Capítulo VI
Se sentía tan aliviada. Aquélla era la parte sorprendente de todo, aquel alivio que la envolvía como una bendición. Gracias a Dios, gracias a Dios…; pero ¿por qué? Intentaba desesperadamente comprender, había pujado un precio tan alto por algo que ahora carecía de valor. Los sentimientos la invadían. La gente se mostraba comprensiva y solidaria, por lo que los remordimientos crecían. Las personas lo lamentaban con evidente sinceridad y ella estaba encantada al máximo. Durante más de dos meses había sido una bestia voraz e implacable. «Sí, implacable», dijo para sus adentros. «Tú, Barbara Lavette, presa del síndrome del candidato». No podía ocurrirle a la honrada y sabia Barbara Lavette; pero así había sido y había dejado que los acontecimientos se desarrollaran de aquella manera, se había refugiado en la actitud indecente de Alexander Holt. Y ahora podía mirarse y preguntar si ella no hubiera hecho lo mismo de haber dispuesto de la misma información sobre Holt que éste tenía sobre ella. Trataba de convencerse de que, caso de haberlo hecho, como mínimo, se hubiera mostrado exacta, sin tergiversar los hechos como Holt.
¿Qué creía Alexander Holt, si es que tenía alguna creencia, sobre el instinto de conservación? Estaba luchando por su vida. «Piensa en ello», se dijo… La llave que abría la existencia en Washington, en una sala donde cientos de representantes del pueblo contemplaban cómo el mundo se dirigía hacia un holocausto atómico, sin hacer nada porque no había nada que ellos pudieran hacer, excepto adoptar una cierta actitud y aparentar que aquello absorbía sus interminables horas de debate. No había que creer, soñar o confiar; sólo obtener los votos necesarios, y la magia empezaba. Todo tipo de magia. Importancia. Atractivo. ¡Juventud! Aparte de todo lo demás, era una fuente de juventud, ya que gran parte de ésta radicaba con el éxtasis de saberse deseados por los demás, y allí en Washington, donde todos los aspectos de gobierno se habían convertido en juegos de influencia, a la espectativa de ser deseados, agasajados por los demás, eran las reglas de los partidos. Pero la sabiduría obtenida a través de la derrota y la humillación no tenía ninguna aureola. Barbara no era orgullosa.
Tony Moretti le envió un enorme ramo de flores, acompañado de una tarjeta que decía: Para una dama valiente, tan tierna como encantadora. Se le saltaron las lágrimas al pensar que Tony Moretti se moría de cáncer. Lo había sabido el día después de las elecciones.
—Le quedan seis meses —le dijo Al Ruddy—, tal vez un año. Y cuando se haya ido, ya no habrá otro como él. Las malditas computadoras han ocupado su sitio.
Moretti le recordaba a su padre. Uno debe encontrar en la vida alguien que le proporcione un recuerdo del padre o de la madre. Si Dan Lavette viviera tendría ochenta y siete años. Barbara cerró los ojos y pudo verle rodeado del humo de su puro. Había personas que llegaban a los ochenta y siete años, pero algunas de ellas eran pobres y penosas imitaciones de vida. ¿Querría ver a Dan Lavette de aquella forma? ¿O acaso los seres magníficos morían jóvenes? Boyd era joven. Habían realizado toda clase de planes de lo que pensaban hacer en los años que les quedaran por vivir, viajes y visitas a lugares exóticos. Hubiera sido una época maravillosa.
Sam la llevó a cenar. Quería mostrarse alegre, para hacerle olvidar las penas.
—Querido Sam, no estoy apenada, no lloro y he encajado bien la derrota.
Fueron al «Fleur de Lys» de Sutton Street, donde Sam pidió pato con higos, algo que a Barbara le pareció una sofisticación excesiva, e insistió en que ella tomara lo mismo. En cuanto al vino, se decidió por un «Pinot Blanc», importado de Borgoña con cháteau label[7]. El maître tomó nota, pero miró a Barbara de forma extraña. Ella negó ligeramente con la cabeza.
Sam suspiró.
—Sí, ya lo sé, mamá, he violado el código. He pedido un vino francés.
—No seas tonto, Sam. No hay ningún código que violar. Es que Emile me conoce. Muchos restaurantes arrugan la nariz ante nuestros vinos, él no. Tiene una buena selección de ellos. ¿Sabes?, Eloise y yo comemos aquí, cuando viene a la ciudad, casi siempre.
—¡Nuestros vinos! ¡Por Dios madre, no estoy casado con Higate!
—Por supuesto. Ha sido una tontería mencionarlo.
—No estás contenta conmigo —dijo Sam—. En absoluto. No te gusta Mary Lou y has decidido que es una antisemita.
—No…
—Madre, tú no eres judía, pero sí más inteligente que cualquier judío que yo conozca…, y me relaciono con muchos. No estamos en los años 30, cuando conociste a mi padre. Es 1976.
—Sí, ya me he dado cuenta.
Muy a pesar suyo, su voz se había vuelto monótona y fría, dando lugar a que Sam le dijera lo mucho que la quería, lo último que deseaba era hacerla infeliz.
—Perdóname —rogó.
Ella sonrió, besó las yemas de sus dedos y los apretó sobre la mano de su hijo.
—No puedes hacer nada que requiera perdón.
—Qué poco me conoces.
—O viceversa, y me parece que ya va siendo hora de que nos conozcamos mejor. Alexander Holt me acusó de ser un instrumento y correo de los comunistas.
—Es mentira.
—En cierto modo, aunque no del todo. Nunca te he hablado de mi estancia en Francia, aparte de que allí encontré a tu padre.
—No, pero me da la impresión de que hay muchas cosas de las que nunca me has hablado.
Llegó la comida y sirvieron el vino. Barbara no tenía apetito. Creía que estaba al borde de algo importante para ambos.
—Yo tenía veinticinco años —comenzó—. Me fui a Francia sin haber terminado los estudios, a París, el París de antes de la Segunda Guerra Mundial, y allí me enamoré de un periodista francés llamado Marcel Duboise. Vivimos juntos. Y entonces lo enviaron a España, para hacer la cobertura de la Guerra Civil de aquel país para su periódico. Lo hirieron gravemente y después murió en un hospital de Toulouse. Sí, a consecuencia de las heridas. Le amputaron una pierna, pero era demasiado tarde. Entonces no habían antibióticos.
—No tienes por qué explicarme nada —dijo Sam—. Te impresiona.
