Capítulo XV

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Capítulo XV

Laura evitó pensar siquiera en aquella desafortunada visita durante varios días. Se dijo, para sus adentros, que la acaudalada familia de Tilly era una panda de gente grosera e idiota y, con los dedos metidos en las orejas, memorizó páginas y páginas con un afán que le embotaba el pensamiento.

Sin embargo, una vez pasado el primer disgusto, cuando fue capaz de volver a pensar en lo sucedido, lo que se impuso fue la amargura de su propio fracaso, y eso que Tilly le ahorró clementemente el «es muy sosa» que pronunció Bob como veredicto final. Pero el hecho de que la invitación no se repitiera fue de por sí bastante revelador.

Saber que no había hecho nada para merecer aquel sufrimiento no la consolaba lo más mínimo. Nunca había solicitado la admiración de Bob ni que se fijase en ella, y nunca había pensado en él más que como en el apuesto primo de Tilly que en misa se sentaba en un distante banco de St Stephen’s-on-the-Hill. Que se esperase de ella que se ganara su favor sólo porque él la había señalado con un gesto de aprobación era una circunstancia que le parecía monstruosamente injusta. Pero, aun así, de haber tenido capacidad para seducirle, se habría metido el orgullo en el bolsillo sin pensárselo dos veces, porque, ahora que le había visto de cerca, se había dado cuenta de lo deseable que era. Después de haber sido objeto de las miradas de aquellos ojos límpidos, de las sonrisas de aquellos dientes como almendras blanqueadas, le costaba quitárselo de la cabeza. ¡Cómo habrían presumido las demás chicas si un chico como Bob las hubiera escogido! Ellas, que en su mayoría se conformaban con jóvenes de rostros pecosos y manos enrojecidas, con flacas muñecas que pendían de mangas remangadas. Pero ellas habrían sabido cómo retenerlos. ¡Qué afortunadas eran!

—Oye, Chinky, ¿tú qué haces cuando un chico se muere por ti?

Si hubiera tenido que hacer semejante pregunta a sus amigas más cercanas habría escurrido el bulto, pero en Chinky se podía confiar. Se había guardado para sí las pocas palabras que Laura se había dignado dirigirle, motivo por el cual ésta le estaba tan agradecida como Lázaro por las migajas, y una señal de confianza como ésa le daba ánimos para varios días. Pero Chinky no podía ayudarla en este particular.

—¿Yo? Huy, nada. Los chicos son sucios, antipáticos y engreídos.

Laura compartía esta opinión en el fondo de su corazón, pero ahora no se trataba de eso.

—Sí, pero imagínate que hubiera uno al que le gustaras mucho y que él te gustara a ti un poco.

—¡Qué cosas tienes! Si a uno se le ocurriera rondarme, yo haría así —y, con el pulgar apoyado en la nariz y los dedos bien extendidos, hizo un gesto de burla.

Chinky era bastante guapa, a su modo.

Maria Morell, a quien dieron un cauteloso golpecito en el hombro, se dio la vuelta y se echó a reír a carcajadas.

—¡Pobrecitas! ¿Qué sabréis vosotras? A ver, Laura, ¿quién es él?

—Nadie —respondió Laura con firmeza—. Sólo preguntaba. Y seguro que tú lo sabes, Maria.

—¡Pues claro que lo sé! —exclamó Maria con tanta vehemencia que italianizó las palabras—. Pues verás, enana, si un doncel me cortejara, yo le dejaría cortejarme, y nada más. Hasta que lo tuviera a punto de caramelo. Lo que no le dejaría ver es que a mí me interesaba. En cuanto se lo dejas ver, sanseacabó. Tú sólo tienes que dejar que te ronde y echarle miraditas hasta que lo tengas manso como un cordero, y, cuando lo tienes maduro, a punto de volverse loco, le dejas y haces como que te gusta otro. Así es como lo consigues, chavalita.

—Pero, si haces eso, no vas a tener nada con él —objetó Laura.

Maria se rio tanto que se le subieron los colores.

—Y ¿qué más quieres? Te dará la lata con cartas sin cuento y se pondrá negro como un zapato si se te ocurre mirar a otro chico. Y, si ve la oportunidad de que le des un beso, la aprovechará, te apuesto lo que quieras.

—Pero ¡nunca conseguirás conocerle!

