Capítulo XII
La casa de Green Street, en San Francisco, estaba tal y como la había dejado. A Barbara le sorprendía siempre, después de cualquier ausencia, regresar allí y encontrarla exactamente igual. Esa vez, paseó lentamente por cada rincón de la casa, acariciando los objetos con cariño. En la buhardilla de la casita de madera había dos ventanas desde donde podía ver la bahía de San Francisco y el Golden Gate. Contemplaba las gaviotas que planeaban y se posaban sobre los tejados, justo debajo de su atalaya.
Se había quedado un día en Los Ángeles para ver a Carson, quien la había abrazado con una ternura tan intensa que casi le había aplastado las costillas. A continuación, la había sujetado por los hombros para contemplarla.
—Gracias a Dios —dijo él finalmente.
—Ha sido un poco peliagudo, Carson, pero he vuelto, estoy bien y hubiera deseado quedarme otra semana al menos.
—¿Has comido algo? ¿Te han ofrecido alguna cosa en ese horrible avión?
—Nada que me apeteciera.
—Tengo que hablar contigo, pero no aquí. ¿Quieres hospedarte en un hotel? ¿O tomarás uno de los últimos vuelos a San Francisco?
—El hotel…, al menos para asearme.
—Reservé una habitación en el «Wilshire» al recibir tu llamada. Te llevaré allí, después podemos cenar y hablar.
—No voy a explicarte mi historia, Carson, esta noche no.
—Lo comprendo.
—Quiero pensar en ella y dejarla reposar unos días. Después, la escribiré. No estoy desalentada, tengo cuerda para rato. Creo que podría hacer veinte mil palabras sin tomarme ni una pausa para que el lector recobrara el aliento.
—Bien, me parece estupendo. Fantástico.
—Puedes estar contento.
—Y así es. Si haces veinte mil palabras, las publicaremos en cinco días, en columna de primera página y continuación en el interior. Pero ahora no quiero saber nada de eso. Deseo hablar de ti.
—He estado en danza todo el día y me siento agotada.
—Estás viva, es lo único que me importa.
Era más tarde de las nueve cuando entraron en la habitación. Barbara fue al cuarto de baño y Carson telefoneó a su oficina. Cuando ella salió, unos diez minutos después, Carson seguía al aparato, hablando muy poco, escuchando y asintiendo. Barbara se dejó caer en un sillón frente a él. Se encontraba aturdida, aunque animada por la maravillosa exaltación de alguien que ha escapado de una situación casi insalvable.
—Estoy a punto para esa cena que me has prometido.
—Barbara, cariño —dijo Carson cariacontecido—, hay algo que debo decirte ahora mismo. No puedo dejarlo para después. Se trata de algo que supe una hora después de que tu avión aterrizara, y acabo de confirmar los hechos por mi editor de internacional, Bill Hedley. Son malas noticias, pero no me queda más remedio que comunicártelas. Cliff Abrahams está muerto. Ha sido asesinado alrededor de las cinco de la tarde, mientras tú estabas en pleno vuelo. Gracias a Dios, te hallabas en ese avión.
Él aguardó y, durante unos minutos, Barbara no dijo nada. Su expresión se fue transformando y Carson observó cada arruga, como si se hubiera hecho vieja de repente, muy vieja. Sus ojos grises se llenaron de lágrimas, se llevó el dedo índice a la boca y apretó los dientes con fuerza sobre él, con desesperación. Tardó unos minutos en conseguir recobrar el habla, como si tuviera que aprender a hacerlo de nuevo, mientras una protesta salvaje, muda, furiosa hasta la locura, pasaba por su cabeza. Ella tuvo la impresión de que su corazón había dejado de latir, que el mundo había cesado de girar, que todo movimiento se había detenido y, en aquel espantoso vacío en el que de golpe se había encontrado, logró hablar de nuevo y preguntarle a Carson cuándo y cómo había sucedido.
—La primera noticia llegó a nuestra redacción por alguien de «Reuters» que llamó por teléfono. Cuando salí para ir a buscarte, llegaron dos notas más detalladas, una de «Reuters» y la otra de «Associated Press». Según parece, había recibido algún golpe en la cara el otro día.
—Sí, yo estaba con él —murmuró Barbara—. Un oficial de la Guardia Nacional lo hirió con la culata de un revólver.
—Ya. Esta tarde, alrededor de las cuatro, acudió a ver a un amigo suyo, un tipo llamado Joe Felson o Felron…, o algo parecido.
—Joe Felshun. Es dentista. Se ocupó de ponerle un vendaje en la cara. Cliff confiaba en él. Por eso acudimos a ese dentista en lugar de visitar a un médico, no se fiaba de ninguno.
—¿Estabas con él? ¿Conociste a Felshun?
—Sí.
—¿Por qué fue a un dentista?
—Acabo de decírtelo. Ningún médico le merecía confianza.
Carson negó tristemente con la cabeza.
—Barbara, según el despacho que tenemos, Cliff salía del consultorio del dentista y éste le había acompañado hasta la puerta para despedirle. Un coche estaba aparcado junto al bordillo de la acera y, cuando Cliff apareció, dos individuos de la Guardia Nacional saltaron del vehículo. Abrieron fuego con sus metralletas y les acribillaron a ambos a balazos. Después, tiraron una granada de mano a través de la puerta abierta del consultorio del dentista. Los dos murieron al instante. No hubiera querido decírtelo de esta forma tan brusca, pero era preferible a dejar que lo leyeras en los periódicos. Sé que Cliff se convirtió en un buen amigo… —Su voz quedó sofocada por el sentimiento—. Fue un estupendo amigo mío.
¿Qué podía ella decir? La palabra amigo no tenía ningún significado. Cuando había que explicar los lazos que unían a un ser humano con otro, el idioma inglés carecía de vocablos apropiados. ¿Qué había sido Clifford Abrahams para ella…, amigo, protector, compañero, hermano? Ninguna palabra se ajustaba. Durante unos días habían estado unidos de una forma misteriosa. Nada de sexo implicado; tenía los años suficientes como para poder ser su madre, y, sin embargo, la relación había sido profunda y emotiva. Ahora estaba muerto como resultado de un proceso que ella misma había desencadenado. No había podido imaginar lo que aquel día acarrearía; nadie sabe qué nos traerá el día siguiente y, en cualquier caso, una vez fueron detenidos por la Guardia Nacional, el destino de ambos estaba marcado. Los dos, ella y Abrahams, habían sobrevivido gracias a una argucia, pero ella, Barbara Lavette, se encontraba allí, en Los Ángeles, y Abrahams estaba muerto.
