Capítulo IV
Por mediación de Moretti, habían contratado a un joven llamado Mort Gilpin como recaudador de fondos. Era un individuo moderno, con barba; llevaba trajes con chaleco y se reveló como conocedor de cualquier persona, en el área de la Bahía, que pudiera disponer de dinero extra para apoyar una campaña política. La primera semana, consiguió doce mil dólares. Le dijo a Freddie que sólo era una muestra de lo que era capaz de hacer, y Freddie quedó muy impresionado.
—Ella me gusta —comentó Gilpin a Freddie—. Por eso me ves aquí, créeme. Lo que debe suponer para una anciana ponerse a protestar y a moverse por todas partes…
—Frena —advirtió Freddie—. No te refieras a Barbara de esa forma, y no presiones en nada cuando hables de ella.
—Mientras consiga recaudar.
—Trabaja de acuerdo con mis instrucciones —dijo Freddie.
Pero fue de acuerdo con la opinión de Gilpin el que Freddie se metiera en una operación comprometida y comprara once segundos y medio de publicidad, hora punta, en la Televisión independiente local, por cien mil dólares. Era una verdadera ganga, según explicó a Barbara, ya que aunque aquella cadena ponía reposiciones por lo general, había comprado un programa interesante a la «Thames» de Londres y, como mínimo, seis spots aparecerían en el programa importado.
—Pero no tenemos cien mil dólares —indicó Barbara con preocupación—. ¿O sí?
—He pagado el diez por ciento, lo cual casi nos deja en la ruina, pero ya llegará. Gilpin hace un trabajo fabuloso.
—Es como la mayoría de jóvenes del partido —comentó ella—. Habla muy rápido, está obsesionado por las estadísticas, gráficas y demográficas, y parece no enterarse de que los votantes son seres vivos.
—La nueva ola del futuro —dijo Freddie.
—Que el cielo nos ayude.
—No debes menospreciar a Mort. Es bueno.
La agencia publicitaria que se ocupó de los spots deprimió a Barbara aún más. El guión consideraba que debía hablar a un grupo de estudiantes, seis varones y seis féminas, sentados como para un seminario alrededor de una mesa.
—Como es lógico, se realizará en nuestro estudio. Pero el efecto será el mismo.
Al igual que Gilpin, hablaban muy rápido, manejaban cifras y le sugirieron que perdiera media hora con el guión.
—No se trata de estudiarlo —aseguraron—. Sabemos lo atareada que está, Miss Lavette. Hacemos pequeños fragmentos cada vez…, hasta un total de treinta segundos, incluida la presentación y el final. Así que hay poco para memorizar.
Le entregaron el guión. Le habían pedido que llevara un traje gris, si lo tenía, con una blusa blanca. Se lo puso. Se sentó con su traje gris en el frío, hediondo y acondicionado estudio, y leyó el guión:
ESTUDIANTE MASCULINO: Voy a graduarme este semestre, Miss Lavette. Me casaré y tengo deudas de enseñanza. ¿Votará usted por la subida de tasas?
LAVETTE: No veo la necesidad.
ESTUDIANTE FEMENINA: ¿Es usted partidaria de la igualdad de derechos en los sexos?
LAVETTE: Totalmente. Fui una pionera en la lucha por los derechos de la mujer.
ESTUDIANTE MASCULINO: Perforaciones costeras. ¿Está usted a favor o en contra?
LAVETTE: Nuestras playas y el océano son dones de Dios.
ESTUDIANTE FEMENINA: Aborto. ¿Cuál es su postura?
LAVETTE: Detesto la idea del aborto; pero si la ley dice que el Gobierno debe apoyar el aborto, yo defenderé la ley.
PRESENTADOR: Un candidato íntegro y honrado. Vota a Barbara Lavette para el Congreso.
Mientras la observaba, con una copia del guión en la mano, Freddie no dijo nada. Los dos hombres de la agencia esperaban. Al notar que Barbara permanecía silenciosa, uno de ellos dijo:
—Por supuesto, queda insípido en el guión. Se asombrará al ver cómo se revitaliza bajo las cámaras. Tenemos cuatro excelentes actores que…
—Carece de sentido —interrumpió Barbara.
