Capítulo XI

Los días pasaban y Barbara llegó a la conclusión de que se podía aceptar incluso San Salvador. El hedor dulzón de los cadáveres procedentes de las alcantarillas, las miasmas, de prevención y temor, los subfusiles que salían al paso, y los niños que corrían, jugaban y reían en los lugares donde otros niños habían muerto días antes. Abrahams parecía agradecer su compañía, acallando sus protestas cuando le decía que le robaba su tiempo. Hacía referencia a la recompensa que suponía la compañía de una mujer inteligente y sensible.

—Hace demasiado tiempo que estoy aquí —le dijo él—. Ahora veo las cosas con ojos nuevos.

Efectivamente, Barbara tenía la sensación de que las calles eran nuevas para él porque lo eran para ella.

Aparte del miedo y el terror, algunas veces sutiles y otras manifiestos, había algo que la subyugaba y, en cierto sentido, fascinaba: otros olores aparte del de la muerte, como el aroma del carbón quemando, de la comida cocinada, del jazmín en la noche. Se apreciaban las ansias de mujer entre los hombres destacados allí, incluso por alguien como ella. Hizo amistades con rapidez. Hablaba francés y español con fluidez, y el indudable hecho de su edad le daba entrada a círculos en los que una mujer más joven hubiera sido excluida o recibida por su sexo únicamente.

Para algunos, era una figura maternal. No le importaba. Un joven capitán del destacamento de asesores le habló como nunca hubiera hecho con un corresponsal masculino.

—¿Por qué —se lamentó— llegamos siempre como cabronazos? Perdone, me he exaltado; pero, si sólo una vez fuera posible formar equipo con personas diferentes, alguien más humano que estos bastardos asesinos. No me fío de darles la espalda, se lo juro, Miss Lavette, no me fío.

El senador americano, en viaje de reconocimiento, dijo:

—Tiene razón. Pero no podemos escoger nuestros compañeros de habitación.

—¿Qué sentiría si su esposa le dijera lo mismo?

—¿A qué se refiere?

—Bueno, pues suponga que su mujer le dijera que no puede elegir a su compañero de cama.

—Me parece una comparación extraña.

—No se trata de una comparación personal. Es que veo a estos asesinos y pienso que las pistolas que usan para matar monjas y sacerdotes se han comprado con el dinero de mis impuestos. La idea no me gusta.

No había ideas agradables allí. El jardinero que cuidaba los parterres que rodeaban el hotel le saludaba con un «buenos días» y su respuesta no se limitaba al simple saludo, sino que contestaba:

—Buenos días, ¿como está hoy?

Lo hacía con una impecable pronunciación que propiciaba la conversación y la confianza. Un día, Barbara le preguntó por su pasado.

—¿Puedo contárselo y confiar en usted?

—Sí. Por completo.

—La creo, señora. Bueno, se lo explicaré, y si quiere escribirlo en su periódico, nunca dé mi nombre.

—Jamás.

Había un banco, el jardín lo envolvía protector. Barbara se sentó y el hombre se agachó a su lado con las tijeras de podar en la mano, sin dirigirse a ella directamente, sino a unos matojos.

—Yo tenía una esposa, una madre y cuatro hijos. Tres niñas…, una de once años, otra de nueve y la pequeña de seis. El niño tiene trece años. Vivíamos en una aldea de Cabañas…, a unos sesenta o setenta kilómetros de aquí. Éramos unos trescientos paisanos. Una partida de la guerrilla pasó por allí. Nosotros no somos guerrilleros, pero los respetamos. Todos los campesinos lo hacen. Sólo permanecieron una hora en la aldea y les dimos agua y comida. Después se marcharon. A la mañana siguiente, alguien gritó que se acercaban soldados. Hay un estrecho sendero que sube hasta nuestra aldea, así que podíamos ver a los soldados cuando todavía se hallaban a un kilómetro. Yo había cavado un agujero en el suelo de mi casa, porque sabíamos que, tarde o temprano, los soldados irían. No era lo bastante grande para todos nosotros, pero debajo de una caja de madera había un hueco en el que mi hijo y yo cabíamos. Sabía que a nosotros dos nos matarían y no teníamos tiempo de escapar. ¿Sabe, señora?, cuando llegan a una aldea después de que la guerrilla haya pasado por ella, matan a todos los hombres y niños. Aunque un niño tenga dos años, los soldados del Gobierno lo asesinan, ya que dicen que algún día crecerá y se marchará a las montañas para unirse a la guerrilla. Pero yo pensaba que mi mujer, mi madre y mis hijas estarían a salvo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

»Por tanto, me oculté en el agujero con mi hijo durante el rato que estuvieron sobre nuestras cabezas. Cuando ya no se oyeron gritos y los soldados se hubieron marchado, salimos de nuestro escondite. Las habían matado a todas: mi esposa, mi madre y mis hijitas, también habían sido violadas. Todas estaban muertas y sus cuerpos aparecían en medio de un charco de sangre. La niña de once años se llamaba Catherine y había escuchado historias del padre Paco sobre santa Catalina y quería ser monja. Es todo lo que soñaba, crecer y convertirse en monja para ayudar a la gente, al igual que hacía la hermana Abigail, una monja estadounidense que nos ayudaba antes de que todo esto sucediera. Ya nunca será monja.

Empezó a cortar el césped con las tijeras. En El Salvador no eran necesarias las máquinas cortacésped. La mano de obra es lo bastante barata como para hacerlo con tijeras.

Haciendo un esfuerzo para hablar con calma, Barbara le preguntó qué se había hecho de su hijo.

—Ah, señora, se marchó. Primero no dijo nada. Me ayudó a enterrar a su madre, a la mía y a las tres niñas, y, a continuación, se despidió de mí. «Adiós, papá, me voy con los guerrilleros». Así es como la guerrilla mantiene su ejército. Cuando ocurren estas cosas, los hombres jóvenes y valientes se unen a ellos. Yo no soy valiente, jamás podría matar a otro hombre. Yo rezo. Ruego a Dios que cuide de mis hijas. Eran criaturas inocentes…

Aquella noche, en el bar del «Sheraton», después de haber tomado un martini largo, Barbara le explicó la historia a Cliff Abrahams.

—No puedo digerirlo —dijo con tristeza—. Tú hace mucho que estás aquí, ¿cómo lo consigues?

—No lo consigo. Escribo sobre ello. Es mi catarsis.