Aquéllas fueron las noticias que la esperaban a su llegada a Los Ángeles. Ahora, en su casa de Green Street, unos días después, abrió la puerta de su vivienda, contempló la pendiente y el mar al fondo, y respiró el aire limpio y fresco del mismo océano Pacífico que besaba las playas de El Salvador.
Sam y Mary Lou se hallaban en el aeropuerto de San Francisco para recibirla cuando llegó de Los Ángeles. En previsión de que el artículo que apareciese en los periódicos sobre la muerte de Clifford Abrahams pudiese mencionarla, había llamado a Sam inmediatamente después de saber la noticia por Carson Devron. Había acertado en su suposición, pero sólo apareció una referencia a una periodista del Los Angeles Morning World que había estado con Abrahams poco antes de su muerte. Al parecer, nadie había informado del asunto del viaje para encontrarse con Constanza, del incidente con la Guardia Nacional y del engaño respecto a la esposa del embajador español. El asesinato de Abrahams y Felshun quedaba, por el momento, como un misterio.
Durante el corto vuelo de Los Ángeles a San Francisco, Barbara reflexionó sobre su relación con su hijo. Era demasiado sencillo llegar a la conclusión de que él la había decepcionado de una forma imposible de definir, y la verdad exacta era que habían sido las expectativas de ella, mucho más que los fallos de él, las que habían abierto el abismo entre ambos. En esencia, Barbara Lavette era un producto de los años treinta. Aquella época había configurado su mentalidad haciendo que se pareciese más a la de su padre, Dan Lavette, un producto de «Fisherman's Wharf» y el «Tenderloin», que a la de su madre, Jean, producto de la clase acaudalada de Nob Hill. La larga huelga de estibadores de los treinta la había marcado para toda su vida, al igual que su incursión en la Alemania nazi le había proporcionado un conocimiento personal del fascismo.
Pero los años treinta marcaron una época, desaparecida ya y apenas recordada, ¿por qué tendría Sam que respetarlos más que cualquier otra persona? El pasado estaba lleno de acontecimientos que no tenían ningún sentido para las nuevas generaciones. A los jóvenes les parecía imposible que alguien vivo y en plenitud de facultades hubiera formado parte de ese pasado; la angustia de la Gran Depresión, la subida al poder de un hombre llamado Hitler, el período de posguerra lleno de miedos, cobardías e intimidaciones llamado McCarthismo, y el lento crecimiento de una nube en forma de hongo que había cambiado el mundo para siempre. ¿Por qué tenía su hijo que ser más que lo que era, un hombre bueno, sensato, un médico eficiente y honrado, una persona políticamente, aunque de manera imprecisa, del lado de los Cándidos?
«No es demasiado tarde para aprender —se dijo—. Escúchale. No le obligues a que él te escuche a ti».
Se encontraba dispuesta a oírle, pero él no le dio ningún consejo, limitándose a abrazarla con fuerza. A pesar de que era alta, Sam tenía que inclinarse sobre ella. A continuación, la sujetó por los hombros como había hecho Carson y la contempló.
—Caramba —dijo—, estás estupenda. Tienes un aspecto envidiable.
Por la forma de decirlo, había un reconocimiento de su madre como una mujer.
Mary Lou la besó.
—Me alegro de que te encuentres aquí de vuelta. Estoy muy contenta.
Barbara no mencionó a Clifford Abrahams. Era de otro mundo, y no necesitaba a nadie con quien compartir su dolor ni para recibir compasión. Cuando ellos le preguntaron. Barbara declinó las respuestas con la excusa de que todo era muy complejo y que cuando hubiera escrito el relato podrían leer páginas enteras al respecto.
Aquélla fue la explicación que le dio a Freddie también, quien llegó al día siguiente a desahogar sus penas. Ella se propuso no preocuparse demasiado por el hecho de que Freddie estuviera absolutamente hundido en sus frustraciones; tenía que tomarlo como un cumplido, ya que él, al contrario que Sam, la veía, de manera ingenua, como una persona por encima del bien y del mal. Freddie estaba a malas con el mundo. Todavía vivía solo, pero estaba enredado de forma excitante y provechosa con May Ling, su ex esposa.
—¿Por qué no vuelves a casarte con esa pobre chica antes de que se quede embarazada?
—No es una pobre chica. Tiene treinta y cuatro años, y no quiere casarse conmigo. Nuestra vida sexual era desastrosa cuando estábamos casados y ahora funciona de maravilla, pero me dice que tendría que estar mal de la cabeza para volverse a casar con alguien como yo. Todos comentan: «Oh, May Ling, pobre chica», y a nadie le importa un comino mi situación. Tú, ni siquiera tienes la paciencia de escucharme, y lo que estás pensando es: «¿Por qué no se largará este grillado y me dejará en paz?».
A decir verdad, Barbara pensaba algo parecido y temía reconocerlo. No la hizo sentirse ni pizca superior el contrastar las palabras de Freddie con los recuerdos de rabia y terror en El Salvador…, algo que ya había experimentado, cierta idea que, en su juventud, le había hecho torcer el gesto, al menos mentalmente, ante los pastores que cuidaban de los feligreses ricos en la Grace Cathedral de San Francisco. Sin embargo, años más tarde, al hablar con Billy Clawson, hermano de Eloise y ministro episcopaliano, éste le había manifestado que la gente acomodada no carecía de angustias, y que si Dios existía, no era probable que juzgara a las personas por su posición económica.
Barbara nunca le había dedicado muchos pensamientos a Dios, aparte de observar que, en caso de que existiera, llevaba los asuntos muy mal, y no aceptaba la validez de los juicios. Pero Billy Clawson era tan buena persona que aquellas pocas palabras sobre el tema se le habían quedado grabadas, incluso más profundamente después de su muerte en Corea, a donde había sido destinado como capellán castrense. Todo eso afloró a su mente, refrescado por la recriminación de Freddie, que inmediatamente negó.
