Capítulo VII

La boda se aplazó hasta febrero de 1979, y, tal y como Mary Lou deseaba, se celebró en casa de Barbara, en Green Street. Cuarenta y dos personas se apiñaron en el estrecho salón-comedor de la planta baja. La ceremonia la llevó a cabo el juez Albert Pelzer, y el único miembro de la familia Constable que acudió fue Andrew, el hermano de Mary Lou, que tenía dieciséis años. El odio y rabia que se habían apoderado de los Constable, después de que Mary Lou les anunciara su decisión de seguir adelante con el matrimonio, estaba, al principio, más allá de la comprensión de Barbara, pero el asunto se aclaró bastante cuando ella llevó a almorzar a la madre de Mary Lou, Jo Anne. Barbara consideró que debía tomar cartas en la cuestión y se negaba a creer que una conversación entre dos mujeres adultas no consiguiera suavizar la situación.

Pero Jo Anne Constable opinaba que no se ganaría nada con sentarse a charlar con Mrs. Cohén. Como Bárbara tenía a sus espaldas una década de escritora cuando se casó con su primer marido, Bernie Cohén, había seguido manteniendo su apellido de soltera como firma literaria y después, ya viuda, al casarse con Carson Devron continuó escribiendo con el nombre de Barbara Lavette. Así que la especificación por parte de Jo Anne de aquel apellido era intencionadamente ofensivo. Sin embargo, Barbara siguió insistiendo en su idea de que incluso en el caso de que nada se ganara, cada una podría exponer sus puntos de vista. Por fin convenció a Mrs. Constable para que se conocieran.

Reservó una mesa en el «Fairmont». Los Constable vivían en San Mateo y Barbara pensó que el hecho de que conociera al maitre del restaurante causaría buena impresión a Mrs. Constable…, aparte de que el «Fairmont» en sí ofrecía un marco elegante y conservador. Se anticipó a su invitada, ya que sólo tenía de su parte una conversación telefónica bastante desagradable, pero la cogió desprevenida la llegada a su mesa de una mujer alta, morena y bien vestida. Barbara se levantó para saludarla; ambas eran de la misma estatura y atractivas, pero Mrs. Constable, sobre la cuarentena, quedó desconcertada al encontrarse con una mujer de más de sesenta años.

—Siéntese, por favor —dijo Barbara—. Me alegro de que haya venido.

—Lamento no poder decir lo mismo. Había cambiado de idea, pero he intentado ponerme en contacto con usted y, al parecer, ya había salido de su casa.

Aquello no se ajustaba a la realidad: Barbara, al sospechar que podía ser Mrs. Constable quien llamaba, no había contestado el teléfono.

—Quería comunicarme con usted para decirle —prosiguió Mistress Constable— que si nos encontrábamos tendríamos que hablar con franqueza, y sé que hablar con claridad no resulta agradable.

—No podía ser de otra forma. Las dos tenemos que hablar de esa forma.

—Muy bien. Mi hija, una joven muy obstinada, asegura que está decidida a casarse con su hijo. Ya nos dio un disgusto al ponerse a trabajar como fregona, aunque fuese limpiando sangre y las miserias del cuerpo humano. Ahora ha elegido a un hombre inaceptable, y le he advertido que si persiste, su padre la borrará del testamento y yo de mi vida.

—¿No le parece muy cruel? —preguntó Barbara—. Quiero decir, que hoy en día la gente ve las cosas de forma distinta, ¿no cree?

—No sé a qué se refiere.

—Y yo no sé por qué está usted en contra de mi hijo. Es joven, atractivo, sano, muy bien considerado en su profesión, se gana la vida con gran dignidad, ya está en el cuadro quirúrgico del hospital y destinado al éxito, tal y como se miden estas cosas.

—Tenemos nuestros motivos.

—No lo dudo.

Acudió el maitre y Barbara preguntó a Mrs. Constable si deseaba un aperitivo. Aceptó un martini y ella pidió un vaso de vino blanco y lenguado y ensalada para después. Mrs. Constable solicitó una ensalada «Nigoise». Entonces, Barbara le recordó el objeto de la conversación, es decir, el porqué de la oposición a su hijo.

—Tendría que saberlo.

—Yo soy su madre —contestó con calma, controlando su creciente malestar—. Por lo tanto, no me resulta fácil imaginar por qué es inaceptable.

—Bueno, no creo que tengamos un almuerzo agradable, pero ya que me presiona…, bien, es judío.

—Muchas buenas personas lo son —repuso Barbara.

—En nuestro círculo no.

—No, ya lo supongo, y debo admitir que es usted muy directa. Una cualidad extraña en estos días.

—Antes de que me catalogue como antisemita feroz, debo decirle que existen otras razones. Su primera mujer fue mexicana, una actriz con lamentable reputación.

—Y usted cree que como se casó con una mexicana, eso revela una deplorable falta de carácter.

—Yo creo que usted sabe con exactitud a qué me estoy refiriendo, Mrs. Cohén.

—He perdido el hilo —replicó Barbara—. Nunca pensé que aún existieran personas como usted. Su primera esposa, a quien usted llama mexicana, Carla Truaz, nació en Napa Valley, pero la familia Truaz llegó a California en el siglo XVII, mucho antes de que lo hicieran los Seldon, los Constable o cualquier otro americano moderno.

—No veo la necesidad de seguir soportando sus sermones —dijo Mrs. Constable, al tiempo que se levantaba y abría el bolso.

—Por favor, no se preocupe por la cuenta —dijo Barbara con gentileza—. El maitre es judío y tenemos una conspiración sionista de vales de comida. Mis almuerzos aquí no me cuestan nada.

Se marchó enfurecida, y el maitre se acercó a la mesa.

—Mrs. Lavette, ¿ha ido al tocador o debo anular la ensalada «Nigoise»?

—Mejor olvidarla.

—Sí, eso me pareció. Se la veía furiosa.

—Arnaud, ¿es usted español?

—No —contestó con seriedad—. Soy vasco.

—Oh. ¿Hay judíos vascos?

—No, que yo sepa.

—Ah, bien, entonces ha sido una mentira piadosa o una muy atroz. No estoy segura.

