7. La «tragedia Otomana», 1618-1683.

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LA « TRAGEDIA OTOMANA», 1618-1683[1]

«El mayor [Imperio] que existe, o que probablemente existió jamás».

A principios del siglo XVII, el Imperio otomano resultaba intimidatorio para sus visitantes europeos. Un cónsul veneciano se maravillaba de que había adquirido, «como un relámpago», tanto territorio que ya «ocupaba casi 13 000 kilómetros del perímetro del mundo» y «una gran parte» de los tres continentes, Asia, África y Europa, mientras que un viajero inglés lo consideraba «el mayor [Imperio] que existe, o que probablemente existió jamás». Este asombro estaba justificado: el sultán gobernaba sobre 20 millones de súbditos y más de 1,5 millones de kilómetros cuadrados. Aunque Estambul distaba algo más de 1100 kilómetros de Viena, y 1600 kilómetros de Bagdad, gracias a la eficaz infraestructura logística del Imperio, los mensajeros imperiales tardaban catorce días o menos en llevar las órdenes de la capital a los funcionarios de Hungría y Mesopotamia, en tanto que un ejército que partiera del Bósforo en primavera normalmente podía alcanzar el Tisa o el Tigris en diez semanas[2].

No obstante, a mediados del siglo XVII, el Imperio sufrió dos regicidios, tres derrocamientos y una significativa pérdida de territorio tanto en Europa como en Asia, y en 1700 se había convertido ya en el «enfermo de Europa». Hasta hace poco, la naturaleza de este proceso no estuvo clara porque, según un artículo reciente, «el siglo XVII ha constituido el agujero negro de la historia otomana»; pero el cuidadoso estudio de los «archivos» humanos y naturales disponibles revela que las tierras en torno al este del Mediterráneo sufrieron más a causa de la Pequeña Edad de Hielo y la Crisis General que casi cualquier otra zona del hemisferio norte[3].

El eficaz gobierno otomano dependía de un complejo equilibrio de fuerzas. Cada sultán ejercía una jurisdicción absoluta e indivisible en todos los asuntos no explícitamente cubiertos por la ley islámica vigente (sharía), y promulgaba decretos, conocidos como kanūn, sobre temas fiscales, penales y administrativos, que todos los súbditos debían obedecer. Aunque algunos sultanes actuaban de vez en cuando como jueces supremos y celebraban las vistas en persona, su autoridad ejecutiva había sido cedida a un único ministro, el gran visir, mientras que su junta de consejeros atendía y decidía sobre las miles de peticiones que cada año les llovían de sus súbditos[4]. En el siglo XVII, la mayoría de los sultanes vivía en el palacio imperial, y rara vez se alejaba del recinto. Esto confería un inmenso poder a aquellos que controlaban el acceso a las estancias imperiales, y especialmente al harén de palacio, donde las concubinas del sultán vivían bajo la supervisión de varios cientos de eunucos. Dado que ningún sultán del siglo XVII se casaba, cada concubina que alumbraba un hijo se dedicaba a intrigar para que éste fuera su sucesor y, a partir de ese momento, a influir en sus políticas. La madre del sultán era la mujer —y con frecuencia, la persona— más poderosa del Imperio.

Los otomanos dividían a sus súbditos en dos categorías: los reaya (literalmente, «súbditos», aquellos que pagaban impuestos), y los ‘askerī (literalmente, «del ejército», aquellos que servían al Estado). Entre estos últimos, un selecto grupo de soldados y funcionarios del gobierno conocido como los kullar, «esclavos del sultán», ejercían un enorme poder. Hasta la década de 1630, los representantes del sultán reclutaban a sus kullar entre los muchachos de las comunidades cristianas de los Balcanes y Anatolia sobre las que gobernaban: una práctica conocida como devs¸irme («reunión», en turco). Una vez los jóvenes llegaban a Estambul, comenzaban a recibir una rigurosa formación para hacer de ellos obedientes, preparados y otomanizados conversos al islam, y a continuación se unían a los jenízaros (literalmente, «nuevas tropas», infantería equipada con armas de fuego) o pasaban a ser funcionarios de palacio (aunque éstos también recibían una formación militar, como correspondía a un Estado que consideraba la guerra su principal actividad[5]). El sistema del devşirme reforzaba el poder de la dinastía otomana de tres maneras distintas. La primera, porque sólo los kullar podían poseer y utilizar armas de fuego (tanto mosquetes como artillería). La segunda, porque dado que cada centro regional contaba con un cuadro provincial similar —el gobernador, el Consejo provincial, los tesoreros, el comandante de la guarnición y el juez presidente—, el gobierno imperial podía rotar a sus «esclavos» fácilmente de un puesto a otro, ya que, dondequiera que fueran, los kullar se encontraban con sistemas administrativos, procedimientos y expectativas con las que ya estaban familiarizados. Por último, porque los jóvenes conversos que rezaban, comían, dormían y se formaban juntos, desarrollaban una notable cohesión y lealtad; y, dado que no podían abandonar nunca el servicio del sultán, y se arriesgaban a perder su vida y posesiones si rechazaban o desobedecían una orden, por lo general constituían un pilar fundamental del Estado. No obstante, el sistema adolecía de una debilidad evidente: sin una supervisión constante, los kullar podían llegar a usurpar el poder de su señor y dictar la política en su lugar.

Los musulmanes por nacimiento dominaban sólo dos profesiones dentro del Imperio otomano: la caballería pesada y el clero. En el siglo XVI, los de etnia turca integraban la caballería (cipayos, del término persa que significa «soldado»), dependiendo para su mantenimiento y el de sus seguidores de un feudo (tîmâr) concedido por el sultán. Sin embargo, llegado el 1600, pocos feudos producían lo suficiente para mantener a un cipayo y sus vasallos, por lo que el número de soldados de caballería ya había descendido a cerca de 8000. La tesorería central empezó por tanto a pagar salarios a los cipayos que formaban parte de una guarnición permanente de Estambul y de varias capitales de las provincias (lo mismo que ocurría en el caso de los jenízaros), de manera que para 1650 su número se había elevado a 20.000. Este aumento ejercía una presión intolerable sobre la tesorería central, que a veces podía pagar a los jenízaros o a los cipayos, pero no a ambos, lo cual suscitó la rivalidad entre ellos y en ocasiones llegó incluso a enfrentarlos en batalla[6].

El clero (los ulemas, forma plural de la palabra árabe para «sabio», ‘ālim) lo formaban en su totalidad musulmanes suníes. Éstos no sólo se ocupaban del culto y la educación religiosa, sino que también administraban fundaciones piadosas y actuaban de jueces. A su cabeza estaba el seyhülislam (jefe muftí), nombrado por el sultán y retribuido con un salario público como el resto de ulemas, que recibía un continuo torrente de peticiones del gobierno central para certificar (generalmente en forma de una opinión escrita o fetua) que una actuación o edicto en ciernes era conforme a la sharía[7]. En ocasiones, el seyhülislam no otorgaba este certificado, generando una crisis política que podía desembocar en su deposición o, en circunstancias extremas, su asesinato. En 1657, un jefe muftí no sobrevivió a su decisión más que medio día. Los sultanes también fundaban escuelas religiosas llamadas madrazas (literalmente, «lugar de estudio») y pagaban a preceptores para proporcionar una formación básica en gramática y sintaxis árabe, así como en lógica y retórica, como introducción a la instrucción en teología y leyes. El número de ulemas se triplicó entre 1550 y 1622, como reflejo de la rápida expansión en el número tanto de madrazas como de mezquitas (Estambul no contaba con ninguno de estos dos tipos de centros hasta que los otomanos conquistaron la ciudad en 1453, pero para 1600 ya tenía casi un centenar de madrazas y más de 1200 mezquitas). Esto permitía que cada alumno de la madraza pudiera encontrar un puesto bien como preceptor, bien como predicador o juez al término de sus estudios y, por tanto, recibir un salario del Estado.

En el siglo XVII, sin embargo, este proceso de expansión cesó y el trabajo empezó a disminuir. Al acabar sus estudios, los alumnos podían pasarse años a la espera de la oportunidad de pasar el examen dirigido a obtener la licencia sin la cual no podían enseñar ni predicar; e incluso los que conseguían su licencia a menudo continuaban estando en el nivel más bajo de la jerarquía debido a que un selecto grupo de familias de la élite (conocidas como mevali) prácticamente tenían monopolizados los puestos más altos y se los pasaban a sus parientes. De forma que cuatro quintas partes de los 81 jefes muftíes y los altos magistrados nombrados entre 1550 y 1650 estaban emparentados entre sí, y casi la mitad de ellos procedían de once familias solamente[8]. Esta concentración de poder en las manos de los mevali generó lógicamente una gran frustración entre otros ulemas que veían sus carreras bloqueadas, y algunos empezaron a reivindicar que el camino a la salvación exigía una vuelta a las prácticas y creencias originales del islam.

La frustración también fue aumentando entre algunos musulmanes que no pertenecían a los ulemas, pero no obstante se atribuían poderes espirituales. Algunos, de forma similar a lo que hacían los frailes cristianos, deambulaban de una comunidad a otra, sobreviviendo con las limosnas de los fieles; otros, también de forma parecida a los ermitaños cristianos, vivían su devoción ascética confinados en un solo lugar; en tanto que otros seguían ejerciendo como curanderos —como Husein el Baboso en el hipódromo de Estambul, que afirmaba que sus mocos tenían el poder de curar—. Muchos más hombres y mujeres, conocidos como sufíes, creían que el camino hacia Dios pasaba por la experiencia más que por la erudición y, por tanto, practicaban sus devociones públicamente, a veces acompañadas de música y danza. La mayoría pertenecía a una de las órdenes religiosas del islam, cada una de ellas presidida por un sheikh o jeque, que o pertenecían o apoyaban una de estas «logias» (no muy diferentes de los monasterios cristianos). Varias de estas órdenes mantenían estrechas relaciones con los miembros de la élite otomana: así, la Orden Bektashi disfrutaba de una venerable asociación con los jenízaros, mientras que las órdenes Mevlevi y Halveti contaban con muchos seguidores en el palacio imperial[9].

Aunque el Imperio otomano carecía de una tradición de acción colectiva, los extremos acontecimientos climáticos de mediados del siglo XVII, así como la multiplicidad de problemas políticos y económicos a los que se enfrentaba, proporcionaron a los predicadores carismáticos de todo tipo convincentes argumentos para demostrar el descontento divino y la necesidad de un cambio rápido y radical. Muchos empezaron a transmitir directamente su mensaje a los fieles mediante apasionados sermones pronunciados en las mezquitas durante los oficios de los viernes, a los que asistían (al menos en teoría) todos los varones del Imperio. En varias ocasiones, sus prédicas pusieron en peligro al propio Estado otomano.

