Capítulo III

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Capítulo III

Mientras el coche bajaba por la calle principal, Laura se sentó muy tiesa junto a la ventanilla. Se imaginaba a la gente pensando que ahí estaba la pequeña señorita Rambotham, que se iba al colegio. Se alegró especialmente de que justo al pasar por el hotel Comercial la señorita Perrotet, la hija pelirroja del dueño, asomara su rizada cabellera por la ventana, porque la señorita Perrotet también había estado interna y por ese motivo tenía un altísimo concepto de sí misma, aunque sólo había estado un año, el último. En el banco National la mujer del director despidió amistosamente a los niños con la mano, y en el hotel Royal Mail, donde pararon para recoger pasajeros o encargos, la señora Paget, la rubicunda hostelera, salió alisándose el mandil de raso negro.

—Desde luego, no sé qué hace tu madre mandándote tan lejos y tan sola.

El paseo había consolado un poco a Pin pero, cuando pasaron por las tiendas principales y el molino, y llegaron a la parte de la carretera en que empezaba a haber menos casas, volvieron las lágrimas. Ya habían dejado atrás las últimas casas y empezaba a verse la enorme maquinaria de las minas, las tierras pantanosas donde los chinos cribaban y lavaban incesantemente la tierra con el cedazo. O’Donnell desmontó y abrió la puerta. Bajó a los tres de uno en uno, moviendo la cabeza con un divertido aire de disgusto para Pin, y cuando parecía que el pequeño Frank también iba a empezar a hacer pucheros y a retorcerse, aquel hombre amable trató de hacerles reír preguntándole si le dolía la tripa. Laura se quedó mirando a los niños, los tres de la mano —porque Pin no se olvidaba de sus responsabilidades ni estando llorosa— cuando una curva cerrada del camino hizo que los perdiera de vista.

Ahora estaba sola en el espacioso habitáculo del carruaje, y la orgullosa emoción de la partida se había esfumado. Las lágrimas reprimidas con tanto afán salieron a borbotones. Se tumbó en el asiento y lloró amargamente. No era un llanto infantil e irresponsable como el de Pin, sino otro algo distinto, más intenso, más profundo, y desahogó pronto sus sentimientos desbordados. Pero como no estaba acostumbrada a llorar pasó por alto el momento de sobreponerse y se permitió el lujo de seguir llorando.

—Pero ¡bueno! ¿Qué pasa aquí? —gritó una voz fuerte, cálida y extrañada mientras un rostro gordo y rosado sonreía abiertamente a Laura—. ¿Qué le pasa a esta jovencita, que está llorando como para partir el corazón? Venga, venga, no será para tanto. No llores así, vamos.

El coche se había parado, la puerta se había abierto y había subido una mujer rechoncha cargada con un gran cesto, seguida por un muchacho con bigotes del color del trigo. Laura se incorporó como una flecha y se enderezó el sombrero, sonrojada por la enorme vergüenza de que la hubieran visto en semejante trance. Se había enjugado las lágrimas a toda prisa, pero no podía disimular que tenía los ojos rojos y la nariz congestionada. Estaba, en definitiva, «toda taponada», como decía Sarah. No contestó a las exclamaciones de la recién llegada, sino que se quedó quieta con el pañuelo agarrado y se puso a mirar por la ventanilla. Pero la sana curiosidad de la buena mujer aún no estaba satisfecha.

—¡Pobrecita! —insistió—. ¿Adónde vas tan solita?

—Al internado —contestó Laura, echando una mirada a la pareja que tenía sentada enfrente.

—¡Al internado! ¿Oyes, Peter? ¿Cómo es que tu madre envía al internado a una niña tan pequeña como tú, y tan sola?

El rostro de Laura se impregnó de dignidad para responder:

—No soy tan pequeña; sólo un poco bajita para mi edad. Cumplí doce años en primavera. Y tengo que ir al internado porque ya he aprendido todo lo que podía aprender en casa —explicó con palabras que, por haber oído muy a menudo, se sabía de memoria.

Pero su discurso no impresionó a la mujer.

