Capítulo I

Ella estaba pensando que eso era exactamente lo que necesitaba, una fiesta de cumpleaños. Sí, en efecto, justo lo que necesitaba para recordarse a sí misma que tenía sesenta años. «Gracias, gracias, gracias, tengo sesenta años. Eso es algo que debe celebrarse, ¿verdad? Aquí está mi brindis: los sesenta elegantes y los setenta maravillosos. Malos versos y estúpidos. ¿Acaso no se llora aún a los sesenta? ¿O es que el humor salado de las lágrimas es producido por un catarro del comienzo de la senectud?». Todos eran pensamientos de indecisa protesta y, en realidad, significaban: «Por favor, dejadme en paz. No es que no desee que me lo recordéis, porque me resulta imposible olvidarlo ni un momento, e incluso puedo afrontar el hecho de que sea una anciana… Sí, a pesar de vuestras indignadas protestas. ¿Anciana? ¿Desde cuándo se es anciano a los sesenta? Aún eres joven, vital, hermosa, y todas esas zarandajas. Soy vieja y la verdad es que me importan un rábano las fiestas y cualquier otra clase de celebración».

El teléfono sonó.

Barbara Lavette levantó el auricular y habló con su hijo, Sam, socialmente el doctor Samuel Thomas Cohén, quien llevaba el nombre de su padre y que recomponía pies y manos con gran destreza. En el tono resuelto y de conocida suficiencia que los médicos suelen emplear, informó a su madre que él y Carla pasarían a recogerla sobre las once. Algo en Barbara reaccionaba siempre contra Carla, incluso el solo hecho de oír mencionar aquel nombre. Carla no le gustaba. A pesar de lo mucho que lo había intentado, de lo mucho que se había estudiado a sí misma, no había conseguido sentir afecto por la esposa de su hijo. Eso hacía que estuviese llena de remordimiento. Carla era chicana, una mexicana, si bien nacida en California. Una familia establecida allí desde la quinta generación; más generaciones de las que Barbara podía recordar y, por buenos y sobrados motivos, era orgullosa, siempre estaba a la defensiva y llena de reservas, salvaguardas y prevenciones. Una actriz frustrada, que se había ofendido cuando Barbara se había referido a ella como a una artista.

—No utilices esa jerga feminista conmigo. Soy una chicana y una actriz.

Era una mujer difícil, físicamente bonita, con la cara redonda, senos y caderas rotundos; pero lo bastante alta como para llevarlo con elegancia y dignidad. Sin embargo, al igual que un puercoespín, había púas de cólera y resentimiento en ella que se erizaban por una palabra, una sugerencia, una entonación. Barbara se preciaba de que su relación con Carla era cordial y, aunque no afectuosa, se mantenía, al menos, una razonable apariencia de cariño. Tal vez sí. Nunca había estado segura por completo ni tampoco libre de la carga de culpabilidad que sentía ante aquella falta de interés por su nuera.

—¿Sam? —respondió Barbara.

Él reconoció el tono de su voz.

—Madre, queremos pasar a buscarte. Ya sé que puedes conducir tú misma.

—No estaba pensando en ir sola con mi coche, sino en quedarme en casa. No puedo enfrentarme a ello. Tú no lo comprendes, Sam, pero no puedo.

—Madre, hace siete meses que Boyd murió —dijo él casi con dureza—. No debes seguir torturándote. Esas personas te quieren y desean mucho verte.

Ella podía imaginárselo mirando el reloj mientras hablaba con ella. Siempre estaba mirando el reloj o escuchando el timbre que le llamaba al teléfono. Tenía el día precisa y cuidadosamente repartido. También Joe, el hermano de Barbara, era médico, pero vivía con tranquilidad. Incluso podía olvidar el reloj, dejarlo en la mesilla de noche. Sam era incapaz de ello.

—No me estoy torturando —repuso Barbara molesta—. Y no me agrada que me hables así, Sam.

—Lo siento, madre. Pero, por favor, por favor, no rechaces a todo el mundo. Nosotros te queremos y hemos hecho muchos preparativos. ¿Puedo pasar a buscarte?

Ella suspiró.

—Sí. Está bien.

Fue consciente de que se estaba comportando de una manera infantil y malhumorada. A decir verdad, no tenía la menor intención de evitar su fiesta de cumpleaños. Jamás había sido cruel y hubiera resultado una crueldad no hacer acto de presencia, cuando toda la familia se había reunido por ella. Era una pataleta suya, admitió para sí, subrayando el hecho de que siempre había despreciado a los llorones; pero, en ese caso, había sido una excusa para que Sam la recordara, se ocupara de ella, le suplicara. Él la hubiera mirado atónito si le hubiese dicho que la tenía olvidada. Todo el mundo la había olvidado… o ella había olvidado al mundo. Eso sólo habría provocado más asombro. ¿Cómo podía explicar lo que había ocurrido en su interior?

Carla se mostraba cariñosa. Podía ser encantadora cuando se lo proponía. Besó a su suegra, cosa poco usual, y dijo a Sam:

—Tú conduces, doctor. Barbara y yo compartiremos el asiento posterior; tengo varios asuntos que hablar con ella.

Después, se volvió hacia Barbara.

—Estás preciosa —dijo.

Su suegra vestía una chaqueta de lino gris claro sobre una blusa de seda blanca, un conjunto que hubiera podido llevar igualmente treinta años atrás. Ella mantenía su silueta y el cuerpo firme.

—No irás a dejarte el pelo blanco —añadió Carla.

Barbara se preguntó si Carla sería consciente de su costumbre de dar con una mano mientras quitaba con la otra. Tenía algunas canas en su castaño cabello, pero en absoluto era blanco.

En el coche, cruzando el puente Golden Gate camino de Napa Valley, Carla dijo a Barbara:

—Intento contenerme, pero me encuentro a punto de explotar, y no voy a fingir más. Me han dado el papel de «Annabella»…, por fin, por fin, y es todo un bombón, seis semanas en el centro. ¿Te imaginas, Barbara? ¡«Annabella»!

—Un momento. Es maravilloso, desde luego, pero ¿Annabella qué?

—Es la obra de John Ford —contestó Sam—. Lástima que sea una puta. «Annabella» es la protagonista…, ya sabes, madre, se enamora de su hermano y…

—Conozco la obra —le interrumpió Barbara—. De hecho, la representamos hace siglos en el «Sarah Lawrence». Oh, no temas —tranquilizó a Carla—, no hice el papel de «Annabella». No, yo interpreté a una enfermera o algo parecido. Hay una enfermera en la obra, ¿verdad?

—Sí.

—Carla, me parece estupendo. Realmente maravilloso. Es por lo que habías estado trabajando, ¿verdad? Y en el centro. ¿Cuándo? ¿Cuándo se estrenará?

Más calmada, Carla le informó de que habría seis semanas de ensayos y que el estreno se celebraría justo después de Año Nuevo.

—Por supuesto, nadie hace la obra tal y como fue escrita. Ford no era Shakespeare, y partes del guión original son un puro desorden. Nuestro director, Stan Lewis, la está reescribiendo y reestructurando…

Y así continuó hablando. Barbara escuchaba, intentando asentir en los momentos adecuados y, después, desvió la mirada hacia las verdes colinas de Marin County. Hacía casi dos años que no había estado en los viñedos de Higate, en Napa Valley, un lugar ligado a las vidas y recuerdos de las dos familias que habían tenido su comienzo en la asociación de su padre, Dan Lavette, con Mark Levy; era muy triste no experimentar ninguna sensación de alegría. Durante la mayor parte de su vida adulta. Napa Valley, y el viejo lagar que Jake Levy había comprado después de haber sido licenciado del Ejército cuando la Primera Guerra Mundial acabó, habían sido una especie de jardín del Edén en la mente de Barbara. No porque hubiera pasado allí mucho tiempo; con que existiese era suficiente, se trataba de un sitio al que poder acudir en los momentos de abatimiento o hartura del resto del mundo. Pero eso había cambiado. Con Boyd muerto, nada era igual.