Clima y despoblación

El cambio climático no afectó a todos los lugares del Imperio con igual fuerza. Las llanuras costeras en torno al Mediterráneo, que constituían su núcleo, afrontaron mejor la Pequeña Edad de Hielo, debido a que los agricultores, desde Grecia hasta Marruecos, contaban con sol y lluvia suficientes para producir cereales, verduras, tabaco e incluso algodón sin necesidad de riego. En estos lugares sólo había verdadera escasez de comida si las temperaturas de enero descendían por debajo de los 5 °C o el volumen de precipitaciones anual era inferior a los trescientos milímetros. En cambio, los agricultores de las colinas y las mesetas con vistas al mar, dedicados a la producción de cereales y algunas verduras mediante la agricultura de secano, sí necesitaban regar sus cultivos. En esta zona, incluso los pequeños cambios climáticos podían desencadenar importantes problemas. La situación era todavía peor más hacia el interior, donde los agricultores podían producir cosechas sólo si invertían en extensos sistemas de irrigación (figura 14). Allí, hasta una breve sequía o una helada extemporánea podían arruinar la cosecha entera. En algunas regiones de Anatolia, el número de contribuyentes fiscales del campo descendió en tres cuartas partes entre 1576 y 1642, y casi la mitad de las aldeas desaparecieron, mientras que en toda Anatolia las fuertes precipitaciones primaverales tanto en 1640 como en 1641, así como las sequías sufridas más avanzada la década, destruyeron muchas cosechas y causaron sin duda una despoblación aún mayor[10].

Los agricultores de los Balcanes también sufrieron intensamente durante la Pequeña Edad de Hielo. Los registros fiscales de la época que han llegado hasta nosotros muestran que la población de Talanda (Grecia central) descendió de 1166 familias en 1570 a 794 en 1641, mientras que los de Zlatitsa (Bulgaria) indican que la población pasó de 1637 familias en 1580 a 896 en 1642 —una pérdida de casi el 50 por ciento en ambos casos—. En torno a Manastir (la actual Bitola, en Macedonia), un cuarto de todos los domicilios contribuyentes en 1641 fueron abandonados; mientras que más al este, en Serres, los agricultores encontraron abundante uva cuando empezó la recolección en septiembre de 1641, pero luego cayó «tanta lluvia y nieve que muchos jornaleros murieron a consecuencia del intenso frío[11]». Más o menos lo mismo ocurrió en otras partes del Imperio. En Creta, las lluvias de 1645, más intensas que las registradas en todo el siglo XX, destruyeron cultivos y edificios; en tanto que en Palestina, las reiteradas sequías arruinaron numerosos asentamientos, incluido el centro religioso de Safed, donde los visitantes todavía pueden contemplar las ruinas de veinticinco molinos textiles abandonados en el siglo XVII, diseminadas a lo largo del cauce seco de los ríos. En 1641-1643 Egipto también experimentó una sequía en la que el Nilo alcanzó su nivel más bajo en todo el siglo, y otra en 1650, debido a que los episodios del Niño provocaron escasez de lluvias estivales en las tierras altas de Etiopía y en los pantanales del Sudd, en Sudán, al inicio del ciclo pluvial anual del río. Dado que, según el aforismo de Alan Mikhail, «Egipto es un desierto atravesado por un río», el escaso caudal del Nilo redujo drásticamente las cosechas de toda la región —lo que a su vez redujo la cantidad de alimento disponible para abastecer a Estambul, a los ejércitos del sultán y a las ciudades sagradas de Arabia—. Volviendo a citar a Mikhail, Egipto era «el motor calórico del Imperio. Los suministros procedentes de su excedente de energía constituían el combustible de la autoridad política y el funcionamiento del Estado otomano, y servían para alimentar el cerebro del palacio y la capital, el corazón religioso del Hiyaz, y la fuerza militar del Imperio[12]». La pérdida de ingresos obligó a todas las instituciones caritativas a cerrar sus puertas (y sus comedores de beneficencia), lo que agravó aún más la miseria de los pobres de la región.

14. Zonas climáticas del Imperio otomano. Los cultivos básicos del Mediterráneo oriental (olivos, vides y palmeras datileras) pueden sobrevivir incluso cuando las lluvias son escasas en verano, pero un cambio en los patrones pluviales, como ocurrió en la segunda mitad del siglo XVII, puede causar daños a largo plazo. Las sequías más frecuentes y el clima más frío también destruyeron los cereales y los cítricos.

Como suele ser habitual, las áreas excesivamente pobladas, donde la oferta apenas satisfacía la demanda incluso en los años buenos, acusaron el efecto de la Pequeña Edad de Hielo más pronunciadamente. En algunas partes de Anatolia, por ejemplo, el clima benigno del siglo XVI permitió que la densidad de la población rural alcanzara unos niveles «que jamás volverían a alcanzarse, ni siquiera a finales del siglo XX». El precio del suelo experimentó una acusada subida y el tamaño de algunas propiedades agrícolas se redujo hasta tal punto que, en algunos asentamientos, los varones solteros sin tierras constituían tres cuartas partes del total de la población masculina adulta. Ninguna comunidad de este tipo puede sobrevivir mucho tiempo, y a partir de la década de 1590, los hombres solteros fueron marchándose de sus pueblos en un número cada vez mayor, en dirección a tres destinos: las ciudades (donde algunos buscaron empleo y otros ingresaron en las madrazas), el ejército y las bandas de forajidos conocidas como celalis. Oktay Özel sugiere que «había como mínimo tantos campesinos desarraigados y convertidos en celalis en el campo de Anatolia como los que quedaban en los pueblos y constaban en los registros de la década de 1640[13]».

Aunque la ley otomana prohibía a los campesinos marcharse sin el permiso de su señor, hasta la década de 1630 los que emigraban sólo tenían que pagar una modesta compensación si lo hacían. A partir de entonces, al igual que en Rusia (véase capítulo 6), los terratenientes que prestaban servicio en la caballería imperial empezaron a quejarse de que ya no podían mantenerse económicamente mientras luchaban por el sultán, lo que impelió al gobierno central a exigir el regreso forzoso de los fugitivos: un decreto de 1636 permitía su búsqueda hasta cuarenta años después de su huida. Poco después, sin embargo, otro edicto redujo este período a diez años, y un tercer decreto de 1641 restauró el principio de pagar simplemente una «compensación». Nada parecía servir para detener el éxodo, porque entonces se añadió un factor humano que intensificó todavía más el impacto de la inclemente climatología: los piratas, en las áreas costeras, y los bandoleros, en el interior, se cebaron con aquellos que continuaron cultivando sus tierras. Aunque a los que vivían en aldeas más pobres (menos atractivas para los saqueadores) y en comunidades protegidas por bosques o montañas (menos accesibles a los foráneos) les fue bastante mejor, el problema central de la economía otomana se convirtió entonces en una escasez crónica de mano de obra.

La Tragedia Otomana

Con la crisis rural como telón de fondo, una serie de convulsiones políticas denominadas por un historiador contemporáneo de la época como la Tragedia Otomana sacudieron el Imperio entre 1617 y 1623[14]. La «tragedia» se inició con una crisis dinástica sin precedentes. Todos los miembros masculinos de la dinastía otomana vivían en apartamentos estancos dentro del palacio imperial, acertadamente llamados la «jaula» (kafes), hasta que uno de ellos se convertía en sultán y mandaba ejecutar a todos los demás. En 1595, el sultán Mehmed III había seguido la tradición y ejecutado a sus diecinueve hermanos, algunos de ellos todavía bebés, así como a las esclavas embarazadas del harén, y más tarde al príncipe heredero, por una sospecha de traición, de forma que a su muerte, en 1603, sólo quedaban vivos dos miembros masculinos de la dinastía otomana: sus hijos Ahmed (de trece años, que se convirtió en el nuevo sultán) y Mustafá (de cuatro). La prudencia aconsejaba que a Mustafá se le permitiera vivir (aunque, como especulaban algunos, se le criaba como a un corderito al que le queda poco para ir al matadero), por lo que todavía seguía vivo cuando Ahmed murió, en 1617[15]. Su supervivencia generó una confusión sin precedentes: ¿debía ser el nuevo sultán Mustafá, entonces de dieciocho años, o el hijo mayor de Ahmed, Osmán, de catorce? En un principio, prevalecieron los partidarios del primero, pero el comportamiento de éste fue tan errático que, después de tres meses, una facción de la corte lo hizo encarcelar —convirtiéndose en el primer sultán depuesto por un golpe de Estado palaciego— y urdió la proclamación de Osmán en su lugar.

Osmán también gobernaba erráticamente. Sus preceptores le habían inculcado la firme determinación de seguir el mandato del profeta Mahoma de «imponer el bien y prohibir el mal», y el nuevo sultán no tardó en prohibir el cultivo y el uso del tabaco (basándose en que era un desperdicio de dinero, inducía a la vagancia y, sobre todo, imitaba un hábito introducido por los infieles). También castigó a los líderes religiosos que habían apoyado la sucesión de Mustafá, especialmente a la élite de las familias mevali, suprimiendo sus salarios durante los períodos de desempleo y llegada la jubilación, así como su derecho a nombrar un sucesor (generalmente uno de sus parientes). De esta manera, Osmán convirtió a los más poderosos clérigos musulmanes en sus acérrimos enemigos, una acción especialmente imprudente, dada la crudeza del invierno de 1620-1621[16]. Durante cuarenta días, el Bósforo permaneció helado (un hecho sin precedentes) y las placas de hielo impidieron que el grano llegara a Estambul: la inmensa ciudad, totalmente dependiente de la importación de comida para su supervivencia, empezó a pasar hambre. Osmán agravó aún más la escasez movilizando tropas y suministros para una campaña contra Polonia, que había atacado a uno de sus vasallos en los Balcanes. Las tropas salieron de la capital en mayo de 1621, pero un intenso frío y unas lluvias torrenciales (era un año del Niño), combinados con una inesperadamente tenaz resistencia polaca, obligó al sultán a firmar una tregua humillante. Cuando él y sus desmoralizadas tropas regresaron a Estambul en enero de 1622, se encontraron la ciudad atenazada por «la hambruna y los altos precios». Según un testigo presencial otomano, «la penuria y la miseria que se habían desencadenado entre la gente eran tales que se creía que había llegado el Día del Juicio Final o que aquello supondría la muerte de toda la población»; según un contemporáneo inglés: «Todo el mundo se quejaba, y aunque el remedio quedaba fuera del alcance de cualquier actuación humana», ni siquiera el sultán «escapó al escándalo y la humillación[17]».

Los decepcionantes resultados de las tropas de Osmán en Polonia lo convencieron de la necesidad de reemplazar a los jenízaros y cipayos de la élite, que constituían el núcleo tanto del ejército de campaña como de la guarnición de Estambul, por tropas procedentes de Anatolia, Siria y Egipto. En un primer momento, el sultán afirmó que emprendería una peregrinación a La Meca, pero después ordenó a las principales instituciones del gobierno y de la tesorería imperial que cruzaran el Bósforo con destino a Asia. Una vez más, el momento elegido resultó no ser el más oportuno. Una inundación sin precedentes había arruinado la cosecha en Egipto en 1621, y a continuación sobrevino una sequía que redujo todavía más el suministro de alimentos. Según un cronista, las tropas del sultán objetaron enérgicamente que «no podían adentrarse en el desierto sin agua, y era seguro que sus animales también perecerían»; según otro, inquirieron retóricamente «después de la campaña polaca, ¿qué soldado está tan loco como para ir?»[18]. El 18 de mayo de 1622, la fecha fijada para la partida del sultán, los jenízaros de la guarnición de la ciudad exigieron que Osmán se quedara en la capital y les entregara a los que le habían aconsejado que se marchara. Al día siguiente volvieron, esta vez acompañados del jefe muftí y otros mevali, y cuando el gran visir salió a negociar, lo asesinaron y prendieron fuego a su residencia (y a las de varios consejeros más). Osmán y el resto de sus asesores trataron de ir ganando tiempo, hasta que algunos funcionarios descontentos abrieron las puertas del recinto palaciego de Topkapi y los amotinados irrumpieron en masa. Un grupo encontró a Mustafá (que llevaba encerrado en la «jaula» cuatro años, desde el acceso al trono de Osmán) y lo llevó a la mezquita de los jenízaros, donde volvieron a proclamarlo sultán, mientas que otro de los grupos localizó a Osmán y lo arrastró por las abarrotadas calles de la capital en un carro, sometiéndolo al insulto público, para luego meterlo en una cárcel, donde primero fue mutilado y a continuación estrangulado —el primer regicidio de la historia otomana—.

