Capítulo IX

Carla y Freddie habían planeado pasar una semana en Nueva York antes de salir hacia París; y Freddie, intentando con desesperación mejorar la situación, había reservado una suite en el «St. Regis Hotel» de la Calle 55 Este. Pero ni el hotel, ni los paseos en coche por el parque, ni las cenas en los mejores restaurantes de la ciudad consiguieron hacerles salir de sí mismos: dos tristes «egos» que contemplaban cómo su frágil romance hacía agua poco a poco. Aquella sensación se había apoderado de ellos cuando aún estaban en el avión dirigiéndose al Este, empezando, según Freddie recordaba, con una discusión sobre el matrimonio. Fue la primera vez que él había desvelado algunos particulares del futuro de Carla, y, como él los presentó, parecían consistir en la boda, quizás en Nueva York, seguida, a su debido tiempo, por un mínimo de tres hijos, el primero, tal vez, nacido en Francia, como homenaje al país del vino.

A este respecto, Carla no había dicho nada hasta dos días después en la suite abigarrada del «St. Regis». Una mañana, negándose a hacer el amor, saltó de la cama furiosa cuando un soñoliento Freddie había empezado a acariciarla. Comenzó a caminar con pasos airados, arriba y abajo de la habitación, desnuda, hermosa y muy enfadada.

—Todo lo decides —gritó—, todo… A dónde ir, dónde vivir, los niños que debo tener, y todo lo demás, incluso qué vestido debo comprar, ya que aquí, en Nueva York, te ha parecido que me asemejo a una de esas busconas portorriqueñas, y que en esta asquerosa ciudad, cualquiera que no tenga el pelo rubio y la tez clara es una buscona o lo que ellos llaman una hispana. ¡Y yo digo que les den por el saco a todos los de esta repugnante ciudad y su mierda hispana, ya que mi gente estaba en este país antes de que los malditos anglos aprendieran a botar un barco y vinieran a robar lo que pertenecía a otros!

—¡Eh! ¡Estás dejando el mundo como un montón de basura!

—¡No te burles de mí! —gritó ella—. Te voy a matar si te ríes de mí y tratas de demostrarme lo inteligente que eres. ¡Yo no soy inteligente! ¡Soy una estúpida chicana!

Freddie saltó de la cama, abriendo los brazos para calmarla. Al igual que Carla, él estaba desnudo también.

—¡Ponte algo encima! —espetó ella—. ¡No quiero verte en cueros!

—Tú lo estás —protestó él débilmente.

—Es distinto.

A continuación, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta de golpe. Freddie se quedó con la vista fija durante unos segundos, aún medio dormido, intentando analizar y comprender aquel estallido de ira que le había dado los buenos días. Se vistió sin afeitarse, ya que Carla seguía en el baño, y solicitó que les subieran el desayuno. No tenía la menor idea del motivo del enfado de Carla ni si pensaba seguir con su malhumor, pero no tenía ganas de compartirlo con los demás asistentes al comedor. Sin embargo, y casi como era usual, no fue capaz de prever los cambios de humor de Carla, y cuando él había acabado de pedir el desayuno, ella salió del baño, envuelta en un seductor salto de cama color limón, con el rostro radiante. No necesitaba maquillaje. Se había lavado la cara con agua y jabón, y su piel resplandecía. La cascada de su negro cabello le llegaba hasta los hombros y Freddie, siempre atónito ante su belleza, podía imaginarla como patrona de una hacienda californiana de tiempos remotos. Al verla, se enterneció.

—Ay, mi pobre niño —dijo ella, al tiempo que se acercaba y lo abrazaba—. Te amargo la vida. Soy mala contigo. No sé por qué. Te juro que no lo sé. Rezo a la Virgen para que me haga buena, amorosa y misericordiosa como Ella. Me parece que soy incapaz de perdonar. Tal vez pienso en cómo te llevaste mi virginidad cuando sólo era una chiquilla. Oh, es un pensamiento triste, pero algunas veces agradable también. No me mires así, cariño. Estoy loca, pero te quiero y no deseo tener niños en Francia. Que jodan a Francia. Quiero volver a California.

—¿Por qué? Te encantaba la idea de vivir en Francia.

—Eso era cuando estaba en California. Todo se ve de color de rosa cuando estás en un lugar en el que eres infeliz y piensas que cualquier otro sitio es bueno para conseguir la felicidad. Imposible, cariño. Tú hablas francés. Yo ni una palabra. Ya sabes que en la escuela, cuando una chicana escoge un segundo idioma, si es una boba como yo, elige el español. Claro, había hablado ese idioma desde el día en que pronuncié la primera palabra.

