Capítulo V
El Morning World hizo su primer sondeo del distrito Cuarenta y ocho. La primera edición del periódico llegó temprano a San Francisco y a las ocho estaba en los quioscos. Barbara compró media docena de ejemplares, camino del Cuarenta y ocho, pero cuando entró en el almacén de Sunnyside, Freddie estaba detrás de su mesa, reclamando silencio de la docena de personas que ya se encontraban allí.
—Los Angeles Morning World —dijo Freddie, mostrando el periódico— de hoy, miércoles, primera página: Uno de los más interesantes enfrentamientos para el Congreso se lleva a cabo en el Distrito Cuarenta y ocho, donde la inconformista Barbara Lavette rivaliza con el titular republicano, Alexander Holt. El 48 es, por tradición, firmemente republicano y se dice que el candidato por este partido puede hacer su campaña por teléfono. La única ocasión en que esta gran mayoría republicana sufrió una sacudida se produjo hace seis años, cuando Miss Lavette aceptó por primera vez la designación demócrata. El entonces titular fue procesado posteriormente por aceptar sobornos, y el escaño lo ocupó Alexander Holt, un abogado de San Francisco. En 1974, Mr. Holt recibió el 87 por ciento de los votos. En la encuesta telefónica realizada ayer por este periódico, Mr. Holt recibía el 61 por ciento, Miss Lavette el 29 por ciento y el 10 por ciento de indecisos. El distrito será encuestado por este periódico cada miércoles hasta el día de la elección, y seguiremos los acontecimientos con todo interés. Fin de la cita —dijo Freddie.
Aplausos. Gritos de júbilo. Los amigos besaban a Barbara.
—Cuestión de dinero, querida —aseguró Birdie MacGelsie—. Otra recaudación, se necesitan mil dólares por cada punto de porcentaje.
Y a mediodía, una limusina negra llegó con Tony, más viejo, más grueso, pero aún con la misma voz profunda y reconfortante. Se acercó a la mesa de Barbara y dejó que su cuerpo descendiera con cuidado hasta la frágil silla plegable.
—Barbara, eres la comidilla de todo el partido —dijo—. Los corredores de apuestas tenían tres a uno a favor de Holt. Me han dicho que ha caído dos a uno. ¿Has hecho un milagro?
—Casi. Hemos estado solicitando el voto puerta por puerta. Freddie y Carla han elaborado un sistema, y si tuviéramos voluntarios suficientes podríamos cubrir cada casa del distrito. Tal y como están las cosas, confiamos en alcanzar al menos el treinta por ciento. Supongo que es muy distinto cuando se pueden añadir los camiones con altavoces, propaganda local y asambleas en la calle. ¿Quieres creer que hay tres periódicos semanales en el Cuarenta y ocho y cuatro suplementos gratuitos? Convencimos a un supermercado para que nos permitiera amontonar los folletos de nuestro programa al lado de los periódicos. He dicho hemos, pero han sido los chicos los que lo hicieron por su cuenta.
—¿Cuántos voluntarios tenéis? —preguntó Moretti.
—Más de cien, la mayoría son estudiantes.
—Debes de estar bromeando.
—Es verdad, Tony. Bueno, ya sabes, algunos vienen una hora de vez en cuando, otros nos dedican un día a la semana y otros acuden una vez y no vuelven. Vamos a derrotar a Mr. Alexander Holt. Vamos a darle una paliza.
—Eso espero, Barbara, te lo aseguro. Por otra parte, vigílale. Es astuto y ambicioso. ¿Lo has conocido ya?
—Me invitó a cenar —dijo Barbara, explicándole cómo había ido la cosa.
Y cuando Moretti frunció el ceño, Barbara puso una mano sobre la de él.
—Confía en mí —comentó.
—Es un hombre atractivo, Barbara.
—Estoy de acuerdo.
—Muy bien, ya es suficiente. Dejemos este asunto. Me gusta cómo llevas las cosas…, es como solíamos hacerlo. Conocer a cada hombre, mujer y niño y lo que puedes hacer por ellos. Cuando llega el momento, cuentas con su voto. Hoy eso se realiza a gran escala, demasiado, pero el principio se mantiene.
—Ojalá pudiera hacerlo, Tony. Pero no tenemos bastante gente y el distrito es demasiado grande. Si pudieras ayudarnos…
—A eso voy. No es ningún secreto que el comité ha abandonado el Cuarenta y ocho. Siguen haciéndolo y cuando se trata de conseguir dinero del partido, es como intentar sacar agua de las piedras. Sin embargo, después de la edición de esta mañana del World, he convocado a algunos miembros y se han ablandado. Me he colocado en una situación peligrosa. Les he dicho que ibas a ganar.
—¿Lo crees de verdad?
—Barbara, llevo sesenta años como bestia política en el partido.
—Me has echado una buena carga encima, Tony. No sé si ganaré. Ni si podré seguir manteniendo este ritmo hasta el día de las elecciones. Es peor que cualquier cosa que hubiese imaginado.
—Podrás mantenerlo.
—Has dicho que se han ablandado. ¿Como cuánto?
—Diez mil dólares para empezar, y es una bonita suma, Barbara. No nos sobra el dinero. He visto tu publicidad en televisión. Es directa y efectiva. Intenta comprar más tiempo. Mañana tendremos un cheque para ti.
Asombrado por el regalo de Moretti, Freddie dijo que debían haberse dado cuenta de su error.
—No tiene nada de particular, aparte de un buen pellizco que el partido entrega. Están impresionados, y con motivo. Hasta ahora, no se habían acercado a nosotros.
—Tony, sí.
—Te agrada Tony —dijo Freddie—, pero no te equivoques. Lo llevan de paseo. Le dejan que hable y piense que tiene alguna influencia, pero está quemado.
—Todos nos quemamos, Freddie. El tiempo lo hace.
El tiempo se les acercaba sigilosamente. Otro viernes, y el Los Angeles Morning World publicó su segunda encuesta llevada a cabo en el Cuarenta y ocho. El porcentaje de Alexander Holt había descendido al cincuenta y dos por ciento, mientras Barbara Lavette había pasado del veintinueve por ciento al treinta y siete por ciento, dejando un porcentaje de once de indecisos. Freddie agitó el periódico y les estimuló a incrementar sus esfuerzos. Había olvidado por completo su actitud cínica ante la política.
Sam apareció por el almacén por segunda vez, puntualizando que había anulado una intervención quirúrgica, sólo para poder dedicar una tarde a la campaña.
—Cariño, no había necesidad —dijo Barbara.
—No puedo permitir que pienses que no me intereso, y no podría decirte lo muy asustado que estoy por imaginarte en Washington sola.
—Sam, eso es muy amable por tu parte.
—No me veo llenando sobres y no sirvo para ir puerta a puerta. Deja que yo te lleve en el coche. Podremos hablar.
—Iba a ir con Carla, pero supongo que puedo cambiarlo.
—Ya lo he hecho. Esta noche la llevaré a cenar. ¿Te gustaría venir con nosotros?
—No. Rotundamente no. Tú quieres estar a solas con ella.
—¿Ah, sí? No estoy tan seguro.
—Entonces, ¿por qué esa invitación? —preguntó Barbara.
—Tampoco estoy seguro de eso. Cuando aceptó cenar conmigo, me alegré mucho. No podemos seguir casados…, ¿sabes, madre?, es desconcertante. Es muy difícil de comprender.
—La mayoría de las cosas lo son —aseguró Barbara—. Nadie organizó nunca las cosas en este mundo para que tuvieran más sentido.
Entregó un plano doblado a Sam.
—Callejero del distrito. Hoy es día de iglesia y, por suerte, todas las iglesias están marcadas en el plano. Como tú no conoces el distrito, y yo no mucho mejor, tendremos que trabajar sobre la marcha. ¡Estaré fuera! —gritó a Freddie—. Sam conduce.
—Que el cielo te ayude.
—Nos arreglaremos. Carla es quien conoce el distrito de verdad. ¿Estás seguro de que no quieres que venga?
—Prefiero estar a solas contigo durante unas horas. Te he tenido muy abandonada.
Fueron hacia su coche, un flamante «Cadillac» nuevo.
—Lo compré la semana pasada —explicó él—. Mi profesión lo requiere.
Barbara le observó mientras conducía. La gente había cambiado desde que ella tenía la edad de Sam; los médicos también; Sam lo había mencionado un día en el que cuatro operaciones le habían proporcionado siete mil dólares, apresurándose a añadir que se equilibraba con su trabajo en el hospital. No dijo nada. La tapicería de piel del coche de Sam era suave como la piel de un bebé.
—Bonita, ¿verdad? —comentó Sam—. ¿Qué quiere decir día de la iglesia?
—Es una idea que Freddie ha tenido. Encontró siete iglesias, dos sinagogas y un pequeño templo budista para que cooperasen dejando hablar a los candidatos un día determinado. Holt y yo disponemos de diez minutos cada uno…
—¿Un debate, quieres decir?
—Oh, no. Alex no los quiere. Tenemos un horario establecido, se supone que para evitar que nos encontremos. La audiencia será mayoritariamente femenina. Algunos de los pastores y uno de los rabinos dijeron que no podían contar con la asistencia de más de una docena de personas, pero yo creo que eso no importa. Se trata de hablar a personas que nunca acudirían a un mitin. Tenemos un programa muy apretado y empezamos a las once en la Santa Trinidad. Ésa es católica.