Se estaba cuestionando cómo habría llegado a aquel punto, por qué estaba sentada allí, intentando sacarle algún sentido a unas palabras pueriles. ¿Iba a irse todo cuesta abajo, todas sus promesas y principios reducirse a la nada, el ruedo en el que había elegido combatir con los leones convertido en un artilugio electrónico? ¿Aquello era lo que quedaría de un noble sueño de la Democracia que había empezado a existir doscientos años atrás?
—¿Que carece de sentido? Oh, vamos, Miss Lavette.
—¿De dónde han sacado ustedes esa basura?
—De su propaganda electoral.
—¿Lo dice en serio? No le encuentro ningún parecido. Aquí no hay ni una palabra que sea auténtica. Me parece absurdo.
Su rabia se acrecentaba, su paciencia estaba llegando al límite.
—Y no voy a tomar parte en este juego, ni tampoco a contestar preguntas tan fraudulentas como éstas.
Freddie levantó las manos.
—¿Qué les parece si me dejan a solas con Miss Lavette durante unos minutos? —preguntó.
—Como quiera.
Cuando hubieron salido, ella habló con Freddie, tratando de no parecer severa ni petulante.
—¿Te has dado cuenta? —dijo mientras señalaba el guión—. ¿Lo habías leído antes de que llegáramos aquí?
—No. Y tampoco sé qué decir. Me he precipitado demasiado haciendo las cosas, y los días pasan volando. ¿Estás enfadada conmigo?
—No. Sólo me encuentro molesta conmigo misma.
—¿Qué vas a hacer?
—No quiero actores. Sé lo necesaria que es la televisión. Dame lápiz y papel y redactaré treinta segundos sobre algo.
—¿Así, de repente? ¿Piensas leer una declaración?
—No, no quiero leer nada. Si puedo hacer algunos apuntes, me siento capaz de sacar adelante treinta segundos sin necesidad de guión. ¿Te parece mal…, equivocado?
—Tía Barbara, ya no sé ni lo que está bien o mal. Quizá deberías dejarme a un lado. Algunas veces me parece que estoy dando vueltas en la oscuridad. Está claro que tienes que hacerlo a tu manera.
—Tú lo comentarás con ellos, Freddie.
—De acuerdo.
Así que, finalmente, ella se limitó a estar frente a la pantalla.
—Buenas tardes —comenzó—. Soy Barbara Lavette. La candidata demócrata para el Congreso, y creo que algunos de ustedes me recordarán, porque ya me presenté hace seis años. Perdí entonces por unos pocos miles de votos; pero esta vez confío en ganar. ¿Qué defiendo? Quiero que nuestro aire sea limpio y nuestras playas no se contaminen. Estoy plenamente a favor de la Enmienda por la Igualdad de Derechos y quiero ayuda federal para la protección de los niños. Creo que igual que el hombre es dueño de su cuerpo, la mujer también lo es, y su derecho al aborto sacrosanto. Por encima de todo, defiendo la paz.
No fue fácil. Había muchas otras cosas, ciertas matizaciones, pero había que ajustarse a los treinta segundos.
—Me parece aceptable —dijo a Freddie—. Cuando hagamos los otros nueve, trataré un tema en cada uno.
A Freddie le pareció que su actuación no había sido nada que pudiera calificarse de poco notable, e incluso la agencia admitió a regañadientes que había estado bien. Aliviada por el hecho de que la jornada había terminado, pero sin sentirse mejor con respecto a la campaña, Barbara se sentó en el coche taciturna, mientras Freddie la llevaba al centro comercial en que ella había dejado el automóvil. Pasaban de las cinco y el lugar estaba vacío.
—Les he dicho que podían largarse a las cinco —dijo Freddie—. Esta noche no hay reuniones y están trabajando muy duro.
—Mañana te veré —replicó Barbara—. Tengo cosas que hacer ahí dentro. Gracias por ser tan paciente conmigo.
—Reconozco que soy como un dolor de muelas. No sé otra manera de llevar esto adelante.
—Yo tampoco —admitió ella.
Le produjo una extraña sensación quedarse sola en el almacén que habían alquilado. Fuera, las sombras aumentaron y el aire se hizo más frío. El local estaba en penumbra, y las largas mesas, como siempre, estaban llenas de montones de sobres que esperaban ser embuchados con folletos. Barbara cogió uno y leyó:
Una mujer para la eternidad, ésta es Barbara Lavette. No nos llega solamente como candidata a un escaño en la Cámara de Representantes, sino como una persona con toda una vida dedicada a los derechos civiles y…
«Y nada —finalizó Barbara—. ¿Quién lo habrá escrito? Yo nunca dije nada parecido. ¿Por qué me habré metido en esto?».