—¿Así de simple?

—Caramba, Barbara, no así de simple. Pero ¿cuánta sangre tiene un hombre? Si me desangrara por cada incidente que se produce aquí, pronto estaría tan seco como un arenque. Verás, solía escuchar los relatos de los camaradas más veteranos sobre el bombardeo de Londres y los campos de concentración en los que los judíos eran asesinados. Me preguntaba cómo podían los creyentes mantener su fe en Dios después de todo aquello. Todavía me lo pregunto, pero mi fe se ha desvanecido. No creo en nada porque no queda nada en lo que merezca la pena creer.

—Aún así has resultado bastante buen chico. Eres incapaz de darle un puntapié a un perro.

—Es que son mucho más civilizados que las personas.

—Emborrachémonos —propuso Barbara.

—Tú no te emborrachas. Mi sentido común me dice que nunca has estado como una cuba. A decir verdad, eres una señora, educada como es debido en la Iglesia anglicana, que ha renunciado al sexo y otros asuntos mundanos para dar ejemplo a la parroquia.

—Vale más que te muerdas la lengua y pidas otra ronda. No me achispo con facilidad. Hace pocas semanas que puse fuera de combate a tu amigo Carson Devron. ¿Cómo creías que había llegado aquí?

—Lo he pensado a menudo. ¿Qué imaginas que podrás sacarme si me dejas fuera de combate?

—Una entrevista con uno de los líderes de la guerrilla.

—No.

—Si algo he aprendido aquí es que, al estar aterrorizado, o encuentras un retrete o te ensucias los calzones. Tengo que hablar con la otra gente, la resistencia.

—Te empeñas en llamarles resistentes. La resistencia combatía a los nazis. Estos pobres incordios combaten a los escuadrones de la muerte, lo cual les convierte en comunistas y no en héroes.

—Cliff, no estoy bromeando. O haces que eso sea posible o buscaré a otra persona, pero preferiría que fueras tú. Sé que hablas con ellos y se fían de ti.

—¿Cómo lo sabes?

—Es del dominio público.

Tres días después, Abrahams le comunicó:

—Pasaré a recogerte mañana a las siete y tendrás tu charla con la otra parte.

—Eres un ángel.

—Lo que soy es un maldito estúpido.

Por la mañana, húmeda, brumosa y desagradable, entre serpientes de niebla en la carretera, Barbara se encontró sentada al lado de Abrahams en el jeep, excitada, ansiosa y algo asustada. La noche anterior, durante horas interminables de insomnio, había intentado disuadirse de ir. Le diría a Abrahams que había sido una idea absurda y peligrosa, y él se mostraría encantado y aliviado. Pero, al llegar la mañana, comprendió que jamás se perdonaría si dejaba pasar aquella oportunidad, sus artículos carecerían de profundidad y todo en conjunto convertiría su viaje a El Salvador en una excursión de la tercera edad.

Por tanto, allí estaba sentada con Abrahams, helada, cansada, con los brazos cruzados y temblando, en parte por el frío y en parte por el miedo. Él le aseguró que si conseguían salir de la ciudad sin ser detenidos por la Policía, o los soldados, todo iría bien.

—No rondan por las afueras a estas horas.

—¿Por qué?

—Tienen miedo. Todavía no hay suficiente luz. A las guerrillas les gusta la oscuridad y tender emboscadas.

—¿Cómo sabes que a nosotros no nos tenderán una?

—¿A un hombre desarmado y una mujer en un jeep?

—Me parece un pobre consuelo. ¿Adonde vamos?

—Colina arriba.

Dejó la carretera y entró en un camino polvoriento.

—Podemos respirar más tranquilos ahora que hemos salido de la «Pan-Am»[14]. Aquí no hay soldados. No les agradan los caminos estrechos y sin asfaltar. Son fáciles de bloquear por parte de la guerrilla; además, otras pocas semanas de estación de lluvias y este sendero será una trampa cenagosa. Lo tomaremos con calma, no iremos a más de veinte o treinta kilómetros por hora.

—¿Cliff, adonde nos dirigimos?

—A un pequeño pueblo llamado Isplán. Está deshabitado. Fue destruido y apenas queda nada. Se halla a pocos kilómetros de aquí y cuando lleguemos alguien nos recogerá.

—¿Qué significa que alguien nos recogerá? —preguntó, nerviosa.

—Querida, tú me has metido en esto, así que o te tranquilizas o doy la vuelta y regresamos a la ciudad. Verás, no sé hallar el camino por estos parajes. Conozco la manera de llegar a Isplán, porque el Gobierno nos trajo de excursión para demostrarnos lo implacable que es la otra parte. Pero una casa carbonizada no te dice quién la quemó. El caso es que hay un tipo que nos estará esperando en Isplán y él nos llevará hasta Constanza María Gómez. He pensado que preferirías hablar con una mujer. ¿Estoy en lo cierto?

—Depende de la mujer. ¿Quién es?

—Una mujer extraordinaria. Uno de los líderes del FDR.

—Frente Democrático Revolucionario.

—Exacto. Si deseas hablar con ellos, ése es el mejor grupo. Se trata de una combinación de todo lo que odia a los escuadrones de la muerte. En el FDR hay demócrata-cristianos, sacerdotes, anarquistas, campesinos que no tienen más filiación que la venganza por el asesinato de la familia, intelectuales…; un surtido de elementos decentes de esta sociedad. Ahora déjame que te cuente algo sobre Constanza. Tiene veintinueve años, pero ha pasado por todos los infiernos que podamos imaginar. Hace siete años la Guardia Nacional la detuvo. Había entrado de forma clandestina en San Salvador para ver a su madre, cuya muerte era inminente. Le tendieron una trampa, se la llevaron, la golpearon día y noche para obligarla a declarar dónde se ocultaba su grupo, fue violada una y otra vez, le aplicaron descargas eléctricas en la vulva…; en fin, golpes y torturas suficientes para matarla. Lo supe por la confesión de un soldado de la Guardia Nacional que capturó la guerrilla. Dicha confesión la divulgó «Reuters». Bueno, el caso es que ella se recuperó. Es abogado, católica ferviente y una mujer fuera de lo común.

Barbara asintió, incapaz de articular palabra.

—Ella es el mejor tema que podrías encontrar.

—No valgo mucho para estas cosas —susurró Barbara—. Tengo el mal crónico de la lágrima fácil.

—Conozco esa sensación.