—No, Freddie. No quiero que te marches, ni pienso que seas un grillado. ¿Amas a May Ling?
—Siempre la he amado. Es maravillosa, además de inteligente y simpática. Todo va como una seda, siempre que no esté casado con ella.
—Entonces, no te cases. Deja que las cosas sigan su curso. Se resolverán, ya lo verás.
Al día siguiente, llegaron tres cajas de vino de Higate como muestra de gratitud y cariño. Se trataba de doce botellas de «Mountain White», un vino blanco seco al que Freddie siempre había considerado como el mejor de esas características de California; doce de «Pinot Black», el magnífico tinto que Higate exportaba a Francia desde 1938, y otras doce de «Higate Cabernet Sauvignon», que tan a menudo solían beber en las reuniones familiares. Barbara se sentó y contempló el vino. Los ojos se le llenaron de lágrimas, recordando tiempos pasados.
—Las lágrimas interminables —dijo en voz alta—. Lágrimas y risas. Gracias a Dios por la mezcla.
Gracias a Dios por Eloise. Podía hablar con ella. Sin Eloise, no tendría a nadie a quien abrir su corazón. Ni a Carson. ¿Cómo podría hacerle entender a Carson sus sentimientos por Clifford Abrahams?
—¿Podría decirle a Carson que yo lo quería? —preguntó a Eloise.
Ésta comprendió los entresijos del cariño.
Tenía la sensación de que Eloise disponía de algo que ella, Barbara, había perdido. Ambas habían compartido el dolor, un dolor profundo y terrible, pero Eloise tenía a Adam y Barbara se encontraba sola. Adam era su marido desde hacía más de treinta años y habían tenido la oportunidad de envejecer juntos e ir asimilando y aprendiendo el proceso. Barbara había envejecido sola.
A la vez, tenía la impresión de que los hombres que le habían sido arrebatados eran uno solo. Una maldición le había caído encima. Pero la había vencido, una y otra vez, y había encontrado otro hombre siempre. Era el hombre amable y tierno bajo la capa de dureza que todo hombre cree que debe tener, alguien que podía captar la dulzura escondida en una charla cotidiana, algo parecido a ella misma en un cuerpo varonil. Todos sus compañeros podían ajustarse a ese patrón: Marcel, alegre, afable y muy valeroso; Bernie, dócil y sin violencia, a pesar de haber pasado la mitad de su vida como soldado, muy valiente también. Siempre habían sido hombres con coraje: Boyd, y Carson después, al cual había dejado y que era el único vivo entre sus fantasmas.
—Algunas veces —dijo a Eloise—, me pregunto si hubiera vivido mejor sin toda la tristeza derivada de mi amor.
—No, Barbara. Tú no.
—Supongo que no. Los hombres que amé, me amaron, y además conocí a Clifford Abrahams.
—He leído en los periódicos que estuviste con él.
—Un poco, sí. Durante unas semanas anduvimos juntos por allí, mañana, tarde y noche. Fue una experiencia nueva para mí, Eloise, estar con un hombre día tras día, sin más roce físico que un apretón de manos, sin que llegara a asomar el sexo a pesar de ser un hombre apuesto y encantador. Se trató de una relación muy extraña. Ni siquiera llegué a preguntarle si estaba casado, y no me enteré de ello hasta que leí en el periódico que se había divorciado y tenía dos chiquillos en Inglaterra. Lo lamento por ellos. Pero, verás, él existía para mí, aparte de todas estas cosas, y, conforme le fui tomando afecto, puse a un lado cualquier sentimiento que se supone no sentimos a nuestra edad, pero que sí tenemos, como un fuego interior que nos abrasa y que se mofa de nosotras al no poder apagarlo. ¿Sabes?, es ese algo especial por los judíos, que todos nosotros sentimos, lo admitamos o no, sobre todo en nuestra familia, y que ha sido como una sombra en nuestras vidas desde que mi padre y el abuelo de Adam se hicieron socios después del terremoto. Bueno, pues cuando vi a Cliff la primera vez, di por supuesto que era judío, en parte por su apellido, pero también por su forma de ser; y eso es algo que no comprendo, ya que tampoco su físico inducía al error. Debía medir uno noventa, cabello largo, ondulado…, ya sabes, como los ingleses suelen llevarlo…, castaño claro y ojos azules; caminaba arrastrando los pies de esa forma tan graciosa en algunos británicos. Bien, resultó que no era judío. Me explicó que toda su familia era anglicana desde hacía trescientos años. No tenía ni la más remota idea de dónde procedía el apellido Abrahams.
—¿Se enamoró de ti? —preguntó Eloise.
—Sucedió una cosa muy curiosa… —empezó Barbara.
Su voz se desvaneció. ¿Cómo se explica algo que no tiene sentido?
Descendieron la cuesta desde Green Stret hasta la bahía y allí permanecieron apoyadas en la barandilla, contemplando las gaviotas que gritaban y aleteaban al posarse sobre las olas en busca de peces. Solas, aunque rodeadas de gente, en un lugar donde nadie llevaba metralletas ni vagaban escuadrones de la muerte, Barbara relató sus últimos días en El Salvador.
—Y ahora me parece haberlo soñado —dijo—, pero no fue así. Me desperté en mitad de la noche y él estaba en la cama conmigo, dormido, y creo que nunca, en toda mi vida, había tenido un momento más feliz que cuando alargué la mano y noté el calor de su cuerpo. Eso fue todo. Me quedé dormida y por la mañana me encontré sola en la cama, una vieja ridicula.
—Yo creo que eres una mujer fuera de lo común, me alegro de haberte conocido y de que siempre hayamos sido tan buenas amigas. En cuanto a lo de vieja, no sé cuándo se produce la vejez ni lo que es el tiempo. Ya hablamos de eso una vez. Nosotros cambiamos, pero cuando retrocedo a la primera vez que vi a Adam, en aquella estupenda galería que tu madre tenía, me parece que sólo ha pasado un momento. Era en el cuarenta y seis, ¿verdad? ¿Por qué tenemos que comportarnos según las normas que se han establecido…, y transformarnos en viejos y dejar de luchar a una edad determinada?