El mundo se volvió sombrío. Durante tres semanas sólo abandonó su casa a fin de comprar lo indispensable para sobrevivir. Ya había sufrido depresiones en el pasado y, sabiéndolo, su hermano Joe le había advertido, en prudentes términos médicos, que, en cierto modo, se estaba suicidando.

—¿Quieres morir? —le preguntó, ejerciendo el derecho del médico de plantear cualquier clase de asunto, por muy íntimo y degradante que fuera.

Se sintió más que provocada ante aquella pregunta.

—¡No seas estúpido!

—Me parece que adivino —repuso Joe, de aquella forma tan amable con que solía tratar a los pacientes— de dónde proviene tu culpabilidad. Estás dominada por ella, Barbara.

—No sabes de lo que estás hablando.

—Tal vez.

—¡Adivina! ¡Me importa un comino!

Había olvidado que era medio chino, su hermano Joseph, medio hermano en realidad; nacido del segundo matrimonio de su padre con una mujer china llamada May Ling, y, de repente, le pareció muy chino, a pesar de tener aquella complexión de noventa kilos de peso y casi metro noventa de estatura. La idea le hizo sonreír; enfadarse con Joe Lavette. Nadie podía enojarse con él. ¿Quién se enfadaría con un enorme e inteligente perro San Bernardo?

—Has estado leyendo estadísticas: los hombres casados son menos propensos a los ataques de corazón. Las estadísticas son un maravilloso sustituto de la mente; pero, de hecho, el caso es que Boyd vivía con el corazón enfermo, muy enfermo, desde hacía años. Si te hubieras casado con él, nada habría cambiado. Yo no recomendé el marcapasos. Estaba convencido de que no podría soportarlo en sus condiciones, pero él insistió. Sabía que el final le había llegado y la idea de que la operación pudiera proporcionarle cinco años más contigo le decidió a desafiar a la muerte. Era un hombre bueno y te adoraba.

Ella lloraba.

—Si me hubiera casado con él… —empezó a decir entre sollozos—, lo deseaba tanto.

—Estabais mejor juntos que cualquier pareja casada que yo conozca. De acuerdo, es bueno estar triste y las lágrimas pueden ser una terapia, pero la culpabilidad no. Quita el apetito. ¿Cuántos kilos has perdido?

—No lo sé. No suelo pesarme.

—Yo diría que demasiados. No eres de tipo anoréxico. Déjame llevarte a casa, a Napa. Jamón ahumado para cenar.

Había rechazado la invitación, pensando para sí que su hermano podía ser una clase de chino extraño y fantasmal, pero la charla con él le había ayudado a liberarse del sudario de conmiseración que se había estado tejiendo. Su querida amiga Eloise, que fue a visitarla un día o dos después, lo expresó con claridad:

—Sabía que no te quedarías hundida en la autocompasión, Barbara. Es lo que yo solía hacer con aquellos horribles dolores de cabeza que ningún doctor pudo curarme, y después, cuando Josh fue herido en Vietnam y regresó a casa sin una pierna, lloré y me estuve revolcando en la autocompasión y la culpabilidad hasta que nadie pudo soportarme, excepto tú y el pobre y querido Adam, pero desapareció. El dolor desaparece.

A menudo, Barbara había sentido la tentación de decir que Eloise no había cambiado, pero una segunda mirada sofocaba la tentación. Un gran cambio se había realizado en ella. Se había enfrentado a la vida con su rostro ovalado y encantador, ojos azules, cabellos rubios y una voz queda e insignificante que engañaba a la gente. Nadie que tuviera el aspecto de Eloise y aquella voz podía tener cerebro; sin embargo, era inteligente, perspicaz y había vivido durante años con una dolorosa enfermedad incurable sin permitir nunca dejarse dominar o derrotar por ella. Había estado casada con Thomas, hermano de Barbara, unión infeliz, y, entonces, se había divorciado de él para casarse con Adam Levy, nieto de Mark Levy, el socio del padre de Barbara. Así transcurrían sus pensamientos, sueltos, desordenados, mientras Carla proseguía con su relato del argumento de la obra de Ford, de su papel y de cómo pensaba enfocarlo. Barbara asentía en los momentos apropiados, pero no escuchaba demasiado; se hallaba sumida en el pozo de sus propios recuerdos, desgranando el pasado que se avivaba por su visita a los viñedos.

La muerte de Boyd había sido el motivo de que todo cambiara para Barbara. El sólido esquema de realidad se había tambaleado, derrumbándose. La vida y la muerte, de pronto, ya no estaban separadas. Cuando había llorado, lo hizo por todo el amor y la belleza desaparecidos para siempre.

—¡Carla! —exclamó Sam con brusquedad.

Barbara se dio cuenta de que Carla no había interrumpido su relato ni por un instante.

—Hablo demasiado —dijo Carla—. Bueno, no suelo hacerlo, pero ahora que tengo algo que explicar sobre… Sam, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez cuántas horas me he pasado sentada escuchándoos a tus estúpidos amigos doctores y a ti todos vuestros comentarios profesionales? Pero, claro, eso era importante. Ser actriz no vale nada. Nada en absoluto; sólo evita que me quede embarazada y traiga más Lavette al mundo…

—Carla, no quería decir eso, te lo aseguro. Por favor, no convirtamos esto en otra pelea.

—¿Por qué no? ¿Porque Barbara está aquí?

La enrollada espiral de una discusión empezó a tensarse. Barbara se había encontrado otras veces en aquella situación y se acobardó. Los estallidos de ira por parte de su hijo la desconcertaban y aterrorizaban, y Carla podía ponerse a la altura de la furia de su marido con una intensidad latina que se oponía a la rabia de Sam. Barbara había pensado a menudo que aquel matrimonio nunca hubiera debido llevarse a cabo, y suponía que la única fuerza que lo mantenía unido era la transformación de la ira en una pasión sexual del mismo nivel. Era una conjetura que la inquietaba; madre e hijo mantenían conceptos de mutuo pudor que no se ajustaban a la realidad.

Y fue en aquel momento cuando vio que el autobús escolar perdía la rueda trasera derecha. Habían pasado Schellville, en dirección Este, hacia Napa, cuando Sam se había encontrado detrás del autobús. Conducía de forma automática, con la atención centrada en la creciente discusión con su mujer, no intentó adelantar al autobús, el cual iba circulando a sesenta por hora. De hecho, iba prácticamente pegado detrás. Entonces, Barbara observó que el vehículo perdía la rueda posterior y gritó:

—¡Sam, por Dios, mira! ¡El autobús!

Ella vio el resto y fue como estar contemplando una película a cámara lenta. Un viejo autobús escolar, amarillo, medio lleno de niños en su interior, unos once o doce; incluso en aquella fracción de segundo que presagiaba la inminente tragedia, Barbara pudo calcular el número de niños. La rueda salió de la carretera, el autobús escolar dio un bandazo hacia la derecha y el conductor, tratando de mantenerlo bajo control, lo hizo girar hacia la izquierda, y allí chocó de frente con la camioneta de un hortelano que circulaba en sentido opuesto. El pie de Sam sobre su propio freno consiguió hacer que su coche se detuviera a poca distancia de los dos vehículos accidentados.

