Introducción. La pequeña edad de hielo y la crisis general

INTRODUCCIÓN

LA PEQUEÑA EDAD DE HIELO

Y LA CRISIS GENERAL

En 1638, desde la seguridad de su facultad de Oxford, Robert Burton informaba a los lectores de su exitoso libro Anatomía de la melancolía que «cada día» tenía noticias de…

… guerras, plagas, incendios, inundaciones, robos, asesinatos, masacres, meteoros, cometas, espectros, prodigios, apariciones; de ciudades tomadas, plazas sitiadas en Francia, Alemania, Turquía, Persia, Polonia, etc.; de preparativos y reuniones militares diarias, así como de sus consecuencias en estos tiempos tempestuosos; batallas libradas, con muchos hombres muertos, monomaquias, naufragios y batallas navales, paz, alianzas, estratagemas y nuevos peligros.

Cuatro años después de comenzar la guerra civil inglesa, un grupo de comerciantes londinenses se lamentaba de que «todo el comercio de este Reino prácticamente se ha desplomado por nuestras desdichadas divisiones internas, a las que Dios tenga a bien poner fin de una vez. Y en cuanto a este deterioro y la escasez de dinero, Europa no está mucho mejor, y vive sumida en un torbellino de guerras, tanto domésticas como extranjeras». En 1643, el predicador Jeremiah Whitaker advertía a sus feligreses de que «[éstos] son tiempos convulsos y esta convulsión es universal: el Palatinado, Bohemia, Alemania, Cataluña, Portugal, Irlanda, Inglaterra». Normalmente, argüía Whitaker, Dios «lo sacude todo sucesivamente», pero en aquel momento parecía haber planeado «sacudir a todas las naciones colectiva, conjunta y universalmente». De hecho, especulaba, dicha «sacudida» simultánea debía de ser el heraldo del Día del Juicio Final[1].

Aquel mismo año, en España, un tratado titulado Nicandro sostenía lo mismo.

La universal providencia de las cosas —exclamaba—, en unos tiempos trasiega el mundo y lo funesta con calamidades públicas y universales, cuyas causas totalmente ignoramos. Este tiempo es semejante a aquéllos en que todas las naciones trastornaron y dieron que sospechar a grandes espíritus se llegaba el último período de los hombres. Hemos visto todo el septentrión conmovido y alterado, envueltos sus ríos en sangre, yermas las provincias populosas; a Inglaterra e Irlanda y Escocia ardiendo en guerras civiles; a un emperador de los turcos arrastrado por las calles de Constantinopla, encendidos en guerras civiles los otomanos, después con los persas. La China penetrada de los tártaros, la Etiopía de los turcos, los reyes de las Indias que se esparcían entre el río Ganges y el Indo encendidos en emulaciones.

«¿Qué provincia hay que no haya en su manera —cuando no con guerras con terremotos, pestes y hambrunas— sentido el rigor de este universal influjo?», concluía retóricamente el Nicandro[2].

En Alemania, en 1648, un diplomático suizo expresaba su alarma ante un nuevo brote «de revueltas populares contra sus gobernantes en todas partes del mundo, por ejemplo en Francia, Inglaterra, Alemania, Polonia, Moscovia y el Imperio otomano». Estaba bien informado: la guerra acababa de comenzar en Francia y continuaba asolando Inglaterra, la guerra de los Treinta Años dejó gran parte de Alemania devastada y despoblada, los cosacos de Ucrania acababan de rebelarse contra sus señores polacos y masacrar a miles de judíos, las revueltas sacudían Moscú y otras ciudades rusas, y una sublevación en Estambul condujo al asesinato del sultán otomano. Al año siguiente, un exiliado escocés en Francia concluía que él y sus contemporáneos vivían una «Edad de Hierro» que sería «famosa por las grandes y extrañas revoluciones que habían tenido lugar en ella». En 1653, en Bruselas, el historiador Jean-Nicolas de Parival utilizó la misma metáfora en el título de su libro Abrégé de l’histoire de ce Siècle de Fer, contenant les misères et calamités des derniers temps [Breve historia de este Siglo de Hierro donde se habla de las miserias y desdichas de los últimos tiempos]. «Yo llamo a este siglo la “Edad de Hierro” —informaba a sus lectores— [porque muchas desgracias] han llegado juntas, mientras que en los anteriores llegaban de una a una». Señalaba que las rebeliones y las guerras en aquel momento «se parecían a la Hidra: cuantas más cabezas cortabas, más le crecían». Parival comentaba también que «los elementos, servidores de un Dios iracundo, se combinan para acabar con el resto de la humanidad. Las montañas escupen fuego, la tierra tiembla, las plagas contaminan el aire», y «la lluvia continua hace desbordarse los ríos[3]».

