Capítulo X

El billete de Barbara era para la línea San Francisco-Los Ángeles en «United Airlines». En Los Ángeles debería hacer transbordo a «Taca Airlines», que la llevaría a El Salvador. Había llevado consigo un ejemplar del su primera novela, A la deriva, con la sensación de que cualquier cosa que pudiera añadir a su acreditación por el Morning World sería útil. Ya habían pasado más de treinta años desde su publicación y pensó que sería bueno repasarlo.

Recordaba con claridad la última vez que había leído el libro, veinticinco años atrás, esperando en una habitación de hotel, en Beverly Hills, a que Carson la recogiese para ir a cenar. Era un día de invierno, la lluvia caía a raudales para acoplarse a su estado de ánimo. Aquel mismo día le habían comunicado que el guión de A la deriva, en el que tanto había trabajado, quedaba modificado, ya que otro autor contratado reharía la obra original. Carson la había rescatado de su posterior frustración.

Cerró el libro y se perdió en sus pensamientos mientras el avión ganaba altura. Un hombre gordito, de sonrosadas mejillas, con gafas de aro dorado, sentado a su lado, suspiró.

—No es el subir ni el bajar —comentó—, estar en el aire es lo que me aterra.

Barbara se encogió de hombros y le contestó que ella no pensaba ni en uno ni otro sentido. Carson se hallaba en su mente, ahora y en el pasado. No deseaba ser distraída de sus recuerdos; pero, unos minutos más tarde, al darse cuenta de la frialdad de su respuesta, miró al gordito y le dijo que había volado tanto que no había tenido más remedio que adoptar una sensación de indiferencia.

—Yo he volado miles de kilómetros —contestó el rubicundo hombre—, pero nunca he llegado a la indiferencia. Me llamo Bill Donovan.

Barbara asintió, sin dar su nombre ni responder.

—Si quiere que me calle, dígalo. Cerraré el pico.

—No, perdone si le he dado esa impresión. —Señaló el libro que reposaba en su regazo—. Mi apellido…, Lavette.

—Muy interesante. Seguro que a la verdadera Lavette no le importará.

—Si usted no se lo dice…

—Délo por hecho. Y usted, Miss Lavette, ya que supongo que no escribe libros, ¿a qué se dedica?

—Bueno, como ciudadana de la tercera edad —repuso ella—, no es que se me permita mucho. La verdad…, llevo cosméticos.

Ya comenzaba a sentirse fastidiada. No tenía ganas de hablar con nadie, y menos con aquel gordito. Deseaba pensar, meditar a dónde iba, si tenía sentido, y lo que podría hacer para obtener algún artículo aprovechable sobre El Salvador.

—Cosméticos. Es una forma de cambiar las cosas, ¿no? Casi estamos en la misma línea.

—¿Cosméticos? —preguntó ella con indiferencia.

—No, señora. Cosméticos no…, pistolas. Pero el fin viene a ser el mismo. Cambia el modo de ver las cosas.

—¿Qué ha dicho?

—Carajo, no hay por qué asombrarse. Usted vende cosméticos, yo armas…, grandes y pequeñas, munición, tanques…, aviones no. Es otro campo y tampoco sé si me gustaría.

—Perdone, pero me da la impresión de que tengo razones para mostrarme sorprendida. Nunca me había encontrado con un vendedor de armas.

—Cielos, pues somos un montón. No nos anunciamos, claro. No hacemos publicidad en la televisión, pero al menos hay una docena de revistas comerciales dedicadas a nuestro mercado. Dígame, Miss Lavette, englobando el mundo, no un país ni otro, sino el mundo, ¿cuál diría que es la mayor industria?

—La agricultura, por supuesto.

—Por supuesto. ¿Y la segunda?

—No. Me niego a creerlo.

—Será mejor que lo crea —replicó Mr. Donovan de forma apacible—. Demos gracias a Betsy, ¿ha pensado alguna vez cuantos rifles, carabinas, granadas, existen en el planeta Tierra?

—No, nunca.

—Más de dos mil millones… Y no para todo ahí; miles más surgen a diario. Dios sabe que no quiero asustarla, pero ¿no le parece que si hay un producto de mucha demanda, necesita quien lo compre y venda?

—Claro, parece lógico —admitió Barbara—. ¿Y ahora qué lleva entre manos, compra o venta?

—Debo decirle, señora, que me siento muy complacido de que usted no sea uno de esos ciudadanos mejores que nadie que se llevan las manos a la cabeza horrorizados. Verá, yo no hago las cosas, sólo las manejo un poco, y, en cuanto a su pregunta, vendo. Uno no viaja hasta el sur de la frontera con los Estados Unidos para comprar. No, señor. Sólo para vender.

Muy interesada, Barbara quiso saber si era ilegal o no.