Una hora después, divisaron lo que quedaba de Isplán: muros derrumbados, vigas quemadas y una iglesia sin techo. El lugar daba impresión de haber sido abandonado décadas atrás, aunque, como Barbara supo, su destrucción se remontaba a sólo dos años antes. Las casas destruidas y quemadas se alineaban en su sola calle llena de hoyos. El sol había desvanecido la niebla y el calor pegajoso iba acompañado de un olor de lodo secándose, una podredumbre dulzona que Barbara siempre recordaría como el hedor de la muerte, el olor de El Salvador.

Abrahams subió, casi hasta la iglesia, y, a continuación, paró el motor. Ambos permanecieron sentados en el jeep, esperando. El cielo se había despejado y el sol bañaba el suelo mojado. Un perro salió de una de las casas destruidas, se detuvo, miró hacia el coche y sus ocupantes y después se marchó. Un ave carroñera trazó un lento círculo en el aire y se posó en el camino, donde picoteó algo entre el fango. Levantó el trozo de carne podrida que había encontrado y revoloteó hasta un extremo del sendero con la carroña en el pico.

Al cabo de unos minutos, un hombre con barba y vistiendo un hábito raído salió de la iglesia en ruinas, oteó la calle y bajó hasta el jeep.

—¿Abrahams?

—Sí.

—Y usted es la señora Barbara Lavette, la escritora —dijo en buen inglés, aunque con acento.

—Sí —contestó ella en español—, la asustada Barbara Lavette.

—Su español es muy bueno. ¿Hablamos en ese idioma?

—Lo preferiría.

—¿Y usted, señor Abrahams?

—También. Ella llevará la conversación.

—Muy bien. Soy el hermano Pancho Campella. Si mi español le parece extraño y en cierto modo parecido al suyo, señora Lavette, es debido a que soy de Madrid, castellano, y aunque llevo aquí mucho tiempo, uno conserva el acento. En cuanto al miedo —prosiguió al tiempo que subía al asiento posterior—, eso es algo endémico en El Salvador, así que convivimos con él. Pero hoy, a donde nos dirigimos, no hay soldados ni Guardia Nacional; o sea que puede estar tranquila. A partir de ahora, estamos en nuestro territorio. Conduzca en línea recta, señor Abrahams.

El hermano Pancho era un hombre bajito y corpulento, sus pies asomaban entre las sandalias de cuero, los brazos musculosos se dibujaban bajo las pesadas mangas de su hábito de tela tosca y el rostro estaba enmarcado por una espesa barba rizada. Al mirarle, Barbara recordó un personaje vivo de los libros de historia que estudiaba en su infancia, un Fray Junípero o un seguidor de San Francisco. Como si pudiera leer su pensamiento, él dijo:

—Sí, por si se lo está preguntando, soy franciscano, el único.

—¿Llegó aquí desde España?

—Hace once años, en busca de mi alma, que efectivamente encontré en este país tan castigado.

Ella pensó en sus palabras nuestro territorio. ¿Cuál sería su territorio? Estaban a pocas horas en coche de San Salvador y las guerrillas lo llamaban su territorio. Pero ¿cómo podía serlo? De nuevo, como respuesta a una pregunta no formulada, el fraile dijo:

—Por supuesto, cuando llegan los soldados, a menos que optemos por combatir, les dejamos el campo libre. La mayoría de la gente está con nosotros, pero no pueden admitirlo, de lo contrario los soldados les matarían. Por lo tanto, algunas personas deben maldecirnos cuando llegan los soldados… Pero hoy no hay soldados aquí. —Después de un momento, añadió—: A veces, la gente nos traiciona. Al fin y al cabo, son seres humanos.

—Usted dice «combatimos», ¿también usted? —preguntó Barbara.

—No, señora. Soy un franciscano, ni combato ni llevo armas. Ayudo cuando puedo.

—No todo es blanco o negro —dijo Abrahams sin mucho entusiasmo.

—Tome el camino a la derecha —indicó el fraile—. Nunca es blanco y negro. Las personas no son de los dos colores. Siempre hay un intermedio. Esta mujer que tanto se arriesga al venir aquí para escribir sobre nosotros, ¿qué es? ¿Una santa o un demonio? ¿Somos nosotros impíos o veneramos mejor a Dios? Todo depende del punto de vista. Yo nunca digo, ponte de mi parte.

Abrahams siguió conduciendo y todos guardan silencio durante unos momentos. Luego, el hermano Pancho se disculpó por la carretera, admitiendo que apenas podía recibir ese nombre. Abrahams conducía despacio, pero aun así el jeep daba tumbos y sacudidas.

—Sólo quedan un par de kilómetros —les consoló el fraile.

Era un pueblo más pequeño aún que Isplán, y si tenía nombre Barbara no fue informada de él. Había media docena de chozas de barro, pero habitadas, niños que jugaban en la calle con el fango, cabras que pacían, mujeres que miraron el vehículo al detenerse, y frente a una de las casas tres hombres jóvenes con pantalones harapientos y camisetas, llevando, cada uno de ellos, una carabina automática y cartuchera al hombro. Eran muy jóvenes, pequeños de estatura; no podían tener más de dieciséis o diecisiete años. Al mismo tiempo, algo en ellos le dio la impresión a Barbara de que no eran novatos y que, llegado el momento, manejarían las armas con eficacia.

Al apearse del jeep, le costó un gran esfuerzo enderezarse. Todos los músculos y huesos del cuerpo le dolían, y al ponerse erguida con cierta cautela, Abrahams asintió con la cabeza.

—Ya lo sé…, parece que nos hayan enroscado.

—Peor.

El fraile daba apretones de mano a los soldados.

—Bendígame —pidió uno de ellos. El joven se arrodilló y el hermano Pancho hizo la señal de la cruz sobre su cabeza. Barbara, al observarle, tuvo la idea de que aquello lo estaban representando para ellos y al instante se arrepintió de haber tolerado ese pensamiento. Nada se hacía allí para nadie. ¿Quién era ella? Sólo lo que Abrahams les había dicho, y él no era, en absoluto, un defensor acérrimo de la guerrilla. Seguro que nunca habían oído hablar de ella y, con toda seguridad, no hubieran podido atribuir una postura específica al Los Angeles World, en el supuesto de que alguna vez hubieran visto un ejemplar del periódico.