La China del siglo XVII también sufrió. Primero, una combinación de sequías y desastrosas cosechas, unas exigencias fiscales mayores y drásticos recortes en los programas del gobierno desencadenaron una oleada de bandidaje y caos. Más adelante, en 1644, uno de los cabecillas de los bandidos, Li Zicheng, se autoproclamó gobernador de China y arrebató Pekín de las manos de los desmoralizados defensores del emperador Ming (que se suicidó). Casi inmediatamente, los vecinos de la China del norte, los manchúes o Qing, invadieron y derrotaron a Li, entraron en Pekín y durante los siguientes treinta años sometieron a todo el país a su despiadada autoridad. Varios millones de personas murieron durante la transición de las dinastías Ming a Qing.

Pocas zonas del mundo salieron indemnes del siglo XVII. Norteamérica y el oeste de África sufrieron hambrunas y guerras salvajes. En la India, la sequía, seguida de inundaciones, causó la muerte a un millón de personas en Gujarat entre 1627 y 1630; mientras que una sanguinaria guerra civil en el Imperio mogol intensificó el impacto de otra sequía entre 1658 y 1662. En Japón, tras varias malas cosechas, en 1637-1638 estalló la rebelión rural más importante de la historia japonesa moderna en la isla sureña de Kyushu. Cinco años más tarde, la hambruna, seguida de un invierno inusualmente crudo, acabó con la vida de unas 500 000 personas.

La fatal sinergia desarrollada entre estos factores naturales y humanos generó una catástrofe demográfica, social, económica y política que duró dos generaciones y convenció a los ciudadanos de la época de que se enfrentaban a una penuria sin precedentes. También llevó a muchos de ellos a registrar sus desdichas como una advertencia para otros. «Los que vivan en tiempos futuros no creerán que los que vivimos ahora hayamos sufrido tantas penalidades, sufrimiento y miseria», escribió fray Francesco Voersio, un fraile italiano, en su Diario del contagio. Nehemiah Wallington, un artesano de Londres, recopiló varios volúmenes de Notas y meditaciones históricas para que la «generación venidera pueda conocer los lamentables y miserables tiempos que nosotros vivimos». Del mismo modo, Peter Thiele, un funcionario de Hacienda alemán, llevó un diario para que «nuestros descendientes puedan descubrir los agobios y los tiempos tan terriblemente angustiosos que vivimos»; en tanto que el pastor luterano alemán Johann Daniel Minck hizo lo mismo porque «sin estos registros […] los que vengan después de nosotros nunca creerían las miserias que hemos sufrido[4]». Según el historiador galés James Howell, «es cierto que en Inglaterra hemos vivido días tan negros como éstos en épocas pretéritas, pero los que podrían compararse con el presente no son más que una sombra de una montaña comparada con un eclipse de Luna»; y conjeturaba:

Dios todopoderoso últimamente está peleado con toda la humanidad, y ha entregado las riendas al maligno para que domine la Tierra entera; porque durante estos doce años hemos sufrido las revoluciones más extrañas y han ocurrido las cosas más horribles, no sólo en Europa, sino en todo el mundo, que ha sufrido la humanidad (me atrevo a decir sin reparo) desde la caída de Adán, en un período tan corto […]. Han pasado cosas tan monstruosas que el mundo parece haberse salido de sus casillas; y (lo que maravilla aún más) todos estos hechos prodigiosos han acontecido en un lapso de menos de doce años[5].

