Capítulo VIII

Divorciarse, como Barbara habia explicado a Boyd, casi como defensa, no significaba dejar de amar a un hombre, sino de ser incapaz de seguir compartiendo la vida con él. Al menos, aquél era su punto de vista y cuando Boyd había puntualizado que la gran mayoría de divorcios terminaban con más tendencia al odio que al amor primitivo, Barbara había contestado que no debía haber existido amor de buen principio, lo cual sólo demostraba que ella era incapaz de definir el amor, al igual que cualquier americano. Se había casado dos veces y dos veces había amado sin casarse, y la muerte se había llevado a un marido y dos amantes; pero el matrimonio que había terminado en divorcio nunca había concluido en realidad. Si hubiera odiado a Carson Devron, habría acabado, pero su amor por él no se había transformado en odio, y el de Carson por ella no hubiera sido motivo de divorcio.

Era probable que él nunca lo hubiera entendido.

—Ya no podemos seguir deteriorando la situación.

—No es una excusa y carece de sentido.

—No funciona.

—Lo hemos intentado.

—Dimos lo que pudimos, ¿verdad?

No significaba nada. Tópicos, palabras sobadas. Carson, divorciado, seguía con ella…, lejos, pero con ella. Existían otros aspectos, aparte de haber facilitado la máquina de encuestas para las elecciones, regalos a lo largo de años, pero siempre a distancia. Si alguien se hubiera interesado por ello, Barbara hubiese contestado:

—¿Que si volvimos a hacer el amor alguna vez? La respuesta es no.

Boyd nunca se lo había preguntado.

—Queremos celebrar que estés aquí —dijo Joan Bernhard, casi como preguntándole—. Nada espectacular, Jim y yo dejamos eso hace años. Pienso en una pequeña cena. Unas ocho o diez personas.

—Joan, no es necesario —contestó Barbara—. He venido para estar con vosotros.

—La mayoría de cosas no son necesarias. Pero, si a ti no te molesta…

—Claro que no.

—Algunos amigos nuestros y otros tuyos.

—Vosotros sois mis únicos amigos aquí. Ya lo sabes.

—¿Qué me dices de Carson Devron? ¿Aún seguís manteniendo la amistad?

—Hace años que no lo veo, pero los lazos siguen. Es una buena persona.

—¿Por qué no le invitamos?

—Para empezar, está casado y tiene hijos. No me parece una buena idea. No…, creo que no.

—Su matrimonio no es un modelo precisamente. Ella está en Palm Springs. Él aquí.

—¿Cómo lo sabes?

—En cualquier cóctel de la colonia local te encuentras de todo. Pero, esta vez lo sé por Jim. Carson ha sido socio suyo en alguna película de vez en cuando, y almuerzan juntos casi cada fin de semana.

—Ignoraba que conocierais a Carson.

—Nunca habíamos hablado de ello delante de Boyd. Era muy celoso.

—Ya lo sé, pobre Boyd. Joan, deja de pensar lo que estás pensando.

—¿Qué? Dime en qué estoy pensando —repuso Joan, sonriendo—. Querida, te equivocas. Pienso que si tú y Carson sois buenos amigos, sería agradable para vosotros encontraros después de todos estos años.

—Sí, me gustaría ver a Carson —admitió Barbara—. Quiero rozar el pasado, algo que formó parte de mi vida y no está muerto, roto, agrio o perdido. Pero no tengo ningún interés en herir a nadie, ni a Carson ni a su esposa.

—Me parece que nos ha pasado la edad de herir a las personas por pequeñeces.

Debía ser el encuentro casual de unos viejos amigos, pero Barbara se probó toda la ropa que había llevado consigo, no una, sido dos veces, y finalmente suspiró con tristeza y se decidió por una blusa blanca, jersey de cachemir rosa y falda gris. No estaba muy elegante, pero todo lo que se había llevado era algunas faldas y un par de jerseys y blusas.

Bajaba la escalera cuando el timbre sonó. Era demasiado temprano para que se tratara de Carson. Jim Bernhard abrió la puerta, llevando aún su delantal de cocinero, y se encontró con un policía en el umbral que le preguntó si los Bernhard tenían como huésped a una señora llamada Barbara Lavette.

Su corazón se detuvo al oírlo, y toda su culpabilidad y temores, dejados a un lado con tanta facilidad, le cayeron encima.

—¿Qué pasa? —preguntó con un tono de voz agudo y ansioso.

—¿Es usted Barbara Lavette?

—Sí. ¡Por amor de Dios, dígame qué ha ocurrido!

—Nada que pueda inquietarla —contestó el policía—. Según tengo entendido, su hijo, el doctor Cohén…, ¿es su hijo?

—Sí, mi hijo.

—Pues bien, señora, hay una orden de búsqueda por la Policía de San Francisco…

—¿De qué diablos está hablando? —inquirió ella—. ¿A quién buscan? ¿A mi hijo?

—A usted, Miss Lavette —repuso el agente, imperturbable—. Si su hijo es un tal doctor Samuel Cohén, ha llegado a la conclusión de que usted había desaparecido y, según este parte de información, tenía la idea de que usted se encontrase aquí; pero, al parecer, no sabía ningún nombre ni dirección, así que los compañeros de San Francisco nos han llamado para que hiciéramos una comprobación casa por casa de la colonia…

Ya tranquilizada, riéndose, Barbara intentó asegurarle al policía que debía tratarse de alguna broma estúpida.

—Pues bien, señora; de ser así, su hijo nos ha causado muchas molestias. Si me da el teléfono de aquí, informaré a San Francisco.

Cuando el agente se hubo marchado, los Bernhard miraron a Barbara fijamente.

—No, no le dije a dónde iba —aclaró ella.

Los Bernhard seguían sin hacer ningún comentario.

—Me escapé —continuó apenada—. Toda la vida quise hacerlo. Finalmente, lo conseguí.

Una vez Jim Bernhard hubo invitado a Carson, quien había dicho que aceptaba encantado, pero que acudiría solo, los Bernhard opinaron que era mejor no reunir más personas allí.

—Lo cierto es —había comentado Jim a Barbara— que cuando Carson me preguntó quién más estaría, aparte de ti, le contesté que sólo Joan y yo. Me dio la impresión de que, por mucho que deseara verte, hubiera declinado la invitación si hubiese habido otras personas.

Barbara pensó que Jim estaba en lo cierto. Por muy poca importancia que ella le diera a una velada con Carson, podría ser que él la esperara con gran ilusión. Los años transcurridos no tenían importancia, el tiempo no importaba…, ella lo sabía muy bien, lo conocía bien y lo comprendía. Para los hombres como Carson, la intriga estaba guarnecida por hebras milagrosas. Acudiría aquella noche igual que había hecho, casi veinte años atrás, yendo a una fiesta ofrecida en honor de Barbara por William Goldberg, su productor; y entonces había asistido a ella, no porque le gustaran las fiestas, que no soportaba, sino porque ya estaba enamorado de la autora de A la deriva, a la cual nunca había visto. Y esa noche, como un heraldo, llegó un repartidor con dos docenas de rosas rojas.

Ello incitó a que Jim Bernhard comentase al respecto con su esposa en el dormitorio:

—No sé quién de ellos es más tonto y maravilloso a la vez. ¿Por qué no podrían seguir casados?

—Si lo supiéramos, sería cuestión de dedicarse a la venta de pronósticos conyugales y hacernos ricos.

—Por supuesto, es muy fácil amar a Carson.

—¿A su edad?

—Da la casualidad de que soy mayor que él —informó Jim.

—¿Y qué edad crees que tiene?

—No estoy seguro, pero es más joven que Barbara.

Al principio, en la mesa, la conversación discurrió fluida. Los Bernhard, que cocinaban y servían ellos mismos, se turnaban. Una asistenta iba por las mañanas y se marchaba a mediodía, y si se hubiera tratado de una cena de varios comensales hubieran contado con ayuda. Pero aquella noche estaban ellos cuatro solos y Jim Bernhard había cocinado filetes de salmón como plato fuerte y envuelto queso de Brie en filloas para acompañar la ensalada, la cual, en California, precedía a la comida principal. Todo fue regado con un fresco vino siciliano, lo que hizo que la cena pudiese ser calificada de intachable y llevó consigo tema de conversación.