—Estoy bien. Cuando Marcel fue herido, tu padre lo condujo a primeros auxilios. Tu padre se hallaba en la brigada Abraham Lincoln. Esto ya te lo había contado.
—Sí, ya me lo habías dicho.
—Lo que no te he contado, ni a ti ni a nadie, es cómo me sentí en aquellos días de dolor. El primer amor es como algo sagrado. Supongo que ya lo sabes.
—Lo sé, sí.
—Estaba deprimida y sola…, muy sola. Marcel me había presentado a varios amigos suyos. Algunos eran comunistas a los que en Francia no se consideraba proscritos. Intentaban averiguar si quedaba alguna organización o resistencia en Alemania. Habían enviado a varios camaradas, pero todos habían desaparecido y se les daba por muertos. Bien, pues me pidieron que yo lo intentara. Ya que, al no ser comunista, no podían arrestarme como tal en Alemania. Yo era periodista americana además, con unos antecedentes intachables, lo cual me legitimaba para un viaje a Berlín. Me puse en contacto con mi director de Nueva York. Yo hacía unos reportajes sobre París para la revista Manhattan y se mostró tan entusiasmado por la idea de que pudiera obtener una entrevista con Hitler o con Goering que tuve que llevarlo adelante, por mucho que lo lamentara. Sería demasiado largo de explicar lo que ocurrió; pero, finalmente, fui detenida por la Gestapo.
—Nunca me lo habías dicho.
—No. Era algo que no me gustaba recordar. Pero te diré cómo ocurrió. Caminaba por una calle de Berlín, el Berlín de antes de la guerra, y vi un grupo de ancianos que limpiaban una calle. Bueno, ancianos…, supongo que entre cincuenta y sesenta años. Iban bien vestidos y, por supuesto, parecían doctores, profesores, con ese aire intelectual de los europeos. Amontonaban porquería. Alguna alcantarilla debía haber reventado. La calle producía repugnancia. Entonces, uno de los S.S., Gestapo, o lo que fueran, ordenó a uno de los hombres, de nariz aguileña y con barba, que recogiera la porquería con las manos y la pusiera en un cubo. El hombre se quedó atónito. Vi que extendía las manos, como pidiendo algún instrumento. Por toda respuesta, el hombre de la Gestapo lo golpeó y lo tiró al suelo. A continuación, él y otro militar empezaron a dar puntapiés a aquel pobre hombre tendido en mitad de la calle. Perdí la cabeza y les golpeé con mi bolso. Y así fue cómo terminé en una comisaría alemana. Pero ése es otro asunto. El caso es que aquellas personas eran judías, degradados y deshumanizados, usados como esclavos por las espantosas criaturas de Hitler.
»¿Sabes, Sam? Hasta entonces yo sabía muy poco sobre los judíos. El socio y mejor amigo de papá, Mark Levy, lo era, pero yo apenas conocía a los Levy cuando era joven. A mamá no le gustaban, mi pobre y querida madre, llena de prejuicios, de los que era consciente y contra los que luchaba. Y en cuanto a la gente de Higate, nunca pensé en Jake Levy como en un judío. La primera persona que recuerdo haber considerado judío fue Sam Goldberg, el abogado de papá y un amigo muy estimado. Más tarde, claro, conocí a tu padre en París, después de que Marcel hubiera muerto. Pero uno no ve a los judíos en su verdadero sentido histórico sólo por conocer a tu padre. Era un hombre de primera, más de metro ochenta, ojos como los tuyos, el mismo color azul claro…
A Barbara se le quebró la voz. Cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Mamá, mamá, no debes hablarme de esto.
—Estoy bien. Espera un momento.
—Mamá, me parece saber lo que intentas decirme.
—¿Tú crees? Has estado en Israel, Sam, pero los israelíes son distintos. En mi mente tengo siempre la imagen de aquellos hombres limpiando la porquería. Sé lo de los campos de concentración y todo lo demás, pero aquello que vi con mis propios ojos, el capítulo final de dos mil años de torturas y humillaciones, me hizo intentar comprender algo al menos. No es fácil. Todavía lo estoy intentando.
—Madre —dijo Sam en tono apacible—, sé por lo que has pasado y pienso que durante toda mi vida he tratado de parecerme a ti y a un padre al que no conocí. Me casé con una chica católica mexicana que creció en una plantación… Sí, puedes pensar lo que quieras de Higate; pero es una plantación como cualquier otro gran viñedo del valle. Sé que Jake pagaba a su gente los mejores salarios de la zona, pero seguía siendo una plantación. Bueno, no funcionó con Carla. Traté de hacer un judío de mí. Ya sabes que mi hebreo es tan bueno como mi inglés y supongo que me convertí en algo parecido a un israelí en la Facultad de Medicina de Jerusalén; pero tampoco eso es ser judío. Quería encontrar a mi padre y tal vez, en el proceso, encontrarme a mi mismo. No resultó, no sólo el estar en Israel, sino también el mantener el apellido Cohén…, nada salió bien. Ahora he encontrado una mujer con la que mantengo relaciones. No creo que Mary Lou sea antisemita, y si lo es, puede cambiar. La abuela Jean lo hizo. Tu madre era una persona maravillosa, ya lo sabes.
—Sí —admitió Barbara—. Lo sé.
Hizo un pastel de manzana y un bizcocho. Barbara no ganaría ninguna medalla como cocinera. Sentía demasiado indiferencia por la comida, y asistía asombrada a la obsesión creciente por los alimentos y la cocina que se había apoderado de América. Su editor de Nueva York la había telefoneado ilusionado con una idea: Barbara tenía que hacer un libro sobre la cocina de San Francisco. Se mostró contrario a aceptar su excusa de que era la última persona del mundo que podía escribir tal tipo de obra. La idea de su editor había nacido al darse cuenta de que, de alguna forma, estaba relacionada con los viñedos de Higate, y que un conocimiento tan profundo del vino era prueba evidente de grandes conocimientos culinarios. Consiguió convencerle de lo contrario y, tal vez como reacción, se sintió obligada a confeccionar el pastel de manzana y el bizcocho, proyecto que llevó a cabo siguiendo meticulosamente las instrucciones de la receta. Como los dulces no la entusiasmaban y no podía dejar que se echaran a perder aquellas dos nuevas pruebas de su creatividad, invitó a Eloise a almorzar en la casa de Green Street. La comida sería sencilla: huevos revueltos con queso, bollitos de salvado, café, pastel de manzana y bizcocho. Aparte de Boyd, Eloise era la única persona que toleraba su cocina.