—Pero es en lo que nos convertimos, en viejas, y abandonamos y nos transformamos porque no podemos cambiar lo que ha ido sucediendo. Cuando éramos jóvenes, quizá pudimos haber cambiado algo, escoger otro camino, otra forma, pero ahora ya no.
Después de unos momentos, Barbara añadió:
—No estoy deprimida. Pasé malos ratos después de enterarme de la muerte de Clifford, pero ya lo he superado. No del todo, eso no se consigue nunca, ya lo sabes, pero sí lo suficiente como para salir adelante.
Ambas reflexionaron sobre ello.
—Tenemos que hacerlo, supongo —concluyó Barbara.
—Supongo.
El fin de Clair estaba muy cerca. El doctor Kellman pensaba que podría durar unas semanas más, tal vez incluso meses, si la internaban en un hospital; sin embargo, después de algunas consideraciones, estuvo de acuerdo con Joe, el hermano de Barbara, en que no sería una acción humanitaria. De todas formas, Sally se hubiera opuesto.
—Conectan a esos horribles aparatos a las personas que se están muriendo y las mantienen respirando en un estado de semiletargo. El hecho de que la mayoría de las cosas sean horrendas no significa que debamos imponer un fin así a nuestros seres queridos, y mamá sería la primera en negarse. Ha tenido una vida larga y plena, la mayor parte aquí, en Higate. Dejemos que también sea aquí donde muera.
Para Sally era más fácil hablar de la muerte que enfrentarse a la ausencia de su madre. Les dejaría un vacío enorme. De los tres hijos que Clair había tenido, ella era la menor. Había sido hermosa, brillante, destinada a experimentarlo todo, pero, finalmente, había regresado al Napa Valley. Era su cuna. Los poemas que había escrito y publicado trataban sobre aquel lugar: los recuerdos, la marcha, el regreso.
Era una sentimental. Le dijo a Joe que quería morir cuando le llegara la hora.
—Cuando me esté muriendo, deja que sea aquí. Ni se te pase por la cabeza meterme en una de esas máquinas infernales de hospital.
Eloise le rogó a Barbara que no retrasara su visita a Higate. Ésta reconocía su necesidad de no dejar de lado el relato que estaba escribiendo, pero Joe le había dicho que el fin de Clair estaba próximo. Barbara abandonó otras cosas y se encaminó al Napa Valley. Hacía calor, el valle resplandecía bajo el sol y las hileras de cepas desnudas se habían convertido en parras verdes que bordeaban las laderas.
Joe estaba en la casa cuando ella llegó. Se encontraba en la enorme cocina, hablando por teléfono, el cual colgó para abrazar a Barbara con efusión. Era la primera vez que veía a su hermana desde que ésta había regresado de El Salvador. Joe tenía mal aspecto y había perdido peso. Durante años, había sido llamado el último médico rural. Solía sentarse y hablar con los pacientes sin mirar el reloj. Hacía las veces de médico de cabecera, tocólogo y, muy a menudo, se había convertido en pediatra de la familia. Sally había nacido en el Napa Valley, lo cual había hecho de Joe uno más de la variada población del valle. Aún seguía con las visitas domiciliarias, pero ya había cumplido los sesenta y cinco años, y esa tarea se le hacía más difícil día a día. Parecía muy cansado, con más arrugas y profundas ojeras. Cuando Barbara le comentó su apariencia, él le explicó que había perdido tres pacientes durante la semana anterior.
—Te deja abatido —dijo—. Vamos envejeciendo pero nos da la sensación de que sucede de repente. Los pacientes son viejos y se van. Bueno, así son las cosas. Me alegro de que estés aquí. Clair se está muriendo. Tiene pérdidas de conciencia. Le he puesto una inyección, así que ahora no tiene dolores, pero muy pronto cerrará los ojos y se irá.
—¿Está Danny? —preguntó Barbara.
—Llegará esta tarde. May Ling ha venido, pero ha tenido que volver a casa. Freddie se encuentra arriba con Clair y acabo de hablar con Sam, que vendrá esta noche.
Eloise y Adam entraron en la cocina.
—Nos ha dicho que nos fuéramos —dijo Adam indeciso—. Quería quedarse a solas con Freddie.
—¿Dónde está Sally?
—En la que había sido su habitación —contestó Adam—. ¿Sabes?, mamá la ha mantenido igual a como estaba. Sally se encuentra allí, llorando, lo está tomando muy mal.
—Mamá quiere verte —dijo Eloise—. ¿Por qué no subes ahora?
—Si quería estar con Freddie…
—No importa, sube. Nosotros iremos después.
En la habitación de Clair, su sirvienta mexicana, María, estaba junto a la puerta como una estatua de granito. Al oír las pisadas de Barbara, la abrió. Era evidente que a solas con Freddie no significaba en ausencia de María. Freddie, sentado al lado de la cama, tenía entre las suyas la mano de Clair. Ésta, muy pálida e inmóvil, mantenía los ojos cerrados.
—¿Freddie?
Él leyó la pregunta en sus ojos y negó con la cabeza. A continuación, Clair levantó los párpados y vio a Barbara.
—Hola, querida —susurró.
Luego miró a Freddie.
—Dame un beso, cariño, y déjame con Barbara.
Hablaba con gran esfuerzo.
Freddie se inclinó para besarla y después salió de la habitación. Barbara se sentó muy cerca de la cama para escuchar las palabras de Clair.
—No dejes que esto nos destruya, Barbara. Somos una buena familia y si regañamos es normal.
—Lo sé, Clair.
—Estoy muy cansada.
Volvió a caer en el sopor. Barbara esperó unos momentos y después apareció Adam.
—Me quedaré con mamá. Baja a comer algo.
A las siete y veinte de aquella tarde, Clair Harvey Levy falleció. Tenía ochenta y dos años y su última voluntad se cumplió: fue incinerada y sus cenizas esparcidas entre los viñedos. No quiero una sepultura, había dejado escrito. Nadie perdura en una tumba. Si puedo dejar un poco de abono para los frutos de la tierra y un recuerdo en los que quiero, será suficiente.
