Capítulo II

Un día, a finales de agosto de 1970, más de cuatro años antes del sexagésimo cumpleaños de Barbara, Tony Moretti telefoneó a Boyd Kimmelman y le sugirió que almorzasen juntos en el restaurante italiano «Gino», en Jones Street. Boyd Kimmelman, socio de un pequeño pero antiguo y prestigioso bufete de abogados de San Francisco, conocía a Tony Moretti al igual que otras buenas personas de la ciudad; es decir, por su reputación y por haberse encontrado con él en media docena de ocasiones. La gente puede decir, no sólo en San Francisco sino en casi todas las grandes ciudades, que los días del gran jefe político han terminado y que distintas fuerzas se han hecho cargo de la dirección de la política americana; pero si eso establecía una regla, Tony Moretti era la excepción.

Como presidente de la organización Democrática de la ciudad, movía muchos hilos, la mayoría con éxito, y si bien en los últimos tiempos, al acercarse a su sesenta aniversario, los elementos jóvenes del partido le consideraban una antigualla y, algunas veces, un estorbo también, los políticos de mayor edad lo seguían, escuchándole, y aprendían de él.

A Boyd le gustaba. Dentro de su esquema, resultaba honesto y la palabra que daba era un contrato irrevocable. De complexión fuerte, encorvado, con un mechón de pelo blanco, tenía una sonrisa cautivadora que le había proporcionado más recompensas que una llave de Fort Knox, una sonrisa que daba la bienvenida a Boyd Kimmelman. Había otro hombre a la mesa, un tipo delgado y moreno que fue presentado a Boyd como el congresista Al Ruddy. Boyd recordó que éste representaba un distrito de Oakland, que era uno de los nuevos líderes más jóvenes del partido, uno de los hombres brillantes que haría una desdeñosa mueca a la admiración demostrada hacia Tony Moretti.

—Usted nunca se ha presentado a las elecciones —dijo Ruddy a Kimmelman.

—No, gracias al cielo.

El anciano Moretti observó a Kimmelman con interés. Vagamente, en su memoria enciclopédica, había trivialidades mezcladas con un detallado e íntimo conocimiento de la política de San Francisco que se remontaba a medio siglo atrás. Recordaba que Adam Benchly se había presentado candidato a la alcaldía y había sido derrotado por los votos de la oposición. Boyd había entrado en la firma de Benchly después de la Segunda Guerra Mundial, y Benchly, fallecido hacía varios años, había guardado un odio mortal hacia la política. Moretti se preguntaba si Boyd lo compartía. Necesitaba su ayuda. Al Ruddy, a quien Moretti consideraba un asno, había dicho:

—Creo que no puede haber peor elección.

El protagonista de la elección aún no había sido mencionado.

—La política es un arte —decía Moretti a Boyd—, y, como todas las artes, tiene un porcentaje de genios, mediocres y, demasiado a menudo, estúpidos. Requiere una combinación de carisma, atractivo, dotes de organización y sentido común al viejo estilo. El problema es que vivimos en un país en el cual se equipara a los políticos con los estafadores. No es así, pero explica una actitud.

El lenguaje de Moretti intrigaba a Boyd. El hombre era un autodidacta, no había cursado estudios superiores ni universitarios y Boyd tenía la impresión de que hablaba según la ocasión requería. En North Beach hubiera escogida palabras muy distintas.

—No hay necesidad de que me justifique la política —replicó Boyd—. He vivido sin ella y tengo la intención de seguir haciéndolo así.

—No se trata de usted —empezó a decir Ruddy.

Pero Tony Moretti lo interrumpió.

—Déjame que se lo explique, por favor. Boyd, ¿le importa que le llame Boyd?

Le hubiera importado que Ruddy lo hubiera hecho, pero al tratarse del anciano se limitó a encogerse de hombros.

Ruddy se disponía a continuar hablando, mas una mirada de Moretti le hizo callar, y éste, ejerciendo el privilegio de la edad, puso una mano sobre el hombro de Boyd.

—Por favor, escúcheme. No se altere.

—Todavía no ha dicho nada que pueda alterarme.

—Lo sé. Además, usted goza de una reputación. Si nombro a Barbara Lavette, usted es capaz de levantarse y salir de aquí.

—Depende de lo que diga sobre Miss Lavette.

—Escuche, Boyd, permita que le enseñe mis cartas. Usted me conoce. No voy con rodeos, no digo tonterías y no hablo con doble sentido. Éste no es el mundo en el que he crecido; pero quizá no sea peor. Diferente sí. Es diferente. Requiere otras cosas distintas. El partido quiere a Barbara Lavette como candidata.

—Candidata ¿a qué? —preguntó Boyd con recelo.

—Al Congreso. Queremos enviar una mujer. Ya es hora —indicó Ruddy.

—Pregúntenselo a ella —replicó Boyd—. ¿Por qué molestarme a mí?

—No es tan sencillo —contestó Moretti.

—¿Lo simplifica pidiéndomelo a mí? Si es eso lo que piensa, debe de estar loco.

—No, no es eso. El partido quiere que sea nuestra candidata por el Distrito Cuarenta y ocho.

—No —dijo Boyd con una sonrisa de ironía—. Ustedes están bromeando.

—Hay razones y hay oportunidades.

—Vamos a ver. El Cuarenta y ocho es uno de los cuatro distritos más republicanos del Estado. No han conseguido un candidato demócrata desde que el distrito fue creado. Ni siquiera hacen campaña allí. Ponen un nombre en la papeleta y eso es todo. No puedo hablar en nombre de Miss Lavette, pero me encantará comunicarle que es la idea más estúpida del año.

—Tal vez no —dijo Moretti, sin inmutarse.

—Demuéstremelo.

—De acuerdo —asintió Moretti—. Lo intentaré. Conocí al viejo Dan Lavette y a su esposa, y conozco a su hija…, no como usted —se apresuró a añadir—, su relación es distinta, pero hace veinte años el viejo Dan y su hija estaban almorzando aquí mismo, en «Gino», y charlamos largo y tendido, así que no sólo es por su historia pública. También sé de su trabajo como corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial, de su compromiso con los antifranquistas y de su estancia en la cárcel. Durante los últimos tres años ha venido encabezando el movimiento pacifista aquí, en la Costa…, el movimiento antibélico más eficaz del país.

—No lo encabeza —puntualizó Boyd—. Sólo forma parte de él.

—Vamos —le interrumpió Ruddy—. No existiría sin ella.

—Podría discutírselo, pero no lo haré. ¿Dónde diablos estriba la diferencia? No he visto que su maldito partido levantara un dedo para detener el baño de sangre en Vietnam. Fue su hombre, Johnson, quien lo convirtió en un matadero.

—Tiene algo de razón —aceptó Moretti con aire de contrariedad—. Pero usted puede ayudar, Boyd. Ahora ya sabe cuánto deseamos que esa maldita guerra termine. Por esto nos hemos sentado aquí y le estoy hablando. Necesitamos desesperadamente a una mujer como candidata. Hemos sido atacados por todas partes y calificados de cerdos machistas y chauvinistas, y los republicanos nos han hecho caer de bruces. Queremos una mujer, pero no cualquier mujer. Carecería de sentido escoger a una del montón. Precisamos a alguien como Barbara Lavette, y si usted piensa que ha sido fácil que la camarilla la aceptara…

Negó con la cabeza.

—No ha sido fácil. En absoluto.

—Y sin preguntárselo a ella.

