16. Un acierto: el Japón Tokugawa en sus inicios.
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UN ACIERTO: EL JAPÓN TOKUGAWA
EN SUS INICIOS[1]
La Pax Tokugawa
A comienzos del siglo XVII el más prominente cronista japonés del momento se congratulaba: «En esta época, no hay nadie siquiera ente los labradores y los rústicos, por humildes que sean, que no haya utilizado oro y plata en gran cantidad. Nuestro Imperio disfruta de paz y prosperidad, en las carreteras ni un mendigo ni un excluido pueden verse». Pocos años después, uno de sus colegas iba aún más lejos: «¡Qué magnífica época! Hasta los labradores como yo disfrutan de sosiego y felicidad […]. Habitan la tierra de la dicha. Si éste no es un [paraíso budista], ¿cómo puede ser que yo y otros hombres nos veamos con tan gran fortuna?» Hay que reconocer que unos pocos de sus contemporáneos de otras latitudes expresaban también confianza en el futuro inmediato: en 1618 un embajador inglés mostraba gran contento de que por doquier «las puertas de Jano» se hubieran cerrado, lo cual «auguraba días idílicos» para «gran parte de la cristiandad», y cinco años después hacía lo propio Secondo Lancellotti, aunque mientras Europa sufría guerras, revoluciones y crisis económicas durante el resto del siglo XVII, Japón disfrutaba de la Pax Tokugawa, caracterizada por un rápido crecimiento demográfico, agrícola y urbano, y por la ausencia de guerras[2].
Las cifras anteriores sorprenden no sólo por el espectacular crecimiento demográfico (algunas zonas del archipiélago multiplicaron sus habitantes por cuatro en un siglo en el que gran parte del mundo sufrió un acusado declive demográfico), sino por los incrementos simultáneos en el total de tierra cultivada, producción agrícola y población urbana. Durante el siglo XVII surgieron más de 7000 nuevas aldeas, muchas de ellas en tierras aradas por primera vez gracias a complejos proyectos de ingeniería hidráulica (153 entre 1601-1650 y 227 entre 1651-1700), mientras la producción media de arroz por aldea pasaba de alrededor de 2000 fanegas en 1645 a más de 2300 en 1700. Esos promedios ocultaban algunos éxitos espectaculares: casi cuatrocientas nuevas aldeas se crearon en la provincia de Musashi (el área que rodea Tokio) entre finales del siglo XVI y finales del XVII, y su producción de arroz pasó de 3,3 millones de fanegas a más de 5,5[3].
En los comienzos del Japón Tokugawa también se asistió a una «urbanización sin precedentes históricos»: entre 1600 y 1650 se triplicó el número de residentes en pueblos y ciudades, y entre 1651 y 1700 se duplicó. Gran parte de la población urbana japonesa vivía en alguna de las más de cien «ciudades amuralladas» existentes. Kanazawa, por ejemplo, con sólo 5000 habitantes en 1583, cuando se convirtió en cuartel general del dominio más extenso del Japón occidental, tenía 70 000 llegado el año 1618 y quizá 100 000 en 1667. Edo (el nombre que tenía Tokio entonces) pasó de ser poco más que una aldea pesquera en 1590, cuando se convirtió en sede del dominio Tokugawa, a una metrópoli de quizá un millón de habitantes un siglo después[4].
Estos logros excepcionales no emanaban de un entorno benigno: por el contrario, el archipiélago japonés siempre ha sido enormemente vulnerable a los cambios climáticos. Para empezar, sus zonas septentrionales están sometidas tanto a la corriente de Chishima, que desplaza agua ártica hacia el sur, como al efecto Yamase, que produce aire fresco durante una parte considerable del verano. Ambos fenómenos climáticos pueden producir la pérdida de cosechas. Además, gran parte de Japón está cubierto de montañas generadas por el choque de las placas tectónicas de la Tierra, lo cual tiene tres consecuencias negativas. En primer lugar, el archipiélago, como muchas otras zonas de la cuenca del Pacífico, tiene un inusitado número de volcanes activos, cuyas erupciones podían desatar y desataban el efecto Yamase. En segundo lugar, la mayoría de la población japonesa vivía (y sigue viviendo) en las llanuras costeras de tres islas, Honshu, Shikoku y Kyushu, y los abruptos gradientes que surgen en ellas dificultan el cultivo de nuevas tierras. Finalmente, la presión que suponía dar cobijo y calentar a una población que crecía con rapidez condujo a un aclareo de la cubierta arbórea (es decir, a la eliminación de todos los niveles boscosos, no sólo los de ciertas especies) en esas empinadas cuestas, lo cual erosionó enormemente el suelo y aumentó el riesgo de heladas, inundaciones y sequías.
Según Conrad Totman, eminente historiador del medio ambiente japonés, esa conjunción de cultivo acelerado de terrenos recientemente deforestados y de recurso al aclareo en zonas escarpadas «rebasó los límites biológicos de la viabilidad agrícola», haciendo que en las tierras marginales la transición desde la abundancia relativa a la sobrecarga ecológica fuera algo excepcionalmente súbito y aumentando «la parte de la producción total de alimentos que sufría un riesgo de pérdida crónico[5]». Por tanto, el archipiélago no pudo escapar a las consecuencias de la Pequeña Edad de Hielo. Durante el invierno crucial de 1641-1642, la primera nevada cayó en Edo seis semanas antes de lo normal y, según las memorias de Enomoto Yazaemon, un mercader que vivía cerca de Tokio, «el día de Año Nuevo, las ollas y cazuelas llenas de agua se congelaron y parecía que fueran a estallar, y una helada de treinta centímetros de grosor cubrió los campos. A partir de entonces contemplé siete nevadas hasta llegar la primavera». Este prolongado tiempo frío produjo la «hambruna de Kan’ei» (por el nombre de la era japonesa en la que tuvo lugar, que abarcó de 1624 a 1643). El precio del arroz pasó de veinte monme de plata en 1633 a sesenta en 1637-1638 y a ochenta en 1642[6]. Incluso en Osaka, la «cocina del Japón», donde en años normales mercaderes, señores y funcionarios guardaban enormes reservas de víveres, el arroz escaseó hasta tal punto en julio de 1642 que «el hombre llano carece de sustento para él, su esposa y sus hijos, así que mucha gente murió de hambre». Las multitudes se congregaban ante «la casa del gobernador de la ciudad y se lamentaban […] rogando a Su Excelencia que les proporcionara algún medio para mantenerse con vida». Para apaciguar a los manifestantes, «el mencionado gobernador distribuyó arroz guardado en varios almacenes y en el silo del castillo de Osaka a los indigentes, [vendiéndoselo] a poco precio. Esto puso fin a los desórdenes[7]».
En la localidad de Shimabara, situada en la isla meridional de Kyushu, se produjo otra revuelta motivada por la imposición de tributos abusivos en una época de adversidad climática. Según un mercader holandés que vivía en las inmediaciones, cuando el señor de Shimabara exigió «impuestos y cantidades de arroz imposibles de entregar», sus agentes amarraron a los que no podían pagar y los vistieron con «ropas hechas de paja», a las que a continuación prendieron fuego. También humillaron a «sus esposas, colgándolas con las piernas totalmente descubiertas». Escandalizados por tales atrocidades, hartos de que les pidieran «pagar muchos más impuestos de los que pueden» e incapaces de «subsistir a base de raíces y verduras», los aldeanos decidieron «morir todos unidos en lugar de ir muriendo lentamente uno a uno»: de manera que en diciembre de 1637 se rebelaron. Su desafío animó a los labradores de la vecina isla de Amakusa, que también llevaba mucho tiempo maltratada por sus autoridades, a asesinar a su alcalde y a los soldados enviados a reinstaurar el orden, después de lo cual se trasladaron a la isla principal para unirse a la revuelta. Los misioneros europeos que había en la región habían convertido a muchos japoneses al cristianismo, entre ellos a Amakusa Shirō, un muchacho de dieciséis años que decía ser la reencarnación de Cristo, y muchos de ellos se unieron a la rebelión. Igualmente, unos doscientos samuráis descontentos se unieron a los rebeldes, ofreciéndoles una asistencia militar de incalculable valor. Unos 25 000 sublevados, desfilando «bajo estandartes con el signo de la cruz», incendiaron la ciudad de Shimabara, sede del dominio, y reunieron víveres y armas antes de retirarse al castillo vecino de Hara, situado en un promontorio rodeado por el mar. Durante tres meses, Amakusa Shirō «predicó y celebró misa dos veces por semana», proclamándose convencido de que «todo Japón estaba cerca del Día del Juicio Final» y que «todo Japón será cristiano», hasta que un ejército de 100 000 hombres enviado por el gobierno central tomó Hara al asalto y masacró a todos sus ocupantes, entre ellos a Amakusa Shirō[8].
Las rebeliones de Osaka y Shimabara supusieron un punto de inflexión en la historia de Japón. Durante las primeras cuatro décadas del siglo XVII se había asistido a unas cuarenta grandes revueltas rurales (hōki) y a doscientos levantamientos menores (hyakushō ikki), así como a casi ochenta actos de venganza entre grandes terratenientes, pero durante los ochenta años siguientes tanto las revueltas como las disputas desaparecieron prácticamente[9]. Los motines de subsistencia de Osaka tampoco tuvieron continuidad: la mayoría de las ciudades japonesas se mantuvieron en paz durante por lo menos un siglo. Lo más sorprendente de todo fue que la campaña de Shimabara fuera la última gran acción militar registrada en el archipiélago en el curso de dos siglos. En consecuencia, el Japón del siglo XVII proporciona un curioso contraste con el resto del mundo: aunque inicialmente su experiencia no fuera muy distinta a la de otros países, ya que sufrió tanto la Pequeña Edad de Hielo como la Crisis General, en la década de 1640 siguió su propio camino. ¿Por qué?