—Sí, ya me lo parecía.
Entregó el plano a Barbara.
—Tú me guías. Ese Alexander Holt, ¿lo conoces? —preguntó inquieto, después de unos minutos.
—Un poco.
—¿Qué tal es?
—Un caballero elegante y simpático, más o menos de mi edad.
—Oh. Grandes elogios viniendo de ti. Freddie está haciendo un buen trabajo, ¿verdad?
Ahí hubo un tono de envidia.
—Sí, es fantástico.
—Bueno, a mí me gustaría poder ayudar más. Ya te haces cargo de que mi situación es distinta. Freddie tiene toda clase de apoyo en el viñedo; pero yo no puedo abandonar mi trabajo.
—Oh, claro que no.
—Le he dejado un cheque de quinientos a Carla.
—Sammy, no era necesario.
—Lo es. Seguro. Dinero culpable. Por lo menos así me siento.
«¿Culpable de qué?», se preguntó Barbara. ¿Por no ayudarla en la campaña? ¿Por las tarifas que cobraba? ¿Por qué siempre encontraba una separación tan grande entre ambos?
Barbara no creía en los discursos políticos furibundos; no era su estilo, y en la Santa Trinidad les explicó, con gran dulzura, la historia de Rubio Truaz, el hermano de Carla, muerto en Vietnam. Un pedazo de mortero del Vietcong había encendido una granada de fósforo de su cinturón, envolviéndole en llamas. Lo más horrible fue que un cámara de la «CBS» había filmado la agonía del muchacho.
—Sólo eso —concluyó Barbara— hubiese sido suficiente para convertirme en enemiga de la guerra; pero fui corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial y ya sabía lo que era. Si votan por mí y resulto elegida, haré todo lo que esté en mi mano para mantener a nuestro país fuera de guerras, y lo haré de todo corazón y con todas mis fuerzas.
Mientras se dirigían a la siguiente iglesia, Sam dijo:
—Has estado estupenda, ¿sabes? No te pareces en nada a ningún orador político que yo haya escuchado.
—No puedo hacerlo a su manera. No sé si mi forma es la más adecuada, pero es la única que tengo.
A últimas horas de la tarde, saliendo de la última parada prevista, una pequeña iglesia metodista construida al estilo de una misión española, se encontraron con Alexander Holt. Éste se había apeado de su coche y sonrió con cordialidad al ver a Barbara.
—Bien venida, encantadora enemiga. Te he estado siguiendo el rastro durante todo el día.
Barbara le estrechó la mano y, a continuación, presentó a Sam.
—El doctor Samuel Cohén, mi hijo.
Holt extendió su mano.
—Se llama como su padre, aunque ya tiene su propia reputación, según tengo entendido. ¿Le importa que hable un momento con su madre?
—En absoluto.
Holt se llevó a Barbara aparte.
—¿Cenas esta noche? —susurró—. Por favor, no digas que no.
—No tiene que ser un secreto, Alex. No me importa que el mundo entero sepa que ceno contigo…, mientras me voten a mí.
—Estupendo. Entonces, pasaré a buscarte…, ¿a las ocho? ¿Te da tiempo suficiente?
—Seguro. Pero no esperes ingenio y encanto. Este circuito de iglesias me ha agotado. Pero me gustará.
De regreso al cuartel general de la campaña, Sam le preguntó:
—¿Qué era todo eso? A no ser que me entrometa…
—En absoluto. Me ha pedido que cenara con él esta noche.
—¿Y has aceptado?
—Sam, mi moralidad está a salvo. ¿Por qué no debería cenar con él?
—Bueno, lo descalificas. Es el enemigo, la competencia.
—Sam, es el candidato republicano. No es mi enemigo y, si has escuchado mis discursos, debes saber que no le descalifico. Yo sigo mi línea. Es un hombre agradable y simpático y yo una viuda muy sola. No te atrevas a ofrecerte como acompañante mío. No necesito una escolta, quiero un hijo que viva su vida, ya que yo me siento muy capaz de vivir la mía.
—Ya te has enfadado.
—No, cariño. Tal vez un poco conmigo misma, pero nada más, créeme. Y gracias por ser un chófer tan leal y paciente.
Frente al almacén, mientras esperaba que Carla terminara, Sam dijo a Freddie:
—¿Sabes con quién cena mi madre esta noche?
—¿Tendría que saberlo?
—Me parece que sí. Con Alexander Holt.
—¿Y qué?
—¿No te importa?
—Sam, si no le importa a ella, ¿por qué tiene que importarme a mí?
—Yo no pensaba que fuera la forma de llevar las cosas.
—Sam, olvídalo. En realidad no tiene importancia.
Freddie contempló a Sam mientras éste se alejaba con Carla, reflexionando que él, Freddie, era un piojo miserable, acostándose con la mujer de Sam, ya que a pesar de que el matrimonio estuviera divorciado, ella seguía siendo la mujer de Sam y él, Frederick Lavette, engañaría a Sam, a May Ling y a sí mismo, y Sam era el mejor amigo que tenía, un hermano más que un amigo.
Mientras conducía de vuelta a su casa de San Francisco, Barbara caviló sobre el hecho de haber utilizado aquel término de «viuda sola». Esto era nuevo. Antes, nunca había usado aquella definición, ni tampoco pensado en ella calificándose así, y muy rara vez había regañado a Sam. ¿Se había tratado de una súplica de compasión, un grito de terror, un estallido, un reproche, como quisiera llamarlo, o, simplemente, una excusa para ocultar su pena frente a su hijo? Una y otra vez se había autoconvencido de que era una mujer fuerte e independiente, que le había sucedido casi todo lo que podía acontecerle a alguien, que las cosas eran así y que nunca se lamentaría ni lloraría por ello. Incluso aquel último día en el hospital con Boyd, cuando ambos sabían que era el final, con Boyd pálido, cadavérico, entubado por la nariz, ella, que por lo general se deshacía en lágrimas viendo un folletín sentimental, no había llorado ni gimoteado.
—Me has dado el mejor amor de mi vida —había sido capaz de decir—. Eso no morirá. Permanecerá siempre conmigo.
Ella estaba sentada al lado de la cama, sujetándole la mano, hablando de los maravillosos tiempos que habían pasado juntos.
Y aquella noche iba a cenar con Alexander Holt. «Es razonable —se dijo—. La vida pertenece a los vivos, no a los muertos, y el luto eterno es una complacencia corrosiva». Sonrió al pensar en la reacción de Sam y se animó al convencerse de que ahora, como siempre, haría las cosas como le gustaran y parecieran convenientes.
En su casa de Green Street, se cambió tres veces de vestido y todavía no estaba preparada cuando Holt llamó al timbre. Corrió escaleras abajo, abrió la puerta, le dijo que se acomodara en la salita y volvió a subir para terminar de arreglarse. Cuando finalmente descendió, llevando puesto un vestido de punto color lila y una sarta de perlas que su padre le regaló el día que cumplió quince años, Alexander Holt la miró sin ocultar su admiración.
—Me haces un gran honor —dijo.
Ella estalló en carcajadas.
—¡Gracias! ¿Quieres una copa?
—Tomaremos vino en la cena. Es mi cupo estos días.
Con la vista recorrió la salita y a Barbara de nuevo.
—Me pregunto si habrá otra sala como ésta en San Francisco. Da la impresión de no haber cambiado nada desde la construcción de la casa.
—En mil novecientos dos, antes del terremoto, o por entonces. Sam Goldberg, el abogado de mi padre, la construyó para su esposa y vivió aquí solo cuando ella murió. Pero no es la sala originaria. Al quemarse la casa hace diez años, intenté reconstruirla como había sido…, o casi igual. Tanto la casa como el mobiliario.
—¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que era una necesidad sentimental. Deseaba que algo sobreviviera de mis tiempos de colegiala.
—Sí, comprendo lo que quieres decir. Es agradable…, pero me había olvidado, ¿no quieres beber algo?
—No. ¿Por qué no vamos a cenar? ¿Dónde?
—El lugar más apropiado. He reservado una mesa en el «Fairmont». La comida es excelente y nos tratarán como a potentados árabes. Quiero decir, que esta noche intento impresionarte. Te estás riendo de mí.
—Oh, no. Es que mi hijo me llevó allí hace poco. Pensó que sería una especie de terapia para mí.
—La última persona que necesita terapia eres tú; al menos, eso me parece. ¿Pido un taxi, o prefieres caminar?
—Con estos zapatos no —contestó Barbara.
En el «Fairmont», los pensamientos de Holt seguían centrados aún en la casa.
—Esos viejos edificios de madera de San Francisco deben ser de lo más incómodo que se pueda imaginar. Las habitaciones me parecen demasiado estrechas, todo es subir y bajar; además, son como trampas en caso de incendio. Me parece que serías feliz si pudieras librarte de ella y encontrar una excusa válida para trasladarte a uno de esos edificios nuevos. Yo vivo en el de Jones Street, y, créeme, es una delicia.
Él no había mencionado antes su lugar de residencia.
—No, no creo que pudiera vivir en un piso —contestó Barbara—. Adoro mi casa, con incomodidades y todo.
Les llevaron el champaña.
—Ya sé que es francés —dijo Holt—, pero Higate no embotella champaña. Es para hacer un brindis.