Se sentó junto al viejo escritorio que Freddie había alquilado por cinco dólares al mes y contempló las ventanas que se abrían al gran centro comercial. Era la mejor hora del día, el aire fresco, incrementado por el olor de los abetos. En realidad, no tenía trabajo aquella noche, pero sí el deseo de quedarse a solas durante un rato, viendo reforzada su soledad por la gran plaza vacía. Las compras habían terminado y era demasiado temprano para que los clientes acudieran a los dos restaurantes o al cine. No se veía un alma y Barbara experimentó la sensación de encontrarse sola en el mundo. Cerró los ojos, y cuando los abrió unos momentos después, ya no estaba sola. Un hombre de pie, en la puerta, con las manos en los bolsillos, observaba el local y a Barbara. Era alto, esbelto, con el cabello gris, vistiendo camisa y pantalones grises de franela. Debía de tener unos sesenta años, pensó Barbara, y su rostro le resultó vagamente familiar.
Él intentó abrir la puerta, que Barbara había cerrado con llave, y, en aquel momento, se dio cuenta de que se trataba de Alexander Holt, a quien ella había visto antes en fotografías y filmaciones, pero nunca en persona. Le hizo señas para indicarle que deseaba entrar. Su sonrisa era agradable y Barbara ansiaba conocerle. Se dirigió hacia la puerta y la abrió.
—Pase, Mr. Holt.
—Estupendo. Entonces, no hace falta que me presente. Y usted es Barbara Lavette.
—Eso dice el rótulo de la puerta.
—Excepto que es más joven y mucho más bonita. No, hermosa. A usted no se la puede calificar de bonita.
—¡Cielos! ¿Siempre empieza así?
—¿La he ofendido?
Barbara no pudo evitar sonreír.
—La adulación raramente ofende a alguien. Bien, coja una silla y siéntese. ¿Qué le trae al campo enemigo, Mr. Holt?
—El enemigo.
—¿Ah, sí? Entonces viene en misión de reconocimiento…, ¿o como espía?
—Ambos hemos roto el fuego, así que digamos que en misión de reconocimiento. No, la verdad es que ardía de curiosidad. Toda mi vida he oído hablar de Barbara Lavette. No se puede vivir en San Francisco e ignorar a los Lavette, y aquí está la dama que regaló una fortuna, que se metió hasta el cuello en la huelga de estibadores de los años treinta, cubrió la Segunda Guerra Mundial para el Chronicle, retorció la nariz al Comité de Actividades Antiamericanas y fue a la cárcel con un estandarte tan blanco como el de Juana de Arco…
—¡Ya es suficiente! —gritó Barbara—. Si continúa por ese camino, Mr. Holt, lo pondré de patitas en la calle. ¿Qué diablos quiere?
—¿Me he excedido?
—Demasiado. Confío en que sus debates sean mejores que sus lisonjas.
—Bueno, tiene razón —contestó él, aceptando la derrota sin discutir—. Usted lo ha llamado el campo enemigo, y como un chiquillo tonto, yo intentaba probar algo.
—¿Qué?
—Que no soy el enemigo, supongo. Escuche, ¿espera a alguien?
—No.
Ya era el crepúsculo; el almacén estaba en penumbra y Alexander Holt era muy atractivo.
Sentía la necesidad de hablar. Su adulación…, bueno, ya la había visto en otros hombres que no sabían dónde poner los pies cuando hablaban con una mujer que se encontraba a su mismo nivel, y aquel tipo estaba intentando situar juntas a una mujer atractiva y a una congresista. Barbara tenía la suficiente confianza en sí misma como para calificarse a sí mismo como una mujer atractiva y ahora decía que no esperaba a nadie, intentando quitarse el mal gusto de hacerse propaganda.
—He pensado que sería un alivio quedarme sola un rato sin una multitud de vociferantes y muy inteligentes jóvenes de ambos sexos.
—Estoy seguro de que son más inteligentes que los míos, pero ya sé lo que quiere decir. ¿Qué hay de la cena?
—¿Qué hay de la cena?