La revolución industriosa
El eminente historiador japonés Hayami Akira ha identificado dos formas de escapar a la tiranía de la agricultura de subsistencia. La primera, típica de Europa occidental, que precisa de mucho capital y comporta ahorro de mano de obra, consiste en invertir dinero en la agricultura para hacer más eficiente la producción y crear así un depósito de mano de obra barata que, al responder a las necesidades fabriles, facilite una revolución industrial. La segunda sigue exactamente la estrategia contraria, ya que consume mucha mano de obra y ahorra capital. Hayami la calificó de «revolución industriosa», en la que el campesino escapaba a los niveles de subsistencia invirtiendo más tiempo y energía en las labores agrícolas, no más dinero. Aunque la mejora de las herramientas y las técnicas tuvo su importancia en la revolución industriosa japonesa, la producción aumentó principalmente porque las familias campesinas racionalizaron la producción, dedicando al trabajo más empeño y más tiempo. Según Hayami, la autoexplotación es el factor que mejor explica que se duplicara la cantidad de tierra cultivada, se triplicara la población y se cuadriplicara la producción en el Japón Tokugawa[10].
Las familias japonesas adoptaron también otras cuatro prudentes estrategias para asegurar que la demanda de recursos básicos no superaba su provisión. En primer lugar, mucha gente trabajaba lejos de casa durante períodos prolongados: en algunas aldeas, hasta un tercio de los adolescentes partía a trabajar fuera, bien a una comunidad vecina, bien a una ciudad pequeña. La investigación de Hayami puso de manifiesto que «cuanto más bajo [era] el estrato social, más personas trabajan lejos de casa y con más años regresan a su aldea para casarse» y que, en promedio, las muchachas de familias pobres japonesas se casaban cinco años después que las de las familias más ricas. Este retraso reducía considerablemente el número de niños que podían criar[11]. En segundo lugar, las mujeres que se quedaban en su pueblo trabajaban muchas horas en los campos, lo cual sin duda reducía la fertilidad e incrementaba la mortalidad infantil (véase capítulo 4). En tercer lugar, a falta de leche animal (porque pocos campesinos japoneses tenían ganado), las madres amamantaban a sus hijos intensivamente, a menudo de manera exclusiva, hasta que tenían tres o cuatro años, una práctica que normalmente impide la ovulación.
En cuarto y último lugar, al igual que en China, cuando las familias, a pesar de esas estrategias prudentes, se enfrentaban a dificultades económicas, recurrían regularmente al aborto y al infanticidio, procedimientos que en japonés reciben el elocuente nombre de mabiki: «entresacado» (como se hace con las plántulas). Los datos cualitativos indican que ambas prácticas eran habituales. En 1646, el gobierno central prohibió la difusión pública de las «medicinas menstruales» dentro de la capital y en 1667 ilegalizó en ella la práctica del aborto. Con todo, en 1692 se publicó un exhaustivo manual de técnicas abortivas titulado La planta feliz de las mujeres y, aunque gran parte de sus métodos se basaba en la utilización de hierbas, el libro describía también cómo insertar palitos en el útero y cómo sacudir la matriz[12]. En cuanto al infanticidio, en palabras del mercader inglés Richard Cocks, uno de los más perspicaces observadores del Japón del siglo XVII: «Lo más horrible de todo es que los padres pueden matar a sus propios hijos en cuanto nacen si no disponen de medios para criarlos». Hasta los nombres de los niños reflejaban la decisión de los padres japoneses de limitar el tamaño de la familia: a algunos los llamaban Tome («Basta») y Sue («El Último»), y los visitantes de algunos templos todavía pueden encontrar en ellos placas colocadas por madres deshechas de la época Tokugawa, en las que se «disculpan» ante su malogrado feto[13].
Además de esas «estrategias [de supervivencia] negativas» en épocas de penuria, las aldeas japonesas también pusieron en práctica ciertas políticas positivas de fomento de la supervivencia colectiva. El rasgo principal era que la comunidad media estaba dividida en muchas tierras de diferentes tamaños: una o dos grandes, algunas de tamaño medio y la mayoría pequeñas o minúsculas. Aunque ésta era la pauta de distribución existente en todo el mundo durante la Edad Moderna, en Japón había muchos agricultores que tenían tanto sirvientes como subarrendados, en tanto que la mayoría de los aldeanos sin tierra también estaban vinculados al hogar de algún terrateniente. Es frecuente que en los documentos se llame al cabeza de familia oyakata («el que asume el papel de padre»), y a los sirvientes y subarrendados, kokata (o «hijos»: en japonés, el término que denomina al «huérfano» no significa «sin padres», sino «sin familia»). En consecuencia, las aldeas no eran un conjunto de unidades agrícolas autónomas, sino un conglomerado de hogares interdependientes. En circunstancias ideales, el oyakata proporcionaba los bienes de capital que periódicamente necesitaban los hogares más pequeños, mientras que el kokata suministraba la mano de obra que en ciertos momentos cruciales precisaban las grandes explotaciones (sobre todo para el trasplante de plántulas de arroz que, a pesar de la gran cantidad de agua que se necesitaba para ir regando cada arrozal, era algo que había que hacer en cada uno de ellos en cuestión de horas). Las comunidades también cooperaban para realizar ciertas actividades colectivas que precisaban de recursos superiores a los de cada uno de los hogares, entre ellas la construcción o sustitución de la techumbre de paja de una vivienda, la reparación de los diques comunitarios o el drenado de los canales de irrigación. Lo más importante era que, cuando había escasez de alimentos, se esperaba que el oyakata no abandonara a sus kokata (ya fueran sirvientes o subarrendados) y que los alimentara[14].
Todas esas estrategias ayudaron a mitigar el impacto de la Pequeña Edad de Hielo al inicio de la época Tokugawa, pero mayor influencia tuvieron otros dos factores. En primer lugar, Japón había disfrutado del mismo clima benigno que el resto del hemisferio norte durante el siglo XVI, pero un siglo de guerra civil (conocido como «período de los estados en guerra», Sengoku Jidai) garantizó que gran parte del archipiélago, más que superpoblado estuviera infrapoblado. Según un europeo que vivió en Japón durante la década de 1580, última de la guerra civil:
Gran parte de la tierra no se labraba y cuando las partes cultivadas se sembraban, eran destruidas y saqueadas por facciones vecinas y enemigas. Los hombres se mataban unos a otros por doquier. Así que todo el Reino y los nobles se vieron en la mayor de las pobrezas y desdichas por lo que tocaba a su dignidad y todo lo demás, y la única ley era el poder militar. Los hombres se castigaban y mataban unos a otros como les venía en gana[15].
En la década de 1590 Japón desplegó grandes ejércitos, intentando inútilmente conquistar la península de Corea e, incluso después del fracaso de tal aventura, ejércitos ingentes siguieron maniobrando y luchando por el control del archipiélago hasta 1615. En segundo lugar, el Período de los Estados combatientes dejó tras de sí un positivo legado político: la incesante lucha por el poder acabó erradicando los focos de poder alternativos, dejando en pie solamente uno, la dinastía Tokugawa y sus aliados. En 1614, Richard Cocks consideraba que el régimen Tokugawa era «la tiranía más grande y poderosa que el mundo haya conocido» y durante los dos siglos siguientes esa dinastía utilizó su poder para coordinar respuestas que neutralizaran algunos de los peores efectos de la Pequeña Edad de Hielo y crear condiciones favorables a un rápido crecimiento económico y demográfico[16].
«La tiranía más grande y poderosa que el mundo haya conocido».
Aunque Japón siempre ha sido un Imperio, al llegar el siglo XVI el emperador carecía de autoridad ejecutiva. En lugar de constituir una potencia, el archipiélago estaba dividido entre daimios (literalmente «grandes nombres») hasta que, en las últimas tres décadas del siglo, tres poderosos caudillos militares reunificaron el país: Oda Nobunaga (muerto en 1582), Toyotomi Hideyoshi (en 1598) y Tokugawa Ieyasu (en 1615). Después de una serie de brillantes operaciones militares en las que eliminó a todos sus rivales, Hideyoshi (que desde su condición de soldado campesino de a pie había llegado a general, y que por tanto poseía una singular comprensión de la dinámica social japonesa) impuso una serie de medidas que fomentaron la estabilidad social y económica. Ordenó a los labradores de todo el país que entregaran todas sus «espadas, arcos, lanzas, mosquetes o cualquier otra arma», dictando que, a partir de ese momento, sería ilegal poseer cualquiera de ellas, puesto que habría que dedicarse «por entero al cultivo». A continuación, Hideyoshi decretó que los samuráis (la casta guerrera) ya no pudieran ser campesinos y que éstos no pudieran ser samuráis: a partir de entonces entre los regidores locales no debía «haber nadie que desempeñara funciones militares o se dedicara a [l cultivo de] los campos[17]». Aunque unos pocos samuráis entregaron sus armas y se quedaron a labrar la tierra en sus comunidades, la mayoría se trasladó, junto con los integrantes de sus hogares, a la sede del daimio local, donde se convirtieron en mesnaderos asalariados, generalmente residentes en las nuevas poblaciones que proliferaron en torno a la residencia principal de su señor. Como Hideyoshi pretendía, esas medidas separaron a los samuráis de su base de poder rural tradicional y desmilitarizaron el campo.
Para evitar cualquier tipo de abuso «en la recogida de los impuestos anuales que fomentara levantamientos», Hideyoshi encargó también la realización de un exhaustivo registro catastral. Los inspectores recorrieron el archipiélago para medir todas las parcelas, identificar su uso (arrozal, tierra de secano, parcela residencial) y evaluar su calidad (desde «superior» a «muy inferior»), calculando también su potencial productivo según un baremo fijo: el koku (aproximadamente cinco fanegas en el caso del arroz, el producto más habitual, pero no el único que se evaluó). En consecuencia, la tierra se midió en función del número de koku que podía producir, es decir, de su kokudaka. En su catastro, Hideyoshi no permitió ni excepciones ni exenciones: sus funcionarios debían «perseguir a un señor hasta su castillo y pasarle por la espada junto a todos sus vasallos» y «matar a todos los labradores contumaces de todo el distrito» si se negaban a cooperar[18]. Aunque algunas zonas aún no habían sido inspeccionadas en 1598, año en que murió Hideyoshi, éste había creado un inventario de la capacidad productiva de su país mucho más exhaustivo que el de ningún otro gobernante de la Era Moderna.