—En absoluto. Bueno, supongo que si intentara sacar mercancía del país, tal y como hace el IRA, infringiría la ley. Pero yo no vendo a lugares como Irlanda del Norte, ni a los afganos ni a las guerrillas. No, señora. Yo hago negocios con Gobiernos legalmente establecidos. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que cuando se produce una gran masacre, como algunas veces en África, Sudamérica, Vietnam, Indonesia o Camboya, reúnen cien o doscientas mil piezas de pequeño armamento, y si no son iguales no las quieren? Lo mismo sucede si un país compra un nuevo modelo. ¿Qué hacen con el anterior? El departamento de Policía de Nueva York destruye unas cincuenta mil armas de pequeño calibre cada año. Es un despilfarro. Este material podría venderse a buen precio. ¿Sabe?, solía trabajar con el Pentágono, en este mismo campo, pero era demasiado limitado.

—¿Por qué diablos querría el Pentágono vender armas? —preguntó Barbara—. El lamento de cada año es que no tienen las suficientes.

—Ése es su problema, ¿no? Si quieren mendigar, deben tener sus razones. Lo único que sé es que vendía veinte, treinta millones anuales, y yo era un peón solamente, había muchos otros.

—Pero ¿a quién?

—A cualquiera que pudiera sacar provecho: Corea del Sur, Pakistán, Marruecos, Chile, Bolivia…, ponga el nombre que quiera. Y yo estaba allí, vendiendo millones por un salario de cuarenta y siete mil al año. Ése fue el motivo de que me estableciera por mi cuenta. Como es lógico, no trato con el IRA o la OLP…, demasíado peligroso. Pero, aparte de asuntos demasiado arriesgados, no tengo prejuicios políticos y, si llega el caso, puedo vender al Pentágono a bajo precio si tengo la mercancía. Todo lo que necesito es un tres por ciento. Da como resultado treinta mil sobre un millón, y he conseguido colocar veinte millones en un año. Eso, señora, es dinero de verdad.

Durante unos minutos, Barbara no contestó. Después, fue incapaz de resistir la tentación.

—Mr. Donovan, ¿sabe su madre cómo se gana la vida? —preguntó.

No le causó la menor impresión.

—Mi madre hace quince años que murió —replicó él, casi complacido de que la dama sentada a su lado se interesara por su madre.

En Los Ángeles, Mr. Donovan desapareció, y Barbara cambió a «Taca Airlines». Era un avión pequeño, un «737», pero limpio y en buenas condiciones al parecer. Le había parecido que volvería a encontrarse con Mr. Donovan, pero éste había encaminado sus pasos hacia otra parte, cruzándose en la vida con Barbara como un extraño presagio semiburlón. Lo recordaría con un escalofrío: un hombre gordo, sin sentido del humor, decidido a subrayar la mediocridad del mal.

El oficial de la «Taca» que miró sus credenciales y pasaporte se mostró muy educado, inclinándose para ser amable.

—El primer corresponsal de Los Angeles Morning World. Es estupendo. Nosotros pensamos que, de todos los Estados, California es el más parecido a nuestro hermoso país.

Se calló antes de insinuar lo que ella podría escribir de su hermoso país.

En el avión, donde era la única mujer, se encontró sentada al lado de un hombre muy elegante y bien parecido, de unos cincuenta años, de cabello negro con ligeros toques de gris y que lucía un gran bigote. Su traje de seda italiana marrón debía costar más de mil dólares en las tiendas de Rodeo Drive. Se presentó como Raúl Regana, indicando que había permanecido en Los Ángeles durante cuatro semanas, por negocios, y que regresaba a casa.

—¿A San Salvador?

—Bien, sí. Vivo en San Salvador y me dirijo allí, pero el aeropuerto está a sesenta y cinco kilómetros, digamos que a unas cuarenta millas, de San Salvador. Se construyó en 1978…, el viejo aeropuerto era una desgracia…, pero fue ubicado lejos de la ciudad por unos hombres con buena visión del progreso. En cierto modo, esta visión de futuro es el azote de nuestro pequeño país, ese deseo ardiente por el progreso, algunas veces tan apasionado, que va más allá del espíritu práctico. Las playas cercanas al aeropuerto son magníficas, el agua que las baña está como mínimo, con diez grados más caliente que en Califoria del Sur, y se han edificado varios hoteles. Por desgracia, no están llenos. Como dicen los irlandeses, son tiempos turbulentos. ¿Pertenece usted a la Cruz Roja? —preguntó.

—Oh, no. Soy corresponsal de Los Angeles Morning.

—¿De verdad? Me daba la impresión de que…

No terminó la frase.

—… enviarían a alguien más joven —la acabó Barbara.

—Perdone. Le pido mil disculpas.

—No se preocupe. Una de las ventajas de mi edad es que puedo iniciar una conversación con cualquier hombre; en cambio, una mujer joven y bonita debería asumir los riesgos. Hace años que soy escritora y corresponsal; de hecho, mi primera misión se remonta a antes de la Segunda Guerra Mundial. Me llamo Barbara Lavette y odio permanecer, durante los vuelos largos, sentada junto a un extraño sin intercambiar palabra.