Fue después de aquel almuerzo fallido que Barbara aceptó la idea de Mary Lou de que la boda se celebrase en su casa. El juez Pelzer habló muy bien y Mary Lou estaba preciosa con su vestido blanco de encaje, un regalo que Barbara había insistido en ofrecerle. Su hermano estuvo a su lado, y Freddie, no muy afable durante la ceremonia, al lado de Sam. El joven Dan se había desplazado desde Princeton y asistía junto a su padre, Joe, su madre, Sally, y May Ling, su hermana. Adam y Eloise, y también la madre de Adam, Clair…, la familia al completo, todo lo que quedaba, excepto el pequeño de May Ling, del entretejido clan de los Levy y Lavette. La muerte los había atacado de forma salvaje. Quedaban algunos Seldon y Apthorns, la familia de su abuela, en alguna parte del Este, vivos tal vez, o muertos quizá; pero la separación se había producido hacía más de cien años, y los últimos contactos habían sido en los años 30. El continente era demasiado grande y, como en tantas familias de California, no existían raíces profundas y antiguas.

Barbara lloró. Pero no las lágrimas rituales y obligatorias por la marcha de un hijo. Sam se le había ido hacía mucho tiempo. Lloraba por ella, al ver fragmentos de su vida reunidos en aquella pequeña casa. «Basta de lágrimas». Se secó los ojos y trató de valorar a los colegas de Sam. Asistían media docena, cada uno de ellos con una bonita esposa, entre treinta y cuarenta años, hombres apuestos, de aspecto adinerado, con «Mercedes» y «Cadillacs» aparcados a la puerta, los visones se habían dejado en el dormitorio del piso superior, y los trajes de cuatrocientos dólares rendían tributo a la calidad urbana y moderna de San Francisco comparada, por ejemplo, con Los Angeles. Todos aquellos cirujanos jóvenes, elegantes y distinguidos estaban encantados de conocerla, la notoria o famosa, como quiera, Barbara Lavette, o Miss Lavette, o Mrs. Cohén, ya que era la madre de Sam, e incluso uno de los presentes la llamó Mrs. Devron. Bueno, nada que decir; había estado casada con Carson Devron…; pero ¿quién era ella? De repente, confundida, se encontró llena de dudás y temores.

—Por favor, quédate un rato conmigo cuando todo esto haya terminado. No salgas corriendo —rogó a Eloise.

Ésta aceptó, inquieta por ella, que no lo estaba tomando bien. Pero Barbara sabía mantener la compostura, y durante la mayor parte de la fiesta nupcial creyó haberse comportado, como siempre, con dignidad y elegancia.

—La verdad —comentó una de las esposas de médico a su marido—, parecería diez años más joven si se tiñera el cabello y se hiciera estirar la cara.

Los invitados se habían marchado. Los proveedores del aperitivo estaban recogiendo las botellas de champaña vacías y las cajas con vasos y platos. Barbara, derrumbada en un sillón, observaba la operación de limpieza sin ningún interés especial.

—Creo que deberíamos salir de aquí —propuso Eloise—. No hay nada peor que las consecuencias.

—Supongo que no. ¿Adonde vamos?

—Todavía hace sol. Demos un paseo hasta el embarcadero.

—¿No sufres de D.H.? —preguntó Barbara.

D.H. significaba colina abajo, un dolor específico de pies y rodillas en San Francisco, resultado de caminar por las colinas con un calzado poco adecuado.

—Todavía no. ¿Y tú?

—Vayamos a pasear. Cuando no pueda caminar, me quitaré de en medio.

Detrás de Golden Gate, el sol se reflejaba en el mar, y la bahía era un laberinto de olas doradas, aguas que cabalgaban en una danza enloquecida como el ritual de su corta existencia. El crepúsculo había devuelto a los turistas a los hoteles. Las barcas de pesca del cangrejo estaban amarradas y los tenderetes de mariscos echaban el cerrojo. Ambas mujeres se habían arrebujado en chaquetas de lana y caminaban con rapidez, con pasos largos y firmes. «Gracias, Eloise». Tenía razón, y un paseo a buen ritmo en el aire fresco de la tarde era justo lo que Barbara había estado necesitando.

—Al igual que ocurre con algunos hombres —dijo—, ésta es una ciudad a la que se ama, se odia y no puedes abandonar. Es mágica.

—He cumplido sesenta y uno —dijo Eloise—. Hoy es mi cumpleaños.

—Me hubiera gustado saberlo.

—¿Se llega a un punto en que nada parece tener sentido? La locura de Vietnam y la muerte de mi hijo. ¿Se sienten otras madres como yo? Les regalaría Vietnam, Corea y cualquier cosa que quisieran si pudiera recuperar a Josh. Oh, Dios, malditos sean por sus guerras. Toda esta belleza, y él se ha ido. Para siempre. No verá más crepúsculos… ¡Bárbara, dime que me calle! Hoy es un día de boda. Y también de cumpleaños.

—Caminemos —contestó ella.

Llegaron a Jones Street y dieron la vuelta para regresar.

—¿Se ha llevado Adam el coche? —preguntó Barbara.

—Sí. Freddie y May Ling cenaban con Sam y Mary Lou. Hubiera creído que deseaban estar solos. Puedo pasar por el restaurante y me llevarán de vuelta a casa.

—Ya han estado solos —aseguró Barbara—. Hace más de dos años que viven juntos. El matrimonio viene después en estos tiempos que vivimos. De todas formas, Sam tiene que operar mañana a las diez. No habrá luna de miel. Escucha, deja que llame a Sally y le pida que nos invite a cenar. Yo te acompañaré a Napa.

—¿Y dejar a Adam solo? No lleva bien el paso de los años; los hombres tienen miedo a la muerte.

—Todos la tenemos, ¿no? Pero incluyamos a Adam. Eloise, no te preocupes.

—He dejado de preocuparme. ¿Por qué a casa de Sally?

—Tengo necesidad de un hermano —contestó Barbara.

Precisaba alguien de su misma sangre. Alguien que llenara el vacío que Sam había dejado al despedirse de ella.

Eloise aceptó.

—Telefonearé a Adam y le diré que se reúna con nosotras en casa de Sally. Tú llámala y dile que tiene tres invitados inesperados a cenar.

El cumpleaños de Barbara era en noviembre. Tiempo atrás, cuando en la Costa Oeste la astrología se había convertido en una especie de religión, la gente la observaba de forma extraña cuando les decía su fecha de nacimiento.

—¡Oh, Escorpio!