—Ya, pero ¡serás rica! ¿Para qué te crees que se tiene un chico? ¿Para comentar los sermones del coadjutor? Qué va, boba, es sólo para que te compre dulces, y te escriba cartas, y toda la diversión que lo rodea. Si sales demasiado con uno, pronto tendrás que fingir que te interesas por sus dichosos asuntos. O bien morderte la lengua y dejar que sea él quien se explaye, y eso es aburridísimo. ¿Tú crees que a algún chico se le va a ocurrir hablar contigo de tu nuevo sombrero de los domingos? Si conoces uno que lo haga, será como si hubieras descubierto América.

Pero, pese a tanta sabiduría, Laura fue incapaz de determinar cómo habría reaccionado Maria de haberse encontrado en su lugar.

Además, aquella chica mayor no había mencionado otro detalle: los suspiros y las sonrisas embobadas, las miradas cómplices, los pestañeos provocativos… y, las mil y una tonterías, en definitiva, que Laura le había visto hacer, a ella y a las demás. Había una maquinaria habitual de invitación y estímulo que debía ponerse en marcha porque, antes de que fuera seguro dejar de hacer caso a un galán y abandonarle, como aconsejaba Maria, había que asegurarse de que iba a morder el anzuelo. Era precisamente en esta ciencia elemental en la que Laura fracasaba.

Cuando miraba a su alrededor, lo que veía sobre todo eran expertas. Por recurrir al ejemplo más a mano, ahí tenía a monsieur Legros, el profesor de francés. Pues bien: Maria podía hacerle dar vueltas como una peonza. Le bastaba con un mohín con sus gruesos labios rojos, o con una postura coqueta en su figura regordeta, o con una miradita de soslayo con sus intensos ojos azules, para que las preguntas difíciles de cada lección pasaran de largo ante ella. Hubo incluso una ocasión en que obtuvo diez puntos adicionales en un examen con este sencillo método. En cambio, si Laura trataba de imitar a Maria, si se atrevía a hacer un mohín o a sonreírle satisfecha, podía apostar diez a uno que la reñirían por impertinente. No, a ella se le daban mejor las profesoras, para quienes los labios rojos y un busto bien desarrollado no significaban nada; en la imparcialidad de los maestros más viejos tampoco se podía confiar cuando había de por medio un par de ojos bonitos. Incluso se había visto al señor Strachey, aquel hueso duro de roer, un día en que iba a toda velocidad por un pasillo oscuro, caer en brazos de una chica bonita en un pasillo y reírse confuso.

Laura no era, desde luego, la única profana en la materia. Repartidas por todo el colegio había otras, algunas mayores que ella, que por su temperamento recatado o por su dedicación al estudio estaban también al margen. Pero se perdían en la mayoría y, de hecho, ninguna estaba en el círculo de Laura. Salvo Chinky, pero Chinky no contaba. Así que Laura, medio fascinada, medio asqueada, se puso a estudiar a sus amigas con renovado celo. No podía dejar de admirar su habilidad en el arte de agradar, a pesar de que la avergonzaba un poco ver lo orgullosas que se sentían de sus crecientes encantos. Estaba Bertha, por ejemplo, Bertha, que era una de las chicas más buenas, y había que ver cuánto le complacía por la visible forma torneada que estaban adoptando sus brazos, y la curvatura de su busto. Le hablaba a Laura de estas cosas con una suerte de asombro, y en su voz parecía dar pistas sobre un misterio que estaba a punto de manifestarse. Por su parte, Tilly vivía para reducir las medidas de su cintura: se pasaba el día chupando limones, y tuvo que resignarse a dolorosas indigestiones y a que se le pusiera roja la punta de la nariz; para ella ningún triunfo académico valía tanto como conseguir comprimirse otros dos milímetros, y ningún elogio de los profesores podía igualarse a lo que semejante circunstancia inspiraba a la modista o al sastre. En cuanto a Inez, que no sólo tenía un bonito rostro sino que además era tan grácil y de miembros tan finos como un galgo, ya no tenía que preocuparse por los encantos artificiales o por insistir en lo consciente que era de su desarrollo: no le faltaban admiradores serios y desde hacía tres meses gozaba de una especie de entendimiento con un joven unos ocho años mayor que ella. Para Inez, como para tantas otras, el tiempo que aún tenía que pasar en el internado era un purgatorio antes del paraíso. Para colmo, una de las externas de la clase de Laura ya se había comprometido, y no con un cualquiera, sino con un médico que vivía y tenía su consulta en Emerald Hill. A veces le podían ver desde un agujero que había debajo de la escalera, esperando para acompañarla a casa. Toda la clase miraba a esa novia con reverencia, como un ser aparte, ungido y consagrado. Realmente, nadie la podía tratar como a una compañera, a ella, que había alcanzado el objetivo. Porque el objetivo no era otro que ése, y todos los pensamientos convergían —con una intensidad que sólo variaba en grado— en la gran consumación que, según preveían aquellas jóvenes cabecitas, se produciría indefectiblemente en cuanto las puertas del colegio se cerraran tras ellas. Y en esto, también, Laura era una hereje. Ella no podía contemplar sin aprensión el futuro que la esperaba al terminar su educación; era algo tan distante como una bruma azul; algo tan inmenso que sólo de pensarlo se le cortaba la respiración: porque en ese futuro tenían cabida los milagros más fantásticos que puedan llegar a suceder; en él podía esperarla cualquier cosa, desde zapatillas doradas hasta una escalera de Jacob con cuya ayuda podría subir al cielo. Con todos esos maravillosos quizás en perspectiva, era imposible limitar las esperanzas a un único acontecimiento que, por más que la protegieran a una del ridículo, pondría punto final, para siempre, a tantas posibilidades emocionantes.