—Muy bien. Tal vez mi sueño en Francia sea una locura. Cuando vuelves a un lugar en el que has sido feliz de niño, no resulta, ¿verdad?

—Tal vez no, Freddie. Oh, al diablo con esta charla. Desnúdate y volvamos a la cama.

Ella se alejó unos pasos, sonriendo y despojándose del salto de cama. Freddie empezó a desabrocharse la camisa.

—Tendremos que hacer muchos cambios, pero nos casaremos en California, si así lo quieres.

—No.

—¿No?

La miró fijamente durante unos momentos.

—¿En California tampoco? ¿Dónde entonces? ¿Aquí?

Pero ya sabía la respuesta.

—Freddie…, oh, Jesús, ¿a qué estamos jugando? No hago más que decírtelo y tú siempre lo olvidas. ¿Qué clase de matrimonio sería? Freddie, no quiero hijos y no los tendré. Ya hay suficientes chícanos desgraciados en este mundo. No quiero hijos, punto. Algunas mujeres nacen para ser madres. Tienen que quedarse embarazadas cada año para ser felices. Yo no. ¿Sabes?, confundes las cosas, no piensas en serio, y yo te lo permito. Mi padre es Cándido Truaz, capataz de los viñedos. En tus viñedos… Espera, no me interrumpas… Eso y lo que acabas de heredar, diez o doce millones de dólares. Quieres hacer de mi una dama…

—¡Maldita sea, eres una dama! ¡Una gran señora!

—Quítate la ropa, Freddie, estoy harta de hablar.

Tiró el batín y se tendió en la cama.

—Ven. Éste es el único idioma en que nos entendemos.

Carla tomó un avión vespertino para California, dejando a Freddie demasiado estupefacto para valorar lo que ocurría. Él intentó hacerle aceptar dinero, que ella lo rechazó, y Freddie sólo consiguió deslizar unos pocos cientos de dólares en su bolso. Carla insistía en que no tendría problemas para encontrar un trabajo en San Francisco y Freddie atravesó las fases de su decisión como un hombre en trance. La abrazó y la besó, y después contempló desolado cómo pasaba por el detector de metales y recorría el pasillo hasta el avión.

«Pobre Freddie —le había dicho ella—. Te quiero tanto que no pienso arruinar tu vida de forma irreparable. Tan pronto encuentre un alojamiento, llamaré a Barbara y le diré dónde puedes encontrarme».

Freddie regresó a la suite del hotel y trató de emborracharse. Nunca lo había conseguido y tampoco pudo lograrlo ahora. Cuando uno crece en un viñedo, se crea defensas inquebrantables contra la embriaguez o se convierte en un alcohólico incurable, y él no lo era. Permaneció sentado pensando hasta las cuatro de la mañana y después se quedó dormido.

A las nueve telefoneó a Sam. Las nueve en Nueva York eran las seis de la mañana en San Francisco, y Sam se lo hizo notar contrariado.

—Diablos, Freddie, ¿sabes qué hora es?

—Las nueve —contestó Freddie con tristeza.

—¡No! No, pedazo de asno, aquí son las seis de la mañana.

Freddie pudo oír a Mary Lou al fondo, diciéndole a Sam que tuviera un poco de compasión.

—Santo cielo, tiene problemas —comentaba ella.

—¿Tienes problemas? —le preguntó Sam.

—Dios mío, Sam, me encuentro al final del peor desastre de mi vida. Nadie la ha jodido tanto como yo y me lo merezco…, maldita sea, me lo merezco por largarme con tu mujer…

—Freddie, deja de decir bobadas y escúchame. Tú no te llevaste a mi mujer. Yo estaba divorciado y, créeme, di las gracias de que Carla tuviera alguien como tú a quien acudir. Me hiciste el favor de sacarme la culpabilidad de encima. Ahora, haz el favor de contarme lo que ha ocurrido.

—Se ha marchado. No hay boda. Ha regresado a la Costa. No ha querido aceptar ni un dólar de mí; se ha largado y me ha dejado aquí…, y, que Dios me ayude, miro la ventana y pienso que sería un placer saltar.

—Freddie, nunca he pensado que fueras muy inteligente, pero eso es estúpido…, ¡una chifladura de primera clase! ¿Te ha contado Carla que le paso una pensión de cuatrocientos a la semana?

—No, no lo hizo.

—No es una fortuna, pero le evita caer en la miseria. Freddie, ¿dondé estás?

—En el «Saint Regis».

—Muy bien. Hoy es miércoles, el día que los médicos hibernan. Iba a llevar a Mary Lou a la playa, pero eso puede esperar. Tomaré un avión y podemos cenar juntos. A no ser que cambies tus planes sobre Francia y vuelvas aquí.

—No. Oh, no. ¡No puedo volver ahí, nunca!