En 1651, en su libro Leviatán, Thomas Hobbes (por entonces un refugiado de la guerra civil inglesa que vivía en Francia) proporcionó tal vez la descripción más célebre de las consecuencias de la fatal sinergia entre los desastres naturales y humanos a los que él y sus contemporáneos se enfrentaban:

No hay lugar para la industria, porque el fruto de la misma es incierto y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación; ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y sacar los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad. Y, lo que es peor que todo, hay miedo continuo y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta[6].

¿Cuándo comenzó esta fatal sinergia? En su Historia de las guerras civiles de estos tiempos recientes, el historiador italiano Majolino Bisaccione trazó la secuencia de las «revueltas populares de mi época» remontándose hasta la rebelión de Bohemia de 1618, que se granjeó el apoyo de algunos protestantes alemanes, encabezados por Federico del Palatinado, iniciando de este modo una guerra civil en Alemania. Pocos años más tarde, el anticuario inglés John Rushworth coincidía con él en este punto. Para tratar de explicar «cómo llegamos a pelearnos entre nosotros» en la guerra civil inglesa, también inició su relato en 1618, porque su investigación le convenció de que el conflicto tenía su origen en «las causas y motivos de la guerra en el Palatinado y en hasta qué punto afectó a Inglaterra, del mismo modo que a los oprimidos protestantes de Alemania». También señaló la aparición de tres cometas de inusual brillo en 1618, que (como casi todos sus contemporáneos) interpretó como un presagio del mal. Por tanto, resolvió «que ese mismo instante debía ser el non plus ultra de mi retrospectiva[7]».

Las evidencias de las que disponemos avalan la cronología propuesta por Bisaccione y Rushworth. Por un lado, aunque Europa había experimentado muchas crisis económicas, sociales y políticas anteriormente, en su mayoría habían sido siempre aisladas y relativamente cortas. En cambio, la revuelta bohemia desencadenó un prolongado conflicto que duró tres décadas y que finalmente implicó a los principales Estados de Europa: Dinamarca, la República de Holanda, Francia, Polonia, Rusia, Suecia, la Confederación Suiza y, sobre todo, la Monarquía Estuardo y la española. El año 1618 fue también testigo del comienzo de unas crisis de larga duración en otras dos partes del mundo. En el Imperio otomano, una facción palaciega derrocó al sultán (la primera vez que ocurría algo así en la historia de la dinastía), desencadenando una serie de catástrofes que una generación más tarde el erudito y burócrata Kâtib Çelebi denominaría Haile-i Osmaniye, «Tragedia Otomana». Entretanto, en el este de Asia, Nurhaci, líder de una confederación tribal en Manchuria, declaró la guerra al emperador chino e invadió Liaodong, una populosa área de asentamiento chino al norte de la Gran Muralla. Algunos analistas se dieron cuenta inmediatamente del significado de este paso. Años después, Wu Yingji, un caballero erudito, recordaba: «Un amigo me dijo, cuando a principios del octavo mes de 1618 comenzaron las dificultades en Liaodong, que el Estado se enfrentaría a varias décadas de guerra; y mi pensamiento de que sus palabras eran absurdas porque el Estado estaba entonces bastante intacto». No obstante, el «amigo» tenía razón: la invasión manchú dio comienzo a casi siete «décadas de guerra[8]».

