19. Gentes de creencias heterodoxas que «se unirán a cualquiera que las llame»: la propagación de la revolución.
19
GENTES DE CREENCIAS HETERODOXAS QUE
«SE UNIRÁN A CUALQUIERA QUE LAS LLAME»:
LA PROPAGACIÓN DE LA REVOLUCIÓN[1]
En La frontera del éxito: el punto clave para que cualquier cosa se convierta en un fenómeno de masas, Malcolm Gladwell evaluó la influencia del recorrido de Paul Revere por Massachusetts la noche del 18 al 19 de abril de 1775, con el fin de correr la voz de que al día siguiente las tropas británicas asentadas en Boston intentarían detener a los principales patriotas de las colonias norteamericanas en Lexington e incautarse de las armas de la milicia local de Concord. Las hostilidades que siguieron el 19 de abril dieron comienzo a la guerra de la Independencia (la guerra revolucionaria) estadounidense. Según Gladwell, un elemento esencial del éxito de Revere radicó en su condición de «conector». Su trabajo de orfebre y sus frecuentes viajes comerciales le habían permitido desarrollar una amplia red de conocidos, pertenecientes a distintos grupos sociales, cuya confianza se había ganado. Mientras aumentaba la oposición a los británicos, Revere llevaba con frecuencia mensajes entre los líderes patrióticos. En consecuencia, la noche del 18 al 19 de abril de 1775 él sabía dónde encontrar los barcos y caballos necesarios para realizar su recorrido, dónde hallar a cada uno de los líderes y cómo esquivar a las patrullas británicas. El papel de «conector» de Revere le permitió propagar su noticia como un virus y, para Gladwell, ese recorrido «quizá fuera el ejemplo histórico más famoso de epidemia difundida de boca en boca[2]».
Varios observadores europeos de mediados del siglo XVII utilizaron metáforas médicas similares para describir la sorprendente velocidad con la que se propagaban las revueltas. En 1641, Francisco de Quevedo afirmó que eran «las viruelas de sus reyes: todos las padecen, y los que escapan quedan por lo menos con señales de haberlas tenido». Una década después, en su estudio sobre los «levantamientos políticos de nuestros tiempos», el historiador italiano Giovanni Battista Birago Avogadro declaró: «Los levantamientos populares son como enfermedades contagiosas en las que el veneno letal pasa de un individuo a otro, y ni la distancia, ni el retraso, ni la diversidad climática o la distinta forma de vida pueden detener las repercusiones de esos peligrosos contagios». En 1676 el gobernador de la colonia de Barbados se maravillaba de que los «estragos diarios de los indios» estuvieran «extendiéndose como una plaga por todo el continente, desde Nueva Inglaterra […] a Maryland». Con todo, como señaló Hugh Trevor-Roper en su lúcido estudio de 1957, que popularizó la expresión «Crisis General», aunque «la universalidad de la revolución algo tenía que ver con el puro y simple contagio», éste «implica receptividad, es decir, un cuerpo sano o vacunado no se contagia siquiera de una enfermedad generalizada[3]».
«Enfermedades contagiosas» y Estados compuestos
Es digno de mención que tanto Quevedo como Birago Avogadro tomaran sus ejemplos de «contagio» de un tipo de entidad política que presentaba una insólita «receptividad»: el Estado compuesto. Más de la mitad de las rebeliones que estallaron en la Europa del siglo XVII tuvieron lugar en esos sistemas, en gran medida porque sus gobiernos intentaron imponer políticas similares a comunidades con diferentes instituciones políticas, fiscales y culturales, y también tradiciones. En 1618, Fernando II intentó aplicar a las tierras de Bohemia que acababa de lograr gracias a una elección la misma uniformidad religiosa ya impuesta en sus territorios hereditarios. Once años después inició un proceso similar en el Imperio a través del Edicto de Restitución (véase capítulo 8). Poco después de su entronización en 1625, Carlos I de Inglaterra, Escocia e Irlanda declaró que quería «una forma de gobierno uniforme a lo largo y ancho de nuestra Monarquía» y dio orden a sus ministros de que «unificaran sus tres reinos en una estricta unión y obligación [que los vinculara entre sí] para su mutua defensa cuando alguno de ellos se viera atacado, cada uno con la proporción de caballos, infantes o barcos que en virtud de su territorio se considere adecuada». Estaba claro que Carlos partía del modelo de la Unión de Armas que acababa de imponer la Monarquía española[4].
Ninguno de esos ambiciosos planes llegó a buen puerto, aunque sí suscitaron una enérgica resistencia, en parte por la inflexibilidad de sus defensores. Cuando algunos católicos alemanes expresaron el miedo a los riesgos que conllevaría imponer el Edicto de Restitución en todas las zonas de Alemania, Fernando II les informó de que estaba dispuesto a perder «no sólo Austria, sino todos sus reinos y provincias, y cualquier otra cosa que tuviera en el mundo, siempre que salvara su alma, lo cual no puede hacer sin ejecutar este edicto». Una década después, Carlos I se lamentaba igualmente: «Mientras esta alianza esté en vigor, no tengo más poder en Escocia que un duque de Venecia, por lo que prefiero morir antes que aceptarla»; mientras que Olivares exclamaba que «si las Constituciones [de Cataluña] embarazan esto, que lleve el diablo las Constituciones, y a quien las guardare también[5]».
Además de no soler conseguir sus objetivos, los defensores de la uniformidad tampoco parecían capaces de aprender de sus fracasos. En 1646, don Juan de Palafox, que había trabajado tanto en Aragón como en México (dos territorios «periféricos» de la Corona española), le dijo a un colega:
Vuestra Excelencia me dé licencia para decirle que no se perdió Portugal en Portugal, ni Cataluña en Cataluña, sino dentro de Madrid. Y ahí se perderán las Indias Occidentales como se han perdido las Orientales, porque donde se premian y honran los excesos públicos, es donde se levantan los nublados que después vienen a dar sobre los reinos, que a fuerza de pecados, violencias y tiranías se desunen y apartan de las coronas.
Lo mismo podía decirse de otros Estados compuestos. Así, a pesar de los numerosos indicios que auguraban actos de oposición en Escocia si se trataba de imponer allí un devocionario inspirado en el culto inglés, el arzobispo Laud hizo planes para imponerlo también en Irlanda, en tanto que la incapacidad de someter a los rebeldes escoceses por la fuerza en 1639 no impidió al conde de Strafford y a Carlos I intentarlo de nuevo en 1640 y, a pesar de su rotunda derrota, de barajar la posibilidad de intentarlo por tercera vez en 1641[6].
Tal obstinación era peligrosa, porque las rebeliones no sólo solían comenzar en la periferia de los Estados compuestos, sino que también era frecuente que se propagaran por toda esa periferia. Así, la revuelta registrada en Bohemia en 1618 sólo fue la primera pieza del dominó en caer; después vendrían casi todos los demás territorios regidos por Fernando II: Hungría, Silesia, Moravia, la Alta y la Baja Austria (véase capítulo 8). En Francia, dos décadas después, un juez comentó: «La noticia de los desórdenes que tuvieron lugar en la Baja Normandía [la revuelta de los nu-pieds] redobló el coraje del populacho en Ruán», capital del ducado, de manera que «esos desórdenes se convirtieron en principal tema de conversación del pueblo llano, que los propagó como si fueran actos heroicos». Cinco días después, una turba asesinaba a un recaudador de impuestos en Ruán y lo mismo ocurrió en Caen, segunda ciudad del ducado, situada a 130 kilómetros. En 1640, un diplomático francés enviado a establecer contacto con los rebeldes catalanes opinaba que Portugal «nunca se habría atrevido a sublevarse sin el ejemplo de Cataluña, temiendo ser rápidamente aplastado si entraba sólo en tan peligroso baile». Siete años después, al tener noticia de los desórdenes que se estaban produciendo en varias ciudades andaluzas y que «Sicilia estaba a punto de perderse», un flemático político español señaló que «en la Monarquía que consta de muchos reinos, y muy separados, el primero que se levanta va á gran riesgo, porque le pueden oprimir fácilmente los demás; pero el segundo tiene mucho menos peligro, y de ahí adelante cualquiera puede atreverse sin miedo[7]».