Luego, añadió:

—Aquí hace frío, llueve y ahora empieza a nevar. Oh, Dios, Sam, me siento fatal. Le partí el corazón a May Ling, dejé a mi hijo. ¿Sabes que me iba a Francia para dos años? No le hubiera visto. Ni siquiera recordaría su cara. Sammy, no sé lo que me ha sucedido, me siento tan mal que quisiera morir.

—¿Puedes tomar un avión?

—No puedo volver. Sammy, nunca regresaré. Lo he jodido todo de forma irreparable.

—Quédate en el hotel. Intenta dormir. Mira la televisión. Pero quédate ahí y yo llegaré alrededor de las cuatro de tu horario. Por favor, Freddie, no hagas nada hasta que yo esté contigo.

Cuando Sam hubo terminado de hablar, Mary Lou le dijo:

—¿Tienes que hacerlo?

—Es lo más parecido que he tenido a un hermano. No se trata de que Freddie sea mi primo, es mi amigo. ¿Cuántos amigos se tienen en la vida?

Pero más que eso, Sam intuyó la desesperación de un hombre al borde de la crisis y, al saludarle en la habitación del hotel de Nueva York, comprendió que su miedo estaba plenamente justificado. Sin afeitar, más delgado cada vez que lo veía, con los ojos enrojecidos, la mano temblorosa como resultado de dos ceniceros llenos de colillas, Freddie era un hombre devorado por la inquietud.

—¿Has comido algo? —preguntó Sam.

—No lo sé. No estoy seguro.

—¿Qué te parece si te afeitas, te peinas, y después bajamos a cenar y hablamos?

—No sé cómo darte las gracias —contestó Freddie apenado.

—No lo hagas. Tengo hambre. Espera un momento…, dame la mano.

El pulso de Freddie estaba acelerado. Sam le puso la mano en la frente, que no estaba demasiado caliente, y después lo empujó al cuarto de baño. Cuando Freddie volvió a aparecer, ya rasurado y aseado, su aspecto resultaba menos patético. Sam, algo más robusto que Freddie, cinco centímetros más alto, y un rostro dominado por una nariz protuberante, siempre había visto a Freddie, que era muy rubio y de cabeza alargada, como al prototipo del «anglo». De joven, había envidiado tanto su aspecto como su facilidad para relacionarse con las chicas; de adulto, seguía admirándole por su despierta inteligencia, su talento y el hecho de que la mayoría de las mujeres quedaban subyugadas por él. Ahora, rechazado, tirado como un perrito doméstico no deseado, descubría a una persona nueva y vulnerable. Sentados a la mesa del comedor del hotel, Freddie le dijo apesadumbrado:

—No sé qué hacer con mi vida, Sam. Ya no sé qué hacer con nada.

—¿Qué es lo que desearías conseguir?

—Lo he estado pensando, meditando durante horas, esperándote. Te lo juro, si no hubiera sabido que venías, no sé lo que hubiera hecho. Finalmente, me encuentro en un callejón sin salida, Sammy. La idea de ir a Francia ahora, yo solo…, carece de sentido. Me da escalofríos, como si me encerrara en una celda durante dos años. ¿Qué sentido tiene engañarme a mí mismo? La única vida que he tenido que merece la pena está en Napa, y allí no pudo volver. Y si no puedo hacerlo…

Se encogió de hombros.

—¿Por qué no puedes regresar?

—¿Por qué? ¿Volver a enfrentarme con mi padre? ¿Enfrentarme a diario con el padre de Carla?

—Tus padres serían las dos personas más felices del mundo. Tu abuela Clair se está muriendo, ¿lo sabías?

—Sí.

—Freddie, te has estado encargando de los viñedos durante los últimos diez años. Sé que Adam es el dueño, pero tú has hecho que el lugar figure en los mapas. Ahora, es cinco veces más grande. Y tú lo has conseguido. Puedes marcharte, pero ¿adonde? Las personas como nosotros formamos parte de ese lugar, y no encontraremos satisfacción en ninguna otra parte. Claro que será una cosa muy dura encontrarse con Cándido, pero nosotros dos no le hemos engañado. Su hija nos ha embaucado a ambos, por decirlo de alguna forma.

—Vamos, anda. Ya somos mayorcitos. Si nos ha engatusado, es que nos lo hemos buscado.

—Freddie, nosotros defendemos a Carla hasta donde haga falta, pero lo cierto es que nos ha utilizado. Acaso haya sido recíproco…, tal vez también a ella la hayamos usado mutuamente. Todos estamos demasiado relacionados, somos demasiado incestuosos, y puede ser debido a que éramos pocos y la muerte se ha cebado en nosotros.

—Amo a Carla.