—Pues no tendremos un viaje silencioso.

Hizo una seña a la azafata, que parecía conocerle.

—¿Puedo invitarla a champaña?

—Basta cualquier vino blanco.

—Yo tomaré un Manhattan —dijo él.

Aquello hizo que Barbara confirmara su impresión de que no era un simple habitante de una infeliz república bananera, sino un ciudadano sofisticado y de mundo, viajero internacional.

—¿No siente inquietud por volver a casa? —inquirió Barbara.

—Ah, aquí tenemos la voz de alguien cuyo conocimiento de mi país procede de la propaganda.

—No del todo. He leído bastante…, Anderson, Penny Lernoux, Richard Millet…

—Sí. Partidistas. Muy tendenciosos. La influencia Maryknoll[11].

—¿De verdad? —Barbara, en situaciones semejantes, nunca entablaba discusiones. Éstas no servían de nada, sólo proporcionaban satisfacción personal, y, peor aún, había aprendido tiempo atrás, cortaban una fuente de información.

—Nunca lo hubiera creído.

—Pues debe hacerlo, si es que quiere escribir la verdad. ¿Me permite una pregunta personal? ¿Es usted católica?

—Bueno, eso sí que es ir a la raíz de las cosas, ¿verdad? Supongo que usted tiene algún buen motivo para preguntarlo. ¿Algo más que curiosidad?

—Mucho más, Miss Lavette, créame.

—No, no soy católica. No es que sea muy religiosa, pero nací y me crié como episcopaliana.

—Lo pregunto porque muchos católicos tienen ideas extrañas sin ser católicas en el verdadero sentido de la palabra. Se han metido el comunismo en el cuerpo en lugar del Santísimo. Maryknoll. Usted nunca verá El Salvador tal como es si presta oído a los de Maryknoll. No son católicos, son un engendro que…

—¿Por eso mataron a las monjas? —preguntó Barbara—. ¿Es eso lo que me está diciendo?

—Nunca, nunca se habían contado tantas falsedades como en aquel accidente.

—Sí, e imagino que el asesinato del padre Grande y la ocupación de su iglesia también se trató de un accidente.

—Era un cura desviado, un comunista.

—Ya. Lo supongo, pero después ocuparon su iglesia y la convirtieron en una pocilga. El arzobispo Romero intentó entrar en la iglesia y, aunque insistió en que sólo quería rescatar la Hostia Consagrada, no le dejaron pasar. A continuación, convenció al capellán de la Guardia Nacional para que fuese a buscarla, pero los soldados no se lo permitieron y le obligaron a contemplar cómo destruían el tabernáculo a tiros y enterraban la Sagrada Forma en la inmundicia del suelo.

—¿Y cree usted todo eso?

—¿No debería hacerlo? —preguntó ella—. Quiero decir que una lee estas cosas y no sabe si creerlo o no. Consideremos el asesinato del arzobispo Romero, ¿guardaba alguna relación?

Regana la observó con perspicacia. No era ningún tonto, comprendió Barbara; no le había engañado. La estaba catalogando y tal vez ella había exagerado al referirse al incidente.

—Se cree lo que los comunistas predican y se termina siendo un instrumento suyo.

«No más intentos», se dijo Barbara con seriedad. Ya había dado demasiadas planchas y había hablado con exceso. Aquel hombre debía conocerlo todo sobre su país y ella, aparte de lo que había leído y oído, no sabía nada. Estaba dotada para hacer de abogado del diablo, pero no para acusar.

—¿Qué tal otra copa? —preguntó él con toda gentileza.

—Me agradaría. Sí.

No volvió a hacer referencia a monjas violadas ni a sacerdotes asesinados y, poco a poco, la conversación fue decayendo. Todas sus indirectas tentativas para descubrir qué tipo de negocios le habían llevado a Los Ángeles cayeron en saco roto y se abstuvo de presionarle. Enfrascada en sus pensamientos, inventó una historia que detallaba la esencia de sus dos encuentros ese mismo día, primero con el vendedor de armamento y luego con aquel escalofriante proveedor de un nuevo tipo de catolicismo, en el que sacerdotes y monjas eran asesinados, y cuyas sentencias de muerte se basaban en su negativa a limitar las prácticas de su religión a los ricos. Resultaría un relato interesante, y aún no había puesto los pies en El Salvador. Mientras el artículo cobraba forma, ella sintió una punzada de miedo. Hasta aquel momento, había estado en una especie de limbo, su ánimo exaltado por el hecho de que había sido aceptada de nuevo en el mundo real, donde la gente trabajaba y era pagada por su talento. En parte le había devuelto la juventud, y sus achaques y penas se habían desvanecido en la excitación del nuevo proyecto. Hasta ese momento, no había sentido miedo.

