Capítulo III
Arriba puso la fecha primero: 13 de julio de 1976.
Estaba en su casa de Green Street, sentada en el pequeño despacho.
Ésta es la primera vez en siete días, excepto para cambiarme de ropa para asistir al funeral de Joshua Levy, que he vuelto a mi casa de Green Street. Observo con algo de asombro que aquí nada ha cambiado; pero ¿por qué debería sorprenderme?, no lo sé. Nada cambia. Supongo que lo esperaba por haber visto a un hombre joven y vibrante convertido en un cadáver. Nadie dirá eso. Rodeamos a la muerte de eufemismos. Comentarán que pasó a mejor vida. Nadie mencionará, ni siquiera lo pensará, el hecho de que se cortó las venas en una bañera, donde yacía desnudo bajo el chorro de agua… Desnudo, creo, para así poder contemplar el muñón de su pierna izquierda con rabia, y bajo el agua para que ésta lavara su pecado y la sangre. Suponiendo que algo de esto sea cierto, ya que lo que él pensó nunca lo sabremos.
Rectifico. Creo que su madre lo sabía. Freddie intentó mantenernos a las dos fuera, pero Eloise dijo algo que significaba: «Freddie, maldita sea, apártate…», y lo expresó de una manera que él no pudo negarse. Cuando él alargó el brazo para detenerla, parecía saber que no podría evitarlo; entonces, ella entró en el baño y yo la seguí. Ni se desvaneció ni se puso histérica. Miró a su hijo durante un largo y terrible momento y después me preguntó, casi con ansia:
—¿Está muerto, Barbara?
Le contesté que sí.
Luego, se arrodilló y le besó la cara. No lloró hasta después, en el funeral. Adam, el padre de Joshua, sí lo hizo. Quedó destrozado aquella primera noche. Se abrazó a Eloise, no ella a él.
¡Qué poco conocemos a las personas! Eloise no pudo dormir aquella noche. Después de los primeros dos días, el doctor Milton Kellman, que ha atendido a los Sheldon, los Lavette y los Levys durante toda la vida y que es, prácticamente, el único médico de cabecera que queda en San Francisco, le recetó pildoras, pero ella las tiró anoche, diciéndome que los sueños resultaban peores que la realidad. Eloise y yo nos quedamos despiertas la mayor parte de la noche y hablamos. Reproduzco la conversación aquí, sobre todo, porque quiero recordar lo que me dijo. Eloise es una mujer extraordinaria, pero he llegado a la conclusión de que ser una mujer en este mundo es algo extraordinario.
—¿Sabes, Barbara —me dijo—, que en ciertos países árabes cosen la vagina a la mujer que ha cometido adulterio?
«¿A qué viene esto?», me pregunté. Seguí mirándola.
—Menciono esto —prosiguió Eloise—, porque la crueldad que los hombres emplean contra la mujer está más allá de mi entendimiento. Puedes pensar que me estoy comportando con mucha frialdad y control ante la muerte de mi hijo. Quería a Josh más que a nada en el mundo…
—Lo sé —contesté.
—Y, como pago, Josh me ha hecho…, y a Adam también…, la cosa más horrible que un hijo pueda hacer. Mi querido Joshua está muerto, pero yo viviré con este dolor el resto de mi vida.
—¡No lo hizo para causarte dolor! —grité.
—Oh, pero ha sido así. Él sabía lo que hacía. Yo comprendo que la vida se habla vuelto insoportable para él; pero también les resulta de esa forma a muchas personas y siguen viviendo. Lo hizo porque nos culpaba a Adam y a mí, de haberle traído a un mundo en el que Vietnam fuera posible. Nunca podremos entender eso. ¡No estuvimos allí y sólo quienes lo presenciaron pueden entenderlo!
Barbara leyó lo que había escrito. Al ser una escritora, consideraba que lo adecuado era poner las cosas sobre papel, y, muy a menudo, cuando algo estaba confuso en su mente, se había encontrado con que todo se clarificaba al verlo escrito. Ahora estaba escrito. Le pasó por la mente el recuerdo de cuando Eloise se casó con su hermano Tom, treinta y seis años atrás, y la recordó como era entonces, una muchacha esbelta con aspecto de niña de clase alta, de ojos azules y cabellos dorados. Entonces se llamaba Eloise Clawson, y los Clawson eran muy ricos, casi tanto como los Lavette; Barbara la había catalogado como una muñeca sin seso.
Ella lloraba con más facilidad que Eloise y, después de secarse los ojos, telefoneó a Tony Moretti.
—Me gustaría verte —dijo.
—Por supuesto. Sé lo que estás pasando. Era un sobrino, ¿verdad?
—No, pero muy allegado a mí.
—Aún estamos pagando esa estúpida guerra, ¿no?
—Supongo que podría definirse así.
—De acuerdo, Barbara. Mañana almorzaremos en «Gino's» y hablaremos.
—Mañana, no. Esta noche —replicó Barbara sin alterarse.
—Puede esperar. Soy un anciano, Barbara, ¿cómo le digo a mi esposa que a las diez de la noche voy a salir con una hermosa dama? ¿Va a creerme?
—Tony —contestó ella con frialdad—, no vuelvas a tratarme con condescendencia ni a decirme que soy una hermosa dama. Tengo sesenta y dos años; haces ese comentario porque soy una mujer. No hay un hombre de sesenta y dos años en el mundo al que hablarías así.
—Barbara, Barbara —dijo él en tono conciliador—. Te hablo como si fueras mi hija.
—Lo sé. No estoy enfadada contigo, Tony. Pero si espero hasta mañana, me olvidaré de lo que quiero decirte y es muy importante.
—¿Importante?
—Sí.
—Muy bien. Ya sé lo que sientes.
El coche se detuvo frente a su casa unos veinte minutos después. Tenía un largo y brillante «Cadillac» con chófer, y aquello atenuó su remordimiento al haberle arrastrado hasta allí a esas horas de la noche. Se había sentido muy furiosa, pero la ira no era un sentimiento al que Barbara se apegara con facilidad. Intentó mantenerlo ahora…: ira y objetividad.
Le cogió el abrigo e hizo que se sentara en un enorme y confortable sillón de cuero que contrastaba con la delicadeza de crin negra de su tresillo Victoriano. Moretti le sonrió con reconocimiento, mirando receloso la fragilidad del sofá y los silloncitos a juego.
—Es el tipo de sillón que le gustaba a Bernie, mi primer marido, un sillón para hombres sólidos.
No pudo evitar una sonrisa.
—Era un hombre con valor y distinción. Estás sufriendo mucho, Barbara. Sé que no eres católica, pero sí medio italiana. Intenta aceptar la voluntad de Dios.
—Ya. ¿Puedo ofrecerte una copa, Tony?
—Mis días de copas han pasado a la historia. Apenas un poco de vino tinto en las comidas.
—¿Qué tal un té?
—Estupendo.
Barbara le sirvió.
—Si no te quisiera, Tony —dijo—, me habría fastidiado muchísimo esa referencia tuya a Dios. ¿Fue la voluntad de Dios que Kennedy dispusiera de tiempo libre después de joder a su docena de mujeres cada día para empezar la guerra de Vietnam? No te sorprendas por mi lenguaje, Tony. Fui corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial y conviví con la tropa. ¿Fue la voluntad de Dios que un hijo de puta llamado Johnson la continuara hasta que setenta y cinco mil muchachos americanos fueran asesinados y otro medio millón heridos y enloquecidos? ¿Fue la voluntad de Dios que el inútil de Nixon saliese elegido para proseguir tal atrocidad? No vuelvas a mencionarme el nombre de Dios. Blasfemamos cada vez que esa palabra aparece en nuestros labios.
—No tienes ningún derecho a hablarme de esa forma, Barbara —dijo el anciano con voz cansada—. Me has hecho venir para decirme que no quieres la designación. Muy bien. Lo entiendo.
—No. No lo entiendes. No te he pedido que vinieras para eso. Es todo lo contrario. Quiero la designación.
—Entonces, ¿por qué, en nombre de Dios, me estás destrozando? Sé lo que ocurrió. Hago concesiones. El mundo es el mundo. ¿Deseas definir a los Kennedy como a un montón de mierda irlandesa…? Ése es tu punto de vista. Johnson, ¿quieres que siga con palabras malsonantes…?, bueno, que le den por el culo; pero intentó ser un Presidente. ¿Piensas que cualquiera puede hacerlo? El pueblo decide. Nixon era lo que ellos querían.
