Capítulo XIX

fil1

Capítulo XIX

Así pues, Laura partió para Coventry. No es que el destierro social que ahora padecía fuera conocido por ese nombre. Para la mayoría de las chicas, Coventry no era más que una palabra en el libro de geografía, un lugar en el que, según se decía, se hacían cintas y donde, para unas pocas más leídas, alguien estuvo esperando en medio del puente entre lacayos y mozos de cordel:[23] este detalle, por raro que parezca, les llamaba más la atención que la historia de lady Godiva, que les parecía poco más que una anécdota perversa.

En cualquier caso, lo conocieran con el nombre que lo conociesen, el ostracismo de Laura era total. La habían probado, examinado y descartado, y ni las que tenían el corazón más blando podían encontrar una excusa a su comportamiento.

Que Chinky eligiera justo ese momento para infligirle una nueva vergüenza no fue sino otro ejemplo de cómo la desgracia se ceba con aquellos a los que la fortuna da la espalda.

En uno de los tristes días que se habían convertido en norma, en los que Laura hubiera preferido ser un conejo bien oculto en su madriguera, se cruzó con Jacob, el hombre para todo de la escuela, que bajaba la escalera mientras ella subía. Llevaba un baúl al hombro. Laura había notado a lo largo del día una tenue agitación entre las internas. Hacían corrillos y hablaban bajito… seguramente de ella, según creía por cómo la miraban por encima del hombro cuando pasaba a su lado. Procuró hacerse muy pequeña pero, a la hora del té, y después a la de la cena, no vio a Chinky por ningún sitio. Entonces la curiosidad la pudo e intentó sonsacar a una de las pequeñas.

Maria apareció mientras hablaban y la niña salió corriendo, porque las pequeñas remedaban a las mayores en lo de convertir a Laura en un tabú.

—¿Qué, mentirosa? ¿Pretendes hacernos creer que no sabes por qué se ha ido? —dijo Maria—. No, gracias, no nos vale. Esta vez no nos vas a engatusar.

—¿Otra vez Safira con sus trucos? —espetó la inseparable Kate, que había cazado las últimas palabras al vuelo—. No, gracias, a las mentirosas no se les cuenta lo que ya saben. ¡Chúpate ésa!

Laura tuvo que desentrañar poco a poco el significado de esas palabras, hasta que descubrió la horrible verdad. Habían expulsado a Chinky —en un acto no público, porque era una interna— de la escuela. Su delito había sido robar medio soberano del bolso de una de sus compañeras de clase. Cuando la acusaron, confesó entre lágrimas que no lo había cogido para ella, sino para comprarle un anillo a Laura Rambotham y, con esta confesión en los labios, salió de la vida de su cómplice. Sí, cómplice, porque, para muchos, mentirosa y ladrona eran sinónimos.

A Laura, Chinky le importaba un comino. Pensaba que lo que había hecho era «repugnante y vil» y así lo dijo con aspereza pero, naturalmente, nadie la creyó. Era demasiado orgullosa para defenderse, pero volvió a la carga una y otra vez, porque el razonamiento de que estuvieran conchabadas la hirió en lo más vivo. Sus esfuerzos para demostrar su inocencia fueron en vano; no fue capaz de dar a entender a sus enemigas la abismal diferencia entre inventarse una historia sobre alguien y poner las manos en propiedad ajena. Si se podía hacer una cosa también se podía la otra, y sus compañeras se aferraron convencidas a la idea de que, aunque no hubiera sido ella quien metió la mano en el bolso, sí había incitado a Chinky al robo por amor a las joyas. De este modo, pasada una temporada, Laura abandonó sus intentos y sufrió en silencio; y sufría de verdad, porque sus compañeras de escuela eran crueles, con esa intolerancia y esa dureza carentes de imaginación que hacen tan difícil de soportar la crueldad de una mujer. Laura tuvo que acostumbrarse a que se dudara de cada una de sus palabras, a que en su presencia se llamara a una tercera que corroborase lo que decía, y a ver cómo sus compañeras de dormitorio cerraban los bolsos ante sus propias narices.