Los «conectores».
Suele ser difícil reconstruir esos «peligrosos bailes» porque los que intentaban coordinar insurrecciones hacían lo posible por no dejar rastro. El caso de Portugal constituye una excepción. En cuanto el duque Juan de Braganza fue entronizado en diciembre de 1640, no tardó en enviar mensajeros a fomentar rebeliones por doquier contra su antiguo soberano. Mandó a dos jesuitas a Barcelona para invitar a los catalanes a firmar una alianza antiespañola con él y también envió a todos los territorios de ultramar lusos a un hidalgo en busca de apoyo. Esa coordinación requería tiempo: para evitar ser interceptado, el hidalgo encargado de llevar las nuevas a Extremo Oriente fue primero a Londres y allí abordó un barco neutral inglés en dirección a Java, donde esperó hasta que un buque holandés lo condujo a Taiwán. Desde allí, el agotado «conector» llegó por fin a Macao el 30 de mayo de 1642. A partir de ese momento, de todo el Imperio portugués, sólo la ciudad norteafricana de Ceuta se mantuvo fiel a Madrid (y así sigue siendo[8]).
Los «conectores» también propagaron la sedición en otros Estados compuestos. En Sicilia, las nuevas de la revuelta iniciada en Palermo el 20 de mayo de 1647 no sólo desataron levantamientos urbanos en otros lugares de la isla —entre otros, Trapani el día 25, Cefalù y Marsala el 27, Castronuovo y Sanfilippo el 29—, sino que un veterano de la insurrección palermitana que casualmente estaba en Nápoles el 7 de julio de 1647 dirigió el levantamiento en la Piazza del Mercato, y a su muerte otros sicilianos ayudaron a radicalizar a las airadas turbas. Sus éxitos inspiraron revueltas populares en todo el Reino de Nápoles (véase figura 29). El 15 de agosto, en Palermo, un testigo ocular de la revolución de Masaniello que había regresado hacía poco de Nápoles inició una segunda revuelta con la intención manifiesta de arrancar las mismas concesiones[9]. En Rusia, también los peticionarios de las localidades de provincias que habían estado en la capital en junio de 1648 actuaron de eficaces conectores en la propagación de la revolución: en cuanto volvieron a casa con noticias del desafío planteado al zar por los moscovitas se desataron levantamientos locales. Una generación después, los partidarios de Stenka Razin lanzaron una ofensiva epistolar que les granjeó partidarios en zonas apartadas de su base de operaciones cosaca (véase capítulo 6). Los campesinos de Entlebuch que iniciaron la revolución suiza de 1653 enviaron delegados para recabar apoyos en otros lugares del cantón de Lucerna y en otros anejos (véase capítulo 8). Finalmente, cuando James Howell quiso saber «a quién había que echar la culpa» del estallido de la guerra civil inglesa, señaló (con una audaz combinación de metáforas) que el fuego…
… prendió inicialmente en Escocia. Su útero fueron los puritanos de ese Reino, aunque igualmente debo decir que el vientre que engendró este centauro fue el de los puritanos de esta Inglaterra. Si el pedernal y el acero no hubieran encendido el fuego en Inglaterra, la yesca nunca habría prendido en Escocia, ni la llama habría llegado nunca a Irlanda[10].
Con todo, los súbditos descontentos no siempre precisaban de «conectores» humanos para «encender» sus quejas, ya que podían hacerlo ellos solos. Así, los italianos de Felipe IV siguieron con atención la evolución de la revuelta catalana a través de cartas, opúsculos y libros. En el Nápoles de 1646 (un año antes del levantamiento de Masaniello), Alexandre de Ros publicó su historia de la revuelta catalana: aunque Cataluña desengañada condenaba a los rebeldes, sirvió de patrón para saber cómo cobraban impulso las rebeliones. Entretanto, en Palermo, Vincenzo Auria (letrado, poeta e historiador), utilizando los libros de historia de su propia biblioteca, realizó una pormenorizada reconstrucción de la carrera anterior del desventurado virrey de Sicilia, el marqués de los Vélez, antes virrey de Navarra y de Cataluña, y embajador en Roma, en busca de una pauta de comportamiento[11]. En 1638, durante la Monarquía Estuardo, un obispo anglicano de Irlanda se quejaba del «pésimo ejemplo que los contumaces no conformistas [partidarios del Covenant escocés] han dado tanto a Inglaterra como a Irlanda», lamentándose de que «este contagio» ya hubiera comenzado a propagarse por el Úlster. Al año siguiente, en palabras de un «escritor de cartas» (precursor de los reporteros de prensa), «hace ya bastante tiempo que el escenario de esos reinos está situado principalmente en Edimburgo», de manera que en otros lugares habría quien pudiera tomar «lo que aquí debe representarse» para «crear así el marco de sus propios intereses[12]».
Nadie observaba con más atención los acontecimientos registrados en Escocia que los católicos irlandeses, que veían cómo «los escoceses, al fingir agravios y tomar las armas para obtener reparación por ellos, no sólo habían logrado diversos privilegios e inmunidades, sino que habían conseguido 300 000 libras por su visita». Un sublevado irlandés declaró que imitaría a «Escocia, que obtuvo un privilegio con esas acciones» para poner fin al «tiránico gobierno que tenía encima»; otro alardeaba: «Los escoceses impusieron su voluntad por la fuerza de las armas y lo mismo harían en este Reino»; en tanto que un tercero opinaba: «Si el castillo de Dublín hubiera sido tomado por lord Maguire, no se habría vertido sangre alguna, porque sólo lo habrían conservado hasta haber obtenido sus propios fines de Su Majestad, algo que creían tan razonable como los deseos que pretendían obtener los escoceses en Inglaterra». Todavía más reveladora fue la reacción de un destacado confederado irlandés cuando su prisionero protestante le preguntó: «¿Habéis llegado acaso vosotros a una Alianza [Covenant] como la de los escoceses?» «Sí —contestó él—, los escoceses nos han enseñado nuestro abecé[13]».