Los chiquillos rodeaban el jeep. No habían llegado corriendo, como cualquier niño estadounidense, sino lenta y cautelosamente, sin reír, ni hablar, en silencio.

—Aguarden un momento aquí —les dijo el fraile.

Después entró en la casa. Al cabo de unos instantes, regresó y les hizo un gesto para que lo siguieran. Barbara y Abrahams tuvieron que agacharse al pasar bajo el dintel de la puerta; ya estaban en la única pieza de la choza. El suelo era de cemento gastado; como decoración, una pintura de la Virgen pegada o clavada en una de las paredes y, por toda comodidad, una mesa y dos bancos. En un extremo se veía una cama y en la pared de enfrente una chimenea donde ardía un montoncito de carbón, que llenaba la habitación con su agradable aroma. Dos hombres, sentados a la mesa, se pusieron en pie cuando Barbara y Abrahams entraron. Cada uno tenía un tazón y una cuchara frente a ellos, sobre la mesa, y la mujer, agachada frente a la chimenea, llenaba otros dos tazones de algo parecido a sopa. Se incorporó con los tazones en las manos y los llevó a la mesa. Barbara supo que se encontraba ante Constanza María Gómez.

No era una mujer alta, quizá no llegase al metro sesenta, muy delgada, con un rostro de rasgos tan acusados que la primera impresión recibida por Barbara fue que parecía estar tallado en piedra, debido a la tirantez de la piel. La imagen resultante era la de una mujer llevando una máscara, hermosa pero no humana. El cabello, recogido en un moño sobre la nuca, acentuaba aquella primera impresión; sin embargo, cuando miró a Barbara a los ojos y sonrió, la expresión apareció al instante cálida, tierna y triste.

—Soy Constanza —dijo simplemente—. Es muy temprano, no deben haber desayunado.

—No tenemos hambre.

—Claro que sí. ¿Quién no siente hambre? Sólo los muertos, y ustedes no lo están.

—No estamos muertos —admitió Barbara.

—Pues entonces tienen que comer. Y cuénteme donde aprendió el español.

—En casa. En California.

—Su acento es muy bueno. Se lo envidio. Así que hablaremos en español. ¿Le parece bien, señor Abrahams?

—Desde luego. Lo entiendo mejor que lo hablo.

Los tazones contenían sopa de habichuelas con cebolla, pero Barbara tenía apetito y ella y Abrahams rebañaron el fondo aunque rechazaron repetir.

—Está muy rica —dijo Barbara—, pero ustedes tienen demasiado poca comida y nosotros mucha.

—Tenemos la suficiente para sobrevivir la mayor parte del tiempo —contestó Constanza—. Llega comida de su país, pero casi toda la roba el Ejército y las veinte familias, y después se vende en San Salvador, San Miguel y Santa Ana. Algunas veces podemos interceptar los camiones de alimentos y eso ayuda. Sé que ha oído decir que la gente nos alimenta, pero nosotros procuramos darles comida siempre que la capturamos, y les ayudamos a cosechar y a recolectar. Nuestros soldados forman parte del pueblo.

—En mi país —dijo Barbara— leemos que ustedes están controlados por los rusos.

—Sería un control muy remoto, ¿no? Nunca he visto a un ruso.

—También se nos dice que tienen un pacto con los comunistas y que ellos dirigen el movimiento guerrillero.

—Los comunistas combaten contra nuestros enemigos y son valientes y esforzados. ¿Tenemos que renegar de ellos porque D'Aubuisson y sus escuadrones de la muerte quieran que lo hagamos?

—Nuestro Gobierno asegura que si la guerrilla se hace con el control, los comunistas descartarán al FDR. Ustedes no tendrán ninguna fuerza.

De nuevo apareció la dulce sonrisa en su cara.

—No somos fáciles de descartar. Me parece que ya hemos dado pruebas de ello.

—¿Reciben armas de los rusos? —preguntó Barbara—. Sé que le deben parecer preguntas absurdas, pero debo hacerlas.

Los dos hombres de la mesa emitieron una risita sofocada y uno de ellos sacó su arma y la dejó frente a Barbara. Era una pistola automática «Colt 45».

—De los rusos no, de ustedes —prosiguió Constanza—. Mire todas las armas que tenemos…, todas están fabricadas en los Estados Unidos. Se las quitamos a los muertos de la Guardia Nacional en el campo de batalla. Las recogemos cuando los soldados huyen y las abandonan. Las obtenemos de los soldados de la Guardia que capturamos, y también nos las entregan los hombres que desertan del Ejército. Aún así, resultan insuficientes. ¿Cómo nos las podrían facilitar los rusos? No tenemos puerto de mar. Ni comunicaciones con los rusos. Ustedes creen que los soviéticos hacen las cosas por arte de magia. Pero nosotros tenemos que afrontar hechos reales.

—Soy una mujer —dijo Barbara— ya mayor, y he visto mucha guerra y sufrimiento. ¿Se resuelve algo? No sé. Yo veo a su gente padecer y me digo a mí misma que, en su lugar, ¿qué otra cosa podría hacer?, pero ¿hasta cuándo?, ¿pueden vencer militarmente?

—Me alegro de poder dialogar con una mujer —contestó Constanza—. Yo hablo con los corresponsales, también con el señor Abrahams, que son hombres. Ellos comprenden lo que es no tener un hogar, tierras, seres que crezcan, ningún techo para tu hijo, ni salud, ni escuela, ni médico, estar embarazada y ver que la Guardia Nacional quema tu casa y que torturan al cura del lugar y le cortan los testículos. Yo lo he visto con mis propios ojos. Somos gente profundamente católica, señora, tal vez más que ningún otro país americano, y nuestros sacerdotes y nuestras monjas son carne y sangre nuestras, padre y madre…, ¡y nos llaman comunistas! Usted me pregunta si podemos ganarles con las armas. No, no, no…, sería una matanza, y en realidad combatimos contra todo su gigantesco país. Sin la ayuda de los yanquis, los escuadrones de la muerte durarían un mes. Si su Gobierno nos dejara solos, podríamos ser capaces de construir algo bueno aquí, pero mientras continúen armando a estos monstruos enloquecidos que nos asesinan como si fuésemos animales, mientras les sigan apoyando, debemos combatir contra ustedes. No podemos ganar, pero, al menos, seguimos vivos. Si depusiéramos las armas, se produciría una masacre como este continente no la ha visto jamás, así que seguiremos luchando hasta que Duarte y su gente destruya a los escuadrones de la muerte y nos ayude a hacer un país libre.