Sonrió. Podía mostrarse muy atento.
—¿Por la victoria? —preguntó Barbara.
—Será para uno de los dos.
Ella bebió y contempló la copa. Siguió un momento de silencio y después apareció el camarero, hábilmente humilde al colocar las dos cartas del menú sobre la mesa.
—Después —le indicó Holt.
—Por supuesto, Mr. Holt —repuso, y se alejó.
Holt observó a Barbara, sonriendo ligeramente…, «con complacencia», pensó ella…, y esperando a que hablara. Barbara reflexionaba en cómo hábitos superficiales cobraban sentido una vez se había superado la cincuentena.
—O sea, que una sola copa de champaña te deja así —dijo Holt finalmente.
—No, no es la bebida. Después de la segunda encuesta, no pensé que volviéramos a vernos, excepto en la arena con las espadas preparadas.
—¿Crees que eso me supuso una estocada mortal?
—Oh, no. Mortal no —dijo ella sonriente—. Una herida, como mucho, y, créeme, Alex, me sentí culpable. Pienso que, tal vez, hubiéramos debido evitarnos. Me gustas. Tendré que consolarte cuando pierdas y ésa será la peor consecuencia de las elecciones, ¿no te parece?
—Si yo fuera diez años más joven, estaría enamorado de ti como un loco y me resignaría. Ahora, sólo me tienes normalmente enamorado, lo cual significa que debo ganar para evitarte el horror de dos años en Washington.
—Esto debe de ser una broma —exclamó Barbara—. No me estás declarando tu amor. No somos niños, Alex. Apenas te conozco, así que lo anotaré como una frase más del diálogo.
—Cielos, te ha desconcertado.
—No, eso no es cierto. Resulta demasiado importante y demasiado intrascendente a la vez. No valoro los golpes de efecto como éste. He recibido demasiada felicidad y demasiado dolor de los hombres a los que he amado. Sé que hace mucho tiempo «te quiero» era un juego de niños. Como te he dicho, ya no lo somos.
—Estás enfadada.
—No. Sólo que después de la muerte de Boyd, abandoné. No encontré a nadie con quien me hubiera gustado pasar una velada prolongada, mucho menos quedarme con él. Me dije: «Muy bien, Barbara, has llegado al fondo de un saco lleno de vida, ahora puedes cruzarte de brazos y encontrar el consuelo que puedas por ser una anciana».
—¡Tú no eres una anciana!
—No. Cené con el hombre que era mi oponente y me sentí joven de nuevo, maldita sea.
Holt alargó la mano sobre la mesa y cogió la de ella.
—¿Qué intentas decirme, Barbara?
—No estoy segura de saberlo. Resulta algo complicado. Supongamos que gano.
—Entonces, ganas. ¿Y si gano yo?
—De acuerdo. Lo que es bueno para uno es bueno para el otro. Pero yo voy a ganar.
—Lo deseas muchísimo. ¿Por qué? ¿Cómo se relaciona eso con todo lo que sé sobre Barbara Lavette? Tú crees que vas a representar tu papel para evitar la guerra. Eso es ilusorio, Barbara. No vas a evitar nada y te destrozarás el corazón. La igualdad de derechos para la mujer…, otro engaño. Todos tus sueños, tus luchas contra los molinos de viento de la miseria y la injusticia…, nada, Barbara. Será inútil. Se reirán de ti. Te amordazarán con normas y procedimientos. Llenarán de frustración cada día de tu vida, ya que ésa es la naturaleza de la bestia. Lo sé. Soy uno de ellos. Llevo cuatro años en esto y si uno se mete en el jaleo por prestigio y por todo lo que cae, que es más de lo que nunca hayas podido soñar…, bueno, pues si ésa es tu postura, puedes aceptarlo. En caso contrario, te despellejarán viva. Te cerrarán el paso, te aislarán y nada cambiará.
Barbara permaneció en silencio durante unos momentos y después habló con suavidad.
—¿Por eso estás tú, Alex? ¿Por el prestigio y las propinas que comporta?
—¿Quieres que te mienta?
—No, Alex, eso nunca. Sabes…, ¿qué te parece si congelamos cualquier asunto relacionado con la política? Uno y otro hemos encontrado a alguien con quien poder hablar y eso ya es bastante raro.
Después de la cena, caminaron hasta Green Street, muy despacio, debido a sus zapatos de tacón alto. Era una noche agradable, fresca, sin niebla, el aire llevaba un ligero sabor a mar. En la puerta de casa, Barbara se detuvo.
—¿Quieres pasar a tomar la última copa, Alex? —preguntó.
—Si lo hiciera, me resultaría difícil marcharme, y tú no quieres eso, ¿verdad?
—No, esta noche no.
Se acercó para abrazarla y ella no se resistió. Era estupendo notar unos brazos de hombre rodeándola, y sentir unos labios oprimiendo los suyos.
Tony Moretti se apeó de su «Cadillac» con dificultad y se dirigió al cuartel general con paso fatigado. Se sentó en la silla de tijera frente a la mesa de Barbara.
—No es sencillo —dijo—. Nunca he calculado cuántos kilos de pasta italiana y cuántos litros de vino tinto de California me han llevado a este estado, pero tal vez haya valido la pena. ¿Tienes tiempo para un sermón?
—Siempre dispongo de tiempo para cualquier cosa que quieras decirme, Tony.
—Estupendo. Eres la dama más encantadora que conozco. ¿No me odiarás si te pongo verde?
—Sólo un poquito —repuso ella sonriendo.
—De acuerdo, un poquito. Aquí en San Francisco tenemos una palabra…, gunsel[6]. Es jerga local, o lo era en mi tiempo. Ignoro de dónde procede. Hammet lo utilizó en uno de sus libros, y entonces la gente del Este y los escritores de Hollywood llegaron a la conclusión de que se trataba de una denominación local para designar a un asesino a sueldo y empezaron a utilizarlo en ese sentido. Pero gunsel no significa eso en absoluto. Algunas personas piensan que es una palabra del hampa, sinónimo de maricón, pero tampoco es eso. Hay cierto tipo de hombres que comerían… No, no puedo hablar de esto con una dama.
—Tony —dijo Barbara—, sé lo que quiere decir gunsel. Nací y me crié a cuatro pasos de la costa y estoy capacitada para entender lo que quieres decirme.
—Muy bien, aquí, en un local mexicano, puedes cenar con él, ¡pero no en el «Fairmont»!
Nunca antes había escuchado aquel tono agudo en su voz, reminiscencia del Tony Moretti que había dirigido un mundo político que ya no existía.
—¿Y por qué? —preguntó molesta.
—Porque la gente te ve a ti, y la persona que está sentada a la mesa contigo, y si vas con alguien al «Fairmont», toda la ciudad se entera.
Ella intentó controlarse.
—Tony —dijo con calma—, no es el fin del mundo que un demócrata y un republicano cenen juntos, aunque ambos se presenten a las mismas elecciones. ¿Por qué te preocupa tanto?
—Porque ese hijo de perra va a clavarte una puñalada por la espalda. ¡Es un maldito gunsell!
—¡Tony, estás metiéndote en mi terreno!
—De acuerdo. He dicho lo que tenía que decir y, si te he herido, lo siento. Por otra parte, me estoy relamiendo, ya que vas a ganar y ambos les vamos a demostrar a esos señoritingos de la nueva política, que están impacientes esperando mi muerte, que tal vez Moretti sepa algo que ellos desconocen.
El miércoles siguiente, sus palabras se vieron confirmadas. El Los Angeles Morning World publicaba dos columnas en primera página:
PREOCUPACIÓN EN EL AREA DE LA BAHIA.
El artículo decía que el giro más importante posterior al «Watergate» se estaba produciendo en el distrito Cuarenta y ocho para el Congreso, donde los demócratas han designado a una neófita e independiente, Barbara Lavette, enviándola a una sólida fortaleza republicana como un corderillo al matadero. Pero Miss Lavette se niega a ser sacrificada. Ha defendido sus argumentos con un valor que deja a su oponente, Alexander Holt, confuso y frustrado. Una semana atrás, nuestra encuesta telefónica en el Cuarenta y ocho demostró que Miss Lavette había aumentado su posición del 29 al 37 por ciento, mientras Mr. Holt había pasado del 61 al 52 por ciento. Nuestro último sondeo da como resultado que Miss Lavette y Mr. Holt van igualados a un 42 por ciento, quedando de indecisos el resto.
Nuestra decisión inicial de llevar a cabo las encuestas en el distrito Cuarenta y ocho la veíamos como una especie de veleta, que marcaría los efectos del «Watergate» y la consiguiente Administración de Mr. Ford en un distrito local republicano. Sin embargo, los líderes de ambos partidos nos han comunicado que el Cuarenta y ocho ya no puede considerarse bajo ese prisma. Al parecer, Miss Lavette ha demostrado una categoría superior.
Barbara sabía, al igual que muchos de los que trabajaban en la campaña con ella, que había cambiado. Tenía capacidad para estudiarse y reconocer, al menos hasta cierto grado, lo que le estaba ocurriendo. Durante las primeras semanas de la campaña, apenas había hablado con Mort Gilpin, el recaudador que Freddie había contratado. Ahora, se sentaba con él para hacer un balance del estado financiero. Él y Freddie acudieron una mañana a su casa de Green Street y, entre panecillos y café, hablaron de dinero. Barbara constató lo que le estaba ocurriendo: precisaba ganar. Era una lucha, no demasiado larga; necesitaba ganarla.