La propagación de la «plaga» revolucionaria no se limitó a los Estados compuestos. En 1654, Birago Avogadro señaló de qué manera un levantamiento contra un príncipe podía en ocasiones fomentar sublevaciones contra otro, ya que «el ejemplo que da el primero basta para provocar a otros en otros estados, porque realmente notable es el poder del ejemplo sobre el entendimiento de los hombres. Se observa que las personas no sólo se ven impelidas a hacer lo que ven hacer a otras, sino que de ellas se espera que lo hagan y a ello se las incita[14]». En consecuencia, las diversas rebeliones que sufrió Carlos I suscitaron mucha atención en la Europa continental. En 1648 un tercio de los «números extraordinarios» de la Gazette francesa se centraron exclusivamente en asuntos británicos, y casi la mitad de los documentos y declaraciones que publicó procedían de los rebeldes. Alemania también parecía fascinada con los acontecimientos que ocurrían al otro lado del canal de la Mancha: entre 1640 y 1660 unos cincuenta periódicos germanos dedicaron más de 2000 páginas a lo que ocurría en las islas Británicas, mientras que los autores alemanes publicaron más de seiscientas obras sobre el tema. Igualmente, en la República holandesa un tercio de los opúsculos aparecidos entre 1640 y 1648 tenía que ver con problemas ingleses, en tanto que los sublevados catalanes no sólo publicaron opúsculos dando cuenta de las revueltas a las que se enfrentaba simultáneamente Carlos I, sino también la traducción al catalán de manifiestos católicos irlandeses[15].
Del mismo modo, el éxito inicial de la revolución de Nápoles contra Felipe IV inspiró actos de sedición contra otros príncipes. Según un embajador, la mayoría de los parisinos creía «que los napolitanos han actuado con inteligencia y que, para librarse de la opresión, habría que seguir su ejemplo»; y las multitudes que protestaban por las subidas de impuestos gritaban «¡Nápoles! ¡Nápoles!», lo cual recordaba a las claras las consecuencias que tenía imponer tributos impopulares a una metrópoli. En los Estados Pontificios, cuando estalló una revuelta en Fermo el 7 de julio de 1648, primer aniversario de la revuelta de Masaniello, muchos dieron por hecho que quienes «saquearon y quemaron» los palacetes de los ricos no hacían sino seguir el «ejemplo del levantamiento de Nápoles», y desde luego varios grupos de revolucionarios cruzaron la frontera, animando a los sublevados por lo menos en otras seis comunidades. La desastrosa cosecha les facilitó la labor. Un funcionario pontificio informó de que «en todos los lugares que visité, encontré los espíritus de los vasallos enormemente agitados por la hambruna», de manera que si «todas las gentes del campo se conciertan en una unión, puede desatarse una gran conflagración[16]».
En toda Europa, cartas, periódicos, opúsculos, libros e incluso obras de teatro informaban y sacaban conclusiones de los acontecimientos registrados en Nápoles. Una pieza dramática publicada en Londres en 1649 y titulada The rebellion of Naples or the tragedy of Massenello [sic] [La rebelión de Nápoles o la tragedia de Massenello], finalizaba con un amenazador «Epílogo» pronunciado por el propio «Massenello», que empezaba así:
Cuídense los reyes de provocar
con yugo insoportable a sus súbditos,
porque pasado todo, de nada servirá,
veréis cómo ese yugo en dos se habrá de partir.
Dos años después, en la República holandesa, los amotinados de Dordrecht aclamaron a Masaniello, considerándolo su héroe[17]. Por su parte, éste y sus seguidores se inspiraron en los holandeses. El Manifiesto del fidelísimo pueblo de Nápoles, que proclamaba que Felipe IV ya no era su soberano, se parecía al documento de 1581 en el que los Estados Generales de los Países Bajos habían proclamado la deposición de Felipe IV; el duque de Guisa juró como protector «con los mismos poderes con los que el Serenísimo Príncipe de Orange defiende la República y los estados libres de Holanda», y un opúsculo recordaba a los lectores que los españoles «habían dejado que los expulsaran de siete provincias de Flandes los pescadores holandeses […]. ¿Qué podrán hacer entonces contra vosotros?»[18].
Los napolitanos no fueron los únicos en sacar conclusiones. En fechas anteriores de ese mismo siglo, en su influyente tratado sobre política, Johannes Althusius proclamó que el éxito de la República holandesa frente a España «es tan pródigo que se derrama sobre los países vecinos», ofreciendo «a la imitación ajena esas virtudes» que a «vuestra mancomunidad [había defendido] de la tiranía y el desastre». En el mismo sentido se pronunciaba un autor francés: los holandeses habían «advertido a todos los príncipes de los deberes que tienen con sus pueblos, proporcionando a todos esos pueblos un memorable ejemplo de lo que pueden hacer contra sus príncipes». En la propia España, Quevedo atribuyó la revuelta de los catalanes al «ejemplo de Holanda»; mientras que en Inglaterra muchos echaban la culpa de las rebeliones contra Carlos I al ejemplo de los holandeses, que habían mostrado de qué manera los súbditos que «se han rebelado contra su señor» podían «aun prosperar y florecer más que ningún otro de Europa». En 1641 un embajador destinado en Londres detectó «una intención secreta de acercarse a la forma de gobierno holandesa, hacia la que el pueblo de estos lugares muestra demasiada inclinación», y diez años después Thomas Hobbes declaró que «los últimos conflictos de Inglaterra [surgieron] de la imitación de los Países Bajos[19]».
El aluvión de rebeliones de Europa también inspiró a descontentos de las colonias de ultramar. La proclamación de independencia declarada en México por don Guillén Lombardo en 1642 citaba los ejemplos de otros que con razón se habían rebelado, después de llegar a la conclusión de que es mejor morir una vez por su restitución y libertades que vivir oprimido, tiranizado y violentamente sometido, como se había visto en los reinos de Portugal, Cataluña, Navarra y Vizcaya. Se añadía igualmente que en reinos tan remotos y usurpados como Nueva España, los abusos eran mucho más comunes y gravosos que en Europa. Según su razonamiento, los indígenas oprimidos por Felipe IV no sólo podían, sino que debían alzarse contra él[20]. Una década después, cuando un grupo de frustrados colonos portugueses de Goa depuso al virrey, su «justificación fue que lo mismo había hecho Portugal y también el pueblo de Inglaterra, mientras que, más cerca de aquí», añadían, «lo había hecho Ceilán». Entretanto, en la Angloamérica de 1643, los colonos de Nueva Inglaterra constataron que a los indios complacían «esas tristes distracciones de Inglaterra, de las que han tenido noticias y que saben nos obstaculizan» la obtención de protección; en tanto que en 1676 el gobierno de Londres se enteró con alarma de que Nathaniel Bacon, líder de los levantiscos colonos de Virginia «había solicitado la ayuda de los gobiernos de Nueva Inglaterra[21]».
La exportación de la revolución
Además de Nathaniel Bacon, muchos líderes rebeldes solicitaron ayuda exterior. Así, entre 1619 y 1620, Federico, el Rey de Invierno de Bohemia, solicitó en vano ayuda militar de otros protestantes de Escandinavia, Gran Bretaña y la República holandesa, y también del sultán otomano y de su vasallo el príncipe de Transilvania (sólo éste se la proporcionó); mientras que en 1626 los rebeldes de la Alta Austria le pidieron a Cristian IV de Dinamarca, que acababa de invadir Alemania, que les proporcionara ayuda (algo que nunca se materializó[22]). Una década después, los adversarios escoceses de Carlos I organizaron una eficaz ofensiva diplomática para conseguir municiones de Dinamarca, la República holandesa y sobre todo Suecia (aunque sus llamamientos al católico Luis XIII y a los protestantes suizos cayeron en saco roto). Los portugueses también recibieron respuestas favorables a sus demandas de ayuda: Francia, la República holandesa y finalmente Gran Bretaña reconocieron el nuevo régimen y enviaron dinero, tropas y buques de guerra, que impidieron que España utilizara la superioridad de sus fuerzas para reconquistar a su vecino occidental[23]. La Confederación católica irlandesa también obtuvo reconocimiento diplomático (así como municiones y fondos) de España, Francia y el papado, hasta que, por primera y última vez antes del siglo XX, Irlanda contó con un cuerpo diplomático, encabezado por un nuncio papal. Fue éste un éxito realmente notable, porque, como el representante del gobierno confederado ante la República holandesa recordó en sus Estados Generales, antes «éramos hombres desnudos, carentes de armas, municiones y capitanes curtidos», pero ahora «con la ayuda de Dios, nos hemos provisto de armas y municiones, y ordenado regresar del extranjero a nuestros capitanes y [hombres] de armas curtidos, haciéndonos así con un número considerable de fragatas y buques de guerra». Así que, en ese momento, amigos y enemigos «nos consideran una fuerza estimable, parlamentan con nosotros y nos permiten hablar con ellos en igualdad de condiciones[24]».