A lo largo de los años, Barbara había intimado mucho con ella, y rara vez pasaba una semana sin que ésta bajara a la ciudad para almorzar. Cuando Eloise se había casado con Adam Levy, en 1946, su traslado a Higate la hizo sentirse como alguien que ocupara un lugar en el paraíso. Pero había llovido mucho desde entonces, se había producido mucho dolor y amargura…, hasta el punto que las escapadas a San Francisco eran un amortiguador necesario contra la locura.
Eloise siempre se vestía a conciencia para bajar a la ciudad. Falda de lanilla rosa, combinada con blusa blanca de seda y pañuelo rosa en el cuello. Adoraba ese color. Tenía el cabello blanco y nunca había intentado ocultarlo, y su rostro, que había sido el de un querubín, prototipo de la chica que solía ganar los concursos de belleza locales, estaba ojeroso y tirante. Apenas utilizaba maquillaje, no hacía ningún esfuerzo para disimular el destrozo que el tiempo y los sufrimientos habían llevado a cabo. En cierta ocasión había oído a una mujer comentarle a Barbara las virtudes de un estirado de piel a fin de hacer desaparecer las arrugas, a lo que Barbara había replicado que se había ganado todas y cada una de aquellas arrugas y que no pensaba renunciar a ellas con frivolidad. Así pensaba Eloise. Pero cuando llegaba el momento de escoger ropa, se negaba a aceptar los condicionamientos de la edad. A Barbara le gustaba su forma de vestir.
—¡Si yo me atreviera a llevar una falda rosa en febrero!
—¿Por qué no?
—Treinta años atrás hubiera sido el momento, y entonces no tuve el valor.
—¿Valor? ¿Valor para llevar una prenda? Nunca te entenderé.
Barbara sirvió un par de vasos de «Lillet» con hielo.
—En lugar de jerez. Pruébalo, Estamos lo suficientemente lejos de Napa como para beber un aperitivo francés. Oh, organicé un lío con Sam cuando me llevó a almorzar al «Fleur de Lys» y pidió vino francés.
—Es bueno —comentó Eloise, saboreando el «Lillet»—. Freddie es la otra cara de la moneda. Me hubiera dejado plantada en el restaurante si yo hubiera pedido vino francés.
—¡No!
—Y tanto.
—Freddie es mi ideal de un hombre civilizado. Deja que continúe con mis ilusiones.
—No hablemos de Freddie…, aunque ya lo hemos hecho, ¿verdad? Bueno, no hice ningún juramento de guardar silencio. ¿Te ha hablado de ello?
—¿De qué?
—Del Distrito Cuarenta y ocho.
—Supongo que ya sabe cómo iba yo a reaccionar. Nunca más volveré a meterme en eso, lo cual puede ser egoísmo o una prueba de que he madurado al fin, aunque un poco tarde, debo admitirlo. No, ya he tenido bastante. Tony Moretti me telefoneó la semana pasada y quería saber si volvería a intentarlo la próxima vez. Le dije que no, que nunca más, y con mucho énfasis.
—¿Sabes por qué te llamó?
—Ya te lo he dicho.
—No, Barbara. Llamó porque Freddie fue a verle y le comunicó que si tú no querías el distrito, a él le gustaría intentarlo en 1978.
Después de unos momentos de perplejidad, Barbara estalló en una carcajada.
—¡Oh, no! —dijo por fin—. Pobre Freddie. Se ha contagiado.
—Pobre Adam y pobre Eloise, Barbara, nos dejaría el peso de los viñedos a nosotros. Clair tiene setenta y siete años y está delicada. Oh, no soporto comportarme de forma tan egoísta, pero desde la muerte de Joshua he querido alejarme durante un tiempo. Habíamos planeado pasar un año en las regiones vinícolas de Francia y Hungría. Desde hace años, poder hacer una imitación aceptable del «Tokay Imperial» es el sueño de Adam…, y ahora…
—Freddie no lo conseguirá. Holt no es cosa fácil. No, no creo que consiga derrotarle.
—No puedes estar segura.
—Lo estoy bastante. Ahora comamos y hablemos de otros asuntos.
Tanto el pastel de manzana como el bizcocho estaban deliciosos, pero no ofrecieron el menor aliciente a Barbara para profundizar en el arte de la cocina. Una visita de Eloise la hacía sentirse abandonada y sola cuando se marchaba. Un nuevo sentimiento que hacía mella en ella. La conmiseración nunca había sido un estado que la complaciera. Después del fallecimiento de Boyd, los amigos habían sido considerados y habían intentado incluirla en las cenas y hasta buscarle pareja. Pero Barbara había descubierto pronto que en un mundo de personas por encima de los sesenta años, los hombres solos, dotados de un mínimo de atractivo e inteligencia, no abundaban; mujeres sí, y, al cabo de poco tiempo, las cenas disminuyeron. En una ocasión, ella ofreció unas copas en su casa, pero no encontró gran satisfacción en el papel de anfitriona. En el mejor de los casos, la profesión de escritora era solitaria, y sólo el conocimiento de que había alguien muy allegado que se preocupaba por ella y por lo que escribía hacía el oficio soportable.
Era una persona compasiva, pero no tenía ningún deseo de convertirse en dama de compañía en el hospital de Sam, como alguna vez él le había sugerido, o colmar alguna idea romántica trabajando en los comedores de beneficencia. No era para lo que había sido educada a lo largo de su vida. Se consideraba una feminista; podía decírselo con orgullo y sin equivocarse. Había amado a algunos hombres, se había casado y tenido un hijo y sin apartarse nunca de lo que ella llamaba la causa justa. Eso significaba como siempre después de finalizar el segundo año en el «Sarah Lawrence College», mantenerse cara a cara y sin tambalearse contra cualquier fuerza de crueldad u opresión que se presentara. Nunca había abandonado esa lucha que se había convertido en el eje de su existencia, aunque fuera una guerra que siempre terminaba en derrota; y en eso, lo sabía, era igual que todas las demás mujeres de la Tierra.
Cuando pensaba en ello, los ojos le chispeaban con lágrimas de frustración y tenía que recordar su salud y fortaleza. Era algo que el tiempo no le había arrebatado, no se rendiría, por muchos años que le quedaran, ante el silencio y el desafío.