Sam saltó del coche en el mismo instante en que se paró, mientras gritaba a Carla:

—¡Mi maletín, en el maletero!

Le lanzó las llaves al tiempo que corría hacia el autobús. Ella abrió el maletero; Barbara salió corriendo tras de Sam sin esperar a que Carla cogiera el maletín y el paquete de vendas que Sam llevaba siempre en el maletero.

—¡Vendas… —gritó Sam—, el paquete, al lado del maletín!

Entonces abrió la puerta posterior del autobús y se precipitó en su interior. Su madre lo siguió; una verdadera agonía de sonidos la recibió, gritos de pavor y dolor.

El humo llenaba el autobús.

—¡Sácalos, mamá! —exclamó Sam—. ¡No te preocupes de las heridas! ¡El autobús está ardiendo!

Ella empujó fuera a dos niños que podían andar.

—¡Fuera, cariños! —dijo, o algo así—. ¡Alejaos del autobús!

No supo si ellos la habían oído. Entonces Carla llegó con el maletín de Sam. Una niña yacía encogida en un asiento con una herida sangrante en la cabeza. Los niños debían tener unos siete u ocho años. Barbara cogió en brazos a la niña que estaba inconsciente.

—No la muevas si está herida —dijo Carla.

—Sam los quiere fuera del autobús.

—¡Aquí! —gritó Sam a Carla—. ¡Ven aquí! ¡Necesito ayuda!

Alguien se lamentaba fuera del autobús. Barbara recorrió unos quince metros antes de dejar a la niña a un lado de la carretera y después se dedicó a agrupar a los demás lejos del lugar del accidente. Carla bajó del autobús con otro niño en los brazos y a continuación Sam entregó a Barbara otro que sangraba.

Un coche se detuvo y el conductor acudió corriendo a ayudar. Un hombre negro. Se precipitó al interior del autobús sin decir una palabra. Salió con otro niño en los brazos, seguido por Sam, que llevaba a otro pequeño.

—Quedan dos más ahí dentro.

Entregó el niño a Carla. Barbara había regresado al autobús. Uno de los dos pequeños heridos podía andar. El otro gemía de dolor mientras Barbara trataba de sacarlo de debajo de un asiento donde había quedado atrapado.

—Déjeme a mí —dijo el hombre de color.

Juntos consiguieron liberarle. Barbara se disponía a acercarse al chófer. Los ojos le ardían debido al humo.

—¡Madre, sal de ahí! —gritó Sam—. ¡El chófer está muerto!

El humo se había hecho más denso cuando buscaba el camino de la puerta de salida. Sam y Carla dieron un tirón de ella.

—¡Corre, corre! —apremió Sam.

El autobús estalló en un surtidor de llamas cuando ellos llegaban al lugar donde todos los pequeños se encontraban reunidos; pedazos de cristal y astillas ardiendo del autobús les cayeron encima. Los niños estaban gritando. Barbara intentó calmarles. Ninguno de ellos estaba herido de gravedad, sólo tenían rasguños y contusiones. La primera niña que Barbara había sacado estaba consciente. Sam corrió hacia la camioneta, donde el conductor, aullando de dolor, trataba de resistirse a que le alejara de ella. Entonces, el hombre se desvaneció.

Carla y Sam trabajaron juntos, con calma y destreza. El hombre negro se despojó de la chaqueta, se quitó la camisa y la rompió a tiras que servirían para sujetar los vendajes. Aquello la hizo retroceder cuarenta años, a aquel infame Jueves Sangriento, cuando los estibadores del muelle de San Francisco se enfrentaron a la Policía y ella ayudó a los hombres a llegar a un puesto de primeros auxilios durante toda la calurosa y maldita mañana. Diferente, pero igual en cierto modo, porque, tal y como le pasó de manera fugaz por la mente, el tiempo es una ilusión y allí estaba ella arrodillada, abrazando contra su pecho a un niño lloroso y sangrante mientras se desesperaba con sus propios recuerdos.

Habían llegado ambulancias, coches de bomberos y de Policía y grúas. El chófer de la camioneta y los niños heridos fueron introducidos en las ambulancias. La Policía tomó declaración, informó a Sam de que serían convocados para el juicio, y, finalmente, se quedaron solos en el arcén.

Los restos de los vehículos desaparecieron con las grúas y las cuatro personas, manchadas de sangre de pies a cabeza, permanecieron allí con sus coches.

El hombre negro, en camiseta pero manteniendo su dignidad, se presentó:

—Harvey Lemwax.

—No —exclamó Carla—. No puede ser. Usted no es Harvey Lemwax. Estas cosas no ocurren.

—Oh, claro que sí. Harvey Lemwax.

Sam presentó al grupo.

—Ésta es mi esposa, Carla; mi madre, Barbara Lavette, y yo soy el doctor Sam Cohén. Por la reacción de Carla, supongo que debería sentirme avergonzado de no reconocerle. Lo siento. Por desgracia, la mayoría de los médicos sabemos muy poca cosa, aparte de nuestra profesión.

—No se disculpe, por favor.

—Entonces, infórmenos.

—Bien…, toco la trompeta…

Los conocimientos de Barbara con respecto a nombres de trompetistas eran inexistentes, pero, por otra parte, Harvey Lemwax no dio muestras de que hubiera oído hablar de Barbara Lavette. Por supuesto, no era la más famosa escritora de los Estados Unidos, aunque tampoco se trataba de una desconocida. Había ocupado un lugar en el Quién es quién durante los últimos treinta años, y si sus libros no eran más leídos, seguro que su pasado había merecido titulares suficientes como para no tener que disculparse.

—Seguro que debe de ser algo soberbio —dijo Barbara—. Si toca la trompeta de la misma forma que se metió en ese autobús en llamas, me descubro ante usted.

—Soberbio es una pobre palabra —replicó Carla.

—Ya que hablamos de llamas —prosiguió Barbara—, he estado tosiendo hasta reventar. ¿Debería preocuparme, Sam?

—Oh, no, no. Lo que necesitamos es un trago.

—Soberbio, sí, eso es —dijo Carla—. Uno de los tres o cuatro grandes, y, cuando digo grandes, me refiero a los mejores. Al lado de Dizzy Gillespie, Louis Armstrong y Roy Eldridge.

—¡Es demasiado exagerado! —exclamó Lemwax—. Son ustedes buenas personas. Me alegro de haberles conocido, ha constituido un buen encuentro, excepto que debemos decir que Dios ayude a ese pobre conductor y perdone su alma. ¿No hay complicaciones con los niños, doctor?

—Cortes, contusiones, un brazo roto, dos o tres dientes partidos y un poco de sangre. Nada irreparable, en absoluto. Pero no se deje decaer por el ocaso del sol, Harvey. Hoy es el cumpleaños de mi madre.

—¿Es su madre?

Ya se lo habían dicho, recordó Barbara.

—Es demasiado joven y hermosa.

—Que Dios le bendiga —contestó Barbara.