Algunos Estados ofrecían ayuda aun antes de que los rebeldes la solicitaran. En 1637, Luis XIII se ofreció en secreto a enviar al duque Juan de Braganza 10 000 infantes y mil jinetes si decidía arrogarse el trono luso, y tres años después, aunque inicialmente con grandes recelos, envió tropas, fondos y asesores a los catalanes. Por su parte, Felipe IV firmó un tratado de alianza con el príncipe de Condé y con la ciudad rebelde de Burdeos entre 1651-1652. Sin embargo, ésas eran iniciativas puramente oportunistas y reactivas, destinadas a mantener rebeliones ya iniciadas. Más sistemáticas fueron las que tomó la República holandesa para fomentar y apoyar sublevaciones en otros lugares.
Según Lieuwe Van Aitzema, historiador oficial de la República holandesa, como «el mantenimiento de este Estado dependía de los celos de sus vecinos», sus dirigentes siempre se apresuraron a proclamar su comunidad de intereses (gemeyn interesse) con cualquier grupo del mundo que compartiera su «poderosa enemistad hacia España». En consecuencia, firmaron alianzas «con todos los príncipes y soberanos que se opusieran a la tiranía y aspiraran a la Monarquía universal de la Monarquía española», es decir, Francia y Venecia, ambas católicas; Dinamarca y Suecia, protestantes; Rusia, ortodoxa; los reinos musulmanes de Argelia y Túnez, y los príncipes budistas de Sri Lanka. En 1638, pastores calvinistas holandeses asistieron a la Asamblea General de la Iglesia de Escocia, que acabó con los obispados, y la Universidad de Leiden manifestó su apoyo a la defensa que los escoceses hacían de sus libertades. Las autoridades holandesas también permitieron la visita de los partidarios del Covenant, la impresión en su territorio de opúsculos y la compra de grandes cantidades de armas y municiones; también licenciaron del servicio militar en los Países Bajos a numerosos veteranos para que lucharan contra Carlos I. Pocos meses después del estallido de la guerra civil en Inglaterra, un autor holandés señaló que «nosotros los neerlandeses» no debemos «contribuir a la eliminación del Parlamento» porque si en Inglaterra y Escocia «se imponen los que están de parte del rey, además de él mismo […], iniciarán acciones contra nosotros[25]». Del mismo modo, en cuanto en 1640 se tuvo noticia en la República holandesa de la «revolución de Cataluña», sus Estados Generales crearon una comisión especial para coordinar los apoyos a quienes también se rebelaban contra Felipe IV y pidieron al cardenal Richelieu que facilitara los contactos entre La Haya y Barcelona. Al año siguiente, también aceptaron las credenciales presentadas por un embajador enviado por Juan IV de Portugal, reconociendo así la legitimidad de la Restauración, y mandaron una flota de doce buques de guerra para proteger Lisboa de la amenaza de un ataque naval español[26].
Los adversarios de Carlos I intentaron igualmente fomentar otras rebeliones. En 1642 el predicador londinense John Goodwin aseguró a sus compatriotas que una exitosa oposición al rey sería «alentadora y reparadora» para «vuestros hermanos de las diversas plantaciones de lejanos países [América]»; en tanto que su «calor y calidez» penetrarían «en muchos reinos grandes y extensos como Francia, Alemania, Bohemia, Hungría, Polonia, Dinamarca, Suecia y muchos otros». Tres años después, el Parlamento escocés invitó a «todos los soberanos y repúblicas protestantes a entrar o unirse en la misma o parecida Liga Solemne con los reinos de Gran Bretaña, y así avanzar unánimemente contra [su] común enemigo». El que menos pelos en la lengua tuvo fue Hugh Peter, quien en 1648 pronunció un sermón en el que afirmó: «Este ejército [el Nuevo Ejército Modelo] debe arrancar de raíz la Monarquía, tanto aquí como en Francia y otros reinos de aquí y allá[27]». Durante un tiempo, esas ideas suscitaron cierto apoyo extranjero. Los impresores holandeses publicaron más de trescientos opúsculos sobre asuntos ingleses entre 1640 y 1648, muchos de ellos directamente encargados por sus protagonistas ingleses. En Francia, algunos especulaban con la posibilidad de que «el ejemplo del Reino vecino [Inglaterra] incitara» a los adversarios de Mazarino a imponer condiciones similares al gobierno de la regencia, porque «París no se cree menos que Londres», mientras que otros declaraban: «En París no se habla más que de repúblicas y libertades, y se hace abiertamente, diciéndose que la Monarquía es demasiado vieja y que ya era hora de que terminara[28]».
Todo cambió con la ejecución de Carlos I. Hay que reconocer que el prolífico autodidacta francés François Davant alabó a los regicidas por recordar a los reyes los peligros de «maltratar a sus súbditos», cavilando que las «monarquías atribuladas pueden dar lugar a repúblicas» al remitirse a ejemplos del Antiguo Testamento en los que Dios había depuesto a reyes, y pronosticó que Francia sería la siguiente; en tanto que otro opúsculo radical galo, El carácter divino de la enfermedad del Estado, también proclamó que Francia no era la única en su lucha por las libertades, ya que Nápoles y Cataluña, al igual que Inglaterra, habían sido la punta de lanza de un gran movimiento de lucha contra la tiranía. Pero pocos europeos coincidían con esa visión. Más bien, en Francia, una avalancha de opúsculos denunció «el más horrible y detestable parricidio cometido nunca por cristianos»; Corneille escribió una obra compadeciéndose del rey y casi inmediatamente aparecieron cuatro traducciones francesas distintas de Eikon basilike (Imagen real, véase lámina 3), un panegírico[29]. Incluso aquellos que anteriormente se habían puesto mayoritariamente de parte del Parlamento condenaron rotundamente el regicidio. El clero holandés lo hizo en sus homilías, mientras que en Suecia, en cuanto se tuvo noticia de la ejecución, el consejero Jakob de la Gardie lamentó que como en Europa «ha surgido un espíritu tan vertiginoso [spiritus vertiginis»] ningún régimen establecido podía sentirse seguro (y otro pastor se apresuró a publicar un breve ensayo condenando ese acto[30]). En Alemania, los gobiernos censuraron a todos sus detractores por considerarlos contaminados por los «principios puritanos» ingleses y sus dramaturgos (al igual que en Francia) crearon obras compadeciéndose del rey británico. En la capital polaca, el noble Albrycht Stanisław Radziwiłł incluyó en sus memorias una pormenorizada descripción de las últimas horas de Carlos, añadiendo fervorosamente «que no haya ejemplos así» en Polonia. La reacción más virulenta fue la del zar Alejo, que en cuanto tuvo noticia del regicidio expulsó de Rusia a todos los mercaderes ingleses[31]. La hostilidad no cesó. En 1651, Jakob de la Gardie advirtió al Consejo de Estado sueco de que algunos de sus compatriotas «quieren disponer las cosas como estaban en Inglaterra hace algún tiempo, convirtiéndonos a todos en manitas de cerdo»; mientras que la reina Cristina se quejaba de que «ni el rey ni el Parlamento ostentan el poder que les corresponde, sino que es el hombre corriente, la canaille, quien gobierna según su capricho». Tres años después, al enterarse de que Cromwell se había convertido en lord protector, Cristina afirmó igualmente que Axel Oxenstierna había querido hacer lo mismo cuando ella era menor de edad[32].