Gilpin estaba cada vez más entusiasmado con Barbara, pero también sabía que él iba haciendo muy bien su trabajo y puntualizó que habían recaudado más dinero que la mayoría de los candidatos al Congreso en California.
—Lo sé —dijo Barbara—. Eres un hombre que hace milagros, Mort, y aún tengo el temor de que todo se desvanezca en el aire.
—¿Por qué?
—Carla ha hablado con uno de los que trabajaban para Holt. Sus colaboradores tiemblan de miedo a causa de las encuestas. Pero él no.
—Por lo tanto está confiado. Eso no significa nada, Miss Lavette, créame. En esta ciudad, los rojos son negros ahora. Un dólar que apueste significa otro dólar que ganará.
—Mort, aún no hemos hecho publicidad en la Televisión estatal.
Freddie intervino.
—Eso cuesta un buen fajo de billetes, y no es tan importante. Las independientes cubren el mismo sector.
—Pero en horas punta ven la red estatal —contestó Barbara.
—Lo intentaré, Miss Lavette. Me parece que ya hemos exprimido todo el jugo, pero lo intentaré.
Freddie regresó temprano a casa aquella noche, disculpándose ante Barbara por tomarse una noche libre tan cerca de la recta final.
—Vamos a cenar con mamá —dijo—. Apenas la he visto desde que empezamos con esto. Tengo que…
—Freddie, me parece muy bien.
—Pero ¿por qué diablos no le dijiste a Barbara que viniera? —preguntó Eloise.
—Porque no hubiera accedido.
May Ling y Freddie se sentaban a la mesa con Eloise y Adam, el padrastro de Freddie, la hermana de Adam, Sally, y el marido de ésta, Joe. Todos preguntaron por Barbara.
—No puedo creer que no hubiera venido.
Eloise era la que mantenía una relación más íntima con ella y dijo, simplemente, que Barbara había cambiado. La gente no es siempre igual.
—Va a hablar mañana —dijo Freddie—, en un mitin al que acudirán la mayoría de los maestros de las escuelas de enseñanza primaria y media del distrito. Ha sido algo muy difícil de conseguir, y Mort Gilpin y yo hemos trabajado en ello durante semanas. La razón por la que tía Barbara quería hacerlo, no lo sé, ya que los votos que representan no compensan toda esa pérdida de tiempo. Acaso reunamos quinientos maestros y al menos cuatrocientos noventa hubieran votado por ella de todas formas. En estos momentos, si queréis saberlo, debe encontrarse sentada junto a su escritorio del centro comercial, repasando sus apuntes para mañana. Está obsesionada con la elección.
—No lo creo —le contradijo May Ling—. Es un comentario desagradable.
—No la estoy criticando, sólo intento explicar lo que le ocurre.
—Eso es perfectamente normal —dijo Joe—. Siempre ha sido algo obsesiva. No tiene nada de malo.
—No se trata de una obsesión. Hay algo más —repuso Eloise, ya que ella sabía bastante de heridas profundas—. Intenta curarse a sí misma. No es fácil.
Su marido la observó con curiosidad. Después del suicidio de Joshua, había comenzado a darse cuenta de que llevaba casado más de treinta años con una mujer que, algunas veces, le parecía una extraña.
Freddie se encogió de hombros.
—Tal vez. Existe también algo llamado síndrome electoral. Es una situación mental que se apodera del candidato. El hecho de ganar o perder se convierte en la fuerza motriz que…
—Tienes mucha labia —le acusó May Ling—. Y una respuesta para todo.
—Sólo intento dar una explicación.
—A algo que tú no tienes la suficiente sensibilidad para entender.
—¡Basta ya! —exclamó Sally contrariada—. Os estáis comportando como un par de crios.
—Me pregunto —dijo Adam—, qué es ese asunto de Alexander Holt. He visto un artículo en el Chronicle comentando que ha sido vista cenando en el «Fairmont» con él.
—Nunca había pensado que llegaría el día en que nos dedicaríamos a los chismes sobre Barbara —dijo Eloise.
—Oh, vamos —intervino Freddie—, él no es el demonio. Se trata de un tipo decente.
—Ésa no es la opinión de Tony Moretti —dijo May Ling.
—Bueno, pasó una noche por el local, Barbara lo conoció y se gustaron. No me parece un pecado.
Esa misma noche, más tarde, en su casa, Freddie preguntó a May Ling:
—¿Qué mosca te ha picado? No has dejado de mortificarme en toda la noche.
—Carla.
—¿Carla qué? ¿De qué estás hablando?
—Carla es lo que me pica, Carla, Carla, Carla.
—Nunca vas a convencerte de que yo te quiero, ¿verdad?
—¿Crees que puedo? Eres un maldito degenerado. Siempre lo has sido.
—Eso es horrible. Lo peor que me has dicho nunca.
—Yo sí que me siento horrible —contestó May Ling—. Fatal.
En el Instituto de Enseñanza Media «Jack London», unos trescientos cincuenta maestros se habían reunido para escuchar a Barbara. Se dirigió a ellos con sencillez y de forma directa.
—Nací rica —dijo entre otras cosas—; en el concepto del Oeste, como el epítome de una niña bien. Mi madre fue Jean Seldon, de una familia de banqueros, y mi padre Dan Lavette, uno de los navieros más importantes de la costa Oeste. Mi primer encuentro cara a cara con la injusticia se produjo durante la gran huelga portuaria de los años treinta. Estuve involucrada en ella, primero como voluntaria en el comité de beneficencia y después como ayudante sanitaria. Aquello me mostró la injusticia y el abismo existente entre ricos y pobres. Más tarde, fui corresponsal en el extranjero, primero para una revista de Nueva York y posteriormente para el Chronicle. Con ello, mi sentido de la injusticia se incrementó. Viví en un mundo que se hallaba destrozado a causa de una guerra insensata y pasando sufrimientos innecesarios. Otras personas, tal vez más afortunadas que yo, han vivido en ese mismo mundo y han conseguido salir indemnes o, como mínimo, sólo ligeramente afectadas por los mismos acontecimientos que han hecho de mi existencia una angustia. Soy muy sincera con ustedes. Acaso pueda hacer muy poco, pero es mi maravillosa oportunidad y quizá también sea la última.
—Fue de lo más extraordinario —le comentó Mort Gilpin a Freddie al día siguiente.
Había acompañado a Barbara y después pasó haciendo una colecta, esperando recaudar unos cien dólares, un tributo simbólico a Barbara si llevaba bien el discurso.
—No, señor Frederick. Ochocientos veintidós dólares de unos trescientos cincuenta maestros mal pagados. Nunca había oído a un político explicarse como ella lo hace. No habla de política para nada; parece una predicadora de una religión en la que nadie hubiese pensado todavía.
—Tía Barbara es una especie de episcopaliana —dijo Freddie sonriendo—. Se dijo algo así de ella hace mucho tiempo. ¿Te estás enamorando, Morty?
—Si ella tuviera veinte años menos, seguro; ¿por qué no?
—A mí no me lo preguntes.
—Ya está bien de decir tonterías. Necesitamos ideas, Frederick, no bobadas. ¿De dónde sale el dinero? Como sabes, tu padre es tal vez el hombre más rico de California, y ella es su hermana, ¿correcto?
—Equivocado. No se aprecian el uno al otro, para expresarlo de la manera más suave. Además, legalmente no es mi padre. Adam Levy me adoptó. Mi padre es él, punto.
—De acuerdo. He pensado que valía la pena mencionarlo.
—¿Cuánto necesitamos para hacer la publicidad que ella quiere?
—Podríamos tener treinta segundos por quince mil. No vale la pena.
—¿A qué hora?
—A las ocho y media. Es casi una hora punta. Ellos lo consideran así.
—Cobran un precio exorbitante para sólo treinta segundos.
—No estoy muy seguro de los precios. No queremos emisión estatal. Lo que deseamos es utilizar el canal estatal, pero en una emisión local. Miss Lavette tiene razón. Hoy en día, la Televisión es un factor determinante. Pero yo ya he desplumado todos los pollos.
—Entonces, busca más pollos.
—Freddie —dijo Gilpin con aprensión—. ¿Qué te parece si voy a ver a tu padre…? Tú no lo sabes.
—De un puntapié en el trasero te hago cruzar el puente. Te he dicho que no es mi padre.
—¿Por qué te enfurece tanto que hable con él? Tal vez no sea tu padre, pero es su hermano.
—¡No!
—¿Qué tengo que hacer…, imprimir los billetes?
—Dile que no puede ser. Es mi tía y la adoro, pero se ha vuelto loca.
—¿Porque quiere ganar? ¿No puedes entenderlo? Tiene que ganar.
—De repente te has convertido en un maldito psicólogo.
—Soy un recaudador, Freddie. Un recaudador de fondos para candidatos políticos, y condenadamente bueno. Me metí en esto porque leí sus libros cuando yo tenía doce años. Conocí lo que era la guerra a través de ella, aprendí algo sobre la vida y la muerte, y entendí algo sobre mujeres.
—Ya es bastante.
—¿Qué es bastante?
—Al diablo con todo. Haz lo que quieras.