El cronista otomano Ibrahim Peçevi, testigo ocular de estos hechos, se maravillaba de que «las calles estuvieran llenas de gente» y el «mundo lleno de rebelión y desórdenes»; por su parte, sir Thomas Roe, el embajador británico en Estambul, dejaba constancia de su asombro ante el hecho de que pese a los miles de hombres que servían en palacio con el cometido expreso de defender al sultán, ninguno lo hubiera hecho. «De manera que uno de los monarcas más importantes del mundo sufre por primera vez la afrenta de sus propios soldados amotinados, sus propios esclavos, sin apenas armas y escasos en número, sin que nadie desenvaine la espada para defenderlo; y los que iniciaron toda esta locura, sin intención de causarle daño, por el exacerbamiento de su propia furia, que no tiene límites, lo destronan […] y finalmente ponen en riesgo su vida». Es más, como Roe acertadamente predijo, dada la naturaleza de Mustafá (que Roe consideraba «más apta para la celda que para el cetro»), «han puesto en su lugar a otro [sultán] que con toda probabilidad tendrán que cambiar debido a su incapacidad». Roe también vaticinó que las tropas destacadas en Asia «intentarían alguna venganza en nombre de ése [sultán] que había sido su mártir; o que algunos grandes pachás, destinados muy lejos de la corte aprovecharían esta ocasión para no obedecer a un usurpador, instalado en el trono mediante una traición». Tenía razón[19].

Varios gobernadores provinciales de Anatolia, incluidos aquellos que Osmán esperaba que le proporcionaran efectivos para su nuevo ejército, se negaron a reconocer el golpe de Estado y se volvieron contra los jenízaros y los cipayos de las guarniciones locales. Los alborotos continuaron también en la capital debido a que los precios de la comida se elevaron a los niveles más altos registrados en todo el siglo XVII. Desesperado, el gobierno pagó nuevos sobornos para mantener la lealtad de los jenízaros y, cuando esto desembocó en un déficit presupuestario inaceptable, redujo el contenido de plata de la moneda a su nivel más bajo en todo el siglo. En pocos meses se sucedieron cinco grandes visires (algunos de los cuales fueron asesinados). Como comentaba el embajador veneciano, «es imposible describir la confusión y los desórdenes ocurridos en los diez meses de reinado de Mustafá, mientras los soldados que cometieron el crimen se movían impunemente, llenos de ira y orgullo, como dueños absolutos de la situación». Entretanto, las tiendas y mercados permanecieron cerrados, la comida empezó a escasear y la peste a extenderse. Finalmente, en enero de 1623, la coalición de amotinados y mevali que había urdido la reinstauración de Mustafá lo destronó: el jefe muftí declaró que un demente no podía ser sultán, y proclamó al mayor de los hermanos de Osmán que quedaban vivos, Murad, de once años, su sucesor: el cuarto sultán en seis años[20].

Varios grupos empezaron a pugnar entonces entre sí por el control de los recursos y el poder imperial: la madre griega de Murad IV, Kösem Sultan; los altos funcionarios de palacio, especialmente los eunucos; los jenízaros y los cipayos de la guarnición de Estambul; y los mevali. Gracias a sus intrigas, el período de ejercicio de un gran visir en la década de 1620 descendió a una media de cuatro meses. Entretanto, en las provincias, las rebeliones y las bandas de forajidos itinerantes de Anatolia privaron a la tesorería central de ingresos, mientras que la guarnición sin sueldo de Bagdad se amotinó, y vendió la ciudad y la mayor parte del sur de Iraq a las tropas iraníes.

El «gobierno personal» de Murad IV

El momento más bajo del gobierno de Murad tuvo lugar en 1630, otro año del Niño, cuando unas precipitaciones de más de tres metros de volumen inundaron La Meca, una ciudad donde prácticamente no llueve nunca, destruyendo dos paredes de la Kaaba (las actuales fueron reconstruidas por el sultán durante la década siguiente). La meteorología extrema también trastocó las operaciones del ejército otomano en Mesopotamia: en enero de 1630, según un cronista, «el Tigris y el Éufrates se desbordaron y las inundaciones cubrieron toda la meseta de Bagdad», mientras que otro comparó las torrenciales lluvias con «los tiempos de Noé». Al agosto siguiente, en cambio, señaló que las aguas del Tigris habían bajado tanto que los barcos no podían navegar por ellas, dejando al ejército «desesperadamente necesitado de munición y provisiones[21]». En 1630, 1631 y 1632, las aguas del Nilo descendieron por debajo del nivel necesario para regar los campos del delta, causando una importante hambruna, acompañada de epidemias letales. Estambul también sufrió escasez de agua potable en el verano de 1630[22]. Los informes de malas cosechas, así como de revueltas rurales, son abundantes. Los Mühimme defterleri [Registros de asuntos importantes] del gobierno otomano de 1630 y 1631 dejaron constancia de un insólito número de peticiones derivadas del malestar en las provincias, en tanto que el Consejo del sultán dictó 150 órdenes en respuesta a las quejas relacionadas con el bandolerismo y las revueltas campesinas, casi setenta de ellas derivadas de abusos de funcionarios de provincias y más de cincuenta referidas a la confabulación de las élites locales con los bandoleros[23].

En 1632, el caos en Estambul alcanzó tal extremo que los líderes de las protestas pidieron una reunión de emergencia con el sultán en persona para obtener una reparación de sus quejas. Murad accedió, y a regañadientes entregó a la multitud a su gran visir, al jefe muftí y a varios más. Todos encontraron inmediatamente una muerte violenta. Durante varias semanas, los insurgentes tuvieron chantajeada a la ciudad, amenazando con quemar la casa de todo el que se negara a pagarles, hasta que la exasperación de los ciudadanos de la capital permitió por fin al sultán eliminar a muchos de los implicados en los desórdenes (incluido el nuevo gran visir y el jefe muftí), purgar a los jueces corruptos y castigar duramente el soborno. Alrededor de 20 000 personas perdieron la vida en los desórdenes, pero Murad, que entonces tenía veinte años, tomó por fin la iniciativa, dando comienzo a ocho años de «gobierno personal». Cada año ordenaba la ejecución de cientos de funcionarios y súbditos por no mantener adecuadamente las carreteras locales, incurrir en la indisciplina en campaña, vender pan adulterado y un sinfín de infracciones más. Además, sospechando que sus críticos tramaban complots contra él en cafés y tabernas, prohibió completamente el consumo de café, alcohol y tabaco. El sultán se ocupaba él mismo de la aplicación de esta última prohibición: según el embajador inglés en Estambul, «su odio es tan grande que él en persona recorre las calles (disfrazado día y noche)» en busca de quienes fuman a escondidas, y ordena la ejecución inmediata de todos los infractores[24].

Estas iniciativas se produjeron de forma paralela al programa de reforma del predicador musulmán más destacado de la época, Kadizade Mehmed (1582-1635), hijo de un juez de Anatolia (y, por tanto, miembro de los ulemas), que tras pasar algún tiempo en una madraza y en una logia sufí, llegó a Estambul en 1622, el año del regicidio. Al principio ingresó en otra logia sufí, pero pronto llegó a la conclusión de que el caos que veía a su alrededor era fruto de no atenerse estrictamente a los dictados de la sharía. Al no encontrar apoyo en los ulemas ni en sus hermanos sufíes, Kadizade Mehmed decidió transmitir directamente su mensaje a los fieles mediante sermones. Aunque Estambul contaba por entonces con 1200 mezquitas, no todas gozaban del mismo prestigio: entre las más importantes estaban las siete «mezquitas imperiales», cada una de ellas con una estructura de tal tamaño que quienes daban allí sus sermones podían ser escuchados por decenas de miles de personas a la vez. Incluso Kâtib Çelebi, un erudito y funcionario no afín a este movimiento, admitió que Kadizade Mehmed «era un orador bueno y eficaz cuyos sermones nunca dejaban indiferentes a sus oyentes». Treinta años antes, Kâtib todavía recordaba haber pasado por una mezquita en la que Kadizade estaba predicando y haber tenido la sensación de que «se había hecho con las riendas del pensamiento de sus oyentes[25]». En 1631, impresionado por estas dotes oratorias, Murad dio permiso a Kadizade Mehmed para predicar en Hagia Sophia, la mezquita con más prestigio de todas.

Desde el inicio de su ministerio, Kadizade culpó del caos que afligía a la capital y al Imperio a las innovaciones religiosas. Reiteradas veces citó el hadiz (la tradición profética): «Toda innovación es herejía, donde hay herejía hay error, y todos los errores conducen al infierno», y sostuvo que Dios continuaría castigando al Imperio hasta que todo el mundo volviera a las creencias y prácticas del profeta Mahoma. Sobre todo, se centró en las «innovaciones» relacionadas con los sufíes. Por un lado, condenó el hábito de cantar, tocar y danzar mientras se recitaba el nombre de Dios (basándose en que el Corán prohibía expresamente los «entretenimientos» o «juegos»), o se rezaba por los justos que habían muerto para interceder por ellos ante Dios. Por otra parte, exigió la abolición de todos los nuevos hábitos sociales: el consumo de tabaco, alcohol o café; estrechar la mano o inclinarse ante los superiores; permitir a las mujeres ejercer la profecía; y llevar puesto o utilizar nada aparte de las prendas o útiles musulmanes. Cuando un espectador preguntó sarcásticamente a uno de los seguidores de Kadizade: «¿También dejarás de usar ropa interior?» (una prenda al parecer desconocida para el Profeta), el predicador replicó: «¡Sí! ¡Y cucharas también!»[26]

Aparte de las entusiastas multitudes que congregaba su oratoria —algunos pasaban la noche en la mezquita para estar seguros de no perderse sus sermones—, Kadizade se ganó muchos discípulos entre los licenciados desempleados de las madrazas. Según Paul Rycaut, un inglés residente en el Imperio otomano, entre los kadizadelis (como darían en llamarse los seguidores de Kadizade) se incluían «comerciantes, cuya vida sedentaria permite y alimenta una melancolía y una fantasía desordenada», así como aprendices y esclavos (muchos de ellos, antiguos cristianos). Rycaut añadía que los kadizadelis «se afanan en el estudio de su derecho civil, para lo cual realizan constantes ejercicios de discusión, oposición y réplica, sin dejar ningún asunto de lado o sin debatir». «Son —continuaba afirmando Rycaut fervientemente— grandes admiradores de sí mismos y desprecian a quienes no comulgan con sus principios, negándose en muchas ocasiones a saludarlos o conversar con ellos […], reprenden y corrigen a los indisciplinados», y a los que rechazan su doctrina, «los excomulgan[27]».