Como si fuera un visitante mal recibido en la Tierra. Muy poco quedaba ya en 1979. Barbara tenía la impresión de que América carecía de memoria para las cosas…, mucho menos para una estupidez como la astrología. Una nación que había olvidado su nacimiento diez años después de que se hubiera producido y que había caído prisionera de una infinita sucesión de locuras y cultos.

Tres días antes del aniversario de Barbara, su hermano Tom murió, víctima del mismo mal coronario que se había llevado a su padre. Era mayor que Barbara y, a pesar de la amargura acumulada a través de los años, que les había convertido en algo poco parecido a hermanos queridos, nunca habían perdido el contacto por completo. La esposa de Tom, Lucy Sommers, una mujer de setenta y un años, avinagrada, que odiaba a cualquiera que se apellidase Lavette, incluido su marido, se había separado de él diez años antes. No estaba dispuesta a concederle el divorcio, y la complejidad del imperio de Tom, una enmarañada tela de araña de propiedades, era tal que él no había podido obligarle a divorciarse. Barbara había evitado a Lucy mucho tiempo antes de la separación de su hermano y apenas consiguió reconocer a la mujer esquelética y de labios crispados que asistió al funeral, pero que no derramó ni una lágrima. Al enterarse de la muerte de su padre, Freddie fingió indiferencia, pero Barbara le telefoneó.

—Iremos juntos, Freddie. Debes asistir. No puede haber ninguna discusión al respecto.

En cuanto a Barbara, no sabía cuál era su propia respuesta; la muerte parecía tan lejana y sin sentido, como si un tiempo infinito hubiera transcurrido desde la última palabra de afecto intercambiada con su hermano. En Grace Cathedral, más de quinientas personas habían acudido al funeral y no representó ninguna sorpresa para ella. Sentada con Sam y Freddie a un lado y su hermano Joe con su esposa Sally al otro, escuchó las palabras dichas sin sentido ni verdad, respiró el aire mohoso de la iglesia, un olor que relacionaba más con la muerte que con las bodas y bautizos, y sintió un escalofrío de desesperanza. Todo aquello era inútil y sin sentido, incluido el boato de la ceremonia. Pero se produjo un incidente poco después de abandonar la catedral.

Mort Gilpin se acercó a ella. A Barbara le sorprendió verle allí. ¿Por qué habría acudido al funeral de Tom Lavette?

—Miss Lavette, ya sé que no es el mejor momento; pero ¿podría hablarle unos minutos?

Empezó a cavilar. Pensó en lo extraño que resultaba ver a Mort Gilpin en la catedral, también reflexionó en las peculiaridades del apellido de una mujer. Un hombre tenía su identidad. Incluso muerto seguía siendo Thomas Seldon Lavette, pero ¿quién sería ella cuando muriera? ¿Barbara Lavette? ¿Barbara Cohén? ¿Barbara Devron? ¿Mrs. Lavette? ¿Miss Lavette? Uno no resuelve tales cosas en un funeral. Se esforzó en fijar su atención en Mort Gilpin.

—Por favor, Miss Lavette.

Estaban en el exterior de la iglesia.

—Esperadme en el coche —dijo Barbara a los demás.

Freddie observaba a Gilpin con curiosidad. El resto de la familia se abrió paso entre la gente, y algunas personas casi desconocidas para Barbara y otras a las que nunca había visto, se detuvieron para ofrecerle sus condolencias. Era un rito ancestral; había que dar el pésame, al igual que hacer el bien sin mirar a quién, aunque fuera una farsa.

Freddie recibía el pésame con frialdad. Si al menos había tenido el recato de abstenerse de comentar que no le importaba en absoluto el que su padre estuviera vivo o muerto, no podía, por otro lado, simular un gesto educado de dolor. La pena de Barbara era lenta, una iniciación al dolor; y, en aquellos momentos, al fin y al cabo, el pesar por lo que podía haber sido y por todas las nimiedades y rencores.

—¿Qué diablos haces aquí? —murmuró Freddie a Gilpin.

—Ofrecer mis condolencias —contestó éste con sequedad.

May Ling aguardaba a Freddie, quien la cogió de la mano y se alejó con ella. Mort Gilpin cerró el paso a Barbara.

—¿No puede esperar? —inquirió ella.

—No. Crucemos la calle.

Se detuvieron unos momentos a solas en la acera de enfrente.

—Hubiera querido decírselo ayer —le comunicó Mort—, pero no la encontré. ¿Recuerda usted aquellos cincuenta mil dólares para los spots de televisión?

Barbara se quedó helada. Claro que se acordaba de ellos, y además sabía lo que Gilpin iba a revelarle.

—No es de mi incumbencia lo que ocurriera con los Lavette en el pasado. Lo único que sé de los ricos es cómo sacarles el dinero; pero puede estar segura que todo el proceso me enseña algo. Esos cinco grandes provenían de su hermano, el mismo Thomas Lavette al que hoy van a enterrar, y no tuve que ponerme de rodillas ni acosarle. Me preguntó cuánto necesitaba y me extendió el cheque. He creído que usted debería saberlo. Me hizo jurar silencio, pero ¡al diablo con ello! Puede decírselo a Freddie, si quiere.

Después de esto, se dio media vuelta y se alejó.

No hizo a Thomas Lavette más comprensible, ni más vivo ni más real. Barbara intentó rememorar el tiempo en que ambos eran niños; Tom había estado allí. Formaba parte de su vida que se remontaba a los primeros recuerdos, siempre un capítulo de su vida. Tom llevando sus primeros pantalones largos en una época en que aquella prenda tenía un significado; Tom defendiéndola de un par de grandullones en North Point; Tom vistiendo su primer traje de franela. Tom con raqueta de tenis y jersey blanco. Tom en Princeton. ¿Dónde se había detenido? ¿En qué momento había empezado todo a tambalearse? ¿Cuándo dejó Tom de ser él mismo? ¿Ocurrió cuando se casó con Eloise? Pero Freddie sólo tenía cuatro o cinco años en la época en que Tom y Eloise se divorciaron y el odio de Freddie era de segunda mano. ¿Estaba Tom contra el padre de ambos, Dan Lavette? Pero aquello eran negocios. ¿Cómo empezaba el odio? ¿De qué forma se alimentaba? Boyd le había dicho muchas veces que el secreto del éxito en la práctica de la abogacía era la comunicación. «Puedes hablar con cualquier persona y así tener la seguridad de que cualquiera querrá hablar contigo». Ella se había dicho que un día se pondría en comunicación con su hermano, mantendrían una larga y sincera conversación que hiciera brotar el resentimiento y el odio a la luz.