Adam hizo cortar una lápida y clavar una placa de bronce con las palabras de los últimos deseos de su madre. Dos días después de la incineración, la familia y los amigos se reunieron en Higate para una especie de servicio fúnebre. Barbara, ahora el miembro de mayor edad de todos ellos, sabía que Clair había nacido en el seno de una familia cristiana, pero de qué denominación y si había sido bautizada o no, nadie parecía saberlo. Ni ella ni Jake habían demostrado interés ni buscado consuelo en la religión, y cuando era precisa alguna ceremonia en la hacienda, el padre Gerry Mulligan se desplazaba hasta allí desde Napa y la celebraba, ya que casi todos los trabajadores de los viñedos eran católicos. Cada año se enviaba una caja de vino de misa para consagrar a la iglesia católica de Napa para los servicios de Navidad y otra de vino ordinario para los brindis de Nochebuena. Por lo tanto, en aquella especie de funeral el padre Mulligan aportó el toque eclesiástico, más para complacer a Eloise que a los demás. Se reunieron en el enorme vestíbulo de paredes encaladas de la antigua bodega que anteriormente había sido depósito para envejecimiento y que ahora era salón de recepción para los visitantes durante los treinta días en que Higate abría sus puertas al público para las catas. Junto a la familia y amigos también estaban presentes los hombres y familiares empleados y algunos residentes de Higate de toda la vida.
El padre Mulligan, un hombre bajito y rechoncho, fue acomodado frente al mostrador de cata y desde allí bendijo a los presentes:
—Hijos y nietos de Clair Harvey Levy. Lamento que nuestra querida señora no fuera católica, ya que hubiera honrado nuestra religión. Pero fue una gran mujer, honrada, generosa y bella…; de joven era un gozo contemplarla con aquella flamígera cabellera rojiza. En alguna parte de ella había algo de irlandesa, creedme, así que también tendría algo de católica, pero eso no importa ya. Donde quiera que ahora se encuentre, las doradas puertas se le habrán abierto y habrá sido bien recibida, os lo aseguro.
A continuación, vino y comida; y gente llorando y otros riendo. Barbara se encontró en una esquina con Sally, May Ling y Freddie, Sally le pidió que les hablara de Clair.
—¿Cómo empezó todo? Mamá nunca nos lo explicó, era muy celosa de sus secretos.
Barbara se sintió como una profesora dando clases. Otras personas se les habían ido acercando. Se había convertido en una mezcla de velatorio, ceremonia de duelo judío y lección sobre la historia de San Francisco. Seguro que los habitantes del Este tenían razón cuando hablaban de regresar a Estados Unidos desde California. Aquella parte del país era algo diferente.
—Sólo sé lo que papá me explicó —dijo Barbara—. El padre de Clair, el viejo capitán Jack Harvey, mandaba uno de esos cargueros que recorrían la costa de California hace muchos años. Después, los tiempos cambiaron, la mayoría de esos barcos entraron en dique seco y Jack Harvey también. Para tener un lugar donde vivir, aceptó el empleo de vigilante de un barco que estaba amarrado. Tenía a Clair consigo. No debía contar más que siete u ocho años. Mi padre y el de Jake fueron socios. Habían decidido liarse la manta a la cabeza y comprar aquel viejo barco. Harvey había estado casado con una muchacha que se marchó después de dar a luz a Clair. Jack fue padre y madre para ella. Jake era el hijo de Mark Levy, de trece años por aquel entonces, conoció a Clair y eso fue todo.
Sally estalló en sollozos y se abrió paso hacia la puerta. Adam hizo el ademán de ir tras ella, pero Barbara lo detuvo y le dijo que ella se ocuparía de Sally aunque primero había de dejarla desahogarse. Fuera, los mexicanos habían dispuesto fogatas en las piedras que quedaban de una antigua cuba de prensado. Cocinaban grandes cantidades de fríjoles, pollo con mole, pescado, pimientos y en una plancha de metal asaban tortitas. Sally cruzó la carretera y se apoyó en un árbol. Barbara se le acercó y Sally se echó en sus brazos. Finalmente, las lágrimas cesaron.
—Lo más triste es que no puedo dar un paso aquí sin ver a mamá y a papá. ¿Sabes lo que hizo, Barbara? Dejó instrucciones a Cándido Truaz para que se celebrara esta especie de funeral después de su muerte e incluso le dijo a María la comida que debía servirse. ¡Maldita sea, ella era algo grande!
Una semana después, Barbara había terminado su artículo sobre El Salvador. Al repasarlo, lamentó no haberlo escrito mejor, pero lo mismo ocurriría con cualquier otra cosa que hubiera llevado a cabo. En él, al menos, había conseguido plasmar el sentimiento de horror que impregnaba aquella pobre y condenada tierra. El reportaje, muy extenso, sobre veinte mil palabras, había sido escrito con la máxima objetividad posible. Siempre había tenido la impresión de que sus escritos eran más eficaces cuando informaban de los hechos y les dejaba hablar por sí solos. Sin embargo, antes nunca se había sentido comprometida de aquella manera, tan profunda y emotivamente, y con aquella sensación de abatimiento y desesperanza.
Metió el manuscrito en un sobre, lo llevó a la oficina de Correos y lo envió a Carson sin tan siquiera escribirle una nota. Le desagradaba hacer comentarios sobre su trabajo.
Aquella noche cenó con Sam. Éste le había dicho a Mary Lou que deseaba hablar con su madre a solas y, cuando su esposa le había preguntado si se trataba de un asunto médico, él le había respondido negativamente, ya que sólo era una cuestión de relaciones.
—Esto sí que es interesante —dijo Barbara después de que Sam la hubo informado de su excusa a Mary Lou—. ¿Has estado pensando en nuestras relaciones?
—Bastante. Hubo un tiempo, mamá, en que podíamos hablar abierta y francamente sobre un montón de cosas.
Mamá era el término cariñoso para el terreno neutral.
—Sí —aceptó Barbara—. Es una virtud de nuestra familia y una de las mejores que tenemos. Compadezco a las personas que van almacenando rabias y frustraciones. Acaban por convertirse en prisioneros de ellos mismos.
—Por otra parte —prosiguió él—, no ha resultado nada fácil ser el hijo de Barbara Lavette.
—Estoy de acuerdo.