Ahora lo tenía y, bajo forma de calambre intestinal, no la abandonó cuando el avión aterrizó y rodó frente a la fantástica estructura de cristal y aluminio anodizado que mostraba las «grandes vistas» de El Salvador del siglo XXI. Tampoco le pasó por alto que aquel aeropuerto, tan superior a muchos de los estadounidenses, se había construido con el dinero de los impuestos de los ciudadanos de Estados Unidos. «De pesadilla —se dijo para sí—. Soy Alicia en Loquilandia, y aún no he bajado de este pequeño avión estúpido».

Regana se despidió de ella con galantería.

—Ha sido un placer, señora. Volveremos a vernos, estoy seguro.

Clifford Abrahams, descrito por Carson, se encontraba esperándola en el aeropuerto y era fácilmente reconocible: un hombre muy alto, delgadísimo, con cabello castaño y ojos azul celeste, vistiendo un traje de algodón color canela, bastante arrugado. Se presentó con el impecable acento de la clase alta británica, y cogió la maleta de Barbara.

—¿No ha traído máquina de escribir, Miss Lavette?

La condujo hasta el mostrador de inmigración, donde un grupo de hombres en traje de camuflaje y con subfusiles estudiaban con gran detenimiento a todos los que iban descendiendo del avión. Algunos más, en uniforme normal, estaban repartidos por los alrededores de la terminal.

—Bien venida y encantado de conocerla —proseguía Abrahams—. Intente no prestar atención a los matones locales.

—Si no hubiese estado aquí para recibirme, Mr. Abrahams, me parece que hubiera dado la vuelta y habría corrido a meterme en el primer avión que regresara. Este lugar me produce un miedo infernal.

—Normal. El miedo aquí es como la contaminación en Los Ángeles o la niebla en Londres, endémico.

—¿Sí? Vaya, eso me tranquiliza. No, no he traído máquina de escribir, ya que no cubro la información. Haré una serie de artículos cuando vuelva a casa. Tomaré notas a mano. ¿Por qué tantos soldados? ¿Esperan algo?

—Oh, no. Esto es lo normal…, hacen juego con el entorno. No voy a intentar engañarla, Miss Lavette. Carson me dijo que usted sabe lo que hace. Nada es muy agradable aquí. Presente las credenciales.

Miraron su pasaporte detenidamente. Ni sonrisas, ni una señal de bienvenida. Después de haber sellado las credenciales, registraron la maleta, separando todas las prendas. Luego, solicitaron ver el contenido de su bolso. Barbara inquirió a Abrahams con la mirada y el asintió. Vaciaron el bolso de cuero que había comprado para el viaje; una vez observado lo que llevaba en él, devolvieron las pertenencias al interior y se lo entregaron a Barbara.

—Muchas gracias[12] —dijo ella en tono áspero.

—Buen acento —comentó Abrahams ya lejos del mostrador—. ¿Habla español?

—Sí.

—¿Buen español? ¿Con fluidez?

—Bastante. ¿Por qué?

—No lo hable. Con ningún oficial. Eso le proporcionará una ventaja inapreciable a usted. Ellos hablan entre sí, partiendo de la base de que no les entendemos. Yo estoy aquí hace demasiado tiempo para que se lo traguen, pero usted sí puede. Por cierto, ¿habló con el hermano Regana en español? La he visto despidiéndose de él.

—Estaba sentado a mi lado en el avión. No, no hablamos en español. Su inglés es excelente.

—Estupendo.

—¿Quién es? ¿Lo conoce?

—No es santo de mi devoción, pero le he entrevistado —dijo, bajando el tono de la voz—. Es un hijo de perra. Se dice que manda los escuadrones de la muerte. De uniforme, es el coronel Regana y hay personas que aseguran haberle visto más de mil muescas en su revólver, campesinos, mujeres, niños, liberales, reformistas…, todo lo que usted quiera. Le llaman el carnicero de Morazán, que ahora es territorio de la guerrilla. Nació aquí, en la pobreza, y ha ido escalando posiciones hasta ocupar la que disfruta ahora. Un ejemplo conmovedor para los niños.

—Yo los regañaría.

—¿No le habrá dicho nada…, como no aprobar la violación y asesinato de monjas?

—Lo he hecho.

Abrahams lanzó un hondo suspiro.

—Creo que te llamaré Barbara. Tú a mí Cliff.

—Intimar antes de morir, ¿no es eso?

—Vamos, querida. Voy a ser tu guardián durante tres semanas. Carson me dijo que me cazaría y me aniquilaría si te ocurría algo. Y lo haría. A propósito, no quiero ser indiscreto, pero ¿estuvisteis casados?

—Hace mucho tiempo.

—Perdóname por curiosear. Carson es un buen tipo y sentía curiosidad por ver a la dama que había sido su esposa. Supongo que prefieres que dejemos este tema.

—Lo prefiero, sí.