Para contener esta desfavorable marea extranjera, la República inglesa nombró «secretario de Lenguas Extranjeras» a John Milton, encargándole justificar el nuevo régimen en el exterior. Milton comenzó por traducir su virulenta replica a Eikon basilike, provocadoramente titulada Eikonoklastes, y preparó numerosos panfletos y publicaciones oficiales especialmente dirigidos a su distribución en el extranjero. Entretanto, la República elaboraba un semanario en francés, Nouvelles Ordinaires de Londres, y mantenía un «residente para los Parlamentos de Inglaterra y Escocia en París», encargado de supervisar y difundir noticias de todas las rebeliones extranjeras que se registraran en sitios tan dispares como Nápoles o Ucrania. En 1654, la Second defence of the English people [Segunda defensa del pueblo inglés] de Milton imaginaba desafiante:
Desde los pilares de Hércules [Cádiz] hasta los más lejanos confines de [la India], por doquier se diría que conduzco de nuevo a casa, después de tantísimo tiempo, a las libertades mismas, largamente expulsadas y exiliadas […]. Se diría que presento ante las naciones de la Tierra un producto de mi propio país: […] el fruto renovado de la libertad y la vida ciudadana que por las ciudades, reinos y naciones esparzo[33].
El éxito de esas iniciativas puede calibrarse a la luz de las proclamas alemanas que prohibieron la traducción de cualquier otro «libro de los rebeldes», así como la posesión y venta de todos los escritos de John Milton, y también de la prohibición que impuso Mazarino a todas las obras del inglés, al que acusó de ser «el más impúdico y artero defensor del más lúgubre de los parricidios, que acaba de mancillar a la nación inglesa[34]».
En 1652 se desplazaron a Francia agentes ingleses con órdenes de observar las defensas de sus puertos y evaluar si alguno de ellos podría ser receptivo al sistema republicano. Esos agentes, dirigidos por Edward Sexby, destacado protagonista de los debates sobre el Nuevo Ejército Modelo celebrados en Putney, se concentraron en el puerto meridional de Burdeos, principalmente porque ya estaba amotinado contra el gobierno central (l’Ormée, véase capítulo 10). Sexby imprimió dos opúsculos con un programa de establecimiento de un gobierno republicano para la provincia de la Guyana (uno de ellos basado claramente en su propio texto An agreement of the people [Un acuerdo del pueblo],) y el gobierno revolucionario de Burdeos envió delegados a Londres para conseguir ayuda inglesa. Cromwell ofreció cuarenta buques de guerra y 5000 hombres, a cambio de controlar la propia ciudad francesa, pero aunque los líderes de ésta aceptaron la oferta, Luis XIV forzó su rendición antes de que pudiera llegar la ayuda de Inglaterra[35]. Un panfletista francés se quejó entonces de que los dirigentes ingleses se consideraban «hasta tal punto Moisés y Josué» que «se jactaban de que proporcionarían a los pueblos de Europa fuerzas suficientes para recuperar sus libertades» y que aspiraban a lograr «un Imperio del universo[36]».
¿Una «esfera pública» en Occidente?
La capacidad para propagar la «plaga» de la rebelión mediante las palabras y los hechos reflejaba tanto la producción de una inusitada cantidad de textos como la existencia de un inmenso público capaz de recibirlos y comprenderlos. En 1605 Johann Carolus de Estrasburgo (suroeste de Alemania) que antes se había ganado la vida elaborando y distribuyendo boletines semanales escritos a mano, adquirió una imprenta y creó el primer periódico impreso del mundo. A partir de ese momento, en lugar de distribuir unos quince o veinte ejemplares de su boletín semanal entre ciertos clientes acaudalados, produjo hasta quinientos por una mínima parte de lo que antes costaban para ponerlos a la venta. La Defenestración de Praga de 1618, que según casi todo el mundo reconoció era un presagio de guerra (véase capítulo 8), dio comienzo a una rápida expansión de este nuevo medio: ya en 1620, por lo menos quince ciudades publicaban un periódico en lengua alemana y en 1640 ya eran treinta. Para entonces, en Hamburgo salían dos periódicos, cada uno con una tirada de entre 2500 y 3000 ejemplares, y en 1650 comenzó a publicarse el primer diario en alemán[37]. También se expandieron con rapidez otros medios impresos. En Alemania, durante la guerra de los Treinta Años quizá aparecieran 10 000 opúsculos políticos y 2000 pasquines, en una tendencia que alcanzó su punto culminante durante la contienda en Bohemia y la invasión de Gustavo Adolfo (véase figura 15). Tendría que transcurrir otro siglo para que Alemania volviera a producir el mismo número de obras impresas[38].
«Sean buenas o malas, yo siempre acogeré las noticias de buen grado, porque me hablan del mundo», escribió en 1640 el intelectual holandés Pieter Corneliszoon Hooft, pero otros mostraban menos entusiasmo. Un francés se quejaba de que los periódicos «hacen que la gente sepa demasiado de sus propios asuntos y de los de sus vecinos […]. No me parece sensato que la gente corriente reciba tantas noticias: ¿qué sentido tiene informarlos con tanto detalle sobre la revuelta de Nápoles, la sublevación de Turquía y el regicidio en Inglaterra?». Una generación después, un comentarista político italiano fue todavía más lejos. La «gente corriente», observó, lee las noticias «como se escriben, pero las interpreta a su gusto, y es más habitual que conviertan las buenas en malas que las malas en buenas». Continuaba diciendo:
[Antes] las gentes no tenían razón para ejercitar su entendimiento en los delirios y las fantasías que leían en los periódicos, y nada hacían, pensando únicamente en sus propios asuntos, no en los de sus gobernantes; sin embargo, ahora el delirio y la fantasía han convertido a las gentes en príncipes, a los ignorantes en expertos, a los simplones en sabios y a los obedientes en desobedientes.
Según un colega, especialmente perturbadora resultaba la llegada de noticias sobre acontecimientos militares, porque éstas «ocasionaban guerras sobre guerras y más escaramuzas producía [el público] con lenguas mordaces que los soldados con afiladas espadas[39]».
El público de las noticias militares (y de otro tipo) no sólo lo componían lectores, también oyentes iletrados. Por ejemplo, a finales de 1659, el general George Monck publicó un opúsculo explicando sus motivos para liderar desde Escocia un ejército que restaurara el gobierno parlamentario en Inglaterra y haciendo un llamamiento generalizado a apoyarlo. Un ejemplar cayó en manos del capitán del destacamento de Leith, en el puerto de Edimburgo, que lo leyó, lo discutió con otro oficial y después, como el panfleto contenía menos de mil palabras, «hizo que se leyera a los soldados» que tenía a su mando. En consecuencia, el mismo mensaje llegó a cientos de personas, iletradas e instruidas, y si imaginamos escenas similares en todo el ejército, resulta más comprensible la falta de resistencia eficaz a la marcha sobre Londres de Monck (véase capítulo 12). La palabra se había vuelto realmente más poderosa que la espada[40].