La muerte en 1598 de Hideyoshi, sin heredero adulto que lo sustituyera, dio pie a un nuevo período de guerras civiles, pero dos años después Tokugawa Ieyasu derrotó a una coalición de adversarios y en 1603 consiguió del emperador el título de sogún (abreviatura de sei-i taisho-gun, «gran generalísimo que se impone a los bárbaros»). De ese modo, Ieyasu y sus parientes más cercanos pasaron a controlar las principales poblaciones y alrededor de un cuarto de la tierra cultivable japonesa, en tanto que unos doscientos daimios, la mayoría parientes lejanos o aliados tradicionales del líder, regían el resto de Japón, dividido en feudos.
Ieyasu no recababa impuestos directos entre los daimios, sino que les pedía «donativos» para fines concretos (como material de construcción y mano de obra para ampliar y fortificar su cuartel general en Edo) e «invitaba» a cada uno de sus aliados a pasar largas temporadas con él en Edo, donde podía tenerlos vigilados. También continuó una práctica de Hideyoshi, la de reunir información que afianzara su poder. De este modo, sus cartógrafos utilizaron el catastro para elaborar un «mapa nacional» con un nivel de detalle, un tamaño y un alcance nunca vistos. En el mapa, de 3,65 por 4,25 metros, aparecían todas las provincias y poblaciones de tamaño medio, así como las rutas marítimas y puertos, carreteras y postas de correos, así como las distancias por tierra y por mar entre los centros principales. El mapa presentaba un Japón único, de una pieza, omitiendo cualquier diferencia regional, administrativa o social, y, como los sogunes permitieron que se hicieran copias e impresiones, el mapa no tardó en convertirse en emblema del nuevo Estado unificado. Ningún otro de la época produjo nada parecido (ni desde luego lo difundió de forma tan masiva[19]).
Ieyasu invirtió también en una extensa infraestructura de comunicaciones, cuyo eje era la red de vías principales conocidas como cinco carreteras (go-kaido-), todas ellas dotadas de controles en los que los viajeros debían mostrar sus papeles. Mientras que en China el emperador Chongzhen desmantelaba la red postal de su país (véase capítulo 5), el nuevo sogún instalaba postas que, situadas a intervalos regulares, estaban provistas de caballerías de refresco, mozos, provisiones y alojamiento, y que se comunicaban entre sí por medio de mensajeros profesionales que iban en parejas (uno portando documentos o paquetes pequeños y otro con un farol que les permitía viajar tanto de día como de noche[20]). El sistema funcionaba tan eficazmente que el gobierno Tokugawa sabía de antemano cuánto tardarían los mensajes en llegar a su destino. Por ejemplo, «la tarde del 21 de diciembre [de 1637] una carta urgente con noticias de la insurrección de Shimabara llegó al castillo de Osaka a bordo de un bote mensajero». Los principales funcionarios Tokugawa que allí estaban, conscientes de que «entretanto, la insurrección podía haber avanzado y que antes de que pudiera acrecentarse había que aplastarla», debatieron todas las opciones:
Cuando la noche se tornaba en día, una carta de advertencia se remitió al gobierno de Edo. El señor de Bichû [cargo principal] apuntó que la distancia que separaba Edo de Osaka era de 520 kilómetros y que, para ir y volver, los correos tardarían diez días. Además, la consideración del problema [en Edo] consumiría por lo menos otro día [haciendo que el regreso se demorara] once días. Cuando se recibiera por fin respuesta, harían falta por lo menos diez días más para que ésta recorriera los 1400 kilómetros [de vuelta] por mar, y si los alisios favorables no fueran como son ahora su llegada se demoraría catorce o quince días[21].
Cuando llegó el momento, y gracias a esta notable red de comunicaciones, dos generales y miles de tropas escogidas enviadas desde Edo llegaron a Shimabara alrededor del 17 de febrero, es decir, menos de seis semanas después de que el sogún recibiera la «carta de advertencia» y menos de dos meses después del estallido de la revuelta. Ningún gobierno europeo tenía capacidad para reaccionar con tanta rapidez ante una emergencia surgida en la periferia del Estado.
En cuanto acabó con los demás baluartes de sus adversarios entre 1614 y 1615, Tokugawa Ieyasu dictó una plétora de normas que debían obedecer los daimios y sus seguidores, la corte imperial e incluso el propio emperador (que, aunque carecía de poder real, seguía teniendo un inmenso prestigio). Las nuevas disposiciones iban de lo nimio (las micciones de los nobles de la corte sólo debían hacerse en orinales) a lo drástico: lo más importante era que, a partir de ese momento, cada daimio únicamente podría conservar un castillo y debería destruir todos los demás. Ieyasu murió al año siguiente, pero su hijo Hidetada (que gobernó hasta 1623) y su nieto Iemitsu (1623-1651) heredaron su título de sogún, consolidando y expandiendo aún más el poder de la administración central[22].
Los sogunes enviaban periódicamente misiones de inspección para evaluar la disposición defensiva, el código legal, los medios económicos y la motivación general de cada feudo. Un informe desfavorable podía llevar consigo la confiscación. Si se consideraba que había incompetencia (al provocar, por ejemplo, rebeliones campesinas con políticas opresivas o permitir actos de venganza entre los vasallos) también podía producirse la pérdida del feudo. Así, después de que las tropas de los respectivos daimios reprimieran brutalmente la rebelión de sus vasallos en Shimabara y Amakusa, el sogún Iemitsu depuso a ambos, que con sus insensatas exigencias habían ocasionado la revuelta, y obligó a uno a suicidarse y al otro lo encarceló. A continuación anexionó Shimabara al dominio Tokugawa y emitió un edicto ordenando a todo el mundo que «retomara la pacífica existencia de tiempos anteriores», vedando «comportamientos alborotadores», ilegalizando el cristianismo y prohibiendo que se «diera refugio o ayuda» a labradores o samuráis fugitivos. Sin embargo, el mismo edicto abordaba también las quejas de los vasallos: prohibía «la compra y venta de personas», anulaba todas las deudas tributarias y los servicios en forma de trabajo pendientes, y ofrecía las granjas de los rebeldes condenados a cualquiera que quisiera tomarlas[23]. En total, entre 1615 y 1651 los Tokugawa confiscaron los feudos de 95 daimios, que de ese modo perdieron su medio de vida, al igual que sus mesnaderos, que se quedaron sin soldada, convirtiéndose en ro-nin (samuráis sin señor). Más o menos en el mismo período, los sogunes pasaron otros 250 feudos de un daimio a otro. Según Harold Bolitho: «Nunca en la historia de Japón se había atacado con tal violencia la autonomía local[24]».
Iemitsu también utilizó otros medios para ampliar su control sobre los daimios. Les prohibió que construyeran grandes buques, que cobraran peajes o saldaran por sí solos sus disputas; les exigió que mantuvieran las carreteras, puentes y postas de sus dominios; les ordenó que erradicaran el cristianismo y que en todas las cuestiones legales sus decisiones se basaran «en las leyes de Edo». Lo crucial fue que convirtió sus visitas a la capital en un sistema de «asistencia alterna» cuidadosamente organizado (en la expresión sankin ko-tai, la primera palabra significa «dar cuenta en audiencia», la segunda, «rotar»[25]). A partir de ese momento, todos los daimios tenían que residir en la capital doce de cada veinticuatro meses y dejar permanentemente allí (en realidad como rehenes) a su principal consorte y a su heredero. Iemitsu decidió en qué meses del año tenía que «dar cuenta en audiencia» cada grupo de daimios, tanto para evitar que organizaran posibles conjuras como para impedir que zonas sensibles se vieran al mismo tiempo sin todos sus líderes locales. Además, en todos los controles situados en las carreteras de entrada y salida de Edo, sus guardias vigilaban la posible introducción de armas, a las mujeres que salieran (ya que un señor que sacara de la capital a su esposa podía estar tramando una traición) y a «cualquier otro sospechoso» que no pudiera presentar un salvoconducto para poder viajar. En 1636, cuando un destacado daimio llegó tarde al sankin ko-tai previsto, Iemitsu lo condenó a tres años de arresto domiciliario.
El deseo de evitar humillaciones y castigos a manos del sogún llevó a los daimios a competir entre sí por construir y mantener más (y más lujosas) mansiones en Edo para ellos, sus familias y sus mesnaderos. Además, como la asistencia alterna era, en teoría, un servicio militar, cada daimio debía viajar a Edo totalmente armado, con un séquito de samuráis acorde a su rango (en el caso de los señores menores, puede que prácticamente todos sus mesnaderos tuvieran que acompañarlo, en tanto que los más importantes llegaban a viajar con séquitos de varios miles de personas) y los diversos gastos que conllevaba «dar cuenta en audiencia» absorbían la mitad de los ingresos de algunos dominios. Llegado el año 1700, la capital tenía más de seiscientos recintos propiedad de los daimios, en los que vivían un mínimo de 250 000 personas[26].
Iemitsu también dictó códigos para homogeneizar el comportamiento de otros grupos de súbditos. En 1643 promulgó unas Normas para los Viajeros en las tierras de los Tokugawa, que fijaban con impertinente minuciosidad qué conductas se consideraban adecuadas, sobre todo en relación con la indumentaria y los ornamentos permitidos a cada grupo social. En este sentido, sólo los jefes de las aldeas podían llevar seda, tener portones en sus recintos o rematar los techos interiores de sus casas; a ningún campesino se le permitía utilizar tintes rojos o púrpuras para fabricar tejidos, y así sucesivamente. «Había que regular la moda por decreto porque tenía que ser expresión del rango», según la acertada descripción del historiador del arte Robert Singer. «El consumo, sobre todo el público, no debía demostrar la riqueza personal, sino el puesto subalterno o superior en el sistema político, así como la aceptación de éste[27]». Del mismo modo, como los principales centros comerciales e industriales seguían bajo el control directo del sogún, Iemitsu emitió edictos para regular la producción y la distribución, así como el consumo de productos, y para instar a los obreros, artesanos, artistas y arquitectos de la ciudad a incrementar su productividad trabajando con más ahínco. Este exhaustivo cuerpo de leyes fue la base de la revolución industriosa.