—Porque la conozco. Se hubiera puesto tan furiosa ante la idea de sentirse utilizada que me hubiera echado a puntapiés de su casa. Y con razón.

—Me temo que me ha perdido en alguna parte —dijo Boyd.

En realidad, le importaba un pimiento. Habían ocurrido demasiadas cosas. La guerra de Vietnam le había roto las ilusiones que pudiera abrigar y, si alguna vez se molestaba en definir la política se refería a ella como a un juego de cerdos. Ruddy era un cerdo delgado y los edificios oficiales de cincuenta Estados y el Congreso de Washington estaban llenos de Ruddys gruesos, delgados e intermedios; hocicos en una enorme piara que el pueblo pagaba. Acaso Moretti adivinara lo que estaba pensando y lamentara haber llevado a Ruddy, o tal vez no. Los zapatos de Moretti aún tenían barro y porquería de otro mundo, a miles de kilómetros de distancia, y, para él, la política era el canto a la libertad, el milagro de una familia enormemente extendida, y contemplaba a Kimmelman con curiosidad y atención. Veía ante sí a un hombre ni alto ni bajo, rechoncho, los ojos azules y cabello rojizo. Sobre la cincuentena, supuso Moretti, un hombre que había pasado del uniforme militar a un trabajo en la oficina de Benchly en 1945. Moretti había conocido la ciudad con anterioridad, la ciudad que italianos, judíos e irlandeses construyeron en las colinas con sus propias manos, ciudad de «wops, yids y micks»[1], su ciudad a pesar de que los «Waps»[2] poseyeran los Bancos y los ferrocarriles. ¿Qué podía entender un Boyd Kimmelman de eso? Hombres como Ruddy entendían poco o nada, pero Kimmelman…

—No le he perdido a usted, Boyd —replicó Moretti con gentileza—. Creo que sabe lo que quiero decir. La dama cree. No es una cínica.

Lo que Boyd Kimmelman sabía. Y Moretti, al igual que muchos en la ciudad, era que Boyd Kimmelman y Barbara Lavette vivían juntos hacía unos doce años, aunque en casas separadas. Ya no resultaba ninguna novedad, ni siquiera era motivo de cotilleo.

—Ella cree —asintió Boyd—. Cree que se puede acabar con la guerra, que la historia se puede cambiar, que los buenos ganarán a los malos.

—Precisamente —contestó Ruddy—. Así es como tenemos que ver las cosas.

—Que Dios nos ayude —replicó Boyd.

—¿Qué diablos significa eso?

—Come el postre y cállate —ordenó Moretti a Ruddy.

Tenía un enorme trozo de pastel de chocolate en su plato, uno de los famosos postres dobles de «Gino». Durante unos treinta segundos Ruddy ignoró el dulce, como para indicar que no aceptaba órdenes de Tony Moretti. Luego, empezó a devorarlo. A Boyd le inspiró lástima, con la clase de culpabilidad que hubiera sentido al burlarse de la debilidad de un lisiado.

—Es bueno, ¿verdad? Soy goloso, demasiado.

Ruddy sonrió con agrado. Su sonrisa demostraba que no guardaba rencor. Era un congresista. Todas las personas eran votantes y él adoraba a todas las personas y a todos los votantes. No tenía sentimientos severos. En ninguna parte.

—Deje que sea más explícito —pidió Moretti— y le detalle mi punto de vista. Es cuestión de fe. Soy católico. Tengo que creer. Si le digo que creo en María como la Madre de Dios, es así. No se trata de que yo pueda razonarlo o ganarle a usted una discusión si me contradice que la Virgen sea la Madre de Dios. No. La creencia forma parte de mí. Yo no existiría sin ella. No me hace ni bien ni mal, es sólo algo que necesito tener. Bien, esta dama, Barbara Lavette, tiene que creer. Ése es el motivo de que se deje la piel en su movimiento para la paz. Lo que ella posee no sé si es una bendición o una desgracia. Lo ignoro. Cuando me jubile voy a ir a Italia y se lo preguntaré al Papa. No, es broma.

Sonrió. Tenía una hermosa sonrisa.

—¿Comprende a dónde quiero llegar, Boyd?

—Ella cree. ¿Qué más?

—¿Sabe lo que son elecciones libres, Boyd? Una de las cosas más hermosas que el hombre haya podido inventar nunca. No me refiero a las personas que llevamos al poder. Le hablo del proceso. Permítame decirle lo que le proporcionaremos a Barbara Lavette si acepta ser nuestra candidata. Ante todo, le ayudaremos a incrementar los fondos con nuestros procedimientos, aparte de lo que ella pueda conseguir. Dispondrá de un camión con altavoces, carteles, diez horas de radio como mínimo, y que conste que ésta es una ciudad radiofónica. Haremos que pueda comprar tiempo en Televisión, tendrá la cobertura televisiva cedida, y el partido apoyándola en los mítines. Además, la colocaremos en la campaña electoral con los demás candidatos nuestros. No puedo ser más concreto, pero créame, la escucharán millones de personas. Y podrá decir lo que quiera. Nadie va a censurar sus palabras ni a interferirse. Esto es lo que proporciona el proceso: una oportunidad para hablar.

Boyd le había transmitido la propuesta de Tony Moretti y añadió:

—Antes de que digas sí o no, Barbara, debo darte mi opinión.

—¿No deberías esperar hasta escuchar la mía?

—No, por un motivo: conozco el distrito Cuarenta y ocho del Congreso y tú no. También te conozco a ti. No voy a esperar a que te entusiasmes hablando de ello y después tratar de disuadirte. Eres demasiado terca.

—¿Soy terca? Oh, me encanta, Mr. Kimmelman, de verdad que me encanta.

—Bien, cuando me odias me convierto en Mr. Kimmelman. No importa, sé la forma en que tu cabeza trabaja. Conoce la verdad y la verdad hará de ti y tus electores seres libres. Gansadas. Tú puedes defender la verdad de forma tan apasionada como sólo Barbara Lavette es capaz de hacerlo. Evocar el hedor de esta guerra en Vietnam no te añadirá un voto. Pero, a mitad de campaña, puedes llegar a creer que lograrás ganar y, cuando no sea así, te derrumbarás. En el Distrito Cuarenta y ocho no hay forma de que consigas recoger ni siquiera un lugar perdedor decente.

—Eres un hombre maravilloso.

—Sí. Lo cual significa que, a pesar de cuanto he dicho o pueda añadir, vas a presentarte.

—Puedes apostar lo que quieras.

—Sí, supongo que sí.

—Ahora estás enojado conmigo —dijo Barbara—. ¿Ni siquiera te importa el porqué?

—Ya lo conozco.

—No lo creo. Tú eres un abogado y, a pesar de lo muy cínico u horrorizado que puedas llegar a sentirte, aún te ves viviendo en un país gobernado por la ley.

—Más o menos. ¿Tú no?

—No. Yo veo a mi país dirigido por incompetentes, gobernado por pomposos imbéciles, llevado de la manera más estúpida a una tremenda guerra…, y tendremos que pagar el precio de esa guerra durante años. Y eso no me gusta, así que si tu amigo Moretti me va a proporcionar tiempo en Televisión y Radio, y un camión con altavoces para gritar, pues bien, Boyd, voy a desgañitarme.

—De acuerdo. Quién sabe, los milagros existen.