El hecho de que la disponibilidad de múltiples medios de difusión se conjugara con la existencia de un público nutrido creó una «esfera pública popular», es decir, una serie de escenarios, por lo menos parcialmente libres de injerencia gubernamental, donde por primera vez en la historia del mundo «afirmaciones en un sentido o en el contrario podían evaluarse y negociarse, y donde el abanico de poderes de príncipes y emperadores podía cuestionarse y rebatirse[41]». Perplejos y atemorizados quedaron algunos contemporáneos ante las tendencias desestabilizadoras de esta esfera pública. «Es curioso comprobar de qué manera sin darnos cuenta nos hemos deslizado hacia este inicio de una guerra civil», se lamentaba en 1642 un parlamentario inglés, a través de «pugnas en los periódicos, declaraciones, reproches, protestas, votos, mensajes, respuestas y réplicas»; en tanto que una generación después un partidario de la Corona señalaba que nada ha «perjudicado más al difunto rey [Carlos I] que las balas de papel de la prensa». En iguales términos se expresó en 1646 un sacerdote catalán leal a Felipe IV: «En siglo tan cauteloso, en que se pelea más con libros que con exércitos, he querido militar en las armas de la pluma, para ver si se gana Cataluña por el mismo camino por donde se perdió[42]». Rebeldes de toda Europa parecían encontrar fácilmente imprentas: los integrantes de l’Ormée de Burdeos publicaban folletos; los nu-pieds de Normandía, manifiestos, e incluso Giuseppe Piantanida, cuya rebelión milanesa fue descubierta antes de iniciarse, logró publicar una proclamación. Después del estallido de la rebelión de 1647, Nápoles produjo tantos bandi que, cinco meses después, «en vista de la importancia de las obras impresas y de lo mucho que se cree en ellas en todo el mundo», sus líderes ordenaron a los impresores de la ciudad que presentaran con antelación todos los textos para darles su imprimátur, so pena de enfrentarse a una cuantiosa multa y a la confiscación de sus imprentas[43].
Volviendo la vista a la época inmediatamente posterior a la Restauración de Carlos II en 1660, John Locke censuró rotundamente «los garabatos de esta época» y…
… acusó a las plumas de los ingleses de tener tanta culpa como sus espadas, considerando que la efusión de sangre causante de tal riada no se habría iniciado o que, por lo menos no habría fluido sin medida durante tanto tiempo, si los hombres no hubieran malgastado su tinta; y que esas furias, guerras, crueldades, rapiñas, confusiones y demás que tanto han atribulado y debilitado a esta pobre nación se habían conjurado en despachos privados y desde allí habían partido al extranjero para perturbar la tranquilidad de que disfrutábamos[44].
Sin embargo, para algunos de los contemporáneos de Locke, la educación era la culpable de que en Europa hubiera surgido la primera «esfera pública». En España, la Junta de Reformación pidió a Felipe IV que «en pueblos y lugares pequeños donde en fechas recientes se han instalado estudios de gramática, que se supriman, porque con la facilidad que su proximidad permite, muchos labradores envían a ellos a sus hijos y los sacan de sus ocupaciones, en las cuales nacieron y se criaron y a las cuales deben destinarse». En Francia, el cardenal Richelieu quiso cerrar tres cuartos de los collèges de plein exercice (los que proporcionaban una educación general, centrada en estudios clásicos) porque, al igual que Felipe IV, llegó a la conclusión de que si todo el mundo recibía educación «los hijos de los pobres abandonarían las ocupaciones productivas de sus padres en busca de las comodidades del despacho». Lo mismo pensaba el erudito francés Gabriel Naudé, pronosticando en 1639 que «el gran número de colegios, seminarios y escuelas» aumentaría la frecuencia de las «revoluciones del Estado». Veinte años después, el marqués de Newcastle, en su día preceptor de Carlos II, advirtió a su ilustre pupilo que en Inglaterra «hay demasiados estudios de gramática». Según él, el país sólo necesitaba escuelas suficientes «para servir a la Iglesia y moderadamente a las leyes […] porque, de lo contrario, caen en la holganza y hay gentes innecesarias que se convierten en una sediciosa carga para el bien común». En Norteamérica, sir William Berkeley, gobernador monárquico de Virginia, se mostraba de acuerdo. «La instrucción —lamentaba en 1676— ha traído al mundo desobediencia, herejía y sectas, y la imprenta las ha divulgado y también los libelos contra el mejor gobierno. ¡Dios nos libre de ambas cosas!»[45]
Esos detractores tenían parte de razón. En la Europa del siglo XVI, la alta estima por la instrucción en lenguas clásicas (desde el Renacimiento), seguida de un fervor religioso que reivindicaba la existencia de un clero y un laicado más preparados (la Reforma protestante) habían conducido a una «revolución educativa». Las escuelas proliferaron casi por doquier para enseñar a los niños del lugar a leer, escribir y realizar operaciones aritméticas simples, hasta que llegada la década de 1640 la mitad de las parroquias de algunas zonas de Inglaterra y Gales, tres cuartos de las de las Lowlands escocesas, y cuatro quintos de las de París y sus alrededores contaban con un centro docente propio. Algunos preceptores procedieron abiertamente a «instruir a los jóvenes caballeros y a todos los demás a los que tornaríamos en hombres sensatos y buenos miembros de la comunidad», fomentando «un discurso libre y atrevido» que, modelado según precedentes clásicos, pudiera inspirar «los corazones de los príncipes y del pueblo», que así virarían y dirigirían «con su lengua, como con el timón al pilotar, las naves flotantes de Estados e Imperios». Ahí radicaba el peligro. Según la advertencia de un político francés, «la desmedida libertad de palabra otorgada a los oradores que dirigen y guían [el corazón y el entendimiento] de los pueblos» podía fácilmente causar «sediciones y rebeliones», porque «no hay nada que más fuerza tenga sobre el entendimiento de los hombres que la elocuencia». En 1641, en vísperas de la guerra civil inglesa, Hobbes volvía a incidir en que «una poderosa elocuencia» es «el verdadero rasgo de quienes agitan e incitan al pueblo a la revolución[46]».