Iemitsu también tomó medidas drásticas para limitar el comercio de ultramar japonés. Mientras que sus antecesores habían animado a los mercaderes nipones a construir grandes buques que comerciaran con numerosos puertos del Sureste Asiático, fomentando la instalación de colonias comerciales en Camboya, Taiwán e Indonesia, en la década de 1630 Iemitsu prohibió totalmente a cualquier japonés que participara en actividades comerciales en el exterior o que residiera fuera del país. Las únicas excepciones fueron un enclave cercano a Pusan, en Corea, y otro en Okinawa, en las islas Ryukyu, donde los mercaderes japoneses comerciaban con el Asia continental. Durante cierto tiempo, Iemitsu toleró la presencia de mercaderes portugueses, aunque en 1636 los confinó en Dejima, una isla artificial de la bahía de Nagasaki que, unida a tierra firme por un único puente, dependía absolutamente de las autoridades niponas, incluso para conseguir agua potable[28]. Tres años después, como el sogún culpó a los misioneros lusos de los tintes católicos que tenía la rebelión de Shimabara, expulsó de Japón a todos los portugueses y en 1640, cuando una embajada de más de cincuenta miembros regresó al país para rogar que se restableciera el libre comercio, el sogún los mató a todos y colocó un cartel en el lugar advirtiendo:
Una pena similar sufrirán todos aquellos que a partir de ahora arriben a estas costas desde Portugal, ya sean embajadores o marineros, ya lo hagan por error o conducidos a estas tierras por una tormenta. Es más, si aquí llegara a venir el rey de Portugal, o [Buda], o incluso el Dios de los cristianos, la misma pena caería sobre todos ellos.
Parece que Iemitsu esperaba que los portugueses trataran de vengarse, así que ordenó a los daimios con feudos cercanos a Nagasaki que, en lugar de visitar Edo, permanecieran en sus territorios con todos sus mesnaderos, aunque no tenía de qué preocuparse. Entretenidos en rebelarse contra Felipe IV (véase capítulo 9), los portugueses no se atrevieron a levantar la mano contra el sogún. En 1641, Iemitsu trasladó a todos los mercaderes holandeses a la vacía isla de Dejima, y durante gran parte de los dos años siguientes éstos fueron los únicos europeos a los que se permitió visitar y comerciar legalmente con el archipiélago[29].
El salvajismo con el que se recibió a los portugueses formaba parte de una campaña concertada de control de las creencias religiosas de los súbditos de Iemitsu. En 1638 el sogún exigió a todo aquel que viviera en los dominios de Tokugawa que demostrara ante la autoridad local su pertenencia a un templo budista. En 1665 su sucesor extendió el mismo requisito a las tierras de los daimios y a partir de 1671 la prueba tuvo que presentarse anualmente. Los alcaldes obligaban a cualquier sospechoso de desviación a pisotear imágenes de la Virgen para «demostrar» su indiferencia hacia el cristianismo; los que se negaban y cualquier misionero que fuera capturado eran torturados y ejecutados[30]. Los defensores de la nueva dinastía Tokugawa trataron de «sacralizarla», propagando el culto a su fundador Ieyasu, al que consideraban shinkun o «gobernante divino», y promoviendo la construcción de santuarios en su honor. En 1624 ya existían más de cuarenta «santuarios Tōshōgūi» (la mayoría erigidos por Hidetada, hijo de Ieyasu) y después vendrían muchos más (algunos levantados por Iemitsu y el resto por nobles deseosos de complacerlo). El más importante todavía se alza en Nikkō, localidad situada a 130 kilómetros al norte de Edo, donde entre 1634-1636 Iemitsu construyó un asombroso complejo arquitectónico de más de 2,5 kilómetros cuadrados de extensión, lleno de pinturas (más de quinientas) y esculturas (más de 5000[31]). El sogún también patrocinó la publicación de tratados que, conjugando textos procedentes de fuentes budistas, confucianas y sintoístas, pretendían explicar cómo había adquirido la dinastía el llamado mandato del cielo y cómo el código guerrero japonés (el bushido) constituía el instrumento ideal para conservarlo. En su mayoría, los autores de esos panfletos eran o guerreros, o hijos de guerreros, y hacían hincapié en que la virtud suprema de los súbditos era la obediencia absoluta a la autoridad, ensalzando el respeto a las normas militares tanto en la paz como en la guerra y comparando la labor principal de los líderes civiles con la de los generales: dirigir y coordinar el movimiento de grandes masas humanas. Según decía en un tratado de 1652 Suzuki Shōsan, un samurái que se hizo monje: «Recibir la vida en calidad de campesino es ser un empleado al que el cielo ha encomendado alimentar al mundo». Suzuki también señalaba, al igual que Thomas Hobbes en Inglaterra (véase capítulo 12), que los súbditos debían obediencia a cualquier gobernante que les proporcionara paz y justicia[32].
Cómo se hizo frente a la hambruna de Kan’ei
De este modo, en comparación con otros Estados, el Japón Tokugawa contaba con varias ventajas estructurales a la hora de enfrentarse a la Pequeña Edad de Hielo. En el ámbito local, el sistema basado en oyakata y kokata constituía una red de protección para muchos de los japoneses más vulnerables, mientras que el sistema del kokudaka creó graneros que podían abrirse en caso de hambruna. El hecho de que se hubiera separado a los daimios y los samuráis de sus tierras ancestrales, además de la llamada «caza de la espada», dificultaron la labor de organización de la resistencia, en tanto que la riada de edictos reguladores del comportamiento acostumbró al gobierno central a tomar la iniciativa en cuestiones sociales y económicas, predisponiendo al mismo tiempo a sus súbditos a obedecer. No obstante, la adversidad climática sometió a Japón a graves presiones. Durante el terrible invierno de 1641-1642 (según las memorias de Enomoto Yazaemon) «llenaban las calles los cadáveres de los que habían muerto de hambre»; Edo «estaba llena de mendigos sólo cubiertos de paja» y, «entre 50 000 y 100 000 personas habían muerto de hambre en Japón». En 1642, una aldea de montaña informó al sogún de que la hambruna había acabado con la vida de un tercio de su población: 147 cabezas de familia habían muerto de inanición, 92 se habían visto obligadas a vender todas sus tierras y 38 habían huido[33].
Para enfrentarse a la hambruna de Kan’ei y discutir qué medidas había que tomar, Iemitsu convocó cerca de la capital una serie de reuniones de emergencia con funcionarios regionales. En el nivel más básico, instauró comedores sociales y albergues para los hambrientos, ordenando a todos los daimios y alcaldes que hicieran lo mismo. También autorizó a las autoridades locales a repartir arroz del que se guardaba en los graneros públicos, tanto entre los hambrientos como entre los labradores que carecieran de cereales, y ordenó a los daimios residentes en Edo a causa del sankin ko-tai que regresaran a su dominio y organizaran la ayuda a los damnificados por la hambruna. Lo más sorprendente de todo fue que les prohibiera imponer servicios laborales a sus campesinos sin permiso del gobierno y que redujera drásticamente las demandas fiscales del Estado. Según los registros de una aldea que han llegado hasta nosotros, en 1636 ésta pagó al gobierno central el 23 por ciento de su producción total, pero el 21 por ciento en 1640, el 11 por ciento en 1641 y sólo el 6 por ciento en 1642[34].
A pesar de todas estas prudentes medidas, los precios de los víveres no dejaron de aumentar y, por lo tanto, Iemitsu ordenó a los labradores que sólo cultivaran productos básicos (por ejemplo, no se podía sembrar tabaco ni otras especies rentables mientras durara la hambruna) y prohibió el uso de arroz para elaborar sake. Sus funcionarios pusieron carteles por todo el país instando a los granjeros a ser frugales, a ocuparse de los campos y a llevar sus cultivos a los mercados. En julio de 1642, cuando supo que se acusaba a ciertos encargados de graneros y a vendedores de arroz de guardar reservas de ese cereal con la esperanza de conseguir un precio mejor, Iemitsu ejecutó a ocho de ellos, exigió a otros cuatro que se suicidaran y exilió a muchos más después de confiscar sus propiedades. El acaparamiento cesó. El sogún también dictó otras muchas leyes económicas: el conjunto de los campesinos de cada aldea sería responsable de pagar su cuota impositiva, de manera que los más acomodados debían ayudar a los demás; autorizó la confiscación y utilización por el común de cualquier pequeña tierra que hubiera sido abandonada; había que mantener carreteras y puentes para acelerar el transporte de víveres a las zonas afectadas por la hambruna; «en razón de las malas cosechas, la gente sufre una extrema pobreza, de manera que los daimios deben cuidarse de adoptar medidas que empeoren aún más su situación». Cuando el señor de Aizu, pese a todo, provocó un levantamiento campesino, Iemitsu confiscó inmediatamente su feudo[35]. Entre las múltiples medidas que Iemitsu tomó para responder a la hambruna también figuraron leyes que limitaban la capacidad de los vasallos para organizar protestas colectivas frente a señores que cometieran abusos, convirtiendo cualquier petición a las más altas autoridades en un delito castigado con la pena capital. A partir de ese momento, los vasallos descontentos de un daimio tiránico sólo podían recurrir a una «válvula de escape»: la emigración colectiva a un dominio vecino, procedimiento conocido como cho-san ikki, «huida organizada[36]».