La nueva carretera que conducía a San Salvador discurría hacia el Norte desde los fantasmales complejos turísticos playeros, creados y planeados por los jefes locales…, o asesinos, o tiranos, o líderes venerados, según las circunstancias, a fin de competir con las Bahamas o Jamaica, pero como El Salvador sería el último lugar de la Tierra al que una persona en su sano juicio iría de vacaciones, estaba casi todo vacío. La carretera se adentró después entre áridas colinas, como las de California en verano. Otros coches circulaban también, aunque ninguno de recreo, y la mayor parte eran variantes de transporte militar: grandes furgonetas dotadas de ametralladoras con paneles blindados, pequeños camiones sin ventanas, de aspecto siniestro, y un semi-oruga que había pertenecido al ejército de los Estados Unidos y que tenía el distintivo borrado. También eran visibles soldados a lo largo del arcén, unos sentados, comiendo y bebiendo, otros marchando, y el resto observando los coches que pasaban. Los cuerpos de dos hombres aparecían tendidos en el terraplén y estaban siendo devorados por águilas ratoneras, tantas y tan hambrientas que se daban empellones unas a otras para alcanzar la carne humana.

—Me parece que voy a vomitar —dijo Barbara.

—Avisa con tiempo. Me detendré a un lado de la carretera.

—No quiero vomitar, no deseo pararme en este lugar.

Iban en un jeep «Toyota», que Abrahams dijo haber comprado pocos meses atrás, muy barato, a un comerciante de El Salvador.

—Los vehículos llegan del Japón y los comerciantes locales los compran con el dinero de ayuda de los Estados Unidos. Quieren negocio rápido y los venden a buen precio.

—¿Cómo consiguen los vendedores de coches el dinero de ayuda?

—No son vendedores de coches, cariño. Bendita seas, no. Son coroneles y generales con avidez por el dólar fácil y se aseguran, como patriotas que son, de que el dinero no sea para comprar comida para los niños, que si crecieran podrían convertirse en comunistas. ¿No te has traído por casualidad un ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas?

—Tú no crees en Dios, ¿verdad?

—Eso no viene a cuento…, ¿o establece un punto? Deberías recordar las palabras de Alicia cuando dice que un caballero no hace preguntas personales, y ésta lo es bastante, ¿no? Bien, en cierto modo. Me refiero a Dios y todo eso. Yo le dedico algún pensamiento de vez en cuando, mas no son cosas de las que se hablen.

—No, pero durante un momento he tenido una imagen clara del Anciano de ahí arriba, con la cabeza entre las manos, llorando por la forma en que sus hijos lo estropean todo y van de mal en peor. Me dedico a este oficio desde los años treinta. Pensábamos que, al terminar con Hitler, los chicos malos se habrían acabado.

—Sería un mundo aburrido si ellos no existieran.

—Supongo que sí —admitió Barbara—. Supondría un problema vivir sin terror. Cliff, ¿por qué piensas que estoy tan alarmada? En 1939 la Gestapo me detuvo y no estaba tan asustada como lo estoy ahora. ¿El que ahora sea vieja es lo que cambia las cosas?

—Deja a un lado eso de vieja, Barbara. Incluso en Alemania, uno tenía la sensación de que vivía en el siglo XX y que ciertos detalles de civilización aún permanecían, al menos si no eras judío. Aquí, esa impresión no existe. Un país civilizado no deja cadáveres retirados a un lado de la carretera para que las aves de presa los hagan pedazos, mientras furgones militares van arriba y abajo sin dedicarles una mirada. Esto toca las fibras más sensibles.

—Pero ¿no lo saben en mi país? ¿No tienen idea alguna?

—Es tu campo, querida, no el mío. Supongo que sí y no, y están un poco chiflados por ese asunto del comunismo. Intentan creer que estos malditos asesinos luchan contra el comunismo. No lo hacen, ya lo sabes. Matan a cualquiera que les moleste, es así de sencillo.

«Es un inicio muy aleccionador», pensó Barbara. Y nadie más que ella tenía la culpa. Había querido ir allí utilizando y obligando a Carson para que la enviara. Razonó que aunque hubiera forzado a Carson, nadie más que ella saldría perjudicada, pero esa idea tampoco mejoraba las cosas.

—Vamos al «San Salvador Sheraton». Es un hotel nuevo, bastante bueno y limpio. He reservado una suite para ti —dijo Abrahams, casi en tono de disculpa—. Cuesta unos dólares más, pero Carson puede pagarlo y tú necesitas un lugar para escribir.

—Si Carson no puede pagarlo, yo sí.

—Muy bien. Estarás aquí unas semanas, así que compra cualquier comodidad que puedas.

—¿Las hay?

—Puedes apostar lo que quieras a que sí. Como en Saigón. Cuando los soldados estadounidenses estaban allí, se podía comprar desde un «Cadillac» a un ordenador. Aquí todavía no hay muchas tropas yanquis, pero los comestibles y la loción para después del afeitado llegan siempre primero.