El romance de Sam con Mary Lou Constable llegó a un extraño paréntesis, cuyos detalles le fueron transmitidos a Barbara por Freddie, que, aunque no hubiera jurado silencio, seguro que los había recibido como confidencia. Pero su desagrado por la familia Constable era tal que no pudo resistir dejar de contárselo a Barbara.
—El caso es —dijo Freddie— que sé demasiado de los Constable. Quisieron comprar Higate y les mandamos a paseo. Ofrecían ochenta y cinco millones, que es paja, y cuando nos negamos se fueron al otro lado del valle e hicieron una oferta a Templeton. Ignoro por qué querían introducirse en el negocio del vino con tal desesperación, pero me imagino que ahora está de moda. Bueno, pues Jack Templeton contrató un servicio de investigación para que hiciera un historial completo de los Constable. Vinieron de Nueva Orleáns después del terremoto; de Nueva Orleáns, no de Sant Louis, y desearían olvidar cualquier relación con Nueva Orleáns, ya que la bisabuela de Mary Lou regenta el mayor burdel de la ciudad. De ahí les viene la pasta.
—Y tú tenías que ir corriendo a explicárselo a Sam.
—Nada de eso —protestó Freddie—. Te lo proporciono como curiosidad. Sam le propuso matrimonio y ella aceptó. La familia se imaginó que el sobrino de Thomas Lavette no podía ser un mal partido…
—No me lo ha dicho —objetó Barbara.
—Lo iba a hacer. Esperaba el momento adecuado y llevaros a ti y a Mary Lou a una cena para anunciarlo y celebrarlo. Pero Mary Lou le ha salido con la noticia de que su familia está haciendo gestiones para que la boda se celebre en la Grace Cathedral, con una dispensa oficial del obispo y Sam va y le dice: «Vamos, cariño, soy judío y si quieres una ceremonia en la iglesia, tendrá que ser en una sinagoga».
—Todo eso te lo estás inventando, Freddie. No creo que Sam haya puesto los pies en una sinagoga.
—Bueno, pues así ha sido la cuestión, y una cosa ha conducido a otra, y Mary Lou, que no es ninguna mosquita muerta, le ha contestado que él es tan judío como el Papa y eso ha sido todo lo que Sam necesitaba escuchar.
Barbara se mantuvo callada durante las semanas siguientes, pero cuando Sam pasó a tomar una copa, no pudo dejar de preguntarle por Mary Lou.
—Hemos separado nuestros caminos de forma amistosa.
—¿Habéis terminado?
—Puede ser que sí, puede ser que no.
—Por cierto —continuó Barbara—, ¿te mencionó Freddie algo sobre la bisabuela de Mary Lou?
—¿Te refieres a que era una prostituta, mamá? Fue lo primero que Mary Lou me dijo. Presume de ello. Verás, Annabelle Fitzroy no era sólo una prostituta, regentaba el mayor burdel de Nueva Orleáns.
—¿Y Mary Lou?
—Una jugadora de tenis de primera clase. Es una puntuación muy alta en la lista de cualidades para la esposa de un médico.
Había ocasiones en que Barbara no estaba orgullosa de su hijo.
Un mes más tarde, Birdie MacGelsie quiso ofrecer una pequeña cena en honor de Sam y Mary Lou. Cuando Birdie telefoneó a Barbara para invitarla, ésta se mostró lógicamente sorprendida.
—El matrimonio se ha roto —dijo—. O al menos eso tenía entendido. Sólo soy su madre.
—Querida, en estos tiempos ser madre no sirve de nada. Mis espías me han dicho que lo más probable es que la boda vuelva a estar en marcha. De todas formas, me siento obligada a conocer a la joven. ¿No te gusta ella?
—No estoy segura de conocerla lo suficiente como para que me guste o me disguste. Según parece, tuvo una infancia parecida a la mía, y ya ésa es una suficiente razón para desconfiar.
—Pero ¿vendrás?
Barbara le contestó afirmativamente, pero no sentía el menor deseo de ir. Su desagrado por los compromisos sociales a los que debía acudir sin acompañante se iba incrementando; se sentía incómoda en el papel de viuda, de mujer sin pareja. Le hacía enfurecer el suponer que la gente podía sentir lástima por ella; no quería ser objeto de piedad. Sabía muy bien que se hablaba de la pobre Barbara: «por supuesto tenemos que hacer algo, pero a ver dónde encontramos un hombre por encima de los sesenta que no sea deplorable…».
Sin embargo, no podía convertirse en una ermitaña, encerrada en su casita de madera de Green Street. Una vez había sido linda y acogedora, una mansión estilo Victoriano en la colina. Ahora, incluso a Eloise, que siempre había admirado la casa, le desagradaba.
—No, Barbara, es demasiado oscura. A nuestra edad necesitamos luz.
En una ocasión había dejado que Eloise la arrastrara hasta uno de los rascacielos construidos en las colinas. Estuvieron mirando un apartamento en el piso dieciséis, que tenía una espléndida vista de la Bahía y el puente de Golden Gate, pero algo pasó por su mente y un pinchazo de aprensión se instaló en Barbara, quien recordó a Eloise que sus bisabuelos habían perecido en el terremoto de 1906.
—Nunca podría respirar tranquila aquí —dijo.
Para Birdie MacGelsie, once personas constituían una pequeña cena de celebración. En su apartamento de la parte alta de la ciudad, el espacio no era una dificultad. Aparte de Sam, Mary Lou y Barbara, había otras tres parejas, una de ellas Al Ruddy y su esposa Susan. Barbara nunca había coincidido con Susan. Era bajita, morena, de una belleza anodina. Un hombretón pelirrojo, de unos cincuenta años, le fue presentado como Bart Limber. Su mujer era alta, muy delgada, rubia y de anchos hombros. Llevaba dos vueltas de perlas y un pesado collar de cuentas de cuarzo. Limber fabricaba piezas de avión y había sido compañero de clase de MacGelsie en Stanford. La tercera pareja tranquilizó a Barbara. Eran antiguos amigos, el doctor Milton Kellman y su esposa, Nell. Birdie se había dado cuenta de que necesitaba algún apoyo adicional. Tanto Susan Ruddy como Alison Limber estaban, según sus propias palabras, emocionadas por conocer a Barbara Lavette, a quien Susan Ruddy llamó «la Lavette».