Los líderes sufíes, muchos de los cuales danzaban y bebían café para mantenerse mientras coreaban sin cesar el nombre divino, no tardaron en reaccionar de forma parecida. Los que se dedicaban a predicar utilizaron sus sermones para conseguir apoyo para sus innovaciones entre los licenciados de las madrazas y sus congregaciones, creando (en palabras de un desafecto observador musulmán):

Una trampa de impostura y engaño para tontos que no merece ningún crédito. Ésta es la razón por la que la gente ordinaria y tosca acude en gran número a ellos, y [por la que] las ofrendas votivas y los regalos piadosos llegan a raudales a sus logias. Como sus giros desempeñan un papel importante en esto, no dejan de dar vueltas sin parar. Nada de esto obedece a ninguna rima o razón; cubren de falsos y exagerados elogios a sus jeques y montan todo este teatro por una cena[28].

Las tornas cambiaron en 1633 cuando, tras una prolongada sequía, un gran incendio destruyó al menos 20 000 tiendas y casas, los barracones de los jenízaros y los archivos del Estado de Estambul. Kadizade culpó del desastre a las «innovaciones» religiosas y advirtió que hasta que éstas no cesaran, seguirían ocurriendo más catástrofes. Tras un sermón especialmente intenso, sus oyentes saquearon las tabernas de la capital. Como Murad no hizo nada para acabar con los desórdenes, los kadizadelis fueron un paso más allá: citando el mandato coránico de «imponer el bien y prohibir el mal», instaron a los fieles no sólo a enmendar sus propias vidas, sino a castigar a los pecadores. Varios jeques sufíes fueron denunciados y golpeados, sus logias destrozadas y sus partidarios obligados a elegir entre reafirmar su fe o ser condenados a muerte.

Dado que Murad consideraba las tiendas y las tabernas como potenciales centros de sedición, utilizó la ira de los kadizadelis como excusa para cerrarlas, y matar a todo el que consumiera café, alcohol y tabaco, en la creencia de que al hacerlo también estaba acabando con sus disidentes políticos. El apoyo del sultán a los «puritanos del islam» sirvió de este modo para mantener controlados a sus súbditos; pero también tenía a los predicadores en vilo, porque éstos nunca sabían cuándo algún error de cálculo o descuido podía llevar a su cruel y caprichoso sultán a quitarles la vida a ellos también (en 1634, Murad hizo ejecutar a otro jefe muftí por negarse a aprobar una de sus medidas). Sin duda, Estambul dio un suspiro colectivo de alivio cuando Murad se marchó con su ejército a reconquistar Mesopotamia a los iraníes.

En 1638, tras un largo asedio, el sultán recuperó Bagdad. Tal vez consciente de los enormes costes (tanto humanos como materiales) de la guerra, accedió de inmediato a aceptar la oferta de Irán de firmar la paz, acabando con cien años de conflicto y poniendo a Iraq bajo control otomano para los siguientes tres siglos. Luego, en 1640, Murad murió tras una breve enfermedad, durante la cual, en su línea habitual, amenazó con matar a sus médicos si no se recuperaba e intentó hacer estrangular a su único hermano superviviente, Ibrahim (ya había matado a sus otros tres hermanos). El nuevo soberano tenía veinticinco años: fue el primer sultán en toda una generación en llegar al trono siendo adulto, y también, como único miembro masculino superviviente de toda la dinastía otomana, el primero en gobernar sin la amenaza de ningún rival. No obstante, Ibrahim había pasado toda su vida confinado en una «jaula» en el palacio de Topkapi, leyendo el Corán, practicando la caligrafía, bajo el constante miedo de compartir el destino violento de sus demás hermanos. Al igual que Murad, por tanto, llegó al trono sin tener ninguna experiencia política.

El «sultán loco».

Durante los primeros cuatro años del reinado de Ibrahim, Kara Mustafá Pasa, último gran visir de Murad, gestionó los asuntos públicos con eficacia. En el exterior, promovió unas relaciones pacíficas tanto con Irán como con los Habsburgo de Austria; y, aunque en 1641 fracasó al tratar de recuperar Azov de los aventureros cosacos que la habían capturado, al año siguiente lo consiguió mediante la negociación (véase capítulo 6). En el ámbito doméstico, Kara Mustafá estabilizó el sistema monetario (pese a otra profunda devaluación), inició un nuevo estudio catastral para establecer una base fiscal más equitativa, redujo la guarnición de la capital y prohibió a los kadizadelis que dieran sermones incendiarios. Aunque un gobernador de provincias lo desafió y condujo un ejército hasta las puertas de Estambul, la capital continuó leal y la rebelión se vino abajo. Esta lealtad resulta sorprendente, ya que durante todos los meses de verano de 1640, 1641 y 1642 todo el Imperio había sufrido unas lluvias torrenciales, además de peste, en tanto que una sequía en Egipto había reducido el suministro de varios productos básicos consumidos con regularidad en palacio; pero la capacidad de Kara Mustafá para encontrar vías alternativas para alimentar a la capital garantizó su supervivencia. Para 1643, la tesorería otomana ya registraba un pequeño superávit[29].

Kara Mustafá también trabajó duramente en la formación del inexperto sultán, y el archivo del palacio de Topkapi contiene algunos rescriptos de puño y letra del sultán instando a sus ministros a ocuparse sin demora de sus asuntos[30]. Pero el gran visir fracasó en una cuestión crucial: no pudo curar a Ibrahim de sus numerosas quejas sobre su salud. Por un lado, el sultán sufría de continuos dolores de cabeza y repetidas crisis de agotamiento físico; por otro, le preocupaba que, al ser el único superviviente de la dinastía, pudiera ser impotente. En 1642, dado que los médicos que le proporcionaba Kara Mustafá no conseguían remediar estos males, Ibrahim recurrió a charlatanes recomendados por su madre, Kösem Sultan. Uno de ellos, Cinci [que significa «Brujo»] Hoca, al parecer acertó por lo menos a curar la impotencia de Ibrahim, ya que durante los seis años siguientes engendró varios hijos, incluidos cuatro futuros sultanes; pero Cinci aprovechó el favor imperial conseguido de este modo para organizar una facción contra Kara Mustafá, y a principios de 1644 planeó su defenestración. Los doce años siguientes serían testigo del ascenso y caída de veintitrés tesoreros, dieciocho grandes visires, doce jefes muftíes e innumerables gobernadores de provincias. Dado que cada funcionario trataba de hacerse rico y enriquecer al mayor número de sus seguidores en el menor tiempo posible, el número de funcionarios pasó de 60 000 en 1640 a 100 000 en 1648[31].

El número de soldados pagados por la tesorería otomana también aumentó, de 60 000 a 85 000, debido al estallido de la guerra con la República veneciana. Los dos Estados habían permanecido en paz desde la década de 1570, aunque cada uno por su parte permitía a sus aliados desvalijar los barcos mercantes del «otro bando» y llevar a cabo asaltos costeros. A finales de 1644, algunas galeras de los Caballeros de Malta se apoderaron de un convoy que transportaba peregrinos desde Estambul a La Meca. Algunos murieron en la refriega, incluido el exjefe de los eunucos del harén de Ibrahim, y las victoriosas galeras pusieron rumbo a la isla de Creta, donde las autoridades les permitieron desembarcar parte del botín y a los cautivos, así como abastecerse de suministros.

Esta ruptura de la neutralidad enfureció a Ibrahim, que ordenó una represalia inmediata. En una impactante demostración de poder imperial, en abril de 1645 unos 50 000 hombres embarcaron en una flota de setenta galeras, veinte navíos de guerra y trescientos cargueros. Los venecianos, que se negaban a creer que los otomanos pudieran llevar a cabo una seria amenaza militar o naval, dieron por hecho que el problema podía resolverse a través de un razonable soborno: «No será difícil hacer valer nuestros argumentos utilizando como vehículo el dinero», informaron a su embajador en Estambul[32]. Al parecer, no eran conscientes ni de la impopularidad de su gobierno en muchos sectores de la población de Creta ni del ruinoso estado de las defensas de esta isla —especialmente tras una catastrófica tormenta acaecida en 1645—, que había dejado gravemente dañadas las fortificaciones de Khaniá, no lejos de Heraclión, la capital administrativa. La fuerza expedicionaria otomana sacó el máximo provecho a estas ventajas: en junio, sus jenízaros desembarcaron cerca de Khaniá y la tomaron. En poco tiempo se hicieron con el control de la mayor parte de Creta, pero los venecianos contraatacaron bloqueando el estrecho de los Dardanelos, impidiendo de este modo no sólo la llegada de ayuda a las guarniciones otomanas de Creta, sino también el suministro de grano a Estambul.

La guerra continuaría hasta 1669, costaría la vida de unos 130 000 soldados otomanos y consumiría alrededor de tres cuartas partes del presupuesto imperial. También coincidió con más episodios climáticos extremos. Las lluvias torrenciales de 1646 y la sequía de 1647 destruyeron los excedentes de la cosecha de los que dependía Estambul, desencadenando otra grave escasez de comida. La capital otomana consumía normalmente unas quinientas toneladas de pan al día, de las cuales la mitad iban destinadas a los empleados de palacio, la guarnición de la capital y los alumnos de las madrazas, por lo que los integrantes del séquito imperial eran de los primeros en notar (y acusar) cualquier escasez. Tal vez esto explique por qué Ibrahim, al igual que el emperador Chongzhen de China (véase capítulo 5), reaccionó tan brutalmente cuando sus ministros no consiguieron un éxito instantáneo. Por ejemplo, a consecuencia de un berrinche tras conocer la noticia de otra derrota militar, Ibrahim hizo estrangular a su gran visir en mitad de la calle. Cuando su madre, Kösem Sultan, predijo (acertadamente): «A ti te ocurrirá lo mismo que a tu hermano Osmán», esto es, que «los soldados y el pueblo te harán pedazos», Ibrahim la envió al destierro[33].

A finales de 1647 un nuevo gran visir persuadió a su señor para que se retirara a sus aposentos en el palacio de Topkapi, donde se le podría proteger de las malas noticias; pero, estando en reclusión, el comportamiento de Ibrahim se hizo todavía más excéntrico. Desarrolló un desmesurado gusto por los artículos de lujo, especialmente las pieles, y una irracional impaciencia por los objetos que ansiaba: en ocasiones hacía que las tiendas de la capital abrieran a medianoche mientras sus hombres requisaban artículos para él y sus concubinas. Los extranjeros que se encontraban en Estambul captaron extendidos «rumores» entre los residentes de la capital acerca de que «el sultán debería gastar en el arsenal lo que gastaba en mujeres y gitanos para sus danzas y comedietas [mattacine»]. «La exagerada prodigalidad del sultán Ibrahim —escribió reprobatoriamente un comerciante inglés que se encontraba en la capital— era tal que toda la riqueza de su Imperio alcanzaba a alimentarla, pero no a satisfacerla, ya que todos los gastos y caprichos no bastaban para recompensar a sus complacientes compañeras de cama[34]».