Ya era oscuro cuando llegaron a San Salvador y las primeras impresiones de Barbara se limitaron a la visión de farolas encendidas, música a todo volumen y lo que parecían ser grandes y lujosas mansiones. Un paisaje que, por algún motivo, le recordó el tiempo que había pasado en Savannah, Georgia.

—La mejor parte de la ciudad —le comunicó Abrahams—. Mañana visitaremos otros lugares.

Cuando el hotel «Sheraton» se hizo visible, como una mole de cristal resplandeciente, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Se veía gente en las calles y la música provenía ahora del hotel. Eso la tranquilizó. Ahuyentaba los demonios imaginarios ocultos en las sombras. Entraron en el aparcamiento del hotel, donde dos chicos se abalanzaron sobre la maleta de Barbara.

—¡Nada que hacer, no trabajo aquí! —espetó Abrahams en mal español—. No son ladrones —le explicó a ella—. Es debido a la miseria que impera aquí. Mejor no arriesgarse a dejarles la maleta. De todas formas, no pesa casi nada.

Al parecer, la pobreza quedaba en el aparcamiento del «Sheraton», ya que al lado del jeep de Abrahams había aparcados dos «Mercedes», un «Cadillac» y un«Rolls Royce». Yendo hacia el hotel, Barbara notó la presencia de dos hombres uniformados, con los trajes tan bien cortados que le hicieron pensar en las películas de Hollywood, donde aparecían hombres de la SS con uniformes perfectamente atildados, llenos de galones dorados en este caso. Obviamente eran oficiales. Uno de ellos llevaba una pistola al cinto, el otro un subfusil.

—No los mires —susurró Abrahams—. Por Dios, Barbara, no los mires.

—Sí, claro. Se me hubieran podido llevar a cualquier parte cuando era una niña.

—No bromees con estas cosas.

—Cliff, cuando se deja de bromear…, oh, qué caramba…, cuando estés en el infierno, procede igual que los diablos.

Abrahams se encogió de hombros. Se acercaron a recepción y, de pronto, el encargado, un hombre delgado con la cara llena de granos, quedó boquiabierto y desapareció por una puerta que había a sus espaldas. Cliff y Barbara se volvieron al unísono para saber el motivo de su extraño comportamiento y allí, a pocos pasos de ellos, estaban los dos oficiales del Ejército que habían visto en el aparcamiento, acompañados ahora por un hombre vestido de civil y dos soldados, ambos provistos de lo que Barbara supo después eran «Ingram» calibre 45. Se movieron con calma hacia el salón de donde la música llegaba, el restaurante, y, entonces, de golpe, abrieron la puerta doble que separaba el restaurante del vestíbulo.

Sin pensarlo, Barbara avanzó unos pasos para alcanzarles con la vista. Cliff Abrahams se puso a su lado y la sujetó por el brazo.

—¡Mantente al margen, maldita sea!

Pero pudieron verles. Caminaron por el restaurante, se detuvieron frente a una mesa donde tres hombres estaban cenando y, sin vacilar ni mediar palabra, abrieron fuego hasta que los tres hombres quedaron acribillados. Luego, con la misma calma y lentitud con que habían entrado, dieron media vuelta y se marcharon.

Cliff Abrahams agarró el brazo de Barbara con fuerza.

—Tranquila, mujer, tranquila. No te muevas con brusquedad. Intentemos alejarnos de cualquier posible línea de fuego y veremos qué pasa.

A continuación, el caos. Primero, un revuelo dentro del comedor para apartarse de la mesa cubierta de sangre. Uno de los tres hombres permanecía inmóvil echado encima de la mesa, los otros dos estaban caídos en el suelo; esa escena iba acompañada de gritos y llantos. Después, la gente comenzó a avanzar, poco a poco, para contemplar aquella carnicería. El horror era insportable. Finalmente, hombres uniformados entraron en el hotel.

—Policía —anunció Abrahams—. Calma. Tal vez hagan preguntas. En tal caso, les contestas en inglés, no en español, ¿lo entiendes?, tú no hablas español…, apenas un par de palabras. No hemos visto nada. No sabemos quién entró y salió del comedor porque no hemos visto nada, por ahora no. Más tarde, cuando nos hagamos una composición del lugar, podremos rectificar nuestra postura. Por ahora es una espantosa tragedia. —La miró con gentileza—. ¿Te encuentras bien, amiga mía?

Barbara asintió.

—Estoy bien.

—Conozco al encargado de recepción. Puedo llevarte a tu habitación. Haz una siesta.

—Nada de eso, estoy perfectamente. Ahora, realiza tu trabajo. Yo iré detrás.

Siguiendo a Abrahams, Barbara se abrió paso entre la gente que rodeaba los cadáveres. La muchedumbre se iba incrementando con rapidez: clientes, trabajadores del hotel, Policía, oficiales del Ejército, el director del hotel. Fuera, en la calle, coches con sirena se acercaban, había voces que gritaban y se produjeron algunos disparos aislados.