—Me refiero a si tiene la noche ocupada con entrevistas de Radio, periodistas o algo parecido.
—No, esta noche no. Estoy libre.
Pudo haber añadido que era la primera que disfrutaba en tres semanas y que no tenía ningún plan porque nadie la había invitado, ya que sabían que estaba demasiado ocupada. También había decidido que, como mínimo, sería interesante cenar con Alexander Holt y un descanso hablar con alguien de edad similar a la suya.
—Estupendo. Sólo tengo una sesión con un grupo de jóvenes magos de la computadora en Chesley. Eso está en la parte sur del distrito, ya sabe. Todavía no es Silicón Valley, pero va camino de ello. Puedo posponerla para otra noche si me permite usar su teléfono.
Ella le indicó el aparato y encendió la lámpara de sobremesa, le gustaba la forma en que iba vestido y cómo sabía llevar la ropa informal, pero no estaba presentable para ningún restaurante de categoría. No tenía la menor idea de dónde vivía, pero algo que había oído o leído insinuaba Pacific Heights, y, si éste era el caso, se hallaba muy lejos del distrito Cuarenta y ocho. Oyó cómo daba instrucciones a alguien de su oficina y después le dijo, casi de forma inesperada:
—¿Qué piensa de la comida mexicana?
—Me gusta.
—¿Le he pedido que cene conmigo… o no?
—Más o menos, sí.
—¿Y qué me contesta?
—Sí.
—¿No teme confraternizar con el enemigo?
—En absoluto. Además, no somos enemigos.
—¿No? Entonces, ¿qué somos, Miss Lavette?
—Dos personas muy solas, me parece. Según el perfil que su comité presentó, hace seis años que su esposa murió. Tiene tres hijos, uno en la Universidad de Florida y los otros dos trabajan en Massachusetts. Su esposa era de Florida. Alguien mencionó que no tiene familia aquí, pero sí su trabajo y las personas que componen su equipo…, dieciséis, creo, y cena dos veces por semana, al menos, en el «Redwood Club».
—Muy bien, veo que me ha estudiado. ¿Qué más?
Ella cerró la puerta del almacén y empezaron a caminar por el centro comercial.
—¿A dónde vamos?
—Al otro lado de la plaza, en los bajos del edificio de la librería «Dalton», hay un restaurante mexicano llamado «Don Demos». El nombre me atrajo. La comida es sencilla y buena y los estudiantes vienen de lejos para comer aquí. Lamento no ir vestido para nada más elegante. ¿Le molesta?
—En absoluto.
—¿Ya ha terminado con mi expediente?
—Con lo que está impreso, sí. ¿Quiere que le recite su grabación de la campaña?
—Caramba, ¿la sabe de memoria?
—Casi.
—Dos personas muy solas. ¿Es lo que ha dicho? En mi caso, puedo entenderlo. Nací en Springfield, Massachussetts, hijo único, lo cual reduce la familia. Ahora no tengo nadie aparte de mis hijos, y están lejos. Y, Miss Lavette, los compañeros son compañeros, ni más ni menos. Por otra parte, San Francisco y el área de la Bahía son su nido, los lugares en los que usted se ha criado. ¿Sabía que yo estaba en el comité que cambió el nombre de esa calle corta que sale de Pacific Avenue, que antes se llamaba Fritz Street y ahora es Lavette Place? ¿No está usted relacionada con uno de los grandes viñedos de Napa Valley? ¿Gateway o algo parecido?
—Higate.
—Sí, el mejor «Cabernet Sauvignon» de California, y también el vino tinto con su propia denominación de origen. Buen vino. Caramba, si yo tuviera esos antecedentes…
—Aun así, uno sigue acostándose y levantándose solo, y cuando se encuentra con un extraño adulador, como con el que estoy ahora, y decide cenar con él, nadie se preocupa de dónde pueda estar ni si puede ocurrirle algo.
—Yo he venido a buscarla.
—Oh, sí, por supuesto.
—Conocí a Boyd Kimmelman —dijo Holt—. De hecho, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, me licenciaron en California, fui a la Universidad y me gradué allí. Trabajé un verano en el despacho de Benchly y allí conocí a Boyd. Él me ayudó mucho.