—Lo que trato de decir —informó Sam—, es que en el maletero de mi auto hay una nevera con seis botellas de un hermoso champán francés. La celebración del cumpleaños de mi madre debería tener lugar en el hogar de la familia, en la parte norte del valle de Napa, donde tienen unos viñedos donde viven, de la que hablan y conocen. Son unos campesinos fanáticos que no beberán vino francés y no querrán ni oír hablar del champaña francés. Pero mi madre requería un brindis como es debido, así que quédense donde están mientras voy a buscarlo, dando por supuesto que no le importará beber «Dom Perignon» en vasos de papel.

Barbara lo escuchaba atónita. Acababan de presenciar un terrible accidente. El conductor del autobús escolar había muerto. El conductor de la camioneta, un jardinero mexicano, había sido trasladado al hospital en estado crítico. Las manchas de sangre y de aceite seguían sobre el firme de la carretera, y el hedor de gasolina quemada persistía en el aire todavía.

—Lo hemos hecho lo mejor que pudimos —dijo Sam, extendiendo las manos.

Había notado la expresión de su madre.

Bien, tenía razón. La sangre seca sobre ellos lo demostraba. Carla, vestida con su mejor traje de seda blanca, no había dudado en sumarse al esfuerzo y, por eso, la seda estaba manchada de sangre y mugre.

—Lo siento, Mrs. Lavette —exclamó el hombre negro, como si se hubiera visto obligado a disculparse por los demás.

Barbara comprendió que se sentía incómodo con sólo la camiseta, tratando de mantener su dignidad. No conocían al conductor del autobús. No tenían ninguna obligación de guardar luto por él, ¿o acaso el mundo entero estaba obligado a guardar luto por los difuntos? ¿Qué derechos tienen los muertos? Barbara juntó las manos y permaneció en tensión durante unos momentos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Carla.

—Sí —contestó ella—. Sólo un poco afectada.

Sam descorchó una botella de champaña. Carla abrió un envoltorio de vasos de plástico. El corcho saltó.

—Bebe —dijo Sam a su madre con ternura—. Te sentará bien.

Ella negó con la cabeza. Estaba llorando en silencio, suavemente. Más incómodo aún, Harvey Lemwax dijo que tenía que marcharse.

—Una para el camino —ofreció Sam, alargándole un vaso de champaña.

Llenó uno para sí y otro para Carla, pero, a continuación, le entregó el suyo a Barbara.

—¿Madre?

Ella se secó las lágrimas con el dorso de la mano y lo aceptó. Sam se sirvió otro e hizo un brindis.

—¡Vida, no muerte! Había doce niños en el autobús y todos están vivos. Les hemos salvado a todos.

Barbara asintió.

—¡Pues vasos arriba!

El champaña estaba frío y delicioso, y refrescó la garganta de Barbara. Pensó que si no hubieran circulado detrás del autobús y si Sam no hubiera entrado de inmediato, seguido por ella misma, Carla y Harvey Lemwax…, si hubieran transcurrido dos o tres minutos más…, los niños habrían muerto.

—Y en este enloquecido, lunático país —explicaba Carla a Lemwax—, mi marido podría ser denunciado. ¡Imagínese usted, por salvar vidas podría ser demandado!

—¡Al infierno con eso! —exclamó Sam—. Otra ronda.

—Me siento un poco extraña —anunció Barbara—. Tengo que apartarme del sol, Sam.

Componían un grupo bastante peculiar, de pie a un lado de la carretera y bebiendo champaña. Detrás de ellos, un anuncio proclamaba las excelencias de los «Toyota». Barbara se dejó caer, con gran alivio, en el asiento posterior del coche. Hacía calor dentro del vehículo, pero no tanto como estando fuera, al sol. Un motorista uniformado se les acercó y le ofrecieron champaña. Les sonrió y negó con un movimiento de cabeza. «Es probable —pensó Barbara— que haya oído hablar del accidente». Sam era un héroe. El policía les hizo algunas preguntas y escribió las respuestas en su bloc de notas.

El motorista se alejó y Sam abrió otra botella. El grupito se encontraba a pocos pasos del coche; pero, a través del subido cristal de la ventanilla, le dio la impresión a Barbara de que ella estaba en un mundo y los demás en otro. Hacía un calor sofocante dentro del coche, aparcado en el arcén bajo el sol de mediodía, pero Barbara no abrió la ventana ni puso en funcionamiento el aire acondicionado. Estaba pensando en el conductor y en cómo la muerte podía ser relegada a un lado. Aquél era otro aspecto de su hijo: llega la muerte, la vida continúa; y si la muerte le llega a alguien cuyo nombre no conoces, un extraño que conduce un autobús escolar, bueno, uno se toma un vaso de champaña. Sam tenía una mentalidad abierta; ni por un momento pasó por su cabeza que el hombre negro fuera negro. El chófer del autobús escolar tenía el pecho hundido por el volante y el cráneo fracturado al golpearse contra el parabrisas. ¿Estaría casado? ¿Tendría hijos? ¿Se habría hecho un seguro de vida? ¿Se hallaba ella, Barbara, llorando por él, por ella, o por Boyd?

El hombre negro se había acercado a su coche y volvía con un estuche de trompeta. Sacó de él el brillante instrumento, se lo llevó a la boca y tocó unos sones bajo el cielo de California. Más champaña. Los tres se abrazaron y después Harvey Lemwax volvió a colocar la trompeta en su estuche y lo llevó al coche. Regresó para despedirse de Barbara; asombrado, se detuvo al ver sus lágrimas, movió la cabeza y, volviendo sobre sus pasos, se puso al volante y se marchó.

Sam se acercó al coche y abrió la puerta.

—Por Dios, hace mucho calor aquí, madre, te vas a asfixiar. ¿Por qué diablos lloras?

—No lo sé.

—Hemos vaciado dos botellas de ese elixir. Carla y yo estamos un poco achispados, así que será mejor que conduzcas tú. ¿Estás bien? Quiero decir, si te sientes con ánimos para conducir.

—Claro que sí —replicó Barbara—. Sólo he tomado un sorbito de champaña.

—No me refería a…

—Sé muy bien a lo que te referías… Oh, Sam, lo siento. No era mi intención alterarme y gritarte. No es mi estilo, ¿verdad? Yo conduciré, por supuesto.

—¿Es por esa ligereza que hemos cometido? No es que seamos inhumanos, madre, pero si a uno le sangra el corazón por todo…, bueno, ¿cuánta sangre tenemos?

—Lo sé.

Carla permanecía silenciosa. Barbara salió del coche y se sentó tras el volante. Sam mantenía abierta la portezuela posterior para Carla, pero ésta dijo:

—No, prefiero sentarme al lado de tu madre.

—Como quieras.

Barbara la miró. Unos momentos después, el coche se puso en marcha. Carla tocó el brazo de Barbara y estalló en sollozos. Aquélla aminoró la marcha hasta parar el coche en el arcén de la carretera.

—¿Qué diablos es todo esto? —quiso saber Sam.

—Sam, cállate, por favor —replicó Barbara.

Salió del coche, dio la vuelta a su alrededor y abrió la puerta de Carla. Ésta bajó, se echó en sus brazos y la abrazó. Entonces, al notar su cuerpo cálido y suave contra su pecho, Barbara comprendió que aquello era algo que las mujeres podían tener, una clase de relación humana que los hombre habían perdido hacía mucho, mucho tiempo.

—Sólo deseaba que me quisieras —sollozó Carla.

—Lo sé. Te quiero, de verdad.