—Diablos, Freddie. Recordemos el pasado. Has amado a un montón de mujeres. Amabas a May Ling. Estabas loco por ella.

—Aún lo estoy.

—Por eso te divorciaste y te largaste con Carla.

—Sam, trata de comprender —suplicó Freddie—. Ahora hace tres años no pude penetrarla. Sólo tengo treinta y ocho años. ¿Sabes lo que es acostarse con una mujer noche tras noche y no tener una erección? Yo era impotente, por completo. Nunca hubiera creído que pudiera ocurrirme algo así.

—¿Por qué no acudiste a mí? Soy médico.

—Carla resultó ser la única medicina que necesitaba. Oh, Dios, no se por qué hablo de esto. May Ling se trasladó a casa de Sally y Joe; pero, antes de que me marchara, mi madre la convenció para que volviera. ¿Cómo puedo afrontarlo? Ella está allí. ¿Vuelvo a trabajar cada día delante de sus narices?

—Tal vez sea la primera vez en la que tengas que enfrentarte a algo, Freddie. Somos niños ricos. Nos deslizamos por la vida sin tener que hacer frente a nada. El dinero es una jodida cama de agua y nos mece como si fuera una cuna siempre que nos movemos. Empiezo a sentir desagrado por nosotros. No me gusta la gente que veo en el club y la mayoría de mis colegas ordeñan a los Federales y apoyan a Reagan para llenarse los bolsillos. También estoy perdiendo el entusiasmo por ellos. Míranos a nosotros. ¿Hemos caído alguna vez sin una mano que nos esperara para levantarnos? Estamos tan seguros de nosotros mismos que se me revuelve el estómago. ¿Sabes con qué trafico? Apendiceptomías de dos mil dólares, histerectomías de cinco mil… Soy un salteador de caminos. Todos lo somos. Que Dios nos ayude, y también a la Seguridad Social. Hacemos que la Mafia parezca un hatajo de ineptos idiotas, y ninguno de nosotros va a la cárcel. Déjate de tonterías. Corta con todo y yo intentaré ayudarte y regresaremos juntos.

—Sam, no tengo agallas.

—Fabrícalas, y si hablas con Cándido dile que amas y respetas a su hija, pero que no funcionaría. Yo le hablé.

—¿Lo hiciste?

—Sí, Fui a verle con Martí Pérez…, el padre Martí, de Napa. Ya lo conoces.

Freddie asintió.

—Según Cándido, su hija había pecado de forma imperdonable. El padre Martí le convenció de que podía ser perdonada y que tendría un lugar en el más allá. No me mires de esa forma. Yo no firmo lo que los demás crean. Lo único que sé es que pude estrecharle la mano a Cándido sin el temor de que quisiera clavarme un cuchillo. Si yo pude, tú también.

—La desfloré cuando sólo era una niña —se lamentó Freddie—. Él se enteró y quería matarme. Pero dejó que Adam se ocupara del asunto. Es la única vez que he visto a Adam perder los estribos. Pero ahora juro que Cándido me matará.

—Morirás con dignidad —dijo Sam—. Aún tenemos tiempo para tomar el último avión.

El segundo día después de su retorno a San Francisco, Barbara fue a Higate. Camino de los viñedos, se detuvo en casa de su hermano Joe, en Napa. Sally la recibió. Joe se hallaba en el hospital y el joven Daniel, que había terminado los estudios hacía apenas dos años, se encontraba en Sillicon Valley, era una especie de genio y, junto a otros dos sabios, había creado una firma de computadoras que les haría millonarios antes de Navidad. O así lo explicó Sally después de besarla.

—¿Y May Ling? —preguntó Barbara.

—Es estupenda. Me siento tan orguliosa de esa dama. Ella es lo único que he hecho bien. Lo ha aceptado bien, sin lloros ni rabia contra Freddie. No soporta que se hable mal de él. Ha estado un tiempo conmigo, pero Eloise le rogó que regresara a la casa de los viñedos. Al fin y al cabo, es su hogar. Se trasladó allí con el pequeño Danny. Freddie volvió hace pocos días, discutió con Cándido y éste lo derribó…

—¿Lo derribó? —exclamó Barbara—. ¿A qué te refieres? ¿Lo golpeó?

—Cándido debe tener unos sesenta y cinco años y la fuerza de un buey, le dio un puñetazo que lo dejó tendido. Gracias a Dios, no le rompió la mandíbula. Después, le ayudó a incorporarse y, según parece, se disculpó. Joe reconoció a Freddie y dijo que había sido un milagro que no le partiera la mandíbula. Se dieron las manos. Adam no sabe nada.