Parece que la decidida cascada de medidas de Iemitsu «funcionó». Aunque Japón, al igual que otras zonas del hemisferio norte, siguió sufriendo ciclos periódicos de adversidad climática, después de la década de 1640 los registros que nos han llegado ya no hablan de gente muriendo en las calles. Además, el número de revueltas de vasallos contra su daimio pasó de diecisiete entre 1631 y 1640 a nueve entre 1641 y 1650; en tanto que entre 1640 y 1680 se registraron apenas cincuenta cho-san ikki. Sin embargo, el sogún no se durmió en los laureles. Para impedir que se repitiera cualquier desorden o crisis de subsistencia, acometió la realización de más catastros y lanzó otra riada de edictos entre 1648-1649, conocidos posteriormente como Leyes de Kei’an. Algunos decretos pretendían reducir un llamativo consumo. En consecuencia, los habitantes de las ciudades no debían construir casas de tres pisos, utilizar oro en sus hogares (ni para la estructura ni en sus productos), viajar en palanquín o llevar capas de lana, y sus sirvientes no debían llevar seda. Estaba regulada hasta la tela que se utilizaba para confeccionar la ropa interior masculina (¡nada de seda!)[37]. Por su parte, los daimios no debían encargar tallas de madera elaboradas, adornos metálicos, molduras laqueadas o celosías para sus viviendas; sólo podían servir comidas modestas acompañadas de una pequeña cantidad (prescrita) de sake. En suma, el sogún ordenaba: «No gustéis de artículos que no necesitéis, es decir, los ajenos al equipo militar. No os entreguéis al dispendio personal. En todo, sed frugales». Iemitsu no dejaba lugar a dudas sobre la lógica subyacente: en una época de crisis generalizada, lo que proclamaba era la imperiosa necesidad de conservar los recursos. «A menos que seáis en general frugales, no podréis gobernar el país. Si los superiores se entregan crecientemente al lujo, los impuestos sobre la tierra y las prestaciones personales de sus subalternos se incrementarán y ellos sufrirán penurias[38]». Iemitsu también promovió obras públicas que incrementaran la producción de víveres (sobre todo canales, recuperación de tierras y labores de riego: la cantidad anual de obras de construcción se duplicó después de la década de 1640) y estableció un sistema de préstamos de emergencia inmediatamente disponibles para los daimios después de un desastre natural (independientemente de que fuera un incendio, una inundación, un terremoto o una erupción volcánica), que podían devolverse en cómodos plazos[39].
Las Leyes de Kei’an de 1648-1649 también se ocuparon de dictar comportamientos cotidianos. El sogún ordenaba a los aldeanos que madrugaran para cortar la hierba y arrancar hierbajos, que atendieran los campos todos los días y que, al oscurecer, se dedicaran a trenzar cuerdas y sacos. Sólo debían comer cebada y mijo, salvo en unas pocas fiestas muy determinadas, y dedicar el arroz que produjeran a pagar sus impuestos; no debían beber ni sake ni té; debían plantar árboles en torno a su casa para abastecerse de leña, y en sus letrinas debía haber mucho espacio para almacenar residuos de procedencia humana que sirvieran para abonar los campos. Otras cláusulas se ocupaban de la atención al ganado, la piedad filial, la asistencia sanitaria y la necesidad de que todos los hombres se casaran y procrearan (las leyes, que consideraban «malos aldeanos» a los solteros, autorizaban a los granjeros a divorciarse de sus mujeres si las consideraban perezosas). Otras reproducían leyes anteriores que limitaban los gastos de los campesinos: los granjeros no podían lucir seda (aunque produjeran y tejieran su hilo) ni llevar ropa con estampados; sólo los señores podían llevar capas de algodón impermeable y utilizar paraguas (los demás debían usar capas y sombreros de paja); y la prohibición de consumir tabaco, té y sake se tornó permanente[40].
Estas vigorosas reacciones demuestran lo que un gobernante de la Edad Moderna podía intentar y conseguir ante una gran catástrofe. Además, el ejemplo del sogún llegó hasta los propios feudos de los daimios. Así, después de la rebelión campesina registrada en Aizu en 1642, Iemitsu traspasó el feudo a su hermanastro Hoshina Masayuki, que inmediatamente reprodujo las prácticas del sogún. En primer lugar, puso en marcha un nuevo estudio sobre la capacidad de producción de arroz de cada aldea, eliminando tierras baldías a causa de las riadas y los corrimientos de tierras. En segundo lugar, rebajó los impuestos de las aldeas cuando perdían las cosechas y redujo el conjunto de la carga impositiva «para ayudar a los que más necesidad tienen y para evitar que los labradores que de no ser así pudieran arruinarse se vieran obligados a caer en contratos de servidumbre». En tercer lugar, Hoshina creó organismos de financiación que prestaban dinero (a veces sin interés) a los aldeanos en apuros o a forasteros deseosos de asentarse en el feudo. Finalmente, fomentó planes de recuperación de tierras que incrementaron notablemente las zonas cultivadas. Gracias a esas medidas, entre 1643 y 1700 la población de Aizu, un feudo con alrededor de doscientas aldeas, se incrementó en un 24 por ciento, y aunque la recaudación fiscal aumentó en un 12 por ciento, la carga impositiva per cápita se redujo en torno a un 11 por ciento[41].
Otros señores japoneses siguieron el ejemplo de Iemitsu cuando sus haciendas se vieron en crisis. Así, en agosto de 1654 Ikeda Mitsumasa, señor de la provincia de Bizen (Honshu central), confesó en su diario que «la sequía y la inundación de este año son los más grandes desastres que han ocurrido en mi tiempo como daimio», por lo que decidió: «Debemos aprovecharnos de la sabiduría de todo el dominio. Por lo tanto, se colocará un buzón de sugerencias. Todos, desde los ancianos hasta los hombres de más baja condición, deberán escribir recomendaciones anónimas e introducirlas en el buzón». Ikeda también ordenó a sus arrendatarios que recogieran pronto el arroz local y compró provisiones extras en Osaka; pospuso el pago de impuestos y «perdonó» los atrasos, y escuchó ruegos de los pobres, eximiendo de pagar a los que consideró incapaces de hacerlo[42]. Aunque la pervivencia de su diario podría hacernos pensar que Ikeda era especialmente solícito, desde luego no era el único que aspiraba a conservar y proteger a sus vasallos: otros daimios emularon las prácticas del clan Tokugawa «aunque no se les exigiera, en sentido estricto, que así lo hicieran» y siempre pusieron cuidado en articular políticas que cayeran «dentro de las amplias líneas establecidas» por el gobierno central. En este sentido, el señor de Okayama (Honshu central) recordaba a sus trabajadores en 1657 que el sogún…
… no desea más que evitar que en todo el país haya una sola persona que muera de hambre o tenga frío y [fomentar] que todo el país prospere. Sin embargo, como esto no puede conseguirlo solo, ha confiado provincias enteras a [grandes vasallos como yo] […]. Del mismo modo, yo tampoco puedo abarcar todos los asuntos del dominio solo, por lo que he confiado [partes] a todos vosotros en feudo, ordenándoos que las gobernéis de acuerdo a mis intenciones primigenias. Y, sin embargo, vosotros actuáis como si [estos feudos] fueran de vuestra exclusiva propiedad, haciendo que las cosas hayan llegado a tal punto que explotáis a las clases bajas y ni siquiera os dais cuenta de que hay quienes mueren de hambre […]. Si gobernamos con descuido y lo hacemos de manera que haya personas que mueran de hambre y pasen frío, o de modo que haya zonas despobladas en la provincia, no evitaremos que Su Majestad confisque el dominio[43].
Sería difícil encontrar un mejor resumen de las políticas internas de la dinastía Tokugawa durante la Pequeña Edad de Hielo.
Por último, una política exterior aversa al riesgo constituyó un elemento fundamental de las iniciativas de Iemitsu para librar a Japón de la crisis. No sólo limitó drásticamente todo contacto con extranjeros, confinando en islas cercanas a Nagasaki primero a los portugueses, después a los holandeses y finalmente también a los chinos, sino que igualmente impidió la entrada en el país de cualquier embajada, con la ocasional excepción de alguna procedente de Corea o de las islas Ryukyu. Más importante todavía fue que el sogún pusiera todo su empeño en evitar cualquier intervención en el extranjero. Hay que reconocer que cuando los manchúes invadieron Corea entre 1627-1628 y de nuevo en 1637, Iemitsu se ofreció a enviar tropas que repelieran a los invasores (naturalmente, los coreanos rechazaron la oferta, recordando las devastadoras invasiones japonesas de la década de 1590). Después, en 1646, las autoridades del sogunato en Nagasaki rechazaron la entrada de juncos chinos cuyos tripulantes llevaran «la cabeza afeitada como los tártaros» —es decir, que hubieran seguido las órdenes de la dinastía Qing y se hubieran afeitado la frente— ordenándoles que «no regresaran hasta que tuvieran aspecto de chinos[44]». Más provocador resultó aún que Iemitsu ofreciera asilo a algunos fieles a la dinastía Ming. Pero no fue más allá: en 1646 y de nuevo en 1650 el sogún rechazó las solicitudes de asistencia militar de los leales a los Ming, enfrentados a los «usurpadores» Qing (véase capítulo 5). Del mismo modo, en 1637 y 1643 rechazó la invitación que le hicieron los holandeses de lanzar un ataque conjunto contra Manila, posesión española, aunque en esta ocasión consiguiera que un renegado español le dibujara un plano de la isla, cuya exactitud evaluó junto con un mercader holandés de visita en Edo. También interrogó personalmente, antes de liberarlos, a algunos cautivos holandeses para saber cómo habían ocupado un fuerte español en Taiwán y cómo combatían en el mar[45].
Es imposible no recalcar la importancia de la no implicación en problemas internacionales. Mientras que Europa sólo conoció cuatro años de paz durante el siglo XVII, y China ninguno, el Japón Tokugawa únicamente tuvo cuatro años de guerra (ninguno después de 1638). Al evitar la guerra, el sumidero por el que se escapaba gran parte de los ingresos de los demás Estados modernos, los sogunes lograron mantener los impuestos relativamente bajos, sin dejar por ello de acumular recursos con los que responder eficazmente a los desastres naturales.