No ocurrió ningún milagro; pero Barbara perdió las elecciones por sólo tres mil votos, mientras que la tónica general para un demócrata había sido quedar por un mínimo de veinte mil votos detrás de su oponente republicano. Ella habló, suplicó, desveló hechos y números, y arrancó aplausos de quienes no votarían por ella y de los que sí lo harían. Fue una catarsis que ella necesitaba desesperadamente y, en el proceso de dar golpes a diestro y siniestro contra una guerra que odiaba, como odiaba todas las guerras, llegó a conocer a Tony Moretti. Media docena de veces durante el curso de la campaña, Moretti se presentó y tomó asiento para verla y escucharla. Jamás hizo un comentario. Nunca habló de aprobación o rechazo por algo que ella dijera, pero siempre charlaba con Barbara durante unos minutos, por lo general sobre los viejos tiempos y las personas que él había conocido en los años veinte y treinta.

El día después de las elecciones, miércoles por la mañana, Moretti invitó a Barbara y a Boyd a cenar en «Gino». Gino ya había muerto hacía bastantes años, pero el establecimiento seguía igual, desafiando las autopistas que rodeaban la ciudad y los rebaños de turistas que la habían invadido durante los años sesenta. Seguía siendo un restaurante italiano al viejo estilo, con sillas de madera y mimbre, y manteles a cuadros, regido por la misma familia desde hacía setenta y cinco años, una eternidad en San Francisco. Barbara se preguntó si estaría tan lleno de recuerdos para Moretti como lo estaba para ella.

Después de haber sido recibidos efusivamente por el hijo de Gino, Alfred, acompañados hasta la mejor mesa y elegido el menú, Moretti miró a Barbara.

—Ahora hablaremos de ello —dijo.

—Mientras estaba dándome golpes contra la pared —exclamó ella—, pensaba que podrías haberme dicho que lo dejara; que cambiara de táctica hasta que se hubiera secado la sangre.

—No, tenías que hacerlo a tu manera. Ha sido la mejor carrera del partido. No pensaba que hubiera forma de que pudieses ganar, ni tampoco Boyd, pero tal vez lo hubieras conseguido. He estado pensando en ello.

—¿Ah, sí?

—¿Creíste que podías ganar?

—Sí, supongo que sí.

—Ah…

Llegaron los spaghetti. Moretti había pedido, y sin demasiada ostentación, un «Higate Cabernet Sauvignon» de 1968, la mejor cosecha. Barbara tomó nota de aquel detalle. Daba la impresión de que ese hombre conocía en San Francisco a todas las personas que mereciese la pena conocer, y tal vez fuera así, al igual que sus formas de ser.

Acabaron el plato y Barbara le preguntó en qué se había equivocado.

—No me gusta la pregunta —intervino Boyd—. Tú sabías quién era ella. Ya le advertí que la engatusarían.

—¡No me engatusaron! —exclamó ella—. Y si no te importa, éste es un asunto entre Mr. Moretti y yo. Quiero saberlo.

—Tampoco a mí me agrada la pregunta —dijo Moretti—, ya que no se trata de que lo hicieras mal. Eres una persona politizada, Barbara, pero no un político. ¿Qué quiere decir eso? En primer lugar, deja que te hable de una persona politizada. Te recuerdo cuando eras joven. Una vez, justo aquí, en «Gino»; debía ser poco antes del final de la guerra y habías estado escribiendo para el Chronicle, en Extremo Oriente. Estabas cenando con tu padre y me acerqué para saludarle. Él nos presentó.

Barbara frunció el ceño y cerró los ojos.

—Oh, sí, claro. Pero tenías el cabello negro…

—Y pesaba treinta kilos menos. Bueno, treinta años es mucho tiempo. Pero lo he traído a colación, porque vi a una hermosa mujer, generosamente dotada y que, al igual que otros cincuenta millones de mujeres jóvenes, se hubiera podido dedicar a la familia, a los hijos, o a un trabajo, o a una carrera…, como dicen las feministas de hoy en día.

—Tuve una familia y un hijo —le recordó ella.

—Sí, pero ya sabes a qué me refiero. Empezaste de nuevo con la huelga de los estibadores, cuando creaste el comedor de beneficencia; después, te metiste con tu coche en el Jueves Sangriento e instalaste un puesto de primeros auxilios. Complejo de culpabilidad, supongo. ¿Sabes?, tres hombres de mi familia estaban en esa huelga, y además de Limey, Harry Bridges, con quienes me veo una vez al año. Hay muchos cabos sueltos en mi vida. Pero no se trataba sólo de un complejo de culpabilidad. Eras un animal político, y lo digo en el mejor sentido. Uno de nuestros sociólogos de Stanford nos explicaría que desarrollaste una conciencia social y que cuando los oprimidos sufren, tú sufres. Puede ser, pero para mí, te politizaste, dicho de nuevo en el mejor sentido. Eras una simbiosis. Esto es una parte de la política, la mejor parte. ¿Me sigues?

Barbara asintió, sonriendo ligeramente.

—Creo que sí, Tony, y ahora vas a decirme por qué soy un asqueroso político.

—No. Olvídate de la parte asquerosa. No eres un político, ni bueno ni malo, y el hecho de que tú y tus amigas organizaseis las «Madres por la Paz», tal vez el mayor dolor de cabeza que Nixon tiene con respecto a su piojosa y estúpida guerra, no lo cambia. Eres una buena organizadora.

—Pero no un político.

—No. Ahora escúchame con atención, Barbara. Tengo bastantes espolones. Quizá pienses que no te llamo político porque, para serlo, hay que salir elegido y ésa es la única forma en que pueda hacer su trabajo. No. Éste no es el punto esencial. Debo admitir que tal vez el noventa por ciento de los políticos venderían su alma al diablo con tal de ser elegidos, pero aún nos queda el otro diez por ciento. La médula del asunto es que el político, si es bueno y no un imbécil como Nixon, estudia su distrito electoral y después trata de darle un pequeño impulso. Acepta el mundo como es, porque sabe que le resultará imposible cambiarlo. Todo lo que puede hacer es empujar en la dirección correcta sin perder a su gente. Y algunas veces ese empujón es amortizado.

Bárbara asintió.

—Comprendo lo que quieres decir.

—Pues si lo quieres, ese distrito es tuyo. Quedan dos años a partir de ahora, y el partido te respaldará. ¿Qué me dices?

—Un animal político —reflexionó ella—. Tal vez sí, tal vez no. He intentado comprender por qué hago lo que hago, pero es tan difícil como intentar descubrir quién soy. Tengo cincuenta y seis años, Tony, y quieres que me convierta en un político.

—Tú sabes quién eres —replicó Moretti.

—Sí —intervino Boyd con dureza—. Así consigues que tu partido se anote tantos con una mujer como candidata; pero ambos sabemos que no hay forma humana de que salga elegida en ese distrito.

—Vamos, Boyd, deje que sea ella quien hable.

—No creo desear entrar en política —dijo Barbara—. Vivo en un mundo demente que se halla al borde de la destrucción a causa de un holocausto atómico, disputa absurdas y horribles guerras, y mata sin piedad mientras una parte de gente extraña pone cuerpo y alma en su llamamiento contra el aborto, contra el asesinato de los no nacidos. Pero esas devotas personas entregan su dinero y sus hijos para una interminable matanza de los nacidos dieciocho o veinte años atrás. ¿Un empujoncito, Tony? De ninguna forma. Tu Congreso me corroería hasta la locura.

—Supongamos que hablamos de esto dentro de dos años —dijo Moretti.

Pero dos años más tarde, en la rendición de 1972, Barbara y Boyd se encontraban en Escocia, asistiendo a una reunión internacional de abogados de Edimburgo. Barbara envió una postal a Tony Moretti.