Pero, después de agotar las virtudes de la comida, la belleza del tornasolado Pacífico a la luz de la luna y el placer de comer frente al océano, Carson Devron quedó en silencio. Era un hombre alto, apuesto, su rubio cabello se había llenado de canas; tenía el porte, a causa de su íntima timidez, de un hombre acostumbrado a mandar, y así era, en efecto, pues había dirigido las posesiones de los Devron en el sur de California durante la mayor parte de su vida adulta. Algunos años más joven que Barbara, carecía del entusiasmo de ésta. Ella empezaba cada nuevo día como si no hubiera vivido el anterior. Todo lo que siempre resultaba una novedad para ella era viejo para Carson, que parecía vivir en eterna depresión.

Al entrar en casa de los Bernhard, había sonreído con placer besando a Barbara como si ella se hubiera dignado otorgarle sus favores. Comentó su aspecto, repitió su observación de que el tiempo la había tratado bien y se comportó como si fuera una joven atractiva.

Pero aquella brizna de emoción había desaparecido, y él permanecía sentado, mudo y preocupado. Barbara rompió el silencio con observaciones sobre el papel de la comida en el entorno ordinario de la clase media, recordando que en su juventud no existía una ideología de la comida.

—¿Así es como lo llamas tú? ¿Ideología de la comida? —preguntó Joan.

—Coge cualquier periódico, páginas dedicadas a la comida, la cocina, las especias, la cocina rápida, la cocina de los gourmets…

—Como la mía —dijo Bernhard.

—Sin duda. O, entra en una librería. La mitad son libros de cocina. Y esta cena…, maravillosa. Pero, treinta años atrás, ¿quién hubiera soñado en servir este delicioso salmón escalfado, y cocinado nada menos que por un hombre?

Ella continuó parloteando, a pesar de ser una mujer que muy rara vez se dedicaba a la cháchara, y consciente, al mismo tiempo, de que hablaba de nimiedades debido a que Devron estaba sentado frente a ella como un Buda, sin pronunciar palabra.

El clima era agradable, más bien templado para una noche en la costa, pero la brisa fresca requeriría un jersey. Barbara propuso un paseo por la playa. Joan la secundó al instante y les proporcionó prendas de abrigo, aliviada porque la actitud en la que Devron había caído no continuara dentro de las paredes del salón de su casa.

—Tú y Carson id paseando —dijo—. Nos reuniremos con vosotros cuando hayamos recogido la mesa.

—Los zapatos llenos de arena —murmuró Carson una vez fuera y mientras paseaban por la playa—. Nunca me ha gustado la condenada playa.

—Te encantaba —dijo Barbara—. ¿Qué ha ocurrido, Carson? ¿Qué desgracia te ha caído encima?

—Ninguna.

—Carson, recuerda que no soy una extraña. Estuvimos casados.

—Sí, lo estuvimos.

—¿No podrías sonreír ni siquiera una vez? Sólo una, para que yo vea que en el interior de ese perfecto cuerpo de atleta sobrevive un ser humano.

—Perfecto cuerpo de atleta…

Él empezó a reír.

—¿Lo ves? Risueño. Continúas siendo Carson.

—A duras penas. Estoy intentando seguir una dieta debido a un marcapasos, por eso Jim ha servido salmón. Me he saltado ese delicioso plato de queso. Acabo de pasar un mes en el «Pritikin Institute». Tu perfecto cuerpo de atleta deja mucho que desear.

—Perdona. No lo sabía.

—No hay nada que perdonar. Gracias a esto sigo vivo y si me he comportado como un idiota esta noche, no tiene nada que ver con mi salud. Al menos con mi salud física. Mi vida es un fracaso, Barbara. Eso es todo. Aparte de mi trabajo, no vale un céntimo.

—No lo creo —repuso ella—. No lo creo ni por un momento.

—No —dijo él con fastidio—. Nunca lo creerías. Jamás me entendiste. No imaginaste por qué no tomaba la vida como tú, sin una preocupación en el mundo. Oh, no. No…

Barbara se detuvo en seco, le cogió del brazo y le obligó a mirarla a la cara.

—Deja eso porque son tonterías, y tú lo sabes. Si quieres hablar, lo haremos, pero intentando que nuestra conversación tenga algún sentido; de lo contrario, más vale que regresemos.

—Estás loca —comentó Carson sorprendido—. Te has enfadado. Nunca te había visto así.

—Claro que estoy enfadada. Hace casi siete años que soy viuda. Alguna vez, intenta imaginarte viudo. Piensa en un teléfono que deja de sonar, que nadie llama durante una semana. Imagina que te invitan a una cena en la que sabes que eres «la pobre Barbara y hace ya demasiado tiempo que no la invitamos». ¡Trata de ofrecerte a un mundo que ni te quiere ni te necesita! Pero no me lamento. Soy mayor que tú, Carson. Maldita sea, estaba tan ilusionada y contenta por volver a verte, que no dormí anoche…, y qué me encuentro…

—¿Lo estabas? ¿Tan ilusionada que no dormiste? Oh, vamos.

—Y tanto que sí. Mira, los Bernhard salen de la casa, ¿caminamos o damos la vuelta y les decimos que la velada ha terminado?

—Caminemos.

Así lo hicieron y sus amigos no se esforzaron por darles alcance.

—¿Es cierto lo que has dicho? —preguntó Carson—. ¿Eso de que tenías ganas de verme?

—Es verdad. Cielo santo, Carson, estuvimos casados, dormimos juntos. Hicimos el amor. Compartimos nuestros sueños y temores —dijo ella mientras le cogía una mano—. Eso no se olvida.

—No, no se olvida. ¿Me estaba lamentando?

—Siento haberlo dicho.

—Me estaba lamentando. Tienes toda la razón. Me encuentro atrapado. Puede que sufras las penas de ser una viuda…, cosa que no creo, porque a ti no te derrotaría el hecho de sentirte viuda, pero no estás atrapada. No te pasa como a mí. Hay algo que no puedes comprender: lo que representa una mujer muy hermosa y estúpida también. Pero conoces a esa mujer y su belleza eclipsa todo lo demás, porque ésta es la doctrina americana, alimentada en todas partes por Hollywood, y ella tiene que resultar maravillosa comprensiva, cariñosa e inteligente, y yo me casé con esa imagen. Que Dios me ayude, resulta que es tan tonta como nuestro setter irlandés, muy bonito también e imbécil rematado. Al menos el perro no habla. Ella sí. ¿Puedes creer que me llama Kit Carson delante de otras personas? No entiende nada de lo que digo y jamás lo entenderá. ¿Sabes por qué vive en Palm Springs, que es, discúlpame, el culo del mundo? ¡Te ríes de mí!

—¡Carson! —dijo rodeándole con sus brazos y besándole—. Carson, no me río de ti, sino de tu ridículo mundo. No te ofendas. ¿Por qué está en Palm Springs?

—Porque piensa que la gente como Sinatra, Bob Hope, Jerry Ford, los Reagan y los Annenberg es maravillosa, brillante, divertida y admirable, y cree que vivir en ese estercolero es el colmo del éxito.

—Podrías divorciarte.

—Mi querida señora, el divorcio no es algo rutinario si te llamas Devron; además, tenemos tres hijos, y ella es todo lo buena que puede serlo una persona con un coeficiente mental como el suyo y sabe que me encanta el hecho de que ella viva en Palm Springs mientras yo estoy en Los Angeles haciendo el periódico, y no hemos tenido relaciones sexuales en los últimos tres años, desde mi ataque de corazón, ya que si voy a morirme mientras estoy jodiendo con alguien, no será con mi despreciable esposa. Será con alguien queme importe. —Se calló de repente y a continuación dijo—: ¿Me estás escuchando? ¿Me habías oído hablar de esta forma alguna vez? ¿Qué me ha pasado? Vayamos con los Bernhard antes de que diga nada más.

Devron telefoneó al día siguiente, poco antes de la hora del almuerzo, y pidió a Barbara que cenara con él aquella noche, a lo cual ella le contestó que estaría encantada, pero que se marchaba ese mismo día, ya que había abusado de la hospitalidad de los Bernhard.

—Quédate un día más —rogó Carson.

—No puedo.

—Bien, ¿a dónde piensas ir? —preguntó él.

—No lo sé. Había pensado llegar hasta Tijuana, pero se me han pasado las ganas y ahora no sé a dónde quiero ir, excepto que no siento grandes deseos de regresar a casa.