Ahora estaba muerto. Ya nunca hablarían.

La lectura del testamento de Tom fue dolorosa, incómoda. Las partes interesadas, convocadas al despacho del notario de Tom, eran Lucy, Eloise, Freddie, el único hijo de Tom, Barbara y Joe Lavette, médico, hermanastro de Tom y Barbara. Ni Sam ni los hijos de Joe habían sido mencionados por el notario, Seth Richardson, el miembro de la firma de asesores legales que se ocupaban de los cuantiosos intereses Lavette. Un joven colaborador de la firma, llamado Digby, se hallaba presente también. Proporcionaba a Richardson, un hombre alto, cetrino y adusto, la oportunidad de poder decir: «Digby, dame esto; Digby, dame lo otro». Richardson abrió los procedimientos.

—Digby, dame el codicilo —ordenó.

Éste se lo entregó y Richardson continuó:

—Éstas son unas disposiciones posteriores al testamento que voy a leer. Por razones que resultarán obvias dentro de unos minutos, les informaré de su contenido antes de leer el testamento. El codicilo dispone una asignación aparte de dos millones de dólares, que se mantendrá en depósito. Está destinada a pagar los gastos legales de mi firma en el caso de que alguno de los beneficiarios impugnara el testamento de Mr. Lavette. Si ninguna de las partes lo hiciese, los dos millones serán para el «Mercy Hospital» y se dedicarían a la investigación. Como es natural, todos ustedes recibirán una copia del codicilo, junto con la del testamento. Digby, alárgame el testamento.

Mientras Richardson abría el sobre que contenía la última voluntad de Tom, miró a los presentes con expresión sombría y Barbara no pudo evitar el pensar que con aquella neutralidad tétrica de que hacía gala el Ministerio de Asuntos Exteriores había perdido un buen fichaje.

Éstos son mis últimos deseos y testamento, leyó Richardson, con un zumbido monótono en su voz. A mi esposa no le dejo nada, ni siquiera buena suerte o una pizca de cariño. He vivido bajo el temor y el odio de esta mujer, pero ahora ya estoy lejos de su alcance. Ella es bastante rica ya, pero sigue siendo minoría como accionista en las empresas Lavette. He dispuesto que la parte mayoritaria sea administrada por un depositario y se haga cargo de las siguientes donaciones

Lucy Lavette se puso en pie y señaló con un dedo huesudo a Richardson, al tiempo que decía:

—Ya lo veremos. No estamos sin asesores legales, Mr. Richardson.

Después, salió del despacho.

El silencio se adueñó de la habitación hasta que Richardson dijo:

—No hay más comentarios por parte del difunto Mr. Lavette. Leeré la lista de herederos, si bien me tomo la libertad de hacer una observación sobre el legado para el hijo de Mr. Lavette. Debido a que su hijo, Frederick, no había mostrado el menor interés por las empresas Lavette, su herencia es toda en metálico. Éste es el testamento: A mi hijo Frederick, doce millones de dólares; a mi hermana Barbara, dos millones de dólares en bonos del Estado; a mi hermanastro, Joseph Lavette, un millón de dólares en bonos del Estado. Cualquier cantidad que quede será para el «San Francisco Medical Center», a fin de que lo utilicen como crean conveniente para la investigación de enfermedades coronarias, que llevaron a la muerte a mi padre y, presumiblemente, a mí.

Los periódicos publicaron el contenido del testamento en primera página. Barbara sentía una inmensa sensación de tristeza. Sally la telefoneó para decirle lo feliz que Joe estaba con la herencia, aunque él no era la clase de persona que supiera expresarlo.

—Ahora tendremos una clínica de verdad, moderna, que funcione, lo cual es algo que él siempre había soñado.

Freddie, sin embargo, había recibido la noticia con silencio ceñudo. No había hecho ningún comentario durante la lectura del testamento. Pasó un mes, durante el cual no tuvo ninguna llamada ni de Freddie, ni de Eloise. Un día, Freddie la telefoneó diciéndole que iba a ir a la ciudad y si podría ofrecerle una copa.

—Siempre eres bien recibido —contestó ella.

—A las cuatro, tía Barbara. Espero que estemos solos.

—No habrá nadie más, Freddie.

—Estupendo. Hasta luego.

Su voz no mostraba animación ni energía y cuando se presentó en casa de Barbara, se le notaba pálido y cansado. No le había visto desde la lectura del testamento, y se preguntó qué habría causado tal cambio en un mes. Cuando el padre de Freddie se casó con Eloise, había elegido a alguien que se asemejara a él en su apariencia en general, y al igual que muchas bonitas chicas jóvenes podían parecer un chico sin perder la feminidad, los hombres tampoco parecían menos viriles. El resultado, en el caso de Freddie, era un muchacho que, con frecuencia, hacía que Barbara recordase a su hermano como era muchos años atrás: un tipo alto, espigado, de ojos claros y cabello color panocha. De adolescente, Freddie había sido tan alegre y poco exigente como su hijo Sam, serio y severo. El cambio había sido gradual.

—¿Qué quieres tomar? —preguntó Barbara—. Tengo una cafetera en el fuego, o tal vez prefieras una copa.

—Café, por favor.

Al regresar con una bandeja de galletas y la cafetera, lo encontró ensimismado observándose las uñas de las manos. Levantó la vista cuando ella dejó la bandeja encima de la mesa.

—¿Mi padre había visto al tío Joe? Me refiero a si se conocían. ¿Sabía que tío Joe era médico?

Barbara pensó en la pregunta antes de contestar y Freddie, sin esperar a que lo hiciera, continuó:

—Lo que quiero decir es que un millón de dólares es un millón de dólares y no se le regala a un desconocido, ¿verdad?

—Supongo que no.

—¿Se conocían?

—¿Por qué te preocupa tanto, Freddie?

—Porque es importante. ¡Muy importante!