«Qué mundo tan extraño y tan pequeño», pensó Barbara, mientras recordaba al Boyd que había entrado en su vida al principio, el joven abogado, rechoncho y engreído, con su mechón de pelo rojizo, sus ojos azules y sus ansias por sacarle todo el jugo a la vida. El mundo evocado por Alexander Holt reflejaba recuerdos de días de sol, emociones y esperanzas. ¿Qué había ocurrido? ¿A dónde había ido todo?
No había respuesta. Uno se ocupaba de cosas más simples. Holt conocía al propietario del restaurante, un mexicano bajo y con mostacho, Don Demos. Sonriendo y haciendo reverencias, los acompañó hasta una mesa.
—Para el congresista y su encantadora acompañante.
—Que es mi rival en la campaña por el lado de los demócratas.
—¡No! —dijo con asombro, pero sin desaprobación.
Don Demos no se comprometía a desaprobar.
—Buenas noches —le saludó Barbara en español—. Un lugar muy acogedor. ¿Usted vota, Don Demos?
—Por supuesto. No soy un ilegal ni estoy como turista. Soy un ciudadano, casado, con tres hijos, y único propietario de este restaurante, que pagué con sangre y lágrimas.
Holt escuchaba, boquiabierto.
—Entonces usted vota, por supuesto.
—Naturalmente.
—¿A los republicanos?
—Señora[4], esto es muy embarazoso.
—Él no puede entendernos si hablamos rápido —repuso Barbara sonriendo con dulzura—. Quiero que vote por mí. Yo necesito su voto, él no.
—Señora —continuó luego en inglés—, ¿acepta una botella de vino por cuenta de la casa?
Hizo una pausa, mirando a Holt con preocupación.
—¿Qué elige?
Holt estaba todavía bajo los efectos de lo que acababa de ocurrir.
—«Higate Cabernet» —dijo Barbara—. Y no debe ser un obsequio, le ruego que lo comprenda.
Don Demos se alejó y Holt estalló:
—Usted le estaba diciendo que no votara por mí. Que le diese su voto a usted.
—Pidiendo —contestó Barbara con calma.
—¡Que me ahorquen!
Barbara sonrió.
—¿Sabe? —dijo—. Tienes que llamarme Barbara y yo te llamaré Alex. Vamos a estar muy unidos las próximas semanas y no me parece lógico tratarnos con tanta formalidad.
—¿Dónde aprendiste a hablar el español de esa forma?
—Por ahí. Se aprende. Dicen que si te gusta el español, se habla solo. Oh, estudié un poco en las clases de Miss Leonard y en el «Sarah Lawrence College»; y en Higate, donde se hace el vino que admiras tanto, hablan español e inglés. Allí todo el mundo emplea el español.
—No te ofendas, Barbara, si te digo que tienes armas secretas muy notables.
—Es un poco molesto, pero otros ya me lo han dicho. ¿Seremos amigos?
—Alguien mencionó que me habías descrito como a un tipo ligeramente a la derecha de Genghis Kan.
—Oh, no. Nada de eso. Cuando Reagan era gobernador, escribí eso en un artículo que hice para el Nation, pero no me refería a ti, en absoluto.
Don Demos apareció y descorchó el «Cabernet Sauvignon». Después, tomó nota de servir róbalo al estilo de Veracruz con acompañamiento de habichuelas fritas. Holt escanció el vino y ofreció un brindis.
—Que gane el mejor candidato…
—Nada de eso —le interrumpió Barbara.
—Rectifico. ¡Que gane la mejor persona!
—Por eso sí brindo.
Holt bebió y después la observó con atención.
—No te pareces en nada a lo que yo imaginaba. Ya nos habíamos visto antes, pero estoy seguro de que lo has olvidado por completo. Hace unos veinte años, en una fiesta que dieron en tu honor en Beverly Hills.
—Recuerdo aquella fiesta —dijo Barbara.
Allí había conocido a Carson Devron, algo que no le sería posible olvidar.
—No te acuerdas de mí, claro. Yo estaba allí con mi esposa. Ella era actriz por aquel entonces, había interpretado un pequeño papel en una película. Iba a rodar una basada en alguno de tus libros, me parece recordar, y debía haber unas cien personas en la casa…
Se desvaneció un poco la voz.
—Demasiadas casualidades para que seamos enemigos. La política no resulta agradable. Desearía que existiera otra forma de hacer las cosas, pero no la hay, ya lo sabes. Aunque, como es natural, tú crees en la santidad de los propósitos.