Estos hechos tuvieron lugar en un contexto de sucesos meteorológicos extremos. Muchas zonas del África subsahariana padecieron una grave sequía entre 1614 y 1619; Japón experimentó su primavera más fría de todo el siglo XVII en 1616; la Fujian subtropical sufrió una intensa nevada en 1618; la sequía asoló el valle de México y Virginia durante cinco de seis años entre 1616 y 1621. Por todas estas razones, el presente libro sigue la estela de Bisaccione, Rushworth, Kâtib Çelebi y el amigo de Wu Yingji: 1618 es «el non plus ultra de mi retrospectiva».

¿Cuándo finalizó la fatal sinergia? En este punto la evidencia es menos consistente. En 1668, Thomas Hobbes comenzaba Behemoth, su relato de las guerras civiles inglesas, comentando:

Si el tiempo, como el lugar, pudiera medirse en grados de altitud, yo creo verdaderamente que el valor más alto correspondería al transcurrido entre los años 1640 y 1660. Porque quien entonces, como si estuviera en la cima de la montaña del Diablo, hubiera mirado el mundo y observado las acciones de los hombres, especialmente en Inglaterra, habría tenido una perspectiva de toda la injusticia y la locura que el mundo pueda soportar[9].

Sin embargo, exactamente veinte años más tarde, aconteció otra revolución: Guillermo de Orange desembarcó a la cabeza del ejército más numeroso que jamás haya invadido primero Gran Bretaña y luego Irlanda, creando en ambos lugares un nuevo régimen. En el continente europeo, la mayoría de los contenciosos desencadenados por la revuelta de Bohemia se resolvieron entre 1648 y 1661, pero la invasión por parte de Francia del Palatinado en 1688 generó un nuevo conflicto. En el Imperio otomano, el gran visir Köprülü Mehmed consiguió terminar con el ciclo de rebeliones domésticas de la década de 1650 y, durante la década siguiente, su hijo y sucesor derrotó a todos los ejércitos enemigos y el Imperio volvió de nuevo a empezar a expandirse; pero la derrota del ejército turco en Viena en 1683 detuvo el avance del Imperio otomano hacia Europa y propició la deposición de otro sultán.

No obstante, la década de 1680 vivió el final de varios conflictos. El Tratado de Paz Eterna de Moscú de 1686 marcó la ascendencia permanente de Rusia sobre la Mancomunidad PolacoLituana; mientras que en 1683, las tropas manchúes derrotaron finalmente al último de sus enemigos, lo que permitió a un inspector del gobierno afirmar exultante que el emperador Qing había «aplastado a todos los rebeldes e incluso los mares están en calma. La gente ha vuelto a sus antiguas tierras. Sus hogares están protegidos y su sustento asegurado. Las generaciones venideras respetarán y honrarán la benevolencia de su majestad[10]». La crisis de China del siglo XVII al fin había terminado. Mientras, en Boston, Massachusetts, Increase Mather (un predicador de la Iglesia del Norte en Boston y presidente de la Universidad de Harvard) advertía al mundo de que los brillantes cometas que aparecieron en 1680 y 1682 «son presagio de graves calamidades inminentes». Lo que no podía imaginar era que aquellos dos cometas serían las últimas «vistas y señales atemorizadoras del cielo» de la era[11].

No obstante, aunque los levantamientos políticos y los cometas fueron menos frecuentes, la Pequeña Edad de Hielo continuó. En el hemisferio norte, nueve de los catorce veranos transcurridos entre 1666 y 1679 fueron fríos o excepcionalmente fríos —las cosechas en el oeste de Europa maduraron más tarde en 1675 que en cualquier otro año entre 1484 y 1879— y los climatólogos consideran estos extremos sucesos climáticos y las desastrosas cosechas de la década de 1690, con unas temperaturas medias de 1,5 ºC por debajo de las de hoy, como «el clímax de la Pequeña Edad de Hielo». En esta ocasión, el enfriamiento global no trajo consigo una oleada de revoluciones. La fatal sinergia se había roto. Este libro termina analizando el porqué[12].