El fraile los acompañó de nuevo hasta Isplán, y los tres hicieron el trayecto en silencio. El sol estaba en lo alto detrás de algunas nubes, que se iban haciendo más densas a medida que ellos avanzaban. El gorjeo machacón de los pájaros había quedado atrás y el silencio se hizo pesado. Después de haber dejado al fraile en la aldea destruida de Isplán, Barbara no pudo contener las lágrimas. No lloraba con violencia, pero las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿Por qué diablos lloras? —gritó Abrahams, enfadado—. Ya tienes tu condenada entrevista.

—¿No viste a esos niños? Estaban hambrientos. Sólo eran piel y huesos.

—¡Por Cristo, vosotros, los yanquis, me dais cien patadas! ¡Llenáis de mierda el mundo entero y después derramáis vuestras jodidas lágrimas por un niño hambriento!

El bofetón que cruzó la cara de Abrahams llegó sin premeditación y, posteriormente, ella no pudo comprender cómo ni por qué lo había hecho, pero en aquel momento, con toda la frustración, la rabia y la desesperación a flor de piel, gritó:

—¡No te atrevas! ¡No vuelvas a hablarme de esa manera! ¡Somos las personas más amables y más comprensivas! ¿Es culpa nuestra que estemos gobernados por dementes? ¿Puedes decirme un país que no esté gobernado por locos? ¿Está tu país gobernado por personas sensatas?

Abrahams negó en silencio con la cabeza, se restregó la mejilla y emprendió la marcha sin hablar.

Pasaron unos minutos y, después, Barbara habló con suavidad.

—Lamento haberte pegado —dijo—, Cliff. Por favor, perdóname.

—Tienes el golpe de una maza.

—Oh, vamos. Nunca me perdonarás. Creo que tengo disculpa.

—Al menos has dejado de llorar.

—No lloro cuando me enfado.

Silencio de nuevo durante un par de kilómetros.

—Eres una mujer extraña —comentó él.

—Supongo que sí. No sirvo para este tipo de cosas, Cliff, en absoluto. Soy una vieja cansada que no tiene el sentido común de sentarse al lado del fuego y dedicarse a hacer calceta.

—¿Sabes hacer punto?

—No. No he conseguido aprender. Lo intenté un par de veces, pero soy un desastre.

Abrahams se restregó la mejilla.

—Vamos, no puede seguir doliendo —dijo ella en tono lastimero.

—¿Por qué no?

—Cliff, ¿qué debo hacer? Si paras el coche, bajo y me pongo de rodillas.

—Podría ayudar.

—¿Sabes?, cada vez lo siento menos. Hasta que te disculpes por lo que dijiste, no esperes más excusas de mi parte.

—No puedo creerlo. Dos personas adultas regañando como niños. Tal vez deberíamos cerrar el pico un rato.

—Gracias. La sugerencia es bien recibida.

Continuaron el camino en silencio. Hacía calor, había humedad y se sentía incómoda. Tenía la sensación de que su piel era áspera, rugosa, a punto de abrirse en anónimas úlceras tropicales. Llevaba los brazos cubiertos por las mangas de la blusa, protección contra los mosquitos, y los vaqueros le llegaban hasta los zapatos. Se sentía como una masa informe que asomaba por el cuello de la camisa. No estaba satisfecha de sí misma. Había abofeteado a Abrahams y nunca antes había hecho nada parecido. La discusión posterior no tenía sentido.

¿Podría ser que a partir de ese momento ambos hubieran llegado a un punto en que la civilización debería verse como una burla, donde el abrazo con la máquina de la muerte en aquel diminuto país por parte de un supuestamente moderno y civilizado Gobierno fuese el canto del cisne de todo lo que los dos habían creído? ¿Se estaba produciendo una especie de enloquecido ensayo general allí como preludio al holocausto atómico que acabaría con la vida en el planeta? ¿O acaso sólo era una pesadilla? ¿Se encontraba ella allí? ¿No sería más sensato pensar que se trataba de un sueño del cual despertaría en su dormitorio de Green Street?

—Lo siento mucho —dijo Abrahams de pronto.

Barbara no preguntó por qué. También ella se sentía apenada, pero estaba tan confusa que no sabía expresarlo.

Aunque todo lo demás fuera un mal sueño, el carro de combate «Chevrolet» que bloqueaba la carretera le pareció bien real. Se encontraban a pocos kilómetros de las chabolas del extrarradio de San Salvador. Era media tarde. Tres soldados rodeaban el carro, el cual estaba pintado con manchas de camuflaje y mostraba el emblema de la Guardia Nacional. Al aproximarse hacia allí y detenerse, Barbara vio que uno de los tres era un oficial, un hombre gordo, con bigote, que se secaba, sudoroso, la cara con la manga de la camisa.

—Bájense del coche —ordenó el gordo en español.

Abrahams, con voz cordial, les contestó en inglés adrede.

—Muy bien, amigos. Somos dos corresponsales que hemos dado un paseo por el campo.

Saltó del jeep.

—Deja que lleve esto a mi manera, querida —murmuró por lo bajo.

—¡Nada de inglés! ¡Fuera del coche! —gritó el oficial mientras señalaba a Barbara.

—Mi español es malísimo —dijo Abrahams cuando ella bajaba del vehículo—. ¿Nadie de ustedes habla inglés?

—Es una vieja —comentó uno de los soldados.

—Gallina vieja hace buen caldo.

—Quizá.

—¡Vosotros dos, cabrones, callaos! —vociferó el oficial. A continuación, se dirigió a Abrahams—: ¿Comprende el español?

—Un poco.

—Ustedes vienen de ver a los comunistas, ¿no? Menudo cuento, los comunistas. Ustedes se dedican a escribir sobre ellos. ¿Sabe una cosa? —dijo, mostrando su pistola, una automática de gran tamaño—. Me meo en todos vosotros, asquerosos escritores yanquis.

—Yo soy británico.

—Peor aún. Me cago en los británicos.

Durante ese diálogo, uno de los soldados se había acercado a Barbara, la sonrió y con gesto rápido le rompió la blusa y el sujetador, dejándole los senos al descubierto. Después de eso, los acontecimientos se precipitaron. El soldado gritó:

—¿Qué te parece? Mira este par de tetas. ¿Ves como tenía razón, estúpido?