—Entonces, escúchame, por favor —pidió Carson—. Tengo una reunión importante esta noche; pero la he pospuesto hasta las diez, pensando que podría llevarte a cenar. Déjame que lo haga. Si piensas que debes dejar a los Bernhard, ¿por qué no vienes a la ciudad y pasas la noche en el «Beverly Wilshire», u otro hotel parecido, y te marchas mañana?

—Carson, ¿es tan importante verme de nuevo?

—Para mí, sí. Créeme. Verte después de todos estos años no es algo que pueda quedar en una discusión en la playa de Malibú, que terminó con los desvarios de un lunático. Por Dios, ya hacemos bastantes payasadas en el curso normal de los acontecimientos. No me abandones con este tipo de recuerdo, siendo la mujer a la que he conseguido amar.

«Pobre Carson —pensaba ella—. ¡Menuda perorata! Él nunca la hubiera permitido en uno de sus editoriales».

Ella no podía negarse.

—De acuerdo, Carson. Al «Beverly Wilshire».

—Te recogeré a las seis y media. No es demasiado temprano, ¿verdad?

—A las seis y media.

Pero, al decirle a los Bernhard lo que pensaba hacer, su reacción fue la de sentirse heridos y demostrarlo.

—Has estado aquí diez días —dijo Joan— y ha sido una visita magnífica. Ignoro por qué te ha pasado por la cabeza la idea de que has abusado de nuestra hospitalidad. Quédate al menos otra noche. Deja que Carson venga aquí.

—No, creo que quiere quedarse en la ciudad. Me ha dicho algo de una reunión importante a las diez. Habéis sido estupendos, pero ningún invitado se va demasiado pronto.

Después de que Barbara se hubo marchado, Joan Bernhard admitió que, en cierta forma, se sentía aliviada.

—Incluso siendo una persona a la que quieres —comentó a su marido—, diez días son suficientes. Y Barbara…, la quiero, de verdad, pero hace que me sienta como si nada en el mundo funcionara. No deja títere con cabeza…, el Gobierno, las bombas. ¿No podría relajarse y aceptar las cosas como son?

—No. Ella es así.

Barbara tenía remordimientos. Su madre le había inculcado, muchos años atrás, que en los círculos educados, los únicos que una dama tenía que frecuentar, había tres temas de los que uno no debía hablar: religión, dinero y política, lo cual dejaba, en opinión de Barbara, pocos asuntos interesantes para comentar. Había comprendido hacía tiempo que las conversaciones en la mesa sobre arte y literatura quedaban limitadas a una minoría, aunque la liberación parcial de la mujer había hecho posible el hablar de sexo, a menudo era muy poco instructivo. De todas formas, ¿por qué aburrir a las personas que te aprecian? ¿Por qué?

Saludó a Carson en el vestíbulo del hotel y ambos se sentaron en el coche para dirigirse al restaurante que él había elegido.

—¿Me encuentras pesada cuando insisto en que las cosas no funcionan? —preguntó ella.

—La mayoría de las veces no son como debieran. ¿Pesada? En absoluto; nunca te he considerado así. Es una pregunta bastante extraña.

—Me siento culpable. Los Bernhard me gustan muchísimo, y me parece que les he molestado. Verás, cuando era pequeña y no me comía todo lo del plato, nuestra niñera me decía que dejaba la cantidad suficiente para alimentar a un pequeño que se moría de hambre en China, por lo que yo terminaba la comida, sin preguntar cómo hubiera podido llegar a China lo que había en mi plato y salvar la vida del pobre niño.

—Es la maldición de los ricos por tener una niñera.

—Te apartas del eje de la cuestión, y, además, ya he pagado el precio en sentido de culpabilidad por ser una niña rica.

—No creo haberme apartado del punto —dijo Carson—. Sólo agudizo tus remordimientos. El caso es que los Bernhard viven en uno de los lugares más hermosos del planeta y quieren estar tranquilos y felices, olvidándose de todos los niños hambrientos, ya que creen que no pueden hacer nada para remediarlo. Tú y yo, Barbara, somos distintos. Llevamos la maldición que Veblen llamó la conciencia de los ricos, y toda nuestra vida hemos reflexionado sobre el sumidero que es la mayoría de la sociedad.

—No se trata de nada relacionado con la conciencia de los ricos —protestó Barbara—. La mayoría de la gente de dinero que he conocido no tiene ni pizca de conciencia… En cuanto a Mr. Veblen, escribió tantas tonterías como se pueden esperar de un filósofo aficionado. Por cierto, ni siquiera me has dado un beso en la mejilla en el vestíbulo del hotel. Supongo que has pensado que no podías entrar en el hotel sin que al menos media docena de personas dijeran: «Aquí tenemos a Carson Devron»; si me hubieras besado, te colocabas en una situación comprometida.

—Exacto. ¿Quieres que te bese ahora?

—Demasiado tarde. Atento al volante. De todas formas, de haberme besado, quien lo hubiera visto habría pensado que yo era tu madre.

—No te pareces a mi madre en nada.

—O a una tía tuya cualquiera. ¡Por Dios, Carson…!

—Te quiero —dijo él—. Siempre te he querido. Había olvidado lo que es el deseo hasta tenerte a mi lado. Maldita sea, no te lamentes por tu edad. Es una mentira, un fraude que utilizas. ¡Y yo jamás te he visto utilizarlo antes!

Barbara no contestó. Estuvo pensando en lo que él había dicho hasta que llegaron al aparcamiento de un restaurante italiano en el Washington Boulevard de Culver City. Carson tampoco había pronunciado palabra. Cuando se apeó del coche y abrió la puerta para que bajara ella, ésta dijo:

—Gracias, Carson, ha sido muy agradable tu comentario.

—¿Puedo besarte ahora?

—Si aún quieres hacerlo.

La abrazó y la besó en los labios. Era la primera vez que un hombre lo hacía desde la muerte de Boyd.

El restaurante se llamaba «Gondolero», y su propietario, Vito Lucheno, conocía a Carson y lo recibió como si éste perteneciera a la realeza, acaso lo fuera desde el punto de vista de Los Angeles. El salón era oscuro, con pocas luces, como casi todos los restaurantes de la ciudad, daba la impresión de que Los Ángeles estuviera llena de lugares de citas amorosas. Cuando Barbara estaba con Carson, tenía la sensación de que todos los habitantes de la ciudad lo conocían, a pesar de que, según él le explicó, frecuentaba el «Gondolero» sólo un par o tres de veces al año.

—¿Por qué vienes? —preguntó Barbara—. Está muy lejos del centro.

—Eso depende de a dónde te diriges. A pocas manzanas de aquí se encuentran los estudios «M-G-M»[8], así que es un buen sitio para comer si tienes que encontrarte con alguien de la «Metro», y la cocina es estupenda.

—¿Vas esta noche allí…, a los estudios?

—Oh, no. Nada de eso. Se trata de un pequeño grupo de personas, la mayoría de ellas son refugiados e ilegales de El Salvador, gente que encabeza la lucha contra su Gobierno, prometí verles esta noche y, como no está lejos de aquí, he pensado que era el mejor sitio para comer y aprovechar hasta el último minuto para estar contigo.

Mr. Lucheno se acercó a la mesa de nuevo para tomar nota. Después de hacerlo, abrió una botella de vino tinto italiano y sirvió dos vasos con toda ceremonia.

—¡Por Barbara Lavette! —brindó Carson.

—¿Es secreto ese asunto de El Salvador? —preguntó ella, después de saborear el vino.

—Oh, no. En absoluto. Pero, como te he comentado, son ilegales y están nerviosos. Se negaron a venir a mi oficina. ¿Has leído algo de ese pobre país?

—Más de lo que hubiera querido, Carson. Fui corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial, como sabes, pero no creo que me encontrara en aquellos años con nada que me afectara tanto como el asunto de las monjas católicas y la feligresa asesinadas allí. Ocurrió hace un mes y se me eriza el cabello cada vez que lo pienso. No estuve en Europa para ver la liberación de los campos de concentración donde fueron asesinados millones de judíos, pero presencié muchas barbaridades. No sé por qué, pero esto fue distinto.

—No estamos acostumbrados al asesinato deliberado de monjas por soldados que se supone son nuestros aliados. Solemos pensar que ese tipo de atrocidades existían en la Alemania de Hitler nada más. Y supongo que aún lo hace peor el hecho de que Mr. Reagan no lo tomara en serio.