Escribir sobre historia global no es fácil. En 2011, Alain Hugon apuntaba en el prefacio de su estudio sobre la revuelta de Nápoles de 1647-1648 que aunque «los contemporáneos afirmaban rotundamente que a las diversas revoluciones del siglo XVII no las separaba ninguna barrera», no obstante, «los historiadores de los siglos XX y XXI no nos atrevemos a estudiarlas en su totalidad, pese a ser conscientes de su sincronía, interdependencia y las interacciones habidas». Hugon informaba de que cada vez que «intentaba establecer comparaciones históricas apropiadas respecto a mediados del siglo XVII, los problemas que surgían de la necesidad de contextualizar cada acontecimiento histórico hacían vano el intento[13]».

Es fácil coincidir con esta opinión. Por un lado, la investigación reciente ha revelado muchos más «hechos históricos» de los que los estudiosos anteriores habían imaginado —el propio Hugon encontró evidencias de más de cien revueltas en el Reino de Nápoles en 1647-1648, más de veinte pueblos y ciudades de Andalucía tomaron parte en los motines del Pendón Verde de 1648-1652, casi la mitad de las comunidades de Portugal se sumaron a Évora en la rebelión de 1637— y la participación fue mucho más amplia en muchos de los hechos ya conocidos —más de un millón de chinos se unieron a los «bandidos itinerantes» de la década de 1630, y puede que un millón de personas muriera en la revuelta de la Fronda francesa, entre 1648 y 1653—. Por otro lado, aunque casi todo el hemisferio norte experimentó tanto la Pequeña Edad de Hielo como la Crisis General a mediados del siglo XVII, cada uno lo hizo de forma diferente, por diferentes razones y con diferentes resultados (entre otras cosas debido a que algunas causas estructurales —como el cambio climático— escapaban en gran medida al control humano, en tanto que otras —como las guerras y las revoluciones— implicaban a tantas personas que también escapaban al control de cualquier individuo). No obstante, los historiadores deben emular la visión global de los contemporáneos de la Crisis, y además de «contextualizar cada acontecimiento histórico», deben tratar de identificar lo que unía y lo que separaba a las víctimas.

Un segundo problema a la hora de explicar la sincronía, la interdependencia y las interacciones de las diversas revoluciones es el papel desempeñado por la contingencia. Hechos de poca importancia produjeron repetidamente consecuencias que fueron a la vez imprevistas y desproporcionadas. Como el doctor Samuel Johnson señalaba hace dos siglos:

Parece casi un error universal de los historiadores suponer que en la política, como sucede en la física, cada esfuerzo obedece a una causa proporcional. En la acción inanimada de la materia sobre la materia, el movimiento producido tiene necesariamente que ser equivalente a la fuerza motriz; pero las acciones de la vida, ya sean privadas o públicas, no se rigen por este tipo de leyes. Los caprichos de los agentes voluntarios se ríen de los cálculos. No siempre hay una razón de peso para cada hecho importante[14].

La advertencia del doctor Johnson requiere que los historiadores identifiquen el momento preciso en cada comunidad en el que «el movimiento producido» dejó de ser «equivalente a la fuerza motriz», y «los caprichos de los agentes voluntarios se rieron de los cálculos». Los estudiosos solían describirlo como el «punto de inflexión», y recientemente John Lewis Gaddis adoptó de la física el concepto transiciones de fase: el momento en que «el agua comienza a hervir o a congelarse, por ejemplo, o la arena de las dunas empieza a deslizarse hacia abajo, o las fallas empiezan a fracturarse». Yo prefiero otro concepto, el punto de inflexión, una metáfora popularizada por Malcolm Gladwell, porque implica que dichos cambios, por repentinos y espectaculares que sean, un día pueden invertirse. El hielo, al fin y al cabo, puede volver a convertirse en agua fácilmente[15].