Sin embargo, ya sólo quedaban tres semanas para las vacaciones de Navidad. Trazó veintiuna rayas en una hoja de papel que sujetó con una chincheta en la pared, encima de la cama, y todas las mañanas tachaba una. Estaba muy decidida a pedirle a madre que no la enviara de nuevo al colegio; tal vez bastara con decirle que no comía convenientemente para que pusiera el grito en el cielo.

Cajas y baúles se estaban bajando de los trasteros para distribuirlos entre sus propietarias cuando llegó una carta de madre: en ella decía que los dos pequeños tenían conjuntivitis granulosa y que Laura no podría ir a casa hasta pasadas dos o tres semanas, por temor al contagio. Iba a pasar ese tiempo con Pin en una zona de playa al sur de la bahía, donde una de sus tías tenía una casita.

A Laura le agradó la noticia, porque sólo de pensarlo temía el ojo escrutador de madre y en la casita no tendría que enfrentarse a ninguno de sus parientes adultos. Sólo iba a haber un ama al cuidado de unos cuantos niños.

Al concluir el reparto de premios, en lugar de emprender una viaje en tren campo a través, Laura, escoltada por la señorita Snodgrass, subió a bordo de uno de los vapores que surcaban la bahía.

—Espero que el aire del mar te siente bien y cojas algo de color —dijo la auxiliar afablemente mientras se dirigían al puerto; la perspectiva de perder de vista durante un tiempo a las cincuenta y cinco la tenía de muy buen humor—. Últimamente parece que siempre se te ve por los suelos.

Laura agitó como es debido el pañuelo desde el puente del Silver Star, y las palas empezaron a girar. Mientras la espalda de la señorita Snodgrass se alejaba del muelle y la distancia entre el barco y la tierra aumentaba, se acomodó en su asiento con inmenso alivio. Por fin estaba fuera. Aquella mañana había sido un trago amargo, pues en medio de las ruidosas y efusivas despedidas ella había sido la excepción: nadie había lamentado separarse de ella ni nadie le había hecho prometer que escribiría. Las únicas palabras de despedida habían sido un dardo amenazador de Maria: si quería guardar el pellejo, más le valía aprender a no embaucar a nadie antes de volver a asomar la nariz. Ahora se había librado de ellas y no iban a seguir humillándola; ya no tendría que dar la cara ante nadie que supiera de su desgracia, durante semanas, incluso nunca más si madre estaba de acuerdo. Tuvo la momentánea sensación de que se le aligeraba el corazón y, cuanto más se alejaba de Melbourne, más animada se sentía.

Además, ¿cómo seguir, en aquel radiante día de diciembre, en ese estado que la señorita Snodgrass había calificado de «por los suelos»? El mar era un espejo verdeazul sobre cuya superficie iban flotando. El cielo era una hoja azul de la que pendía el sol como una auténtica bola de fuego. Pero el vapor refrescaba el aire al moverse, y ninguna de las personas vestidas de blanco que atestaban el puente bajo los toldos de rayas sentía los agobios del calor. En el centro, una banda de metales tocaba canciones populares.

En una bonita ciudad de veraneo donde hicieron una parada, Laura se levantó para acercarse a la barandilla. Muchos pasajeros desembarcaron entre empujones y risas, pero al menos otros tantos subieron a bordo, todos de blanco, animosos y con gesto ilusionado. Entonces el barco se hizo de nuevo al mar y lo surcó bordeando altos y verdes acantilados: desde allí algunos viejos cañones, con la nariz apuntando a los pasajeros, velaban por la seguridad de la bahía por si a los japoneses o a los rusos, pongamos por caso, se les ocurría entrar por el canal que da acceso a la bonita ciudad y a los espacios destinados al baño, marcados con banderas en la playa contigua. Pasaron por delante del alto faro de granito del cabo, con el asta de bandera que servía para indicar que arribaba un vapor y, en cuanto lo dejaron atrás, tuvieron a la vista el canal. De los acantilados lejanos surgían, a cada lado, oscuros arrecifes marrones que las trombas de agua espumaban y bailaban; por ellos la entrada a la bahía es angosta y peligrosa. Por uno de sus lados sobresalían los restos de un naufragio, que llevaban allí desde que Laura vino al mundo. Después, tras un pronunciado viraje a la izquierda, el barco siguió hasta la otra parte de la costa, donde pasó por delante de unos edificios que parecían cuarteles, dormidos bajo el fiero sol de la tarde, y, a su debido tiempo, se detuvo allí donde Laura tenía que desembarcar.