De nuevo en el coche, Barbara conducía pensando que aquel viaje al valle de Napa podía convertirse en una aventura volteriana, tejemanejes sin cesar, encuentros con los ofendidos, los sensatos y los estúpidos. ¿Y qué pasaba con ella, Barbara Lavette, una mujer de sesenta años, supuestamente experimentada y perspicaz, que nunca había intentado realmente comprender a la mujer oscura y tumultuosa, joven con la que su hijo se había casado? Ricos y pobres, siempre ricos y pobres; algo contra lo que había luchado durante toda su vida, siendo las diferencias tan elementales y profundas, como todas las inalterables diferencias que este mundo presentaba, blanco y negro, chicano y anglo.

Entre 1920 y 1921 el padre de Carla, Cándido Truaz, había ido a trabajar a los viñedos de Higate, llegando a convertirse en el capataz; había conseguido que Jake Levy le construyera una casa dentro de la propiedad. Carla había nacido y crecido allí, jugando de pequeña con los hijos de los Levy y los Lavette en unas confusas relaciones que ella, cuando niña, nunca había entendido realmente, aunque sí llegó a darse cuenta de que la piel oscura era la de los desheredados y la blanca la de los herederos.

«Dios mío, ayúdame», rogaba Barbara para sus adentros. Nada era peor que enfrentarse a la propia incapacidad y falta de sensibilidad. Llevaba mucho tiempo siendo Barbara Lavette. Si la edad no conllevaba nada más; a veces, junto con las arrugas, otorgaba cierta intuición.

—Casi hemos llegado —anunció suspirando—; por eso ya no tendremos más aventuras. Pero ¿qué les diremos de las ropas? Tenemos todo el aspecto de volver de un campo de batalla.

—Habrá que contarles lo de la batalla —dijo Sam.

—Me había puesto mi mejor vestido —exclamó Carla con tristeza.

—Las ropas no importan —aseguró Barbara—. El vestido puede lavarse y ellos tendrán muchas otras prendas aquí.

Luego, se dirigió a Carla con dulzura:

—Te ruego que me perdones.

—¿Por qué?

—Sólo perdóname.

Sam escuchó en silencio. Las distensiones emocionales le alteraban. Le daban la sensación de encontrarse indefenso en una pesadilla.

Se distinguían el marrón, el melocotón y el blanco, los colores de la enorme tienda que habían instalado. Sólo la familia celebraría el sesenta cumpleaños de Barbara, pero era una familia al estilo del Oeste y no del Este. Una familia californiana, asentada allí durante los últimos cien años, era limitada y, debido al conocimiento de dicha limitación y al sentido de lejanía y soledad que habían prevalecido antes de la llegada del fácil transporte aéreo y de las llamadas telefónicas a larga distancia, tendía a apegarse a los más frágiles parentescos. Un nuevo tipo de familia había surgido, debido a que el Océano Pacífico, a pocos kilómetros, había creado una barrera para el tránsito hacia el Oeste y, en ese caso, el antiguo viñedo era, en cierto modo, un imán. Estaba gobernado por Adam Levy, el hijo de Jake. Eloise era su esposa, Freddie Lavette era el hijo de Eloise y de su primer marido Thomas Lavette. Freddie y su hermano de madre, Joshua, estaban dedicados por entero al cultivo de la vid y a la fabricación de vino. El hermano de Adam, llamado también Joshua, había caído en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial y el tercer descendiente de Jake y Clair, Sally Levy, se había casado con el medio hermano de Barbara, Joseph Lavette. A partir de ahí, Barbara recordaba haber intentado explicar el galimatías familiar a Boyd, sin que hubiera conseguido llegar a entenderlo con claridad. Cuando la hija de Sally, May Ling, china en una cuarta parte, había contraído matrimonio con Freddie Lavette, nadie logró comprender cuál había sido la relación sanguínea anterior. Además, otras familias se habían entremezclado: los Cassala, un espléndido clan italiano como sólo existieron en San Francisco durante la primera mitad del siglo, y los Devron, quienes poseían la mayor parte del centro de Los Ángeles.

Junto a todos ellos estaban los Truaz, la familia de Carla, que vivía en la enorme propiedad: el enorme y barrigudo Cándido, su esposa y otros dos hijos además de Carla. También había diversos nietos y otra media docena de niños que Barbara no conseguía situar y, en el tosco entarimado, un quinteto de mariacri. La comida era mexicana, bajo la supervisión de la esposa de Cándido, Martha: grandes pucheros de habichuelas con chile, montones de tortitas, enormes ensaladeras de mole; suculento pollo guisado en una maravillosa salsa de chocolate amargo, arroz con azafrán y gambas, róbalos de Veracruz y vino, vinto tinto, como homenaje al viejo Jake Levy, quien nunca había considerado el vino blanco una bebida de hombres.

Y Bárbara, al verlo, pensó con tristeza: «Y yo me habría perdido todo esto sumida en mi mal humor. Qué horrible habría sido».

Ellos la querían, y tales muestras de afecto la llenaron de un cierto sentido de culpa, algo con lo que se había devanado los sesos toda la vida.

En el dormitorio de Eloise, vestida con una falda y blusa limpias que Eloise le había proporcionado, le confesó su angustia al ser abrazada y besada por tantas personas.

—Sí, yo siempre me siento así…, culpable —contestó Eloise.

—¿Sabes el porqué?

—En realidad no. ¿Y tú, Barbara?

—En cierto modo. Una tiene la profunda convicción de no ser merecedora de amor… o indigna de nada bueno, y cuando lo recibes es un error, como un paquete enviado a la persona equivocada. Te he hablado de ese horrible accidente. Los niños no resultaron heridos de gravedad, pero el conductor del autobús escolar murió, y menos de media hora después Sam estaba sirviendo champaña, y todo lo que pude pensar fue en el pobre cuerpo destrozado del hombre mientras era sacado del autobús por los bomberos, y me sentí mal, llena de culpabilidad. Pero ¿por qué? Un momento, yo digo que es convicción de no ser merecedora de amor, pero eso no significa que…

—Mis padres me querían mucho —la interrumpió Eloise—. Yo era una muñeca preciosa…, algo bonito, supongo que ellos lo creían así, pero no una persona. Hoy, tú, Carla y Sam habéis salvado la vida de esos niños. Nunca había visto a Carla así. Alguna reacción le ha producido.

—Sí…, y a todos nosotros.

—La falda te queda perfecta —dijo Eloise.

A continuación, se sentó y empezó a sollozar. Su marido, Adam, llamó, abrió la puerta y esperó con la mano en el tirador. Era un hombre alto, esbelto, con un agradable rostro pecoso, brazos morenos por el sol y cabello rojizo que se iba tornando blanco. Permaneció en la puerta observando a su esposa durante un momento, y, luego, habló con más dureza de la que nunca Barbara le había oído dirigiéndose a su mujer:

—¡Esto tiene que acabar! El chico está vivo y bien, y yo no estoy dispuesto a pasarme el resto de mi vida con un saco de lágrimas, lleno de autocompasión.

Sorprendentemente, al menos para Barbara, Eloise replicó:

—¡No me compadezco, Adam! ¡No permitiré que me hables así!

Adam se disponía a contestar, pero ahogó sus palabras. Estaba nervioso, confuso.

—Delante de Barbara… —prosiguió Eloise con tristeza.

—Lo siento.

Se acercó a Eloise, pero ella se retrajo con la cabeza baja. Él miró a Barbara apenado.

—Se le pasará —dijo ésta—. Déjanos solas, Adam, por favor.

—No sé —repuso Adam—. No he debido decir eso. No soy yo. Dios Todopoderoso —comentó a Eloisa—. ¡Sabes cuánto te quiero! ¡Somos más afortunados que el noventa por cierto de la gente de este mundo!