—Está bien —dijo Barbara con suavidad—. Por lo que recuerdo, nunca se vieron. Joe era hijo ilegítimo, concebido cuando mi padre aún estaba casado con mi madre. Por supuesto después, al contraer matrimonio con May Ling, llevó a cabo la adopción legal de Joe. No creo que Tom superase la indignación que sentía por el divorcio de mis padres. Es comprensible, aunque no sensato. Deberías pensar en tus sentimientos con respecto a tu padre y tal vez comprendas los suyos.

—Sí, ya he pensado en ello. ¿Por qué crees que le dejó a tío Joe un millón de dólares? ¿Remordimientos?

—Si algo he aprendido como escritora, es que no hay respuestas simples para los actos o motivaciones humanos.

—Tienes que haber pensado en sus motivos.

—Sí…

—¿Por qué diablos lo hizo? He aprendido algo del remordimiento judío, pero él no lo era.

—Ni tú tampoco, Freddie, perdóname, y ya sabes que te quiero tanto como si fueras hijo mío, pero dices más tonterías que nadie que conozca. Los judíos no tienen el monopolio de la culpabilidad; pero no creo que Tom hiciera algo por remordimiento. El tiempo pasó y él cambió; las situaciones le cambiaron, cosas que le llevaron a la infelicidad, y, según creo, fue un hombre muy desgraciado. Tal vez muerto haya hecho lo que no pudo llevar a cabo cuando estaba vivo. No lo sé.

—Cuando yo era un niño —dijo Freddie—, me pareció que destinar a una fundación todo aquel montón de dinero que tu padre te dejó y no quedarte ni un centavo…, bueno, pensé que era la acción más quijotesca que había presenciado. Me sentí orgulloso de que fueras mi tía. Solía preguntarme si, de estar en tu lugar, yo sería capaz de hacer lo mismo.

—¿Qué diferencia hay? ¿Por qué tendrías que seguirle dando vueltas?

—Porque no lo soy y porque no me parezco en nada a lo que había soñado. Le he dado a May Ling la mitad del dinero. Yo me quedaré el resto.

Había estado devorando galletas, llenándose la boca mientras hablaba. Barbara nunca le había visto tan goloso. Cogió el plato con la intención de ir a la cocina a llenarlo de nuevo.

—Voy a dejar a May Ling —repuso él en tono apagado.

Barbara volvió sobre sus pasos y miró a su sobrino. A continuación, dejó el plato vacío sobre la mesa de nuevo con las manos temblorosas.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—Ya viene de años. ¿No lo habías notado?

—Algo, sí. Pero uno discute y se pelea. Todas las parejas lo hacen. Y no por eso rompen.

—Sucede. El divorcio existe. Tú te divorciaste, mi madre también.

Barbara suspiró profundamente.

—Sí, ocurre. Por supuesto.

Cogió el plato.

—Iba a buscar galletas. Por si querías más.

No sabía qué decir.

—¡Cristo, no! ¡Al infierno con las malditas galletas! ¡Te estoy diciendo que voy a dejar a mi mujer, y tú me preguntas si quiero más galletas!

Le estaba riñendo, protestaba como un niño a su madre.

Barbara controló su creciente enfado e intentó tratarle como hubiera hecho con Sam; sentirse halagada porque hubiese acudido a ella en lugar de a otra persona. Comprendió que para buscar consuelo él no tenía a nadie a quién dirigirse. No dijo nada, y Freddie se disculpó, rogándole que perdonara su insoportable comportamiento.

—No hay nada que perdonar.

Ambos esperaron, midiendo las palabras que siguieran. Barbara intentaba recordar lo que ella era a los ojos de su sobrino. A los dieciséis años había estado locamente enamorado de ella; a los veintiuno, en su último año en la Facultad, había ido al Sur con la gran marcha por los derechos civiles, siendo apaleado por una pandilla de brutos y ella había acudido a visitarle a un hospital de Mississippi. Entonces, se había prometido a sí mismo que nunca se casaría o se sentiría satisfecho hasta que no encontrara una mujer como ella. Su ídolo recordado. Le cogió la mano.

Sus defensas y explicaciones eran tópicos. ¡Cuántos hombres torturados y frustrados se habrían lamentado de que sus mujeres no les comprendían! Él defendía a May Ling y la llamaba ángel. ¿Qué quería significar cuando decía que su esposa era un ángel? ¿Qué es un ángel en el sentido terrenal? ¿Qué es una serpiente? Utilizamos códigos y denominaciones porque no entendemos nada.

—Sí, podría seguir viviendo con ella, claro que podría. Es tierna, encantadora y hermosa y estoy chiflado por ella. ¿Qué tengo que hacer, tía Barbara? ¿Malgastar mi vida convenciendo a una mujer que no entiende ni una sola de las ideas que rondan por mi cabeza?

—Vamos, Freddie, las personas no se divorcian por un mal emparejamiento intelectual. May Ling es inteligente. ¿Entiendes todo lo que pasa por su cabeza?

—No lo sé. Me resulta imposible sincerarme con ella. Bueno, ahí está…, mi padre, a quien he odiado toda mi vida, me deja el dinero para poder ser libre.

—Es una forma un tanto extraña de mirarlo. Ganabas lo suficiente en Higate para divorciarte si tenías que hacerlo.

—No es tan sencillo.

—Nunca he pensado que lo fuera. La verdad amarga, tal y como O'Casey escribió, es que un hombre no se cansa de una mujer a menos que empiece a sentirse descansado de otra.

—Supongo que O'Casey tenía razón. No sé…, no puedo seguir en Higate.

Freddie miró a Barbara durante unos minutos sin responder. Luego negó con la cabeza tristemente.

—Será mejor que lo sepas, porque si no lo comento con alguien voy a volverme loco. Pienso casarme con Carla. Yo la desfloré cuando éramos unos chiquillos y su padre y Adam casi me matan, ya que ella pensó que estaba embarazada; no fue así y Cándido Truaz nunca me ha perdonado; por si fuera poco, Sam no sólo es primo mío, sino mi mejor amigo, ¿lo quieres más complicado?

—Ya lo está bastante —contestó ella abatida—. ¿Has hablado con May Ling?

Freddie asintió.

—¿Lo ha tomado muy mal?

—Hace mucho tiempo que todo le sienta mal, tía Barbara. Estoy destrozado. Sé que es asqueroso y deshonesto decírselo, ya que le romperé el corazón, pero es cierto. ¿Me crees?

Ella asintió.