Gilpin decidió no demorarlo. Había toda suerte de familias, y las condiciones eran más o menos genéricas en la raza humana. Una familia dominada por el dinero, remordimientos, amores y odios no le parecía nada extraño; pero, al haber nacido y vivido en San Francisco, había contemplado a los Seldon y los Lavette como lo hubiera hecho un neoyorquino con los Harriman y los Rockefeller, si bien allí las grandes fortunas eran más recientes que en el Este, y existía un rompecabezas étnico que resultaba difícil, si no imposible, de conducir. Aun así, se encaminó al escaño de los poderosos, que en ese caso era un rascacielos de treinta y seis plantas, hecho de cristal, acero y cemento; un ejemplar de la demencia arrogante de una ciudad que una vez había sido medio devastada por un terremoto y que ahora ya estaba para siempre asentada en la cima de la misma grieta insegura del continente. El ascensor que decía DESPACHOS EJECUTIVOS lo transportó hasta el piso treinta y cinco, donde se encontró en un ceremonioso vestíbulo, decorado en un estilo que era una mezcla del ducal británico y el clásico de la madriguera de un millonario. Las paredes estaban recubiertas de roble, el suelo de nogal, las alfombras eran persas, los muebles tipo club inglés, de cuero fino, y colgando en los muros, pinturas modernas de gran tamaño.
En el mostrador de recepción un hombre sobre la treintena, con gafas de concha y una expresión estoica en su bien parecido rostro, le preguntó en qué podía ayudarle.
—Desearía ver a Mr. Lavette.
—¿Y usted es…?
—Mort Gilpin.
—¿Tiene concertada una cita?
—No.
—Entonces, lo siento, pero no podrá ver a Mr. Lavette. Nadie es recibido sin haber obtenido cita previa.
—Ya lo comprendo. Soy un recaudador de fondos, contratado por el hijo de Mr. Lavette para obtener dinero con destino a la campaña electoral para el Congreso de Barbara Lavette. Es la hermana de Mr. Lavette.
Gilpin le entregó su tarjeta.
—Este teléfono corresponde a un almacén de Sunnyside que Miss Lavette utiliza como cuartel general. Si desea comprobar mi identidad, no tiene más que llamar y hablar con ella o con su sobrino Freddie. No se trata de ninguna artimaña. Todo es legítimo. ¿Qué le parece si le pasa el recado a Mr. Lavette? Si él no quiere recibirme, me marcharé. ¿De acuerdo?
El apuesto joven levantó el auricular de su teléfono de sobremesa.
—Willie —dijo—, ven un momento.
El brazo levantado reveló algo que abultaba. Cuando Willie entró, también sobre los treinta años y asimismo apuesto, su chaqueta, al igual que la del otro, mostraba una protuberancia. Gilpin no había tenido en cuenta cuán nerviosos podían sentirse los poderosos.
—Relévame un momento, tengo que hablar con Mr. Lavette.
Luego se dirigió a Mort Gilpin:
—Siéntese, vuelvo en seguida.
Habían pasado casi cinco minutos cuando el hombre de las gafas de concha regresó e indicó a Mort que lo acompañara. Atravesaron otra sala de recepción en la que una bonita joven rubia, sentada detrás de una mesa, le sonrió; después, avanzaron por un pasillo hasta detenerse ante una puerta. El acompañante de Gilpin la abrió para que entrase, pero no lo siguió. Allí no había pretensiones ducales; era un moderno despacho del mejor gusto con un enorme ventanal que daba a la bahía de San Francisco.
No hubo saludos por parte de Thomas Lavette. Permaneció sentado detrás de su mesa, observando impasible a Mort Gilpin. A continuación indicó que se sentara.
—¿Trabaja usted para mi hijo? —preguntó con calma.
—Sí.
—¿Él se ocupa de la campaña?
—Así es.
—¿Sabe él que ha venido usted?
—No.
—¿Es eficiente?
La voz de Lavette resultaba grave y áspera al oído. Gilpin observó cierta semejanza entre Barbara y él, pero Thomas Lavette parecía más viejo de sus sesenta y cuatro años. El cabello ralo era blanco y las arrugas alrededor de los ojos azules contrastaban con la lozanía de sus mejillas y mentón.
—Mucho, señor. Fred es muy inteligente.
—Ya. ¿Cuánto le paga?
—Doscientos a la semana, más el cinco por ciento de cualquier cifra que recaude.
—Por lo tanto, si yo le doy dinero, usted se llevará el cinco por ciento de porcentaje.
—No, señor. Acudir al hermano de Miss Lavette a pedir dinero…, bueno, ésa no es mi idea de cómo recaudar fondos. Se trata de su familia. No tocaría ni un centavo.
—Entonces, ¿por qué diablos está aquí?
—Porque quiero que gane las elecciones. Hace cinco años que me dedico a este tipo de recaudaciones con fines políticos…, y nunca me había encontrado con alguien como ella.
—¿Puede ganar?
—Eso creo. Me parece que ya hemos tomado la delantera.
—Como es lógico, usted se imagina que si admite lo contrario, yo me echaré atrás. Nadie apuesta por una causa perdida.
—Bien, señor, mañana, Los Angeles World publicará los resultados de la última encuesta, en la que irá incluida la del Cuarenta y ocho, entre otras. Creo que se verá nuestro avance. Puedo volver.
—Ya está aquí. ¿Cuánto necesita?
—Lo que pueda obtener. Si usted me pregunta una cantidad, me gustarían cincuenta mil.
Necesitó hacer un esfuerzo para pronunciar aquellas palabras. Permaneció con las manos en los bolsillos. Cuando las sacó, tuvo que concentrarse en procurar que dejaran de temblar.
Lavette sacó un talonario, extendió un cheque, lo arrancó y se lo entregó a Gilpin.
—Cincuenta mil. Al contado.
Le pidió el cheque de nuevo y lo endosó.
—Llamaré a mi Banco. Usted lo presenta allí y lo cambia por cheques o en efectivo, como prefiera. Pero nadie más debe saber de dónde sale este dinero. No sé si es legal o no y me importa un pimiento. Si mis amigos pueden hacerlo, yo también. Pero hay dos cosas: si descubro que lo ha soplado a alguien, mi hermana, mi hijo, su esposa, si la tiene, le haré pedazos y, si me conoce, sabe que puedo hacerlo. Y, en segundo lugar, no meta las manos en ese dinero. También me enteraría de eso.
—No soy honrado —dijo Gilpin—, pero mantengo mi palabra. Le he asegurado que no tocaría un céntimo. Y así será.
Esperaba que le ofreciera la mano, pero Lavette no hizo el menor gesto.
—Ya puede marcharse —ordenó éste.
La cuarta encuesta, con el día de las elecciones a trece días vista todavía, colocaba a Alexander Holt con el cuarenta por ciento de los votos de la gente encuestada, Barbara con el cuarenta y seis por ciento, y el resto de indecisos. Entre el alboroto del cuartel general, Freddie contestó el teléfono, a continuación cubrió el auricular con la mano.
—¿Queréis hacer el favor de callaros un momento? —gritó.
A continuación llamó a Barbara.
—Lo creas o no —dijo en voz baja—, es Alexander Holt. Quiere hablar contigo. Me parece que va a admitir su derrota.
—Freddie, no seas tonto.
—¿Quieres hablar?
—Sí. Procura que no hagan ruido y déjame sola.
Cogió el teléfono.
—¿Alex?
—Lo he oído —dijo él—. Ciertamente sentaría un precedente. Holt reconoce la derrota antes de las elecciones.
—Alex, no sé qué decirte. ¿Te parecería demasiado horrible si te dijera que lo siento por ti?
—En absoluto. Adoro las condolencias de una mujer encantadora. Pero todavía guardo un par de ases en mi manga.
—Estoy segura de ello.
—¿Cenamos esta noche… para celebrar tu victoria provisional?
—No, hasta después de las elecciones, no, Alex.
—¿Ocupada? ¿0 te han dado un tirón de orejas?
—Algo de las dos cosas. Ganar o perder, no deberíamos sentirnos afectados el otro miércoles después del próximo.
—Soy mal perdedor.
Más tarde, habiendo cenado en el restaurante mexicano de detrás de la plaza, sentada con Mort Gilpin y Freddie, Barbara dijo:
—No, no parecía molesto, sino muy alegre y confiado.
—Eso sí que me fastidia —contestó Gilpin—. No me gusta tener que decirlo, Miss Lavette, pero no es apreciado en los ambientes en que me muevo.
—Prefiero no insistir en eso —dijo Barbara, con ciertos remilgos—. Es natural que estas elecciones signifiquen mucho para él.
—Por otra parte —intervino Freddie—, quiero saber de dónde ha salido este dinero.
—Ni hablar —replicó Gilpin—. Lo he obtenido de un grupo que era mi último recurso. Ellos viven bien y dan de forma anónima, punto.
—No, señor. Quiero saberlo.
—¿Qué diablos pasa contigo, Freddie? ¿No quieres el dinero?
—Quiero saber si procede de Thomas Lavette.
—Estás loco. No. No es de tu padre. Además, ya está comprometido. He hecho un estupendo negocio obteniendo cuatro spots de treinta segundos en cadena nacional a una hora punta.
—¡Nunca he dado mi consentimiento! —espetó Freddie.
—Oh, vamos —dijo Barbara con ternura—, yo lo di. Me he vuelto codiciosa e inhumana y quiero esos spots. Estabas de acuerdo en que si Mort conseguía el dinero, podríamos pagarlos, y si ha sido Tom…
Negó con la cabeza.