—De acuerdo, Tony. Lo ves a tu forma. Te acabo de decir que quiero la designación, pero las condiciones han cambiado si deseas dármela. Aquí están: vosotros vais a olvidar la guerra. Yo, no. Viviré el resto de mi vida con la imagen de un hermoso muchacho muerto en una bañera llena de agua ensangrentada, con un muñón que una vez fue su pierna y las muñecas cortadas. Voy a hablar sobre la guerra, porque el pasado es el futuro también. He aprendido eso. Hay un buen contingente de demócratas en la Cámara de Representantes y, si yo no me uno a ellos, no les agradaré. Quiero que lo sepas también. Hay armamento atómico suficiente para matar diez veces a la Humanidad. Tengo la intención de levantarles ampollas a todos sobre esto, y sobre el trato que se da a los ilegales, y también al respecto de las perforaciones costeras y a nuestra fraternidad con cualquier asquerosa dictadura que se nos ponga por delante. Por todo, Tony.
Él sorbió el té.
—Es mucho, Barbara —dijo.
—Tienes toda la razón.
—Me da la impresión de que me estás probando.
—Tony…, no. Esta noche tengo uno de mis momentos de locura, pero debía decírtelo.
—De acuerdo. Ahora, escúchame tú durante un momento. Esos hombres jóvenes del partido, treinta, treinta y cinco años viven en un mundo de computadoras, sondeos y empresa multinacionales, y dirán: «¿Cuánto pasará antes de que este estúpido anciano italiano abandone?». Pronto, pero cuando me marche habrá un montón de cosas que ellos nunca sabrán o comprenderán. No conocen su historia y eso es muy triste. Nosotros la hemos a aprendido. Hemos aprendido a proteger la política, pero también hemos aprendido historia, porque somos los hijos de los emigrantes, y amamos esta tierra. Una forma distinta de lo que ellos pueden entender al hablar de amor al país. Nosotros lo hemos aprendido. Hemos leido, estudiado. Aprendimos que una vez hubo un presidente de estos Estados Unidos que se llamaba John Quincy Adams, un granjero de Massachusetts. Vivió antes de la Primera Guerra Civil, cuando los Estados del Sur eran esclavistas. Adams fue elegido Presidente en mil novecientos veinticuatro. Estuvo en el poder durante cuatro años y luchó contra los propietarios de esclavos centímetro a centímetro. Después, Andrew Jackson ganó las elecciones y John Adams volvió a su casa, a su granja de Massachusetts. Pues bien, sus vecinos fueron a él y le dijeron: «Adams, queremos que te presentes para el Congreso». Lo hizo. Jamás había sucedido antes y nunca ha vuelto a suceder, pero John Quincy Adams regreso a Washington como congresista después de haber sido Presidente. Pero antes de presentar su candidatura, dijo a sus convecinos: «Me queréis votadme. Pero soy dueño de mí mismo y votaré en conciencia».
—¿Lo hizo? —preguntó Barbara.
—Oh, lo hizo, claro que sí. Y murió allí, en los pasillos del congreso, luchando contra los propietarios de esclavos.
Se produjo un largo silencio, mientras Barbara contemplaba al anciano. Él bebía su té a sorbos.
—Quieres le designación —dijo al ratito—, puedes tenerla. Sólo porque no podemos encontrar a nadie más que quiera presentarse. Es tuya. ¿Te importa que me vaya a casa, Barbara?
Se puso en pie y ella lo abrazó. Barbara lloraba, nada extraño por su parte. Una vez Moretti se hubo marchado, subió a su dormitorio y se observó en un espejo de cuerpo entero. Una mujer alta, metro setenta y cinco. Sus rasgos siempre habían sido un poco demasiado pronunciados para que la calificaran de hermosa; quedaba mejor descrita como una mujer atractiva. A pesar de que tenía algunas arrugas alrededor de los ojos y la boca, en alguna ocasión había notado que algunas cabezas se daban la vuelta a su paso. El cabello estaba entretejido de canas. No las ocultaría. El vientre era plano y los senos redondos y no deformados. «Qué suerte —pensó—. He sido afortunada, visto todo en conjunto. No más lágrimas…, no, por ahora».
Sonó el teléfono. La voz de Sam preguntando cómo se encontraba.
—Bien.
—Estaba preocupado. Ya sé tus sentimientos respecto a tía Eloise.
—Más exactamente, sabes mis sentimientos con respecto a Josh.
—Josh está muerto. Eloise, viva. Resulta diferente.
—Hubieras podido ser más atento, Sam. Ellos te hubieran querido allí. Necesitaban a la familia.
—¡Mamá, por favor, deja de regañarme!
¿Regañarle? ¿Le estaba regañando? Tenía treinta años.
—Entonces, no me grites —repuso molesta.
—Madre, madre —contestó él con dulzura—. ¿No lo comprendes? Me quedé el tiempo que pude después del funeral. No fue fácil. Tuve una pelea gratuita e interminable con Josh cuando decidió alistarse en los marines. También Freddie. Para él, éramos basura. Lo comprendí después, el bonito niño gordito con los ojos azules y el mismo cabello rubio pajizo que Eloise había tenido, con Freddie y yo dominándole y dejándole de lado. Era lo único que podía hacer que fuese más de lo que nosotros habíamos hecho. Tal y como él lo veía, lo único que podía proporcionarle ese maldito machismo que ha matado chicos desde el inicio de los tiempos; bien, lo único era Vietnam, y lo hizo. Intenté quedarme después del funeral…
—Sammy, no te estoy culpando.
—El divorcio ha llegado hoy —sonó su voz triste.
—Oh, lo siento. Pobre Sam.
—Pobre Carla, pobres ambos.
—¿Cómo está ella?
—Se siente a su aire, libre, lo disfruta. Se puede tener un divorcio amistoso.
—Sam, ¿has cenado?
—Mamá, no te preocupes por mí.
—No he comido en todo el día y ahora tengo hambre. ¿Me llevas a cenar? Tarde, y en algún sitio insensato…, ¿el «Fairmont»? ¿Sí?
—En marcha.
Se acicaló con todo cuidado para la cena. Existen la muerte y la vida y si una de ellas domina a la otra, no queda nada, absolutamente nada. Ella no estaba preparada para la nada. Por primera vez desde la muerte de Boyd, se sentía intensamente viva.
La campaña de Barbara para el Congreso no empezó hasta finales del verano. Durante las semanas que siguieron al mes de julio hizo el trabajo en casa, estudió los periódicos, leyó libros sobre la historia reciente del país y observó el dúo Carter-Mondale con el mayor interés. Aquélla no era, en cuanto a ella se refería, una repetición de 1970. La guerra de Vietnam había terminado. El asunto «Watergate» había ocurrido y el mezquino y gruñón rostro de Nixon desaparecido de escena. Ella era candidata y tenía intención de ganar. Cuando compareció ante el subcomité del partido para los nuevos candidatos, le hicieron unas pocas preguntas superficiales, cuestiones generalizadas sobre su respuesta a los principios que el partido defendía, y ya se disponían a felicitarla y a despedirla, cuando Barbara les dijo:
—Lo siento. No puedo marcharme de esta forma.
—¿De qué forma, Miss Lavette? —preguntó el presidente del Comité—. ¿Hemos pasado por alto algo de importancia?
—Todo —contestó ella con calma—. O bien están dispuestos a aceptarme con esta base tan endeble porque soy una mujer, o porque están convencidos de que no tengo la menor oportunidad de sacar adelante el distrito Cuarenta y ocho. Ambas razones resultan muy desagradables. ¿No creen que deberían saber lo que pienso de algunos asuntos específicos? ¿Y si suponemos que pudiera ganar en el Cuarenta y ocho?
El presidente era un hombre paciente.
—Es cierto, Miss Lavette, que hace seis años usted consiguió el mayor número de votos que nunca habíamos logrado en el Cuarenta y ocho; pero entonces se enfrentaba a una nulidad que ya estaba contra las cuerdas a causa de un asunto de evasión de impuestos. Terminó su período, hizo un trato, pagó a Hacienda y desapareció. En el setenta y dos, nuestro candidato consiguió trescientos veinte votos. No era la diferencia con su oponente. Se trataba de la cantidad total de votos. En el setenta y cuatro presentamos un nombre conocido. Apenas puso los pies en el distrito. Teníamos cosas más importantes y el hombre de los republicanos del setenta y dos seguía en la candidatura. Permita que le hable de él.