—No. No creo en ella. Me parece, Alex, que ya es hora de que me mires de otra forma. Lo que ves al otro lado de la mesa es una mujer a la que le han sucedido la mayoría de las cosas que le ocurren a cualquiera otra. Así que no ahorres tus golpes. Yo devolveré los que reciba.
—Muy bien.
—Y ahora que nos hemos entendido, comamos.
—Estoy de acuerdo.
—Y antes de que dejemos la política a un lado, me gustaría fijar una cita para un debate…, digamos en el auditorio de uno de los mayores colegios.
—¿Un qué? —preguntó Holt con incredulidad.
—Un debate.
—¿Significa eso que me estás pidiendo que haga un debate contigo?
—Exacto.
Él se recostó en la silla y apretó las manos.
—Mi querida Barbara —dijo—, tal vez yo no sea el hombre más inteligente del mundo, pero tampoco idiota. Nada de debates…, de ninguna manera.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué? Debes haber tenido un período de gran inocencia en tu vida, pero ahora sólo es un truco. ¿Puedes imaginarnos a ambos en una plataforma? Sí, seguro que puedes…, la santa cruzada y el astuto político. Vamos, querida.
Después de cenar, la acompañó hasta su coche y se estrecharon las manos con gran cordialidad.
—No tengo palabras para expresar cómo he disfrutado de esta velada —dijo él.
Barbara asintió.
—Ha sido divertido.
—Y ahora, cada uno a su rincón y que empiece el combate.
—Sí, señor.
Barbara se sentía joven y sonreía mientras se dirigía a casa, diciéndose con cierto asombro: «He tenido una cita». Y había sido muy agradable: dos adultos civilizados, con sentido del humor, rivales en una campaña política, pero lo suficientemente inteligentes como para comprender que sólo se trataba de eso, una campaña política.
«¿Volveré a verle?», se preguntó. Tenía que admitir que sería estupendo. Era un hombre encantador, moderado, y sabía escuchar como pocos hombres.
Freddie había elaborado un plan de captación de votos puerta a puerta. Había hecho preguntas y había confirmado lo que esperaba: que nadie había solicitado nunca el voto personalmente en el Cuarenta y ocho. No había habido necesidad. Aparte de la presentación de Barbara, seis años atrás, los republicanos nunca se habían sentido ni discretamente amenazados, y cuando Alex Holt sustituyó al poseedor del cargo, los republicanos volvieron a sentirse seguros de nuevo. Freddie sabía que podía disponer de al menos dos docenas de parejas, pero, antes de encomendarles la misión, creyó que debía ir él en persona para poder perfilar las líneas maestras del procedimiento a seguir. Pidió a Carla que le acompañara.
—¿Yo? ¿Por qué yo? —preguntó Carla.
—Por dos razones: Primera, tu español es mejor que el mío. Segunda, me gusta la combinación hombre-mujer. Un hombre solo suele alarmar a la persona que acude a abrir. Una mujer sola me inquieta. Puede entrar en la casa equivocada…, ya sabes a lo que me refiero. Así que pondremos parejas.
—¿Tú y yo?
—Es una buena combinación.
—¿Dónde está May Ling hoy?
—Tiene que ocuparse del niño y de otras cosas —contestó Freddie en tono ligeramente molesto—. ¿Qué te pasa, Carla? ¿Te molesto?
—Estos días todo me molesta. De acuerdo. Empecemos.
—Me llevaré el coche. Haremos cinco casas de los acantilados, cinco de la arboleda y otras tantas del barrio. Después, saldremos de Chesley por Valley City, si aún podemos dar un paseo.
Se sentaron con Barbara, que, momentáneamente, se había librado de las preguntas, demandas y quejas que la acosaban. Ella sabía que hubiera debido instalar algo parecido a un despacho en la parte frontal del almacén, pero ya era demasiado tarde para encontrar a un carpintero que montara la mampara de separación y, además, el dinero no sobraba. Freddie intentó hablar con ella, pero tuvo que abandonar. Finalmente, salieron y encontraron un banco a la sombra.