—No —continuó—, ojalá fuera de él. Pero no lo es. Tom forma en las filas de Alexander Holt, es un republicano acérrimo, uña y carne con Ronald Reagan. Dejemos de presionar a Mort. Ha hecho milagros.
Sam llevó a su nueva relación a conocer a su madre. Así era como él la definía.
—Tenemos una relación.
—Bueno, nosotros no la tenemos —dijo Barbara—. Había otras cosas entre nosotros.
Sam no tenía mucho sentido del humor; se parecía a su padre, y como empezaba a disfrutar de una cierta reputación fuera del área de la Bahía por su habilidad como cirujano y, por tanto, a ganar mucho dinero, se encontró buscando un estilo de vida que se ajustara a ello, sin dejar todos sus principios en la cuneta. Con ese fin, pasaba muchas horas en la clínica y allí fue donde conoció a Mary Lou Constable, la cual mitigaba su culpabilidad también ejerciendo lo que alguien llamó la conciencia de los ricos, como voluntaria en Urgencias, pero, a decir verdad, como mujer de la limpieza, moviéndose entre sangre y apositos. Una tarea sucia y desagradable. Aquello, unido a su belleza, había llamado la atención de Sam y ésta no menguó cuando se enteró de que era la hija de Leonard Constable, posiblemente tan rico y poderoso como Thomas Lavette. El hecho de que Sam fuera Seldon en parte, permanecía en una parcela especial de su mente. Creía que debía dejarla allí, en reposo, ya que siempre había mantenido el apellido de su padre. La primera vez que invitó a Mary Lou a café y pastel de manzana en la cafetería del hospital, hizo alarde de ser judío. Mary Lou Constable, una muchacha alta, esbelta, morena y de profundos ojos negros, con nariz pequeña y labios carnosos, muy hermosa en conjunto, estaba lejos de ser tonta. Sabía quién era Sam, y si él prefería practicar como judío, eso sólo contribuía a hacerle más interesante aún, sobre todo si ella procedía de una familia virulentamente antisemita. Sam, además de ser alto y bastante guapo, con su cabeza bien formada, el cabello pelirrojo y ojos azul claro, también económicamente resultaba sustancioso.
Barbara pidió a Sam que la llevara a la casa de Green Street entre las horas de caos en Sunnyside Plaza y el spot que tenía que hacer en persona a las ocho de la noche. Si bien San Francisco tenía pretensiones de creerse la Nueva York de la costa del Pacífico, a decir verdad era una ciudad pequeña con menos de un millón de habitantes; y en el campo de la importancia que las viejas fortunas conllevaban, todos sabían el dinero de todos. En ese caso, por supuesto, las viejas fortunas se referían al dinero amasado durante más de una generación. Barbara conocía a Mary Lou Constable. En su origen, los Constable procedían de Missouri, y eran lo suficientemente sureños como para apegarse a las costumbres del Sur, tales como el doble nombre para las hijas y ciertos prejuicios que cubrían un amplio abanico de las gentes de color. El hecho de que Sam, medio judío, hubiera estado casado con una chicana le haría aparecer aún más indeseable bajo su punto de vista, a pesar de que la familia de Carla hubiera vivido en California desde cinco generaciones atrás.
Barbara, por otra parte, recibió el enamoramiento de Sam como una prueba de fracaso por su parte. De la misma forma que su madre, estaba aferrado a sus principios, entregado a su profesión, al respeto a la vida, curando, y poseía varias cualidades que, al igual que las mencionadas, no podían tener razón de ser en un lugar como la casa de Leonard Constable y con las relaciones de éste. Sin embargo, a pesar de todo, había acogido a Mary Lou con una pasión que nunca había revelado con respecto a Carla. Barbara intentó contrapesar sus reacciones, recordando sus sentimientos hacia Carla cuando Sam había decidido casarse con ella, arrancando su prejuicio y tratando de afrontarlo. Creía que lo había intentado, siempre; y allí había otra mujer evocando otra cara de su propio prejuicio, su disgusto por la fortuna heredada, su desagrado por las personas ricas, su desprecio por la «alta sociedad» de San Francisco, y su sueño oculto de que Sam pudiera encontrar y casarse con alguien que fuera para ella la hija que nunca había tenido.
En su hogar de Green Street, cansada como estaba siempre después de un día en el manicomio que llamaban cuartel general, no deseaba nada más que recostarse y ver las noticias en la televisión una vez tomado un baño caliente, vistiéndose después tranquilamente para la aparición en la pequeña pantalla. Sin embargo, se preocupó por la visita y preparó un ligero aperitivo. Dispuso aceitunas, nueces y una bandeja con queso y galletas, todo comprado de camino hacia la casa, ya que, después de dos meses de campaña, su despensa estaba vacía. También se hizo la promesa de que no condenaría hasta que hubiera algo que mereciese ser condenado, y que haría lo posible por mirar a la muchacha con simpatía, aceptando el hecho de que aquella visita podría representar más un juicio para Mary Lou Constable que para ella.
La joven era bonita y agradable, y después de la presentación y algunos comentarios banales, dijo a Barbara:
—Quiero a mis padres, pero le ruego que trate de verme como a mí misma. Me ha costado mucho y creo que en algunas cosas lo he conseguido, aunque en otras no tanto.
—Estoy segura de que eres tú misma —contestó Barbara, cogida por sorpresa.
—No, no como usted, Miss Lavette.
Se ruborizó y siguió adelante.
—Este mundo es tan espantoso, y, créame que cuando se trabaja en Urgencias, puede serlo mucho…, pues, bueno, también puede parecer maravilloso. Quiero decir que he crecido leyendo sus libros, siguiendo su carrera, deseando parecerme a usted más que a nadie, e incluso si Sam es judío, es de una clase especial, ¿verdad?
Barbara la contempló con consternación y sin decir nada.
—Me refiero a que…, ya sabe lo que quiero decir.
De alguna forma, Sam se la llevó antes de que pudiera volver a abrir la boca y luego llamó a su madre por teléfono.
—Mamá, por favor —rogó—, ¿querrás darle otra oportunidad?
—Sí…, sí, por supuesto.
—Ella no piensa lo que dice. Créeme, mamá, por favor.
La encuesta final, seis días antes de las elecciones, le proporcionó el cincuenta y dos por ciento a Barbara, el cuarenta y tres por ciento a Holt y sólo quedó un seis por ciento de indecisos. Freddie alquiló el salón del «Sunnyside Elks» para una fiesta la noche de las elecciones y se enviaron invitaciones a unas ciento cincuenta personas, entre ellas las de Higate. Incluso Al Ruddy le envió un telegrama de felicitación, y Moretti apareció en su limusina negra para llevar a Barbara a almorzar al «Trianon» de O'Farrell Street, donde se les unirían media docena de peces gordos del partido.
—Sólo se trata de nuestra pequeña celebración previa al acontecimiento —dijo Moretti—. He elegido el «Trianon» por motivos simbólicos, si me perdonas un poco de sentimentalismo al que tú llamarías superstición. El chef, Mr. Verdón, lo fue de la Casa Blanca durante la etapa presidencial de Kennedy. Encuentro que es el momento adecuado. ¿Estás de acuerdo conmigo?
—Lo que estoy es asustada —contestó Barbara—. Aterrorizada. Me siento como un niño descubierto en falta. Después de que ayer vi la encuesta…, no puedo dormir, Tony. No he pegado ojo.
—Es muy natural. Te has dedicado a esto en cuerpo y alma. Ahora empieza la reacción. Era de esperar.
—Todavía tenemos que enfrentarnos a las elecciones, Tony. La gente se comporta como si hubieran terminado ya.
—Aún no se ha dicho todo en estas elecciones —dijo Tony al proponer un brindis en la mesa—. He estado demasiado tiempo en este juego como para brindar por el próximo y primer congresista demócrata…; mejor dicho, próxima y primera, en el Cuarenta y ocho. El martes por la noche, cuando lo sepamos, beberemos por ella. Pero, entretanto, brindaremos por una mujer estupenda. Ha sido un privilegio para nosotros conocerla.
Barbara se encontraba sola en casa aquel jueves por la noche. Desde que se había iniciado la campaña, apenas había pasado una noche en casa sin planes y sin nadie a quien hablar, convencer o contradecir. Aquello era algo extraordinario. Tuvo tiempo para darse un baño tranquilo y lavarse el cabello; mientras lo secaba, especuló si no hubiera sido mejor teñírselo antes de empezar la campaña. Había jugado con la idea y se preguntó si no usaría las elecciones como excusa para hacerlo, pero había muchas canas entremezcladas con su cabello castaño y seguro que la gente hubiera notado el cambio, comentándolo. Su peluquero no estaba de acuerdo.
—No parece tan vieja —le había dicho—. Me refiero a que usted misma se hace mayor de lo que es; si tenemos en cuenta que su andar es juvenil y se mantiene en forma.