—No hace falta —repuso Barbara con frialdad—. Conozco a Alexander Holt. Formaba parte de la firma de abogados que representa a mi hermano Thomas Lavette.
Observó que se interesaban al mencionar el nombre de Tom. Era uno de la media docena de hombres más ricos de San Francisco.
—Mr. Holt es muy apuesto y brillante. Es viudo. Como ven, me ocupo de mis tareas. A la vista de la actitud de ustedes, supongo que se darían por satisfechos si hiciera por teléfono mi campaña para el Cuarenta y ocho.
Aquello levantó una carcajada que ella no buscaba. Al Ruddy, uno de los protegidos del anciano Moretti, a quien había conocido a través de éste y el cual, recordó, a Boyd le disgustaba profundamente, extendió los brazos y dijo:
—No creo que Miss Lavette tenga la intención de ser graciosa. Tony siente por ella el mayor respeto y si alguien en el área de la Bahía puede hacer un papel razonable en el Cuarenta y ocho, es ella.
Siguieron más palabras sin sentido. Cuando Moretti le preguntó cómo había ido todo, ella contestó:
—Muy bien, seguro. Por lo que he escuchado allí, si yo viviera en el distrito Cuarenta y ocho seguro que no votaría a los demócratas. Por cierto, me ven como a una anciana loca a la que alientas a ejercitar su vanidad.
Moretti movió la cabeza y suspiró. Barbara comprendió que no había mucho que él pudiera decirle.
Era una gran andadora; gracias a Dios por ello y por el hecho de que una mujer alta fuera perdonada por llevar calzado plano. En Maine Trotters, con una falda lisa y una blusa blanca, Barbara decidió que ya había rebasado los límites del distrito Cuarenta y ocho. Había mucho por hacer: alquilar una oficina y amueblarla para que sirviera de cuartel general, establecer un plan de trabajo, recaudación de fondos (un comité eficiente para conseguir dinero era esencial), haremos de audiencia, folletos, carteles. Había pasado una especie de ensayo seis años antes; ahora tenía que planearlo bien para hacerlo mejor y, tal y como estaba decidida, de distinta forma.
Aún era agosto, por lo general un mes fresco y agradable en el área de la Bahía, y Barbara tomó la determinación de hacer a pie algunas partes del distrito. Seis años atrás lo había recorrido en coche, pero seis años eran mucho tiempo, además de que muchas cosas pasan desapercibidas si se va en coche; sin embargo, se aprecian bien a pie.
Conocía muy bien la zona llamada Palisades y podía señalar al menos una docena de espléndidas casas en las que alguna vez había cenado o bailado. Había sido mucho tiempo atrás, tanto que dos de las casas aparecieron en su mente como lugares de fiestas juveniles. Las mansiones, construidas en desniveles excavados en la colina, permitían una magnífica vista de la bahía y, al precio actual, se valorarían en más de un millón de dólares. En la parte posterior, hermosas calles sombreadas por robles y pinos, alineaban casas menores que las que ofrecían vistas a la bahía, pero también eran de mucho precio, con un césped bien cuidado, hermosos parterres y recinto interior, palabra que implicaba campo de tenis, piscina y, muy a menudo, ambas cosas a la vez. Allí, la realidad quedaba lejos; aquel refugio de California le recordaba Beverly Hills.
Dos de aquellos inverosímiles centros comerciales definían la zona. Estaban construidos en estilo colonial hispano-californiano a todo lujo, con tejados rojos y grandes vigas de secoya. Un supermercado, que cualquier niño imaginativo y subalimentado jamás hubiera podido soñar, como centro de atracción y una serie de tiendas algo menos impresionantes, si bien capaces de satisfacer cualquier deseo, las mejores prendas de vestir para señora y caballero, muebles, medicamentos, artículos para el hogar, y cualquier cosa que se pudiera precisar, a fin de evitar a los residentes de la zona la molestia de mezclarse con los menos ricos. Pero, detrás de esa isla, había hileras y más hileras de casas, la mayoría de ellas desprovistas de parterres decorativos y de árboles que dieran sombra, con gente joven que luchaba por llegar a fin de mes, montones de niños y gran cantidad de atribuladas madres. Eran precisos sesenta o setenta mil dólares para comprar una casa de ese tipo, y por mucho que excedieran de la media de sus propietarios, había grandes hipotecas por pagar, niños que alimentar y vestir y esposas que también trabajaban para poder hacer frente a las facturas, o que rumiaban eternamente su malhumor.
A continuación, detrás de las casas, pero aún dentro del distrito, un barrio para alojar a los criados, los cocineros y los jardineros, los hombres y mujeres de tez oscura que trabajaban en los campos, que salían del distrito en camiones que les conducían a los viñedos y ranchos y después les conducían allí de vuelta, y sus hijos y las minipandillas, a imagen y semejanza de las áreas urbanas más extensas. Y, en el extremo del barrio, las casas de la comunidad negra, pequeñas construcciones rurales, algunas de ellas limpias y bien cuidadas, otras con las paredes desconchadas, rodeadas de maleza; niños jugando en calles sin asfaltar; los hombres trabajando en Oakland o en Berkeley, alguna otra zona de la bahía, o en el campo. No resultaba fácil; era complejo y confuso, y sólo se trataba de una de las pequeñas comunidades que sembraban el distrito. Mientras los días pasaban, Barbara aparcaba el coche en una u otra porte del distrito, seguía a pie (una señora alta con un bolso de cuero al hombro) y el problema del distrito Cuarenta y ocho se hizo cada vez más complicado y conflictivo para el Congreso.
Resultaba evidente que los pobres, la gente obrera y los profesionales jóvenes excedían a los ricos, y, sin embargo, el distrito era republicano de forma inamovible… Claro que ella lo había sacudido bastante seis años atrás. Aparentemente, la mayoría de chicanos y negros no votaban y, al parecer, estaban en situación de ser una amenaza para el resto del distrito. Había los suficientes para hacer que ella ganase, incluso para desplazar el margen si conseguía lo mismo que seis años antes. Pero ¿podría? Hacía seis años el Partido Republicano estaba en un momento histórico muy peculiar. Nixon ocupaba la Casa Blanca, una afrenta para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y decencia. El país padecía el horror de Vietnam y su oponente tenía mala reputación, era deshonesto y estaba a un paso de ser procesado. Ése era un año presidencial; Jerry Ford era, como mínimo, un ciudadano de buen aspecto, fotogénico, y el propio oponente de Barbara era un abogado distinguido, un hombre de experiencia y lo bastante bien parecido como para ser un astro maduro de serial televisivo. A ella le dio la impresión de degradarse concediendo tanta importancia al aspecto físico, pero las encuestas revelaban que era uno de los requisitos para la candidatura. Le resultaba difícil decirse que era tan atractiva como Alexander Holt…, o creerlo.
Bueno, todo podía ocurrir, debía competir en una carrera, y si Alexander Holt fuera el mismísimo Paul Newman, también tendría posibilidades de ser derrotado. Había estudiado su historia con suma atención, el hombre lo requería, ya que se trataba de un historiador extraordinariamente cuidadoso. Era uno de aquellos republicanos que se habían dado cuenta muy pronto de la terrible insensatez e inutilidad de la guerra en Vietnam y, durante sus cuatro años en el Congreso, su estrategia había sido perfecta, bajo el punto de vista de Barbara. Había equilibrado su oposición a la guerra con una firme postura contra el aborto, hasta el punto de ser el primer congresista que había solicitado la interrupción de la ayuda exterior al los países que permitían el aborto libre. Aquélla era una postura insostenible y estúpida, pero lo había afianzado en las filas conservadoras. Propugnaba una ley de inmigración estricta, en relación al cancelar de un plumazo a toda la colectividad mexicana, y era un antiguo e íntimo amigo de Ronald Reagan, en cuya administración había trabajado cuando era gobernador de California. Había presionado por una mayor participación de la industria privada en el desarrollo de los terrenos federales y, si bien no se había declarado abiertamente en contra de los programas, esquivaba el voto que pudiera favorecerlos.