—¿Lo sabían…, me refiero al Gobierno y la CIA?

—Por descontado que lo sabían. Las mujeres fueron violadas y asesinadas por orden de un tipejo llamado Luis Antonio Alemán, de la Guardia Nacional de El Salvador. ¿Qué va a hacer Los Angeles World en todo esto? Pues bien, el New York Times y el Washington Post han enviado a un hombre a El Salvador. Nosotros tenemos la «United Press», la «Associated Press» y «Reuters», pero es muy distinto una agencia de Prensa que tener a tu propio corresponsal que escribe lo que ve y lo mira desde tu punto de vista. Hemos estado hablando sobre ello y hemos sido presionados por este pequeño grupo de refugiados políticos, por lo que he accedido a conocerles y dejarles que me convenzan de que Los Angeles necesita un corresponsal en El Salvador. Debo añadir que no necesito que me convenzan…, y ya ves, en la única noche que tenemos para estar juntos. Hubiera esquivado cualquier otra entrevista, pero este asunto me afecta.

—Carson, si no recuerdo mal, tu español es horrible.

—Oh, no. Yo no diría tanto.

—Malo.

—Vamos, Barbara, estudié español en la escuela durante ocho años.

—Carson, llévame contigo. Después, tendremos toda la noche para nosotros. El español de Centroamérica no es el de España, ni de lejos. Ni siquiera es mexicano. Mi español es excelente. Deja que vaya contigo y entre los dos te resultará más fácil.

—No es mala idea —asintió Carson—. No creo que a ellos les importe. Te presentaré como escritora. Quieren hablar con escritores. Pero ¿por qué? Me siento muy halagado, aunque esta mañana casi he tenido que arrodillarme para traerte aquí.

—No digas eso, Carson. Ya no soy joven. Un hombre se acerca a mí y…

—¡Yo no soy cualquier hombre!

—Lo sé, lo sé, pero ya no puedo dominarlo. No sé cómo hacerlo. ¿Qué mujer de mi edad es capaz de hacerlo? Se supone que no debemos. Ya lo sabes tú mismo. En nuestro interior, sentimos igual. Eres el único hombre en el mundo a quien podría hablarle así. Se ansian tanto los brazos de un hombre alrededor, que se lloraría de dolor. Quieres un hombre a tu lado en la cama, y, qué caramba, deseas sexo. Te miro y enloquezco. Te deseo.

Él le cogió las manos.

—Ya es suficiente —dijo con dulzura—. Te amo. Siempre ha sido así. No voy a disculparme por eso y tampoco quiero que tú lo hagas de nada. No tienes que venir conmigo esta noche ni tratar de convencerme de que tu español es mejor que el mío, algo de lo que estoy seguro, ni concedernos otra hora. Te llevaré al hotel después de la cena y me reuniré contigo más tarde.

—Pero yo quiero acompañarte.

—¿Por qué?

—Carson, cuando estaba haciendo campaña para el Congreso en el distrito Cuarenta y ocho, encontré un barrio mugriento de ilegales salvadoreños en uno de sus rincones. Hablé con algunos de ellos y algo de este incidente se me clavó en el alma y sigue aquí. Después, cuando leí lo ocurrido con las monjas, tuve mis momentos de repugnancia y desesperación. No sé por qué no soy capaz de vivir como otras mujeres, pero no lo hago, y toda mi existencia he tenido un cordón umbilical que me une a los horrores de este pobre y maldito planeta. Ya es demasiado tarde para alterar mi carácter y conformarme. ¿Puedes imaginarme resignada, sentada al lado de la chimenea y esperando la eternidad?

—No, me temo que no.

—Entonces, comamos y muchas gracias por escuchar mis divagaciones.

La casa a la que Carson debía acudir estaba a menos de medio kilómetro. Se trataba del tipo de edificio que una vez había sido la fachada de Los Ángeles y que se le había llamado, en otros tiempos, chalé californiano. Era una casa de estructura rectangular, con la cubierta de tejas y porche delantero. Estaba rodeada de mala hierba y pedía una mano de pintura y diversas reparaciones a gritos. Una muchacha delgada, de tez y ojos oscuros y de unos veinte años, abrió la puerta. Su inglés apenas era comprensible al preguntar qué deseaban y Carson se apresuró a contestarle en español que era Carson Devron, del Los Angeles Morning World, que acudía allí por indicación del profesor Dante García, y que la señora que le acompañaba era Barbara Lavette, escritora y colega. La conversación prosiguió en español.

—Sí, claro. Le esperábamos. Soy Lucía, la hija del profesor García.

Les hizo pasar a un pequeño vestíbulo y después a un salón, donde tres hombres les saludaron. El mobiliario era viejo y decrépito; un sofá desvencijado, cuatro sillas y una mesa de cocina. Pero se veía limpio y ordenado. A Barbara le pareció desoladora la visión de una botella de vino tinto, seis vasos de plástico y un plato de galletas encima de la mesa, la imprescindible hospitalidad de la gran pobreza. Uno de los hombres, barbudo y más viejo que los demás, con más de sesenta años como mínimo y con gafas que aumentaban sus ojos profundos y llenos de expresión, se presentó como el profesor Dante García. Un hombre de unos treinta años, recio, nervioso, no dejaba de abrir y cerrar las manos, con un enorme bigote que le bajaba hasta las comisuras de la boca, les fue presentado como José Santiago, y el tercero de ellos, delgado, con una gran cicatriz desde una oreja hasta la barbilla y un rostro afable, era el hermano Jesús Domingo: un monje franciscano. Al igual que Santiago, vestía vaqueros y camisa de trabajo azul. Sólo el profesor llevaba un traje gastado.

Estrecharon las manos de Carson y Barbara y el profesor García, hablando en inglés, y al parecer conocedor de la literatura americana, mencionó su novela A la deriva y remarcó que la había leído con sumo interés.

Al darle las gracias, Barbara le hizo saber que ambos hablaban español y que sería mejor para todos que utilizaran ese idioma. El profesor se lo agradeció, reconociendo que sus dos colegas apenas hablaban inglés.

—Estábamos ansiosos de hablar con usted —dijo el profesor García—. Teníamos mucho interés porque nos han dicho que usted nos ayudaría.

—Ayudarles, no —afirmó Carson—. Escribir sobre ustedes…, bueno, es otro asunto. Hemos venido a escucharles para conocer su versión de lo que ocurre en El Salvador. Si el asunto merece la pena, la escribiremos y la publicaremos con tanta fidelidad como nos sea posible. Si vemos que requiere la presencia de una persona en el país, enviaremos un corresponsal allí. Creo que mi periódico es imparcial y honesto, tan honesto como otro cualquiera de este continente.

—Es todo lo que pedimos —contestó García—. Pero, antes de que escuchen nuestro testimonio, me gustaría decir unas palabras sobre mi país, ya que hasta hace pocos años, en los Estados Unidos, nadie conocía siquiera su existencia. El Salvador es un pequeño país, apenas mayor que el Estado de Massachusetts, con una población de casi cinco millones…; imagine, un país no mucho mayor que el condado de Los Ángeles, y cuyo cincuenta por ciento está cubierto de maleza, jungla y montañas. Somos, pienso, el país más densamente poblado, y posiblemente el más pobre, del mundo. Mi gente es casi toda mestiza, lo cual significa una mezcla de sangre española e india, y tal vez unos pocos miles de nativos.

—Ha dicho que la mitad del territorio es cultivable —le interrumpió Barbara—. ¿De qué viven? ¿Cómo subsisten?

—Con mucha pobreza, señora, porque usted debe comprender que mi gente no posee ni la mitad del terreno que es cultivable. El ochenta por ciento de la tierra en la que puede crecer algo mejor que mala hierba se encuentra en manos del diez por ciento de la población de mi país. Explotan grandes plantaciones, verdaderos latifundios, donde cultivan café, caña de azúcar y algodón. Los hombres que trabajan en esas plantaciones ganan unos diez dólares a la semana, las mujeres ocho y los niños… uno o dos. El setenta por ciento no saben leer ni escribir y tal vez un noventa por ciento son, en la práctica, analfabetos. Si tienen la suerte de poseer una pequeña parcela, la trabajan con cariño para que les proporcione fríjoles y melones. Unas pocas docenas de familias viven como príncipes, en grandes casas y rodeados de sirvientes. He leído que aquí ustedes tienen un movimiento muy poderoso contra el aborto, mas si fueran a El Salvador, verían que nuestros niños empiezan a morir en el mismo momento en que salen del útero. Pero las pocas familias que poseen las plantaciones, los Bancos y por supuesto el Gobierno, que es tanto como decir el país en sí, tienen hijos fuertes y sanos que son enviados a escuelas privadas de aquí y después a las Universidades de Stanford, Yale o Harvard. Pero la gente corriente, señor Devron, no sé si habrá personas que sufran tanto en cualquier otro lugar del mundo.