El punto de inflexión
En 1651, Iemitsu murió después de una larga enfermedad, dejando como heredero a un hijo de diez años al que habría de guiar un consejo de regencia, pero, como sus integrantes habían sido amantes del sogún, dos de los más importantes no tardaron en «seguir al señor a la muerte» suicidándose. Esta situación creó un vacío de poder para el que algunos de los oprimidos por el clan Tokugawa llevaban mucho tiempo preparándose[46].
El hecho de que Iemitsu lograra evitar la guerra, tanto interna como externa, había privado a los samuráis de su razón de ser, y muchos de ellos enseñaban o estudiaban en escuelas y academias. En palabras de Mary Elizabeth Berry: «Para los soldados, privados en tiempo de paz de cualquier actividad de combate y claramente infrautilizados por las burocracias del sogún y los daimios, el aprendizaje servía tanto para acceder a privilegios como para encontrar trabajo: como médicos, asesores políticos, tutores, profesores y escritores[47]». Sin embargo, no todos los samuráis lograron adaptarse a su condición de soldados «en tiempo de paz». Lo crucial era que, cada vez que el sogún confiscaba un feudo, creaba decenas de miles de ro-nin, «samuráis sin señor», siempre resentidos con el régimen, y la capacidad que mostraron únicamente doscientos ro-nin de convertir la rebelión de Shimabara en un gran desafío para ese orden puso claramente de manifiesto su potencial perturbador. Al irse conociendo la prolongada y fatal enfermedad de Iemitsu, varios grupos de contrariados samuráis tuvieron tiempo de concebir planes para tomar el poder en cuanto muriera el sogún.
Yui Shōsetsu, docente en una academia militar de la capital, dirigía uno de los grupos de samuráis conspiradores que pretendían ocupar y volar el arsenal de Edo (a cuyo subcomandante habían sobornado), prender fuego a veinte lugares del entorno de la capital, ocupar el gran castillo erigido por Iemitsu para alojar su cuartel general y durante el caos posterior matar a todos los demás regentes. Puede que hubieran triunfado de no ser porque, en el momento de morir Iemitsu, uno de los principales conspiradores estaba enfermo y Yui decidió esperar a que se recuperara. En el intervalo, otro líder sufrió una fiebre y en su delirio reveló detalles de la conspiración. En consecuencia, el gobierno logró cortarla de raíz, crucificando o decapitando a más de treinta rebeldes. El poder de Tokugawa se mantendría incólume durante los dos siglos posteriores[48].
Sin embargo, aparte de la contingencia y de unas pocas ejecuciones, muchas otras razones explicaban el éxito que tuvo el Japón Tokugawa a la hora de remontar la crisis de 1651. En otros lugares, la sucesión de un infante (por ejemplo, en la Francia posterior a la muerte de Enrique IV o Luis XIII, o en la República holandesa tras el fallecimiento de Guillermo II), al igual que la muerte o la incapacidad de un gobernante anciano (como fue el caso de Cristian IV de Dinamarca o del mogol Sah Jahan), solía ocasionar guerras civiles y, en cuanto se tuvo noticia en Nagasaki de la muerte de Iemitsu y de sus principales ministros, los intérpretes japoneses de la embajada holandesa pronosticaron el desastre. El sistema de asistencia alterna llenaba Edo de daimios, algunos de ellos opuestos a los Tokugawa durante las anteriores guerras civiles, acompañados de miles de leales samuráis; y los intérpretes señalaban «las alteraciones y sentimientos que este gran cambio había suscitado en la comunidad. Como el príncipe [el hijo de Iemitsu] es aún menor y el gobierno de este Imperio será entregado a los consejeros, temen que las rencillas entre los nobles y sus ansias de poder desaten el desorden y las revueltas[49]». Entonces, ¿por qué no estalló la violencia?
Por la parte negativa, debemos señalar que las arbitrarias políticas de los tres primeros sogunes Tokugawa habían destruido o debilitado tan eficazmente a sus oponentes que llegado el año 1651 no había ningún foco de lealtad alternativo viable. El emperador, los principales templos y gran parte de los daimios estaban enormemente endeudados (con frecuencia por culpa de las «donaciones» que exigían los sogunes para sus proyectos de construcción y por el mantenimiento que precisaban las lujosas mansiones de Edo que exigía el sistema de asistencia alterna). En consecuencia, carecían de recursos para explotar el vacío de poder temporal ocasionado por la muerte de Iemitsu. Además, la política de «un castillo por feudo» situaba a los daimios en situación de gran desventaja si querían desafiar al gobierno central, que contaba con docenas de ellos, estratégicamente situados por todo el país (entre ellos figuraba el gran castillo de Edo que, según un enviado holandés, «puede compararse con una de las principales ciudades amuralladas de Europa», y que contenía armas suficientes para equipar a 100 000 soldados[50]).
Además, la eficacia militar de los guerreros japoneses de 1651 ya no era la de antes. Por una parte, muchos de los samuráis que defendían a su señor en Edo no tenían más que un leve vínculo con su feudo: en realidad, algunos de ellos, nacidos en la capital, no conocían siquiera a los colegas de su territorio de origen. Por otra, vivieran o no en Edo, ninguno estaba «listo para el combate». El sitio de Shimabara de 1637-1638 era la única operación militar que la mayoría podía recordar y, en cualquier caso, en ella sólo habían entrado en acción samuráis de algunos feudos, mientras que el resto carecía totalmente de experiencia de combate. Además, como el régimen Tokugawa almacenaba enormes cantidades de armas en sus arsenales y vigilaba muy de cerca su producción (reduciéndola), cualquier confrontación armada entre el clan y las fuerzas de los daimios podía terminar en un baño de sangre. Tokugawa Ieyasu había convertido la pacificación en su principal objetivo político y, llegado el año 1651, su nieto prácticamente la había logrado.
A esto hay que añadir que, a pesar de sus aspectos arbitrarios, el régimen Tokugawa había reportado beneficios patentes a casi todos los grupos sociales. Los daimios ganaban porque los sogunes protegían a los señores menores de sus vecinos más poderosos: durante 250 años, ningún daimio atacó las tierras de otro (algo que contrastaba enormemente con la situación en el siglo XVI) y quienes se sintieran agraviados siempre podían buscar reparación en Edo. Las ciudades prosperaron porque los samuráis y otros sirvientes que ahora abarrotaban las poblaciones amuralladas aumentaban la demanda de víveres y manufacturas. Los mercaderes valoraban la disponibilidad de atalayas, faros y medios para realizar rescates, que hicieron más seguro el comercio mercantil, en tanto que la mejora de carreteras y puentes facilitó el terrestre. Todos estos cambios incrementaron la demanda de bienes manufacturados: un manual publicado en 1637 clasificaba más de 1800 «productos notables» de venta en Japón[51].
Finalmente, el régimen Tokugawa también trajo paz y prosperidad a los campesinos. Desde el punto de vista político, los sogunes fomentaron mecanismos de desactivación de los «incidentes conflictivos»: permitieron la huida organizada y, aunque la rebelión conducía inexorablemente a la represión, normalmente los que protestaban solían alcanzar por lo menos alguno de sus objetivos (eso sí, con frecuencia a título póstumo[52]). Económicamente, las demandas fiscales del Estado se redujeron. Como señaló Hayami Akira, «en el Japón Tokugawa los impuestos se basaban en el establecimiento de un nivel de producción fijo, sobre el que se aplicaban los gravámenes»; es decir, los tributos de la mayoría de las comunidades se siguieron basando en los catastros realizados en tiempos de Hideyoshi, durante la década de 1590, lo cual dejaba fuera los rendimientos de las nuevas tierras de labor o de aquellas que hubieran mejorado. En consecuencia, si a una aldea con una producción registrada de mil koku de arroz en la década de 1590 se le aplicaba una tasa impositiva del 50 por ciento, tendría que pagar quinientos koku, aunque llegado el año 1651 en realidad produjera 2000, 3000 o más koku. Sería lo mismo que gravar hoy a los granjeros estadounidenses en función de los rendimientos de sus campos en (por ejemplo) 1945. Además, ni el sogún ni los daimios gravaban las rentas de las actividades no agrícolas de los labradores —entre otras, la producción de tejido de algodón, hilo de seda, papel o salsa de soja—, y el régimen Tokugawa no recaudaba impuestos sobre la renta o de sucesiones, ni tampoco gravaba regularmente el comercio[53].
Estas medidas no sólo favorecieron la revolución industriosa, sino que fomentaron el crecimiento económico. En tanto que las anteriores generaciones campesinas sólo habían trabajado para su sustento y el pago de impuestos, el incremento de la demanda en el mercado y la perspectiva de conservar sus beneficios animaron a los labradores a incrementar la producción. Como los reducidos tributos estatales también beneficiaban a los terratenientes, éstos fomentaron asimismo la revolución industriosa: algunos importaron nuevas variedades de arroz y mejoraron las existentes, permitiendo que los granjeros seleccionaran las semillas más apropiadas para las condiciones locales, en tanto que otros distribuyeron entre sus labradores herramientas de cultivo con punta de hierro, fomentando las mejoras tecnológicas en la ingeniería civil (sobre todo, el riego y el suministro de agua). Finalmente, los campesinos salieron ganando con la exigencia de que los samuráis abandonaran sus aldeas para instalarse junto al castillo del señor, porque, mientras que los samuráis locales podían determinar los bienes y las rentas de cada campesino mediante la inspección personal, a los peritos enviados por un señor absentista se les podía engañar más fácilmente[54].