Barbara pensó en Alexander Holt mientras exploraba el distrito Cuarenta y ocho. En California, un distrito congresual podía ser tan grande e incluso mayor que ciertos Estados del Este, y aunque el Cuarenta y ocho no era el más grande, tampoco era de los pequeños. Se componía de cuatro ciudades independientes, sin contar las franjas de los extrarradios. Al alejarse de lo que ella había pensado que era todo el distrito, Barbara se asombró, y en cierto modo lamentó descubrir, que había una parte de él en la que no había puesto los pies, ya que ignoraba su existencia. En el curso de su inspección, llegó a una zona peor aún que el barrio cercano a la bahía. Un camino de tierra amarillenta discurría entre barracas construidas de cualquier cosa que pudiera encontrarse para resguardarse de la noche, la lluvia y el frío…: hojalata, viejo contrachapado, tablas, cartones, papel de alquitrán. Había unas treinta chabolas de ese tipo, niños delgaduchos que jugaban, mujeres que lavaban ropa en un abrevadero, algunos jóvenes que ganduleaban fumando, y una total ausencia de hombres, lo cual significaba que algo hacían para sobrevivir, aunque sólo fuera por cincuenta centavos la hora en los campos. Al observarles con detenimiento, Barbara se dio cuenta de que no eran mexicanos, y cuando se detuvo para hablar con una anciana que estaba sentada frente a una de las barracas fumando en una pipa de madera de mazorca, descubrió que eran un grupo de gente de El Salvador.
—Así es —repuso la anciana en español, ya que Barbara se había dirigido a ella en esa lengua—. El Salvador. Se expresa en un buen español para ser anglo. ¿Me comprende? No tengo dientes y no hablo muy claro.
Se señaló la cabeza.
—Pero ésta está bien.
—La entiendo perfectamente.
—Gracias. Que Dios la bendiga. Es usted muy elegante.
—¿Por qué no se pone dientes postizos?
—¡Alma santa! No tengo dinero, ni familia; todos murieron. Ellos me dan comida, mis vecinos, mis amigos. ¿Dónde encontraría dinero para los dientes?
—Pero el Estado lo paga.
—Señora, señora —dijo la vieja—, es usted bondadosa. Nosotros somos ilegales.
Barbara asintió con tristeza, pensando en la larga, casi infranqueable distancia, a través de Guatemala y México.
—Aun así, tal vez se pueda hacer algo.
La anciana aspiró el humo de su pipa y miró a Barbara de reojo. Otras mujeres y niños habían notado su presencia y un corro la rodeaba, escuchando la conversación.
—¿Quién es? —preguntó alguien.
—No hables con ella, vieja —exclamó otra mujer—. Puede ser de Inmigración. Ya ves cómo habla.
—No soy de Inmigración —contestó Barbara—. Soy la candidata demócrata del Distrito Cuarenta y ocho para el Congreso.
—¿Qué es eso del Distrito Cuarenta y ocho para el Congreso?
—Donde viven ustedes, aquí.
—¡Oh!
—Usted habla español.
—Siempre lo he hablado, desde que era una niña —dijo a la anciana—. Si me dice su nombre, veré lo que puedo hacer para conseguirle dientes postizos.
—No le importa su nombre.
—¡Oh, cállate ya, estúpida! Mi nombre es Rosa Hernando —contestó a Barbara—. ¿Lo ha apuntado? Me gustaría comer una mazorca antes de morir.
Mientras regresaba al lugar donde había aparcado el coche, pensó en lo desesperada que debía de estar aquella gente para salir de El Salvador, atravesar el río Grande y vivir en aquellas chabolas con tal pobreza. Otra parte de su cerebro susurraba: «Ilegales». Ningún voto.
«Supongo —dijo para sí— que esto es lo que Tony Moretti llamaría pensar políticamente».
Aquella tarde, telefoneó a su hijo y le habló de la anciana y la dentadura.
—Es un asunto peliagudo —contestó Sam—. Siendo ilegal, puede meterse en problemas, y no creo que exista ninguna normativa sanitaria que la cubra.
—Tiene que haberla.
—¿Es un voto, mamá? No, he hecho una pregunta idiota. Si es ilegal, no puede votar, y no sé por qué te preocupas. Bien, estoy de tu parte en esta carrera, así que no pienses que hago comentarios sarcásticos con respecto a los votantes. Me ha pasado por la cabeza, te quiero y pienso que vas a aplastar a ese Holt.
—Gracias, Sam.
Colgó el teléfono, pensando que Sam era una de las personas más sensibles y atentas que había conocido nunca, y que, sin embargo, podía tratar a su madre como si fuera bastante boba y había tratado a su mujer como si no existiera. Resultaba extraño, o tal vez no tanto, que se hubiese sentido mucho más cerca de Carla desde el divorcio. El día en que su candidatura se publicó en la Prensa, Carla llamó para pedirle que le permitiese ayudarla.
—Barbara, necesito este tipo de cosas. Puedo hablar a los chicanos. ¡Te juro que te daré mil votos!
Barbara había aceptado, con la condición de que cobraría un sueldo. Carla había rechazado la pensión y cualquier cantidad al contado de Sam, y había encontrado un trabajo para vender cosméticos en «Macy's», de San Francisco. Sólo era «hasta que…». Todos los empleos que Carla había aceptado eran hasta que saliera algo en el teatro. Las críticas de su trabajo en Lástima que sea una puta habían sido excelentes; pero, al cabo de seis meses, la obra se había retirado y las críticas se borraron de la mente de todo el mundo. Carla había aceptado el trabajo en «Macy's» sin una lágrima.
Freddie casi hizo lo mismo. Apareció por la casa de Green Street dos días después del anuncio público y la informó de que había acordado con su padrastro, Adam Levy, un permiso hasta el primer martes después del primer lunes de noviembre. Entonces era la tercera semana de agosto, lo cual significaba que estaría lejos de los viñedos durante más de dos meses.
—Pero, tú eres el que te ocupas del viñedo ahora —protestó Barbara.
—Oh, no. Intento dar esa impresión, igual que papá; pero lo cierto es que la abuela Clair lo hace todo. Siempre ha sido así, ya lo sabes, incluso cuando el abuelo Jake quería dar una imagen del hombre fuerte que mandaba. Bien, seguro que estaba al mando; pero todas las decisiones importantes se hacían de acuerdo con la abuela. Papá puede quedarse sin mí durante dos meses, y si me necesitase, correría a su lado. Por otra parte, tu campaña necesita un encargado.
—¿Y tú lo eres? —preguntó Barbara, sonriendo.
—El mejor, para lo que puedes pagar.
—¿Y cuánto es eso?
—Dame un dólar a la semana.
—Oh, no. Tú trabajas para mí, lo harás por la paga.
Freddie se encogió de hombros.
—De acuerdo, si es así como lo quieres… El caso es que me necesitas. Precisas de alguien que sea frío y calculador y que no se deje deslumbrar por las intrigas que esperan la sangre de gallina de los políticos.
—Freddie, ¿por qué los odias tanto?
—Mira a tu alrededor.
—Pero puede ser cambiado. Créeme, las cosas pueden ser cambiadas. Si creyera que seguirían igual, no sería capaz de seguir viviendo. Tú te hiciste adulto en los años sesenta y entonces había alguna esperanza, y supongo que piensas que ahora ya no queda ninguna.
—Sólo una, tía Barbara, que no nos manden a todos al infierno con sus bombas. Por cierto —dijo sacando el billetero—, aquí están las primeras contribuciones para tu campaña, el principio del cuarto de millón que vamos a reunir. Un cheque de la abuela por doscientos dólares y otro de papá por quinientos.
Barbara aceptó ambos talones, convencida de que no podía rechazarlos porque eran de la familia y no debía sentir remordimientos. Se trataba del principio. Otros entregarían su dinero; no existía otra fórmula.
—Dales las gracias —dijo—. ¿Cómo está tu padre?
—Abatido. Triste. Yo nunca me recobraré del todo de la muerte de Josh; pero soy joven y un hermano no es igual que un hijo. Papá no va a superarlo. Cosa curiosa, mamá es la más fuerte. No importa lo que sufra en su interior, ella se enfrenta al mundo. Papá tiene la herida demasiado profunda. No olvides que su hermano Joshua murió durante la Segunda Guerra Mundial. Dos Joshua por culpa de sus asquerosas guerras, y esto de Vietnam es como una maldición que no termina nunca. ¿Aún quieres saber por qué odio a los políticos? Tú eres una excepción.