Escocia es el lugar más hermoso del mundo, después de Carolina del Norte. Por favor, perdóname y vuelve a hablarme del asunto en 1974.

Pero en abril de 1974, Boyd Kimmelman murió.

Tony Moretti acudió al funeral. Se acercó a Barbara y la besó en la mejilla. Tomó su mano, un hombretón cubriendo su espeso cabello blanco con un sombrero de paja. Sam, rodeando los hombros de su madre, miró con curiosidad a Tony Moretti. Barbara, mientras escuchaba el canto monótono del rabino, contemplaba el sencillo ataúd de pino sin pulir, que era introducido en el agujero. Boyd, que durante todos los años que habían estado juntos apenas había mencionado el hecho de ser judío y que nunca había entrado en una sinagoga, había dejado instrucciones precisas para su entierro. Un ataúd de pino natural, según la costumbre judía, y un oficiante rabino.

Más tarde, en casa de Barbara, en Green Street, Moretti le habló a Sam de su padre, muerto veintiséis años atrás. Cuando Moretti se iba, aconsejó a Barbara:

—Te haría mucho bien, en estos tiempos de amargura, meterte de lleno en una campaña electoral, eso alejaría el dolor de tu mente.

Ella negó con la cabeza.

—No tiene sentido sin Boyd.

—Piénsalo —dijo Tony Moretti.

Barbara pensó en ello, pero seguía sin encontrarle sentido sin Boyd. Una semana después, Sam le preguntaba por Moretti.

—Es la cabeza del partido aquí.

—¿Te refieres al Demócrata?

—Sí.

—Me dijo que conoció a papá. ¿Cómo lo conoció?

Barbara siempre se había sentido incómoda cuando su hijo iniciaba el tema de su padre. Él tenía menos de dos años cuando lo mataron; no guardaba memoria del hombre, sino una insaciable curiosidad, y, a lo largo de los años, había preguntado a Barbara con insistencia.

—Un hombre como Moretti…, bueno, su especialidad son las personas, Sam. Conocerlas, recordarlas, influir en ellas. Tu padre era un hombre a quien otros valoraban.

—¿Qué significa eso? ¿Cerebro, habilidad?

—Creo que sabes lo que significa. Los hombres hubieran dicho que en una situación delicada o peligrosa, no hubieran querido con ellos más que a tu padre.

Sam cambió de tema de repente.

—¿Por qué no te casaste con Boyd? —preguntó.

Cogida totalmente por sorpresa, Barbara observó a su hijo. Comprendió que estaba ejerciendo con ella, su madre, aquella curiosa prerrogativa de los médicos, el derecho a hacer cualquier pregunta a cualquier persona, sin importar lo íntima que resultase: «¿Han trabajado los intestinos? ¿La evacuación era dura o blanda? ¿Cuántas veces a la semana tiene relaciones sexuales?». Aunque se tratara de la reina de Inglaterra, cualquier pregunta era permisible.

Ella siempre contestaba a sus preguntas.

—No creo que yo sirva para el matrimonio.

—¿Ni siquiera con mi padre?

—Lo amé. Era un hombre extraordinario. Pero el matrimonio no resultó. Lo dejó de lado. Y debes recordar cómo fue con Carson.

—¿Qué quiere Moretti de nosotros? —preguntó Sam después de una pausa.

—¿De nosotros?

—Eres mi madre.

«Cuando te dignas recordarlo», pensó Barbara.

—Quiere que vuelva a presentarme para el Congreso —dijo en voz alta.

—¿Así de simple? ¿Él quiere? ¿Nombra él los candidatos? Yo pensaba que se suponía que habían elecciones primarias y todo eso.

«Tanto enfado —pensó ella—, ¿conmigo? ¿Con Boyd por morirse? ¿O porque su madre se está convirtiendo en una mujer mayor y no hay nadie que se ocupe de ella? No. Éste no es Sam. Como mínimo me conoce en ese aspecto. Nunca tendrá que ocuparse de mí. El enfado le viene por otro lado, y me utiliza porque estoy aquí y soy su madre».

—Mr. Moretti no nombra los candidatos. Los demócratas nunca han ganado una elección en el Distrito Cuarenta y ocho. No hay primarias porque nadie quiere la procupación de hacer una campaña sin esperanzas.

—¿Excepto tú?

—Eso es una impertinencia, Sam, y no pienso tolerarla. Hay cosas que no sabes. No seguiré hablando contigo si continúas en ese tono.

—Perdona —repuso él—. Lo siento mucho. Todo mi mundo hace aguas y pago mi malhumor contigo.

Barbara le pasó el brazo por encima de los hombros y lo abrazó. Era la primera pista de que el matrimonio de Sam se estaba derrumbando.

En las semanas que siguieron a aquel incidente, posteriores a la muerte de Boyd, recapacitó sobre la invitación para la candidatura, pero, finalmente, envió una nota a Moretti en la que le comunicaba que era imposible.

Moretti fue a visitarla poco después de la fiesta de cumpleaños en Higate.

—Dentro de dos años volveremos a hablar del asunto.

Y Barbara comprendió que así sería: en 1976, aquel dolor punzante habría desaparecido. Mucho, mucho tiempo atrás, en Francia, en el París de los años treinta, se había enamorado de un periodista llamado Marcel Duboise, que murió durante la guerra civil española. Entonces, había creído que el tiempo nunca borraría el sufrimiento, pero lo había hecho, al igual que cuando la muerte de su esposo. El tiempo lo cambiaba todo…, ideas, causas, naciones. Su vida había sido apasionada, llena de fe, confianza y amor; pero de eso hacía una eternidad.

Siempre había pensado que Sam comprendería.

—No —dijo él—. No puedo comprender el porqué de lo que haces, por qué fuiste a la cárcel, por qué no quisiste darle al comité los nombre que te pedían. No les hubiera ocurrido nada a las personas a quienes protegías. La época de McCarthy no era la Alemania de Hitler.

—Pero tal vez hubiese perjudicado a las personas que nos habían dado los fondos para comprar medicamentos y enviarlos a los republicanos españoles. No lo sé. Acaso hubieran sufrido las consecuencias. Quizá no. Para mí, se trataba de una cuestión de honor.

Pero también el honor había quedado atrás. ¿Qué concepción del honor podía haber durante el mandato de Richard Nixon? No había conseguido el poder por medio de las armas; había sido elegido y reelegido por el pueblo de los Estados Unidos, personas que conocían sus valores y los habían aceptado y allí tenía a su propio hijo, escuchando la palabra honor y tratando de situarla en un contexto real. Sam no era uno de aquellos médicos que arañaban un dólar de donde pudiesen, robaban al Gobierno a través de la Seguridad Social, y advertían a sus pacientes que no se les ocurriera ponerse enfermos en miércoles, el día de golf. Él dedicaba muchas horas a un hospital benéfico y le importaba muy poco convertirse en millonario, una condición con la cual muchos de sus colegas remplazaban la honra. Pero que su madre hubiera ido a la cárcel por una cuestión de honor, era difícil de entender.