En ese mismo instante, Abrahams saltó sobre Barbara para defenderla y el oficial le golpeó con la pistola en la cabeza. Abrahams cayó de rodillas con la cara ensangrentada.

—¡Eres un cerdo y un hijo de puta! —gritó ella al soldado que le había desgarrado la blusa—. ¡No te atrevas a ponerme la mano encima de nuevo!

—¡Eh!, ¡escucha qué español tan fantástico! —dijo el otro soldado—, hasta gasta buen acento, como una cerda señora de la clase alta.

Con la voz entrecortada por el dolor, Abrahams logró gritar:

—¡Estáis locos, es la esposa del embajador español!

El oficial lanzó una mirada a Barbara, que se la devolvió llena de absoluto desprecio; estaba tan furiosa, que si hubiese tenido una pistola en ese momento, sus escrúpulos hubieran desaparecido y le hubiese disparado. Todo el dolor, miedo y angustia por lo que había visto en las últimas semanas se apoderaron de ella y, por segunda vez en el mismo día, abofeteó a un hombre, ahora a un oficial de la Guardia Nacional. Su acción fue tan inesperada, tan sorprendente, que el militar se quedó atónito. El bofetón le hizo tambalearse. Los dos soldados, como petrificados, no se movieron ni dijeron una palabra. El oficial levantó la pistola y apuntó al pecho de Barbara.

—¡Adelante! —gritó ella, hablando con claridad y tratando de recordar el acento que los mexicanos del viñedo exageraban al imitar, bromeando, el castellano de los españoles—. Dispáreme. Mate a la esposa del embajador español, ¿cuánto tiempo cree que vivirá después? Usted, cerdo, no merecerá ni un juicio. Acabarán con usted y ni siquiera le darán sepultura. Soy la señora Francisca Dolores Isabel de Aragón…

«Oh, Señor —pensó—, haz que recuerde el apellido del embajador español». Se lo habían presentado, pero en aquel intervalo de segundos, en ese asunto de vida o muerte, no conseguía recordarlo. Ya que se había inventado el nombre, lo completó con lo primero que se le pasó por la cabeza.

—… y Castilla. Así —continuó a gritos mientras trataba de cubrir sus senos desnudos— que si quiere un incidente internacional que acabará Dios sabe cómo, vióleme y mate al señor Abrahams. Atrévase. Sus hijos ni tan sólo sabrán dónde estarán sus restos. ¡Los perros se los habrán comido!

Después de eso, quedó desprovista de ideas, nombre y coraje, y se limitó a mantenerse erguida y con el aire más arrogante posible, luchando con toda la determinación que pudo reunir contra el deseo de cubrirse los senos y romper a llorar.

Los soldados seguían sin moverse y el hombre gordo la observaba con detenimiento. Ella estaba segura de que le pediría su documentación y todo se vendría abajo, pero no lo hizo.

—Lo siento —dijo el oficial con brusquedad, después de un momento interminable—, pero estas cosas pasan. Estamos en guerra.

—Me hago cargo —contestó Barbara con elegancia.

—¿Puede conducir? —preguntó el oficial a Abrahams, el cual se estaba incorporando a duras penas con el pañuelo sobre la herida de la mejilla—. Si no puede, uno de mis hombres les llevará.

—Yo conduciré —repuso ella, mientras recomponía su blusa.

—Perdone lo que mis hombres le han hecho. Son unos cerdos. Pero ¿qué podemos hacer? Estamos presionados por la falta de reclutas.

Abrahams había subido al jeep y Barbara se puso al volante.

—Trataré de que el castigo no sea muy severo —dijo Barbara.

—Terminemos esta farsa y deja de hacer de reina Isabel —murmuró Abrahams.

Barbara puso el vehículo en marcha. Los soldados se disponían a apartar el carro de combate, pero ella, sin esperar, lo esquivó y volvió a entrar en la carretera, resistiendo la tentación de salir a toda velocidad. Sin embargo, la calzada estaba en tan mal estado que debía conducir con cautela.

Al cabo de unos momentos preguntó a Abrahams:

—¿Se han ido?

—En sentido contrario. Apenas se les ve.

Frenó el coche y rompió en un llanto histérico.

Abrahams la contempló durante unos minutos.

—Ya es suficiente, Barbara —dijo con algo de impaciencia.

—Estamos muertos —sollozó ella—, muertos y enterrados.

—Enterrados, no. Acepto que estemos muertos, pero ni tú eres una monja ni yo un cura.

—¿Sólo entierran a los religiosos?

—Exacto. A ti y a mí nos dejarán tirados al borde de la carretera. Ahora, ¿quieres hacer el favor de poner rumbo a la ciudad antes de que recuerden que la mujer del embajador español está en Madrid?

—¡Dios todopoderoso!, ¿lo está?

—Eso creo.

Barbara puso el jeep en marcha y salió como un rayo, dando tumbos hacia San Salvador. Su histeria había desaparecido y Abrahams le comentó que se estrellarían si seguía conduciendo de aquella forma.

—Eso espero —contestó—, sajón bastardo. Tú me has metido en esto. ¡Oh, sí! Ésta es la esposa del embajador español. ¿Y si me hubieran pedido la documentación? ¡Ahora estaría violada y muerta gracias a que un sajón estúpido se sentía ingenioso!

—¡Ingenioso, un cuerno! Ese hijo de perra iba a matarme. Así que probé suerte. ¿Sabes por qué lo hice?

—Dímelo.

—Porque te admiro. Porque creo que eres maravillosa, porque te veo capaz de sacar cualquier asunto adelante, y vaya si lo has hecho. ¡Ha sido fantástico! No se han atrevido a pedirte la documentación. ¿Sabes el motivo? Estos tipos de la Guardia Nacional son el grado más bajo de la condición humana. No se les puede comparar con los nazis. Sí, son muy valientes cuando se trata de asesinar a monjas y a hombres desarmados, pero dales un rapapolvo un poco más alto de su nivel, y se arrastran como gusanos. Dejémoslo, cada palabra que pronuncio me mata; así que haz el favor de ir más despacio y llévame a un médico.

Pero, una vez en la ciudad, Abrahams cambió de idea.

—Nada de médicos. No me fío de ellos.

—¿A tu oficina?

—No. Es demasiado tarde y además allí no deben tener nada para curarme. No creo que la mandíbula ni el pómulo estén rotos. Vayamos a tu hotel. ¿Dispones de alguna cosa?