—He oído hablar tanto de usted, tantas cosas y, por supuesto, hace años…, cuando usted era joven…
Su marido la fulminó con la mirada y ella cerró la boca. Fue lo último que Susan Ruddy dijo aquella noche…, lo último que requiriera una opinión o una pregunta relacionada con ella. Pero, en su lado positivo, produjo una risita sofocada en el interior de Barbara, que estaba segura de que si la hubiesen dejado libre, Susan se hubiera lanzado a preguntas tales como qué tal se había sentido en la cárcel o siendo espía de los comunistas. Bueno, ¿y por qué no? La velada no prometía nada mucho más interesante.
—Por supuesto, leí su último libro, me encantó —dijo Alison Limber con voz profunda.
Barbara comprendió que la dama alta, delgada y elegante decía las palabras por el sonido, no por su significado. Contó los años pasados desde su último libro. Demasiados para ser recordado.
—¡Oh! ¿Es escritora? —intervino Limber—. Nunca he entendido nada de escritores. Supongo que uno se sienta a una mesa y escribe. Deja volar la imaginación, ¿verdad?
—Oh, sí…, algunas veces —asintió Barbara.
Llevándosela a un lado, Birdie le susurró al oído:
—Es un idiota, pero Mac lo aprecia.
Milton Kellman la besó y Nell la abrazó y empezaron a lamentarse del tiempo transcurrido desde la última vez.
—Pero así es, Milt, y yo, la esposa de un médico, a menos que tenga la mala suerte de enfermar, tampoco lo vería.
Mary Lou sonrió a Barbara.
—Voy a limitarme a un hola —dijo—. Si abro más la boca, meto la pata.
«Es una mejora —pensó Barbara—, y al menos la muchacha tiene sentido del humor».
—Por favor —murmuró Sam—, dale una oportunidad, mamá. Sus padres son de la época de Neanderthal. Tiene que abrirse camino a través de varios miles de años de historia. No es fácil.
Birdie sentó a Bárbara entre Milton Kellman y Sam; tenía enfrente a Bart Limber y Al Ruddy, con Mary Lou en medio, la cual se mostró encantadora con los hombres que la flanqueaban. Mac Gelsie propuso un brindis por la joven generación presente. El hombretón era más perspicaz de lo que parecía. Alison Limber habló de las elecciones.
—De haber vivido en el distrito Cuarenta y ocho —dijo con su voz profunda—, hubiera votado por usted.
—De haber vivido en él —replicó su marido—, nos hubiéramos trasladado a los dos días, así que no hubiéramos podido votar a Miss Lavette.
—No, si vuestra casa fuera una de esas chabolas con vistas al mar que cuestan un millón de dólares —dijo Birdie—, podríais soportarlo.
—¿Fuera de la ciudad? Nunca, nunca y nunca.
Los espárragos a la vinagreta hicieron su aparición y se sirvió el vino.
—Llegará un día —comentó Sam—, cuando cenemos en su casa, Birdie, o en la de alguna otra persona igualmente generosa y amable, que nuestra anfitriona no sentirá la necesidad de servir vino de Higate.
—Oh, Sam. No se trata de lo que piensas, resulta que es el mejor. Nada más lejos de mi imaginación que hacerlo por halagaros a ti y a tu madre. Desafío el mito de que no hay ningún vino de California tan bueno como el francés.
—Algunas personas no lo consideran un mito.
—En nuestra casa lo es.
Llegó la sopa.
—¿Todo esto es porque son propietarios de los viñedos de Higate? —preguntó Alison Limber a Barbara.
—Oh, no. Resultado de un enredo familiar, pero no tenemos intereses económicos en Higate.
—Vi a su hermano el otro día, Miss Lavette —dijo Al Ruddy cuando estaban en el asado—. Un hombre muy notable.
—Sí, Tom es notable.
—Fui como solicitante, pero se mostró gentil. Yo ya lo conocía, pero sólo de vista.
Todos sabían que Barbara no se relacionaba con su hermano desde hacía años. ¿Por qué insistía aquel hombre? ¿Acaso el dinero era una reliquia que había que adorar?
—Es uno de los gajes de la profesión —intervino Bart Limber—. Todos son amables con un congresista.
—Pudo ser mi encanto personal.
—Estoy, segura de que fue eso —dijo Mary Lou.
—Más gajes. Mujeres hermosas les dicen que tienen encanto.
—¿Va a hablarnos de ello?
—Sólo si prometen no echar mano a las carteras. Detesto a las personas que hacen colectas en una reunión social.
—Es la promesa más fácil de cumplir que me han pedido —comentó Limber.
—Bueno, no se trata de ningún secreto. Queremos construir una biblioteca nueva como monumento a la memoria de Harry Truman. Una selección de libros sobre la guerra de Corea; ya saben, mapas, informes… La quieren en la ciudad universitaria. Me parece un lugar adecuado para un monumento a Truman.
—Creo que tengo un lugar más apropiado —dijo Barbara.
—¿Ah, sí? ¿Dónde podría ser?
—En un cementerio militar.
Se produjo un largo momento de silencio. A continuación, Al Ruddy, como si no hubiera oído aquel comentario o pensara que no valía la pena darle réplica, continuó hablando de Tom Lavette.
—Lo que quiero decir es que pedirle a un peñón republicano como Thomas Lavette que apoye la construcción de un monumento a Truman…, bueno, es bastante chocante. Pero no me echó. En absoluto. Me dijo que tenía que pensarlo.
Limber no estaba dispuesto a olvidar el comentario.
—Me gustaría saber a qué se refería Miss Lavette. No se trata de una lápida. ¿Usted pondría una biblioteca en un cementerio?
—¿Por qué no? Si está dedicada a la muerte. ¿Poco apropiado? Bueno, si se piensa detenidamente, ningún hombre en toda la historia de la Humanidad, a excepción de Adolf Hitler, ha provocado tantas muertes de una sola vez como Mr. Truman cuando ordenó la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Y si la biblioteca va a estar dedicada a su guerra, ¿qué mejor lugar que un cementerio?
¿Estaba hablando en serio? Ella observó que Ruddy parecía indeciso. Limber se mostraba seguro. Alison Limber tenía una ligera sonrisa de afectación. Lo sabía desde el principio. Cuando el techo se desplomara sobre Barbara, Alison lo contemplaría con satisfacción. MacGelsie contenía una risita y el rostro de Kellman se mostraba impasible. Su mujer asintió.
—No lo dice en serio —habló Ruddy al fin.
—Por supuesto que sí.
—Entonces parte de una base falsa, Miss Lavette —dijo Limber con sequedad—. No fue una decisión de Truman. Los militares lo quisieron.