A pesar de todas estas ventajas, el régimen Tokugawa podría haberse derrumbado en 1651 si los regentes no hubieran lidiado con los principales agravios que habían motivado a los conspiradores. A partir de ese momento, redujeron drásticamente las demandas de «donaciones» de los daimios a los proyectos constructivos del clan Tokugawa. Por ejemplo, aunque después del incendio desatado en Meireki en 1657 varios regentes quisieron reconstruir la orgullosa torre de Iemitsu en el castillo de Edo, Hoshina Masayuki (hermanastro del difunto sogún y ahora regente principal) «señaló que la Paz Tokugawa era tan estable que el castillo del sogún ya no necesitaba torre». Por el contrario, Masayuki dedicó todos los recursos disponibles a reconstruir Edo. Pocos meses después, una delegación holandesa enviada a la ciudad mencionaba asombrada el paso de «cincuenta caballos del sogún, cada uno de ellos cargado con tres arcones o 3000 taeles de plata» y más asombro sintieron sus integrantes cuando su casero les informó de que el tesoro procedía de las reservas que el clan Tokugawa tenía en el castillo de Osaka, y que «desde ahora hasta el final del año, es decir, otros diez meses y medio, lo mismo se hará cada día […]. El dinero lo distribuirá el sogún para reconstruir las casas de Edo[55]». Además, después de 1651, los sogunes apenas se inmiscuyeron en cómo dirigían los daimios sus dominios, permitiéndoles acuñar su propia moneda metálica (y, posteriormente, también papel moneda), así como sus propios códigos legales; en tanto que los daimios respetaron el derecho exclusivo del sogún a mediar en sus disputas, a determinar todas las cuestiones de interés nacional (como la religión, la defensa y el comercio exterior) y a regular las muestras públicas de poder. Aceptaron la obligación de la asistencia alterna en Edo, de llegar y partir de la ciudad a tiempo y de mantener mansiones lujosas en una capital en la que muchos de ellos habían nacido y se habían criado.
El único problema importante que los Tokugawa no resolvieron después de 1651 fue el desempleo entre los samuráis. Aunque hicieron lo que pudieron. Por una parte, prácticamente dejaron de confiscar feudos, eliminando así la causa principal de resentimiento entre los samuráis sin señor, que había puesto en peligro al régimen. Por otra, proporcionaron cargos asalariados a todos los samuráis que pudieron: por ejemplo, a 1200 les dieron trabajo en una brigada de bomberos escogida, creada después del incendio de Meireki, y a otros les pagaron para que dedicaran su pluma a crear una ideología basada en la obediencia incondicional. Herman Ooms ha señalado la extraordinaria capacidad de permanencia de los textos escritos por Suzuki Shōsan y otros samuráis. En la década de 1930, «cuando se necesitó una definición todavía más cortante de la nacionalidad, susceptible de movilizar en grado sumo a los japoneses», el Estado recurrió a los escritos absolutistas de los apologistas del régimen Tokugawa del siglo XVII, creadores de la única ideología que «Japón ha tenido en la historia. Los valores sociales y políticos del Japón actual mantienen la estructura que se les dio en el siglo XVII[56]».
El Japón impreso
Los Tokugawa sabían tanto lo que les gustaba como lo que no. En la década de 1630, Iemitsu dictó una orden prohibiendo 32 libros en chino (la mayoría traducciones de obras europeas) y también creó una oficina de censores en la Academia Confuciana de Nagasaki para analizar y dar cuenta de todos los libros extranjeros que llegaran a la ciudad, principal nexo comercial entre Japón y el mundo exterior. Partiendo de los informes de los censores, las autoridades de la ciudad quemaban y prohibían cualquier libro condenado, borrando o retirando de los demás cualquier página que contuviera referencias al cristianismo. Además, el sogún ordenó a los libreros de todo el país que presentaran, para su examen, cualquier obra japonesa que hiciera alusión a religiones extranjeras, y los datos que nos han llegado sugieren que así lo hicieron: se destruyeron planchas de impresión y se castigó a editores (aunque circularon copias manuscritas de unas pocas obras prohibidas). Los que eran descubiertos con obras cristianas se enfrentaban a crueles castigos. Así, en 1643, tres años después de la masacre de la delegación portuguesa de Macao, los tripulantes de un navío en el que viajaban cuatro sacerdotes europeos y seis conversos japoneses desembarcaron en la isla de Kyushu, donde la población local los capturó inmediatamente y los entregó a las autoridades locales. Iemitsu ordenó que fueran conducidos a Edo y los encerró en la casa de uno de sus efebos, que visitó en once ocasiones para supervisar las torturas que lograron la apostasía de dos de ellos y la muerte del resto[57].
Menos vigilantes se mostraron los censores de Tokugawa en cuestiones no religiosas. En teoría, el gobierno prohibía la difusión no autorizada de obras sobre la propia dinastía, sus asesores y políticas, o sobre Hideyoshi y su familia; cualquier texto que criticara a la élite o que contuviera pornografía, cualquier obra sobre «sucesos extraños recientemente ocurridos» (entre ellos suicidios por amor, adulterios, venganzas y grandes incendios, así como noticias del extranjero) o, en palabras de un decreto emitido en Edo de 1673, «cualquier cosa que pudiera ofender a otros o que trate sobre asuntos nuevos y curiosos». Un decreto de 1686 no sólo prohibía la publicación de «materiales escandalosos como canciones y rumores insensatos sobre acontecimientos recientes», sino que también ordenaba la detención de «quienes los venden en las esquinas». Con todo, la práctica pocas veces respondió a la teoría. Gran parte de los edictos del sogún sobre obras impresas aludía a transgresiones individuales y solía ser más exhortativo que normativo. De vez en cuando, el gobierno ponía en arresto domiciliario al autor y editor de una obra condenada, pero incluso en esos casos lo normal era que siguiera habiendo disponibles materiales impresos y que abundaran las copias manuscritas. A partir de la década de 1680 (si no antes) hubo vendedores callejeros que, valiéndose de un subterfugio, vendían grandes pliegos de noticias sobre acontecimientos recientes no políticos: aunque su actividad iba contra la prohibición de mencionar sucesos recientes en las publicaciones, como iban enmascarados el gobierno los toleraba. Los autores también sorteaban la censura escribiendo relatos novelados: en este sentido, Chikamatsu Monzaemon, el dramaturgo más conocido de Japón, llegó incluso a publicar y representar una obra sobre el levantamiento de Shimabara de 1637-1638, situándolo en el siglo XII. En su control del pensamiento, la censura Tokugawa, salvo en lo tocante al cristianismo, no fue en modo alguno comparable a las de los Qing, los Romanov, el papado o a la de otros gobernantes europeos[58].
La dinastía Tokugawa comprendió en toda su extensión el poder de la imprenta y fomentó la publicación de obras por ella refrendadas. A partir de 1643, inmediatamente después de que el sistema sankin ko-tai se hiciera obligatorio, los impresores de Edo comenzaron a publicar registros de personal con el nombre, el rango, la edad, el emblema, la renta y la dirección de cada daimio; sus familias y sus mesnaderos y sirvientes, su calendario de asistencia ante el sogún; la distancia que había que recorrer desde cada feudo, los obsequios presentados, etc. A partir de 1659, otros registros impresos dejaron constancia de los principales cargos del régimen Tokugawa, tanto en la capital como en las provincias, además de sus deberes, dirección, estipendio, subalternos, tiempo en el cargo y puestos anteriores. Decenas de miles de ejemplares salían de las prensas cada año, siempre convenientemente actualizados (lámina 20[59]).
Aunque en sus inicios la cultura literaria de Tokugawa sirviera principalmente a los lectores samuráis de las ciudades, sobre todo de las sant (las «tres metrópolis»: Edo, Kioto y Osaka), la avalancha de leyes que aprobó el gobierno central, reproducidas por la mayoría de los daimios, y la insistencia en recibir cualquier petición e informe por escrito, suponían que todas y cada una de las 70 000 aldeas del archipiélago precisaban por lo menos de unos cuantos hombres alfabetizados que, con capacidad para leer y copiar los textos en un registro especial, debían después pasárselos a la siguiente población siguiendo un calendario fijo (el hombre fuerte de la última aldea de la lista certificaba que el original había culminado el itinerario exigido). Lo mismo podía decirse de los gremios comerciales y de los distritos urbanos: ambos necesitaban hombres que supieran leer y escribir[60].
Según el estudio de la cultura del Japón Tokugawa realizado por Eiko Ikegami, mientras que alrededor de 1600 «la mayoría de los japoneses que podía leer bien, incluyendo caracteres chinos, eran habitantes de ciudades de clase alta o granjeros no obligados a realizar labores manuales», la alfabetización no tardó en extenderse de forma espectacular. Una historia del momento ilustra magníficamente el efecto acumulativo. Un padre de familia que regenta un negocio de limpiado de arroz habla a sus hijos (como suelen hacer los padres de todas partes) de la suerte increíble que tienen:
Cuando vuestro padre era joven, los niños no tenían un tutor que los enseñara a escribir y leer a menos que la familia fuera realmente rica. En cualquier distrito urbano sólo había, como máximo, tres o cinco personas que pudieran escribir. Vuestro padre, por supuesto, no tenía un tutor. Ni siquiera puedo dibujar correctamente el carácter «i» [el primero del silabario japonés]. Sin embargo, de alguna manera logré aprender a leer a base de practicar. Hoy en día el mundo ha cambiado e incluso la hija de una familia humilde como la nuestra puede recibir lecciones de escritura y lectura[61].