A continuación se marchó, cerrando la puerta de golpe a sus espaldas.

Barbara le alargó una caja de pañuelos de papel a Eloise.

—Tenemos esto en común —dijo—. Ambas somos las lloronas más grandes de la Costa. Las lágrimas asustan a los hombres. Es nuestra arma más antigua y algunos hombres les tienen pánico. A Boyd le ocurría, se derrumbaba…, y me da la impresión de que a tu Adam le ocurre igual, y con la misma facilidad.

—Tampoco es que yo llore mucho. He sido muy fuerte durante todo el sufrimiento de Joshua. Incluso aguanté cuando supe que le habían amputado la pierna. Lo hice. Pero le pusieron una prótesis hace dos semanas y…, no sé, algo se produjo en mi interior…

—Lo entiendo muy bien —contestó Barbara.

—Joshua se puso tan furioso. En realidad, nunca había estado contra esa asquerosa guerra. Ni siquiera cuestionaba Vietnam. Oh, tuvo una tremenda discusión con Freddie, pero cuando éste permaneció en la cárcel durante nueve meses como objetor de conciencia, Joshua no dijo ni una palabra en su contra. Además, estaba con los «marines». Se limitó a comentar: «Su camino y el mío no se cruzan». Pero, desde que regresó, su odio por la guerra, por el Gobierno y por Johnson…, se pone lívido si alguien menciona ese nombre. Para él, se había tratado de la guerra de Johnson. Nunca había visto a nadie cambiar de esa forma…

—Pero la gente lo hace.

—Ya lo sé. Tuvo que pasar aquellos meses en el hospital y fue un tormento, pero pensó que lo superaría. Le dijo a Freddie que nunca volvería a acostarse con una chica. ¡Deplorable! ¿Te imaginas, Barbara, que ninguna mujer tenía que ver su herida? Pero pensé que lo superaría. Aún tengo esa esperanza; pero, cuando le colocaron la prótesis, se encerró en sí mismo y eso resulta espantoso. Entonces, Freddie tuvo la idea de hacer ese enorme carnet de baile, ya sabes que Freddie te adora, en el que cualquiera que quiera bailar contigo lo firmará. Joshua no. Lloro demasiado.

Barbara halló a Joshua sentado en un banco fuera del viejo edificio de piedra, con una pierna encogida y la de la prótesis extendida frente a él. Lo había visto en el hospital, pero era la primera vez que se encontraba con él desde su regreso a Higate. Se había producido un gran cambio en el muchacho gordito y alegre que ella recordaba de años anteriores. Estaba esquelético, su rostro lleno de aristas y un rictus de amargura. Tenía el mismo azul claro de ojos que su hijo, Sam; ojos fríos. Cuando Barbara se acercaba, empezó a tratar de ponerse en pie. Ella le permitió hacerlo, pensando que si le decía que no se levantara, lo tomaría como un insulto.

—Tía Barbara.

En realidad era tía de Freddie, pero como éste era su hermanastro, Joshua siempre le había llamado así. La besó en la mejilla, casi ausente. Barbara permaneció en silencio.

—Me alegro de verte —dijo él finalmente.

—Sí, tenemos algo en común —contestó Barbara de manera rotunda—. Ambos hemos perdido algo nuestro: tú una pierna, yo el hombre que más he amado. Él formaba parte de mí y le perdí. He perdido el derecho de vivir sin una interminable soledad. He perdido la esperanza de una vejez cálida y amable en el momento en que lo hubiera deseado. He perdido la alegría de dormir con él, sí, de mantener unas relaciones sexuales con él que aún necesito y deseo; de percibir su ternura protectora. Todo eso, no por supuesta gloria, sino por un fallo de su corazón enfermo.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó.

No había andado más que tres o cuatro pasos cuando escuchó la voz de él.

—¡Tía Barbara!

Giró sobre sus talones y lo miró.

—¿Qué diablos quieres de mí? —le preguntó.

—Bailar contigo.

—¿Cómo?

—Lo que has oído. Se trata de mi cumpleaños. Por eso está esa gran tienda a rayas y todo el resto, y se puede oír la música y olfatear las habichuelas con chile, incluso desde aquí, donde te has escondido. He sabido que Freddie ha hecho un carnet de baile y quiero que estés en él.

—¡No puedo bailar!

—¿Por qué no?

—Porque me es imposible. Mírame.

—Eso es una excusa, y tú lo sabes.

La miró atónito y hubo un momento de silencio mientras los dos se observaban fijamente. Luego, Barbara sonrió y él también.

—¿Sabes lo que voy a parecer, intentando bailar?

—¿A quién le importa?

—Es probable que caiga de bruces.

—Te recogeré. Ahora, agárrame del brazo y acompáñame a la fiesta.

Clair Levy, la viuda de Jake, convenció a Barbara para que se quedara a pasar la noche allí. Una vez la fiesta hubo terminado, después de haber comido y bebido, Clair y Barbara estaban sentadas en la cocina de la vieja casa de piedra que había sido el hogar de Clair desde que ella y Jake habían comprado el viñedo. Bebían té y mordisqueaban unos bocadillos de jamón que Clair había preparado, ya que ninguna de las dos había probado gran cosa durante la fiesta.

—¿Te ha gustado? —preguntó Clair.

Tenía setenta y cuatro años; su cabello, que una vez había sido de un maravilloso color cobre, se había vuelto blanco y toda una vida en la granja, ya que el viñedo era eso prácticamente, había curtido y arrugado la piel de su rostro. Sin embargo, se trataba de una mujer hermosa, alta, erguida cuando se incorporaba, que trabajaba todo el día con satisfacción y vigor. Barbara observó sus manos, moteadas no con las manchas conocidas como lunares de higado, sino con pecas. Clair ignoraba las modernas advertencias dirigidas a las mujeres con piel delicada para que no se expusieran al sol. «Adoro el sol —hubiera contestado—. Y soy vieja. Eso nadie puede cambiarlo». Pero sus manos eran bonitas, fuertes, de dedos largos.

—Oh, ha sido espléndida —aseguró Barbara—. Aunque habrá resultado un trabajo enorme. Me siento abrumada. Ha debido costar una fortuna.

—Necesitábamos una fiesta. Dinero…, oh, por todos los cielos, Barbara, no me importa el maldito dinero. Con la nueva planta embotelladora en Vallejo, el viñedo gana más que suficiente. Pero necesitábamos una fiesta. Y, de todas formas, no hubiera pasado tu cumpleaños por alto. Han transcurrido siete meses desde la muerte de Boyd. Necesitabas que algo te animara.

—No he empezado a abrir los regalos. De todas formas, se llega a una edad en que los regalos no significan gran cosa.

—Tú no has llegado a esa edad. No me lo parece. Tengo catorce años más que tú…, ¿y soy vieja? Supongo que sí. Empecé a serlo cuando Jake murió.

—¿Has superado la sensación de sentirte sola? —preguntó Barbara.

—No estoy segura. Por supuesto, soy afortunada. Aquí, en el viñedo, están los hijos y los nietos, y supongo que eso me hace tener mejor suerte que el noventa por ciento de las ancianas de este país. Conformamos una sociedad podrida en ese aspecto. No nos ocupamos de los viejos; no los queremos.

—No, la verdad es que no somos muy civilizados en eso.