—¡Arrea! Pues a mí me sigues pareciendo pequeña. ¡Y tan poca cosa! Como la de Sam MacFarlane, que se nos fue la pasada Navidad, ¿verdad, Peter?

Peter, que evitaba mirar a Laura, farfulló como un borrego algo sobre parecer pequeña.

—Y ¿quién es tu madre, hija, cómo se llama? —prosiguió su interrogadora.

Laura contestó educadamente, pero en su forma de responder había cierta reserva que, unida al nombre que dio, fue suficiente. La viuda, la madre de Laura, tenía fama de ser muy estirada, y de educar a sus hijos del mismo modo.

La mujer no siguió preguntando, sino que le susurró algo a Peter tapándose la boca con la mano y luego, rebuscando en su cesto, sacó una manzana grande y roja que tendió a Laura con una sonrisa y un gesto que la animaban a cogerla.

—Toma, bonita. Es para ti. Venga, no llores más, ya pasó.

Laura, que sabía de sobra que no había derramado ni una sola lágrima desde que la pareja se subió al coche, se puso muy colorada y, con un movimiento entre tímido y reticente, se llevó las manos a la espalda.

—No, no, muchas gracias —dijo con mucho apuro, pero sin querer herir los sentimientos de quien se la ofrecía—. A madre no le gusta que aceptemos nada de desconocidos.

—¡Será posible! —exclamó asombrada la corpulenta mujer—. ¡Si es sólo una manzana! Toma, bonita, cógela tranquila. Tu madre hoy no habría puesto ninguna pega, no me cabe duda, yendo tan lejos y tan sola. Es dulce y jugosa.

—Donde vas es a Melbourne, ¿no? —espetó el rubio Peter tan repentinamente que Laura se asustó.

Ella confirmó este extremo y posó una mirada solemne en él, preguntándose por qué se había puesto tan rojo, nervioso e inquieto. La mujer dijo: «Tch, tch, tch» ante el largo viaje que le esperaba y Peter, poniéndose todavía más rojo, se atrevió a hacer otro comentario.

—Una vez yo estuve a punto de ir a Melbourne —afirmó.

—¡Ay, sí, y nunca se le va a olvidar, pobre infeliz! —soltó la mujer, pero pronunció estas palabras con tanta bondad que era imposible que Peter se molestara, pensó Laura.

Echó una mirada a la pareja tratando de figurarse qué relación les unía. Había tendido obedientemente la mano para coger la manzana y ahora la sostenía, pero sin hacer amago de comérsela. Lo que la impulsó a rechazar la fruta no fueron sólo las enseñanzas de madre, sino que se sintió humillada por la idea de que le dieran algo para que se portara bien, como a Pin o a uno de los niños. Ésa era su penitencia por haber llorado como una niña pequeña; si no la hubieran pillado con las manos en la masa, aquella mujer nunca se habría atrevido a tanta familiaridad. Lo grande y roja que era la manzana hacía que la odiara, y se puso a reflexionar sobre cómo iba a deshacerse de ella.

Mientras el carruaje seguía bamboleándose, los otros pasajeros se recostaron y cerraron los ojos; ninguna sombra se proyectaba en la carretera y los cascos de los caballos levantaban un espeso polvo rojo que se alzaba como el humo. A los lados, la hierba bajo los boj dispersos o en torno a las grandes rocas negras que salpicaban las lomas estaba completamente seca. Con el tiempo, Laura también se fue adormilando, y justo estaba dando una cabezada cuando, con una sacudida, el coche se detuvo delante de una venta. Allí se apearon sus compañeros, y volvieron los gestos con la cabeza y las sonrisas de la mujer.

—Puedes comértela, bonita. Estoy segura de que tu madre no diría nada —fue lo último que dijo mientras cerraba la portezuela y desaparecía en la venta seguida por Peter.

Entonces apareció en la ventanilla la amable cara del cochero. En una mano llevaba un vaso, y en la otra una botella de limonada.

—Aquí tienes, pequeña, tómate esto. Viajar cansa mucho.