Financiar la guerra a la vez que los exóticos gustos del sultán representaba un reto muy difícil. Dado que los continuos saqueos de piratas y bandidos mantenían despobladas muchas áreas rurales, en la década de 1630 los expertos fiscales otomanos cambiaron la dependencia de los impuestos sobre la producción agrícola, durante mucho tiempo principal sostén de la tesorería, por los impuestos personales (sobre todo los avariz —«impuestos extraordinarios» pagados en dinero o en especie, como por ejemplo pollos para las cocinas imperiales o reparaciones en carreteras y puentes— y el cizye —un impuesto especial individual exigido a los no musulmanes—). Cada año, la tesorería celebraba una subasta pública en la cual vendía el derecho a cobrar estos impuestos personales al mejor postor, recibiendo un pago en efectivo por adelantado. Dado que ni siquiera esto bastaba para financiar la guerra de Ibrahim con Venecia, sus ministros adoptaron unas medidas fiscales desesperadas: cobrar impuestos especiales sobre los artículos, exigir que incluso los ulemas contribuyeran, vender un número todavía mayor de cargos públicos, incluido el de juez, y retener el sueldo a los jenízaros y cipayos de la guarnición de Estambul. Venecia aprovechó la debilidad otomana para recuperar baluartes tanto en Creta como en los Balcanes, mientras sus agentes incitaban a las revueltas en la provincia otomana de Albania. Y, lo más importante, su flota continuó bloqueando los Dardanelos, manteniendo de este modo aislada a la capital de sus principales suministradores de alimento. Como siempre, esta privación afectó inmediatamente a los que recibían su comida directamente del sultán: los funcionarios y la guarnición de palacio.

Entretanto, las langostas destruyeron cultivos en Moldavia, otra área de la que Estambul dependía para su alimentación. Un testigo presencial describía elocuentemente cómo «una nube de langostas se echó sobre nosotros como un ejército aéreo. El sol desapareció de repente, velado por la oscuridad de estos insectos», y a continuación no quedó «ni una sola hoja, ni brizna de hierba, ni heno, ni cultivos, nada». El mismo desastre destruyó las siguientes dos cosechas, y un viajero inglés encontró la tierra de Moldavia «cubierta de langostas, que eran de un color venenífero, algunas vivas, pero la mayoría muertas, tras haber destruido casi toda la hierba de estos lugares; todo lo cual es presagio seguro y fatal de una epidemia de peste; como la tristemente sufrida en Constantinopla en la época de sus prodigiosas plagas[35]».

Ésta era la tensa situación cuando en junio de 1648 un importante terremoto sacudió Estambul. Según Kâtib Çelebi, «no se ha visto un terremoto como éste en nuestros tiempos. Según algunos expertos e ilustrados, cuando un terremoto se produce por el día en junio, se derrama sangre en el corazón del Imperio». Cuatro minaretes de Hagia Sophia se derrumbaron, y la mezquita construida por el padre de Ibrahim, Ahmed, sufrió graves daños durante la oración de los viernes, muriendo a consecuencia de ello varios miles de devotos. El terremoto también destruyó el principal acueducto de la ciudad, por lo que el agua potable empezó a escasear justo cuando comenzaban los calores del verano: el precio que cobraban los vendedores de agua se disparó, y muchos murieron de sed. Una vez más, los predicadores kadizadelis culparon de estos desastres naturales al incumplimiento de las enseñanzas del Profeta, y un observador veneciano de la ciudad informaba de que «los sabios hicieron varias predicciones sobre perturbaciones en la ciudad en el futuro próximo, y de ruina y malestar inminentes». Los «sabios» tenían razón[36].

Un segundo regicidio

La secuencia de acontecimientos que condujo al asesinato de Ibrahim comenzó con la llegada a Estambul, el 6 de agosto de 1648, de un alto oficial jenízaro procedente de Creta, con peticiones urgentes de refuerzos y suministros. Mientras esperaba a que el sultán le concediera audiencia, el oficial informó a sus colegas de que el gobierno central no enviaba suministros a las tropas en campaña. Al enterarse, y temiendo que le echaran la culpa de aquello, el gran visir Ahmed Pasha trató de que mataran al oficial, pero éste escapó y se quejó del caos que se vivía en Creta al jefe muftí, que a su vez consultó con otros miembros de la élite del clero y los principales magistrados de la ciudad. Al día siguiente, un grupo de conspiradores se reunieron en una mezquita para debatir sobre lo que convenía hacer.

Tras consultar con la madre de Ibrahim, Kösem Sultan, el jefe muftí fue a palacio a exigir el nombramiento de un nuevo gran visir. Ibrahim empezó a proferir insultos a gritos y a golpear a los presentes con su bastón; los conspiradores se vengaron estrangulando a Ahmed, y tiraron su cuerpo a la calle, donde la multitud se apresuró a desmembrarlo (de ahí su posterior sobrenombre de Hezarpare, «En Mil Pedazos»). A primera hora del 8 de agosto, los conspiradores enviaron una carta a Ibrahim exigiendo que se deshiciera de algunas concubinas y de todas sus pieles, que pagara los atrasos que debía a sus tropas y devolviera todos los bienes injustamente confiscados a sus súbditos. Ibrahim leyó su carta e inmediatamente la rompió. Los enfurecidos soldados le preguntaron entonces al jefe muftí «qué merecía aquel que se negaba a aceptar la justicia de Dios; y éste replicó, tras leer los libros de la ley, que los súbditos de un príncipe así estaban dispensados de su deber de ser leales a él». De modo que promulgó una fetua ordenando el destronamiento de Ibrahim alegando que éste era incapaz de gobernar el Imperio y proteger la fe musulmana[37].

Entonces los guardias convencieron a Ibrahim de que, por su propia protección, debía retirarse a un aposento del interior, y cerraron la puerta tras él. Poco después, un gran número de jenízaros, acompañados del jefe muftí, entraron por la fuerza en palacio. Al encontrarse con que Ibrahim ya estaba recluido, fueron en busca de su hijo mayor, el príncipe Mehmed, de siete años, y «en nombre de los ulemas y los soldados», lo aclamaron como nuevo sultán. Al día siguiente, los jenízaros abrieron el tesoro del fallecido Ahmed Pasha y encontraron una inmensa cantidad de dinero, del que se apropiaron en concepto de su tradicional «paga extraordinaria» (equivalente al sueldo de un año entero); pero en ese momento Ibrahim escapó de donde estaba recluido (probablemente liberado por una de sus concubinas) y, espada en mano, registró el palacio con la intención de matar a Mehmed. Al final los guardias lo redujeron y encerraron en la «jaula» donde había vivido antes de acceder al trono, y allí los jefes de la conspiración (incluido el jefe muftí) se enfrentaron a él y le echaron en cara sus fracasos: «Has arruinado al mundo al desatender los asuntos de la sharía y la religión del pueblo. Te has abandonado al ocio y la molicie mientras el soborno se extendía por todas partes y los malhechores campaban por sus respetos. Has derrochado y esquilmado el tesoro del Estado». Baltasar de Monconys, un francés de visita en la capital, afirmó que «nunca se había visto una revuelta tan pacífica: el proceso entero no duró más de cuarenta horas, y afectó sólo al sultán, su primer visir y un juez[38]».

No obstante, Ibrahim continuó gritando y desatando su furia en su habitación sellada, despertando la compasión de algunos miembros de su casa, mientras fuera del palacio, los cipayos, que no habían recibido su «paga extraordinaria» como los jenízaros, decidieron reinstaurarlo. Para evitarlo, el 18 de agosto de 1648, el jefe muftí promulgó otra fetua que legitimaba el segundo regicidio de la historia otomana, y se ocupó personalmente de que su decreto entrara en vigor inmediatamente. En palabras de Monconys:

Este desgraciado monarca, que doce días antes había ejercido un mando absoluto sobre grandes extensiones de tres continentes, fue estrangulado por un verdugo en la ciudad capital de su Imperio, y en el mismo palacio donde su hijo fue proclamado rey y donde su madre dictó las principales órdenes de Estado[39].

Hasta este momento, la capital había permanecido en calma, pero entonces se desencadenaron los disturbios, encabezados por estudiantes de las madrazas y funcionarios de palacio de rango inferior. Ambos grupos, con sus aspiraciones profesionales bloqueadas por la falta de dinero para pagar salarios, se reunieron en el Hipódromo para manifestar su protesta; pero los jenízaros los rodearon y masacraron. Esta barbarie, acompañada de la permanencia de los altos precios de la comida a consecuencia del bloqueo veneciano, provocó generalizados desórdenes. Robert Bargrave, un residente inglés de la ciudad, se quejaba del «riesgo diario de ser apuñalado por soldados turcos enajenados por la bebida, quienes, en la creencia de que todos los que llevan una indumentaria occidental son venecianos (como si el mundo se dividiera sólo en venecianos y turcos)», y «tras haber perdido en la guerra algunos familiares cercanos, estaban siempre dispuestos a hacernos daño[40]».

Kösem Sultan —la abuela de Mehmed, además de madre de Ibrahim— y sus seguidores mantuvieron el poder hasta el verano de 1651, cuando la continua escasez de comida, los gravosos impuestos, la devaluación de la moneda y las derrotas militares provocaron una nueva oleada de disturbios en Estambul. Los comerciantes de la ciudad, que afirmaban haber recibido una docena de reclamaciones de nuevos impuestos sólo durante aquel año, cerraron sus tiendas y pidieron que el jefe muftí fuera a palacio, como en 1648, a exigir reformas. El asustado sultán, de sólo nueve años, aceptó abolir todos los impuestos instaurados desde el reinado de Suleimán el Legislador, un siglo antes. Para restaurar el orden, Kösem Sultan volvió una vez más a recurrir a los jenízaros, pero se enfrentó con un adversario más formidable aún dentro de palacio: Turhan, la madre de Mehmed, apoyada por una facción formada por parte de los eunucos. En un intento desesperado por mantener el poder, Kösem decidió matar al joven sultán y sustituirlo por uno de sus hermanos —uno con una madre más dócil—, pero los partidarios de Turhan se adelantaron y la estrangularon y arrastraron desnuda fuera del harén.

El brutal asesinato de Kösem, después de más de tres décadas de encontrarse en el centro del poder, indignó a los aliados que contaba entre los jenízaros, que juraron venganza; pero Turhan y sus socios los contrarrestaron desplegando el estandarte del Profeta, uno de los objetos más sagrados del islam, y enviando pregoneros a instar a todos los hombres y mujeres musulmanes a unirse bajo el estandarte. Miles de personas acudieron a palacio, armados hasta los dientes, y durante tres semanas el destino del Imperio pendió de un hilo hasta que los recalcitrantes líderes jenízaros por fin cayeron. Sus bienes confiscados sirvieron para conseguir una alianza con el resto.