Había dejado las sugerencias a un lado. Tenía el cabello encanecido y así seguiría. Sus coetáneas se hacían estirar la cara y subir los senos y el trasero en una desesperada carrera por llevar el síndrome de Beverly Hills hasta la Bahía, lo cual la dejaba a ella fría y cada vez más consciente de los estragos de la mortalidad. Estuvo meditando unos momentos en el hecho de que Alexander Holt no hubiera llamado desde hacía una semana, y algo en su mente le hizo relacionar el teñido del cabello con Holt. Se hacían esas cosas si se pensaba en un hombre, y los hombres ocupaban sus pensamientos. El cielo sabía cuántas veces le ocurría eso. Clair había dicho en cierta ocasión que la vejez era un país que nunca se visitaba; se entraba en él para quedarse, de forma fortuita y sin pensarlo. Nadie le había explicado que sería así, extraña, solitaria, amenazadora, pero aquélla era América, la eterna joven. Comprendió, que la verdad estribaba en que nadie piensa nunca en llegar a viejo. La juventud ve un mundo donde los jóvenes son jóvenes y los viejos son viejos, y nunca nada cambia.
Intentó no pensar en Holt. Le había parecido simpático y agradable, pero no conocía a nadie que se fiara de él. ¿Qué sabía de aquel hombre, excepto que, en dos ocasiones, habían pasado algunas horas cenando en un restaurante? Y si ganaba, como todos los que la rodeaban aseguraban, ¿qué pasaría? ¿De qué forma lo afrontaría ella? ¿Cómo le afectaría a Alexander Holt?
Cuando el domingo anterior al martes de las elecciones llegó, Freddie y Barbara decidieron cerrar el cuartel general por primera vez desde que había empezado la campaña y pasar el día en el campo. Clair estaba preparando un jamón al horno y todos iban a reunirse para la cena en la cocina de la vieia casa de piedra de Higate. La enorme sala, con ladrillos de terracota mexicana en el suelo y azulejos blancos y azules de Puebla en las paredes, se utilizaba como comedor, ya que en ella había una mesa de grandes dimensiones. Sam iba a ir con Mary Lou, por lo que Carla tenía que quedar fuera, cosa que incomodó a May Ling y a Barbara. Esta última observó a Sam y a Mary Lou con preocupación, aliviada por fin cuando empezó a darse cuenta de que ella sólo abría la boca para decir gracias, sí y no. Al parecer, Sam la había entrenado debidamente.
Freddie estaba allí con May Ling, y la hija de Clair, Sally, esposa del doctor Joseph Lavette, hermano de Barbara. Con ellos estaba su hijo, Daniel, de veintiún años, estudiante en Princeton. Freddie había invitado a Mort Gilpin. Adam Levy, el padrastro de Freddie, y su esposa Eloise, completaban el grupo.
El calor y placer que Barbara sentía cuando se encontraba con aquellas personas, que eran toda su familia, se apagó debido a una sensación de lugares vacíos. La muerte había sido voraz. ¿Por qué tenía que pensar en la muerte, no sólo en la de los demás, sino íntimamente relacionada con ella misma? Un frío y desolado estremecimiento recorrió su cuerpo como la oleada de una náusea helada. Por fortuna, no duró. Pasó y se encontró sonriendo complacida, compartiendo su alegría por los resultados de la última encuesta. Cuando Sally inició la canción Por ser una chica excelente…, Barbara hubiera querido gritar pidiendo que se callara, pero eso habría enfriado la velada. Freddie le cogió una mano.
—Nada puede detener la marcha —dijo—. Vamos a conseguirlo.
—Todavía no estamos dentro —contestó Barbara—. Hay que esperar hasta el martes por la noche.
En el automóvil, de regreso a casa, la excitación de la cena había desaparecido. Algo había quebrantado su vehemente deseo, aquella sensación de que toda una vida apoyando causas perdidas y luchando contra los molinos de viento pudiera culminar en el Congreso, donde finalmente se enfrentaría a quienes causaban dolor, mentían, se llenaban los bolsillos y convertían la justicia en una parodia. Todos los maliciosos apelativos llenos de envidia que le habían dirigido durante esos años, acudieron a su mente, Exploradora, Juana de Arco, Perfección andante, Doña Quijote de San Francisco, Comunistoide de salón. Después de haber clasificado los recuerdos y alinearlos, cayeron sobre ella como un peso abrumador. ¿Por qué se había metido en aquello? ¿Por qué se engañaba con la idea de que no era vieja? ¿Cuándo había sido la última vez que un hombre se había acercado a ella y cuánto tardaría alguno en volver a hacerlo de nuevo? Se había ilusionado con Alexander Holt. ¿Podía ser que estuviera un poco enamorado de ella?
Ya en casa, en la cama, Barbara ocultó el rostro en la almohada y lloró. Sola en la oscuridad, suplicó que su madre y su padre acudieran a su lado. Tenía sesenta y dos años, pero era una niña huérfana y los años no marcaban ninguna diferencia.
El último cartucho, como ella decía, era un almuerzo en el hotel «Mark Hopkins», donde disertó para quinientos miembros de la agrupación de California del Norte de la Organización Nacional de Mujeres. Estaba bastante apartado del distrito Cuarenta y ocho y no era probable que más de un par de docenas de los comensales pertenecieran a él, pero habría una amplia cobertura por parte de los medios de comunicación, y Barbara había aceptado la invitación por este motivo dos meses atrás. El tema era «Las mujeres y la guerra», y habló con calma, sin apasionarse, sólo levantando un poco la voz.
—Fui madre de hijos valientes —leyó—. No eran muchachos corrientes, sino el orgullo de Frigia, muchachos extraordinarios. Ninguna madre troyana, griega o bárbara podría jactarse de hijos así. A todos les he visto morir atravesados por las lanzas de los griegos. Lloré sobre sus ataúdes y rapé mi cabello. Ante mis ojos, mi amado esposo Príamo fue asesinado, le dieron muerte en su propia casa. Tomaron mi ciudad. Esto vi y contemplé. Mis hijas, a las que amaba y había criado para buenos matrimonios, me fueron arrebatadas para convertirse en rameras de extranjeros. No existe esperanza de que vuelva a verlas, ninguna esperanza, y yo misma, para culminar mi desdicha, seré llevada cautiva a Grecia, esclava en la vejez, para morir como esclava.
Barbara hizo una pausa. Su voz, que se había convertido en un lamento de dolor, recobró el tono apacible y sencillo.
—¿Qué ha cambiado? —preguntó—. Estas palabras que acabo de leer fueron escritas por el autor griego Eurípides, hace casi dos mil quinientos años, puestas en boca de la troyana Hécuba después de que los griegos saquearan Troya. ¿Cuándo, desde entonces, no han llorado las mujeres por la obscenidad que los hombres llaman guerra, el asesinato que llaman gloria y las muertes de nuestros hijos? Si eso sucede ahora, con las terribles armas que hemos fabricado, sólo nos quedará el triste consuelo de morir con nuestros hijos. Es preciso evitarlo. Tal vez yo pueda contribuir a evitarlo. Lo puedo intentar.
Se produjo una gran ovación y los aplausos no cesaban, Freddie en la parte posterior del salón, con Mort Gilpin, comentó:
—Esto funciona.
—Creo que sí. Si hubiera leído el texto, hubiese dicho que se trataba de un suicidio político, pero esa mujer saca cualquier argumento adelante. ¿Cómo diablos lo hace?
—Estuvo con las Exploradoras y nunca devolvió la placa.
—Me estás tomando el pelo.
—Te estoy tomando el pelo. La verdad es que mi tía Barbara no vive en este mundo. Tal vez a la gente le guste el lugar en que vive.
—No sé. Si lo consigue, las bestias de Washington la destrozarán.
—Puede que no. Puede ser una romántica, pero no está loca. Es fuerte.
—Por cierto —dijo Gilpin—, mi espía en cierta cadena me ha informado de que Mr. Holt ha anunciado su aparición durante tres minutos en tres intervenciones en televisión, pasado mañana, lunes noche, a las siete y media, ocho y media y nueve y media. Ésta es la manera de que un mensaje llegue a todas partes. A ese hombre nunca se le termina el dinero. Me gustaría saber de dónde lo saca.
—¿Sabe tu espía lo que va a decir?
—No, pero según parece es una bomba.
—No hay por qué preocupar a Barbara. Ya lo escucharemos el lunes por la noche. Necesitaría algo más que una bomba para que las cosas dieran un giro.
El lunes por la tarde, Barbara, Freddie, May Ling, Carla y Mort Gilpin junto a algunos voluntarios se encontraban en el cuartel general de Sunnyside, sentados alrededor de una de las mesas comiendo bocadillos y bebiendo café en vasos de cartón. Se quedarían hasta terminar y clavar el marcador, dividido en distritos, para poder hacer un seguimiento de los comicios. Había una casilla adicional dedicada a Jimmy Cárter, a fin de seguir también las elecciones nacionales. Uno de los voluntarios era un estudiante de arte que había empleado dos días enteros en el enorme tablero. Carol Eberhardt había salido, sin que nadie se lo pidiera, y había regresado con dos grandes bolsas de bocadillos y café. Mientras Carla y May Ling repartían la comida entre los que querían jamón y queso y los que preferían cecina o liverwurst con ensaladilla rusa, Carol Eberhardt se había llevado a un lado a Freddie.
—¿Sabes, Freddie —susurró ella—, que mi padre es la cabeza de la organización republicana aquí, en el área de la Bahía?
—Sí, lo sé.
—Bien, papá me ha dicho que hoy hubiera podido quedarme en casa. Que todo ha terminado.
—¿Sabe que trabajas aquí?