La vieja Anne había atado el caballo a un poste y la esperaba en el malecón. Había ido con su carromato a recoger a Laura porque su casita no estaba junto al mar, donde se hallaban los hoteles y las casas de huéspedes, los espacios acotados para el baño y la gran extensión de arena amarilla, sino en el monte, más cerca de la playa que daba al mar abierto.

Laura, tocada con su blanco sombrero veraniego, se acomodó detrás de la mujer; el carromato estaba lleno de provisiones de la tienda de alimentación y otros pertrechos; y emprendieron el camino. Éste dejó de ser bueno en cuanto salieron de la pequeña ciudad: se convirtió en un simple sendero de arena que discurría entre matas del árbol del té. Y había que ver la arena. Era blanca, fina y resbaladiza, y sobre ella el caballo arrastraba vacilante los cascos mientras las ruedas se hundían y atascaban. Cada vez que tenían que superar un montículo, las dos pasajeras se inclinaban instintivamente hacia delante. La vieja Anne, que como látigo usaba una rama de acacia, apremiaba y animaba, y más de una vez le dio las riendas a Laura y se bajó para dar un empujón al caballo. Además, tenían que agachar la cabeza todo el tiempo para que las ramas bajas de los árboles del té no les dieran en la espalda.

Al cabo de unos tres kilómetros, la mujer se apeó para abrir una valla y, tras pasar de largo y sin saludar por la otra única casa de las inmediaciones, continuaron por un prado, que cruzaron al paso a causa de los miles de madrigueras de conejo que perforaban el suelo. Pasaron otra valla y llegaron al pie de una empinada cuesta, junto a un pequeño y arenoso huerto, un cobertizo y una fuente con su bomba de agua. La casa estaba al final de la cuesta. En cuanto la vieron también apareció Pin, corriendo como una centella con su sombrero veraniego al cuello.

—¡Laura, Laura! ¡Qué contenta estoy de que hayas venido! ¡Cuánto has tardado!

—Hola, Pin, ¡deja que me baje primero!

—Y ponte el sombrero, por favor, o te vas a coger una insolanción.

Por más que Laura se alegrara de ver de nuevo a su hermana, no consiguió dar un tono efusivo a su saludo, porque su primera mirada le produjo una desagradable conmoción. El cambio que había experimentado Pin en los últimos seis meses resultaba extraordinario. Mientras subían la ladera, acompañadas por el parloteo de Pin, Laura la miró muchas veces con la esperanza de ir acostumbrándose a lo que veía. Pin nunca había sido una niña guapa, pero en aquel momento a Laura le pareció realmente espantosa. Tenía once años y por fin había empezado a crecer de verdad. Seguía teniendo las piernas tan zanquivanas como siempre, pero ahora eran el doble de largas, y su cuerpecito regordete, encaramado sobre ellas, le recordaba al de un hombre viejo y barrigón. También el rostro se había vuelto más informe, y los rasgos se habían difuminado en una masa gorda. Sus ojos azules estaban más rasgados que antes y, para colmo, no había manera de distinguir su fina piel, de tantas pecas como le habían salido. Y no eran bonitos recuerdos del sol, sino pecas grandes, negras, irregulares que desfiguraban como lunares. Laura se sentía muy incómoda; que una persona tan próxima a ella pudiera ser tan fea hería sus sentimientos; y, mientras Pin seguía con su cháchara sin reparar en las reflexiones de su hermana, ésta daba vueltas en la cabeza a lo que tenía que hacer. Tendría que decírselo, eso estaba claro; era preferible que fuera ella quien le diera la noticia, por si a alguien se le ocurría hacerlo de un modo más cruel. Saber que Pin no era muy susceptible con su físico era un consuelo; siempre que no le gastaras bromas sobre sus piernas, se le podía decir cualquier cosa: la desazón quedaba para el espectador. Pero eso no podía hacerlo ese día, que era el primero, y había cosas más agradables en que pensar. Así que, cuando se tomaron el té —con leche condensada, porque la vaca se había quedado seca y ningún lechero llegaba tan lejos—, cuando terminaron el té —que podía considerarse el único refrigerio del día; ni hablar de lavarse las manos y la cara, por ejemplo, porque había que traer cada gota de agua de lo alto de la cuesta después de accionar la bomba; la vieja Anne no llenaba los aguamaniles durante el día a propósito: si te querías lavar tenías que hacerlo en el mar— una vez acabado el té, en fin, las dos hermanas se fueron a la playa.