—O el hijo de mi padre. ¿Sabes?, cuando yo era estudiante de Medicina en Israel, me trataban como a una curiosidad. El hijo de Cohén. Siempre que necesitaban una figura decorativa o un héroe, otro Mickey Marcus, me sacaban a relucir para que explicase las hazañas de un padre al que nunca conocí, cómo pilotaba aviones cruzando el continente y el Atlántico hasta Checoslovaquia para comprar armas con destino a la guerra de Independencia. Y yo permanecía en el estrado como un mulo estúpido, lleno de rabia en mi interior, gritando para mis adentros: «¿Quién diablos necesita un héroe muerto?, el mundo está lleno de ellos, yo quiero un padre vivo».
—Y también querías una madre.
—No, exactamente no es eso. Ya tenía una madre. Te quería tanto que me trastornaba. Todavía me ocurre, te miro y nada ha cambiado. Eres una gran dama. Recuerdo cuando me hablaban de tu impresión al conocer a Eleanor Roosevelt y me decías que era la persona más apasionante que habías conocido en tu vida. Pues bien, yo estaba allí sentado escuchándote y pensando que tú eras la persona más impresionante que yo conocía. Por lo tanto, tenía una madre, aún la tengo. Hablé con Toby Fitzsimmons, jefe de psiquiatría del hospital, divagando sobre mis dos fallidas relaciones sentimentales, es la palabra que usamos ahora en lugar de amor y lealtad…, las maravilllosas Rachel en Israel y Carla aquí, ambas mujeres rotundas morenas y hermosas y, según él me señaló, el polo opuesto de mi madre. Ellas eran tiernas y dulces, pero no funcionó. Finalmente, lo conseguí con Mary Lou, la cual es muy parecida a ti en más aspectos de los que puedas imaginar y con un pasado familiar semejante al que tú tuviste. Si hay pies y cabeza en todo esto, lo ignoro, pero parece haber limado las asperezas. ¿Tiene esto algún sentido? —preguntó—. ¿Te he dicho que Mary Lou está embarazada?
—De todo, eso eslo que tiene sentido.
—Verás, hable con Toby Fitzsimmons porque la semana pasada me nombraron jefe de cirugía. Es un honor, mamá.
—Es más que un honor. Me parece absolutamente maravilloso y me siento rebosante de alegría. ¿Sabes qué sensación tengo, Sammy? Una vez conoci a un japonés, Roshi, que había experimentado lo que ellos llaman satori, o iluminación, y al preguntarle cómo se había sentido me contesto que no muy distinto de antes, excepto que a cada paso que había dado sus pies se elevaban cinco centímetros del suelo. Yo estoy segura de que cuando salgamos de aquí, mis pasos irán un palmo sobre el nivel de la acera.
Él la miró con atención y cariño.
—¿Te importa mucho… hacerte mayor?
—Creo que no, Sammy. Algunas veces es una lata, pero, por lo general, resulta magnífico.
—¿Querrías ser joven otra vez, si pudieras?
—Haces preguntas muy extrañas esta noche. La respuesta es que no lo creo, y, por favor, pide una botella de champaña. ¿Para cuándo esperáis el niño?
Sam pidió la bebida e informó a su madre que el embarazo iba bien y que nacería en noviembre.
—Escorpión —dijo él.
—Si das crédito a esas tonterías…
—Mamá, cuando uno nace y crece en California, es obligado aceptar algunas tonterías. Tu cumpleaños es en noviembre.
—Cielos, ¿me has invitado para darme una lección de astrología? ¿Qué dirían tus doctos colegas del hospital sobre el asunto?
—Tienen mentes divididas en compartimentos. Es la desgracia de California. No, mamá, quería estar a solas contigo para charlar. Me parece que me estoy convirtiendo en un adulto y me gustaría ser tu amigo.
Llegó el champaña y Sam sirvió dos copas.
—Por ti —brindó Sam.
—No. ¿Cómo llamaréis al bebé?
—Si es niño, Bernie. Si tenemos una niña, Barbara. Mary Lou está de acuerdo.
—Entonces, ¡brindemos por lo que venga!
Carson publicó el artículo de Barbara en cinco partes durante cinco días en primera página, primera columna. Llevó un ejemplar de la primera edición en persona a San Francisco, aún estaba caliente de las máquinas, presentándose en casa de Barbara poco antes de medianoche. No fue una sorpresa para ella, le estaba esperando. Había preparado una cena a base de carne fría y ensalada, que Carson devoró mientras ella releía la primera parte de su reportaje, experimentando el placer del escritor de ver su producto acabado en letra impresa. Cuando hubo terminado, Carson había dado buena cuenta de un plato de pollo y ensalada de patata con una botella de «Mountain White», le dijo:
—¿Qué te parece?
—Periodismo de verdad, objetivo…, ¿no estás de acuerdo?
—Un poco menos objetivo de lo que debiera; pero, qué caramba, si no le dan el Pulitzer, no será la primera vez que pasan por alto un espléndido trabajo. Se hará notar, no lo dudes.
—Si has venido para desilusionarme personalmente en cuanto a que pida otro encargo…, puedes olvidarlo. No voy a pedirlo.
—¿Qué clase de editor sería viniendo aquí a medianoche con un periódico acabado de salir de máquinas sólo para rechazar cualquier propuesta tuya? Estás perdiendo los papeles, Barbara.
—Suele ocurrir…, tarde o temprano.
—Si quieres una colaboración, preséntate en mi despacho de Los Ángeles y pídela. Antes concierta la hora de la entrevista.
—¡Oye, oye, qué te has creído! Eres un viejo presuntuoso, Devron.
Dejó el periódico a un lado, se inclinó sobre Carson y besó la incipiente calva. Después, se situó detrás de él y le puso las manos sobre las mejillas.
—Me hubiera gustado que lo hubiéramos hecho —dijo ella—. Te deseo.
—Yo a ti también.
—No habrá más colaboraciones, querido Carson. Me sentaré frente a la chimenea. Aprenderé a hacer punto.
Carson se puso en pie y la miró.
—No tienes chimenea.
—Bueno, pues tengo una idea: ¿qué te parece una columna dos veces por semana? Siempre tienes una protesta contra alguna cosa. Te pondríamos en la página de miscelánea.
—¡Carson!
—Entre anuncio y anuncio.
—Me parece una indecencia, indigno. Soy una profesional y me ofreces espacios pagados.
—Lo tomas o lo dejas.
—¡Lo tomo! —gritó—. Te lo agradezco.