—Pero resisten. Ustedes se defienden.

—Hasta un ratón lo hace así cuando quieren aniquilarlo.

—Explícales algo de nuestra historia —dijo Santiago, el hombre del mostacho.

Había estado observando al profesor con atención mientras éste hablaba, asintiendo con la cabeza y sin dejar las manos quietas. Aquel hombre había fascinado a Barbara; le parecía una mezcla de dolor asumido y rabia controlada.

—Hace cien años, la gente sencilla, los campesinos, eran propietarios de la mayoría de la tierra, la cual, por lo general, era comunitaria. Los indios y los mestizos no pueden comprender la propiedad privada de la tierra. No pertenece a su cultura que un hombre diga «yo poseo las tierras». Dios las ha creado. Dios se las da a las personas. Así que cuando unas pocas familias ricas y poderosas hicieron frente común para arrebatárselas, ellos se resistieron.

—¡Pero, explícaselo a ellos! —le interrumpió el hombre del bigote—. No, yo lo haré. Usted dice que nos defendemos. En mil novecientos treinta y dos nos defendimos. Mi abuelo, Raúl Santiago, fue uno de los líderes. Treinta y dos mil de los nuestros fueron asesinados por los soldados de los ricos. Apenas disponíamos, entre todos nosotros, de doscientas escopetas viejas, cuchillos, palos y hoces. Mataron hasta que no pudieron asesinar a más porque tenían los dedos cansados de tanto apretar el gatillo y las manos agotadas de cortar cuellos. Mi padre era un niño. Se escondió en una cesta y vio cómo entraban en la casa. Mataron a su madre. Al bebé recién nacido le aplastaron la cabeza contra el marco de la puerta. Las dos hermanas de mi padre, una de nueve años y la otra de doce, fueron violadas. Una niña de nueve años violada, y después les rebanaron el cuello con los machetes. Eso es lo que ocurre cuando luchamos contra ellos. Y seguimos haciéndolo. El año pasado, los escuadrones de la muerte asesinaron a catorce mil personas.

—¡Basta, José! —gritó el profesor.

—¿Basta? ¿Por qué basta? Soy un revolucionario —les dijo a Barbara y a Carson—. El profesor no está seguro de aprobar las luchas. Cree que hay una forma más pacífica. Todavía espera algo de Duarte. ¿He dicho cuántos muertos hubo en mil novecientos treinta y dos? Nadie los contó. Existe un barranco llamado «Poco Colorado», a unos kilómetros de San Salvador, de unos seis metros de profundidad y tres de ancho. Se llenó de cadáveres, la mayoría de mujeres y niños…, pero ¿quién había allí para contarlos?

—¡José, basta! —exclamó García.

—Le duele. Es pariente lejano del otro García. No, tengo que continuar…

—Déjele que siga —dijo Barbara—. Quiero oírle.

—Les diré algo sobre Duarte —prosiguió Santiago—. Es un hombre bueno y valiente en el que yo confiaría si no supiera lo que ocurre con alguien que cae en manos de los ricos y sus escuadrones de la muerte. Primero le robaron las elecciones de mil novecientos setenta y dos y, a continuación, los oficiales del Ejército lo detuvieron, lo torturaron, lo golpearon de forma brutal, le partieron la nariz, los pómulos… Bien, ¿qué le pasa a un hombre después de eso? Yo comprendo esa clase de cosas. También a mí me rompieron la nariz, me partieron la mayor parte de los dientes, me metieron tres balazos y después me abandonaron, esperando que me desangrara. Oh, Cristo, ¿le extraña que nos defendamos?

El tercer hombre, el hermano Jesús Domingo, que no había hablado, rodeó a Santiago con su brazo.

—Tienen que disculpar a José. Ha sufrido demasiado. Yo sé cuánto. Sé lo mucho que todos padecemos.

Se tocó la cicatriz de la cara.

—Me lo hicieron con un hierro candente. Les gusta jugar con esas cosas. Yo le había dado la extremaunción a un campesino al que le habían disparado No se trataba de un guerrillero. No formaba parte de la resistencia. Tan sólo era un pobre labrador al que mataron porque cuando la resistencia abandona un pueblo les agrada matar a sus habitantes. ¿Piensan ustedes que somos comunistas? Me llamaron comunista porque escuché la confesión de un moribundo. A él le consideraron comunista porque vivía en aquel pueblo. A su mujer, a quien violaron y mataron, la calificaron de marxista. ¿Les parece a ustedes que algún campesino sabe lo que significa el término «marxismo»?

—¿Niega que haya comunistas en la guerrilla? ¿Es eso lo que quiere decir? —preguntó Carson.

—¡Oh, no! —contestó el profesor—. No. Santiago es comunista, pero no lo oculta. Yo no lo soy. El hermano Jesús tampoco. Santiago es un buen católico; yo, no. Los norteamericanos, nunca intentan comprender estas cosas. Todo lo quieren blanco o negro. Si ustedes hubiesen ayudado a Castro a expulsar a la Mafia, a los reyes de los narcóticos, a los chulos de putas y a todas las sanguijuelas de Cuba, él hubiera sido su amigo y aliado. Pero ustedes están siempre en contra de nosotros, contra las personas que quieren vivir como seres humanos. Así es como ustedes crean comunistas y echan a Castro en los brazos de Rusia. Duarte ganó en mil novecientos setenta y dos. Es la verdad, y nuestra gente lo sabía, pero los terratenientes y los banqueros de mi país estaban en contra suya, el Ejército le arrebató la Presidencia, y ustedes no le ayudaron. Hablan de democracia, pero no apoyan a la verdadera, así que hicimos lo único que nos quedaba: escuchar a los comunistas y a los otros radicales y escondernos en las montañas para pelear. Pero ¿de qué vale mi palabra?, ¿la de Santiago?, ¿la del hermano Jesús? Sólo si envían a su hombre allí seremos legitimados.

—¿Cómo saben ustedes que escribiremos la verdad? —preguntó Barbara.

—Si no es un político, si no forma parte del Gobierno, mirará a su alrededor y observará. Después escribirá lo que haya visto, seguro. Así ha ocurrido con los del New York Times y el Washington Post. Ellos escriben la verdad.

Se dirigieron a Ocean Avenue, en Santa Mónica, donde aparcaron en el sendero sobre la playa y el resplandeciente Pacífico. Había luna llena y la brisa marina era agradable, limpia y no estaba contaminada por la polución. Habían hablado poco en el coche. Barbara le preguntó qué opinaba de todo lo que habían escuchado.

—Cuando diriges un periódico, es parecido a ser un policía, sin intimar con la desdicha y el horror. Se miran a cierta distancia; las cosas buenas no son noticia.

—¿Es esto noticia?

—Oh, vamos, Barbara, no me fastidies. Esto es una gota de agua en el océano… Bueno, quizás algo más. La gente está hastiada. Ya han tenido Hiroshima y Vietnam. ¿De verdad crees que a alguien le importa lo que ocurre en una pequeña dictadura bananera de Centroamérica?

—Cuando sugerí que viniéramos a Santa Mónica a dar una vuelta por el paseo marítimo y respirar aire fresco para liberarnos de la náusea, estuviste de acuerdo. Te conozco desde hace mucho tiempo, Carson. Algo sentías.

—Seguro. Maldita sea, Barbara, siempre estás a punto de llorar por cualquier huérfano de este mundo, por todas las injusticias, por cada pizca de horror. Yo no, porque no puedo permitírmelo.

—Te puedes permitir un buen corresponsal allí abajo.

—Lo propondré. Ya hablaremos de ello.

—Creo que quiero volver al hotel —dijo Barbara.

—Ahora te has enfadado conmigo. Si quieres que te diga la verdad, ése fue el motivo de que nuestro matrimonio se fuera al carajo. Obraba según mi punto de vista y tú no podías soportarlo. Tenía que ser a tu manera, o nada.