Tales ideas iban y venían y, mientras tanto, pese al empeño que ponía en emular a sus compañeras, en lo concerniente al otro sexo seguía siendo un fracaso descorazonador. Un nuevo incidente vino a ponerlo de manifiesto.

Un sábado por la tarde, las internas que no habían recibido invitación para salir fueron a ver un partido de críquet. Eran sólo un puñado, ocho o nueve como mucho, y estaban a cargo únicamente de la señorita Snodgrass. Ese día todas las amigas de Laura estaban fuera y ella tuvo que cerrar la formación, junto con la auxiliar y una de las niñas pequeñas. Aunque el paseo las llevaba por parques muy bonitos, se alegró cuando llegaron, porque no le gustaba la compañía de la señorita Snodgrass. No se llevaba bien con aquella mujer seca y sarcástica, lo que le obligaba a estar siempre en guardia. No sólo era muy habladora, sino además muy inquisitiva, y siempre parecía estar tratando de desentrañar lo que una no quería decir, como el tamaño de la propia casa o la posición social de cada cual en su ciudad.

Al llegar al campo de críquet subieron a la grada y se sentaron en una de las últimas filas, detrás de otros espectadores. Tenían delante un banco lleno de sombreros —unos alegremente floridos y otros con bandas—, hombros claros y hombros oscuros, perfiles vivaces y lozanos, caras pálidas y bonitas: una concurrencia representativa de la juventud australiana, bañada en la brillante luz de marzo.

Laura estaba entre sus dos compañeras de camino, y ahí es donde ocurrió la desgracia. En un descanso del partido, una de las niñas pidió permiso a la señorita Snodgrass para hablar con su primo. De inmediato, un muchacho tímido se convirtió en la diana de diez pares de ojos. Le acompañaba un amigo que, mientras esperaba, se sentó justo detrás de Laura. La señorita Snodgrass le dirigió unas palabras, pero él respondió torpemente y, tras una pausa, Laura notó una ligera sacudida.

—Puedes hablar con él —le susurró la señorita Snodgrass. Evidentemente, creía que la muchacha esperaba con impaciencia a que le dieran permiso para hacerlo.

Laura ya se había dado cuenta de que el chico la miraba con interés. No le extrañó, porque se había puesto su mejor sombrero, que le hacía los ojos muy oscuros… «como endrinas», le había dicho Chinky, si bien ninguna de las dos tenía una idea muy clara de lo que era una endrina.

Nuevamente, una incapacidad para hablar le sujetaba la lengua. Se dio media vuelta y echó una miradita incómoda al chico. Podía tener un año más que ella; tenía un rostro franco y bronceado por el sol, ojos azules y el cabello muy rubio, casi blanco. Laura se armó de valor y, por fin, se aventuró a decir:

—Supongo que vienes a menudo.

—¡Y que lo digas! —respondió el muchacho, pero sin quitar los ojos de la pelota.

—El críquet es un juego muy bonito, ¿no te parece?

Ahora sí que la miró, pero sin convicción, desde la altura de sus catorce años viriles, y no contestó.

—¿Tú juegas?

Se dio cuenta de inmediato de que había dado un paso en falso. La pregunta pareció ofenderle.

—Pues yo diría que sí —contestó con aire altivo.

Ella se retractó débil pero rápidamente de sus palabras:

—Quiero decir que si juegas mucho.