Poco a poco, el dolor fue desapareciendo y la pérdida del ser querido pasó a la historia. Se trató de un proceso lento, como vaciar un enorme reloj de arena grano a grano. A lo largo de los años, había dormido sola demasiadas veces como para tener que aprender a hacerlo y si, en lo oscuridad de la noche, buscaba un cuerpo tibio, también antes había pasado por esa experiencia. Los dos verdaderos amores de su vida habían muerto de forma violenta. Entonces, la muerte era una extraña; ahora, al cumplir los sesenta años, la muerte no era la sombra que venía de un lugar desconocido. Pasaron los días, que se fueron convirtiendo en semanas y éstas en meses. Un día, soleado y caluroso, estaba sentada en el parque, y observó a otras mujeres sentadas en el parque. Los hombres morían y las mujeres se quedaban solas. Así era en América. Sam la llamaba cada pocos días y la llevaba a almorzar una vez a la semana, como mínimo. Era agradable. No la invitaba a cenar debido a su deteriorado matrimonio. Aún intentaba salvarlo.

Ya había horas en las que el recuerdo de Boyd no pasaba por su mente, y eso le causaba remordimientos; pero, por otra parte, se daba cuenta de que apenas podía recordar el rostro y la voz de su primer amor, Marcel Duboise. Casi habían pasado cuarenta años, y, para evitar la locura, el tiempo destruía los recuerdos. Fue invitada a una fiesta en uno de aquellos gigantescos e insólitos edificios que habían ido surgiendo en Russian Hill, y aceptó. Había pasado más de un año desde la muerte de Boyd. Para su asombro, resultó ser el centro de atención de hombres admirables y aquello la hizo sentirse turbada e incluso un poco asustada. Se dijo que era el resultado de la popularidad, si bien sabía que el hecho de pensar en sí misma como una mujer famosa no dejaba de ser una idea ridicula. Llegó a tener el atrevimiento de creer que ella, Barbara Lavette, era aún una mujer atractiva. Un hombre de cierta edad, al menos diez años mayor que ella, utilizó la palabra «regia».

—Regia —dijo—. Recuerdo muy bien a su madre. Era una mujer regia, no existe otra palabra para describirla, y cuando ella y Dan Lavette entraban en un salón, créame, las conversaciones cesaban.

Barbara se liberó de su depresión. Enderezó la espalda, recordando a la profesora de danza del «Sarah Lawrence».

—La espalda, señoritas, y mantengan la cabeza erguida como si llevaran encima un jarro de agua.

Los hombres más jóvenes allí reunidos sabían que ella era un producto acabado. Había una hermosa mujer mayor, alta, cuyos ojos gris-azulados sugerían inteligencia y melancolía. Barbara nunca había llegado a entender el motivo de que una mujer de cierta edad atrajera el interés de hombres a quienes les doblaba los años. Se preguntaba si serían homosexuales. Jamás le había preocupado el comentario de que San Francisco, su ciudad, su amada y maravillosa ciudad, como no había otra igual en el mundo, se hubiera convertido en el centro nacional de los homosexuales. Aducía que eso sólo aumentaba el estilo de una ciudad, que, ya de por sí, tenía más que ninguna otra en América.

«Al diablo —se dijo—. Lo estoy pasando bien, y si no soy feliz, tampoco soy desgraciada, y ya es algo».

Habían leído sus libros. Una vez, Boyd había insinuado que el trabajo de una mujer bien parecida se vendía mejor que los escritos de la que no lo fuera. Barbara sonrió al rememorarlo y recordó su enfado con Boyd y su réplica de que él rezumaba machismo chovinista en sus palabras. «Querido mío…». Y, sin embargo, siempre había mantenido la actitud de que Barbara Lavette no tenía el derecho de equivocarse, que tal vez fuese la razón principal por la que nunca había querido casarse con él. Sentirse atada a un cruel bastardo resultaba una servidumbre de la que escapar era mínimamente posible, pero casarse con un hombre que te venera…, bueno, eso suponía algo distinto.

—He leído su último libro —le decía el joven—. Quiero decir, que mi amigos evitan claramente cualquier contacto con toda esta oleada de libros feministas… No, yo no soy «gay», si es lo que está pensando.

—No, sólo le escucho.

—Yo los leo. Me encantan las mujeres, pero usted es diferente. Cuando supe que estaría…; no, mejor dicho, que tal vez estuviera aquí esta noche, me sentí muy interesado. He leído qué clase de vida ha llevado y me esperaba una anciana…

—Soy una anciana —repuso Barbara en tono divertido.

—Nada de eso. No voy a… Me gustaría…, no sé… —añadiendo a continuación—. ¿La he ofendido?

—¡Cielos, no!

Momentos después, una mujer muy joven, casi recién cumplidos los veinte, bien parecida y muy nerviosa se le acercó.

—Voté por usted —dijo—. Es la primera vez en mi vida que he votado. Deseaba tanto ser como usted… Oh, desde la primera vez que leí algo que había escrito, el libro sobre Francia, quería hacer las cosas que usted ha hecho, parecerme a usted. Y después, cuando se presentó para el Congreso… No me recuerda, ¿verdad?

—Me parece que sí —contestó sabiendo lo triste que resultaba no ser recordado—. ¿Folletos? —preguntó al azar.

—Sí, oh, sí, y un maravilloso día llenamos las vallas con su fotografía, mi novio y yo, ambos convencidos de que los «polis» nos pisaban los talones. Por supuesto, no era así. ¿Verdad que volverá a presentarse?

—Puede ser, si ustedes me ayudan.

La anfitriona, Birdie MacGelsie, esposa de un hombre que se había hecho millonario con un yacimiento de uranio, y cuyos propios remordimientos la habían vuelto una acérrima camarada de Barbara en «Madres por la Paz», escuchó la entusiasta aprobación política de la joven y, un poco después, se llevó a Barbara aparte.

—¿Eso es cierto? —preguntó.

Pequeñita y con los ojos claros, recordaba a un alegre pájaro.

—Congreso —musitó Birdie—. ¿Volverás a ser candidata?

—No lo sé. No lo había pensado en serio hasta esta noche. Supongo que me he dejado llevar por su entusiasmo. Por cierto, ¿cómo se llama?

—Carol Eberhardt.

—¿Eberhardt?

—El mismo. Esa joven es su hija.

—Debes estar bromeando. ¿El mismo Jim Eberhardt que encabeza la organización republicana local?

—Exactamente.

—¿Por qué?

—Una perfecta rebelión —contestó Birdie—. Deberías saber bastante de rebeliones, Barbara. Si recuerdo bien…

—Ambas lo recordamos —la interrumpió.

—Ya sabes, Barbara, que, cuando te presentaste la última vez, no te sentías segura de nada. Y, de repente, allí estabas. Si vuelves a hacerlo, y debes presentarte, tendremos que tomar medidas.

—¿Ah, sí?

—Ahora no te enfades conmigo, querida. No te estoy hablando sobre darte directrices ni recortar tu independencia. Me refiero al dinero, pura y simplemente. Sé que Tony Moretti invierte algo en ti; pero lo que te dé el partido no servirá ni para que salgas elegida por carambola. Te estoy hablando de dinero de verdad y de una adecuada publicidad, lo cual significa televisión y más televisión. ¿Cómo crees que nuestro último, aunque no llorado, gobernador llegó al cargo?

—Sí. Pero debo quererlo. Si no se desea, no sirve de mucho intentarlo.

—Por supuesto que lo quieres —repuso Birdie—. ¿A quién más puedes imaginarte poniéndose en pie en Washington y diciéndoles qué atajo de inútiles idiotas son?

