convirtió en una bomba de relojería que podía explotar en cualquier momento. Y ¡era ella quien había prendido la mecha!
Socialmente, a Laura la habían aceptado desde el primer momento como a una más, incluso las más esnobs, y ello a pesar de su miserable paga y de sus vestidos ridículos. Porque la niña tenía casta: cabeza bien proporcionada, buenas manos, pies y orejas. La nariz tenía una curva muy pronunciada, lo cual sólo podía significar que llevaba sangre azul o que tenía un antepasado judío —y en la sección de internado no admitían judías—. Pero, por más que el dinero se hiciera entender con claridad meridiana en aquella joven comunidad, y por más eficaz que fuera para tapar defectos, no lo era todo: los instintos heredados y las tradiciones no podían dejarse a un lado tan fácilmente. Entre las más acaudaladas, algunas sabían que sus antecedentes familiares no resistirían un escrutinio detallado, motivo por el cual se había establecido entre ellas un misterioso respeto que profesaban a otras que no tenían nada que temer en ese sentido. Es más: fuera del círculo de las que eran inmensamente ricas, las distinciones de clase se observaban con una precisión que sólo puede darse en una sociedad extraordinariamente mezclada. Únicamente las tres profesiones se consideraban sacrosantas.[7] La profesión de arquitecto, por ejemplo, o la de ingeniero de caminos, si no llevaban emparejada una fortuna, no gozaba del menor prestigio. El comercio o cualquier relación con él, o la más mínima reverencia ante la compra y venta, eran máculas que nada podía limpiar, y las niñas que tenían tenderos entre sus parientes, o peor aún, taberneros, habrían preferido morderse la lengua antes que reconocer su desgracia.
Laura sabía muy bien que la buena cuna y la apariencia aristocrática no iban a servirle de nada si llegaba a saberse que madre trabajaba para mantener a la familia. El trabajo en sí era ya bastante malo; ¡cuánto envidiaba a aquellas que tenían un padre cuya actividad principal era vivir de su dinero! La circunstancia añadida de que madre fuera una mujer lo empeoraba todo diez veces, porque las damas no trabajaban; siempre tenían a un hombre que les dejaba lo suficiente para vivir y, cuando no era el caso, él compartía la ignominia. Así que el miedo de Laura se acrecentó por el temor de que la verdad saliera a la luz, en cuyo caso sería una paria, y vivía en el pavor constante de que Lilith la traicionara. Sin embargo, no pasó nada, al menos hasta donde ella pudo saber, y trató de conciliarse con su compañera por todos los medios. Pero con el paso del tiempo la inquietud la convirtió en un puercoespín, dispuesto a erizar las púas al menor roce. Siempre estaba pendiente de cualquier alusión a la posición de su madre y del desaire que iba a acompañarla.
Hasta las auxiliares notaron el cambio.
Tres de ellas estaban sentadas una tarde en torno a la chimenea del salón de la señora Gurley, con los pies apoyados en el guardafuegos. Las niñas ya se habían ido a la cama. Era la noche libre de la señora Gurley y, dado que la señorita Day también estaba de permiso, las tres que quedaban podían sentirse más unidas de lo habitual. La señorita Snodgrass había hecho tostadas —a pesar de que la señorita Chapman temblaba pensando que la señora Gurley notaría el olor al volver— y, mientras charlaban, la señorita Snodgrass les contó cómo le acababa de confiscar un libro a Laura Rambotham, que trataba de llevárselo a su habitación a escondidas, y cómo al final había resultado que no era de Laura, sino de Lilith Gordon.
—Con todo y con eso, se puso hecha una fiera. Es una niña de lo más reprensible, eso es lo que es. Ayer mismo quise ver un bordado que tenía en el delantal, con una puntada nueva bastante bonita, y ¿creen que me dejó verlo? Lo apartó y me miró como si me quisiera comer. Me entraron ganas de darle un sopapo en las orejas.
—Yo nunca he tenido ningún problema con Laura. Más bien me parece que no sabes hacerte con ella —respondió la señorita Chapman, que a continuación hizo una pequeña maniobra: como no tenía buena dentadura, esperó un momento a que la aguda vista de la señorita Snodgrass se fijara en otra cosa para envolver subrepticiamente la corteza de la tostada en su pañuelo.