Con todo, muchos maestros de escuela no enseñaban «elocuencia» a sus alumnos porque la educación costaba dinero. Según un estudio de las escuelas de Madrid en 1642, un tercio de los alumnos pagaba dos reales al mes sólo por aprender a leer, mientras que los que aprendían también a escribir pagaban cuatro, y los que a la lectura y la escritura añadían la aritmética, seis. Según ha escrito Richard Kagan, cuando podía haber hasta 140 alumnos por escuela, «es fácil imaginarse a los alumnos más pobres, los “lectores”, los que sólo pagaban dos reales por cabeza, arracimados al fondo del aula, y a los hijos de las más prósperas familias, los que pagaban seis reales cada uno, en la parte delantera[47]». No obstante, como el español (al igual que las demás lenguas europeas) utiliza un alfabeto de unos veintiséis caracteres, quienes estaban lo suficientemente decididos a aprender a leer y a expresarse no tenían que recurrir exclusivamente a las escuelas. Varios hombres y mujeres del siglo XVII de origen humilde describieron sus avances autodidactas. Cuando Oliver Sansom, nacido en Berkshire (Inglaterra) en 1636, «tenía unos seis años», lo llevaron a que «aprendiera a leer a la escuela de una mujer, quien, al considerarme capaz de tal cosa, me impulsó de tal manera que en unos cuatro meses podía leer con bastante facilidad un capítulo de la Biblia». Cuando tenía «unos cinco años», Thomas Tryon, nacido dos años antes en Gloucestershire, comenzó «la escuela, pero al ser muy inclinado al juego, siguiendo el ejemplo de mis compañeros más pequeños, apenas aprendí a distinguir las letras antes de que me pusieran a trabajar para ganarme el sustento», ya que su padre, un artesano de aldea «con muchos hijos, se vio obligado a ponerlos muy pronto a todos a trabajar». Thomas cardó e hiló lana antes de hacerse pastor, de manera que «durante todo ese tiempo, aunque ya tenía unos trece años, no sabía leer; entonces, pensando en la enorme utilidad de la lectura, me compré un catecismo» y convencí a otros pastores «de que me enseñaran las letras, así que aprendí de manera imperfecta, ya que mis maestros no eran lectores expertos; pero en poco tiempo» supo «leer con bastante competencia». Los pastores no pudieron enseñarle a escribir, porque ninguno de ellos sabía, pero Tryon convenció a «un joven cojo que enseñaba a leer y escribir a niños de familias pobres» de que «me enseñara a escribir y unir las letras». Al final publicó unos veinte libros: un éxito notable para alguien cuya educación formal había terminado cuando tenía seis años[48]. Algunas mujeres del siglo XVII también se alfabetizaron sin acudir a la escuela. Elizabeth Angier, hija de un clérigo de Lancashire, «podía leer el capítulo más difícil de la Biblia cuando sólo tenía cuatro años» y «a los seis [podía] anotar fragmentos del sermón en la capilla». La cuáquera Mary Fell, también de Lancashire, no sólo memorizó la Biblia, sino que citó de memoria largos fragmentos en un libro que escribió en la cárcel (aunque su «Biblia virtual» omitía los pasajes que consagraban la sumisión de la mujer al hombre[49]).
La Suecia luterana proporciona el ejemplo más asombroso de hasta dónde llegó la capacidad lectora en la Europa del siglo XVII. Como la mayoría de las parroquias eran de gran extensión, la Iglesia (con apoyo del gobierno) delegó en los cabezas de familia la tarea de enseñar a los niños a memorizar el catecismo. De este modo, bien en la escuela parroquial o (más frecuentemente) en la casa del pastor o de un anciano de la iglesia, los pequeños aprendían a leer y comprender lo que ya se sabían de memoria. A continuación, cada año, el pastor examinaba ambas habilidades, calificándolas según un baremo compuesto por seis niveles: el inferior era «no puede leer», el superior «lee de forma aceptable». Finalmente, el diácono local escrutaba y comprobaba los registros de notas. Llegada la década de 1680, éstos pusieron de manifiesto que hasta el 90 por ciento de los hombres y las mujeres tenía niveles de lectura «aceptables». Al final, era posible denegar un permiso de matrimonio a quienes no pudieran leer satisfactoriamente un fragmento de las Escrituras[50].
Como sólo Suecia registraba de forma sistemática la capacidad lectora, en otros lugares los historiadores han intentado calibrar el nivel de alfabetización basándose en la frecuencia de las firmas (comparándola con la de las simples cruces o con el reconocimiento del propio analfabetismo) en documentos como las actas matrimoniales o notariales. Aunque en las zonas rurales y entre las mujeres la cifra no solía superar el 10 por ciento, en ciudades prósperas como Ámsterdam, en torno a la década de 1680 más de dos tercios de los hombres y más de un tercio de las mujeres podían firmar. Como en toda Europa los alumnos sólo aprendían a escribir una vez que podían leer, es probable que en Ámsterdam (y quizá en otras grandes ciudades) el alfabetismo funcional alcanzara los niveles del sueco. Aunque un folleto inglés de 1649 se preguntaba con mordacidad «¿quién mira los libros de texto una vez que ha dejado de ir a la escuela?», durante el siglo XVII surgieron géneros literarios expresamente orientados a informar a los alfabetos funcionales[51].
Para los semialfabetizados, el medio más habitual era el pasquín o pliego, una sola hoja de papel impreso que, parecida a la primera plana de un periódico actual, presentaba un «titular» sorprendente por encima de una viñeta con un texto explicativo al pie (que con frecuencia rimaba, lo cual facilitaba que lo siguieran lectores y oyentes). Para atraer a los compradores, los titulares siempre hacían hincapié en lo novedoso o lo dramático, mientras que los dibujos tenían un carácter tan ingenuo como ambiguo. A partir de 1606, el impresor Nicolas Oudot, de Troyes (una localidad de provincias francesa), utilizó esas mismas técnicas para producir folletos de ocho o dieciséis páginas, que despachaban por muy poco dinero vendedores ambulantes. La mayoría de esos pliegos de cordel (chapbooks) eran obras pías (sobre todo vidas de santos), daban cuenta de acontecimientos recientes (mayormente crímenes y castigos), hacían pronósticos (almanaques) y contenían relatos (en su mayoría románticos o fantasiosos) y chistes (casi siempre obscenos). Otros pliegos de cordel ofrecían consejos prácticos: instrucciones para hacer juegos o indicaciones sobre cómo escribir una carta, triunfar en el amor y en la vida o mantenerse sano. La mayoría de las obras impresas de Oudot y sus herederos estaban en letra grande, llevaban un dibujo impactante en la portada (parecido al de los pasquines), tenían capítulos cortos y numerosas ilustraciones. Algunos títulos alcanzaron incluso tiradas de 100 000 ejemplares. Aunque hasta la Fronda la censura impidió que Oudot (y otros impresores franceses) lanzaran obras de contenido político, en palabras de un cronista: «Los pocos libros que tienen gran difusión entre el pueblo llano lo atraen como el maná». En consecuencia, los pliegos de cordel tuvieron un papel esencial en la creación de un amplio público lector para las polémicas políticas producidas a mediados del siglo XVII. Y también la propaganda oficial[52].
Francia no tuvo ningún periódico hasta 1631, cuando comenzó a aparecer la Gazette, semanario de carácter oficial. Aunque el gobierno cribaba escrupulosamente sus contenidos, la provisión de «buenas noticias» de la Gazette avivó el apetito de información política de los lectores, sobre todo cuando la censura se vino abajo en 1649; algunos días no menos de doce nuevos opúsculos se ponían a la venta en las calles de París (véase figura 24). Eran tantas las invectivas que se publicaban contra el cardenal Mazarino (de ahí su nombre, mazarinadas), que jocosamente un crítico aseguró al cardenal que «se han escrito más improperios contra vos que contra todos los tiranos de Roma». Las 5000 mazarinadas que nos han llegado llenan más de 50 000 páginas impresas[53].
Este primer intento de movilizar a la opinión pública francesa acabó con la caída de la Fronda en 1653, pero otro dio comienzo casi de inmediato cuando el papa condenó las cinco «proposiciones» supuestamente encontradas en los escritos de Cornelio Jansenio (véase capítulo 10), cuyo énfasis en el ascetismo y la devoción le había granjeado muchos seguidores. Cuatro años después, uno de ellos comenzó a publicar una serie de Cartas provinciales, que, supuestamente enviadas por un parisino a un amigo del campo, se mofaban de los enemigos de los jansenistas. Blaise Pascal, autor de esas epístolas tan perversamente irónicas, se dirigía abiertamente al gran público y en 1656 podía decir: «Todo el mundo las ve, las entiende y las aprueba. No sólo las estiman los teólogos, sino también los seglares, y son entendibles hasta para las mugeres [sic]». Del impacto de las Cartas… puede dar cuenta el hecho de que Luis XIV ordenara que se hicieran trizas y quemaran todos sus ejemplares[54].