Al hablar a May Ling sobre su entrevista con Barbara, con su hijo Danny sobre las rodillas, Freddie quiso dejar claro que no excluía a su esposa.
—No puedes quedarte fuera —dijo—. La condenada idiotez de una campaña para el Congreso es que son dos meses de trabajo agotador, por no hablar del dinero invertido… Y créeme, May Ling, ella necesita toda la ayuda que pueda conseguir.
—Pero ¿lo logrará? —quiso saber May Ling.
—Ella piensa que puede.
—¿Y tú?
—Dios dirá. Me inclino a pensar que recibirá una paliza mayor que la de seis años atrás, pero ya han ocurrido milagros. El caso es que Moretti y los demás la están utilizando para captar los votos de las mujeres de todo el Estado. Ya sabes: «Qué buenos chicos somos…, presentamos a esta distinguida anciana…».
—Ella no es una anciana.
—Para nosotros no, de acuerdo. Ese tipo con el que se enfrenta, Alexander Holt, es suave como la seda. Se parece a John Forsythe… Lo hemos visto en los pósters: un guapo norteamericano puro, elegante, cabello gris, rostro anguloso, buenas facciones…
—Estás describiendo a Tom, el hermano de Barbara, que da la casualidad de que es tu padre.
—Deja fuera la parte final. Adam ha sido mi padre desde que tengo uso de razón, pero supongo que estás en lo cierto. Se parece a Thomas Lavette, sólo que Holt tiene cincuenta y nueve años, es viudo, y el amor secreto de todas las ricachas del distrito.
—¿Cómo sabes tanto?
—Leyendo. ¿Estás dispuesta a trabajar en serio con nosotros?
—Puedes estar seguro —contestó May Ling.
—Estupendo. Estoy acostumbrado a tenerte a mi lado.
—Hoy te sientes muy generoso.
—Tengo que serlo. ¿Quién más va a cuidar de esa loca tía nuestra? Sam dice que debe librarse de su sistema. Eso es porque él no sabe nada de ese sistema. Tía Barbara no se desprende de nada. Acumula en su interior.
—¿Quieres saber una cosa? —preguntó May Ling—. Me desagrada la forma en que tú y Sam habláis de ella. Es maravillosa. Me recuerda a Mrs. Roosevelt. Y hablas de ella…
—¡No! —exclamó Freddie—. La adoro. Ya sabes que soy un cerdo machista.
—En efecto, lo eres —dijo May Ling—. ¿Por qué lo fomentas?
—Son parientes… Quiero decir que también están casados, pero que además son parientes, ¿no? —preguntó Tony Moretti a Barbara una semana después.
Era su primera visita al cuartel general de la campaña, instalado por Freddie en la plaza Sunnyside, el mayor centro comercial de Sunnyside, que era la zona del Distrito Cuarenta y ocho que estaba frente a la bahía. Acababa de ser presentado a Freddie y a May ling.
—¿Es china?
—Su padre lo era a medias. Es la hija de mi hermano Joe y Sally Levy. Joe es hijo de papá y May Ling; por eso, esta hermosa chica fue bautizada con el nombre de su abuela.
—Medio primos.
—Algo así.
—No da la impresión de que yo le agrade mucho —dijo Moretti, mientras miraba a su alrededor—. ¿Se ha ocupado él de esto?
—¿Por qué lo dices?
—Es de la clase de personas que se ponen al frente de las cosas. Tienes once personas. ¿Cuántas en nómina?
—Tres.
—Muy bien, Barbara. Intenta mantenerlo así. De todas formas, los voluntarios son mejores. Se dedican más. ¿Qué hay de dinero?
—Hemos hecho un envío de propaganda. Hace sólo tres días. No tenemos mucho todavía.
—No te fíes de los donativos por correspondencia. Reuniones y la conciencia de los ricos. Me gustaría conocer a ese joven que piensa que soy un protector de canallas y un viejo golfo.
—Oh, él no piensa eso —le contradijo Barbara.
Pero Freddie observó a Moretti con frialdad durante unos momentos antes de estrecharle la mano.
—Conozco tan poco a su generación, como usted a la mía —dijo Moretti—, pero he conocido a algunos Lavette, y cuando son buenos, lo son de verdad.
Freddie sonrió y negó con la cabeza.
—No sé qué quiere decir con eso.
—No gran cosa. Usted piensa que su tía está siendo manipulada, ¿verdad?
Moretti esperó. Freddie no respondió.
—Nadie la está utilizando —prosiguió Moretti con calma—. Es demasiado inteligente.
Después, Moretti se acercó a ella y la besó en la mejilla.
—Me voy, pero volveré. Volveré muchas veces. Esta vez vamos a ganar.
Ella sabía que el dinero era la leche materna de la política, pero seis años antes se había arreglado con lo que tenía, y si no hablaba en Televisión, lo hacía desde un camión con altavoces o en la calle junto a un centro comercial. La dejaba atónita el pensar que en la campaña anterior, con menos de treinta mil dólares, casi había conseguido el inexpugnable Cuarenta y ocho. Por supuesto, eran otras circunstancias y otros tiempos. Aún hablaba en los grandes almacenes; May Ling, alta, esbelta, con un rostro que llamaba la atención incluso a las mujeres, era su compañera en los centros comerciales. Ella salía al encuentro de mujeres no demasiado cargadas con paquetes ni con niños, y les preguntaba si deseaban conocer a la candidata, Barbara Lavette. Ésta nunca utilizaba un estrado. De pie, al mismo nivel que ellas, descubrió que podía hablar a las mujeres con facilidad e intimidad. No importaba si sólo hablaba con un puñado; ellas la recordarían y repetirían sus palabras a otras. Allí era una nueva encarnación, y las mujeres más jóvenes con las que hablaba tenían pocos conocimientos de su pasado. La mayoría no habían leído sus libros, y si tenían alguna idea sobre ella, era como la candidata que había revolucionado el distrito seis años antes.
Pero Freddie insistía en la cuestión de televisión y radio, y eso requería dinero.
—Es la nueva política y pronto no habrá otra —dijo él—. Créeme, tía Barbara, de ahora en adelante, el candidato no existe; lo único que cuenta es su imagen en la caja tonta.
—¿La qué?
—La pantalla, las imágenes mitificadas que América mama cada mañana, tarde y noche, y el candidato será cualquier imagen que quieran presentar en esa pantalla. No ganas puntos hablando con una docena de personas en un centro comercial…, aunque May Ling lo diga.
—¿Y qué dice?
—Que ganas puntos —admitió él.
Barbara no podía enfadarse con Freddie. Era la viva imagen física de su hermano, tal y como lo expresaría él, su padre natural, un metro ochenta y cinco, huesos largos, pero cubiertos de músculo, cabeza sólida y cabello rojizo; en conjunto, muy guapo, lo cual le ocasionaba problemas con las mujeres. Pero era lo bastante listo como para no confundir su buen aspecto con otras partes de su persona. Resultaba zalamero sin excederse, una cualidad que Barbara envidiaba.
—Ven conmigo y lo verás por ti mismo.
Freddie acudió a un centro comercial, miró y escuchó.
—Nadie me ha preguntado nunca lo que yo pensaba —dijo una mujer joven con tres niños—. ¿Cómo voy a saber lo que pienso?
Una mujer de mediana edad, con los brazos llenos de paquetes, exclamó:
—Permítame que deje esto en el coche, Miss Lavette. Pero nosotras no pensamos. No es cosa de mujeres.
—Se dice que la esposa de Ford es bailarina. Yo soy una bailarina que no baila. En Europa, el Gobierno subvenciona la danza.
—Mi madre tiene cincuenta y un años y padece de cáncer. No comemos mucho. Cada dólar va a parar a los médicos y al hospital. Me gustaría que viera los zapatos de mis hijos.
—Ella no puede hacer nada sobre eso.
—¡Ella no puede hacer nada de nada!
—¿Quién puede?
—Yo no voto a nadie. Mi hijo murió en Vietnam.
—Pero ella está aquí, ¿no? ¿Cuántos congresistas habéis visto en la plaza Sunnyside?
—El caso es que nadie me ha explicado exactamente qué es lo que un congresista puede hacer.
—¿Qué hace?