—Deja que sea Carla la que lleve la voz cantante —dijo Barbara—. Le responderán con más facilidad; pero si te das cuenta de que una mujer te mira, Freddie, de la forma en que muchas suelen hacerlo, toma la palabra. Que no sean temas complicados, ni tampoco muchos. La Enmienda por la igualdad de derechos para la mujer, primero y siempre. La mujer no conecta con quien no sea sensible a eso, incluso aun en el caso de que al principio tuerza el gesto. Protección federal para la infancia. La educación y la Policía son locales, pero puedes insinuar que las personas con un empleo no cometen delitos. No aburras a nadie. Una persona aburrida acaba enfadada. Tienes que ser breve y sincero.
—Has cambiado —comentó Freddie—. Nunca habías hablado así.
—¿Como una profesional? Bueno, al menos lo intento. Adelante.
Nada era como se habían imaginado, ni siquiera en la parte más lujosa del distrito. Evitaron las grandes mansiones. Querían votantes que respondieran a la llamada en la puerta, no mayordomos ni doncellas.
—También ellos pueden ser votantes —enfatizó Carla—. Muchos son mi gente.
Vieron a dos jardineros, mexicanos, a quienes Carla habló.
—Naturalizados —dijo Freddie—. Pueden votar.
Lo intentaron en una mansión. La doncella que abrió la puerta era chicana y, después de unas palabras con Carla, llamó a otra doméstica y a la cocinera. Gran decepción. Ella no estaba censada, la otra criada tampoco, ni la cocinera, ni su marido. Las personas que vivían allí quedaban fuera. Freddie se quedó en un segundo plano, escuchando la animada charla en español que Carla mantenía con los criados.
—Me gusta esto —dijo ella.
Lejos de las casas de los más ricos, cuatro mujeres jugaban al bridge. Eran viviendas de la clase media alta, mejores que las prefabricadas, pero no llegaban a mansiones. Las cuatro mujeres eran cuarentonas, atractivas, y dejaron las cartas cuando la anfitriona hizo pasar a Carla y a Freddie. Carla permitió que Freddie tomara la iniciativa y, después de diez minutos, las señoras no parecían muy interesadas. Freddie dejó a un lado los asuntos reivindicativos y se centró en una cosa: vaya una sociedad, que cuenta con seres humanos dotados de inteligencia y belleza y les condena a pasar los días jugando al bridge; no es que ese juego no fuera emocionante y muy intelectual, pero había asuntos que solucionar, puentes que construir, chabolas que erradicar y miles de cosas que aquellas mujeres estaban más que capacitadas para realizar. Mientras Freddie subía su retórica de tono, Carla pensó que debían estar furiosas y desconcertadas. Para su asombro, se mostraban encantadas con Freddie y su rapapolvo.
—Pero ¿qué es exactamente lo que Barbara Lavette puede hacer por nosotras? Ya hemos perdido el tren.
—Puede actuar como sustituía de ustedes, y, créanme, luchar con todas sus fuerzas por la igualdad de derechos y todo lo que ello comporta.
Dos manzanas más abajo, la puerta de una casa con vigas de madera, estilo años 30, fue abierta por una pelirroja entrada en carnes, que estalló en una carcajada cuando Freddie empezó su discurso.
—Cariño —dijo ella—, esto es un salón de masajes.
Carla reprimió una risita de sorpresa y placer, pero Freddie, imperturbable, asintió y dijo que las masajistas votaban, al igual que las pelirrojas de buen ver.
—Te mereces el premio, muchacho —repuso la pelirroja—. Entra. Las once de la mañana no es un hora punta en este tipo de negocio.
Al mediodía se encontraban en el barrio, y, en un puesto al aire libre, llenaron los estómagos con tacos y burritos, mojados con cerveza mexicana. Freddie, repantigado sin el menor rubor, informó a todo el que quiso prestarle atención que Carla era una famosa estrella del escenario y la pantalla, lo cual incrementó el número de curiosos al correrse la voz. Carla no puso ninguna objeción. El sol había coloreado sus mejillas y su rostro resplandecía. Sonreía mientras daba instrucciones de cómo llenar los impresos para hacerse la ficha para el Registro y pronunció algunas palabras sobre Barbara.
—No has hablado de ninguna cuestión política —dijo Freddie—. Mi español es malísimo, pero me basta para darme cuenta de eso.