Como siempre, cuando Sally se excitaba, las palabras salían atropelladas de su boca y, al igual que muchas veces en el pasado, Barbara reflexionó sobre la gran mujer que era, antigua poetisa con libros publicados, ex artista de cine y otras muchas cosas, una mujer alta, esbelta, vigorosa, aún bonita mediada la cincuentena, todavía capaz de vibrar por lo inesperado.

—¿Cómo puedo enfadarme con Freddie? Al principio le hubiera matado, pero soy incapaz de seguir enojada con él. Ahora, se me parte el alma al ver las condiciones en que está. Barbara, ¿nunca has pensado qué familia tan reducida somos?

—Claro que lo he hecho.

—Y esto lo empeora todo, ¿verdad? Quiero decir, al encontrarnos tan cerca unos de otros. May Ling está en Higate cerca del valle, y es su refugio, su nido, su muro contra el mundo. Su casa se encuentra entre la de la abuela Clair y la de su tío Adam, vive allí, con su hijo, totalmente feliz…, o así lo parece al menos. Freddie ha alquilado la vieja casona «Skagaway». Oh, tienes que haberla visto una docena de veces, se divisa desde la carretera; es una gran casa de piedra. Va a diario a su oficina de los viñedos y se dedica a trabajar. Verás, instaló un moderno sistema de computadoras y, según parece, es el único que sabe cómo funciona. Adam intentó encontrar a alguien que lo sustituyera, pero fue imposible, así que ya puedes imaginarte la confusión que se originó cuando Freddie se marchó sin despedirse apenas, por eso Adam no le habla.

—¿Nada?

—No le dirige la palabra. Bueno, supongo que se le pasará con el tiempo, pero ahora no se relacionan entre ellos en absoluto y Eloise está fuera de sí por la situación.

—¿Ve Freddie al niño?

—Cada día. Él y May Ling se comportan de una forma civilizada y cordial. Lo que ocurrirá en el futuro, sólo el cielo lo sabe; pero, tratándose de Freddie, puedo esperar cualquier cosa y es lo que hago.

—¿Y tu madre?

—Mamá se está muriendo. Parece imposible. Sé que tiene más de ochenta años; sin embargo, da la impresión de que hace poco era una mujer fuerte, hermosa, con su mata de cabello rojo, y papá parecía una indómita fuerza de la Naturaleza. La vida puede ser tan asquerosa. Papá murió hace años y ella se está acabando. Joe es su médico y nosotros vamos a verla casi cada tarde. Ella no quiere ir al hospital y Joe no desea que vaya. Pero tampoco acepta tener una enfermera en casa. Aunque está María. ¿Te acuerdas de ella?, ¿una mexicana grandota que está con mamá desde hace más de treinta años?

—¿Tiene Clair dolores? —preguntó Barbara—. Sé lo terrible que puede llegar a ser.

—Joe la mantiene sedada. No durará mucho y ya conoces a mamá. Si sufre, nadie se entera. Quiere verte. Barbara, así que no te vayas sin visitarla.

—Ni se me ocurriría hacer algo así.

—Comprendo cómo se comporta la gente con un moribundo. No me refiero a ti; pero algunas personas…, no soportan estar junto a alguien que se muere.

Barbara tuvo que aceptar café y bocadillos, y se quedó hablando con su cuñada durante otra hora. «Sally —pensó— es la última romántica sentimental». Barbara debe serlo también, era producto de su naturaleza, como mínimo, y podía estudiarse a sí misma de forma crítica. En el caso de Sally, toda su vida era como una película de la que ella era guionista, directora y estrella.

Una vez fuera, en el porche de la casa, Sally se cogió del brazo de Barbara.

—No te veo lo suficiente —se lamentó Sally—. Y te quiero tanto.

—Freddie ha regresado.

Fue lo primero que Eloise dijo a Barbara.

—Lo sé.

—Es extraño —continuó Eloise—. May Ling vive en su antigua casa y Freddie ha alquilado esa casona de piedra en las afueras de Napa. Tuvo una pelea con Cándido, pero no sé lo ocurrido exactamente, ya que nadie, incluso Freddie, ha dicho una palabra, a pesar de que su cara estaba hinchada el doble de su tamaño. Adam no le dirige la palabra, y no culparía a Freddie si lo vuelve a dejar todo y se busca trabajo en otra parte, aunque después de la herencia no lo necesita. ¿No has visto a mamá?

—Todavía no.

—Pues quiere que cenes con ella…, vosotras dos solas. Como te vas a ese trabajo de El Salvador… Es un encargo ¿verdad? No te marcharás allí por tu cuenta. ¿Es para Carson y Los Angeles World? ¿Vuelves a mantener relaciones con él?

—Le vi en Los Ángeles.