Este libro estudia la crisis global del siglo XVII a través de tres lentes diferentes. La primera parte presenta las evidencias tanto de los «archivos» humanos como naturales para identificar los canales mediante los cuales la crisis afectó a la humanidad. El capítulo 1 examina de qué manera el enfriamiento global afecta al suministro de alimento, a los cultivos básicos como el de cereales o arroz, en todo el mundo. El capítulo 2 evalúa en qué forma las políticas ejercidas por los primeros Estados modernos interactuaron con estos cambios climáticos, por ejemplo, librando guerras que intensificaron la penuria económica y aplicando políticas impopulares que desestabilizaron a sociedades que se encontraban ya en una difícil situación económica, o (menos frecuentemente) adoptando iniciativas que mitigaron las consecuencias del enfriamiento global. El capítulo 3 analiza cuatro áreas en las que se produjo un número desproporcionado de acontecimientos claves a mediados del siglo XVII: Estados compuestos; ciudades, territorios marginales; y «macrorregiones». Los Estados unificados, normalmente creados por uniones dinásticas, eran vulnerables porque la autoridad del soberano a menudo era más débil en las áreas periféricas que en el resto de lugares; además, en tiempo de guerra, debido precisamente a que se encontraban situadas en la periferia, estas áreas experimentaron una intensa presión política y económica y con frecuencia fueron las primeras en rebelarse. El enfriamiento global afectó gravemente a las otras tres zonas —ciudades, territorios marginales y macrorregiones— porque dependían desproporcionadamente de la producción de las cosechas vulnerables al cambio climático. Por otra parte, las ciudades sufrían con regularidad calamidades, tanto fiscales como militares, debido a que tanto gobiernos como ejércitos con frecuencia centraban su punto de mira en lugares con una población numerosa y compacta. Por estas mismas razones, las macrorregiones (áreas densamente pobladas que se concentraban en producir artículos para la exportación en lugar de para el consumo local) eran también vulnerables a los cambios políticos y militares, no sólo a su escala, sino también respecto a aquellas otras áreas de las que dependían económicamente para las importaciones o exportaciones. El capítulo 4 analiza las respuestas demográficas por parte de las víctimas de diferentes regiones a medida que la crisis aumentaba el desequilibrio entre la oferta y la demanda de recursos, un desequilibrio que finalmente acabaría reduciendo la población global en casi un tercio.

Los capítulos de la segunda parte se centran en el estudio de una docena de Estados de Eurasia que experimentaron con toda intensidad tanto la Pequeña Edad de Hielo como la Crisis General de mediados del siglo XVII, siguiendo una secuencia geográfica de este a oeste: China, Rusia y Polonia, el Imperio otomano, Alemania y Escandinavia, las repúblicas holandesa y suiza; la península Ibérica, Francia, Gran Bretaña e Irlanda. Cada capítulo traza la interacción de las fuerzas humanas y naturales hasta el «punto de inflexión» que puso fin al equilibrio social, económico y político existente; a continuación se analiza la naturaleza de la crisis consiguiente y, por último, se documenta la aparición de un nuevo equilibrio.

La elección de un itinerario de este a oeste, comenzando por China, es arbitraria (no refleja ni diferencias cronológicas —en la mayoría de los casos los «tiempos convulsos» comenzaron en torno a 1618 y terminaron en la década de 1680— ni la intensidad de la crisis —aunque en términos de daños materiales y humanos, China e Irlanda parecen haber sufrido la peor parte—). En cambio, la decisión de brindar mayor espacio a la experiencia de Gran Bretaña e Irlanda que a otros Estados que sufrieron graves traumas es deliberada. Por una parte, en palabras de Christopher Hill, probablemente el historiador más perceptivo en este tema, «las décadas intermedias del siglo XVII vivieron la mayor perturbación acaecida en Gran Bretaña hasta la fecha[16]». Además, la «perturbación» duró más tiempo, y produjo cambios más espectaculares que en cualquier otro lugar, excepto China. Por otro lado, la riqueza de las fuentes testimoniales que quedan en Gran Bretaña e Irlanda permite una comprensión más detallada de las causas, el desarrollo y las consecuencias de la crisis de la que es posible en cualquier otra sociedad. El capítulo 11 traza por tanto el camino que llevó a la desintegración del Estado en Inglaterra, Escocia e Irlanda entre 1603, cuando se convirtieron en un Estado único, y 1642, cuando el fracaso de sus políticas obligó al rey Carlos I a huir de su capital. El capítulo 12 analiza las consecuencias de las prolongadas guerras y los múltiples cambios de régimen en los tres reinos entre 1642 y 1660, incluyendo la primera formulación de unos principios democráticos que hoy día se consideran fundamentales para la sociedad occidental, las tentativas del gobierno central por abatirlos entre 1660 y 1688, y su limitada resurrección tras la Revolución Gloriosa de 1688-1689.