—Así estamos…

—Vamos, Freddie, el mundo no se acaba por eso. Los matrimonios sí. Hay personas que saben estar casadas y otras que no y habría que ser ciego para no darse cuenta de que nada funciona entre tú y May Ling. ¿Qué vas a hacer?

—May Ling tiene suficiente dinero. Le dejaré la custodia de Danny. Carla y yo, después de casarnos…, creo que nos iremos a Francia. Conozco las regiones vinícolas, pero no he estado en Alsacia ni en el distrito de Rheingau alemán. Me gustaría estudiar los moselas y el vino del Rin y también he estado pensando en el norte de Francia para aprender más sobre el champaña. Tal vez un año, puede que dos. Hay doscientos acres en venta en el valle, a pocos kilómetros de Higate. He dado un depósito. El precio es muy alto, pero puedo pagarlo y me sería imposible vivir en ninguna parte del mundo que no fuera el valle.

Continuó hablando casi de forma impulsiva.

Barbara comprendió que el reducido mundo de Freddie llegaba a su fin. Todos los mundos tenían un fin, las vidas, los sueños y los pedazos que van quedando se unen para dar paso a nuevos sueños. En todas partes… Y recordó los barrios del distrito Cuarenta y ocho, donde no había sanitarios, ni agua corriente y, muy a menudo, tampoco electricidad; incluso allí había sueños que se formaban y cambiaban.

Freddie estaba hablando de Carla.

—¿No te gusta? —acababa de preguntar.

—Cuando estaba casada con Sam —contestó Barbara—, las cosas se deformaron. Me agradaba antes y me ha gustado después. Tiene calidad humana.

—Quiero que te guste.

—Yo deseo que le guste a Eloise. Eso es lo que en realidad le importa. A ambas.

Finalmente, Freddie le dio las gracias.

—Por haberme escuchado. No tenía a nadie con quien hablar, a nadie.

—Para mí es fácil, Freddie. Va a ser muy duro para ti. Lo difícil no es escuchar. El hacer las cosas bien, de la clase que sean, eso sí es difícil.

El transcurrir de los meses, no fue fácil para Barbara. Cuando se es joven y las cosas se tuercen, hay tiempo por delante para enmendarlas y enderezarlas. Pero el interminable río del tiempo parecía secarse, Barbara empezó a sentirse presa de la idea de que las cosas eran distintas de como habían sido cuando ella era joven, cruelmente diferentes. Comenzaba a olvidar la necesidad de los jóvenes de ser implacables. Caso contrario, quedarían atrapados…, ¡como ella se sentía atrapada!

La autocompasión le disgustaba; sin embargo, no era más controlable que un tumor que creciese en la piel, y era lo bastante vanidosa para elegir un mal interior, si hubiera tenido posibilidad de hacerlo. Pero el mal interior estaba allí, sin haber sido escogido. Cuando hacía dos semanas que Sam ni la había visitado ni telefoneado, su sufrimiento creció como un tubérculo. Su pena fue abandonada por la explicación de May Lou.

—No debes sentirte abandonada, Barbara, querida, Sam no tiene tiempo ni para respirar y le veo casi tan poco como tú. Asiste a una serie de operaciones oculares; ya sabes, cataratas y cosas por el estilo. No es que piense convertirse en cirujano oftalmólogo, pero su curiosidad nunca está satisfecha.

Barbara había aceptado a Mary Lou como una mujer con cerebro y el deseo de mirar al mundo con una mentalidad abierta, pero esa vez se sintió irritada y provocada. ¿Por qué tenía que ser tan condescendiente? ¿Por qué la relación con una persona mayor transformaba a una mujer inteligente y atractiva en una máquina alimentada por la culpabilidad? ¿Qué parte de responsabilidad le correspondía a ella misma? ¿Por qué había caído en la trampa de Sam? Toda su vida había sido su propia responsable. Se dijo enojada que eso no debía cambiar.

Cogió el teléfono y marcó un número. Aquélla era la forma como hubiera procedido treinta años atrás, y quedarse sola en el mundo, sin que nadie dependiera de ella y no tener a quien rendir cuentas, podría convertir el aburrimiento en risas. Pero aislamiento y soledad eran dos cosas distintas. El número que había marcado pertenecía a Jim Bernhard, un productor de cine, viejo amigo de Boyd y de ella. Años atrás, con Boyd, hubieran viajado hacia el Sur para recargar las baterías que su espíritu necesitaba, y después de la muerte de Boyd, Bernhard la había telefoneado varias veces, tratando de persuadirla de que fuera a pasar unos días con él y su esposa.

Siempre había rechazado la idea de ir sola a lugares que había frecuentado sólo con Boyd, pero hacía más de seis años que él había fallecido y el tiempo abría un camino para relacionarse con el pasado. Eran casi las siete cuando Barbara telefoneaba, la mejor hora para encontrar a Jim Bernhard en casa. En efecto, él mismo se puso al aparato, encantado de oírla después de tanto tiempo.

—Espero que no sea para nada malo —dijo, después de las salutaciones.

—Lo suficiente como para estar desesperada por marcharme de aquí y dirigirme a la costa Sur sin prisas. He pensado que tal vez tú y Joan me alojaríais una noche.

—Todas las noches que quieras. Nos alegrará.

—Te lo agradezco.

—¿Cuándo?

—¿Es demasiado precipitado mañana?

—Perfecto.

Era libre. Tenía un «Volvo» de 1974, con un viejo y seguro motor. Metió dos maletas pequeñas, una lata de cerveza fresca y dos bocadillos de queso de cabra con perejil. Se marchó a las seis de la mañana, como un chiquillo que se escapa de casa cuando apenas hay luz. Tomó café y tostadas en un pequeño parador de carretera, donde se sentó a la barra riéndose para sus adentros. Saboreaba la idea de que en aquellos momentos nadie sabía dónde estaba y, aparte de los Bernhard, a dónde se dirigía. Había comprado un contestador automático, un maravilloso artefacto que anunciaba al mundo que Miss Lavette no estaba en casa, pero que si esperaba el zumbido electrónico, dispondría de dos minutos para dejar el recado y Miss Lavette llamaría tan pronto estuviera de vuelta en casa. Como Sam podría preocuparse, con toda razón, le envió una nota por correo, en la que le informaba que estaría unos días ausente.