—Bueno, ya sois mayorcitos para saber lo que hacéis. Estaba pensando que si te vas para mucho tiempo, ¿dos, tres semanas?

—Tres semanas, más o menos.

—Entonces, es probable que no vuelvas a ver a mamá. Joe dice que está cerca del fin.

—Me alegro de haber venido hoy.

En la puerta, Eloise le cogió la mano.

—Mi querida Barbara —dijo—, escúchame. Sé que soy miedosa y neurótica, lo he sido siempre. Pero aquí tenemos a tres hombres, braceros, que son salvadoreños. He hablado con ellos y las historias que explican de los escuadrones de la muerte son espantosas. Ellos fueron golpeados y torturados de forma inimaginable, así que ten mucho cuidado.

—No quiero decírselo a Clair —dijo Barbara—. Seguro que tiene cosas más importantes de las que hablar. Puedes contárselo mañana si lo crees necesario.

Clair estaba en la cama, en su habitación de la vieja casa de piedra, en la que había vivido con Jake desde que la compraron en 1919. El dormitorio era espacioso, con el techo de vigas de madera y las paredes cubiertas de magníficos sarapes. Clair reposaba en un antiguo lecho de estilo español, de esquinas estilizadas, e hizo que Barbara se acordara de su madre, postrada también en una cama, muriendo de la misma maldita enfermedad. Eran parecidas en algunas cosas, dos mujeres altas, hermosas, dignas y resueltas.

María había llevado una bandeja con comida para Barbara, y se la dejó sobre una mesita, al lado de la cama: ensalada de pollo y arroz con azafrán. Barbara se inclinó sobre Clair y la besó. Ésta le cogió la mano durante unos momentos.

—Quiero que comas, querida. María ha cocinado para ti. La salsa de pollo es la mejor al norte de México.

—Tú deberías tomar algo.

Clair se encogió de hombros.

—¿Por qué? He tomado un vaso de leche. Como muy poco, Barbara, y no me gusta la gente que convierte en tragedia la visita a un moribundo. Créeme, ya es suficiente malo morirse, y peor aún hacerlo solo. Te ruego que comas y después hablaremos. María —dijo a la mujer maciza e impasible que estaba al lado de la puerta como una estatua de Zúñiga—, tráenos vino. Tengo seis botellas de nuestro «Mountain White» en el refrigerador. Saca un par de ellas y un vaso para mí.

Cuando María hubo salido, Clair comentó a Barbara:

—Es mi niñera. La sangre de los indios, ellos comprenden la muerte. Ahora, háblame de ti. ¿Has estado en Los Ángeles?

—Sí. En realidad, en Malibú; un lugar peculiar para encontrarme a mí misma.

—¿Escribir? ¿Te buscabas a ti, o algo sobre qué escribir? ¿En qué trabajas ahora?

Barbara tuvo que sonreír.

—Siempre se le hace esa pregunta a un escritor. Durante toda mi vida, la gente se ha interesado por ello y nunca he sabido qué contestar. No, no estoy haciendo nada. Trato de escribir, pero desde la muerte de Boyd los intentos han quedado en agua de borrajas.

—No es bueno —dijo Clair con severidad—. Tienes que trabajar, hoy, mañana, hasta el final, aunque te queden veinte años por delante. Me pongo furiosa cuando tratan de mantenerme al margen de lo que ocurre en Higate. Nos hemos convertido en una institución grandiosa. ¿Puedes creer que hacemos cinco millones al año?

María volvió con las dos botellas de vino y un cubo de hielo plateado. Abrió una de las botellas y sirvió dos copas.

—¿Me quedo? —le preguntó a Clair.

—No, señora[10]. Tenemos que estar solas para hablar con el corazón en la mano.

Qué hermoso y apropiado sonaba en español. No se podían decir aquellas cosas en inglés sin parecer sensiblero.

—Comprendo —asintió María—. Ya llamará si me necesita.

Después, salió de la habitación.

—Freddie ha estado aquí antes de que llegaras —dijo Clair—. Le he pedido que se marchara. Por supuesto, después de regañarle.

—Pobre Freddie —exclamó Barbara—. Todo el mundo le riñe.

—Hagamos un brindis —pidió Clair levantando el vaso—. Es nuestro «Mountain White» de 1976. Nada de fantasías francesas, sólo nuestro nombre, «Higate Mountain White». Es muy seco, con un punto cortante, igual que el mejor «Siciliano». Bueno, querida Barbara, por ti, por los vivos. Has sido una maravillosa amiga y compañera de este corto y algo estúpido viaje que llamamos vida.

Bárbara bebió sin demora. Sus ojos habían empezado a brillar e hizo ver que se limitaba a secarse los labios con una servilleta.

—¿Te gusta el vino?