Las afortunadas y alfabetizadas hijas de esos diligentes pero desfavorecidos padres podían elegir entre una amplia gama de lecturas. Antes de 1590, los impresores japoneses, la mayoría vinculados a monasterios budistas, no habían publicado más de quinientos títulos (casi todos textos religiosos budistas en chino), pero, a partir de ese momento, un número creciente de editores comerciales publicó libros: en 1615 había doce empresas, más de 120 en 1650 y casi ochocientas en 1700. Aunque muchas de ellas no sólo se dedicaban a la impresión, en conjunto su producción fue sorprendente. En 1625 ya habían aparecido otros quinientos títulos, duplicando así el número de libros publicados hasta ese momento en japonés, y en 1666 la primera Lista de libros japoneses y chinos en prensa incluía más de 2500 títulos. El ritmo continuó acelerándose y en la lista de 1670 había casi 4000 títulos, casi 6000 en la de 1685 y más de 7000 en la de 1692[62]. Esta rápida expansión redujo, pero no eliminó, la preponderancia de los textos religiosos, que incluso en 1693 suponían casi la mitad del total de títulos, aunque la otra mitad presentaba un sorprendente abanico intelectual. Los libros de poesía llamados haikai no renga («juguetón verso encadenado») proliferaron con rapidez: de 133 títulos en 1670 se pasó a 676 en 1692. Aunque en la actualidad se relacionen principalmente con Bashō Matsuo (1644-1694), éste fue sólo uno de los muchos maestros del género, que únicamente pudo realizar los famosos viajes en los que escribió sus versos porque, en todo Japón, otros entusiastas del haikai lo recibían y agasajaban. Estos profesionales también pagaban por participar en justas poéticas, que en algunos casos concedían cuantiosos premios monetarios. El año de la muerte de Bashō, un panfleto anunciaba en Kioto los resultados de un concurso reciente al que se habían apuntado más de 10 000 concursantes de quince provincias[63].
Aunque no cabe duda de que algunos participantes aprendieron a versificar de Bashō o de otro maestro, otros habrían consultado alguna de las numerosas obras impresas que enseñaban las reglas de tal arte. Al llegar la década de 1690, los lectores japoneses podían encontrar obras de consulta con descripciones de prácticamente cualquier dedicación estética o afición, como disponer flores, realizar la ceremonia del té, tocar el shamisen o escribir cartas. También podían consultar guías de viaje u obras ilustradas con diferentes dibujos para kimonos y otras prendas que lucían los actores de kabuki y las cortesanas de las grandes ciudades. En la Lista de libros japoneses y chinos en prensa de 1685 había 55 títulos que describían «artes amatorias» y 119 en la Lista… de 1692. A pesar de que los sogunes prohibieron la pornografía, algunas de esas obras contenían asombrosas xilografías (con frecuencia coloreadas a mano) representando relaciones sexuales, tanto heterosexuales como homosexuales, y mostrando de forma prominente los genitales de sus protagonistas[64].
El prolífico escritor (y antiguo samurái) Asai Ryōi popularizó éstos y otros placeres en un libro titulado Cuentos del mundo flotante, publicado en 1661. Escribía en nombre de aquellos que…
… sólo vivimos el momento, volviendo toda nuestra atención a los placeres de la luna, la nieve, los cerezos en flor y las hojas de los arces; entonando canciones, bebiendo vino, distrayéndonos, entregados únicamente a flotar, flotar; sin preocuparnos un ápice del empobrecimiento que nos mira fijamente a la cara, negándonos al desaliento, como una calabaza que se deja llevar por la corriente del río: esto es lo que llamamos mundo flotante[65].
La «flotación» tenía lugar principalmente en dos escenarios, ambos surgidos en el siglo XVII. El primero era el distrito teatral de cada gran ciudad, donde los actores (y hasta 1627 las actrices) representaban obras de teatro kabuki (literalmente, «no recto»), una manifestación artística que surgió de la combinación del drama noh clásico con las danzas sintoístas y la pantomima popular. El segundo era el «barrio del placer» (akusho: literalmente, «mal lugar»), permitido por los regidores de casi todas las ciudades importantes. Yoshiwara, el barrio del placer de Edo, era con mucho el más grande, en parte porque el sistema de sankin ko-tai llevó a la capital a gran número de hombres adultos. Llegada la década de 1680, varias guías turísticas de Edo proporcionaban una buena lista con los nombres, rangos y residencias de más de mil cortesanas (y, en algunos casos, su tarifa, descripción física y especialidades[66]).
Asai publicó sus Cuentos del mundo flotante sólo cuatro años después de que el incendio de Meireki destruyera tres cuartas partes de Edo, así que no exageró al decir que sus protagonistas «sólo viven el momento […] sin preocuparse un ápice del empobrecimiento que nos mira fijamente a la cara». Algunos de los supervivientes vivían realmente entre cenizas y ruinas. Cuando otro incendio puso en peligro la residencia de una delegación holandesa que visitó Edo en 1661, sus integrantes señalaron que «nuestro pobre casero, tres veces en cuatro años, es decir, en 1657, 1658 y 1660, había sufrido» y había perdido «su casa y muchos bienes». Poco después, sus sucesores señalaron que «es peligroso permanecer mucho tiempo en esta aterradora residencia del fuego», mientras que al llegar a la capital del sogún en 1668, otro grupo de mercaderes descubrió que otro incendio había consumido «cuatro calles más que el gran incendio [de Meireki]»[67].
¿Un acierto?
De este modo, el Japón Tokugawa no se diferenció de forma apreciable del resto del mundo por cómo sufrió la Pequeña Edad de Hielo y otros desastres naturales (como los incendios urbanos), ya que todos ellos devastaron regularmente el archipiélago. Otras son las principales diferencias. En primer lugar, mientras que otras regiones se vieron superpobladas, sobre todo gracias a la expansión de la agricultura a zonas incultas, Japón inició el siglo XVII infrapoblada, principalmente a causa de la Sengoku Jidai. En segundo lugar, los gobernantes de la dinastía Tokugawa eligieron políticas que, más que agravar los efectos de las adversidades climáticas, los mitigaron. En tercer lugar, la política exterior de los sogunes, aversa al riesgo, no sólo hizo que sus súbditos nunca sufrieran la devastación ocasionada por ejércitos entregados al saqueo, sino que ningún grupo social tuvo que pagar impuestos más elevados y pocos se vieron obligados a hacer préstamos que difícilmente podían esperar recuperar. Además, a partir de 1615 la Pax Tokugawa convirtió a la élite guerrera en un grupo de consumidores urbanos que, al recibir un estipendio, dependía de una economía comercial que proporcionaba mano de obra, bienes y servicios baratos. En consecuencia, les beneficiaba fomentar iniciativas (como los programas de recuperación de tierras y la mejora de las especies cultivadas) que mantuvieran o incrementaran la disponibilidad de esas tres cosas.
No obstante, el «acierto» del Japón Tokugawa no fue fruto de la aplicación coherente y racional de políticas económicas sensatas por parte de la élite gobernante, aunque la inversión en carreteras y puentes de Ieyasu y la reacción de Iemitsu ante la hambruna de Kan’ei fueran medidas notablemente hábiles. Por el contrario, muchos resultados beneficiosos del régimen Tokugawa surgieron de la inercia (el hecho de no gravar la mayoría de las actividades comerciales y productivas), de la complicidad (permitir que las aldeas falsearan a la baja los datos de productividad y de mejora del rendimiento de los cultivos) y de un marco intelectual atávico (que encarecía la frugalidad y otras virtudes tradicionales), porque, en una época de crisis económica, en ocasiones «menos es más». En concreto, el hecho de minimizar los impuestos que pesaban sobre el conjunto de la población, algo que permitió el aumento de bienes y servicios, constituyó un poderoso estímulo para la revolución industriosa; en tanto que el éxito en evitar las guerras, tanto exteriores como internas, evitó también las deletéreas políticas fiscales que en muchos otros Estados atrofiaron el crecimiento.
No obstante, la Pax Tokugawa no salió gratis. Los sogunes privaron a sus súbditos de muchas libertades políticas: ningún japonés podía participar en actividades de comercio exterior, viajar al extranjero, adoptar una religión prohibida por el régimen o acceder a ciertos tipos de literatura. Los vasallos perdieron el derecho a organizar protestas colectivas contra señores tiránicos o a solicitar reparación ante el sogún. Desde el punto de vista económico, aunque la revolución industriosa incrementó enormemente la producción, no sólo demandaba una incesante e inmisericorde «autoexplotación» de los productores, sino que (a los campesinos) les exigía también que llevaran a cabo una enorme deforestación y que trabajaran terrenos pobres en lugares necesitados de constantes labores de mantenimiento. Según el lapidario veredicto de Conrad Totman, a lo largo del siglo XVII los campesinos «quedaron atrapados en un engranaje inflexible, de alto riesgo, que exigiendo muchos recursos producía poco y que sólo podía mantenerse mediante una agricultura de lo más sacrificada»; en tanto que la generalizada deforestación que exigía la construcción y la necesidad de calentar las nuevas ciudades tuvo como consecuencia que…
… hubiera más riesgo de heladas, inundaciones y sequías en los cultivos aledaños. Incluso en ausencia de anormalidades o fluctuaciones climáticas, la drástica reducción de la capa boscosa no podía sino multiplicar la pérdida de cosechas. Además, durante ese mismo siglo no dejaron de ponerse en explotación más terrenos montañosos y zonas septentrionales, con lo que esas nuevas tierras rebasaron los límites biológicos para hacer viables las cosechas (por razones relacionadas tanto con la marginalidad climática como con el tipo de suelo), acentuando el peligro de que se perdieran[68].
Igualmente, desde el punto de vista castrense, al evitarse la guerra se abandonó la innovación militar, de modo que cuando en 1863 llegaron al país armadas de Estados que habían invertido mucho en tecnología de combate, el régimen Tokugawa se vio incapaz de hacerles frente: Japón tuvo que aceptar humillantes tratados comerciales y las rebeliones acabaron con el sogunato.
Para entonces, el sistema Tokugawa había llevado la paz al conjunto del Japón durante más de dos siglos —un logro sin parangón para una población tan numerosa— y había protegido el archipiélago de las hambrunas sufridas por gran parte del hemisferio norte en la década de 1690, «clímax de la Pequeña Edad de Hielo», cuando las temperaturas cayeron una media de 1,5 ºC por debajo de lo registrado a finales del siglo XX. Después de la hambruna de Kan’ei (1641-1642), no hubo una gran crisis alimentaria hasta 1732, lo cual proporcionó un respiro de casi un siglo, es decir, otro éxito sin parangón. Para la mayoría de los súbditos del régimen, la Crisis Global posterior a 1642 fue algo que sufrieron otros.