Eso era muy distinto a lo de la manzana. Laura tenía la garganta reseca de polvo y lágrimas. Aceptó la oferta con agradecimiento, pensando mientras se la tomaba en la envidia que le habría dado a Pin si la hubiera visto tomándose una botella de limonada.

Después, el traqueteo y los zarandeos se reanudaron. Ya no se subió nadie más y, cuando pasaron los dos únicos puntos de referencia que conocía —la choza del chino leproso y el huerto de Ah Chow, que dos veces por semana se daba la caminata a trote ligero hasta la ciudad con sus cestos colgantes para llevar verduras a la gente—, Laura se durmió. Se despertó sobresaltada y vio que el coche se había detenido en lo alto de la abrupta colina que dominaba la estación de tren para colocar los frenos. La bajada era estupenda con una calesa, pero el coche se atascaba con los frenos, se movía como un gusano y apenas parecía capaz de avanzar.

A los pies de la colina, bajo el sol, la ciudad reposaba perezosa. Era casi mediodía, pero había poca gente en la calle, porque ya hacía mucho tiempo que aquel lugar había dejado de ser un importante centro minero; las vetas grandes se habían agotado y la llegada del ferrocarril no había bastado para renovar energías. Siempre era así en aquellas calles de casas de ladrillo rojo, bajas y con verandas, aburridas y dormitando sin cesar, y la única animación reinante era invariablemente la que se encontraba a las puertas de las muchas tabernas.

En una de ellas se detuvo el coche y empezaron a descargar paquetes sin parar. La gente se acercaba y se asomaba a la ventana para ver a Laura, que estaba empezando a alarmarse, no fuera que O’Donnell —que se había metido dentro— se hubiera olvidado por completo de que tenía que llevarla a coger el tren; entonces le vio salir limpiándose los labios.

—¡Y ahora el equipaje vivo! —dijo con un guiño, y Laura se echó hacia atrás, desconcertada por las risas de un grupo de bribonzuelos que se agolpaban a la puerta.

De hecho, ya era hora de llegar a la estación; en cuanto sacaron su caja y le recogieron el billete, el tren pitó. O’Donnell la dejó al cuidado del guarda; le estrechó la mano y le dio las gracias, y acababan de encerrarla sola en un compartimento cuando el cochero volvió corriendo por el andén llevando en la mano, donde todo el mundo podía verla, la manzana que Laura pensaba haber dejado bien escondida bajo los cojines del coche. Se ruborizó hasta la raíz del cabello mientras un montón de cabezas se asomaban para ver qué pasaba, y para colmo no le quedó más remedio que dar las gracias a O’Donnell. Posteriormente el guardia volvió y le dijo que nadie iba a viajar con ella, que no tuviera miedo.

—De acuerdo. Y me avisa por favor cuando lleguemos a Melbourne.

En cuanto el tren salió de la estación, Laura bajó la ventanilla y, tomando por diana un poste de telégrafos, arrojó la manzana con todas sus fuerzas. Después se asomó todo lo que pudo, casi hasta que se le voló el sombrero. Era el primer viaje que hacía sola y, ahí encerrada, sin nadie más en el angosto espacio del compartimento, disfrutaba de una sensación embriagadora de libertad. Tenía libertad para hacer todo lo que le podían prohibir: anduvo arriba y abajo por el vagón, saltó de un sitio a otro y luego se tumbó en los asientos y se puso a canturrear mientras veía pasar los postes del telégrafo con los cables subiendo y bajando. Pero cuando llegaban a una estación se sentaba aunque el tren no parase, para que todo el mundo viera que viajaba sola.