Miró el reloj.
—La una y media. ¿Te quedas?
—En el «Fairmont». Reservé una habitación. No te rechazo, muchacha.
—Carson, querido, eres maravilloso. Lo último del puritanismo protestante, igual que yo. Nuestro sentido del pecado no es menor que el de los demás, pero el engaño hacia nosotros mismos resulta intolerable. Ya somos mayorcitos. Te conozco más que nadie en el mundo, estuve casada contigo, te amé, te odié, me divorcié de ti y continuaste amándome como un bobo. Intentamos, tantas veces que ya no las recuerdo, que nuestra vida sexual funcionara y fue un desastre, ¿verdad? Apuesto a que en algún lugar existe una mujer que puede convertirte en el mejor de los amantes, pero yo no soy esa mujer, simplemente te adoro y pienso que eres el ser más gentil de la Creación. ¿Dónde está tu esposa?
—En Palm Springs.
—Ya ves. ¡Vaya un asuntillo inofensivo, engañoso y deshonesto tenemos entre manos!
—Verás —admitió él—, lo que has dicho sobre el engañarnos a nosotros mismos, es cierto. Dejé orden en el hotel de que no me molestaran y que no contestaría al teléfono.
—Dispongo de tres dormitorios. Puedes acompañar a la vieja dama o dormir solo en una de las habitaciones de huéspedes.
—Como tú digas, cariño. ¿Qué tal la copa final?
—¿No recuerdas lo que ocurrió la última vez que tomamos la copa de despedida?
—Asumo los riesgos. Seamos discretos. Sólo una copa de jerez.
Barbara sirvió la bebida y ella y Carson se relajaron en los sillones del salón.
—¿Sabes? —dijo Carson—, es todo un alivio dejar el sexo de lado y quedarse sentado hablando con una mujer a la que estimas profundamente. Toda nuestra vida, nos hemos enfrentado a este asunto hombre-mujer y el absurdo machismo que los de mi sexo han creado y el círculo defensivo que vosotras habéis tenido que levantar contra él. Eso motiva y aniquila, y es una maravilla alcanzar el punto en que puedes dejarlo a un lado.
—Pero es un juego fantástico cuando lo jugáis —comentó ella con melancolía.
—¿Te pesa?
—Sí y no. Me gustan los hombres, no puedo negarlo. Cuando Boyd murió, no sabía la manera de vivir sin un hombre. Tuve que aprender y no me resultó nada fácil. Pero ahora estoy en paz conmigo misma.
—Porque has regresado a los molinos de viento.
Barbara sonrió con afecto.
—Mi querido Carson, tú me comprendes, ¿verdad? Sabes por qué tengo que luchar contra los molinos de viento.
—Lo he sabido siempre —dijo al tiempo que terminaba el jerez—. ¿Cedemos?
—Claro.
Ella le cogió del brazo.
—Cuando llega la noche, esta casa es tan fría como una nevera y no hay nada mejor en el mundo que un hombre al lado.
—Sobre eso no hay discusión.
Subieron la escalera.
Dos días después, Birdie Mac Gelsie telefoneó.
—Me gustaría traerte algunas personas para que hablaran contigo —dijo a Barbara.
—¿De qué? —preguntó ésta con prevención.
—La congelación. El congelar la fabricación de esas malditas bombas.
—¿A quién quieres traer?
—¿Por qué eres tan desconfiada?
—Porque ahora estoy a gusto. Me siento relajada y contenta. Escribo dos columnas a la semana en Los Angeles World, leo libros y tengo televisión por cable, así que puedo ver una película si quiero, cada semana almuerzo con Eloise, me encuentro divinamente feliz, normal y optimista.
—¡Menudas tonterías! —le reprochó Birdie—. Nunca has sido normal y nunca te has sentido optimista. Feliz, no puedo pronunciarme al respecto.
—Tal vez te sorprenda, pero estoy bastante satisfecha. ¿A quiénes quieres traer?
—Pocas personas…, el padre Gibbons, que será el representante de la Liga por la Paz, Terry Distan…
—¿Derecho a la homosexualidad? —la interrumpió Barbara.
—Sí.
—Es una extraña combinación. ¿Quién más?
—Tu ex nuera, Carla; se ha convertido en la presidenta de la Unión Chicana del distrito de la Bahía. Y Abner Berman, de la Liga por los Derechos Humanos. Sólo esos cuatro, de momento.
—No quiero seguir escuchándote.
—Por favor, Barbara, nunca te has negado a una cosa así.
Se produjo un silencio y, a continuación, Barbara suspiró.
—De acuerdo.
—¿A las dos?
—Mejor a las tres. Tengo que terminar un artículo.
A las tres les abría la puerta y les hizo pasar a la sala. Carla, tan animosa como siempre; el padre Gibbons, un jesuíta delgado, con cara inquisidora y un par de ojos negros y acusadores; Terry Distan, muy atildado de la cabeza a los pies y con una barba bien recortada, y Abner Berman, desenfadado con su conjunto de lana de mezclilla, pipa y corbata de punto. También, por supuesto, Birdie MacGelsie, ocultando su sonrisa triunfal, que precedía a la del padre Gibbons, quien comenzó sin otro preámbulo que:
—¿Desea usted que haga un corto y convincente sermón sobre el efecto que ocasionará en el buen Dios el verse dueño de un planeta sin vida?
—No —replicó Barbara con énfasis—. No soy afable ni me gustan los sermones. Sé el motivo de su presencia aquí. Hay otras personas en San Francisco, ¿por qué tienen que complicarme la vida a mí?
—Ah, sí —replicó Berman con gentileza—. Pero la pura verdad es que nadie puede hacerlo como usted. Tiene una trayectoria a sus espaldas que no puede borrarse. Usted creó «Madres por la Paz», que fue el movimiento pacifista más efectivo durante el asunto de Vietnam. Nosotros lo seguimos. También seguimos su campaña para el Congreso…
—Usted conoce nuestras intenciones —le atajó el padre Gibbon—. Queremos sacar un millón de personas a Market Street. Harán lo mismo en Nueva York, Chicago, Filadelfia, Boston…, sí, en Los Ángeles.
—¿Y piensan que eso conmoverá a Mr. Reagan?