Abrahams salió del círculo de gente y Barbara fue tras él. Ambos llegaron a un extremo del comedor donde uno de los camareros, inmóvil, con la espalda contra la pared, miraba fijamente al vacío.

—Terrible. Es terrible —dijo Abrahams en español—. Un asunto tremendo, Angelo.

—No he visto nada —contestó Angelo—. Nada. Estaba mirando hacia el otro lado.

—Esta dama es de confianza —le aseguró Abrahams—. Respondo de ella con mi vida.

—¿Es judía?

—Por supuesto.

Angelo suspió profundamente.

—Usted les conoce, señor.

—Sí. Pero ¿quién era el civil?

—Come aquí algunas veces. Se llama Fritz Oberman. Él no disparó. Les llevó hasta la mesa, hizo un gesto así, de asentimiento, con la cabeza y el tiroteo empezó.

Un policía se acercaba hacia ellos y, al darse cuenta, Angelo levantó la voz.

—¡Ya le he dicho que no sé nada —gritó—, yo estaba en la cocina!

Giró sobre sus talones y entró en la cocina. El policía miró a Abrahams y a Barbara de forma inquisidora.

—Soy corresponsal: de «Reuters». Ella estaba aquí para Los Angeles World.

Abrahams no estaba muy fuerte en los tiempos de los verbos, pero el policía, al parecer, le había entendido.

—Es muy confuso —dijo—. Yo no escribiría nada aún.

—¿Quiénes son los muertos?

El policía se encogió de hombros.

—Cualquiera sabe.

—La señora acaba de llegar. Quiero registrarla.

El policía lo miró sin comprender y Barbara se dirigió a él en inglés.

—Tengo que presentarme en recepción. Acababa de llegar.

Abrahams sonrió, asintió y la acompañó al vestíbulo.

—¿Qué diablos era ese cuento? No soy judía.

—Angelo creció en un pueblecito de las montañas donde su padre tenía una pequeña tienda. Solía decir a la gente que era judío, ya que sólo un judío podía llevar un negocio como era debido. Angelo admiraba a su padre, que fue asesinado por los soldados en una de sus purgas. Piensa que soy judío debido a mi apellido y por eso confía en mí. Pero no soy judío, en caso de que lo estés pensando.

—No lo pensaba. ¿Qué hacemos aquí?

—Quería que firmaras y te dieran las llaves, pero, al parecer, es imposible. Lo haremos más tarde. Ahora, tengo que pasar por la oficina, si quieres puedes venir conmigo. Tal vez exista la posibilidad de enviar un telegrama.

—¿Te parece que podría enviar una crónica por teléfono?

—Es posible, pero Carson ya recogerá la crónica de agencia. Veamos qué pasa.

Nadie les cerró el paso mientras se dirigían al jeep. Abrahams llevaba la maleta de Barbara, a pesar de que el aparcamiento estaba lleno de soldados y gente de paisano. Una ambulancia acababa de detenerse frente al hotel, y un camión del Ejército, aparcado allí también, barría el cielo con su potente foco. La dantesca escena se veía culminada por dos corredores en pantalón corto y camiseta que habían interrumpido su actividad al observar la agitación del hotel y ahora se limitaban a corretear en círculo. Barbara observó que calzaba zapatillas americanas último modelo. Un hombre vestido de caqui hacía sonar el silbato una y otra vez, al tiempo que Abrahams maniobraba para salir del aparcamiento.

—Es demencial —comentó ella.

—Oh, sí, demencial de una forma viciosa. Todo es una locura: su Ejército, sus escuadrones de la muerte, la forma en que hacen desaparecer a las personas que les estorban… ¡Y tanto que es demencial! Da la impresión de ver el mundo como un museo de los horrores. ¿Por qué has venido, Barbara?

—Allí arriba me estaba muriendo; no me refiero a este tipo de muerte, sino a marchitarme, sentirme vacía e inútil. Pero no te preocupes de eso. ¿Quiénes eran aquellos hombres? ¿Los conocías?

—Sí, sé quiénes son…, y eso lo hace más incomprensible todavía. El más joven del grupo es un tipo llamado Alex Hellman, americano, al igual que Pete Roberts. Roberts es algo mayor, sobre los cuarenta, si no recuerdo mal. Tendré que verificarlo para mi crónica. Un individuo bastante decente es el tercero, Carmen Luis. Era el jefe de la oficina de Reforma Agraria. Ya sabes, la idea de parcelar los latifundios y repartirlos entre los campesinos… Un proyecto de sueño imposible de llevar a cabo con el Gobierno que ostenta el poder, pero un buen cebo político para los liberales del Congreso. Será un mal trago para ellos, pero los liberales parecen capaces de engullir cualquier cosa.

—Y los americanos, ¿quiénes son?