—Ni en gran cosa más —replicó Clair—. Jake dijo una vez algo singular respecto a ello, cuando cumplió los setenta. Dijo que la vejez es un país que nunca se visita hasta que llegas allí para establecerte. Ah, no estoy segura de querer ser más joven. Buscaría a un hombre como Jake y nunca lo encontraría. ¿Te he explicado alguna vez cómo le conocí?

—Creo que no —contestó Barbara.

—Yo tenía doce años, era una de esas niñas feas y desgarbadas. Medía uno setenta, flaca, de piernas largas, pecas en todas partes donde me tocara el sol, y perdidamente enamorada de tu padre, el querido Dan Lavette. Él se disponía a comprar un viejo y gran barco a un hombre llamado Swenson…

—¡El Oregon Queen!

—Exacto. Papá y yo vivíamos en el barco, que estaba amarrado en el antiguo muelle. Éramos guardianes…, papá, quiero decir, cuando no estaba borracho, mi querido, maravilloso e infantil padre. Había capitaneado el último clíper hasta San Francisco. El barco se quedó allí, para desguazarlo, y papá se emborrachaba de vez en cuando; mientras, tenía el ínfimo trabajo de guardián. Entonces, tu padre acompañó a tu madre para que viera el barco antes de comprarlo. Vi aquella belleza atrayente, Jean Lavette, la maravilla de la ciudad, y se me partió el corazón por completo.

—Lo siento mucho —exclamó Barbara.

—No tienes por qué. Jake me atrapó de rebote. Él tenía catorce años.

—Y mi papá compró el barco, ¿verdad? —preguntó Barbara—. Claro, era el Oregon Queen. Pero ¿qué ocurrió con tu padre?

—No puedes recordarlo. Estabas a punto de nacer. ¿Nadie te lo ha explicado?

—Me temo que no.

—Bueno, como sabes, el padre de Jake, Mark Levy, y tu papá eran socios entonces. Casi como hermanos. Cuando empezó la Primera Guerra Mundial tenían una flota de barcos. Tu padre hizo que el mío dejara de beber y le nombró capitán de uno de los mercantes. Seguro que el capitán Jack Harvey era el hombre más feliz del mundo, pero no duró. Un barco alemán le torpedeó cerca de la costa británica y el barco se hundió.

Se enjugó los ojos con la servilleta.

—¿Por qué lloro? Eso ocurrió hace casi sesenta años.

—No, no, Clair, querida. El tiempo es una ilusión. Yo pienso en Bernie, veintiséis años atrás, y las lágrimas acuden.

Bernie había sido su primer marido, el padre de Sam, muerto en Israel en 1948.

—Y después pienso en Boyd, y por la noche extiendo la mano para tocarle y no está.

Clair no dijo nada. Barbara se levantó.

—Soy una boba…, hablar de esa forma —comentó—. Creo que saldré a caminar un poco. ¿Vienes, Clair?

Ésta negó con la cabeza.

—Llévate un jersey. Las noches son frías ya. Hay un montón de ellos en el vestíbulo, coge el que quieras.

Una vez fuera, arrebujada en un grueso jersey, que olía a hombre, Barbara permaneció quieta para dejar que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Hacía fresco y el suficiente aire para llevarle el aroma penetrante del almizcle que se desprendía de los huesos quemados en la barbacoa. Elevó la vista y recordó el cielo de California, que no había visto desde hacía tanto tiempo, el manto de centelleantes puntos de luz, el infinito, ilimitado universo que la aterrorizaba cuando se ponía a reflexionar. Pero, aquella noche, lo contempló sin pensar en nada que no fuera su belleza.

Aún podía distinguir el gran toldo de lona a rayas que Clair había hecho instalar para la fiesta de cumpleaños. ¡Qué costumbre tan extraña y antigua que el hombre celebrara cada mojón de la carretera que les llevaba a él y a sus semejantes cada vez más cerca del final! ¿Qué ocurría en la oscuridad? Había cesado en su contemplación del cielo, estremecida por las cosas que estaban más allá de su alcance. Se había dicho, después de la muerte de Boyd, que no temería lo que él ya había superado, pero, en realidad, no había resultado así. Observó la oscuridad, sus ojos recorrían las colinas y el moteado cielo. Ni siquiera el olor de las brasas agonizantes hacía el aire menos agradable.

Escuchó algunas voces que salieron de la oscuridad, a medio camino del lugar del aparcamiento. Cuatro figuras y la voz de Freddie.

—¿Eres tú, tía Barbara? —preguntó.

Freddie, May Ling, su esbelta y morena esposa, Sam y Carla; se detuvieron al llegar a su lado.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí con este frío? —preguntó Sam.

—Contemplar el universo, supongo. Pero se ha vuelto glacial. No el aire. El universo.

—Sabes que hoy aún no te he besado —exclamó Freddie—. Todos los demás lo han hecho. Ríndase la mujer más hermosa del lugar. Me parece que me has estado esquivando.

—¡Freddie!

—¿Puedo besarte ahora?

—Si quieres.

—Ven con nosotros —dijo Carla en un impulso—. Vamos a «Vince», en Napa. Nada importante. Tomaremos unas cervezas y escucharemos algo de buen rock.

—Gracias, querida —contestó Barbara—. Pero ha sido un día muy largo y tengo ganas de irme a la cama. Además, no me gusta el rock.

—Nos quedaremos en casa de Freddie —intervino Sam—. Mañaña te llevaremos de nuevo a la ciudad, madre, a menos que quieras quedarte.

—No, regresaré con vosotros.

Se perdieron en la noche, sus siluetas se convirtieron en sombras y la oscuridad las absorbió. Existía un sistema de focos en todo el viñedo, pero no había trabajadores de turno de noche, y la oscuridad aterciopelada, moteada con la luz de algunas ventanas, se extendía por todo el lugar.

Barbara escuchó el motor de un coche que se ponía en marcha y, a continuación, unos faros amarillos que abandonaban el aparcamiento. Con la mirada siguió el trayecto del automóvil a través del camino del viñedo hasta llegar a la carretera principal. A continuación, volvió a entrar en la casa para acostarse.

En el coche, con dirección sur hacia Napa, May Ling dijo de repente.

—No quiero ir a «Vince». Tengo ganas de charlar. Y no se puede hacer con la estrepitosa música de rock. Uno ni siquiera oye sus pensamientos.

—Puedes escuchar —contestó Freddie.

—No quiero escuchar. Quiero hablar. Deseo hablarte de esa comedia que acabas de representar para tía Barbara.

—¡Comedia! ¿De qué diablos estás hablando?

—Sabes exactamente a lo que me refiero. Esa escena de coqueteo con ella. Es tan simpático. ¿Crees de verdad que a ella le ha gustado, o te ha hecho ganar puntos a sus ojos el que le hayas dicho que era la mujer más hermosa de la fiesta? Podría ser tu abuela.

—Oh, vamos, vamos —exclamó Sam aparcando el coche a un lado de la carretera—. Es el motivo de pelea más estúpido que nunca haya escuchado. Estás hablando como si Freddie hubiera nacido ayer, o si le hubieras conocido la semana pasada. Se encuentra totalmente incapacitado para evitar un acercamiento a cada mujer con la que se encuentra. Le he visto hacer lo mismo con su propia madre. No es culpa suya. Se trata sólo de una encantadora aberración.

—¡Oh, magnífico! —se lamentó Freddie—. ¡Realmente magnífico!

—No te lo reprocho. Me gustaría ser así.

—Uno no lucha contra lo que no quiere —dijo Carla.

—La voz de la sabiduría.