Pero ¿lo quería ella? Podría ser un antídoto contra la soledad y la existencia sin finalidades, o quizá no; y, ¿por qué, se preguntó, estaba tan empeñada en la idea de que su vida debía incluir un propósito? La mayoría de las personas viven sin ninguno. Ella había empezado un nuevo libro, algo sobre Boyd; aunque no sobre Boyd, sino una novela basada en su vida. Ése era ya un propósito suficiente, pero el libro avanzaba lenta y penosamente, más que ninguna otra cosa que hubiera escrito. Sus obras nunca surgían con facilidad, pero escribir sobre un hombre con el que había convivido durante sus años de madurez le resultaba mucho más difícil, como si todos los lazos que les habían unido tuvieran que ser separados, analizados, estudiados en profundidad. Seguro que eso le proporcionaba un propósito.

Pero no bastaba. Había vuelto a acostumbrarse a los largos paseos, algunos kilómetros cada día, a lo largo del embarcadero, desde Berry Street hasta Fisherman's Wharf, y durante tales paseos, en los que cada piedra sacaba un recuerdo a flote, llegó a comprender que las añoranzas eran una ilusión. De la misma forma, al escribir sus recuerdos, arrancaba hebras de ilusión. Todo resultaba muy simple y era tarea del escritor tratar de convertir aquella ilusión en realidad, pero necesitaba algo más; y un día de julio, bajando desde Jones Street hacia la bahía, vio frente a ella, alto y corpulento, contemplando el agua, al anciano Tony Moretti. Cruzó el embarcadero y fue a su encuentro.

Durante unos instantes, él no dijo nada. La miró y le hizo un gesto de reconocimiento pero no dijo nada, ni ella tampoco. Luego, unos minutos después, él señaló las aguas centelleantes de la bahía.

—Allí, Barbara —la recordó—, recogíamos los desperdicios. Basura de Oakland. En el año doce, me parece. El caso es que yo tenía doce años y conseguí mi primer empleo en uno de los barcos de desperdicios de Dan Lavette.

—¡Oh, no! ¿Barcos de desperdicios?

—Grandes gabarras. Recogíamos la basura y la tirábamos al océano. Entonces no sabíamos nada sobre ecología. Las vendió pocos años después. No lo sabías, ¿verdad?

—Puede que sí. No estoy muy segura.

Señaló un extremo de la calle.

—Mira allí, el puesto de cangrejos de Pat Salvo. Somos viejos amigos y sus cangrejos son frescos, te lo aseguro. Le he preguntado: «¿Cuándo viene Miss Lavette?». Y él me ha contestado: «Estará al llegar».

—No puedo creerlo, Tony. ¿Insinúas que me he convertido en una especie de absurdo elemento aquí?

—Yo no diría tanto. La gente que te conoce, te ve y te recuerda. Después de todo, tu padre dejó su huella en Fisherman's Wharf. Todos lo conocían. Muchas personas te recuerdan.

—¡Oh!

—No debería sorprenderte. Has vivido aquí toda tu vida. Escribes libros. Trabajaste para el Chronicle.

—Tony, cuando me presenté para el Congreso en 1970, nadie hizo público que había pasado seis meses en la cárcel.

—No, no lo hicieron.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Porque estaban convencidos de que no podías ganar, así que se apuntaron un tanto a su favor tratándote con estilo.

Pero no sabían lo muy cerca que te encontraste y esta vez lo desempolvarán, claro, y creo que podemos darle la vuelta y anotarnos el tanto.

—¡Esta vez! —exclamó Barbara—. ¿A qué te refieres?

—Las cosas han cambiado. Han pasado dos años desde la muerte de Boyd, y no me gusta la idea de una Barbara Lavette sentada con su calceta, aparentando ser una anciana.

—Es lo que soy.

—Mi querida muchacha, si yo no tuviera casi setenta y seis años, cuarenta kilos de más y cuatro pildoras de diferente color que tomo tres veces al día, no podría evitar ponerte las manos encima.

—Tony, esto es lo más halagador que he oído en los últimos meses, pero no creo ni una sola palabra de todo ello.

—Tuvimos una reunión la otra noche, Barbara, y la cuestión del desamparado Distrito Cuarenta y ocho salió a relucir. Así es como lo calificamos. Tú perdiste por tres mil votos. Murray Henig, a quien presentamos hace dos años, perdió por treinta y dos mil. Este año nadie quiere saber nada. Incluso el sobrino de Al Ruddy, que ha estado trabajando en el distrito de su tío, cuya ambición política es tan grande que empieza a sudar si se habla de una designación, incluso él, no quiere el Cuarenta y ocho, dice que su carrera política quedaría destrozada antes de empezarla. No le falta razón. Nadie cuenta con Henig después de la derrota que obtuvo en el Cuarenta y ocho. Pero les dije que yo tenía a alguien.

—A mí —contestó Barbara—. Muchas gracias.

—Eso es. Puedes darme las gracias, porque vas a ganar y vas a ir al Congreso.

—¿Y cómo vas a conseguirlo?

—Lo haremos. Tú y yo, llevaremos la campaña juntos.

—Sólo que ni siquiera me has preguntado mi opinión.

—¿Quieres? ¿No sólo como una plataforma para expresar tu opinión, sino para tener un asiento en ese avispero que llaman Washington?

—Creo que sí —contestó Barbara.

—De acuerdo —dijo Moretti ofreciéndole una mano que Barbara estrechó—. Ahora vayamos a comer al «Gino's».

Después de haberse despedido de Tony, ella sintió que tenía que compartir su decisión con alguien. Sus dos mejores amigas eran cuñadas en cierto modo. Sally, la hija de Clair, que se había casado con Joe, uno de los dos hermanos de Barbara, y Eloise, que se había casado con el otro, Tom Seldon Lavette, divorciándose de él para unirse en matrimonio con Adam Levy. Sally era inteligente, pero le resultaba difícil escuchar con atención. Eloise escuchaba y adoraba, y Barbara sintió que en aquel momento de su vida necesitaba mucho que la escucharan, por no mencionar unas gotas de adoración.

Eran las seis de la tarde cuando salió con su coche de la carretera Veintinueve y cogió el serpenteante camino alquitranado que conducía a Higate. El viejo Jake nunca había permitido que el camino se modernizara; pero ahora que había muerto, Adam lo estaba preparando para una superficie de macadán. Hacía un calor sofocante y no corría una brizna de aire. Las montañas parecían ser ondulaciones entre el vaho.

Pero sólo Joshua se encontraba en casa de Eloise, sentado en el estudio, con el rostro inexpresivo fijo en la pantalla del televisor. Hacía tiempo, antes de que se hubiera unido a los marines, y fuese enviado a Vietnam, Joshua había sido un muchacho de rostro rubicundo, miembros fuertes, rollizo si no gordo, con los rubios cabellos siempre de punta. Frederick, el otro hijo de Eloise, era producto de su matrimonio con Tom. Joshua lo era de Adam, y de niño había tenido los mismos rizos rubios y ojos azules de su madre, lo cual le había llevado a ser besado y mimado de una forma que él recordaba siempre como repugnante. Barbara había observado su rabia al ver fotografías de sí mismo cuando niño. Cuando ella le preguntó el motivo de tal resentimiento, le había dicho que también podían ser fotos de una niña.

Su rostro siguió sin expresión al oír abrirse la puerta.

—Están todos cenando con la abuela Clair, en la casa grande —dijo en tono monótono.

—Oh, pensaba que encontraría a tu madre.

—Está allí.

Ya no era el muchacho de los mechones de cabello rubio. Lo llevaba casi rapado, los huesos se le marcaban en el rostro y tenía un tic nervioso en un ojo. A los veintiocho años, ya no quedaba nada del mofletudo muchacho que ella recordaba. El tono de su voz la despedía y le comunicaba que deseaba estar solo. Él volvió a la sala, donde se oía sonar el televisor, antes de que Barbara pudiera pensar en alguna forma de proseguir la conversación. Abandonó la casa, nerviosa y con la sensación de que hubiera debido quedarse y hablar con él.