Comió los bocadillos y bebió la cerveza en un lugar en que la autopista de la costa del Pacífico descendía unos seis metros sobre la playa. Había aparcado el coche y bajado hasta la cálida arena y a continuación, habiendo escalado una de las sorprendentes rocas que la moteaban, se había sentado en lo alto, vestida con téjanos y camisa azul, donde se dedicó a tomar su pequeño refrigerio. Una pareja joven caminaba por la arena; al verla, se detuvieron.

—¿Necesita ayuda para bajar, señora? —preguntó el muchacho.

—¿Por qué? —exclamó Barbara.

Él no acertó a contestar, pero la chica inquirió, algo asombrada, cómo había llegado hasta allí.

—Trepando —respondió Barbara.

—Bueno, pues ha podido hacerse daño —le reprendió la muchacha.

—Oh, dejadme en paz.

Se marcharon muy ofendidos. No había nadie más en la playa, sólo las gaviotas aleteando y gritando, por lo que Barbara se quedó, sentada feliz, sobre la roca durante una media hora, disfrutando del paisaje y de su situación, recordando que a los siete años había llegado por primera vez a la cima de un laberinto de barras en el parque infantil. Las pequeñas victorias pueden ser muy importantes.

No tenía prisa y a primeras horas de la tarde llegó a Santa Bárbara. Dejó el coche en «Pueblo Gardens», un establecimiento mexicano a un lado de la autopista del Pacífico, pidió cerveza mexicana, un enorme taco con tortitas y comió hasta hartarse, mientras charlaba en español con el camarero. Ella tenía un buen oído para los acentos y dejó impresionado al camarero. Era un chico joven, alto y fornido, quien le dijo:

—Señora, usted no es anglo, ¿verdad?

—Claro que sí.

—Su español es muy bueno.

—Gracias.

—¿Vive por aquí?

Ella, al hablarle en español, le había dado pie a una intimidad que, de otra forma, no se hubiera atrevido a emplear; aquello, sumado a los vaqueros de Barbara, permitió que la observara con una cálida sonrisa.

—Estoy de paso.

—Si dispone de tiempo, yo termino a las nueve. Si aún está por aquí, ¿qué le parece una copa…?, caso de que le apetezca, claro.

—Hijito —contestó ella en inglés—, no sólo soy lo suficiente vieja como para ser tu madre, también podría ser tu abuela.

—¿Me está tomando el pelo?

—Te aseguro que no.

Al salir de Santa Bárbara, volvió a reír para sus adentros.

En la Colonia Malibu, los Bernhard la estaban esperando y salieron a recibirla mientras aparcaba el coche. Eso hizo que se sintiera bien recibida. Ambos la besaron, contentos de verla. Jim Bernhard, un hombre grande, sobre los sesenta años y cabello blanco, poseía una gran energía. Joan era quince años más joven que él, una hermosa y esbelta mujer que había sido actriz dejándolo todo para cuidar de sus cuatro hijos. Dos estaban en la Universidad y los otros dos rondando por el mundo. El matrimonio, unido desde hacía veintiocho años, había superado todos los obstáculos, enterrado todas las heridas que se habían causado mutuamente y conseguido la estabilidad en una vida conyugal apacible y cómoda. Jim estaba a punto de abandonar la producción de películas. Al igual que le ocurría a muchos veteranos del mundo del cine, no le satisfacía ni el gusto de la industria ni el del público, y era plenamente feliz nadando, paseando por la playa, leyendo libros y jugando a las cartas y algunas veces al ajedrez con su esposa. Como a ella le gustaban las mismas cosas, la pareja vivía sin complicaciones. Compartían las tareas culinarias y para aquella noche habían preparado chuletas de cordero, arroz «pilaf» y tomates aliñados. Barbara no tenía el valor de confesarles que se había atiborrado de comida mexicana pocas horas antes. Se sentó con ellos a la mesa, asombrándose al ver cómo su apetito se amoldaba a las circunstancias.

No se habían visto desde hacías seis años; la última vez fue durante el funeral por Boyd. Al principio, eran amigos suyos, no de ella, y les había ido tomando cariño poco a poco, recelosa como era con cualquier persona que estuviese relacionada con la industria cinematográfica. Pero, al igual que en otros negocios, en ése existe la otra cara de la moneda, los que hacen el cliché de lo que no se debe hacer o ser. Los Bernhard no esnifaban cocaína, bebían con moderación, no tenían sauna ni una «Jacuzzi», no intercambiaban parejas ni acudían a fiestas salvajes. Vivían en Malibu porque adoraban el océano. Después de que Barbara les fuera presentada, Bernhardt le solicitó que escribiera un guión, pero lo hizo sin gran confianza, como si le pareciera pedir demasiado a la que era una buena escritora en otro medio. Barbara basó el guión en un incidente que había presenciado durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era corresponsal y se había encontrado con el caso de un joven soldado, destinado en Arabia, que había mantenido relaciones sexuales con una mujer árabe. Fue acusado, juzgado y declarado culpable de una violación que no había cometido. Le condenaron injustamente para contentar a los saudíes. La película había tenido un éxito mediocre y el hecho de que Bernhard hubiese hecho filmar el guión sin cambiar una palabra, ni degradarlo desvirtuando su sentido, le hizo acreedor de las simpatías de Barbara. Visitarlos acompañada de Boyd había sido muy agradable y a pesar de que le había costado años desear volver a verles sin él, descubrió que podía seguir siendo estupendo.

En la mesa les habló de su itinerario por la costa y el placer que había experimentado con los pocos e insignificantes incidentes que había tenido. No tenía ganas de hablar de asuntos serios, temerosa de que su buen humor de esos momentos por la escapada pudiera ser tan frágil como una tela de araña. Los Bernhard, por otra parte, estaban intrigados por una campaña electoral que ya se remontaba a cuatro años atrás, e insistieron en hablar de ella.

—Fue una aberración pasajera —dijo Barbara—. Un ataque de egocentrismo, como el niño que al no salirse con la suya patalea y grita, confiando en que eso solucionará su pequeño mundo.

—No me parece una comparación muy adecuada.

—Sólo leyéndolo, me entusiasmé —dijo Joan—. Me refiero a que, a pesar de que nunca he sido una gran feminista, empecé a decirme que si Barbara podía conseguirlo, todas seríamos capaces de ello.

—Hay mujeres en el Congreso —puntualizó Barbara.