No obstante, el nuevo régimen no consiguió resolver los problemas más acuciantes a los que se enfrentaba el Imperio: equilibrar el presupuesto y derrotar a los venecianos. En 1653, el sultán Mehmed, entonces de catorce años, invitó a sus principales asesores a sugerir soluciones. «Mi gasto no es tan grande como el de mi padre y los ingresos son los mismos —apuntó—. ¿Cuál es entonces la razón para que la renta del Estado ya no baste para cubrir el gasto, y por qué no se consigue recaudar dinero para la flota y otros asuntos importantes?» Tras cierto debate, Mehmed instó a cada uno de sus ministros a presentar unas recomendaciones escritas. Uno de ellos, Kâtib Çelebi, estimaba que en 1648, el año del regicidio, la tesorería central había ingresado 362 millones de akçes y había gastado 550 millones. Dos años más tarde, la renta había aumentado a 532 millones de akçes, pero el gasto se había elevado a su vez a 677 millones. Para 1653, según Kâtib Çelebi, «el gasto supera los ingresos en 160 millones de akçes» y el gobierno ya había comprometido el montante de varios impuestos pagaderos en años próximos. El principal problema, argumentaba, era la catastrófica caída de la recaudación del principal impuesto sobre la propiedad, mientras la guerra en Venecia continuaba drenando los recursos de los que disponía el emperador. Kâtib Çelebi sugirió que sólo reduciendo el tamaño del ejército profesional permanente podría reducir significativamente el gasto, y sólo restaurando el estado de derecho en el campo, para que los campesinos pudieran regresar a sus tierras y retomar sus labores, volviendo de esta manera a pagar impuestos, podrían aumentarse los ingresos en grado suficiente. Si el Estado no actuaba, predecía, «es seguro que la desobediencia a la ley y la carga de injusticia y violencia acabarán arruinando al Imperio[41]».

Kâtib Çelebi no albergaba ilusiones respecto al destino que correría su propuesta: «Dado que sabía que mis conclusiones serían difíciles de aplicar —escribió en otra de sus obras—, no me tomé más trabajo en ello». Meramente esperaba que «algún sultán, en algún momento futuro, tomara conciencia de ellas» y actuara antes de que fuera demasiado tarde. Pero, en lugar de ello, en 1653 Mehmed y su Consejo rechazaron una oferta de paz veneciana (porque la República se negaba a abandonar Creta), y dos años más tarde terminaron con otra revuelta militar en Anatolia incorporando a los amotinados y sus líderes al ejército permanente, aumentando de este modo su tamaño de 71 000 a 130 000 soldados, y añadiendo 262 000 000 akçes al gasto de la tesorería central[42].

Como Kâtib Çelebi comentó en otro de sus numerosos escritos: «Es un hecho que una vez la disputa y el desacuerdo sobre cualquier tema se suscita en un pueblo, no es posible, aun cuando se llegue a un acuerdo, que dicha disputa o desacuerdo quede completamente erradicado[43]». Mientras las fuerzas venecianas mantuvieron su bloqueo de Estambul y siguieron reteniendo Creta, las facciones palaciegas de Estambul continuaron su infructuosa «disputa y desacuerdo» sobre cómo frenar el declive del Imperio. Un ministro tras otro fue llegando al poder, cada uno de ellos con una nueva propuesta de medidas, para acabar todos siendo destituidos cuando no conseguían un éxito inmediato: durante 1655 y 1656, se sucedieron siete grandes visires, algunos en cuestión de semanas. Uno no duró más que un día. En marzo de 1656, otro intento por equilibrar el presupuesto mediante una brutal devaluación de la moneda provocó otro motín, cuando la guarnición de la ciudad se encontró con que los tenderos no aceptaban el pago en las nuevas monedas, prácticamente carentes de valor. Los jenízaros decidieron entonces volver a emprender una marcha hacia palacio y exigir la entrega de treinta de los «perversos asesores» del sultán. Mehmed accedió a regañadientes, y dichos asesores fueron asesinados y colgados boca abajo de un gran plátano de Indias en la plaza pública de la capital; fue el cuarto cambio de régimen en ocho años.

Sin un gobierno eficaz para hacerles frente, los venecianos volvieron a derrotar de forma aplastante a la flota otomana, y esta vez ocuparon las islas del Egeo de Tenedos y Lemnos, dejando a Estambul prácticamente aislada del Mediterráneo. Muchos habitantes, temiendo que los venecianos lanzaran un ataque directo, vendieron sus propiedades y abandonaron la capital. Con la negativa de los gobernadores provinciales de enviar dinero a la administración central, y la capital a punto de perecer de hambre, el futuro del Estado otomano no podía presentarse más negro. El descontento popular alcanzó tal grado que, una vez más, el destino del sultán pendía de un hilo: «La opinión pública era sumamente crítica con él —apuntaba un visitante extranjero—, hasta el punto de que el más mínimo giro desfavorable en los acontecimientos o un nuevo escándalo en los asuntos públicos, lo ponía en grave riesgo de sufrir una revolución[44]».

La vuelta a la estabilidad

Los predicadores kadizadelis, como siempre, culparon de todos los desastres a las innovaciones religiosas. Habían perdido cierta influencia durante el tiempo que Kösem Sultan dominó la política del gobierno, porque ésta había favorecido a los sufíes, pero tras su asesinato en 1651, los kadizadelis consiguieron una nueva legislación contra los que fumaban y bebían, así como la aprobación de la destrucción de ciertas logias sufíes. Fue entonces, en 1656, cuando empezaron a maquinar planes para demoler todas las logias derviches de la capital y todos los minaretes, salvo una mezquita, «para garantizar que Estambul fuera reflejo de la Medina del Profeta[45]».

La embestida nunca llegó a producirse, porque el 15 de septiembre de 1656, Mehmed IV nombró gran visir a Köprülü Mehmed Pasha. Joven devşirme de Albania, en ese momento contaba ochenta años y hasta entonces sólo había ocupado cargos menores en el gobierno, pero poseía un profundo conocimiento del funcionamiento interno del Estado otomano. Antes de aceptar el puesto de gran visir, mantuvo intensas negociaciones con «palacio», consiguiendo el apoyo de Turhan Sultan, la madre de Mehmed, y del jefe muftí y los ulemas para organizar un golpe preventivo contra los kadizadelis. Cuando, pocos días más tarde, éstos se negaron a desconvocar el ataque que habían planeado contra las logias sufíes, Köprülü mandó arrestar a sus líderes y los envió al exilio. Tras este éxito, ejecutó a varias figuras impopulares, principalmente al patriarca ortodoxo griego, al que acusó de traición, y a muchos de los jenízaros que habían rendido Tenedos a los venecianos. Cuando parte de la guarnición de la capital se rebeló contra estos arbitrarios actos, Köprülü puso a los cipayos en contra de los jenízaros, cimentando de este modo su autoridad. A continuación pidió al jefe muftí que certificara que todas las medidas que había tomado hasta el momento habían sido legales. El funcionario así lo hizo, aunque manifestando su sorpresa ante esta petición. «En estos tiempos que corren —replicó Köprülü Mehmed—, en los que todo el mundo cambia constantemente de opinión y de lealtades, quería tener constancia de su apoyo por escrito[46]».

Köprülü también movilizó el apoyo religioso para lanzar una ofensiva contra Venecia. Ordenó que todos los pajes de palacio llamados Mehmed (por el Profeta), recitaran el verso de apertura del Corán todos los días hasta el final de la campaña y encargó a 101 hombres que recitaran el Corán entero 1001 veces en las principales mezquitas de la capital[47]. Confiado en que estas medidas obrarían un milagro, Köprülü comandó en persona la flota otomana para luchar contra los venecianos. Sus expectativas no se vieron defraudadas: las guarniciones venecianas rindieron Lemnos y Tenedos, rompiendo por fin el bloqueo de la capital y restableciendo el vital suministro de comida procedente de Egipto. A continuación, Köprülü condujo un ejército hacia los Balcanes, con la aparente intención de atacar las posesiones venecianas en la costa adriática, pero una revuelta en Anatolia lo obligó a regresar. El líder rebelde Abaza Hasan, gobernador de Alepo (la tercera ciudad del Imperio), había conseguido un amplio apoyo de otros gobernadores regionales de Anatolia y Siria, y los predicadores empezaron a aclamarlo como el «renovador» y el «Mesías» que devolvería la pureza a la comunidad islámica. Él y sus partidarios exigieron que el sultán destituyera a su gran visir.

Esto suponía un gran desafío para Mehmed IV. Aunque se daba cuenta de que si se negaba a sacrificar a Köprülü probablemente se desencadenaría una guerra civil, el sultán consiguió una fetua del jefe muftí en la que se condenaba a los rebeldes: «Dado que han cometido un acto de presión contra el sultán, su sangre puede derramarse legítimamente: aquellos que hacen que los ejércitos musulmanes abandonen su lucha contra los infieles perpetrando sedición son peores que los infieles mismos». Tras ser aprobada por los ulemas de Estambul, se difundieron múltiples copias de esta fetua, así como un llamamiento a los varones adultos a luchar contra los rebeldes. La Pequeña Edad de Hielo también contribuyó a salvar a Köprülü: el histórico invierno de 1657-1658, seguido de una mala cosecha en Anatolia, hizo imposible a los rebeldes mantener su ejército y, poco a poco, el apoyo a la insurrección se fue disipando. A principios de 1659, Abaza Hasan y sus lugartenientes se rindieron ante una promesa de clemencia, para al final acabar siendo ejecutados[48]. Köprülü Mehmed envió entonces a su lugarteniente de confianza, Ismail Pasha, a acorralar a los renegados, terminar con las exenciones fiscales injustificadas y confiscar todas las armas de fuego cuya posesión fuera ilegal. Su éxito queda reflejado en dos célebres anécdotas de la época. La primera hace referencia a una ciudad de Anatolia que decía contar con 2000 descendientes del profeta Mahoma, todos ellos con derecho a la exención fiscal: la investigación de Ismail sólo legitimaba el derecho a que dicha exención le fuera aplicada a veinte individuos y obligaba a los 1980 restantes a pagar no sólo los impuestos corrientes, sino la totalidad de los atrasos correspondientes a la década anterior. La segunda anécdota cuenta que, tras el barrido para confiscar armas (se dice que se requisaron 80 000), un campesino vio a una perdiz gorjeando alegremente en los bosques: «Sí, ya puedes piar contenta —dijo lastimeramente—, tu patrón Ismail Pasha nos ha quitado todas las armas[49]».

La Pequeña Edad de Hielo también causó el peor revés de los cinco años en que Köprülü Mehmed ocupó el cargo de gran visir. En 1659-1660, las tierras en torno al mar Egeo y el mar Negro sufrieron la peor sequía en todo un milenio: no cayó ni un copo de nieve en invierno ni una gota de lluvia durante toda la primavera. En Rumania, según un contrato de venta en poder de un campesino, «debido a la sequía que Dios nos ha enviado, queríamos vender nuestra propiedad a nuestros parientes, pero éstos la rechazaron y nos dejaron morir de hambre»; según un cronista, el hambre también obligó a otros a vender a sus hijos. En Transilvania, un alto cargo anotó en su diario que las exiguas cosechas habían provocado una extensa hambruna, hasta el punto que «Transilvania nunca había experimentado una miseria como la de este año pasado[50]». La combinación de la sequía con el calor extremo convirtió los edificios de madera de Estambul en un polvorín, y en julio de 1660 un incendio de una virulencia sin precedentes destruyó dos tercios de la capital, haciendo que los minaretes de las mezquitas ardieran como velas. El área más dañada fue la que habitaba la mayoría de las poblaciones judía y cristiana de la capital: siete sinagogas y al menos veinticinco iglesias quedaron hechas cenizas.