—Lamento decirte que no, Bart —replicó MacGelsie—. Es el único punto de la historia que conozco a fondo. Entonces, yo era coronel, destinado en Hawai, y estuve presente en algunas conversaciones privadas. El Alto Mando no quería lanzarla sobre las ciudades. Ellos votaron por hacerlo contra la flota o alguna concentración de tropas japonesas. Fue Truman quien favoreció el lanzamiento de la maldita bomba sobre las dos ciudades.
—Y salvó las vidas de cien mil americanos —concluyó Ruddy.
—Estaban a punto de rendirse —dijo Barbara—. Pero sólo he hecho una sugerencia. No hay que tomarlo tan a pecho. El cementerio militar sobrevivirá igualmente.
—Sugiero un tema de conversación más animado —atajó Birdie MacGelsie—; por ejemplo, la destrucción de nuestra querida ciudad. Nos hemos convertido en la Disneylandia del Norte, atados con lazos de cemento, con monstruosos rascacielos, como éste en el que estamos ahora, apiñados todos sobre un lugar como champiñones o velas en lo alto de un rico pastel de cumpleaños.
Barbara hubiera preferido volver caminando a casa sola. No había sido una velada agradable, y parecía que nunca iba a terminar. Se había hecho tarde y Sam abrió la portezuela del coche para que subiera. No tenía ningunas ganas de discutir con él. Apenas su hijo había puesto en marcha el coche, estalló:
—Madre, ¡por amor de Dios! ¿Por qué siempre tienes que hacer lo mismo? ¿Nunca vas a convertirte en adulta? Era una cena agradable hasta que saliste con esa vieja cantinela sobre Truman y las bombas. ¿Por qué? ¡Ya está hecho! ¡Terminó! No puedes dejar de…
Era posible que se hubiera olvidado de que Mary Lou se encontraba en el asiento posterior del automóvil. Él estaba al volante, con Barbara a su lado, sintiendo que su corazón se hacía pedazos.
La voz de Mary Lou sonó dura y cortante.
—¡Sam! ¿Quieres callarte?
—¿Qué?
—Ya has hablado bastante y de la forma más estúpida que nunca te había oído. Tu madre tiene razón. Le ha contestado a ese asqueroso tipejo como merecía.
—¡Esto no te concierne!
Había detenido el coche frente a la casa de Barbara, después de haber recorrido las pocas manzanas que les separaban de Jones Street, y Mary Lou abrió la portezuela.
—¡Me concierne! —dijo ella—. ¡Y tanto que sí!
A continuación bajó y caminó sin mirar atrás.
Barbara, aún compungida, se volvió hacia Sam.
—¡Oh, Jesús! Perdona —se excusó él—. Tengo que ir con ella.
Sam saltó del coche, dejando a Barbara sentada sola. Después de un momento, ella salió también del automóvil y entró en su casa. Subió a su dormitorio, se derrumbó sobre la cama, y se quedó contemplando el techo.
Unos diez minutos más tarde, llamaron al timbre, una y otra vez. Barbara no se veía con ánimos de levantarse y abrir; sentía como una losa sobre el pecho. El timbre dejó de sonar. Al cabo de un par de minutos empezó a hacerlo el teléfono, que estaba sobre la mesita de noche. Sonó cinco veces antes de que ella hiciera un esfuerzo por cogerlo. Sabía que era Sam. Tenía teléfono en el coche.
—Por favor, mamá, no sé qué me ha ocurrido.
—Hablaremos de ello mañana —contestó Barbara—. Ahora estoy muy cansada y no puedo pensar con claridad.
—Unos minutos nada más. Estamos aquí enfrente.
—Mañana, Sam.
Mary Lou se puso al aparato.
—Por favor, perdónele.
—No estoy enfadada, querida. Sólo cansada —dijo Barbara.
Mi querida Barbara —había escrito Alexander Holt—. Ha transcurrido más de un año desde la última vez que hablamos y, créeme, aún tengo ampollas por lo que me dijiste. También puedes estar segura de que me ha estado rondando por la cabeza constantemente, lo cual significa que no he podido quitármelo de la mente. A nadie le gusta mirarse y decir: «eres una basura»; y tampoco eso explicaría lo que hice. El caso es que a nadie de mi círculo le parece que mi aparición en televisión la noche antes de las elecciones fuera sucia o deshonrosa. Tampoco voy a engañarme pensando que haya algo en mi ambiente que puede llamarse sentido del honor. No sé cómo puedo hacerte comprender lo que la derrota hubiera significado para mí en las últimas elecciones. No quiero justificarme con esto, o tal vez sí, pero lo cierto es que la única razón de mi existencia hubiera desaparecido. Traté de explicarte algo semejante la última vez que hablamos. Pero eso no basta y no sé qué puedo argumentar para justificar a un hombre vacío. Ésta es la única descripción que se ajusta a mí: un hombre vacío, hueco. No es que ignore dónde está el bien y el mal. Lo cierto es que no me importa. Permanecer en el Congreso significa más que cuestionarse el bien y el mal. Intento hacer un trabajo digno, si ello no significa nadar contracorriente. Dicho esto, ¿por qué debería importarme qué lugar ocupo en tu lista de indeseables? Intentaré contestar a esta pregunta tan claramente como pueda. Encontrarte me hizo sentirme vivo y recordar lo que significa sentirse así.
Todo esto puedes tomarlo como un juego caprichoso por mi parte, pero lo he firmado, y al menos es honesto, tal vez lo único honesto que haya hecho hasta ahora. Pero me he decidido. Te estoy escribiendo esta carta y, si mi valor no se ha agotado, te la enviaré. Tendrás en tus manos la misma arma, más o menos, que yo utilicé para ganar las elecciones y tú misma decidirás si usarla o no. Puedes pensar que, por poco que te conozca, estoy seguro de que no me harás lo que yo hice contigo. Bien, lo sé y no lo sé, pero enviarte esta carta es una obligación para mí. He oído decir que tu sobrino Frederick Lavette puede obtener la designación. Me gustaría que fuera para ti. Si tengo que recibir una patada en el trasero, preferiría que me la dieras tú. Y firmaba la carta ALEXANDER HOLT.
He recibido tu carta, le escribió Barbara. He creído conveniente que supieras que la he recibido.