Se le abrió el apetito y se puso a dar buena cuenta de su almuerzo; resultó que, a fin de cuentas, madre no había previsto tanto. Una vez que terminó, se sacudió las migas y manoseó la ostentosa media corona que se había encontrado en el bolsillo hasta que le acabaron doliendo las yemas de los dedos; se puso a pensar en ellos, en casa, y en lo que estarían haciendo en ese momento. Era entre las dos y las tres; el sol estaría dando de lleno en las baldosas de la veranda trasera; Pin y Leppie tendrían que ir moviéndose, centímetro a centímetro, en busca de un sitio más fresco para su juego de la tarde, mientras el pequeño Frank estaría dormido, y Sarah salpicando el suelo de ladrillos de la cocina mientras fregaba los platos de la comida. Madre estaría cosiendo, y seguiría ahí, cosiendo, cuando la sombra del abeto, que a mediodía se encogía como un enano, se hubiera estirado hasta alcanzar la talla de un gigante y los niños hubieran abierto la puerta delantera para ir a jugar en el camino, a la sombra. Al pensar en esas sombras y en las cosas familiares que no iba a volver a ver en muchos meses, le empezaron a picar los ojos.

Tras pasar por varias estaciones, se detuvieron; su atención se distrajo con el ruido y el ajetreo. Cuando el tren volvió a mecerse al arrancar, Laura se dejó llevar por pensamientos más amables. Se imaginó a sí misma, por centésima vez, en la nueva vida hacia la que estaba viajando y, como siempre, se la figuró de color rosa.

Había llegado a la escuela, y se encontraba en una espaciosa sala que era como una versión mejorada del salón de madre. Allí le presentaban a un grupo de niñas. Ellas la rodeaban, impacientes por conocer a la recién llegada, que estrechaba la mano de cada una de ellas con soltura y las palabras justas. Estaban demasiado bien educadas para echar una mirada a su ropa, que, por más que hubiera embellecido en su imaginación, sabía que no era lo que debía ser: el abrigo tenía varios años y era tan corto que no cubría el volante de la falda; el vestido, con el sombrero a juego, era del gusto de su madre y por lo tanto —Laura estaba segura— del gusto de nadie más. Pero sus nuevas compañeras veían que llevaba aquellas prendas con una elegancia que compensaba sus defectos; y las oía decirse por lo bajo: «¿Verdad que es guapa? ¡Qué ojos tan negros! ¡Qué tirabuzones tan preciosos!». Pero ella no era soberbia y, con sus modales delicados, conseguía enseguida que se sintieran cómodas en su compañía por mucho que su talento las dejara boquiabiertas; ninguna podía jactarse de haber adquirido el conocimiento de toda una casa. Entabló enseguida amistad con una de sus nuevas admiradoras, y maravillaban a todo el que las veía. Con profundo respeto las demás niñas se retiraron y formaron una especie de pasillo por el que las dos amigas, de la mano, pasearon olvidadas de todo menos de sí mismas. Así, embarcada en el mar de los sueños, Laura zarpó y se dejó llevar.

—¡La próxima estación es la tuya, jovencita!

Se levantó de un salto y paseó una mirada inexpresiva a su alrededor. Habían pasado la última parada del trayecto y ya estaban cruzando las marismas. En menos de dos minutos tenía todas sus cosas recogidas, el pelo arreglado y los guantes puestos.

Poco después avanzaban a lo largo de un andén de grava en el que crecían matitas de hierba. Eso era Melbourne. En el extremo más cercano del andén había dos damas, una rechoncha y mayor con gorro y túnica, anteojos en una montura negra y ojos miopes y penetrantes; la otra también era rechoncha y guapa, pero joven, de rostro risueño y regordete, y mejillas sonrosadas. Laura las distinguió desde muy lejos y, cuando el vagón pasó por delante, ellas también la vieron, impaciente y bien a la vista en su ventanilla. Las dos la miraron; la más joven dijo algo y se echó a reír. Laura relacionó instantáneamente el comentario, y la diversión que produjo en quien lo hizo, con el vistoso adorno rojo de su sombrero, al que la joven había dirigido la mirada. También se dio cuenta, cuando ya era tarde, de que su saludo había sido muy infantil e innecesariamente efusivo, pues las damas sólo habían contestado con inclinaciones de cabeza. Ahí tenía que sortear dos golpes a la vez, y a Laura se le encendieron las mejillas. Pero no dejó de sonreír, y cuando se bajó del tren seguía luciendo esa misma sonrisita con la que hacía todo lo que podía para dar la impresión de estar despreocupada y en su salsa.