—Es estupendo —consiguió decir.

—Qué cosa, el vino se ha convertido en una especie de religión para todos nosotros, tanto en Napa como en Sonoma. Mirando atrás, da la sensación de haber malgastado la vida de una forma extraña. Verás, Barbara, a medida que mi cáncer avanza, tu hermano Joe me inyecta más y más drogas que me quitan el dolor, pero también juguetean con mi mente. Tengo alucinaciones. Veo a Jake y mantenemos largas conversaciones. Oh, ya sé que no ocurre en realidad. Es como una especie de sueño, y él siempre se muestra más sensato con las cosas que yo, lo cual me deja perpleja. ¿Has pensado mucho en la muerte?

—Sí, cuando se ha llevado a personas cercanas, a seres queridos. Pero en cuanto a mí…, pues, no mucho, la verdad.

—Dios…, lo que sea eso que llamados Dios, ¿te has preguntado sobre Él?

—Me temo que sí —admitió Barbara—. No le concedo demasiados puntos.

—¿No? Bueno, si se piensa en ese anciano caballero sentado sobre una nube y observando a los lunáticos seres que creó cómo se matan unos a otros…, la verdad, no se le pueden dar muchos puntos, aunque algo de comprensión sí. Pero te encuentras tendida, con la espalda ulcerada, esperando las drogas que eviten los gritos de dolor, mientras te dices que a los ochenta años ya has vivido bastante…, y, en estas circunstancias, piensas en lo desconocido. No importa. Incluso con todas las desgracias, mi vida ha estado tan llena que no me facilita las cosas. Al contrario, marcharse es peor.

Barbara observó que la conversación se hacía cada vez más dificultosa para Clair. Ésta había alargado la mano para convocar a María y, al aparecer la mexicana, Clair susurró a Barbara:

—Lo siento, querida —le dijo a Barbara cuando la mexicana apareció, hablando con gran esfuerzo—. Ya no puedo más.

Barbara se inclinó sobre la cama y la besó.

—Que Dios te bendiga —dijo Clair—. Gracias por venir.

Ya fuera, en su coche, Barbara lloró apoyada en el volante.

Al día siguiente, alrededor de las once, cuando Barbara hacía el equipaje, colocando prendas adecuadas para El Salvador, Freddie y Sam se presentaron como delegación disuasoria. Ella había asimilado toda la información que había podido encontrar sobre el clima, resumido en la Enciclopedia Americana: El año está dividido en dos estaciones… Los meses de lluvia desde mayo a octubre, los meses secos de noviembre a abril. La parte inferior de la costa es calurosa e insalubre; una temperatura fresca y agradable suele darse en el interior de las tierras altas. Ya que la temporada seca casi había terminado, dicha información hizo que Barbara se decidiera por dos camisas de algodón blancas, otras dos de dril y dos pares de pantalones y camisas de dril azul. Añadió una gabardina, un jersey y un traje que pudiera llevar a cuerpo. La experiencia le había demostrado que lo mejor era llevar una bolsa de mano para una tarea semejante, ya que resultaba fácil de manejar. Estaba haciendo el equipaje cuando el timbre sonó, y bajó para recibir a su hijo y a su sobrino. Les besó a ambos. Demasiado tarde para desayunar y demasiado temprano para el almuerzo.

—¿Café y tostadas?

—Madre —dijo Sam con severidad—, no se trata de una visita de cortesía. Ahora sabemos adonde vas. Los dos les hemos robado tiempo a nuestras ocupaciones, lo cual es importante.

—Significa que no estáis de acuerdo con que acepte este trabajo —replicó Barbara—. Me parece apabullante; o es una señal de amor o una sugerencia de incapacidad y senilidad latentes.

—Por favor, madre, no te enfades.

—No sé si estoy enfadada, pero sí me siento molesta. En el momento en que utilizas la palabra «madre», Sam, ya levanto mis defensas. Soy mamá hasta que supones lesiones en mi mente. Lo encuentro algo insultante.

—¡Oh, no! —exclamó Freddie—. ¡Cielos, tía Barbara! Aquí tienes a dos personas que piensan en ti como en la mujer más extraordinaria que hayan conocido. Pero nos parece que tienes un cierto sentimiento de invulnerabilidad y no eres…

—¿Joven? —preguntó Barbara—. Tampoco vosotros lo sois, así que dejad de comportaros como niños, y tomemos una taza de café. Ni una palabra más al respecto.

—Mamá —dijo Sam—, soy médico y sé algo sobre la edad y la resistencia del cuerpo, así que…

—Ni una palabra —repitió ella.

—Una roca, Sammy —dijo Freddie—. Déjalo. ¿Qué tal esa taza de té, tía Barbara?