Aún había luz del día, a pesar de que eran casi las siete de la tarde, cuando Barbara abrió la puerta de la casa de Clair y entró. Nunca se cerraba con llave. Era una puerta que se atravesaba sin siquiera pensar en ello y todo el mundo la cruzaba, los trabajadores mexicanos y chícanos, sus hijos, la familia y los suyos, los repartidores, los vendedores. Al otro lado, había la enorme cocina, seis metros por seis y medio, equipada con chimenea de carbón, cocina de gas, despensa y una mesa de tres metros de roble pulido. Aquélla era la habitación principal, ya que la mayoría de comidas familiares se hacían allí. Al ser una granja, se cenaba temprano. Ya estaban todos en la mesa cuando Barbara llegó, Clair, Eloise, Adam, Freddie y May Ling, la cual había accedido al deseo de Freddie de tener un segundo hijo. La casa de Freddie, si bien en la propiedad de Higate, se encontraba a unos cuatro kilómetros de la granja y, después de su primera experiencia al dar a luz, May Ling no estaba dispuesta a dejar a su bebé de siete meses al cuidado de una niñera. El niño, que era robusto y perfecto, con cinco dedos en cada extremidad, todo cuanto May Ling hubiera podido ansiar, dormía plácidamente en su cuna, en una esquina de la cocina.

A los setenta y seis años, Clair se mantenía fuerte y enérgica aún, pero infeliz en sus horas de soledad. Al menos dos veces por semana invitaba a toda la familia del viñedo, o a parte de ella, a cenar en su casa, y aquella noche, cuando Barbara entró, se encontró con un caluroso recibimiento. Clair se levantó para besarla y rogarle que se sentara a la mesa con ellos. Barbara insistió en que no tenía apetito y Clair replicó que no se trataba de una verdadera cena, sino de un tentempié a base de cordero asado, alubias con chiles, cebolla y pepino. Muy rara vez se servían bebidas alcohólicas en Higate, pero no había comida sin media docena de botellas de vino en la mesa y tres de ellas eran siempre de «Cabernet Sauvignon», el vino tinto que Jake tanto había amado y del cual se sentía orgulloso de proclamar que era lo mejor que California podía ofrecer. Para él no había otro buen vino bueno que no fuese el de California.

A pesar de que Jake ya hacía bastantes años que había muerto, el vino en la mesa era más que un ritual para Clair. En cuanto al blanco, Jake no había tenido preferencias. El mercado lo demandaba, y nada más; pero, según su opinión, sólo el tinto era vino de verdad.

Barbara se sentó a la mesa e indicó el «Cabernet», que Freddie le sirvió. Un pequeño cumplido, pero lo bastante antiguo como para que ella hubiera llegado a preferirlo. Las dos mujeres mexicanas, ambas ilegales, pasaron alrededor de la mesa con bandejas de lonchas de cordero asado y bols de habichuelas. Barbara, que no había pensado en cenar, notó que se le abría el apetito ante el delicioso aroma de la comida. Se sirvió y pensó cuánta de la cocina que se hacía allí tenía todo el sabor de México. Había mucho de México en Hígate, y el viejo Jake, desde que él y Clair compraron el lugar, hacía va casi medio siglo, se había impuesto como norma el contratar un cierto número de trabajadores ilegales. Barbara podía recordar su explicación de que la tierra les pertenecía a los mexicanos y ellos se la habían arrebatado. Devolverles un poco había tranquilizado su conciencia.

—Me alegro de que te hayas decidido a venir —dijo Eloise— así, sin avisar. Casi nunca lo haces; es necesario insistir mucho para tenerte aquí.

—Atesoro la bienvenida y la guardo. No quiero malgastarla.

—¡Menuda tontería! —exclamó Clair.

—Tía Barbara llega cuando el cielo está a punto de caer y ella lo sostiene. ¿Acierto? —intervino Freddie.

—Te equivocas —le contradijo su mujer.

—Oh, ojalá fuera así —contestó Barbara—. Pero…

—Queremos un brindis —dijo Adam, levantando el vaso—. ¿Barbara?

—Sólo paz…, y unos pocos granos de felicidad, en cualquier lugar que podamos encontrarla.

—No está mal —intervino Clair.

Barbara comprendió que no había forma de que pudiera llevarse a Eloise aparte y decirle: «Querida, he perdido la cabeza, pero tengo que explicártelo». Así que hizo una pausa, tragó un trozo de cordero y dijo:

—Queridos, voy a presentarme para el Congreso de nuevo. Tenía que comunicárselo a alguien.

Todos dejaron de comer y la observaron. May Ling dijo que era estupendo y que estaba segura de que lo conseguiría. Clair opinó que se había vuelto loca.

—Oh, claro que sí. Seguro —confirmó Barbara—. Pero creo que todos los candidatos están algo chiflados, ¿no te parece?

—¿Algo? —preguntó Freddie.

—Dejad de decir bobadas y permitid que ella hable —dijo Adam.

—No quiero hablar —protestó Barbara—. He dicho lo que quería. Estaba paseando por el embarcadero y se me ocurrió pensar que caminar por allí cada día no es, precisamente, la forma más interesante de pasar el resto de mi vida. Estoy mortalmente aburrida de ver cangrejos y gaviotas, a los grupos de turistas que miran gaviotas y a los filmadores que filman a los grupos de turistas que miran a las gaviotas… Buen Dios, ayúdame… Y entonces me encontré a Tony Moretti. Me acerqué a él y me dijo: «¿Qué tal esta vez?». Y he respondido sí.

—¿Así de sencillo? —preguntó Eloise.

—Así de sencillo.

—¿Lo sabe Sam? —inquirió Adam.

—No, me da miedo decírselo.

—¡Qué tontería! —exclamó Clair, olvidando que ya había puesto en duda el estado mental de Barbara—. ¿Qué espera que hagas? ¿Sentarte al lado de la chimenea a hacer punto?

—Algo parecido. Mira, el ser médico no significa que sea inteligente o listo. Bueno, Sam es bastante inteligente; pero no le sobra el sentido común. Me pide constantemente que descanse. «Descansa, tómate las cosas con calma, madre, ¿no has hecho ya suficiente?».

—La primera vez —dijo Eloise— perseguías algo distinto. Querías una plataforma. Oh, yo me he sentido así muchas veces…: ponerme en pie y gritar que debemos hacer algo contra nuestro sufrimiento…, contra la estupidez de todos ellos y de nuestras lágrimas, tanta crueldad e idiotez como llevan encima…

«Se refiere a la ausencia de Joshua de esta mesa. Eso es lo que está diciendo —pensó Barbara—. No sólo la simple ausencia, además».

—Pero yo no soy Barbara —suspiró Eloise—. ¿Sabes? —dijo, casi como en tono de disculpa por tener la temeridad de hablar—, esta vez ganarás. ¿Lo deseas de verdad?

—¿Por qué dices que ganaré esta vez? Ningún demócrata ha ganado en el Cuarenta y ocho.

—Porque ahora no es hace seis años —contestó Eloise—. Hemos estado tan metidas en el movimiento de la mujer, que no nos hemos asomado al exterior. Hemos terminado con el horror de Vietnam, Nixon se ha ido a su casa, y ninguna mujer de este país volverá a ser la misma de antes, e incluso si el Cuarenta y ocho está ligeramente a la derecha de Pasadena, aun así ganarás, Barbara.