El control del poder que ejercía Köprülü Mehmed era tal que también sobrevivió a estos desastres, y al año siguiente murió en su cama y su cargo de gran visir fue heredado por su hijo de veintiséis años, Köprülü Fazil Ahmed: una transición pacífica con pocos paralelismos en la historia otomana del siglo XVII (y la primera vez que un hijo sucedía a su padre en el cargo). Casi inmediatamente, el nuevo gran visir, que previamente había sido preceptor en una madraza, invitó a un carismático predicador kadizadeli llamado Vani Mehmed Efendi a reunirse con él en Estambul. Siguiendo el ejemplo de Kadizade Mehmed una generación antes, Vani atribuyó el gran incendio al abandono de las prácticas religiosas de los primeros musulmanes. Una vez más, el sultán tomó nota y prohibió el consumo de tabaco, café y alcohol; condenó las actuaciones musicales, cantar, bailar y salmodiar en público; también prohibió cualquier reunión no supervisada entre personas solteras de distinto sexo, e insistió en la estricta aplicación de la sharía. Además, destruyó populares tumbas sufíes y mandó exiliar o ejecutar a líderes sufíes[51]. Vani y otros predicadores también afirmaron que la desproporcionada destrucción de las propiedades pertenecientes a los judíos durante el gran incendio de Estambul era una señal del desagrado divino y exigió una legislación que impidiera su regreso a la zona. Köprülü Fazil Ahmed confiscó por consiguiente todas las tierras en las que antes del incendio se hallaban las sinagogas y las sacó a subasta: como había prohibido a los no musulmanes pujar por ellas, el área fue instantáneamente islamizada. Para simbolizar el cambio y proclamar su propia e incrementada autoridad, la madre del sultán, Turhan, patrocinó la terminación de las obras de la enorme Yeni Cami («Mezquita Nueva») en el área. Cuando se inauguró, en 1665, Vani Mehmed Efendi se convirtió en su primer predicador y sus sermones allí continuaron reivindicando la supremacía de las tradiciones musulmanas y criticando a los judíos[52].

El momento mesiánico de Sabbatai Zevi

Estos cambios desestabilizaron y alarmaron profundamente a la población judía de todo el Imperio otomano. Algunos ya se sentían inquietos desde antes, porque el calendario judío acababa de inaugurar un nuevo siglo (5400: 1640 del calendario cristiano) y cada nuevo siglo ocasionaba por lo general un resurgimiento del mesianismo judío. Por otra parte, los años anteriores a 5400 [1640] habían sido testigos de un debilitamiento de la autoridad tanto de los rabinos como de los textos tradicionales (la Torá y el Talmud) entre algunos grupos judíos, en favor de nuevas fuentes de autoridad. Una de ellas era la cábala (literalmente, «algo recibido»), una variedad del judaísmo que exaltaba el misticismo y la revelación, así como la tradición y la Torá, y veneraba a los profetas y curanderos además de a los rabinos. Una ramificación peculiar de la cábala, desarrollada en la ciudad de Safed, en Palestina, cobró una amplia difusión en el mundo judío, primero de forma oral, más adelante manuscrita, y finalmente a través de obras impresas, encontrando una acogida especialmente importante en Italia y en Polonia. No dejaba de constituir una trágica ironía que algunos destacados autores judíos sostuvieran que «en el año 408 del quinto milenio [1648 d. C.] los que yacen en el polvo, se levantarán». Naphtali ben Jacob Bacharach publicó Emeq ha-Melekh [El valle del rey] en 1648, donde predecía que la redención de los judíos y el fin del mundo se aproximaban rápidamente, mientras que dos años más tarde, Menasseh ben Israel publicó Esperança de Israel [Esperanza de Israel], que pronto sería traducido a otros idiomas, cuyo mensaje era bastante parecido[53].

Cuatro desastres mantuvieron las tensiones al máximo dentro de la comunidad judía global. El primero, que en 1645 los colonos portugueses asentados en las zonas de Brasil conquistadas por los holandeses se rebelaron (véase capítulo 15). Mientras que el régimen colonial holandés había favorecido activamente el asentamiento judío, el portugués destruyó entonces las propiedades judías y mató (o entregó a la Inquisición) a todos los colonos judíos que pudo encontrar. El segundo, que aquel mismo año el estallido de la guerra entre el Imperio de Venecia y el otomano terminó con el lucrativo comercio que hasta entonces había sido el sostén de las comunidades judías de ambos Estados. El tercero, que en 1647 Felipe IV declaró la bancarrota en Castilla y confiscó el capital de todos los préstamos adquiridos por su gobierno, la mayoría de ellos a banqueros judíos de Portugal. Todos se arruinaron. Y el cuarto y último, que en Ucrania los cosacos masacraron a miles de judíos (véase capítulo 6[54]).

Los desgarradores informes de todas estas catástrofes llegaron a Izmir (Esmirna), una próspera ciudad portuaria a cuya comunidad sefardita pertenecía un religioso estudiante llamado Sabbatai Zevi. Un día de 1648, mientras caminaba en solitaria meditación por las afueras de la ciudad, «escuchó la voz de Dios, que le hablaba: “Tú eres el salvador de Israel, el Mesías, el hijo de David, el ungido del Dios de Jacob, y tú estás destinado a redimir a Israel, a reunir a su pueblo disperso por las cuatro esquinas del mundo y llevarlo a Jerusalén.”». Desde ese momento, según Sabbatai contaría más tarde a sus discípulos, «fue investido por el Espíritu Santo», y se sintió autorizado para comportarse de forma extravagante. Echó abajo la puerta de una sinagoga con una hacha en sabbat, preparó una ceremonia de bodas en la que se casó con la Torá, y pronunció repetidamente el prohibido Tetragrammaton. Esta flagrante desobediencia a las leyes judías llevó a los rabinos de Esmirna a declararlo loco y posteriormente, en 1651, enviarlo al exilio[55]. Sabbatai viajó entonces extensamente por Europa, Asia y África, viviendo en varias ciudades del Imperio otomano, hasta que su escandalosa conducta motivó su expulsión. Luego, en mayo de 1665, en Hebrón, un joven cabalista llamado Nathan de Gaza transformó la situación al proclamar que Sabbatai era el verdadero Mesías.

Muchas cosas habían pasado desde que, dos décadas antes, Sabbatai afirmara ser el enviado de Dios. Él mismo se había casado con una refugiada de las masacres ucranianas, lo que le había hecho personalmente consciente de la catástrofe; un grupo de judíos portugueses exiliados en Esmirna había publicado una nueva edición de Esperança de Israel de Menasseh ben Israel; y la destrucción y el desplazamiento de la comunidad judía de Estambul tras el gran incendio de 1660 había despertado preocupación entre sus correligionarios en todo el Imperio otomano[56]. Entretanto, muchos cristianos calculaban a partir de un pasaje del Libro de la Revelación que el mundo se acabaría en 1666, y predecían que, inmediatamente antes, un líder carismático uniría a todos los judíos del mundo, arrancaría a Palestina del control musulmán, y luego se convertiría al cristianismo.

De modo que para 1665, muchos judíos y cristianos estaban predispuestos a aceptar la afirmación de Nathan de Gaza —difundida mediante sermones, cartas y una sorprendente serie de documentos falsificados— de que el por tanto tiempo esperado Mesías había llegado. La aclamación comenzó en Safed, el antiguo centro de estudios cabalísticos en aquel momento arruinado por la prolongada sequía, donde diez profetas y profetisas comenzaron a proclamar la condición mesiánica de Sabbatai. Gracias a las cartas intercambiadas entre eruditos judíos y grupos de estudio, la noticia se difundió rápidamente, y al poco tiempo, profetas y profetisas ya habían proclamado a Sabbatai como Mesías en Alepo, Esmirna, Edirne, Tesalónica y, sobre todo, Estambul, donde…

… mujeres y hombres, jóvenes y doncellas, e incluso niños, proclamaban sus profecías en hebreo o en la lengua del Zohar […]. Caían al suelo como si les hubiera dado un ataque de epilepsia, echando espuma por la boca y retorciéndose, y proferían secretos cabalísticos en hebreo sobre muchas materias. Su mensaje, hablaran en la lengua que hablaran, era siempre: Sabbatai Zevi es nuestro señor, nuestro rey y nuestro Mesías.

El escritor continuaba diciendo que, «dado el gran número de profetas y profetisas que surgieron en las ciudades de Anatolia, todos creyeron a pies juntillas que el fin del mundo había llegado», añadiendo apologéticamente para sus lectores futuros: «Éstos fueron sin duda hechos y maravillas milagrosas, como nunca los había habido desde el día en que se creó el mundo[57]». Los seguidores del nuevo Mesías tenían visiones en las que decían contemplar columnas de fuego sobre su cabeza, en tanto que los panfletos de Nathan de Gaza representaban a Sabbatai como el enviado de Dios, sentado en el trono de los reyes mientras los ángeles le colocaban la imperial «corona de Jerusalén» sobre la cabeza[58].

Para 1666, Sabbatai había conseguido ya un extenso apoyo. En África, los rabinos de Marruecos, Túnez y Libia se convirtieron en acérrimos partidarios suyos, y algunos de sus seguidores partieron hacia Jerusalén. Los informes de periódicos y panfletos despertaron un entusiasta apoyo hacia este movimiento en las comunidades judías de Europa, especialmente en Italia y la República holandesa (con los seguidores de Menasseh ben Israel al frente), en tanto que en Londres, Samuel Pepys informaba de que la comunidad judía «ofrece pagar diez libras como adelanto de cien, si cierta persona que ahora se encuentra en Smirna [Esmirna] es reconocida en estos dos años por todos los príncipes del Este, y especialmente el Gran Señor [el sultán], como rey del mundo […] y como el verdadero Mesías[59]». En Moscú, el propio zar Alejo escuchaba con atención mientras sus ministros le leían traducciones rusas de alrededor de dos docenas de panfletos y artículos de periódicos recibidos de Occidente, basados no sólo en cartas escritas por judíos, sino también en la correspondencia de comerciantes y misioneros europeos residentes en el Imperio otomano, deseoso de saber si el Día del Juicio estaba cerca[60].

Mientras, en Oriente Próximo, los devotos egipcios que habían conocido a Sabbatai, cuando éste vivía en El Cairo, elevaron la creencia en su misión al mismo nivel que la fe en la Torá. La comunidad judía de Yemen, tal vez en respuesta a la noticia del Mesías, entró resueltamente en el palacio del gobernador local para exigir que éste abdicara en favor de Sabbatai. Antes de salir de Esmirna para Estambul, en febrero de 1666, el nuevo Mesías no sólo llevó a cabo «milagros» (al menos según los exageradamente efusivos informes distribuidos por Nathan de Gaza y otros), sino que también nombró a varios de sus principales creyentes para que gobernaran determinadas regiones como reyes, bajo la supervisión general de sus dos hermanos, uno a cargo del mundo islámico y otro de la cristiandad, lo que constituye un significativo recordatorio de que las afirmaciones de Sabbatai poseían una dimensión política además de religiosa[61].