—Faltaría más.

Carson llamó a su puerta de Green Street a las seis y media de aquella misma tarde. Había llegado de Los Ángeles en un puente aéreo para cenar con ella y la encontró llena de entusiasmo.

—Carson, mi querido Carson, me has rescatado del pozo de la desesperación. No sé cómo ni por qué, pero vuelvo a sentirme viva; culpable; pero viva.

—¿Culpable? ¿Por qué?

—Tengo cierta complicidad con un hombre casado, mi querida amiga Clair Levy se está muriendo de cáncer, mi sobrino Freddie ha destrozado su vida sin remedio y mi hijo piensa que voy camino de convertirme en una mujer senil. Y me siento estupendamente. ¿Adonde vamos a cenar?

—¿«Fourneau»? He reservado mesa allí.

—Magnífico. Ahora, siéntate y lee un periódico, una revista, o lo que quieras, mientras subo a poner mi pelo presentable. Sólo necesito diez minutos.

Al cabo de poco más de diez minutos, Barbara apareció.

—¿Qué tal estoy? —preguntó.

—Preciosa.

—Caminemos un poco y me darás instrucciones. Bajaremos caminando por la colina y luego un taxi nos subirá. ¿Sabes, Carson?, me ocurre algo extraño: después de hablar con Clair, mis ojos se han abierto y veo el mundo diferente a como lo veía antes. ¿Qué diablos crees que me ha ocurrido?

—La semana pasada me tropecé contigo. ¿Sería demasiado egoísta pensar que tu tropezaste conmigo también?

—No, no lo sería. Tener a un hombre vigoroso, apuesto, que te mira como a una mujer…, es tan fantástico, Carson, aunque eso no conduzca a ninguna parte.

—¿Por qué no?

—Carson, vivo día a día, y si podemos ser amigos, buenos y queridos amigos, es todo lo que puedo pedir.

Después de la cena bajaron hasta el embarcadero. La bahía resplandecía, a pesar de la primera bruma, y las aguas brillaban al atravesar el Golden Gate. Se detuvieron, y contemplaron las aguas sombrías, permaneciendo en silencio durante unos momentos.

—No es que Clair se esté muriendo —dijo Barbara finalmente—, es justo lo contrario, una especie de fuerza vital que la muerte no puede llevarse. Lloré cuando la dejé, pero las lágrimas se secaron y me encontré sonriendo al recordarla. ¿Sabe lo que quiero decir, Carson?

—Creo que sí.

—Es el motivo de lo que soy y de lo que hago, si es que tiene algún sentido. Odio todo lo que mata: guerras, enfermedades, pobreza, hambre…, porque son enemigos de la vida. Esto es la esencia de las malditas bombas que se fabrican. Son juguetes de los muertos vivientes, de la gente que ostenta el poder.

—Algunos de nosotros estamos de tu parte, Barbara, puedes creerme, y aquí la humedad y el frío nos aplaca. En una noche como ésta, no hay lugar más frío y húmedo que San Francisco, y me encuentro cansado.

—Yo también —admitió ella—. Yo también. Dejemos de hablar de la muerte.

Se quedó con Barbara aquella noche. Su relación amorosa resultó fácil y natural, sin señales de la incapacidad de entenderse que había hundido su matrimonio. Por la mañana, Carson la llevó al aeropuerto. Llegaron temprano. Barbara siempre llegaba a los aeropuertos media hora antes de tiempo, convencida de que si se retrasaba treinta segundos, el avión ya habría despegado. Tomaron café en el restaurante del aeropuerto y Carson le dio el nombre de Clifford Abrahams, el hombre de la «Reuter» en El Salvador. Carson le había telefoneado y aquél había prometido recibir a Miss Lavette y tenerle un ojo encima con sumo placer.

—No creo que hayas anotado su nombre —dijo Carson—. Tu maldita independencia es lo que me asusta.

—Claro que he tomado nota de él. De todas formas, lo hubiera recordado.

—Es un tipo alto y delgaducho…, piel y hueso, muy británico. Buen escritor y buen observador a la vez. Nosotros utilizamos mucho sus crónicas. Pero trata siempre de marcar una línea moderada. Estoy seguro de que se decanta por las guerrillas.

Barbara se encogió de hombros.

—Quizá yo no sea doctrinaria en realidad, Carson, ni siquiera durante las campañas políticas; no me parezco a algunos de los liberales que conozco. Yo observaré y escribiré.

—Tres semanas. Ni un día más.

En la entrada hacia pista, Barbara lo besó y abrazó.

—Gracias por todo —dijo ella—. Eres lo mejor que ha entrado en mi vida durante mucho tiempo.

—Confío en no ser lo peor. Cuídate, por favor.