—Eso es distinto —dijo Clair—. Hace pocos meses, Gerald L. K. Smith murió en Glendale, y los periódicos apenas se enteraron.

—¿Quién era? —preguntó May Ling.

—¿Lo ves? Sólo el más notorio antisemita y fascista público nativo de nuestro tiempo, mi tiempo, querida, no el tuyo. No puedo aplaudir lo que vas a hacer, Barbara. Washington es un lugar desdichado…, y te conozco bien. Pero…, qué diablos, ¿por qué no?

Después de la cena, el niño de May Ling tenía que volver a casa y Adam debía resolver asuntos con Clair. Así que Freddie dijo a Eloise:

—Mamá, quiero hablar con Barbara.

Eloise lo miró con curiosidad y asintió:

—Tu padre y yo te esperaremos aquí.

—Estaremos en el salón.

«Todo muy extraño», pensó Barbara. En aquellos momentos, no sabía si estar deprimida o complacida por su decisión. Hubo un tiempo en que la decisión hubiera sido suya, únicamente suya…, tal vez compartida con Boyd; pero, aun así, totalmente suya, sin importar la aprobación o protesta de Boyd; pero ahora, después de la conversación que había tenido lugar en la mesa, no encontró entusiasmo ni verdadera aprobación en la única familia que le quedaba. Por supuesto, la certeza de Eloise de que ganaría la había sorprendido; pero Eloise siempre la sorprendía cuando se trataba de algún asunto de importancia. Lo mismo podía decirse de Freddie. A los treinta y cuatro años, era comprensivo, brillante algunas veces y, por lo general, iconoclasta. Siempre había adorado a Barbara y lo subrayó.

—¿Sabes? —dijo, sentado frente a ella, con el bello rostro, el rostro de los Sheldon, mostrando una expresión seria—. Me siento como un imbécil, tía Barbara, y sé que no tengo ningún derecho a decirte lo que pienso…

—Por todos los cielos, Freddie, deja de disculparte y empieza.

—De acuerdo, y puedes enfadarte y marcharte, pero lo voy a decir igualmente. Estás siendo utilizada por una pandilla de vividores, y esto incluye a ese bondadoso y anciano caballero llamado Tony Moretti. ¿Dónde estaba él cuando te metieron en la cárcel? El mismo partido, el mismo dirigente…, ¿quieres que me calle?

—No, Freddie. Quiero saber exactamente lo que piensas, y no me ofenderé. Te quiero demasiado.

—De acuerdo, continúo. Existe la idea de que porque Nixon se comportara como un completo cerdo, los demócratas olían a rosas. Yo no lo creo así. El tiempo de locura que te envió a ti y a otros a la cárcel se llamó McCarthysmo, y a los demócratas les encantaba. Hizo que la gente olvidara que Truman lo había iniciado todo con su Orden Ejecutiva del Juramento de Lealtad, y déjame añadir algo más. Cuando fuimos a Mississippi para ayudar a los pacifistas, en los años sesenta, y nos azotaron, nos torturaron y mataron a Bert Jones y a Herbie Katz…, debes recordarlo, supongo.

—Sí —contestó Barbara en voz baja, recordando con qué aspecto lo había encontrado después del incidente en el hospital de Jackson, Mississippi.

—Y bien, ¿quién había entonces en la Casa Blanca? El fabuloso Jack Kennedy y su estupendo hermano Bobby, y ellos sabían lo que estaba sucediendo en el Sur, ellos sabían…

—Freddie —le interrumpió ella con amabilidad—, ¿qué estás intentando decirme?

—Que te destrozarán el corazón, y eso te dolerá. Por supuesto que ganarás. Tía Barbara, te conozco. Eres el último romántico verdadero y siempre has sido dueña de ti misma…, y allí, en Washington…

—Sin embargo —contestó ella—, puedo intentar que las cosas cambien…, sólo un poco. ¿No valdría la pena?

—No lo sé. Y no he dicho nada en la forma en que pensaba hacerlo… Me refiero a que trataba de…, y no es asunto mío, ¿verdad?

Había intentado decir, comprendió Barbara, lo mismo que Boyd le hubiera dicho: que el Congreso no era el lugar para un Don Quijote femenino luchando contra los molinos de viento…, ¿o sí era el mejor lugar?

Adam seguía ocupado con su madre todavía, papeles y libros contables esparcidos sobre la mesa de la cocina. Era material de treinta años atrás, recuerdos de un tiempo anterior a las computadoras…, una pálida muestra de las cajas que Adam quería quitarse de encima y que Clair no tenía el valor de destruir.

—Esta noche dejaremos algo solucionado —dijo Adam—. Otra hora, más o menos.

—Oh, id a casa —aconsejó Clair a Eloise.

—Media hora más, mamá —indicó él a su madre—. Adelántate con Barbara.

Eloise no se negó. Sabía que Barbara había ido para hablar con ella y quería disponer de algún tiempo para poder estar solas las dos.

—Voy con vosotras —exclamó Freddie—. Si no os importa, me dejo caer un momento para saludar a Josh.

—¿Cómo está? —preguntó Barbara, mientras caminaban hacia la casa de Eloise.

Ésta negó tristemente con la cabeza.

—Demasiado deprimido y demasiados recuerdos —dijo Freddie—. Saldrá de ésta, pero necesita tiempo. Si yo pudiera conseguir que se interesara por algo. El problema es que está lleno de rencor…, lo odia todo: al Pentágono, al Gobierno, al Ejército. Bueno, muchos de los veteranos son así. Él cree que lo han convertido en un asesino. Mató a dos niños, tía Barbara…

—¡No! —gritó Eloise—. ¡No quiero oír eso!

—Tienes que afrontarlo, porque eso le está consumiendo. Oh, no es nada que hiciera a propósito. Se hallaban ocultos entre los matorrales cuando vio que la hierba se movía y disparó una ráfaga…

—¡Freddie!

—No. Él tiene que hablar sobre ello, mamá. Tú también. Y tía Barbara debe hacer lo mismo.

—Freddie —exclamó Barbara—. Por todos los cielos, déjalo ya. Hablaremos de ello, pero no ahora. Josh necesita ayuda urgente. Conozco a alguien que puede hacerlo.

—Se lo he suplicado —dijo Eloise—. No quiere…, no, no servirá de nada. Casi lo he dejado por imposible.

Freddie abrió la puerta para que entraran. Las puertas no se cerraban con llave en el viñedo. Las luces de la sala y del gabinete permanecían encendidas, pero allí no había nadie.

—Miraré en su dormitorio —dijo Freddie.

Subió la escalera hasta el vestíbulo al que daba la amplia habitación que habían compartido cuando eran niños. En el dormitorio había luz, pero estaba vacío, el suelo aparecía cubierto de agua y se oía el ruido de un grifo abierto en el cuarto de baño contiguo.

Freddie entró. Josh yacía, desnudo, dentro de una bañera llena de agua ensangrentada. Se había cortado las venas de ambas muñecas. Cuando Freddie le tocó, su rostro estaba frío como el hielo, y tenía los azules ojos abiertos y fijos.

A Freddie le costó un par de minutos reaccionar y buscar en la garganta de su hermano un asomo de pulsación, aunque sabía de antemano que Josh estaba muerto, y desde hacía una hora al menos. Cerró el grifo y se secó las manos. Comenzó a llorar sin saber muy bien por qué lloraba. Estaba tratando de pensar en la manera de bajar y decirles a su madre y a Barbara lo que había sucedido.