Aquella casita de cuatro habitaciones a la orilla del mar, a la que con el tiempo se había añadido el cobertizo, miraba al monte; desde la veranda se tenía una amplia vista de los alrededores. Entre la parte trasera de la casa y la playa se elevaba una enorme duna salpicada por juncos y ásperas cañas. En subirla se tardaba no menos de veinte minutos, y las botas y las medias resultaban una carga inútil, porque la arena, una vez más, era suelta y movediza, de esa en la que a veces te hundes hasta las rodillas, y en la que das dos pasos atrás por cada uno que adelantas. La arena era la nota dominante en aquella vida libre y fácil: se esparcía por la veranda y por el suelo; se metía entre la ropa; llenaba las camas y se colaba incluso en la comida; llegabas a acostumbrarte a su presencia hasta tal punto que, cuando a la vieja Anne se le ocurría coger la escoba o rehacer concienzudamente las camas, se echaba de menos su roce bajo los pies o en la piel. Pero, por otro lado, cuando de camino a la playa alcanzabas fatigosamente la cima de la enorme montaña de arena, el panorama que se abría ante tus ojos casi cortaba la respiración: hasta donde alcanzaba la vista, el más azul de los cielos se fundía con el más azul de los mares, que rompía su ribete moteado de espuma contra los arrecifes planos y oscuros que bordeaban la orilla. Después, cuesta abajo —revolcándote en un trayecto que disparaba la arena hasta la altura de un hombre— te encontrabas finalmente en lo que para Laura y Pin era la playa más increíble del mundo. ¡Qué gran variedad de cosas había en ella! La arena más blanca y pura, tan ardiente al tacto como un tejado de cinc en verano; había grutas rocosas y otras arenosas de las que pendían quebradizas estalactitas; con marea baja, en el arrecife, se formaban lagos, estanques y ríos lo suficientemente profundos para que no fuera necesario acercarse a la siempre enojada rompiente; había algas que recorrían toda la gama de colores —marrón y verde, rosa perla y coral, vivos rojos y naranjas—; conchas, desde pequeñas lapas y caracolillos hasta caracolas en las que las olas habían dejado su eco; esqueletos de sepia, ligeros como el papel y afilados como jabalinas. Pero lo mejor de todo era que esa playa era sólo para ellas: no tenían que compartir sus tesoros con extraños porque, aparte de los habitantes de la casita, ni un alma ponía los pies allí.

La actividad principal de la mañana era el baño. Si las chicas estaban solas y la marea alta, se quitaban la ropa y corrían a una piscina poco profunda en la que el agua nunca las cubría y donde podían dejarse salpicar por las olas. Pero, cuando la marea bajaba también iban niños a bañarse, y entonces Pin y Laura se ponían unos viejos trajes de baño que les quedaban grandes, y se iban todos juntos al Hueco de la Media Luna. Era una piscina de unos siete metros de largo y una profundidad de entre tres y cuatro metros, alejada del arrecife; con la marea alta quedaba oculta bajo el rompiente y la espuma, pero con la marea baja tenía una superficie como la de un espejo que reflejara el cielo, y sus aguas eran tan claras que se podían ver todas las algas que se mecían al fondo. Una vez que te quitabas los zapatos, apoyabas la planta del pie con cautela en los salientes de la roca y, ¡plof!, te tirabas al agua. Pin solía necesitar un empujoncito, porque no había, desde luego, ningún asidero, pero Laura nadaba como la que más. Algunos niños eran capaces de bucear hasta el fondo y subir algas y conchas, pero Laura y Pin se quedaban en la superficie del agua porque tenían el imaginativo pavor, común entre todos los niños que conocen bien el mar, de que podía haber algo al acecho en la espesura negra y temible de las algas.