—Ésa es la parte extraña. Ambos trabajaban para el AFL-CIO[13]. Más precisamente en el departamento llamado Instituto para el Desarrollo Industrial. Nunca he entendido el cometido del Instituto en su país, pero, según parece, el AFL-CIO es un gran soporte de todas las guerras americanas. Siguieron la pista en Vietnam como sabuesos y aquí se han revelado incondicionales aliados de lo que eufemísticamente llaman Gobierno. Y ese tipo, el gordo de cabello cortado a cepillo, Fritz Oberman, va del brazo con los escuadrones de la muerte y también con el Gobierno. Todos son compañeros de viaje. Pete Roberts hacía su propia semblanza, haciéndose pasar como hombre destacado de la pandilla Regana, explicándonos lo magnífico que era el Gobierno local y lo malvados que eran los campesinos de la resistencia. El otro, Hellman, incluso defendía a los dementes como Fritz Oberman. Ahora resulta que Oberman lidera un grupo de asesinos que les envía a los tres al otro mundo. Éste es uno de los misterios que rodean el país.

—¿Por qué los han matado?

—Ajá, mi querida señora, ¿por qué? Hace mucho tiempo que yo no había hablado con ninguno de esos tipos. No me encandilan estos chicos del sindicato. Estoy seguro de que son tan corruptos como cualquiera, pero tal vez esos dos vieron la luz. Acaso se disponían a hacer sonar el pito, como decís los yanquis, y querían proclamar que es una piara de cerdos lo que gobierna este país. Este juicio no causa conmoción si viene de alguien como yo, pero si procede del campo Regana, es más problemático. ¿Quién sabe? Sólo son conjeturas. Le nombraré en mi crónica. Barbara Lavette se encontraba a mi lado en el momento del suceso. Esto tranquilizará a Carson.

—Preferiría dar mi versión.

—No sé. Dispongo de un testigo ocular…, ningún otro miembro de la Prensa estaba allí. Déjame reflexionar.

Las calles aparecían silenciosas, desiertas, iluminadas por la imparcial luz de la luna, cuando regresaban al hotel. Barbara no había podido dictar su artículo, no porque el servicio telegráfico se lo impidiera, sino debido a que después de la crónica enviada por Abrahams no había habido manera de establecer contacto, ya fuera por la aglomeración de llamadas, o bien porque las líneas hubieran sido bloqueadas de forma deliberada. A la una de la madrugada abandonaron, y Abrahams la devolvió al hotel. Aparte de un par de botones y del recepcionista, el vestíbulo se hallaba vacío, aunque se notaba actividad en el comedor. Las puertas de cristal estaban cerradas, pero Barbara pudo distinguir las siluetas de algunas mujeres que limpiaban el suelo donde había tenido lugar la masacre.

—Horrible, señor Abrahams —dijo el recepcionista—. Este tipo de cosas no debieran ocurrir en un buen hotel como el nuestro. Si tienen que suceder, uno espera que sea en un lugar apropiado.

Abrahams hizo constar su aprobación y presentó a Barbara. El hombre volvió el libro de registro hacia ella, moviendo la cabeza pesaroso.

—Le ruego que no crea que estas cosas se dan cada dos por tres. Disfrutará su estancia con nosotros.

—No lo dudo —contestó Barbara en español.

Finalmente, en la suite de dos habitaciones que Abrahams le había reservado, éste preguntó a Barbara por qué lo había hecho. Se le veía irritado.

—¿El qué?

—Oh, bien lo sabes. Hablar en español.

Ella se dejó caer en la cama con los brazos extendidos, suspirando con alivio.

—Ha sido un día muy largo, Cliff. He estado pensando sobre lo que me has comentado al respecto de los idiomas. Mis artilugios femeninos, si es que alguna vez los he tenido, se los ha llevado el tiempo, y ya es demasiado tarde para aprender a dar el golpe. El idioma es el único instrumento que tengo, y me encuentro perdida sin él. Estoy convencida de que tú sabes lo que es más conveniente aquí, pero no hay forma de que pueda salir de ésta con algo que valga la pena si no puedo hablar con libertad.

Abrahams se quedó pensativo durante unos momentos y después asintió.

—Como prefieras, pero, por lo que más quieras, sé precavida.

—Siempre.

—Mañana por la mañana tengo que hacer una entrevista complementaria a lo de esta noche…, si es que consigo saltar de la cama. Son las dos de la madrugada y debo marcharme pitando. ¿Qué tal si te paso a buscar para un almuerzo tardío, a eso de las dos? El horario de comidas se retrasa en este país.

—Cliff, has sido un encanto, pero no puedo acaparar tu tiempo.

—Barbara, me has venido como caída del cielo. No pienso tolerar disculpas y tu presencia me resulta muy grata. Por la mañana, si no quieres dormir más, puedes dar una vuelta por las calles y hacerte una idea de la atmósfera local. Ahora, que descanses.

Abrahams se marchó y Barbara echó el doble pestillo, bien o mal, se desnudó y se metió en la cama. Casi al instante estaba dormida.