—¿Así es como lo ves?

—¡Y tanto!

—Oh, estupendo. Ahora vamos a discutir…, ¿por qué? —preguntó ella—. ¿Qué he dicho para enojarte de esa forma?

—Es lo que no has dicho.

—Ah, ya. Claro. Pues estoy muy cansada y soy demasiado mayor para este tipo de chiquilladas. Llévame al hotel.

Era casi medianoche cuando llegaron al «Beverly Wilshire». Carson le dejó el coche al portero y entró en el hotel con Barbara, la cual le indicó lo innecesario que sería el acompañarla.

—No puedo dejarte así. Si ahora nos decimos adiós, ¿qué posibilidades hay de que volvamos a vernos?

—Pocas.

—Toma una copa conmigo.

Barbara lo miró con atención. Lo había querido tanto. Le gustaban los hombres; incluso algunas veces creía comprenderles y había sido capaz de mantener cierta complicidad con ellos. Y la valoraban, aparte de amarla o desearla…, que eran dos cosas muy distintas, «valoración y amor». Tal vez no había pensado en ello en aquellos términos, pero lo tenía asumido.

—Muy bien.

Entraron en el bar y Barbara pidió un escocés con soda. Bebía muy poco y podía contar con los dedos de una mano las veces que se había embriagado, pero era un convencionalismo social de gran importancia. Les daría la oportunidad de sentarse y aflojar la tirantez que se había producido entre ellos. Carson tomaba un «Bourbon» doble con hielo. Mientras bebían, se contemplaron mutuamente. Él veía ante sí a una mujer alta, atractiva, con el cabello gris, que levantaba el vaso sin que le temblara la mano. Recordó a esa misma mujer entre sus brazos y en la cama, preguntándose en qué medida la deseaba de nuevo. ¿O el pensamiento era inadecuado? De todas formas, ¿se trataba de deseo, necesidad o de qué? Y suponiendo que lo llevara a las últimas consecuencias, ¿sería impotente? Ésa podía ser la conclusión, aunque poco probable, pero era más importante controlar sus pensamientos. ¿Por qué tenían que unirse sus cuerpos? Había estado discutiendo con ella por nada y ahora trataba de ser menos severo. ¿Por qué no permanecer sentado allí y disfrutar de la compañía de una mujer que en verdad era extraordinaria? ¿Por qué no podía romper los lazos?

—¿Tomamos otro? —la preguntó.

—¿No era un «Bourbon» doble?

—Ya no estamos casados. Si me emborracho, puedes dejarme llorando entre mis copas.

Ella apuró el resto del escocés con soda.

—Planteado sencillamente, no me gusta emitir veredictos.

—Si no lo veo no lo creo —dijo Carson.

—De todas formas, los Devron no se emborrachan. Se necesita sangre para eso, y la sangre de los Devron fue sustituida por dinero líquido.

Carson pidió un «Bourbon» doble y Barbara un escocés, esa vez con hielo.

—Es una imagen pintoresca. No existe el dinero líquido —aseguró Carson.

—He oído decir que tu padre entregó un millón contante y sonante para la campaña de Reagan.

—Él se ocupa de sus asuntos y yo de los míos. No le digo lo que tiene que hacer con su fortuna mal adquirida y él no se mete en cómo debo llevar mi periódico.

—¡Bravo!

—¿Qué significa eso?

—Significa bravo.

Las copas llegaron y Carson levantó la suya.

—Por todos los bastardos como Carson Devron, que viven al borde de la desolación.

—No voy a brindar por eso —anunció Barbara.

—¿Por qué no?

—Autocompasión. No me agradas cuando caes en ella. Aquí tienes mi brindis: L'-chaim!

—¿Qué es? No me lo digas. Es un brindis judío que significa por la vida.

—Diez puntos.

—Lo aprendiste de Boyd.

—No. De mi primer marido, Bernie.

Carson terminó su bebida e hizo un gesto al camarero.

—Oh, Carson, basta ya —dijo Barbara—. Terminarás como una cuba. Quiero hablar contigo, y no pienso soportarte borracho perdido.

—¿Hasta qué punto?

—Sólo una pizca. Como yo. ¿Qué te ocurre? No solías beber.

—Que sea sencillo —pidió al camarero—. No estoy borracho —aseguró a Barbara—. Te quiero. En realidad, te adoro. Contratamos a un chico para que hiciera un retrato de FDR[9], y escribió que éste adoraba a su perrito. «Chaval —le comenté—, se puede querer a un perro, pero sólo se adora a una mujer».

—Un punto de vista muy interesante —admitió Barbara—. El año pasado publicasteis un editorial en el cual decías que el movimiento por el derecho a la vida tenía aspectos válidos.

—Lo publicaron mientras yo me hallaba en Europa. Pero aquello no fue el fin del mundo. Mi mujer está en el Comité Ejecutivo de la Organización Pro-vida en California del Sur. Ella hace su vida. Yo la mía.

—Los Devron sois una familia muy peculiar, cada uno va a lo suyo. ¿Sabes, Carson? Si los hombres fueran los que parieran, no existiría el movimiento por el derecho a la vida, ¿verdad?

—Mi madre solía decir: «cuando los terneros tengan alas, se terminarán las vacas».

—Esa frase no me parece muy inteligente.

—Escucha, Barbara, te digo que te quiero, estoy aquí pensando en acostarme contigo y me sales con tus ganas de ridiculizarme. Soy el editor de Los Angeles Morning World y es el mejor periódico de Estados Unidos, aparte, quizá, del Washington Post y del New York Times, como Washington no es una ciudad, sino una sociedad de estúpidos, tomaré en consideración sólo el New York Times y no estoy muy seguro de que sea mucho mejor que nosotros. Nadie me critica, excepto tú. ¿Por qué lo haces?

—No lo sé. Tal vez porque te amo.

—Diablos, ¡no se ridiculiza a quien se ama!

—Si quieres a esa persona y no deseas hacerlo, ya que todo es tan complicado. Oh, Jesús, Carson, ni siquiera sé si te amo. Nos dedicamos a darle vueltas a esa palabra hasta que deja de tener valor y sentido, pero me gusta estar contigo, me agrada como te comportas ahora y nadie que considere una sociedad de estúpidos a Washington puede decepcionar. Además, me parece que estoy algo ebria. ¿No le habrás dicho que me pusiera doble el escocés?

—¡No! Palabra de honor.

—Entonces, ya me mareo con un par de whiskies…, la hija de Dan Lavette. El árbol genealógico se pudre con rapidez. ¿Te acuerdas de aquel brillante y loco sobrino mío, Freddie Lavette?

—¿El hijo de Tom? ¿El que se casó con esa preciosa chica medio china?

—Pues se ha divorciado de ella. ¿Por qué me habrá venido a la cabeza? Supongo que ha debido ser al pensar en el árbol familiar. No…, aguarda un momento a que me despeje. Quiero hablar contigo en serio y después, si quieres subir a mi habitación, haremos el amor. Seré tuya.

—Magnífico. Adelante. Y en serio.

—Muy bien. Trata de mantenerte algo sobrio y escúchame.

—De acuerdo.

—Bueno. Ahora dime, ¿cuál ha sido tu verdadera reacción en la reunión de esta noche? ¿Los crees? ¿Merecen tus futuras investigaciones?

—Barbara, cariño. No estoy en condiciones de filosofar. Nos han explicado su versión. Existe el otro lado de la moneda.

—Ya lo conozco.

—Seguro, y yo he escuchado otros testimonios de su parte. Sí, supongo que les creo. No es ninguna historia nueva en el Sur. Un grupo de ricos y poderosos paga a un matón, tipo Mussolini, que implanta la dictadura y neutraliza a la oposición con un balazo en la cabeza, por lo general, y, entonces, los desgraciados que componen la población van vendidos. Durante el proceso aparecen muchos dólares junto con algunos trucos de la CIA. ¿Qué podemos hacer? Es una tradición, una forma de vida. Chile, Guatemala, Honduras, Colombia, Bolivia…, ¿quieres que El Salvador sea una excepción? Vamos, Barbara…

—Nadie tiene grandes expectativas, Carson. Se enciende una llamita…

Carson parpadeó de prisa y cerró los ojos.

—Veo borroso. Uno no puede conducir en mis condiciones. ¿Nos acabamos la botella de vino durante la cena?

—Toda.

—Debiste avisarme. ¿De qué llamita hablabas?