—Tal vez no —repuso Distan—, pero si lo conseguimos, todo el mundo lo verá, y eso significa que los rusos también.
—Estoy de acuerdo —replicó Barbara—. Si lo logramos, todo el mundo lo sabrá, y acaso también Mr. Reagan. Pero debo hacerle una advertencia, Terry: si me meto en esto, no quiero que me diga que puede arrastrar cien mil gays siempre que se les permita enarbolar sus pancartas en favor de los derechos de los homosexuales. Si hacemos la marcha por el desarme, será por el desarme y punto. Esto también va para usted, padre…, no se pronunciará contra el aborto, y para ti, Carla. Por una vez, los chícanos dejarán de lado los derechos civiles y gritarán por la paz. O esto se convierte en un esfuerzo único, dirigido en una sola dirección, o pueden ir a buscar a otra parte alguien a quien convencer.
—Yo acepto —contestó Distan.
—¿Qué la hace estar tan segura de que soy uno del movimiento pro-vida? —preguntó el padre Gibbon—. Las cosas cambian, Barbara. Vivimos en un mundo inestable.
—El caso es que éste es sólo el principio —dijo Birdie—. Queremos empezar a organizamos y a presionar desde aquí.
—Lo que intentas decir —replicó Barbara— es que quieres convertir mi casa en un manicomio, tener un lugar con alquiler gratis, donde instalarás veinte líneas telefónicas y me dejarás las facturas impagadas, un sitio donde almacenar panfletos y carteles hasta que no podamos atravesar ni el vestíbulo, y que cada loco del área de la Bahía se entere de que este asunto del Comité por la Paz sale de la casa de Barbara Lavette, en Green Street.
—Más o menos —admitió Birdie.
—No se trata sólo de charlas —insistió Berman—. Haremos el trabajo codo a codo con usted. Comprendemos su situación y entendemos que usted no es una mujer joven ya.
—¿Lo comprenden? —preguntó Barbara con sequedad.
—Lo siento.
—¡Ya puede sentirlo! Ahora, escúchenme todos ustedes. Si hubiera conmigo alguien que me quisiera, me disuadiría, pero estoy sola contra todos. Basaré mi respuesta en dos cuestiones: primera, ¿se ha escogido una fecha?
—Dentro de tres semanas a partir de ahora. El sufrimiento será corto.
—Y segunda: tres semanas es poco tiempo para recaudar fondos. ¿Con cuánto dinero empezamos?
Birdie le entregó un papel.
—Aquí está mi cheque por cinco mil. MacGelsie se puso hecho una fiera, pero me he salido con la mía.
Terry Distan le alargó otro cheque por dos mil dólares.
—Sólo es el inicio —dijo.
—Yo contaré con cinco mil el viernes —informó Berman.
—Yo no puedo dar una cifra —se excusó Carla—. Haremos lo que podamos.
—Lo que pueda sacar a mi gente, lo ignoro —comentó el padre Gibbon—. Mañana estoy citado para almorzar con el obispo. Haré cuanto esté en mi mano.
—No quiero ocuparme del dinero —dijo Barbara—. Necesitamos un tesorero ahora mismo.
—Soy abogado. Con mucho gusto abriré la cuenta del Banco y prepararé los documentos —ofreció Distan—. Necesitamos dos firmantes para los cheques. ¿Qué tal Birdie y yo mismo?
—Me parece que he vuelto a caer —suspiró Barbara—. Menos mal que se trata de tres semanas tan sólo. Será mejor que nos pongamos a trabajar.
Aquella noche Barbara cenó con Sam y Mary Lou, y les habló del proyecto de las manifestaciones por el desarme. Sam no hizo ningún comentario. Mary Lou le anunció a Barbara que había dejado su trabajo en el hospital.
—Pero no me imagino a mí misma leyendo novelas y mirando la caja tonta durante los próximos cinco meses. ¿Puedes darme un empleo, Barbara?
—La paga es exigua…, prácticamente inexistente.
—Estaré allí mañana —dijo Mary Lou.
—Sam —se dirigió Barbara a su hijo—, no te sientas cohibido, di lo que creas que debes decir.
—No sé lo que quiero decir.
—Muy bien, querido, no lo mires como algo extraordinario. Algunas personas necesitamos gritar de vez en cuando, aunque nadie nos escuche.
—La gente te escucha —aseguró Mary Lou.
—Me gusta creerlo. En caso contrario, me sentiría absurda.
—Nunca podrías serlo.
—Oh, lo he sido, seguro. Una que escupe al cielo…, ya sabes. Quisiera pensar en una etiqueta o réquiem para las personas como yo. Nada presuntuoso, ni nada parecido a toda la mala prosa que el otro bando suele dedicar a sus seres queridos. Creo que lo dejaría así los escupidores al cielo. Define las cualidades absurdas que poseemos. Es una burla por nuestra impotencia, pero deja claro que nos mantenemos erguidos frente al viento, que le damos la cara y que escupimos directamente hacia él. Esta noche no voy a disculparme de nada, Sammy; sólo estoy tratando de explicarte cómo es tu madre.
Sin embargo, después de haber pronunciado estas palabras, Barbara se sintió avergonzada. A despecho de la cronología, se encontraba demasiado joven para un réquiem y pensó que, incluso, definirse como escupidora al cielo había sido algo petulante.
Su hijo y su nuera sonreían con afecto.
—Al diablo las etiquetas y las explicaciones —concluyó—. Soy la que soy, Barbara Lavette, y tengo la intención de seguir siéndolo y hacer lo que he hecho siempre. Y esto sirve para los tres, ¿no es así? No resulta fácil hacerse amigo de alguien a quien se teme herir; pero podemos intentarlo.
—Estoy de acuerdo —contestó Sam.
—¿Querías decir algo antes?
—Creo que ya lo he dicho, mamá.
—Entonces, comamos —decidió Mary Lou—. Me he saltado el almuerzo.
—Tienes que comer por dos, querida, y saltarse el almuerzo ha sido una tontería. Mira, aunque las cosas cambien, sigo siendo tu madre, así que llama al camarero, Sam, y pediremos la cena. Éste es el punto esencial. Ni la mejor filosofía es capaz de llenar un estómago vacío.
—En eso también estoy de acuerdo —concluyó Sam.