—Ni idea.
—Detrás de mi casa hay un solar que apesta. El olor es insoportable. Un amigo nuestro, de la Universidad de Berkeley, dice que es un viejo vertedero de productos químicos. Ha analizado la materia. Nos dice que vendamos la casa y nos traslademos. Con esa pestilencia, ¿quién va a comprarla?
—Yo vivo en el mismo edificio.
—¿Sabe qué ocurre cuando se escribe a nuestro hombre en el Congreso?
—¿Quién es nuestro congresista?
—Alexander algo.
—Es guapo.
—¿Le vota porque es guapo?
—¿Y por qué no? ¿Qué otra razón hay para votarle?
—La verdad es que es estupendo tener a una mujer que se presente para el Congreso, pero ¿qué puede solucionar? No somos cínicas. Sólo que no tenemos esperanzas.
—Ahora comprendo a lo que te referías —dijo Freddie a Barbara—. Pero tenemos que comprar espacios en Televisión, y eso cuesta dinero.
Todo costaba dinero. La hermosa muchacha que fue contratada para que cantara la canción de Cabaret, Dinero es lo que mueve el mundo, pidió trescientos dólares. La cantó cuatro veces, y a Barbara le pareció más que suficiente, pero Birdie MacGelsie, en cuya casa se daba la fiesta, le dijo:
—No puedes pedir dinero y comportarte al mismo tiempo como una dama. Es imposible. El dinero mueve el mundo y tienes que machacárselo a la gente.
El marido de Birdie, Mac, se subió a una silla y reclamó silencio. Fue recibido con silbidos.
—El próximo que silbe —dijo—, recibirá una patada en el culo.
Con su metro noventa y casi cien kilos, no era una amenaza inútil. Prosiguió puntualizando que no les había invitado aquella noche para que se bebieran su cerveza y engullir sus bocadillos, ni por el placer de su compañía.
—Ésta no es una de esas cenas de los republicanos, de primera y a mil dólares el cubierto. Nosotros no tenemos trato con esa clase de gente. Se trata de una pequeña y pobre fiesta en honor de una gran señora. Barbara Lavette, la hija de Dan Lavette, que ha asumido la tarea de limpiar el área de la bahía de las aguas residuales políticas en que ha estado sumergida.
Sacó un fajo de papel moneda de su bolsillo y empezó a mostrar billetes de cien dólares. Birdie salió de la cocina con un enorme puchero de aluminio.
—Deposito mis quinientos en la olla y quiero que todos los gorrones hagan lo mismo. Aquí no hay nadie que viva de la asistencia social y no habéis sido invitados por vuestro talento. Y las parejas, para mí, son dos personas, no una. Así que a mantener la olla en ebullición.
Algunas voces reclamaron a Barbara, y ella tuvo que subirse a la silla, les dio las gracias diciéndoles además que trataría de hacer un trabajo honesto y aceptable.
Después de la fiesta, Freddie la acompañó a casa.
—No te sientas así, tía Barbara, por favor, o tendremos que abandonar.
—¿Y cómo me siento?
—Abatida y disgustada, y no hay motivos para ello. Hemos recaudado diecisiete mil quinientos dólares esta noche, y tenemos la promesa de diez mil más por parte de un tipo llamado Lars Swenson, quien ha dicho que su padre vendió al abuelo el Ocean Queen, o algo parecido.
—El Oregon Queen —rectificó Barbara—. ¡Cielos! ¿Quién era?
—Supongo que debía de ser su abuelo. Un tipo alto, de unos cuarenta años, rubio con algunas canas. Iba acompañado de una preciosa pelirroja. Yo había oído hablar de él. Swenson Explorers…, tres cruceros que zarpan de Long Beach. ¿Quién es esa Carol Eberhardt? ¿Una chica delgada y bien parecida, de unos veintiocho o treinta años?
—¿Por qué?
—Quiere ayudar como voluntaria. Muy ferviente.
—Sí, ya nos habíamos encontrado antes en casa de Birdie. Ayudó la primera vez. Su padre es Jim Eberhardt, el número uno de los republicanos locales. Me parece que es el oficial republicano de la Cámara. Mucho dinero heredado. Ninguno de los Eberhardt tiene que trabajar para vivir.
Ya habían llegado a Green Street y, después de que Barbara se hubo apeado del coche, Freddie la detuvo.
—Un momento —dijo—. Mira esto. Pensaba romperlo, pero ahora lo depositaré en el Banco…, si te parece que es auténtico.
Entregó un cheque a Barbara, y ésta, al observarlo bajo la luz de un farol, vio que era por mil dólares, contra el «Crocker Bank» y firmado por Carol Eberhardt. En el apartado destinado a notas había escrito: «Republicanos, uno de los grandes».
—Es auténtico.
—Lo comprendo —dijo Freddie.
—Sí, ya pensaba que lo harías.
Pero en casa, con May Ling, que no tomaba parte en las recaudaciones, no era fácil de explicar.
—¿Por qué? —insistió May Ling.
—¿No es obvio? Es probable que se sienta con su padre igual que yo con el mío.
—¡Adam!
—Adam, no. Thomas Lavette.
—¿Quieres decir que tirarías mil dólares sólo para que el mundo supiera lo mucho que odias a tu verdadero padre?
—Dos veces al día, si tuviera dinero para hacerlo. No lo veo como a un padre. Existe una relación genética, pero desde que tengo uso de razón, mi padre ha sido Adam. De hecho, no tengo recuerdos de Thomas Lavette. Yo era muy pequeño cuando mamá se casó con Adam.
—¿Por qué le odias tanto? —preguntó May Ling—. ¿Cómo puedes seguir sintiendo rencor?
—No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de odiarle ni de cuáles son mis sentimientos hacia él. Sólo que no me importa.
—¿Y crees que esa Eberhardt siente lo mismo que tú con respecto a su padre? Recuerdo haber visto fotos de la familia, ella es muy bonita. Toda esa familia es hermosa; no una mezcla de chinos, italianos y judíos como yo.
—¡Vaya tontería! ¿Por qué no dejas de menospreciarte?
—No me grites.
—No te estoy gritando…, pero que Dios me ayude si me atrevo a decir que otra mujer es bonita.
—Porque yo soy fea, y cada mujer que te mira…
—Eres una de las mujeres más preciosas en las que haya puesto los ojos o las manos encima, y tú sigues y sigues con esa mierda de la fealdad.
May Ling estaba llorando. Ya no tenía más defensas. Freddie la abrazó.
—Vamos a la cama —dijo él—. Haremos el amor toda la noche.
El niño empezó a sollozar.
—De todas formas, es la cosa más dulce que me has dicho en mucho tiempo —contestó May Ling entre lágrimas, al tiempo que se disponía a tomar al niño en brazos.
Al día siguiente, Freddie habló con Barbara.
—Necesitamos un encuestador.
—¿Por qué?
—Porque así es cómo funcionan las cosas ahora. Alex Holt tendrá el suyo. Hemos de saber por dónde andamos, dónde estamos fuertes y dónde débiles. Igual que necesitamos de la Radio y la Televisión. Es la manera.
—¿Cuánto costará?
—Demasiado. Escucha, tía Barbara. He estado pensando en ello. Siempre había creído que me dejaría matar antes de hacer una cosa así, pero creo que cambiaré de opinión por ti.
—¿De qué diablos me estás hablando?
—Thomas Lavette, mi padre, tu hermano. Tiene todo el dinero del mundo.
—¿Y se lo vas a pedir?
—Sí. Pero es tu hermano, así que tienes que decidir.
—Por encima de mi cadáver. Es muy amable por tu parte y muy galante, pero deja que yo me las arregle con los molinos de viento. Tu tarea es la parte práctica de todo este asunto.
—De acuerdo. Entonces permíteme que te sugiera otra persona, con gran temeridad.
—Gran temeridad. Me dan escalofríos al pensar en lo que viene ahora.
—Carson Devron —dijo Freddie, con rapidez y sin permitir que Barbara pronunciase una palabra hasta que él no hubo terminado—. Dirige el L.A.[3] Morning Word, tienen su propio encuestador y, si se toma tu campaña como asunto de interés estatal, quiero decir, de manera intensiva, haría trabajar a sus encuestadores y nos ahorraríamos mucha pasta…
Se calló de repente y esperó.
No hubo explosión. Barbara lo miró pensativa durante unos momentos.