—Carson, dispones de un periódico. Envías a un corresponsal a observar lo que ocurre en El Salvador y que lo escriba. Eso es una llamita.

—Estás de broma.

—No, querido. En absoluto. La verdad en sí es muy poderosa.

—Barbara, por favor, llévame a la cama. Ni siquiera puedo oír bien.

—Cinco «Bourbon». Eres un pobre inconsciente.

—Ha sido cosa del vino. Sólo ha faltado el «Bourbon».

Barbara firmó la nota y ayudó a Carson a incorporarse, agradeciendo que no le hubiera dado por vomitar. Lo arrastró hasta el ascensor y después a su habitación. Había un mensaje de su hijo Sam. Finalmente la había localizado en casa de los Bernhard y por ellos se había enterado de dónde se hallaba; había telefoneado mientras ella se encontraba ausente y le comunicaba que salía para Nueva York al cabo de una hora, y estaría unos días fuera. Tumbó a Carson sobre la cama mientras leía el mensaje.

—¿De quién es? —preguntó él.

—De mi hijo Sam.

—Buen chico, buen chico. Buenas noches, Barbara.

—Demasiada pasión para el anochecer.

Barbara suspiró mientras empezaba a desnudarle. Después de mucho esfuerzo, ya que Carson no era un peso pluma precisamente, lo desnudó dejándolo en ropa interior. Lo acercó hasta que las piernas se apoyaron en un extremo de la cama doble y a continuación lo empujó hacia atrás con delicadeza, y su cuerpo se derrumbó; después, lo contempló pensativa. Al menos el tiempo, físicamente, había sido benévolo con aquel muchacho de California del Sur. Mantenía la figura fuerte y esbelta, y debía pesar unos cinco kilos más que el día de su boda. Su cabello se había vuelto blanco, pero seguía siendo abundante. Al mirarle, no totalmente sobria ella misma, dejó volar su imaginación, viéndose casada de nuevo con aquel apuesto hombre que había sido siempre un hijo más que un marido, una persona buena, honesta e inteligente cuyos instintos lo colocaban en el lugar de los ángeles el setenta y cinco por ciento de las veces. Hubiera sido su protector, aunque continuara siéndolo también de la mujer hermosa y casquivana con la que se había casado.

¿Por qué habría tenido que echarlo todo a rodar? Cierto que, entonces, él le había dado razones más que suficientes, que incluso podía enumerar en ese momento: su incapacidad para relacionarse con Sam, su decisión de respaldar a Nixon, su indiferencia y disgusto, a veces, por Los Ángeles como lugar para vivir y educar a un hijo, su falta de comprensión ante el feminismo de ella. Podía recordarlo todo; pero, en aquellos momentos, de pie junto a la cama, observándolo mientras roncaba tranquilamente por los vapores del alcohol, le parecía que nada tenía importancia. Los años se habían llevado los colores más intensos y los había convertido en una película translúcida de vivencias, al mismo tiempo que le devolvía el eco de su propia intolerancia hacia Carson, su falta de paciencia y sus enojos.

«Voy a llorar —se dijo—. Siempre lloro en los momentos más tontos».

En el cuarto de baño las incipientes lágrimas desaparecieron. Al orinar, Carson había mojado el borde de la taza del retrete. Medio molesta y medio enfadada, Barbara lo secó con una toalla de baño, hizo sus necesidades, se puso el camisón, apagó las luces y se acurrucó en la cama al lado de Carson, notando la tibieza de su cuerpo. Era estupendo sentir el roce y el calor de un hombre. Le besó en el hombro, se abrazó a él y se quedó dormida.

Solía levantarse temprano. Al transcurrir los años, se le había hecho casi imposible permanecer en la cama después de las seis o seis y media. Carson seguía durmiendo y ella dejó que continuara haciéndolo. Se vistió, bajó a la cafetería del hotel y tomó un jugo de frutas y café, pensando que Carson querría un desayuno completo. Como sólo eran poco más de las siete, decidió dar un paseo. Hacía una preciosa y fresca mañana, la polución aún no se había hecho visible y el aire olía a jazmín. Como era Beverly Hills, las calles aparecían desiertas. Barbara se sintió incómoda al apreciar tanta belleza y bienestar en el lugar que siempre hábía detestado. Pero no vivía allí y podía susurrar: «Todo puede deleitar la vista y sólo el hombre es detestable». Pensó que ya era mayorcita para sentirse indignada ante un lugar dedicado a adquirir riqueza y a gastarla de forma ostentosa. Caminó por Rodeo Drive recordando que una vez, mucho tiempo atrás, había comprado un vestido en una tienda de lujo a un precio que ahora apenas bastaría para comprar unos cuantos pañuelos en el mismo lugar, y entonces pudo darse cuenta de que se estaba convirtiendo en una de esas mujeres pesadas que no dejaban de añorar los precios anteriores a la inflación. Carson le hubiera hecho ver que, como hija única de Jean y Dan Lavette, y nieta de los Seldon, había sido más rica que cualquiera de las damas que entraban y salían de las tiendas de Rodeo Drive conforme el día avanzara.

Barbara nunca se había mostrado muy eficiente en reunir las contradicciones de su existencia, ni tampoco estaba muy tranquila por las cosas que había hecho, a pesar de que las había meditado e intentado justificarlas.

Eran casi las ocho. Regresó a su habitación del hotel, observando, al meter la llave en la cerradura, que el cartel de NO MOLESTEN seguía en su sitio. Al entrar ella, Carson salía del cuarto de baño secándose la cara y disculpándose por haber utilizado su maquinilla de depilar.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Barbara.

—Muy bien, considerando todas las circunstancias.

La miró con curiosidad.

—¿Qué ocurrió anoche?

—No mucho. Tomamos unas copas en el bar…

—¿Cuántas?

—Tú tomaste dos «Bourbon» dobles y después otro sencillo. Aquí ponen una buena medida. Antes nos habíamos bebido una botella de vino en el restaurante. Si lo recuerdas, no comiste gran cosa y nunca has sido un gran bebedor, Carson.

—¿Totalmente mamado?

—Del todo no. Caminaste hasta aquí. No vomitaste. Te desnudé y te metí en la cama.

—Oh… ¿Dónde has dormido? —preguntó él.

—En la cama contigo.

—Ya. ¿Y mi corbata? ¿Has visto mi corbata?

—En el cuarto de baño. En una de las perchas.

Carson se disponía a entrar en él, pero después se detuvo y giró sobre sus talones, como un actor haciendo una tonta y artificial segunda toma en una película a los ojos de Barbara.

—Has dicho que dormimos juntos…, ¿aquí?

Señaló la cama.

—Sí.

—¿Hicimos…, quiero decir si…?

—¿Hicimos el amor? No. Me arrimé a ti, y fue agradable, pero no estabas en disposición de que ocurriera nada.

—Quién lo hubiera dicho —comentó él con amargura.

Barbara lo rodeó con los brazos y lo besó.

—Está bien. Volveremos a vernos. Ahora, ponte la corbata y tomaremos un buen desayuno.

—¿Dónde has estado?

—Paseando. Tenía que despejarme. Beverly Hills a las siete de la mañana. Ni un alma. Aire puro y sol, como un cuadro de Hopper.

—Barbara, cariño —dijo Carson—. No puedo bajar y desayunar contigo después de pasar la noche en tu habitación y en tu cama.

—¿Por qué no? Nadie sabe que has estado aquí.

—Sólo son las ocho y media. Cualquiera de por aquí me conoce. ¡Cielos!

—Mi querido Carson, te verán desayunando con una señora de cabello gris que va sin maquillaje, y si crees que alguien en esta ciudad puede pensar que se trata de un lío, debes de estar loco. Si un águila como tú pierde el tiempo con alguien por encima de los cuarenta, lo echan del club. Si te ven a ti conmigo…, lógicamente, es por negocios. Una escritora forastera. Para cualquiera que se acerque, soy Barbara Smith.

—¿De verdad piensas eso?

—Carson, mírame.

—Barbara, tengo un despacho, un periódico y un hogar en el que hay sirvientes, y si mi mujer llama…

—Telefonea a casa y da una explicación. Llama al periódico y al despacho, y haz lo mismo. Carson, eres el dueño. Puedes presentarte allí a las seis de la tarde y nadie se atreverá a decirte nada.