—Tiene razón —aseguró May Ling—. Nos desgarramos por las costuras y es peor.

—Nosotros nos hemos estado desgarrando desde el día en que nos casamos —dijo Carla—. Necesitamos una nueva ceremonia matrimonial…, amor y mimos durante al menos tres semanas.

—Esto no sirve —repuso Sam.

—Nada sirve, pero no pretendas hacer el malo de mí. Ella quiere divorciarse —dijo Freddie.

—¡Qué!

Carla nunca había pensado en el divorcio. Se pelea, se grita, se araña a la pareja y después se va a la cama para hacer el amor; luego, se llora y se vuelve a hacer el amor. No podía pedirse más. No se hablaba de divorcio.

—Me parece una locura y no creo que sea cierto —replicó Sam—. ¿Vas a decirme que May Ling quiere el divorcio?

—Eso es.

—¿Hay alguna razón? —preguntó Sam—. Aparte del hecho de que quizás os odiéis.

—No lo odio, lo amo.

—¿La odias tú?

—No seas un jodido idiota, Sam.

—Entonces, ¿por qué?

—Ya lo sabes —dijo May Ling—. Somos primos hermanos. Ya viste a mi bebé, Sam. No volveré a pasar por ello. Él quiere hijos…, así que dejaré que se busque a otra. Nunca tendré más hijos. No quiero traer monstruos al mundo.

—Tu bebé era encefalítico. No un monstruo. No existen. Esas criaturas mueren en cuestión de horas o días. Se trataba de un pobre niño enfermo y ocurrió porque tú eras una estadística. Ya te lo dije. No tiene nada que ver con la genética, nada en absoluto y, además, tú y Freddie no sois primos en primer grado. Para esto tu padre hubiera debido ser hermano de mamá. Era su medio hermano. De todas formas, lo más probable es que no exista nada extraño con los hijos de primos hermanos. Miles de ellos nacen sanos y normales. Así ha ocurrido desde que empezó la raza humana.

—Tú no tienes que parir al niño —dijo May Ling con terquedad.

—No pienso divorciarme —repuso Freddie—. Quítate esa idea de la cabeza. No voy a divorciarme de ti.

—Vámonos a «Vince» —propuso Carla—, emborrachémonos, escuchemos rock y dejemos esta estúpida charla que no lleva a ninguna parte; excepto Sam, que tiene que conducir, y Freddie, si no sabes cómo conseguir que una mujer se quede recostada y tranquila, más vale que vayas a tomar lecciones a alguna parte. Todos los anglos estáis hechos un lío.

—Amen —dijo Sam, al tiempo que ponía ei motor en marcha y encendía los faros—. Es maravilloso cuando me colocas en el asiento del conductor y todo el mundo se achispa menos Sammy.

—Nadie va a achisparse —repuso May Ling—. Son cosas que se dicen.

—Ah, borracho del sonido de mis propias palabras —comentó Freddie—. ¿Por qué no dejamos de intentar ser inteligentes?

Miró a su esposa.

—¿Sí?

—¿Bailarás conmigo? —preguntó él.

Después de unos momentos, asintió con tristeza.

—Supongo que sí.

—Bendita seas. No más peleas. Bailaremos hasta caer rendidos.

Les hubiera estropeado la velada si hubiera ido con ellos. Hubiesen puesto buena cara, pero todo habría sido debidamente dirigido y controlado. ¡Qué enorme hueco entre las generaciones! Pero llegaba una edad…, pensando que no había ningún hueco entre ella y Clair. ¿0 sí?

La habitación había sido de Sally y, cuando ésta se había casado con el hermano de Barbara, Clair apenas la había cambiado. Algunos de los libros de Sally seguían allí. Después de que Barbara se hubo duchado y secado el pelo, encontró un ejemplar de Orgullo y Prejuicio, y se metió en la cama con él. Siempre había deseado leerlo y sin encontrar nunca el momento de hacerlo. Lo mismo le había ocurrido con Crimen y castigo. También se había hecho la promesa de leerlo y lo había ido dejando de lado año tras año. Pero entre Dostoyevsky y Jane Austen, la brecha era muy ancha, y mientras sólo tenía un interés netamente literario en Crimen y castigo, muy a menudo había pensado en ella misma como Jane Austen. Aquéllos eran sus propios, íntimos y descabellados pensamientos…, fantasías, por así decirlo…, que no podían ser compartidos con ningún ser viviente, ni siquiera con Boyd, quien, ciertamente, no se hubiera burlado de ella. Poseía una miniatura de Jane Austen y, a pesar de que sólo una persona con mucha imaginación podía descubrir algún parecido entre Barbara Lavette y Jane Austen, ella no carecía de imaginación.

Por muy extraño que pareciese, había leído tres libros de Jane Austen, pero no Orgullo y prejuicio, que se suponía era el mejor de todos. Su descubrimiento no se había producido en el viejo colegio «Sarah Lawrence», sino en la cárcel, donde había encontrado La abadía de Northanger en la biblioteca de la prisión. Cárcel. Había transcurrido una eternidad desde entonces y parecía imposible. Había sucedido, pero aún le resultaba increíble que por haberse negado a revelar los nombres de las personas que le habían entregado dinero para comprar medicamentos con destino a un hospital cuáquero del sur de Francia, el Comité Local de Actividades Anti-Americanas la hubiera condenado a seis meses de cárcel…, imposible del todo; un tiempo que jamás había existido. Durante el período que Lillian Hellman había denominado tan acertadamente «la época canalla», tiempos de degradación nacional, sin honor ni decencia. Había conocido a Lillian Hellman en uno de sus viajes a Nueva York y aquella mirada fría, casi arrogante, había construido un muro alrededor de una mujer a la cual ella admiraba tanto. Barbara nunca había sido capaz de erigir barreras y su lotal franqueza le habían acarreado, una y otra vez, dolor y humillaciones. Sin embargo, al pensar en ello, mientras permanecía en la cama sin poder conciliar el sueño debido a los recuerdos, no encontró causas de remordimiento para su franqueza. Podía entender la cicatriz que había llevado a Hellman a encerrarse en sí misma. Los que sobreviven tienen valentía y Barbara había llegado a creer que el valor, el valor real que existe sin el asesinato o la violencia, era la mejor parte del alma humana.

No significaba que estuviese segura de que el alma humana existiera. En las horas y días que siguieron a la muerte de Boyd, su amigo, protector y amante, había intentado, con desesperación, creer que alguna parte de él sobrevivía, que ella podría tocarle de nuevo, no con las manos sino con alguna parte de su mente o de su alma, con alguna vibración, quizá; pero tales acercamientos a una fe de la cual nunca se había ocupado habían fallado y su enseñanza episcopaliana de la Grace Cathedral, en lo alto de la colina de San Francisco, estaba demasiado lejana, demasiado olvidada y entretejida con los mitos de la infancia. ¡Cómo envidiaba a las personas religiosas que podían creer!

Recuerdos de cárcel de nuevo. Orgullo y prejuicio quedó sin abrir. Retazos del juicio y el encarcelamiento. Le habían llevado a Boyd, abogado. Así lo había conocido. Se enamoró de ella. Fue el paladín de brillante armadura que la defendería en el juicio y ninguna puerta de calabazo se abriría para ella. Sonrió al recordar a Boyd, rechoncho pero fuerte, su cabello rojizo cortado a cepillo…, podía ser tan testarudo y enérgico…, y, de esa forma, relajada de repente, cerró los ojos y se durmió.

Así terminó el día de su sexagésimo aniversario.