Después de una hora más o menos en el agua, volvían a casa para comer, más hambrientas que un trampero pese a que el menú era invariable: siempre había conejo para comer y langosta para cenar, porque el carnicero sólo pasaba una vez por semana y la carne no se podía conservar ni una hora sin que se estropeara. Los conejos estaban despellejados y en la olla antes incluso de que se enfriaran; las langostas morían en el acto: a Laura se le subía la sangre a la cabeza, y Pin lloraba y salía corriendo, tapándose los oídos con los dedos porque creía que la crepitación del agua, en el momento en que se echaba la langosta era el grito de la criatura en su agonía.

Con la salvedad de la hora del baño, veían poco a los chicos. A las dos les asustaban las armas, así que no salían en las expediciones que proveían la mesa de la comida; y la vieja Anne no les consentía unirse a la pesca de langostas porque se hacía ya de noche, al final del arrecife, con redes y antorchas, y, en ocasiones, si la marea era fuerte, alguno de los pescadores perdía pie en las rocas y sólo se le conseguía rescatar con gran dificultad.

Laura echaba su última ojeada al mundo exterior, todas las tardes, en el breve intervalo entre la puesta de sol y la oscuridad. Subía corriendo a lo alto de una de las dunas y dejaba que sus ojos pasearan por el mar y el cielo mientras bebía los aromas que despertaban a la vida tras el calor abrasador del día: agua salada, arena caliente y algas, árboles del té, flor del sueño y robustos matojos de bayas que le llegaban hasta la rodilla y entre los que se abría paso con esfuerzo. Era uno de los momentos que más le gustaban; ése, y cuando de noche, en la cama, escuchaba el rugido de la marea, que iba y venía como un cañonazo incluso con la duna de por medio. También se estremecía cuando pensaba, con delicia, en lo solas que estaban Pin y ella en su cuarto, pues los chicos dormían en el cobertizo, al otro lado de la cocina, y la vieja Anne en la parte trasera. En muchos kilómetros a la redonda ninguna otra casa rompía la soledad de aquellos campos de matorrales y arbustos; sólo un fino tabique de madera la separaba de posibles bandidos, la inmensidad y la desolación de la noche y del eterno retumbar del océano.

Así era la vida a la que Laura se entregó en cuerpo y alma, olvidando sus recientes tribulaciones en una alegría de vivir absoluta.

Pero hasta los placeres más puros acaban perdiendo interés y, al cabo de un tiempo, cuando el asombro y la novedad se disiparon y volvió a tener un hueco en la cabeza para pensar, hizo algunos desagradables descubrimientos que perturbaron su tranquilidad.

Fue Pin, la pobrecita, gorda, pequeña y bienintencionada Pin, quien causó el daño.

Pin no sólo había cambiado físicamente, sino también de carácter, y tanto que no hizo falta ni una semana para que las hermanas se picaran. Laura tenía cada vez más claro que Pin estaba desarrollando un espíritu independiente. Ya no la miraba desde abajo, como si Laura fuera un prodigio de sabiduría, y empezaba a tener opiniones propias. Estaba incluso dispuesta a ser crítica con su hermana, y eso era más de lo que ésta estaba dispuesta a tolerar, porque era como si un esclavo usurpara los derechos de su amo. La sorpresa la dejó muda al principio, pero terminó perdiendo los estribos, más aún porque Pin tendía a la terquedad y ni con sorna ni con desprecio había manera de convencerla de que cediera. Tales eran las fórmulas a las que se había acostumbrado día tras día en los últimos seis meses de escuela, y le parecían irrefutables. A su hermana la terquedad de Pin le parecía ridícula, al igual que muchas otras cosas suyas en aquel momento, como su fealdad y su manera de imponerse como una autoridad, de la que se mofaba cruelmente cada vez que la pequeña la sacaba a relucir. Había algo todavía más absurdo, y era que, pese a lo fea que era, Pin tenía un admirador. Es cierto que no lo dijo claramente; cabía la posibilidad de que no fuera consciente de ello pero, por lo que contaba, Laura concluyó que había un chico en su escuela, un chico tres años mayor que ella, que le había regalado un pañuelo de seda y a quien le gustaba ayudarla con las cuentas. Éste fue, para Laura, el golpe más duro de todos.

Un día estalló entre ellas una discusión en toda regla.