—¿Cuántas en la Cámara Baja?, ¿una docena? No, ni siquiera eso. Y, ¿cuántas en el Senado? Empecé a pensar, supongamos que la mitad del Congreso fueran mujeres…

—Ahí la tienes —dijo Bernhard.

—¿Por qué no? Da la casualidad de que somos la mitad del género humano.

—Una vez se me ocurrió una idea para realizar una obra de televisión —explicó Barbara—. Fue cuando estaba trabajando en mi primer guión. Hace veinte años de eso. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? Bueno, ¿sabéis aquella mujercita, Norma Felson, que representa la quintaesencia de la madre judía? ¿Qué ocurriría, me pregunté, si fuera elegida para el Congreso?

—Una gran idea —dijo Joan.

—Así me lo pareció. Desarrollé la situación en que la mujercita está viendo la televisión y descubre que aquí, en América, en los montes Apalaches, los niños se mueren de hambre. Ultrajada, se dispone a presentarse para el Congreso y cambiar todo aquello. Su hijo es abogado, su hija una profesional de gran cultura. Ambos piensan que está loca. Pero, ella convence a su club de bridge para que la respalde y se presenta con una condidatura independiente. El candidato republicano es acusado de fraude y el demócrata está relacionado con el hampa. Por tanto, los demócratas se vuelcan en ella, creyendo que podrán controlarla después de la elección, la cual gana. Tengo dos escenarios. Uno es su apartamento del barrio Oeste de Nueva York. El otro, una parte del salón del Congreso, en que se ve a Norma Felson con un segregacionista sudista a un lado, un cristiano neófito al otro, un político veterano detrás y un joven sabelotodo delante.

—¡Fantástico! —exclamó Bernhard—. Hubieran tenido que aceptarlo.

—Lo aceptaron. La «CBS» lo contrató. Y, ¿sabes lo que hicieron?

—Puedo imaginarlo —contestó Joan.

—Nunca lo adivinarías. Empezaron diciendo que nada de madre judía. Eso era hace veinte años. Así que la madre se convirtió en una americana anglosajona, lo cual dejaba a Norma fuera. Pensaron que Jane Wyman sería perfecta para el papel, si podían contratarla. Después, borraron los Apalaches, el hampa, el club de bridge y la elección. Llegaron a la conclusión de que el marido de la dama tenía que morir y ella ocupar su escaño en el Congreso. Insistieron en que su secretario tenía que ser un jugador de rugby de ciento y pico de kilos, divertido. Para aliviar la tensión Y, por supuesto, tal señora tenía que ser republicana.

—¿Lo dices en serio?

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Bernhard.

—Lo lógico después de todo eso. Convirtieron el guión en basura, después lo archivaron y nunca se hizo.

—Al menos te pagarían.

—Oh, sí. En eso son muy formales. Pero lo que quería señalar es que la obra refleja básicamente su opinión sobre una mujer sensible que no soporta ver el sufrimiento. Eso no podían tolerarlo. Y aún soñamos en un Congreso que sea mitad femenino.

—Es un mal local, el concepto que Hollywood tiene sobre las mujeres.

—Han contagiado a todo el país —dijo Barbara—. Aquí me tienes, con los miembros firmes, la mente razonablemente clara y la mayoría de veces pienso que me enfrento a un mundo que me ha dejado a un lado. Caramba, no estoy preparada aún para que me arrinconen. Se mofaron y degradaron aquella idea porque era un reto al concepto que tienen de la mujer. Dime —se dirigió a Bernhard—, ¿tomarías en consideración hacer una película en la que la protagonista fuera una mujer sesentona? No me refiero a esas monadas que han interpretado Helen Hayes y Ruth Gordon, ni tampoco a aspectos de juventud conseguidos gracias a estirados de piel y al arte del maquillador, sino a una película seria con una anciana.

—¿Ahora mismo? —Bernhard negó con la cabeza—. No sé. Me atrevería a decirte que si el guión es bueno, podemos poner en pantalla cualquier cosa, pero esto no es la tónica general, desde luego. Algún día, sí. Por ahora, creo que no.

—Algún día. Ya ves, Jim, tu mujer ha puesto el dedo en la llaga, ¿verdad? Somos la mitad del género humano y deberíamos tener el derecho a la mitad del Congreso de los Estados Unidos.

—Y —añadió Joan—, sería difícil que hiciéramos las cosas peor que los hombres.

La conversación continuó. Todos tenían que ponerse al corriente después de los años transcurridos. Barbara, incapaz de mantener los ojos abiertos, se excusó a las diez.

—No tienes que disculparte —dijo Bernhard—. A la cama.

—Y mañana, ¿qué programa tienes? —preguntó Joan.

—Pies descalzos y arena. Quiero pasear por la playa y tomar el sol. Será lo más cercano al paraíso a que tengo derecho.

Después de una semana sin tener noticias de su madre, aparte de la nota en que le anunciaba que se había marchado, Sam habló con Mary Lou.

—¿Qué hago ahora? Desconozco el lugar donde se encuentra. Nadie sabe nada de ella. ¿Qué hago? ¿Llamar a la Policía y decirles que mi madre se largó hace siete días?

—Sería genial, ¿verdad? A tu madre le encantaría.

—Ya sé que no. ¿Qué me sugieres?

—Que la dejes en paz. Es capaz de cuidarse ella sola.

—No puedo hacerme el desentendido. Se trata de mi madre.

—Bien que te olvidas de ella cuando está aquí, en su casa de Green Street —señaló Mary Lou.

—Es distinto. Entonces sé dónde está.

—Bueno, pues ahora ella sabe dónde está.

—¿Qué quieres decir?

Mary Lou suspiró y negó con la cabeza.

—No tiene importancia.

—Me tiene preocupado. Estoy comprometido para jugar un partido de tenis en el club. Me he retrasado y lo haré fatal. Siempre juego mal cuando tengo algo que me ronda por la cabeza.

—Ya sabes —replicó Mary Lou— que puedes ser una persona amable, compasiva y encantadora.

—De acuerdo —dijo Sam molesto—, pero me convierto en un piojo cuando no quiero llegar tarde y jugar mal un partido de tenli y porque, además, estoy preocupado por mi madre.

Pero Mary Lou, que comprendía a Sam mucho más de lo que Carla había conseguido nunca, no hizo ningún comentario, se limitóa besarle y decirle que lo quería.