Sólo esto y nada más. Después de haber mandado su respuesta, reflexionó sobre el hecho de que ella misma podía ser tan maliciosa como cualquiera. Toda su vida había clamado contra las deformaciones del espíritu humano como la venganza. Rompió la carta de Holt y la echó al retrete. «No se lo comentarás —dijo en voz alta—. Por una vez, tú, Barbara Lavette, no actuarás como una adolescente sentimental. Has sufrido, deja que él sufra también, permite que ese bastardo le dé vueltas una y otra vez. Sabes lo bastante sobre hombres como para tener la seguridad de que el macho es una ilusión pasajera. La nobleza puede perdurar unas horas, pero después se derrumba y entonces él caminaría por encima de las brasas del infierno para recuperar esa carta».
Sin embargo, unos días después, su seguridad se desplomó. Se preguntó cómo era posible que fuera capaz de jugar a algo tan infantil. Nunca lo había hecho, en toda su vida. No había utilizado la venganza y sentía lástima por quienes la practicaban.
Realizó una llamada a Washington.
—Soy Barbara Lavette —dijo con sequedad cuando Holt se identificó.
—He pensado que serías tú cuando me han dicho que era una mujer que no quería dar su nombre. Recibí tu carta.
—La tuya —contestó ella con frialdad— está hecha pedazos en el fondo del retrete. Me pareció insulsa.
Colgó. A continuación rompió a reír. Era formidable reírse así.
—¡Gracias, Alexander Holt!
—La tengo —le comunicó Freddie—. No es que sea muy meritorio, ya que nadie me hace la competencia. En cuanto al partido se refiere, sigue siendo el imposible Cuarenta y ocho, pero se imaginan que poseo un manantial de dinero y nadie más quiere presentarse con cuatro perras. ¿No has cambiado de opinión?
—En absoluto, cariño. Ah, no. Es una enfermedad que no deseo volver a contraer.
—Ah, bien. Verás, tía Barbara, no es que me la hayan dado a mí por las buenas. Ha sido Tony. Me ha apoyado. Creo que le agrado.
—No puedo imaginar el porqué.
—Se trata de algo mutuo. ¿Sabes?, tía, al principio no me gustaba. No es que Freddie Lavette sea amigo de las clases dirigentes. Si me hubieras dicho hace un año que me metería en el tajo y me presentaría al Congreso, te hubiera respondido que estabas loca. Desprecio a los políticos, pero Tony Moretti me parece diferente. No sé exactamente qué es, pero pertenece a una casta extinguida.
—No lo idealices, Freddie. Es un político, y muy bueno. ¿Cómo está?
—En una silla de ruedas, muriendo poco a poco.
Barbara agitó la cabeza, luchando contra las lágrimas que pugnaban por brotar. ¿Por qué había tenido que ir a hablarle de Tony Moretti?
—¿No has estado nunca en su casa?
Ella se levantó y se dirigió a la ventana, dándole la espalda.
—No.
—Es de estructura antigua, en North Beach…, muy parecida a ésta, pero algo más pequeña.
—¿Más todavía? —preguntó Barbara.
Estaban sentados en el diminuto salón.
—Cuesta creerlo.
—Su limusina es más grande, te lo aseguro. Se encuentra sentado en su silla de ruedas y parece sufrir…
—Freddie —lo interrumpió—, ¿qué piensa May Ling de todo esto?
—Bueno, se acostumbrará.
—¿Qué significa eso?
—Supongo que está asustada.
—Claro que está asustada. Se crió en Napa. Es una chica provinciana. ¿Lo has pensado bien? Si ganas, ¿la dejarás aquí y serás un marido de fin de semana? ¿O la llevarás contigo y empezarás una nueva vida en ese lugar llamado Washington?
Freddie negó con la cabeza.
—No lo sé. Lo arreglaremos de alguna forma.
—Eso espero.
Al levantarse para marchar, Freddie reparó en el hermoso ramo de rosas rojas.
—Dos docenas. Quien te las haya enviado, tía Barbara, te quiere mucho.
—Así sea. Es un obsequio de paz de Sam.
—¿Estás enfadada con él?
—No, Freddie, y no fisgonees más.
—¿Y molesta conmigo?
—Nunca podría estarlo.
—Entonces, ¿me ayudarás?
—Sí, lo haré.
«Y recemos para que pierdas —dijo para sí cuando él se hubo marchado—. Si gana, el matrimonio no durará». De ninguna manera podría mantenerse. Freddie era demasiado agradable, demasiado guapo y completamente cautivado por las mujeres. Había pocos hombres como él, amando a las mujeres por el solo hecho de serlo, comprendiéndolas en general sin comprender realmente a una sola.
Mary Lou telefoneó para preguntar a Barbara si podía ir a las cuatro a charlar con ella y tomar una taza de té, caso que no tuviera otra cosa que hacer.
—¿Té? Querida, me parece estupendo pero poco corriente en estos tiempos. Por supuesto, siempre que puedas soportar a un niño de dos años. May Ling ha ido a la ciudad y me ha dejado a Daniel Lavette. Está en los fantásticos dos años. En realidad, no es terrible, pero sí un agotamiento para los músculos de la espalda.
—Puedo esperar…
—No, no tienes por qué hacerlo. Si quieres venir hoy, debes tener un motivo.
Era más fuerte de lo que Barbara se creía, una de esas mujeres cuyo cuerpo fornido se oculta tras un rostro suave y ovalado. Levantó al niño y le abrazó mientras él jugaba con su pelo.
—Debería hacer la siesta. Lleva despierto desde primeras horas de la mañana. Hace un par de horas que está aquí y, créeme, me tiene rendida.
—Leí en alguna parte que un atleta había intentado mantener el ritmo de los movimientos de un niño de dos años durante un día normal de la criatura.
—Pobre atleta —comentó Barbara, mientras dejaba al niño en la cuna.
Éste miró a las dos mujeres, después se hizo un ovillo y cerró los ojos.
—¿Así de fácil?
—De guindas a brevas, supongo. ¿Qué ocurrió con el atleta?
—Lo llevaron al hospital.
—Bueno, nosotras no intentaremos seguir el ritmo de Danny. ¿Sabes?, mi hermano tiene un hijo llamado Daniel. Está estudiando en Princeton. Me pregunto qué hubiera dicho papá de sus dos tocayos.
—¿Cómo era, Barbara? ¿Puedo llamarte Barbara?
—Por supuesto.
—Dan Lavette. ¿Cómo era tu padre?
—Grande, nada severo. Muy apacible y tierno.