Hizo las llamadas y después bajaron, no a la cafetería, sino al restaurante, ya que, según Carson, cualquiera que lo viera comiendo en la cafetería sospecharía de inmediato. El maitre les recibió cordialmente y comentó lo complacido que estaba de ver a Mr. Devron de nuevo. Carson contestó puntualizando:

—Es Mrs. Smith, y me gustaría una mesa apartada en un rincón para poder discutir nuestros asuntos.

—Me encanta ir al restaurante contigo —dijo Barbara, una vez sentados.

—¿Por qué? —preguntó él con recelo.

—Porque eres el único hombre que conozco que puede dar la impresión de ser el dueño del lugar y que el maitre se encuentra aquí por concesión tuya.

—Menuda tontería.

—Tú y mi padre. Sólo que él me llevaba siempre a un restaurante italiano cerca de Jones Street, donde se hartaba de spaghetti y fumaba uno de sus horribles puros.

—Lo echas de menos.

—Cada día de mi vida. A él, a Marcel, a Bernie, a Boyd…, a todos los estúpidos hombres magníficos que sólo supieron morirse… Y si mueres antes que yo, Carson Devron, tampoco te olvidaré nunca, así que ayúdame. Acudiría a tu tumba y te maldecería en lugar de llevar flores…

—Seré incinerado.

—Me las arreglaría también. Comamos. Estoy hambrienta.

—Pareces veinte años más joven de lo que tienes derecho. ¿Estas segura de que no sucedió nada anoche?

—Huevos, salchichas y patatas fritas…, al estilo nuestro, no al francés. Croissant y café.

—¡Dios mío! —susurró Carson—. ¿No engordas?

—No. Aunque tampoco me preocupa.

Después de haber pedido, Barbara dijo:

—Anoche…, ¿qué decidiste?

—¿Decidir? Estaba demasiado borracho para pensar en nada.

—Antes de que me trajeras aquí. Aquellos hombres de la resistencia de El Salvador te pidieron que enviaras un corresponsal a su país. Es importante. Nosotros somos la parte más hispana de América: California. Solías hablar de la necesidad de incrementar los lectores mexicanos. Esto encaja, ¿verdad? No tendríamos que depender de las notas de agencia ni de recopilaciones del New York Times.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—Anoche, esos tres hombres te pidieron que enviaras un corresponsal a El Salvador. ¿Lo harás? ¿Sí o no?

—No me gusta que nadie me diga cómo tengo que llevar mi periódico.

—Oh, vamos, Carson. Soy Barbara.

—Quien siempre tenía que saber cómo dirigir mejor un periódico.

—Carson, referente al corresponsal…, ¿sí o no?

—Hace varias semanas que lo tenía pensado. Lo propondré en la reunión de hoy.

—Entonces la respuesta es sí.

—Eso supongo —aceptó él.

—Estupendo. Quiero ese trabajo.

Él la miró fijamente. Llegó el desayuno y continuaba con los ojos pendiente de ella. Barbara mojó un trozo de patata en la yema de un huevo frito y se la llevó a la boca.

—Así que era eso —dijo Carson finalmente—. Por eso me has hecho la rosca y me has dejado que…

—Carson, por amor de Dios, te amo. Siempre ha sido así y una cosa no tiene nada que ver con la otra. Déjate de fantasías. Te he pedido algo.

—La respuesta es no. —Empezó a comer con furia—. Yo también te quiero —añadió con la boca llena—. Por eso, la respuesta es no. Y me importa un rábano lo que digas, ¡no!

—Te sentirás mejor después de haber comido algo. No hubiera debido pedirte que tomases una decisión con el estómago vacío.

Carson dejó de comer y la señaló con el tenedor.

—¿Lo ves? Ésta es la clase de cosas que rompió nuestro matrimonio. ¡No importa cómo ni lo que sea, siempre tienes que sentirte superior!

—Oh, Carson, intento ser agradable. Pero, de pronto, se presenta la oportunidad de hacer lo que hago mejor y así dejar de corroerme y desintegrarme, y creo que si fuera al New York Times y les pidiera que me dieran el trabajo para el suplemento del domingo, me lo darían. Tengo muy buena reputación en Nueva York. Nadie es profeta en su tierra, y comprendo que no puedes permitirte un suplemento dominical como ése. Sin embargo…

—Ya vuelves a hacerlo —la interrumpió él—. ¿Sabes que resultas infantil cuando empiezas a entrometerte y piensas que puedes jorobarme hasta conseguir algo? No sólo eres transparente, sino casi insultante.

—Carson, jamás podría ser insultante contigo…

—Además, no tenemos que copiar al New York Times, y su revista del domingo no sería demasiado cara para nosotros, pero no estoy nada seguro de que lo que sea bueno para Nueva York lo sea para Los Ángeles. Somos especiales, un lugar muy cerrado, y no me digas que esta ciudad es un magnífico lugar para vivir si eres una naranja.

—Me gusta cuando te enfadas —dijo Barbara—. No me agradaría si fueras mi jefe, ya que tus ojos se vuelven gélidos y peligrosos, y eso me asustaría. Se te enfría la comida.

—También a ti —gruñó él.

—Es porque me siento entusiasmada con ese trabajo.

Él continuó desayunando sin hacer más comentarios.

—Recibí una oferta de trabajo para la revista Good Housekeeping —dijo ella al cabo de un par de minutos.

—¿Ah, sí?

—Para hacer una historia de Demel.

—¿Quién era Demel?

—El padre de la pastelería vienesa. ¿Quieres que yo termine así?

—Necesito más café —contestó él—. Estoy seco y mi cabeza empieza a nublarse.

—Ah, no —replicó Barbara—. Esto no te llevará a ninguna parte conmigo; recuerdo muy bien todas las veces que tuve que telefonear a alguien con quien no querías hablar y decirle que…

—De acuerdo. Ahora, míralo con calma durante un momento, Barbara. Anoche no fue mi introducción a esa barbarie llamada El Salvador. He estado leyendo los despachos que llegan de las agencias desde hace meses. Los escuadrones de la muerte han asesinado periodistas y fotógrafos, además de monjas católicas, así como unos treinta mil hombres, mujeres y niños durante los últimos años. ¿Quieres que te envíe allí? ¿Quieres que sea tu verdugo?

—Carson, no soy una inconsciente ni tampoco una aficionada. Tengo bastante experiencia, por si lo has olvidado.

—Conozco tu experiencia. Se remonta, al igual que la mía, a muchos años atrás.

—Carson, el sitio está lleno de periodistas. No van a matarme y tú no sabes lo que supone vegetar y escuchar a los amigos que te aconsejan dedicarte a hacer punto. Gozo de buena salud, soy fuerte y tengo más seso que antes. Bueno, admito que hubo cierta confabulación por mi parte cuando supe a quién ibas a ver anoche. ¿Y qué? Quiero este trabajo. Lo necesito. Hay mejores maneras de vivir que irse consumiendo en la nada y convertirse en lo que llaman de forma eufemística una ciudadana de la tercera edad. ¡Al diablo! Necesito trabajar porque, si no lo hago, me voy a morir…, de la peor forma. Y hay una manera digna y una indigna de morirse. Deja de protegerme y dame lo único que puedes darme.

Él se quedó en silencio.

—¿De verdad lo deseas tanto?

—Sí.

—Muy bien, es tuyo —dijo, añadiendo a continuación—: Sabes, Barbara, no me necesitas ni a mí ni a mi periódico. Habrías podido ir allí por tu cuenta y yo no hubiera podido evitarlo.

—Lo sé. Pero quiero un periódico que me respalde. Hubo un tiempo en que me metía en la boca del lobo, y eso era pura estupidez, no valor. Nunca fui nada especial en cuanto a la valentía se refiere. Acaso poseo cierto valor moral, pero, en cuanto al físico, soy tal débil como la mayoría de la gente. La gran estupidez es que creo que he vencido y me gusta tener un carnet de Prensa de un importante e influyente periódico de Los Ángeles en el bolsillo.

—No has hablado de dinero.

—Al infierno el dinero. Aceptaré lo que me ofrezcas. Es el trabajo lo que me importa.

—No es un trabajo…, sino un encargo —aclaró Carson—. He despedido a demasiados buenos periodistas. Tienes una misión, no un empleo. Tres semanas. Serán suficientes para valorar tus datos y escribir el artículo. ¿Cuándo sales para El Salvador?

—Voy a casa para ordenar las cosas. Después, soy tuya.