—Tengo algo que puede servir de botiquín de primeros auxilios.

En su habitación, Barbara lavó la herida con ginebra al tiempo que Abrahams se quejaba de dolor. La mitad del rostro estaba hinchado y el dolor resultaba tan patente que Barbara se sintió culpable. Había insultado y dejado como un trapo a su estimado y sufrido amigo. Con sumo cuidado, extendió una pomada con antibiótico sobre la herida, que había dejado de sangrar, y le puso un aposito sujeto con un par de tiras de esparadrapo. Le aseguró que serviría para pasar la noche, pero que debía ser visto por un médico al día siguiente.

—Tienes que conocer a alguien de quien te puedas fiar.

—Tal vez Joe Felshun. Es un dentista de la ciudad.

—¿Un dentista?

—Es mejor que la mayoría de médicos, y al menos tiene un aparato de rayos X.

—No está mal. Puede decirnos si hay algún hueso roto. ¿Tienes apetito? —preguntó Barbara—. Son casi las siete y no hemos probado bocado en todo el día.

—No puedo masticar. Quizás algo de sopa.

—Estoy hambrienta —replicó Barbara—. El servicio de habitaciones es fatal. Bajaré y hablaré con tu amigo Angelo.

Pensó que debía tomar una ducha y cambiarse de ropa. La blusa permanecía abrochada gracias al único botón que había sobrevivido. Parecía increíble que pudiera encontrarse allí, lavándose, viendo su imagen en el espejo, relativamente tranquila, después de haber escapado de la muerte pocas horas antes gracias a una argucia infantil que era tan inverosímil como ridicula. La muerte sin dignidad iba emparejada a la huida sin dignidad, y ambos acontecimientos habían tenido lugar en un país convertido en manicomio de locos sádicos. Vaya, uno se cepillaba los dientes, se cambiaba de ropa y reflexionaba en cómo la limpieza de la dentadura se había convertido en un símbolo de la pureza interior y de la de otros millones de personas, no como preocupación por la hermandad, fraternidad, compasión o caridad, sino como simple acto de limpieza dental.

Después de que Barbara se hubo cambiado de blusa y sustituido sus vaqueros por una falda, recordó que tenía aspirinas y le llevó tres tabletas a Abrahams. Éste estaba tendido en el sofá con los ojos cerrados y ella le preguntó en voz baja si dormía.

—No, cielo —repuso él en voz baja—. Estaba reflexionando sobre la vida y la muerte. Me has salvado la vida, camarada, y nunca podré agradecértelo bastante.

—Menuda tontería. No hubieras estado allí si yo no te hubiera forzado.

—Nadie obliga a hacer algo si uno no quiere. ¿Qué tienes ahí, amor?

—Aspirinas. ¿Puedes tomar tres?

—Siempre lo hago.

Ella se las dio junto con un vaso de agua. Abrahams trató de sonreír al abrir la boca.

—Bajaré y volveré en seguida.

—Perfecto.

—Descansa.

Abajo, en el comedor, el corresponsal de The Times se levantó de la mesa en la que estaba cenando con otros hombres y salió al paso de Barbara.

—Miss Lavette, he oído decir que Cliff Abrahams ha sido golpeado.

—Tuvimos un pequeño incidente en el jeep. Nada serio. Le he curado y mañana iremos al médico.

—¿Está segura…? ¿Nada serio? Según parece, tiene la cara machacada.

—Oh, no. Nada de eso.

—Si cree que puedo servir de ayuda…

—Gracias.

Al parecer, no había secretos en San Salvador y Angelo, el camarero, le preguntó:

—¿Sigue vivo el señor Abrahams?

—Y tanto. Un pequeño incidente. Le duele la boca, ¿tiene sopa?

—Sopa de fríjoles negros muy buena. Y también puré de aguacate maduro. Haré que la suban a su habitación, ¿está allí?

—Sí.

—¿Y para usted?

—Lo que sea. Pollo. Cualquier cosa.

—Sube en seguida.

De nuevo en la suite, vio que Abrahams estaba sentado con las manos sobre la frente.

—Me encuentro bien —contestó en respuesta a su mirada de alarma—. Se trata de un dolor de cabeza horroroso.

Cuando Angelo llegó con la comida, Abrahams se mostró sin la menor gana de probarla aduciendo que si antes tenía apetito, ya había desaparecido. Barbara insistió en que debía probar la sopa y, después de la primera cucharada, siguió tomándola hasta que el plato estuvo vacío. Había tragado sin problemas.

—No puedo hablar, querida —dijo—. Me duele mucho. Perdona si no digo una palabra.

—Es muy natural.

Abrahams rechazó acostarse en su cama. Cogió los almohadones del sofá y de los sillones y los extendió en el suelo. Barbara, más agotada de lo que nunca pudiera recordar, se metió en la cama y se quedó dormida de inmediato. Durante la noche, despertó, desorientada, con el cuerpo reconfortado por otro a su lado. Al alargar la mano, rozó el huesudo pecho de Abrahams. Estaba a su espalda, inmóvil, sin dar señales de si se encontraba despierto o dormido, y Barbara no quiso saberlo; se hacía cargo de su soledad. Volvió a dormirse y, al despertar, vio que la puerta del dormitorio estaba cerrada. La noche había contribuido poco a apagar su fatiga, un cansancio que era tanto físico como mental. Tomó un baño y se vistió. En el diminuto salón de la suite, Abrahams leía un ejemplar del Prensa Gráfica y murmuraba entre dientes:

—Mentiras, todo mentiras.

Levantó la vista y, al ver a Barbara, hizo una mueca que trataba de ser una sonrisa.

—¿Has dormido bien?

—Estaba reventada. ¿Y tú?

Él se encogió de hombros. No hizo mención al haber estado en su cama, ni tampoco ella comentó nada. Abrahams indicó una bandeja.

—Panqueques y café malísimo.

—Ya. Cultivan tanto que uno cree que han aprendido a prepararlo.

Él volvió a encogerse de hombros de nuevo.

—Tomo un bocado e iremos al dentista. ¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Joe Felshun.

—Es suficiente. No digas ni una palabra más. Tu camisa da pena y podría lavarla, pero harían falta horas para que se secara. No, no te molestes en decir que te importa un pimiento. Me da la sensación de que estás furioso, algo comprensible si es conmigo, pero esa actitud conlleva problemas. Los hombres fuera de sí rebosan impertinencia y eso nunca ayuda.