—Oh, sí. Es el hazmerreír de sus amigos. Nunca se había tomado en serio nada de lo que yo hiciera.
—Bueno, ya sabes, es cierto que casi ha terminado —dijo Freddie—. Has trabajado duro. Podías haberte quedado en casa.
—No, él no se refería a eso.
—¡Freddie, ven a comer! —gritó May Ling.
—¿A qué se refería?
—Lo que Holt va a decir esta noche será devastador.
Freddie asintió. Una vez a la mesa, habló con Barbara.
—Holt va a hacer su propaganda de tres minutos dentro de media hora. ¿Lo sabes?
—Sé que tiene algo esta noche.
—Tres minutos, a las siete y media y después otras dos veces con un intervalo de una hora. Es en la cadena estatal. Un montón de dinero. He oído decir que la organización no puede afrontar el perder el Cuarenta y ocho.
—Bueno, adelante, Freddie. ¿Qué intentas decirme?
—Según parece, es una jugada sucia.
Barbara negó con la cabeza.
—No, ha llevado una pelea limpia hasta ahora. No es esa clase de personas.
Freddie se encogió de hombros.
—Ya lo veremos.
Disponían de un pequeño televisor en blanco y negro en el almacén y Carla lo colocó en otra mesa, moviendo la antena interior hasta que la recepción resultó bastante clara, aunque no perfecta. Sintonizó pocos minutos antes de que la emisión empezara. Alexander Holt aparecía sentado detrás de su mesa, con una bandera americana a la derecha y una estantería llena de libros a su espalda. Barbara comprendió que el spot se había filmado en su bufete de San Francisco. Vestía una americana de mezclilla, camisa clara y corbata a rayas, y al empezar a hablar, lucía la cómoda sonrisa de quien se siente a sus anchas.
—Amigos míos —empezó—, no soy un extraño para los que viven en el distrito Cuarenta y ocho. Ustedes conocen mi pasado. La dama que es mi rival, resulta sugestiva y persuasiva en extremo; pero ¿qué hay de su pasado? ¿Qué saben ustedes de ella? Se dice que el hijo es el padre del hombre, por lo tanto el pasado es el padre del presente. Déjenme que les hable del pasado de Barbara Lavette. En mil novecientos treinta y cuatro una gran huelga portuaria se desató contra la naviera de su padrastro. Ella estuvo metida hasta el cuello en esa huelga…, del lado de los agitadores. Después de eso, apareció en Francia, donde se inmiscuyó en la Guerra Civil española…, en el lado de los comunistas. Allí mataron a su amante, pero eso no detuvo a Miss Lavette, la cual se dedicó a pasar documentos del Partido Comunista de Francia a Alemania. Cuando regresó a América, fundó una organización cuyo propósito, sin lugar a dudas, fue la compra de medicamentos para los supervivientes antifranquistas. Un Comité del Congreso, investigando actividades subversivas en América, cosa bastante razonable, la interrogó a fin de conocer los nombres de las personas que daban dinero a su organización, y ella se negó a facilitarlos siendo procesada por desacato al Congreso. A continuación, fue juzgada y enviada a prisión durante seis meses. Aquí tenemos el expediente de esa Barbara Lavette. En los últimos años, se ha tenido tendencia a contemplar como heroica la conducta de los que se resistieron a los interrogatorios de los Comités del Congreso, dedicados a investigar actividades subversivas. Yo no lo veo así. Aparte de su desacato al mismo Congreso, al que ahora aspira a ser elegida, Barbara Lavette no ha hecho nada ilegal. Por fortuna, vive en un país libre. Al mismo tiempo, y ya que se presenta como candidata, los votantes tienen el derecho de saber a quién eligen.
Terminó. Su rúbrica fue una petición de voto para Alexander Holt. Se produjo un silencio mortal alrededor de la mesa. Barbara intentó recordar todas las palabras que Holt había pronunciado. Sentía el corazón helado y una voz interior que le decía: «Eh, tú, no llores. Todas estas personas se han dedicado a ti en cuerpo y alma y les demostrarás que sabes recibir esto con elegancia y valentía».
Pero se hallaba privada de valor y elegancia; como muchas más acciones realizadas en su vida, había sido un esfuerzo perdido y malgastado, todo para nada.
—¡Asqueroso bastardo! —exclamó Freddie.
—¡No es cierto! —gritó Gilpin—. Presentaremos la mayor demanda del siglo contra ese mal nacido por difamación.
Freddie lo miró con fijeza.
—¿Lo es?
—A medias —repuso Barbara, luchando por controlar su voz—. Todo lo que ha mencionado sucedió, pero él lo ha tergiversado a su manera.
Cerró los ojos y negó con la cabeza de forma desesperanzada.
—¿Sabéis por qué entró en la Alemania de Hitler? —preguntó May Ling en tono chillón—. Para averiguar si quedaba alguna resistencia…, alguna organización que luchase por la libertad.
—Calma, calma —dijo Freddie.
Carla estaba llorando. Sonó el teléfono y Carol Eberhardt se precipitó a contestar, para librarse del coro de caras largas.
—Es Mr. Moretti —comunicó a Barbara.
Los demás permanecieron en silencio, observándola cuando cogía el auricular.
—Lo has visto, ¿no? —inquirió Moretti.
—Sí.
—¿Qué tal estás?
—Bien.
—Quiero hablar contigo.
Ella no deseaba hablar con nadie; pero no podía darle un no al anciano.
—A las nueve estaré en casa.
Se puso el abrigo.
—Tenemos que hablar de esto —dijo Freddie—. Debemos hacer algo.
—No hay nada que hablar ni nada que hacer. Dejémoslo, Freddie.
—¿Te llevo a casa?
—No. Me encuentro bien.
Cuando llegó a Green Street, Moretti la estaba esperando en su coche negro, aparcado frente a su casa. Entró detrás de ella y se dejó caer en una silla del gabinete.
—¿Cansado? —preguntó Barbara.
—Después de los setenta, el cansancio es usual. Cuando a uno le sobran kilos como a mí, se está agotado siempre. Pareces en buenas condiciones. Me había preocupado.
—Estoy bien. Casi es un alivio.
—¿Piensas que todo ha acabado?
—Sí.
—Te equivocas —contestó Moretti—. Nada ha terminado hasta que no se ha contado el último voto.
Barbara se encogió de hombros.
—Ese hombre es un hijo de puta —gruñó Moretti—. Pero no pienses que todo el mundo le estaba escuchando, ni siquiera en el Cuarenta y ocho. También hablaba Cárter y Ford. Es un año presidencial. Así que no estés tan segura de que el juego haya terminado.
La abrazó al disponerse a marchar.
—Eres una mujer estupenda, Barbara. Y es un honor trabajar contigo.
El olor que desprendía, aquella mezcla olorosa de loción de afeitado y cigarro puro, permanecía en el aire después de que él había salido. Su padre fumaba puros, y no pudo evitar una sonrisa al pensar cuál hubiera sido la reacción de Dan Lavette con respecto a Alexander Holt.
Se sintió aliviada. Era sensible, lo bastante equilibrada, como para aceptar que estaba acabada. A pesar de lo que Moretti dijera, había acabado. Haría falta un milagro, y éstos no se producían. Lo que deseaba en esos momentos era un baño caliente, perfume, una bata larga, una copa de coñac y un buen libro.
Empezó a sonar el teléfono.
Su primera reacción fue dejar que sonara. No tenía ganas de hablar con nadie, pero cuando pensó que podría tratarse de Sam, preocupado, o Freddie, lo cogió.
—Por favor —dijo una voz—, no cuelgues, Barbara.
—¡Oh! —repuso cogida de improviso durante un momento—. ¿Por qué no, Alex?
—Porque tienes que comprenderlo.
—Lo comprendo. Por completo.
—No, no lo entiendes. A tus ojos, soy un mal nacido. Pero deja que te diga esto, Barbara. Si mañana pierdo, no seré nadie. Nunca lo fui hasta que no me convertí en congresista. Volveré a ello. Yo no soy como tú. Eres Barbara Lavette. Una escritora famosa. Tienes gente que te quiere y te admira. Yo no tengo nada. ¡Nada! No puedo enfrentarme a la pérdida de la única cosa en el mundo que hace que la gente me respete. No puedo volver al bufete de abogado y dejar que me desprecien. No podría mirar a mis hijos. No podría enfrentarme al mundo. Eso es todo lo que tengo. ¿No lo entiendes?
—Oh, claro que sí, Alex —contestó Barbara sin ira—. Pero eso no te hace menos repugnante a mis ojos. Puedo sentirme irritada conmigo misma, por no haberme dado cuenta antes; pero en cuanto a ti…, sí, te comprendo. Hiciste lo que tenías que hacer. A todo el mundo le ocurre lo mismo, supongo.
—¡Madita sea, no puedes verlo así! No entiendes que…
En ese instante, ella colgó, dejó el auricular en su sitio, lo contempló durante un momento y subió a preparar el baño.
Al día siguiente, el primer martes de noviembre de 1976, los resultados del Cuarenta y ocho estaban muy apretados. Alexander Holt ganó por 872 votos. Freddie y Mort Gilpin querían un recuento, pero Barbara se negó. Aquella noche se derramaron muchas lágrimas en el almacén del centro comercial de Sunnyside, pero entre ellas no se encontraban las de Barbara. Sus ojos estaban secos.