La tercera parte contempla dos categorías de «excepción» en esta pauta: aquellas áreas en las que al menos parte de la población aparentemente salió relativamente ilesa del trauma del siglo XVII (algunas colonias europeas en América, el sur y el sureste de Asia y Japón) y aquellas regiones en las que el impacto de la Pequeña Edad de Hielo sigue sin estar claro (las Grandes Llanuras de Norteamérica, el África subsahariana, Australia). Dentro de la primera categoría, en la India mogola y algunos de sus países vecinos, los abundantes recursos permitieron al Estado capear la crisis (capítulo 13), mientras que en la Italia española, el gobierno sólo consiguió vencer las graves sublevaciones realizando concesiones importantes (capítulo 14). En el resto de lugares, especialmente en los puestos de avanzada extranjeros, la prosperidad de unos pocos (los colonos europeos) sólo se alcanzó a costa de muchos (la población indígena: capítulo 15). Únicamente el Japón de Tokugawa parece haber evitado los efectos de la crisis mediante iniciativas humanas: aunque el enfriamiento global causó una grave hambruna en el archipiélago durante la década de 1640, un aluvión de contramedidas eficaces consiguieron primero limitar, y más tarde, reparar el daño (capítulo 16).

Pese a la extraordinaria diversidad de la experiencia humana en los Estados y sociedades afectadas por la Crisis General, se perciben algunos denominadores comunes, y la cuarta parte se detiene a considerar tres de ellos. En primer lugar, las respuestas populares frente a la catástrofe mostraron una serie de protocolos y convenciones similares, desde un sorprendente grado de contención en las protestas violentas en todo el mundo, a notables similitudes en lo que James C. Scott denominó «las armas de los débiles»: «Resistencia, disimulo, deserción, falso cumplimiento, escamoteo, fingida ignorancia, calumnia, incendiarismo y sabotaje» (capítulo 17[17]). En segundo lugar, la investigación de los individuos y grupos de diferentes sociedades que aprovecharon la creciente inestabilidad para producir un «momento crítico» también arroja similitudes. En muchas áreas, los aristócratas desempeñaron un papel prominente, como habían hecho en muchas crisis anteriores; pero, a mediados del siglo XVII, desde China, pasando por el mundo musulmán, hasta Europa, entre los «alborotadores» se incluían hombres (algunos clérigos, otros seglares) que si bien habían realizado grandes sacrificios para conseguir una educación superior, luego no pudieron encontrar un empleo adecuado (capítulo 18). Un tercer denominador común es la facilidad con la que las ideas radicales se desarrollaron y extendieron. Esta difusión a veces se debió a que los insurgentes viajaban de una zona a otra divulgando información e ideas sediciosas. Así, en 1647, el intercambio de noticias entre Nápoles y Palermo sincronizó las rebeliones en ambas capitales; mientras que al año siguiente, en Rusia, muchas ciudades se rebelaron en cuanto sus ciudadanos regresaron de Moscú y se hicieron eco de los disturbios que allí habían forzado al zar a realizar enormes concesiones. Muy a menudo, las ideas se extendieron debido a la proliferación de obras impresas y de escuelas que habían creado un proletariado alfabetizado de unas dimensiones sin precedentes en gran parte de Asia y Europa, capaz de leer, debatir y llevar a la práctica las nuevas ideas. De este modo, aunque los católicos de Irlanda odiaban y temían a los calvinistas de Escocia, estaban preparados para aprender de ellos. Pocos días después de la sublevación de 1641, cuando un protestante que había sido capturado le preguntó a un destacado líder católico irlandés: «¿Qué? ¿Habéis formado una alianza entre vosotros como han hecho los escoceses?» «Sí —dijo éste—, los escoceses nos han enseñado nuestro abecé» (capítulo 19[18]).