Joe Felshun era de la misma opinión.

—Cálmate, Abe. Has tenido suerte.

Era la única persona a la que Barbara había oído llamar «Abe» a Abrahams.

—No hay huesos rotos. ¿Quién te ha colocado esa calamidad de vendaje?

Habían encontrado a Felshun en su consulta, un edificio bajo estucado, en Escalón, situado entre dos fincas de altos muros. En la casita blanca una placa dorada anunciaba DENTISTA AMERICANO. El consultorio era limpio y muy moderno. Felshun pasó por la pantalla de rayos X el pómulo de Abrahams, retiró el vendaje y lo sustituyó por otro más profesional.

—Está bastante bien —aseguró.

Era un hombre de aspecto frágil, viejo residente en San Salvador.

—Estoy vivo —dijo a Barbara—, porque no tienen sustituto para mí. Soy el único en este bendito país que puede extirpar bien una muela o colocar una dentadura. Lo crea o no, yo nací aquí. Mi familia llegó en el treinta y nueve. Huyeron de Alemania y no pudieron entrar en otro país. Mi inglés es fatal, ¿puede usted entender mi español?

—Por supuesto —contestó Barbara.

—¿Cómo sucedió?

Barbara se mostró dubitativa.

—Puedes confiar en él —dijo Abrahams.

—¡Faltaría más! —contestó Felshun en inglés.

Barbara le explicó su experiencia del día anterior.

—No puedo creerlo. ¿Me está diciendo que consiguieron engañarles con una tontería semejante?

—Estamos aquí.

—Están aquí, pero me temo que no saben el final de la historia. En tu lugar —dijo a Abrahams—, yo reposaría hasta que la hinchazón bajase y se cicatrizase. Te aconsejaría que te pusieras una compresa, pero es una herida fea y me gustaría que se curase como es debido. Ponte una compresa sólo si te duele mucho.

Miró a Barbara con detenimiento.

—Es usted una señora adorable. ¿Qué diablos hace aquí?

—Me hago la misma pregunta.

Abrahams la acompañó al hotel.

—Llámame mañana —dijo—. Estaré en el despacho.

Al entrar en el vestíbulo, el portero se dirigió hacia ella.

—Hay un caballero que desea verla —dijo, indicando un hombre alto, con barba, chaqueta negra y pantalón a rayas.

Era evidente que había reconocido a Barbara, ya que se acercó y se presentó como el señor Raúl Domingo, de la Embajada española.

—Soy el secretario del embajador, como dirían ustedes. ¿Podríamos sentarnos y charlar? ¿Qué tal un café en el salón?

Una vez sentados, intercambiaron unos comentarios sobre el clima y después la felicitó por su español.

—Tanto el embajador como yo nos quedamos asombrados por el hecho de que su acento debía ser perfecto.

Así que ya estaban enterados.

—No se trata tanto de mi acento, sino del espantoso español de los soldados.

El turno del hombre. Ella esperó.

—Como es natural —dijo él—, nuestro embajador comprende su acción y la necesidad de ella. Ambos nos damos cuenta de que así seguramente salvó sus vidas, y también admiramos la audacia y astucia que se requerían para sacarla adelante. Ese puerco oficial de la Guardia Nacional estaba convencido de que se armaría un gran revuelo por su insulto a la esposa del embajador y su estupidez le llevó a explicar el caso al coronel de su unidad. Usted nunca debe subestimar la estupidez de la Guardia Nacional, ni tampoco su crueldad. Usted les colocó en una situación insostenible, y la pura y simple verdad de todo esto es que si se queda aquí, ellos la matarán.

—¡Oh, no! No puedo creer algo así.

—Claro que no puede. Pero le estoy diciendo la verdad. Usted nunca se había topado con hombres como los que mandan la Guardia Nacional. Yo estoy aquí desde hace seis años y lo sé. El embajador lo sabe también. Ambos admiramos lo que hizo y por eso me encuentro aquí ahora. Tiene que marcharse de inmediato.

—No puedo. Tengo una entrevista con el embajador de Estados Unidos mañana.

—¿Recuerda cómo entraron en este hotel y dispararon contra los dos americanos del Sindicato?

—Vi lo que ocurrió.

—Mi embajador tiene motivos para pensar que ocurrirá lo mismo esta noche. Será bastante corriente. Si el inglés está con usted, ambos morirán. Si él no se encuentra a su lado, será usted sola, mientras cena. No deseo asustarla, señora, lo que en otro lugar sería locura, aquí es realidad. Sólo puedo prevenirla. Yo, en su lugar, saldría de El Salvador lo antes posible.

Se disculpó, le besó la mano y se marchó. Barbara permaneció sentada donde él la había dejado, mirando un cuadro horrible que había en la pared de enfrente. Durante unos diez minutos, no se movió y después se dirigió al mostrador y preguntó a qué hora salía el próximo avión para Estados Unidos.

—Sobre las tres, señora, pero eso es según el horario oñcial. Puede ser que salga una hora más tarde.

Barbara pagó la cuenta y, a continuación, subió a su habitación y llamó al hotel de Abrahams. Su habitación no contestaba. Con un pánico que crecía por momentos, telefoneó a «Reuters» y suspiró aliviada cuando se le comunicó que Abrahams se encontraba allí. Debía sentirse mejor, ya que al oír su voz ésta sonó alegre:

—¿Todo bien por ahí, encanto?

Ella le repitió lo que el español le había dicho.

—Demasiado exagerado. Sin embargo, será mejor que te largues de aquí. Hay un avión por la tarde.

—Quiero que vengas conmigo.

—Barbara, eso es imposible. No puedo hacer las maletas y despedirme de mi trabajo. Hazme caso, querida, sé cuidarme.

—Nadie puede cuidarse en este país, y si no te vas, yo tampoco.

—Oh, me parece muy halagador…, es todo lo que yo necesitaba en estos momentos, una Don Quijote femenino. Bueno, Barbara, te has colgado de mi brazo desde que llegaste aquí. Vuelve a casa. Te juro que si no lo haces, no volveré a verte ni hablarte. ¡Déjame en paz! ¡Basta ya de llevarte pegada a mí y convertirte en mi pesadilla!

Ella colgó el teléfono con los ojos llenos de lágrimas. Hasta que no estuvo a bordo del avión, de regreso a California, no se dio cuenta de que, sólo así, él pudo conseguir persuadirla de que se marchara.