Estaban tumbadas en la playa, después de bañarse, intentando proteger de los mosquitos sus piernas desnudas y llenas de picaduras. Laura, de espaldas, se había echado una toalla por encima, mientras que Pin se había sentado a la turca detrás ella y espantaba los mosquitos con la mano. Como todos sus esfuerzos por vencer las reticencias de su hermana para que le contara alguna de las historias del colegio sobre las que tan pródiga había sido en otras vacaciones habían sido en vano, Pin, por su parte, se había puesto a contarle chismes de casa. Laura escuchaba con la impaciente tolerancia de una persona de mucho mundo; no se podía esperar que semejantes nimiedades pudieran interesarla, e íntimamente se reía de la simpleza de Pin. Pero, cuando empezó de nuevo a contarle algunos de los preciosos encargos que habían hecho recientemente a su madre, no pudo reprimirse y dijo malhumorada:

—Ya me lo has contado mil veces, y además no hace falta que lo vayas diciendo por ahí para que todo el mundo te oiga.

—Pero ¡Laura, si aquí no hay nadie! Y, aunque así fuera, pensé que te alegraría saberlo. Madre va a darte algún penique extra gracias a esos encargos.

—Claro que me alegro, Pin, no seas tan tonta.

—No siempre soy tonta —protestó Pin—. Y no me creo que te alegres ni un poco. Anne sí que se alegró, porque dijo: «¡Que Dios la bendiga!».

—¿Anne? ¿Y quién más? ¡Eso no es asunto suyo!

—¡Laura! —exclamó Pin, que empezaba a ponerse llorosa en las palabras como en el tono—. ¿No será que te da vergüenza que madre tenga que coser? —y abrió al máximo sus ojos azules como lobelias, dejando ver lo grandes que serían si no los tuviera tan a menudo anegados en llanto.

—Claro que no —respondió secamente Laura—. Pero me gustaría saber qué tiene eso que ver con Anne.

—Pues que me lo preguntó. Quiso saber en qué estaba trabajando madre ahora, y si tenía nuevos clientes. Es sólo que Anne se preocupa por madre.

—¡Y una porra! —saltó Laura—. No sé qué hace metiéndose donde nadie la llama. Tendrías que haberle dicho que no lo sabías.

—Pero ¡habría sido mentira! —se horrorizó Pin—. ¡Yo lo sabía de sobra!

—¡Dios, Pin, desde luego…!

—No he dicho mentiras en toda mi vida —dijo Pin muy azorada— y no pienso hacerlo, ni por ti, ni por nadie. Debería darte vergüenza.

—¡Deja de decir tonterías!

—No. Y me parece que eres muy cruel. No te pareces en nada a como eras antes, y todo es desde que vas al internado. Lo ha dicho madre.

—¡No seas tan rematadamente imbécil! —y Laura, herida en lo más vivo, replicó mofándose del cambio que se había producido en la apariencia de Pin. Para su sorpresa, vio que ésta se había vuelto terriblemente susceptible respecto a su físico, pues la brutal declaración de su hermana la hizo llorar amargamente.

—¡No lo estoy, no lo estoy! ¡Y no tengo la cara como una luna llena! Mi cara no es más gorda que la tuya. La última vez que viniste a casa Sarah dijo que estabas engordando.

—¡Mentira! —dijo Laura, indignada a su vez.

—Pues sí, estás engordando —sollozó Pin—. Pero tú sólo piensas que los demás son feos, y que tú no lo eres. En cuanto llegue a casa pienso contarle a madre lo que has dicho. Y le contaré también que quieres que diga mentiras. Además, estoy segura de que has hecho algo malo en el colegio, porque no quieres hablar, y siempre estás diciendo caramba, diantre o cielos. ¡Pienso decírselo!

—Eres una acusica y una chivata.

—Y tú una glotona, egoísta y mentirosa.

—¡Qué sabrás tú de mí! ¡Tú sí que eres una majadera!

—¡Ni ganas que tengo de saber nada! ¡Eres mala, y cruel!