—¿Apacible?
—Sé lo que estás pensando. Sólo ocurrió una vez y supongo que fue el peor momento de su vida. Organizó una pelea en un bar del Tenderloin y destrozó el local y a los hombres que se lanzaron sobre él. Aquél no era papá.
—¿Cómo sabes si lo era o no? ¿Quién es mi padre? Durante toda mi vida me trató como a una princesa hasta que descubrió que trabajaba en un quirófano de urgencias, limpiando la sangre con una fregona y sujetando los intestinos en espera del doctor. Se puso como loco, y se enfureció más todavía al enterarse que me acostaba con un médico judío divorciado, palabras textuales suyas. Que me digan que no hay antisemitismo en América. Al principio iba a consentir en una boda en Grace Cathedral, donde una placa de bronce lleva los nombres de los Lavette y los Seldon, pero eso fue antes de que le dijera que el apellido de Sam era Cohén y no Lavette ni Seldon. En realidad, no ha aprendido nada…
Se estaba poniendo nerviosa y Barbara odiaba la histeria, en ella y en los demás.
—Vamos a tomar ese té —dijo—. Me parece que es la primera vez en años que alguien se invita a té en esta casa. Si no me tomas por una aduladora, he ido expresamente a «Bonie» a comprar sus galletas especiales.
Dejaron al niño durmiendo en la cuna y tomaron el té en la cocina, a no mucha distancia en la pequeña casa. Mary Lou había recuperado la calma.
—Me han echado de casa —dijo—, como ocurría en aquellas noveluchas que solía leer.
—No, estas cosas no duran —aseguró Barbara—. Tu padre cederá.
—No quiere acudir a la boda. Ni siquiera admite que pueda celebrarse. Bueno, pues yo soy tan dura y testaruda como pueda serlo él, y yo creo que Sam me quiere y yo a él más de lo que puedo decir.
—Tus padres vendrán —aseguró Barbara.
—Oh, no. No conoces a papá. Pero, Barbara, por favor, deseo casarme aquí. En esta casa. Y quiero tu permiso, tu bendición y que me quieras.
Las lágrimas aparecieron, Mary Lou se levantó y se abrazaron.
—Pensaste que yo era espantosa —dijo Mary Lou.
—Oh, no. No.
—Era espantosa.
—Mary Lou —contestó Barbara—, no necesitas el permiso de nadie para casarte con mi hijo. Si os queréis, es suficiente. Mi hijo estuvo casado con una persona estupenda y se divorció. Pienso que siente inclinación por las buenas personas y ruego que ocurra lo mismo en lo que respecta a ser un hombre casado. En cuanto a una boda en esta casa es imposible.
—¿Por qué?
—¿Has hablado con Sam de ello?
—Todavía no.
—Mary Lou, querida, por muy íntima que sea la ceremonia siempre asistirán más personas de las que esta casa pueda acoger.
—Sólo aquellas que quieren a Sam.
—No veo la posibilidad.
—¿Lo pensarás, por favor?
Barbara siempre había escrito sobre cosas que había visto personalmente. No había dejado de observar, pero la escritura ya no le salía. Después de la muerte de Boyd había planeado escribir un libro sobre él, mas no lo había hecho. Al principio había ido a la máquina a diario, como haría un ser primitivo a su pdios de madera, convencida siempre de que llegaría el momento en que el dios se despertaría y realizaría milagros. Pero aquello no ocurrió y el milagro no se produjo. De vez en cuando escribía un párrafo, acaso una página, y una vez hizo casi cuarenta folios; pero todo terminaba de la misma forma, arrugado y en la papelera. Cuando buscó respuestas, descubrió que no le importaban. Había simas más profundas que visitaba en la oscuridad de sus noches de insomnio, desgarrándose al intentar descubrir por qué tenía que estar sufriendo ante la incapacidad de escribir si aquello no le importaba.
Recorrió librerías comprando libros, montones de ellos, de autoras jóvenes, brillantes, liberadas, confesiones de vidas con amor y sin amor. Orgasmos detallados y enumerados, matrimonios unidos y separados, amor y odio hasta un punto en que hombres y mujeres se hostigaban como una jauría enloquecida. No los desperdiciaba, ni tampoco desdeñaba la interminable riada de libros sobre espías, agentes secretos, superhombres que salvaban el mundo, de asesinos y asesinatos; no, por el trabajo de las mujeres jóvenes sólo sentía admiración, una cierta dosis de envidia y la frustración que le proporcionaba el intento de ser una de ellas en un mundo tan distante del que había conocido en su juventud. Pero la lectura de libros de otras autoras no le servía de ayuda.
Reflexionaba en todas esas cosas mientras intentaba solventar los problemas de boda de Mary Lou, preguntándose si aquél sería su destino, una mujer de su casa anciana, servicial y alegre. Estaba sirviendo de ayuda…, ¿o no? Caminaba por su madriguera.
¿Una boda allí? ¿Le importaba en realidad? Era incapaz de escribir porque no le preocupaba. ¿Le preocupaba lo suficiente el enlace como para reunir a la familia y a los amigos en su casa? La idea era ridicula y sintió un maravilloso alivio, fuera ridículo o no, se trataba de una deliciosa idea.
«Creo que lo lograremos», se dijo, y no se refería a la boda.
Tony Moretti falleció y le llevaron a la tumba en un día frío y lluvioso de primavera. Freddie recogió a Barbara y fueron juntos al funeral. La iglesia estaba abarrotada de gente.
—Quieren estar seguros de que ha muerto —comentó Freddie con amargura—. En Washington no ha quedado ni un demócrata por California. Todos están aquí para decirse unos a otros qué gran hombre era el viejo.
—¿Por qué te noto tan resentido?
—Porque me he retirado. No llevaba muerto más que unas horas cuando Al Ruddy me informó que una tal Nancy Kraft estaba recogiendo firmas en el Cuarenta y ocho y que yo tendría que pasar una elección preliminar. Es una broma…, enfrentarse a una mujer en el Cuarenta y ocho. Yo no obtendría ni cien votos en unas primarias. Así que le dije a aquel bastardo que lo olvidara y me he retirado.
—¿Cómo te sientes?
—Fatal.
—Pobre Freddie… Lo lamento.
Pero ambos sabían que toda la culpa era de ella. Había legitimado la presencia de una mujer en el Cuarenta y ocho. Y había dado a Ruddy buenos motivos para odiar a quienes se apellidaran Lavette.