—¿Por qué un interés nacional? —preguntó—. Ésta es el área de la Bahía. El Sur de California pertenece a otro mundo. —Había pensado en Carson últimamente. Parecía imposible que hubieran transcurrido quince años desde su divorcio.
Freddie le entregó dos recortes de periódico.
—Primera página, uno de ellos. Continúas olvidando que eres Barbara Lavette, que fundaste uno de los más logrados movimientos pacifistas de este país y que te le atragantaste a Lyndon Johnson como una espina de gran tamaño.
—Una hermosa imagen —murmuró Barbara, mientras leía uno de los recortes:
La decisión de Barbara Lavette de retar al ocupante del Congreso por el Distrito 48 de California es uno de los acontecimientos más interesantes de la actual campaña. El mérito hay que atribuirlo a la organización local demócrata por su elección al designar una mujer de talento y principios, defensora de la paz y de los derechos de la mujer, si bien una persona que ha vivido lejos de la clase política…
Barbara hizo una pausa, confusa.
—Esto es un editorial, ¿no?
—En efecto. Lo cual significa que Devron lo escribió o lo aprobó. Tenéis buenas relaciones aún, ¿verdad?
—Sí. Somos amigos.
—No pareces muy segura.
—Freddie, hace años que no lo he visto, y no tengo la intención de hacerlo ahora. Supongo que sería de gran ayuda disponer de esa máquina de sondeos como obsequio; pero ¿por qué tendría él que hacerlo?
—Porque te respeta.
Barbara se encogió de hombros.
—¿Te importaría que fuera a hablar con él? —preguntó Freddie.
No lo sabía. ¿Le importaba, o no? Seis años antes, la campaña había sido tan fácil. Boyd se había ocupado de todo, y había sido sencillo, directo y provechoso, porque a ella no le importaba ganar o perder. De todas formas, dos años después, Alexander Holt proporcionó a su oponente demócrata unos pocos miles de votos y, dos años más tarde, los demócratas consiguieron un total de cuatro mil seiscientos votos.
—Es un juego totalmente distinto —le decían todos—. Ahora hay un nuevo bateador en el juego.
Cómo le molestaba que la gente convirtiera cualquier cosa en un juego. Éste era la pasión estúpida de América, los juegos y el dinero. Freddie y Moretti hablaban de dólares…, siempre con el dinero a vueltas. Todo dependía de las cifras. Si Freddie hablaba con Carson Devron, ahorrarían dinero. Si ella se dirigía personalmente a doce personas cuyos nombres le habían facilitado, podía conseguir cincuenta mil dólares.
—Tía Barbara…
—¿Sabes? —dijo ella—. Vamos a dejar la palabra tía. Tienes treinta y cuatro años y llevas esta campaña. Cuando estemos a solas, Barbara. En otras situaciones, Miss Lavette. Bueno, ahora con respecto a Mr. Devron, supongo que tengo que ser práctica, tanto como nunca hubiera imaginado, créeme, Freddie, no dudaría en calificarme a mí misma como la persona más inocente y tonta de todo este negocio de la política. ¿Sabes que en mil novecientos setenta ni se me ocurrió pensar en el dinero? Bueno, Boyd consiguió unos pocos miles de dólares… ¿Por qué diablos mueves la cabeza de esa forma?
—Odio tener que decírtelo, pero en mil novecientos setenta votaron contra el imbécil que tenías por rival. Es así. La mitad de los votantes de este país nunca votan a un candidato; votan contra su oponente. Piénsalo.
Barbara reflexionó sobre ello y asintió:
—Supongo que tienes razón.
—¿Y Devron?
—No hay motivos para que no hables con él.
No se ocultó el hecho de que deseaba un contacto, y Freddie podía conseguirlo. Se vive la vida y se aman hombres, y de todos los hombres a los que ella había amado sólo Carson Devron estaba vivo. Cuando era una adolescente le parecía imposible, si no en cierto modo anormal, que el amor, la pasión y el sexo continuaran en la vejez; y ahora, casi con sesenta y dos años, se sentía reacia a admitirlo, pero ansiaba unos brazos de hombre que la abrazaran, el calor de un cuerpo masculino en la cama y el agitado, increíble clímax del sexo. Carson era más joven. Debía estar aún en pleno vigor viril.
Su lecho estaba helado. Era agosto y San Francisco el lugar más frío existente en la faz de la tierra. Encogida bajo las mantas, tiritando, intentando entrar en calor después de haberse quedado desnuda en la glacial habitación, como una chiquilla sentimental de trece años. Intentó recordar el nombre del explorador del Ártico…, fue Stefansson, o algo parecido…, el cual comentó en cierta ocasión que no había sentido tanto frío en el Ártico como en San Francisco.
No consiguió aparentar indiferencia cuando Freddie regresó de su visita a Carson Devron en Los Ángeles. Al ver Barbara el pequeño amacén en la plaza Sunnyside que Freddie había alquilado como cuartel general, se dio cuenta de que la campaña empezaba en serio y que el local hubiera debido ser dos o incluso tres veces mayor. El mobiliario consistía en dos largas mesas de caballete para la operación de envíos de correspondencia, dos viejas mesas de despacho para Barbara y Freddie, otra antigua de cocina y dos docenas de sillas plegables. Con un grupo de fervientes voluntarios, la mayoría menores de veinte años, que se disponían a cambiar el mundo en el Distrito Cuarenta y ocho con Barbara Lavette como su Juana de Arco, y otras cinco personas con y sin paga, y montones de cajas de material que llegaban a diario de la imprenta, Carla sentada frente a la mesa de cocina con un cartel que especificaba: Puede hablarme en español, el lugar era un hervidero de energía. Cuando apareció Freddie, Barbara lo cogió del brazo y lo arrastró hasta el «Daisy's Delicious Lunch», enfrente del «Gelson Supermarket». Al mismo tiempo, decía para sí: «Tú, Barbara Lavette, te estás comportando como una adolescente idiota, a punto de establecer contacto con un amor perdido que se quiere recuperar. Una comparación acertada».
—Estoy muerto de hambre —dijo Freddie.
—Entonces, pide antes de contarme nada —repuso ella—. He estado hablando con Tony Moretti sobre sondeos, y, ¿sabes?, el partido tiene su propio encuestador, pero, créeme, no van a malgastarle en el maldito Cuarenta y ocho. Tal vez nos den una estadística, o como se llame en el lenguaje electoral. Tony cree que sería estupendo si el L.A. Word se ocupara de nosotros.
Freddie pidió jamón, huevos y patatas fritas.
—Lo harán —anunció.
—¿Sí? Vamos, ¿cómo? Eres muy convincente, sobrino, pero hasta ese punto…
—Ya lo ves. Él piensa que tu presentación en el Cuarenta y ocho es un símbolo de la era pos-«Watergate». Su periódico apoya a Cárter, pero sin gran entusiasmo, y me parece que intenta desviar el énfasis hacia acontecimientos estatales.
—Nosotros no somos estatales.
—Bueno, Brown no será reelegido… A él le gusta mucho Brown, pero eso debe de tener alguna reacción contra Reagan. Le cambia la expresión del rostro cuando lo menciona.
Barbara sonrió.
—Oh, sí, lo detestaba. Verás, se crió en Los Ángeles, codo a codo con toda esa gente del cine.
—Bien, el caso es que tendrá a uno de sus periodistas especializados en política… Como es lógico, cubrirá todo el área de la Bahía, pero pondrá un interés especial en el Cuarenta y ocho; además, va a hacer un sondeo del distrito semana a semana. Sabes que aún está enamorado de ti, ¿verdad?
—Freddie, los hombres maduros no siguen enamorados durante quince años. Aprecio a Carson y supongo que él a mí. Eso es todo. Dime, ¿qué aspecto tiene?
—Fenomenal. De hecho, se parece a Alexander Holt, en cierto modo. Toda la elegancia anglosajona y buena educación. Yo pensaba que me encontraba en forma, pero él me da cien vueltas. ¿Ganó el decatlón o algo parecido en alguna olvidada Olimpiada?
—Algo parecido. ¿Te recordaba?
—Dice que sí. Me preguntó por ti, por la campaña, y cómo habías tomado la muerte de Boyd.
—Tiene una esposa encantadora, tres hijos y el mejor periódico de California. Así que lleva tus sinuosas indirectas a otra parte.