—Yo lamentaría tratarla como lo hace usted —respondió la señorita Snodgrass con un bostezo—. En nuestros días, hay que enseñar a las niñas a saber estar.
Bostezó de nuevo y, buscando con la mirada por el salón un nuevo tema de conversación, lo encontró en la señorita Zielinski.
—¡Vaya, Ziely! ¿Qué te tiene tan ensimismada? —Pasó el brazo alrededor del cuello de la lectora y, sin ceremonia alguna, se inclinó sobre el libro—. ¡Ah, malvada, estás otra vez con Ouida![8] ¡Siempre tienes la nariz metida en alguna novela despreciable!
—Déjame en paz —dijo la señorita Zielinski malhumorada y volviendo rápidamente a su libro, pero sin alzar la vista, porque tenía los ojos empañados.
—Mañana vas a equivocarte otra vez en las cuentas de la colada, de lo llena que tendrás la cabeza de esas cosas.
—Sí, es hora de irse, niñas; mañana es sábado —intervino la señorita Chapman con un suspiro, porque los sábados por la mañana entre las seis y las ocho había que separar y ordenar en pilas cincuenta y cinco lotes de colada.
—¡Ay, Señor, qué vida esta! —exclamó la señorita Snodgrass, y volvió a bostezar con una suerte de desesperación furiosa—. ¡Juro que me casaré con el primer hombre que me lo proponga, para escapar de esto! Siempre que tenga suficiente dinero para mantenerme con decencia.
—Pues no tardarás en querer volver, si lo único que sientes por él es eso —observó la señorita Chapman.
—¡Ni hablar! Ni aunque tenga joroba, o una amante, o más de ochenta años. ¡Ay, querido, querido! —y se abrazó a sí misma con tanta fuerza que le crujieron los huesos. Y, recobrando un tono de conversación normal, remató—: No sé si poner un ala marrón o verde en mi dichoso sombrero.
El asombro hizo que el rostro de la señorita Chapman se alargara.
—¿Tu sombrero? ¿Por qué quieres cambiarlo? Está muy bien como está.
—Mi querida señorita Chapman, ¡si se pasó de moda hace lo menos seis meses! Ziely, ¡estás llorando!
—¡No! —contestó débilmente la señorita Zielinski, a quien había pillado sonándose la nariz.
—¿Cómo puedes llorar leyendo un libro? ¡Ni que lo que cuenta fuera verdad!
—Doy gracias a Dios de no tener un corazón tan frío como el tuyo.
—Y yo se las doy por no ser una romántica idiota. Y si tú te llamas Thekla, por algo será.
—Mi nombre está tan bien como el tuyo. Y nadie me va a mirar por encima del hombro porque mi padre fuera alemán.
—Señorr káiser, ¿quierre comprarr un perro? —canturreó la señorita Snodgrass.
—¡Niñas, niñas! —amonestó la señorita Chapman—. Hay que ver lo que discutís. Mirad, ¡ahí viene la señora Gurley! Y ya son más de las diez.
Al oír chirriar la puerta principal, las dos jóvenes se levantaron, cogieron sus cosas y se fueron a toda prisa. Pero el ruido había sido una falsa alarma y la señorita Chapman, tras recoger unas migas y ordenar las sillas, volvió a tomar asiento. Mientras esperaba, miraba y se preguntaba, con un suspiro, si llegaría a tener un día la suerte de poder decir que ese acogedor saloncito era suyo. Sólo en momentos como aquel se permitía soñar así. En presencia de la señora Gurley, majestuosa con su toca y su toquilla, como estaría de un momento a otro, o envuelta en su magnífico chal, esas ideas se hundían en el nivel del decoro, y la señorita Chapman las reconocía en su justa medida. Pero ahora, de noche, a solas, con la barbilla apoyada en la mano y los ojos pendientes de los rescoldos del fuego, a merced de la sobrecogedora quietud de la casona, semejante ambición no le parecía por completo fuera de su alcance y, dando rienda suelta a su imaginación, se veía recorriendo vestíbulos y aulas, dando órdenes que los demás tenían que cumplir, e incluso pensaba en algunos cambios necesarios, de tener a su cargo el personal.
Pero la inserción de la llave de la señora Gurley en la cerradura y el ruido de sus pasos por el linóleo bastaron para despertar en la señorita Chapman un sentimiento de culpabilidad. Se levantó siendo de nuevo la vieja y mustia auxiliar que por todo pedía perdón.