Tras este intercambio de verdades a la cara se pasaron dos días sin dirigirse la palabra. Pin era de las que llevan la procesión por dentro y no perdonan fácilmente, así que no se separó de la vieja Anne y se dedicó a preparar bollos y lijas con ella, o a corretear detrás de los chicos, que ahora aparecían de vez en cuando diciendo: «¡Vamos, Pin!», y nunca: «¡Vamos, Laura!». Ésta, por su parte, se retiraba enojadísima y sola a la playa.

Se tomó el distanciamiento tan en serio que se consoló pensando insultos para Pin: era una terca y una ignorante, y seguía siendo incapaz de poner sin miedo una pierna delante de la otra. Y los demás, igual: atascados en lodazales, sin cambiar ni un pelo, o, si cambiaban, haciéndolo para peor. Laura nunca había previsto el día en que se encontraría fuera de lugar en su círculo familiar, y con una seguridad irreflexiva había pensado que Pin, por ejemplo, siempre estaría dispuesta a seguir sus pasos. Ahora se había dado cuenta de que probablemente nunca llegaría a alcanzarla. Cualquier progreso que pudiera hacer Pin, si es que no estaba ya paralizada por sus estúpidas ideas, sería hacia otro lado. La discusión le había dejado clara una cosa: para sus problemas no necesitaba el apoyo de Pin, porque si Pin armaba tal guirigay ante la insinuación de librarse de una vieja cotilla, ¿qué diría —y no sólo ella, sino todos los demás— de la red de mentiras que había tejido en torno al señor Shepherd, un hombre santo, un clérigo y, para colmo, amigo personal de madre? No podía dejar de ver que, si eso llegaba a sus oídos, la llamarían, con la mayor seriedad, lo que Pin la había llamado en su arrebato de ira: cruel y mala. Su casa había dejado de ser, ay, el acogedor nido en el que estaba a salvo de las batallas y los engaños del mundo.

Había otra cuestión: si se quedaba en casa, tendría que vivir con las mil y una preocupaciones de pacotilla que ahora, como le había explicado a Pin, la aburrían tanto: el cólico de Leppie por haber comido fruta sin madurar; que a Sarah se le hubiera caído otro diente sin ayuda de nadie. Eso podía resistirlo una semana o dos, pero la idea de encerrarse con semejantes pájaros bobos, o de romper con sus actuales intereses, la hizo reconsiderar de inmediato su decisión de abandonar el colegio. No, no lo dejaría. Por mucho que hubiera sufrido en manos de sus compañeras, y por mucho que temiera volver, su lugar era ahora el colegio. Allí tenía puesto su corazón, en las actividades de sus iguales, en las cosas que realmente eran importantes: a quién iban a aprobar, quién iba a ser la encargada, qué silla iba a cambiar de sitio en el comedor. Además, alguien que haya conocido la mano férrea del señor Strachey o de la señora Gurley, ¿se contentaría con volver y limitarse a ser uno más en la familia? Ella no, desde luego, a ningún precio.

Así que se pasó todo el día tendida en la playa con las manos entrelazadas bajo la nuca, como una mota blanca en la gran playa lamida por las olas. Miraba el rompiente, miraba cómo las olas crecían y ocultaban el arrecife, miraba las gaviotas desvanecerse en el azul saturado de sol. A veces se apoyaba en un codo para seguir un barco por el horizonte, y le gustaba imaginar que aquel gran barco zarpaba con un cargamento de afortunados mortales que se dirigían a algún mundo desconocido y más justo, mientras ella, pobre Cenicienta, se quedaba en tierra. Todo a sabiendas de que aquel barco sólo era el de correos, que iba a Sydney. En Pin prefería no pensar. Tampoco podía pensar con ecuanimidad en sus últimas desgracias en el colegio y en lo que la esperaba cuando volviera; y, dado que no podía dejar de pensar en algo, adoptó la costumbre de imaginar lo que podría haber sido, o de contarse a sí misma lo que habría sucedido si sus invenciones hubieran sido hechos, si su ascético protagonista hubiera sido el impetuoso amante en el que ella le había convertido. En otras palabras, Laura, postrada en la arena, seguía con su historia.

Hacia el final de la tercera semana, las dos hermanas fueron convocadas para pasar unos días en casa de la madrina, Laura le había cogido tanto el gusto a esta ocupación que casi habría preferido escabullirse de la realidad y que Pin se marchara sola.