—Y tu cerebro se está secando —contestó Carla—. ¡Estrella de la pantalla! ¡Menudo mentiroso! ¿Cuestiones políticas? Serás estúpido. Votan Demócrata. Son chicanos y mexicanos. A ver dónde encuentras un chicano que vote a los republicanos. El caso es que no se registran y, por tanto, no votan, dicen «que se joroben los anglos, sus mentiras y toda esa basura de las elecciones, votar nunca ha llevado a nadie a ninguna parte». Pero puede ser que si se encuentran con una chica mexicana que les explica que una mujer hermosa y buena se presenta como candidata, bueno…, quizá se registren y voten. ¿Quién sabe?
Puerta a puerta llegaron hasta un núcleo de casas prefabricadas, todas con el mismo aspecto uniforme.
—Perdone, señora. ¿Me permite unas palabras sobre nuestra candidata para el Congreso por el Partido Demócrata? Su nombre es Barbara Lavette… Sí, señora, la misma familia Lavette. Este folleto explica lo que ella defiende, pero si dispone usted de tiempo, me refiero a unos minutos, me gustaría hablarle de ella y del por qué creemos que una mujer debe representar este distrito…
El ardiente sol de California se había desplazado lentamente; la temperatura subió hasta los treinta grados a la sombra y Fredie y Carla prosiguieron su ruta con tenacidad. Hacían anotaciones, caminaban en círculo de un kilómetro cada vez, que les devolvía al lugar donde tenían el coche aparcado, se dirigían al vecindario siguiente, al barrio, seguían andando, pulsaban timbres, continuaban las anotaciones.
Llegó la tarde. Eran las cinco y media cuando decidieron dar la tarea por acabada. Entraron en el aparcamiento de una asociación deportiva y Freddie se dirigió hacia una máquina de refrescos situada debajo de la tribuna. Regresó con dos «Coca-Colas». El coche estaba aparcado a la sombra de un gran roble y, a aquellas horas del día, el campo aparecía desierto.
—¿Hablamos de nuestros apuntes? —preguntó Carla.
—Ahora, no. Quiero beberme esta «Coca» y disfrutar de la sombra de este roble. Hablando de coca, tía Barbara me explicó una historia estrambótica… Oh, hace mucho tiempo, tal vez diez años. Ella estaba en Assam, durante la Segunda Guerra Mundial, en la base de las fuerzas aéreas, y vieron una patrulla que salía de la jungla. Los soldados que la componían no se habían encontrado con ningún japonés, pero estaban extenuados, con la ropa destrozada, deshidratados y hechos una pena. Bien, pues había una máquina de «Coca-Cola» en la base, y ella introdujo todas las monedas de que disponía y empezó a distribuir botellas a los chicos. Uno de ellos se acercó la botella fresca a la mejilla y empezó a llorar. ¿Te imaginas? Menuda afición por la «Coca-Cola».
—Freddie, tienes debilidad por decir tonterías —dijo Carla, al tiempo que apoyaba la cabeza en su hombro—, pero te quiero. Seguro que te quiero. Desde siempre. —Continuó con calma—: Fuiste el primer hombre con el que me acosté…
—El primer niño. Un niño estúpido. Ambos éramos unos chiquillos.
—¿Se lo has dicho a May Ling alguna vez?
—No…, cielos, no. Siempre me dio la impresión de haber cometido un incesto. Nos criamos juntos. ¿Sabes?, no recuerdo una época en la que no estuvieras allí.
—Yo no te veo como un hermano. Ni pizca.
Ella volvió la cabeza hacia Freddie y entonces él la besó. Carla se le aferró con una pasión explosiva, la boca entreabierta, como si quisiera devorarle.
—Podría amarte[5], ¡maldito seas, Freddie!
—¡Por Dios, no podemos hacerlo aquí, estamos en el asiento de un coche! Carla, ya no somos niños.
—Freddie, lo estoy deseando, me consume. No me rechaces, bastardo. Tengo una reclamación pendiente. Aquella vez, cuando éramos un par de adolescentes, creí que estaba embarazada y mi padre me sacudió. Estás en deuda conmigo.
Se trasladaron al asiento posterior. Después, mientras, con asombro, descubrían el entramado de sus nudos pasionales, Freddie la besó con dulzura.
—Tal vez si… —empezó.
Pero Carla lo interrumpió.
—Vamos, Freddie. No me hables de si tal vez te hubieras casado conmigo. No hubiera ido mejor de lo que ha ido con Sam. Peor aún. Nos hubiéramos hecho pedazos el uno al otro.