—A mí me parece que viene a ser lo mismo —dijo el chico, que aún no había llegado a la edad de la educación obligatoria.

—Debe ser espléndido —balbuceó Laura—. Divertido.

Pero el chico ya tenía la cabeza en otro sitio y estaba haciendo señas a un amigo que estaba sentado en la parte delantera de la tribuna. La señorita Snodgrass parecía estar reprimiendo una sonrisa. En ese momento, la niña que estaba sentada al lado de Laura irrumpió en la charla:

—Pues a mí me parece que el críquet es un asco —dijo con su vocecita.

Laura se preguntó qué habría en esas palabras, o en el tono con que fueron pronunciadas, para que atrajeran de inmediato la atención del chico, que se rio con fuerza mientras replicaba:

—Y ¿qué sabrá una niña como tú?

—Pues lo que necesito saber. Y mi hermana, lo mismo.

—¡Anda ya! ¿Y quién es tu hermana?

—Conque quieres saberlo, ¿eh? Porque supongo que nunca la has visto en la iglesia de los escoceses los domingos, ¿verdad? No, ¡claro que no!

—¡Caramba! Pues yo diría que sí, y a ti también. Tú eres la hermana pequeña de esa empollona que lleva la melena suelta.

La niña le hizo una mueca arrugando la nariz.

—Oye, podrías ser un poco más educado, ¿no?

—Lo que tú digas, pero tu hermana es una empollona.

—Entonces es que vas a la iglesia de los escoceses, ¿verdad? —aventuró Laura, en un intento por volver a la conversación.

—¿De qué otro modo podría haberla visto? —replicó el chico con un tono que denotaba que le había parecido una pregunta imbécil. Además, parecía que se había reprimido para no añadir «idiota» o «so tonta».

La niña pequeña se echó a reír.

—Es que ella es de la iglesia —se refería a la episcopaliana.

—Sí, pero me da igual una que otra —se apresuró a explicar Laura, temiendo que aquel disidente la considerase una esnob.

Pero el chico estaba tan escasamente interesado por sus devaneos teológicos que se levantó de su asiento sin esperar a que terminara de hablar, y en un momento, sin una palabra, se había marchado. En este punto, la señorita Snodgrass se echó a reír sin disimulo.

Con los ojos empañados, Laura contempló las siluetas vestidas de blanco que empezaron a diseminarse nuevamente por el verde. Le escocían los ojos. No se atrevía a llevarse las manos a la cara para aguantarse las lágrimas que amenazaban con salir, y justo se estaba preguntando qué hacer si alguna tenía la falta de consideración de rodar por la mejilla cuando oyó una voz a sus espaldas.

—Laura… ¡Laura! —y entonces vio a Chinky, con su mejor sombrero—. Estoy con mi tía unas filas más abajo, pero no conseguía que me vieras. ¿Me puedo sentar contigo un minuto?

—Si quieres —dijo Laura muy fríamente, porque tenía que sorberse un poco la nariz y porque, sin duda, Chinky había sido testigo de su fracaso.

Se apartó un poco para compartir el asiento.

—No ocupo mucho sitio.

Laura fingió estar absorta en el juego. Pero al poco notó que le tocaban la piel de la muñeca, y Chinky le susurró al oído:

—¡Qué manos tan bonitas tienes, Laura!

Al oírlo, ella las enterró en el vestido. Que Chinky tratara de consolarla de ese modo le pareció del peor gusto.

—¿No te gustaría llevar un anillo en una de ellas?

—No, gracias —dijo Laura, con el mismo tono huidizo.

—¿En serio? A mí me encantaría regalarte uno.

—¿Tú? Y ¿de dónde lo ibas a sacar tú?

—Si te lo diera, ¿te lo pondrías?

—Primero, déjame verlo —respondió Laura sin la menor cortesía mientras volvía a enfrascarse en la contemplación glacial del terreno bañado por el sol.

Estaba segura de que la señorita Snodgrass, al volver a casa, iba a reírse con las demás auxiliares de lo sucedido, y eso si no lo hacía con algunas de las chicas. La historia circularía y llegaría a oídos de Tilly, y Tilly la despreciaría más de lo que ya lo hacía. Y todas las demás, también. Por lo visto, estaba marcada por dar ciento en la herradura y ninguna en el clavo. Ahora había quedado claro que nunca iba a acertar porque, cuando se trataba de captar la atención de un chico cinco breves minutos, hasta una niña de ocho años podía hacerle sombra.