—¿Sinuosas? No. Nada de eso. Soy realista, mi querida tía. Me cuesta trabajo llamarte Barbara.
Hizo una grabación para un camión de propaganda, y se dio cuenta de que cada vez le desagradaban más los deberes de un candidato. Arriba, en su casa, mientras se preparaba para una entrevista en Televisión, escuchó a Freddie, que en voz baja hablaba con May Ling.
—Ya se lo advertí. De lodo hasta las rodillas y cada vez resulta peor. Es inhumano. En Inglaterra, tal vez; pero no de la forma que se hace política en este país, y te encuentras con una persona como tía Barbara, con toda su hermosura y dignidad, lanzada a esta asquerosa carrera de ratas donde todo son relaciones públicas y concursos de belleza…
Tía Barbara pensó que debía colocar alguna advertencia para que las personas supieran que en aquella casa el sonido llegaba a través del sistema de calefacción. Era la voz de una generación del «Watergate» que no creía en nada, y ella no iba a dejar que la distrajera ahora, cuando había terminado de elaborar una lista completa de los puntos que tenía intención de tocar en la entrevista televisiva. Le traía sin cuidado lo que hiciera la cosmética, los asuntos eran reales.
—Gracias a Dios, es hermosa —decía Freddie.
—Freddie, ¿quieres callar? —gritó Barbara—. Esta casa permite que se oiga cualquier cosa que digas. Ocúpate de tus cosas y yo haré las mías.
Los asuntos no eran ficticios. Inmigración…, mexicanos que cruzaban la frontera a miles, huyendo del hambre en su país. Prosperidad constructiva, no destructiva; política exterior, liberarse de las bombas, antes de que ellas destruyan la Humanidad; energía, hay que aprender a aprovechar la energía solar, las mareas. Ése era el punto que Freddie temía. «Nos sitúa en el lado de los chiflados». Gays, ah, había uno como candidato en el área de la Bahía.
Barbara cerró el bloc de notas. «Al diablo», se dijo, y bajó para aparecer por primera vez en Televisión.
Sam le siguió la pista hasta el cuartel general del Cuarenta y ocho.
—He cancelado tres operaciones —dijo.
Al ver la expresión de alarma en el rostro de Barbara, añadió:
—Cirugía selectiva. Lo cual no cambia el hecho de que me sienta como un huérfano.
—Sí, ese día llegará. Ve a saludar a Carla y sé amable con ella.
—Ya lo he hecho, y me he portado bien, mientras tú hablabas con tres monjas.
—Las monjas votan también —contestó Barbara—. Además, son buenas personas. Acaban de regresar de El Salvador. Algunas de las cosas que han visto…
—Quiero llevarte a almorzar. ¿Me oyes? Quiero invitar a mi madre, a quien no he visto ni hablado durante tres meses. Vuelves a perder peso. Ya puedo imaginarme la clase de bazofia con la que te estás alimentando. ¿Qué tienes aquí?
Señaló una bolsa de papel que había sobre la mesa.
—Pan de centeno con carne de vaca, mostaza, encurtidos y café. No he adelgazado. He ganado peso y, Sammy, cariño, te quiero, pero no practiques la medicina conmigo cada vez que nos vemos. No puedo almorzar contigo, ya que dentro de media hora tengo que explicarles a los alumnos del último curso de la «Fremont High School» el motivo de mi candidatura al Congreso.
—Los alumnos de Instituto no votan.
—Te asombrarías. Algunos de ellos sí, y los demás tienen padres que votan. Sé bueno y compartamos mi bocadillo.
Él se sentó al otro lado de la mesa y, mientras comía la mitad del bocadillo, contempló a su madre, hasta que ella le preguntó:
—¿Das tu aprobación?
—Siempre he estado encantado del aspecto que tienes. Claro que te la doy. ¿Tomas «Primarium» aún? ¿Qué cantidad era? ¿Treinta miligramos diarios? Bien, es una dosis pequeña y me parece bastante aceptable; pero ya hace años que lo tomas, ¿verdad? Tendrías que hacerte un chequeo cada seis meses. ¿Cumples esa condición?
Barbara estalló en una carcajada.
—Sammy, eres insoportable…, totalmente insoportable.
Freddie, que había entrado y había oído el comentario de Barbara, intervino:
—Siempre lo ha sido. Una vez fuimos amigos.
Sam le abrazó.
—No te preocupes por el desorden. Ven aquí y llena algunos sobres.
—Vosotros dos lo tomáis en serio, ¿no?
—Mira a tu alrededor —contestó Freddie—. ¿Te da la impresión de que sea una broma?
—¿Pensáis de verdad que podéis ganar?
—Sabemos que podemos hacerlo.
—Sois los únicos.
—¡Por todos los cielos, Sam! —exclamó Freddie—. ¿De qué lado estás?
—Intento ser objetivo.
Poco después, Freddie llevaba a Barbara a la «Fremont High School».
—Me he excedido con Sam —dijo él.
—No importa —contestó Barbara—. Puede que necesite un puntapié en el trasero. Por otra parte, pienso que estás enfadado porque ha dejado a Carla.
—No voy a negarlo. Me gusta Carla…, desde siempre.
—Habla con él sobre eso. Era algo mutuo. No guardes las cosas en tu interior. Dime, no te ha gustado una pizca esa entrevista en TV, ¿verdad?
—No mucho, ya que me lo preguntas.
—¿Por qué?
—Porque te anticipas de una manera exagerada. No puedes hacer eso. Hablas sobre un cambio atómico que terminará con la vida en la Tierra…, con todo rastro de vida. La gente no se lo cree.
—Tres científicos con los que hablé, en Stanford, lo creen.
—Entonces, son ellos quienes tienen que decirlo. Les hablas de lo que sucede en América Central, de cómo derrocamos el Gobierno democrático de Guatemala en el cincuenta y dos, y de cómo Kissinger hizo lo mismo con la CIA en Chile, hace tres años. Todo eso estaría muy bien si la gente leyera L.A. Times con atención y lo contrastara con otras cosas. Pero el votante medio no lo hace y es probable que en tu distrito ni siquiera haya visto L.A. Times, a no ser que se trate de un profesor o alguien de ese tipo, que votaría por ti de todas formas. Y lo mismo sirve para L.A. World. Ese argumento servía cuando existía la guerra de Vietnam, porque había tal cantidad de mentiras y porquerías sangrientas, que la gente estaba dispuesta a creer cualquier cosa sobre los procedimientos de la CIA. Pero lo que aquí importa son los asuntos prosaicos, el precio de la comida y la gasolina, el caos de la Seguridad Social, la enmienda por la igualdad de derechos, el desempleo, la energía, cosas que ellos pueden ver y tocar, un programa federal responsable, la delincuencia…; éstos son los puntos esenciales. Pienso que Cárter va a salir elegido, porque la mayoría de la gente empieza a creer en lo que dijo Johnson sobre Jerry Ford, que no podía caminar y mascar chiclé al mismo tiempo, y Cárter ha presentado como prioridad el saneamiento de Washington. Eso es popular. Culpa a los inútiles que están sentados allí. Les fustiga. Clama por el «Watergate». No tiene mucho sentido, pero a los ciudadanos les encanta porque siempre pasan algo de hambre mientras Washington come solomillo a diario…
Se calló de pronto y suspiró profundamente.
—He hablado demasiado, ¿verdad? No te culparía si me dieras un puntapié en el trasero ahora mismo.
Aquél fue el primer impulso de Barbara. Se sentía herida y llena de rabia. ¿Cómo se atrevía a hablarle de aquella forma un chiquillo que apenas sabía limpiarse la nariz? Pero, mientras lo escuchaba, comprendió que todo lo que él decía tenía sentido; ya no era un chiquillo, había viajado, pagado sus impuestos, y visto lugares y cosas. Cuando terminó, en lugar de enfadarse, Barbara cerró los ojos y permaneció tranquila, pensando en lo que él había dicho.
—Nunca hubiera querido verte en esta posición —dijo Freddie con tristeza, al notar que ella no hablaba—. Te quiero. Todos te queremos. Pero ahora ya estás metida en ella.
—Exacto. Ya estoy en ella. Lo que has dicho es cierto. Gracias, Freddie.
Lo había asumido. «Me parece que estoy madurando —dijo para sí—. Y ya es hora».