Por último, en la quinta parte se analiza cómo los supervivientes hicieron frente a la crisis y a sus secuelas, y cómo sus decisiones conformaron un nuevo equilibrio en varios Estados y regiones. Aunque las décadas de 1690 y 1700 fueron testigos de algunos episodios más de climatología extrema, hambrunas y (en Europa y China) guerras casi continuas, a diferencia de las de 1640 y 1650, no hubo revoluciones, y las revueltas fueron relativamente escasas. De modo que, pese a que la Pequeña Edad de Hielo continuó, la Crisis General no. Son varios los cambios que ayudan a explicar esta paradoja. En todo el hemisferio norte, la despoblación masiva animó a las élites a ejercer un control sobre los movimientos migratorios: grupos que habían rechazado por completo la llegada de emigrantes en ese momento les daban la bienvenida; Estados que habían permitido la libertad de movimiento trataban entonces de que sus súbditos permanecieran arraigados en su tierra (capítulo 20). En la mayoría de lugares del mundo, la experiencia de la desintegración del Estado y el «continuo temor y peligro de una muerte violenta» calmaron el ardor de muchos defensores del cambio económico, político y religioso, lo que condujo a una mayor estabilidad política, a la innovación económica y a la tolerancia religiosa. También llevó a muchos gobiernos a desviar los recursos de la guerra a la consecución de un mayor bienestar, fomentando la regeneración económica (capítulo 21). Por último, el capítulo 22 examina una amplia variedad de respuestas intelectuales dirigidas a enfrentarse con más eficacia a las crisis futuras; algunas de ellas (como la enseñanza universal y obligatoria) impuestas por el Estado, y otras, surgidas de entre los individuos —incluido el «conocimiento práctico» en China y Japón, la «nueva razón» en la India mogola, y la «revolución científica» en Europa—. Por varias razones, estas innovaciones echaron raíces más profundas en Occidente que en el resto de lugares y constituyeron un ingrediente clave para la «Gran Divergencia» entre el este de Asia y la Europa noroccidental que se desarrollaría más tarde.

En la «Conclusión» se plantean algunas implicaciones derivadas del reconocimiento de que, lejos de ser una aberración, la «catástrofe» constituye una parte integral de la historia de la humanidad, mientras que en el «Epílogo» se sugiere que el actual debate sobre el «calentamiento global» confunde dos asuntos que son distintos: si la actividad humana está contribuyendo al calentamiento del mundo, y si puede tener lugar o no un cambio climático repentino. Aunque algunos pueden todavía cuestionar legítimamente lo primero, la evidencia del siglo XVII deja fuera de toda duda lo segundo. El aspecto crítico no es si puede producirse un cambio climático, sino cuándo; y, si tiene más sentido que los Estados y sociedades inviertan dinero ahora para prepararse para unos desastres naturales que son inevitables —huracanes en el Golfo y las costas atlánticas de Norteamérica, un repentino aumento de las tormentas en los territorios aledaños al mar del Norte, sequías en África, prolongadas olas de calor— o en lugar de ello esperar y pagar mucho más caros los costes de esta pasividad.

Y es que siempre es más fácil y barato estar preparado que no reparar.

El siglo maldito. Clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII
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