Según un testigo occidental que se encontraba en Estambul, en ese momento en toda la comunidad judía «la conversación empezó a girar sobre la guerra [en Creta] y el inminente establecimiento del Reino de Israel, la caída de la Media Luna y de todas las cabezas coronadas de la cristiandad»; y cuando llegó Sabbatai, muchos «experimentaron tal éxtasis de alegría, que resulta difícil de comprender si uno no lo hubiera visto con sus propios ojos». Como cabía esperar, el gran visir encarceló a Sabbatai casi de inmediato. No obstante, la histeria colectiva continuó, y los judíos de la capital siguieron ayunando y rezando en lugar de trabajar y pagar impuestos[62].

Obviamente, las autoridades musulmanas no podían permitir que esta situación continuara. En septiembre de 1666, el Consejo del sultán puso a Sabbatai frente a una cruda disyuntiva: la de ejecutarlo (y, según algunas fuentes, también a todos sus seguidores) a menos que probara inmediatamente mediante algún milagro que él era el Mesías, o si no, tenía que convertirse al islam. Sabbatai eligió lo segundo. Apostató y vivió como pensionista del sultán hasta su muerte, una década más tarde; con todo, algunos de sus seguidores mantuvieron su fe: hasta el siglo XIX, en Europa del Este, los frankistas, aunque en apariencia católicos, continuaron considerando a Sabbatai como el Mesías, así como los dönme (que significa «conversos» en turco), en algunas partes de Grecia y Turquía. Para la mayoría de sus discípulos, sin embargo, la apostasía acabó con el atractivo de Sabbatai, y puso un abrupto punto y final al «movimiento mesiánico más importante del judaísmo desde la destrucción del Segundo Templo[63]».

El punto de inflexión

El período de quince años durante el que Köprülü Fazil Ahmed ocupó el cargo de gran visir, uno de los más largos de la historia, no sólo fue testigo de la vuelta a la estabilidad de Estambul, sino también de importantes adquisiciones territoriales. En primer lugar, él lideró la invasión de Hungría y capturó varias fortalezas antes de conseguir una ventajosa tregua con los Habsburgo austríacos; a continuación se unió a los soldados de las trincheras de Creta, hasta que en 1669 obligó a las últimas guarniciones venecianas a rendirse. La isla entera pasó entonces a formar parte del Imperio otomano, y así permaneció hasta 1898. Tras estas victorias, Fazil Ahmed emprendió tres campañas contra Polonia, una de ellas encabezada por el sultán en persona, forzando a la Mancomunidad a ceder partes de Ucrania y extendiendo las fronteras del Imperio hasta sus límites máximos. Llegó incluso a conseguir equilibrar el presupuesto público. En 1675, para celebrar todos estos éxitos, Mehmed IV y su gran visir llevaron a cabo «una cuidadosamente orquestada exhibición de esplendor y prodigalidad dinástica» de quince días de duración[64].

Pocos observadores de la «exhibición» del sultán hubieran podido imaginar que doce años más tarde un motín de sus tropas lo obligaría a abdicar. El proceso se inició aquel mismo año, uno de los dos «años sin verano» del siglo XVII, que inauguró un período de inviernos intensamente fríos y primaveras inusualmente secas. Una importante erupción del monte Etna en 1682 redujo al parecer la producción de los cultivos en todo el este del Mediterráneo y dio lugar a un invierno especialmente frío y una primavera inusualmente húmeda[65]. Fazil Ahmed no tuvo que enfrentarse a estas dificultades, dado que murió en 1676, sucediéndole como gran visir su cuñado Merzifonlu Kara Mustafá («el Mustafá Negro de Merzifon»), quien casi inmediatamente emprendió una campaña en Ucrania en un intento por rentabilizar las ganancias de su predecesor. Una vez conseguido su propósito, selló un favorable acuerdo en 1681 —el primer tratado oficial entre el sultán y el zar—. El gran visir también encargó un meticuloso estudio del nuevo territorio ucraniano (aunque la devastación de la guerra queda reflejada en el hecho de que de los 868 asentamientos estudiados, sólo 277 estaban todavía habitados). Dos años más tarde, los otomanos rechazaron la oferta de los Habsburgo austríacos de renovar la tregua entre los dos imperios, pese a la negativa del s, eyhülislam a autorizar una declaración de guerra. En lugar de ello, animado por Vani Mehmed Efendi, todavía el predicador más influyente del Imperio, Merzifonlu Kara Mustafá preparó una campaña para conquistar Viena, la capital de los Habsburgo[66].

La campaña empezó mal desde el principio. Las inusualmente intensas nevadas invernales y lluvias primaverales retrasaron el avance del ejército imperial, que no llegó a Viena hasta el 14 de julio de 1683. Su guarnición consiguió por tanto resistir hasta que las tropas polacas, resentidas por sus pérdidas ante los otomanos, encabezaron una carga que no sólo liberó a la ciudad, sino que causó numerosas bajas entre los sitiadores. Mehmed IV hizo ejecutar a Merzifonlu Kara Mustafá y exiliar a Vani, pero ya era demasiado tarde: las fuerzas otomanas destacadas en Hungría se replegaron, mientras los venecianos ejecutaban su venganza por la pérdida de Creta tomando varios puestos de avanzada otomanos en la costa adriática. Entonces, el crudo invierno de 1686-1687 hizo que el Cuerno de Oro se congelara, tras lo cual Estambul pasó siete meses sin lluvias. La tesorería central gastó más de 900 millones de akçes y apenas ingresó 700 millones, un déficit que provocó una escasez de provisiones en el ejército destacado en Hungría —pese a tener que soportar un verano excepcionalmente lluvioso— y en septiembre de 1687 se amotinó, desafiando las órdenes de pasar el invierno en Belgrado, dirigiéndose en lugar de ello a Estambul, donde forzaron a Mehmed IV a abdicar: el quinto derrocamiento forzoso de un sultán en sesenta años. En 1699, justo después de que el Cuerno de Oro se congelara por tercera vez en un siglo, los otomanos firmaron la Paz de Karlowitz, por la que cedían la mayor parte de Hungría a los Habsburgo y algunas partes de Grecia a los venecianos, lo que marcó el primer repliegue territorial importante del Imperio en casi tres siglos[67].

La dimensión de estas derrotas no debe exagerarse. Después de todo, en el crucial año de 1683, el ejército otomano llegó a las puertas de Viena, la capital de los Habsburgo, mientras que ningún ejército cristiano amenazó Estambul hasta el siglo XX. Por otra parte, los otomanos mantuvieron el control de todas sus demás posesiones europeas, incluida Creta. No obstante, la velocidad a la que se evaporaron las ganancias y la estabilidad de la era Köprülü requiere una explicación. Por un lado, Viena quedaba en el límite exterior del verdadero Aktionsradius del Estado otomano: aun si el clima hubiera permitido a las tropas del sultán llegar antes aquel año y conquistar la capital de los Habsburgo en 1683, parece improbable que hubieran podido mantenerla frente a un enérgico contraataque cristiano. Por otro, aunque los Köprülü ayudaron al Estado otomano a recuperarse de la bancarrota de mediados de la década de 1650, no consiguieron acumular una reserva importante en la tesorería central. Es cierto que los sobornos pagados por los ministros a cambio de nombramientos y la confiscación de sus fortunas cuando eran destituidos aportaban ganancias inesperadas; pero esto jamás pudo compensar la reducida entrada de impuestos procedentes del despoblado centro del Imperio. Otras provincias también sufrieron las consecuencias de la crisis de mediados del siglo XVII. En Egipto, aquejado por la peste y la sequía en la década de 1640, se desató una intensa lucha de poder entre dos facciones, una apoyada por algunas unidades de la guarnición reclutada en los Balcanes y Anatolia, y la otra por las tropas reclutadas en las provincias árabes del Imperio. Estas facciones rivales mantuvieron dividida la sociedad egipcia durante más de un siglo[68].

Por otra parte, la Pequeña Edad de Hielo parece haber golpeado las tierras en torno al Mediterráneo oriental con especial virulencia. La mayoría de las áreas sufrió sequías y epidemias de peste durante la década de 1640, 1650 y de nuevo en la de 1670, mientras que el invierno de 1684 fue el más húmedo registrado en el Mediterráneo durante los pasados cinco siglos, y los inviernos de finales de la década de 1680 fueron al menos 3 ºC más fríos que los actuales. En 1687, un cronista de Estambul informaba: «Este invierno ha sido de una crudeza que no se había visto en mucho tiempo. Durante cincuenta días, los caminos estuvieron cerrados y la gente no pudo salir al exterior. En ciudades y pueblos, la nieve dejó enterradas muchas casas». En los jardines de la ciudad, «limoneros, naranjos, granados, higueras y árboles florales se marchitaron», en tanto que en las inmediaciones del Cuerno de Oro, la nieve «llegaba a la gente a la cabeza». Al año siguiente, las inundaciones destruyeron las cosechas en torno a la zona de Edirne, arruinando las fincas que generalmente abastecían de comida a la capital imperial[69].

En todo caso, la combinación de la adversidad climática con la ineptitud humana en el Imperio otomano había sido mucho peor en las décadas de 1640 y 1650, y, sin embargo, no se perdió ningún territorio frente a las potencias cristianas hasta 1683 (por el contrario, conquistaron Creta). El relativamente tardío «punto de inflexión» parece haber sido sobre todo consecuencia de un cambio en el equilibrio militar entre los otomanos y sus enemigos. A principios del siglo XVII, los principales Estados occidentales desplegaron la mayoría de sus recursos en otros lugares: los Habsburgo luchaban en Alemania (1618-1648); España contra la República holandesa y Francia (1621-1659); Polonia contra los cosacos, Suecia y Rusia (1621-1629, 1632-1634, 1648-1667). Estas luchas intestinas europeas permitieron a los otomanos no sólo conseguir conquistas en Occidente, sino también derrotar a Irán. El fin de las guerras domésticas de la cristiandad significó que la ofensiva contra Occidente de Merzifonlu Kara Mustafá en 1683 desencadenara una respuesta mucho más efectiva.

Por otra parte, las guerras europeas dieron lugar a tres importantes avances tecnológicos que los otomanos imitaron con dificultad, en el mejor de los casos. En primer lugar, en el mar, Occidente desplegó veleros de guerra capaces de disparar andanadas que por lo general podían destruir cualquier galera a remo sin problema; y los otomanos demostraron ser incapaces de construir galeones que los igualaran. Segundo, en tierra, los europeos construyeron fortalezas de enorme sofisticación, y al mismo tiempo desarrollaron unas técnicas de asedio capaces de conquistar prácticamente cualquier fortaleza otomana: muy pocas de las plazas fortificadas capturadas a partir de 1683 en Hungría y el Adriático volvieron nunca al control otomano. Por último, los europeos habían desarrollado descargas masivas de mosquetería y bombardeos de artillería con un impacto mucho mayor en batalla, cuyo uso empezó a hacerse entonces mucho más común. Entre 1520 y 1665 en Hungría tuvieron lugar únicamente tres batallas, de las que los otomanos tan sólo perdieron una, en comparación con las quince batallas habidas entre 1683 y 1699, de las que los otomanos perdieron once. El Imperio, como en otras ocasiones, demostró ser un buen imitador, y su cuerpo de jenízaros consiguió adaptar la técnica de la «andanada» de sus enemigos occidentales, pero no supo innovar. El «declive» del Imperio otomano fue más relativo que absoluto: al final consiguió recuperarse de la crisis de mediados del siglo XVII, pero sus rivales europeos lo hicieron más rápida y completamente.

El siglo maldito. Clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII
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