El primer periódico impreso en español, el semanario oficial La Gaçeta Nueva, no comenzó a aparecer hasta 1661, pero, al igual que en Francia, el hecho de que no mencionara nada negativo creó un «vacío de credibilidad», que multitud de expertos llenaban reuniendo avisos manuscritos con ideas relativas a «la otra España», en la que había magnicidios y asaltos a mano armada; sodomía, violaciones y promiscuidad sexual; descontento político, derrotas militares y, finalmente, rebeliones. La discreción seguía siendo algo aconsejable, porque a varios de los que criticaron políticas oficiales en las calles o tabernas no se los volvió a ver; pero había boletines manuscritos anónimos que escapaban a la censura y que también aparecían de manera casi instantánea. Algunos eran obra de licenciados sin trabajo, que, llevados por la demanda, reproducían unas pocas páginas, casi como una fotocopiadora actual, mientras que otros salían de la pluma de especialistas que, en una sola noche, podían incluso reproducir de memoria un texto complejo (como una obra teatral[55]).
Cuando la situación de la Monarquía hispana se iba deteriorando, el historiógrafo oficial José Pellicer de Ossau y Tovar creó una lista de distribución clandestina, utilizando a un equipo de escribanos para enviar avisos a otros eruditos de la Península. Todos ellos recibían un núcleo común de noticias, además de artículos de interés local, y a vuelta de correo Pellicer esperaba recibir informes completos que saciaran la que él mismo denominaba su «sed de saber», para pasárselos a otros corresponsales en su siguiente boletín. Los avisos no dejaban dudas sobre los peligros a los que se enfrentaba la Corona española. El 12 de junio de 1640, Pellicer transmitió las primeras noticias de la revuelta de Barcelona (ocurrida una semana antes), bajo el siguiente encabezamiento: «Trágicos serán cassi los más de los Avisos de oy i, sobre trájicos, extraordinarios, quales apenas no ha visto la Monarchía de España ni muchas de las Antiguas[56]».
Al igual que en Francia, grandes cambios tuvieron lugar cuando la rebelión puso fin a la censura. La producción de opúsculos en Cataluña, que entre 1620 y 1634 alcanzó una media de tres al año y de trece entre 1635 y 1639, se disparó hasta alcanzar los setenta en 1641, reflejando así la decisión del régimen rebelde de gastar el 5 por ciento del total de su presupuesto de guerra en imprimir y distribuir propaganda «para informar a los catalanes, hombres o mujeres, viejos y jóvenes, de la verdadera situación actual, para que puedan distinguir entre la verdad y las mentiras». Los impresores catalanes publicaron en la década de 1640 más que en ningún otro momento anterior y, hasta mediados del siglo XIX, más que en ninguna década posterior[57]. Situaciones muy parecidas se vivieron en Portugal, donde se dio un salto espectacular: se pasó de dos publicaciones en 1640 a 133 en 1641, y las ochocientas obras portuguesas publicadas durante la guerra con España (1640-1668) superaron al total de las producidas durante el resto del siglo. Por otra parte, los portugueses publicaron una gaceta propia (primer periódico aparecido en lengua lusa), siguiendo el modelo de su antecesora francesa y, como otros regímenes rebeldes, utilizaron la imprenta para mantener a los residentes en el extranjero al tanto de sus aspiraciones y logros. También se publicaron muchos opúsculos catalanes y portugueses en Francia y la República holandesa, en ocasiones traducidos; en Alemania circularon una docena o más de justificaciones de ambas rebeliones, a veces traducidas al alemán[58].
La abolición de la censura en Inglaterra tuvo una influencia todavía más espectacular en la capacidad de difusión de la «plaga de la revolución» mediante la palabra impresa. En 1641 se asistió a la publicación de más de 2000 obras en Inglaterra, más que nunca hasta ese momento, y en 1642 ese número se multiplicó por dos, arrojando una cifra anual que no se repetiría hasta el siglo XVIII (véase figura 26). Hacía tiempo que los lectores residentes en provincias con interés en informarse podían pagar a corresponsales en Londres (con un método similar al utilizado por Pellicer en Madrid) para que les enviaran semanalmente informes manuscritos sobre la evolución política: la costumbre llegó a tal punto que el marqués de Newcastle, tutor de Carlos II, creía que esos redactores de noticias profesionales habían causado un daño inmenso a la causa regia, «porque en una carta [uno] podría ser más atrevido». Mientras que en la década de 1630 los que deseaban recibir noticias de Londres tenían que pagar veinte libras esterlinas al año, a cambio quizá de una carta manuscrita a la semana, una década después un penique podía comprar las miles de palabras de las noticias impresas, y en tanto que en 1639 sólo se publicó un folleto de actualidad en Inglaterra, y sólo tres en 1641, en 1642 había más de sesenta publicaciones regulares y periódicos, y setenta en 1648, con lo que se alcanzó la cifra anual más elevada de todo el siglo XVII. Según un cálculo reciente, más de veintitrés folletos de actualidad impresos en los primeros seis meses de 1654 contenían casi 900 000 palabras, y entre 1642 y 1660 las prensas inglesas produjeron más de 7000 publicaciones de ese tipo. Cada entrega contenía noticias extranjeras y nacionales, dando cuenta entre otras cosas de sermones y discursos, recogidos taquigráficamente por los primeros «reporteros» pagados de la historia, y cada periódico era «fiel a un partido» (el del rey o el del Parlamento), lo cual daba un toque característico a su manera de informar. El marqués de Newcastle aconsejó a Carlos II que también prohibiera esas publicaciones, porque «caldean en exceso a vuestro pueblo y causan mucho daño a Su Majestad […]. Cualquier hombre es ahora un estadista y lo es únicamente por las gacetas semanales de aquí y del extranjero». Lo mismo pensaba un escocés que visitó Inglaterra en 1657: «En los últimos tiempos —escribía— se han impreso y publicado más libros buenos y malos en la lengua inglesa que en todas las lenguas vulgares de Europa[59]».
¿Una «esfera pública» en China?
Del mismo modo que en el siglo XVII ningún otro Estado se politizó más que Inglaterra, en ninguno como en China tanta gente participó en agitaciones políticas. Un número inusitado de súbditos imperiales, de una amplia gama de procedencias sociales, informó y difundió noticias por todo el Imperio, tanto de viva voz como de forma impresa. Según Timothy Brook, «a finales de la época Ming, había más libros disponibles y más gente que los leía y los poseía que en ninguna otra época histórica anterior, en ningún otro lugar del mundo» y, partiendo de un riguroso estudio de las fuentes existentes, Lynn Struve ha señalado que «quizá, durante toda la época imperial, la vehemencia expresiva de las masas chinas por escrito nunca fuera tan grande como a comienzos y mediados del siglo XVII». Esa «vehemencia expresiva» reflejaba la misma combinación de factores que se dio en la Europa de la misma época: un público lector de una magnitud nunca vista, una inusitada cantidad de obras de lectura y entornos para debatirlas igualmente inusitados[60].
Al igual que en Europa, la acrecentada esfera pública china reflejaba que durante los siglos XVI y XVII se había registrado una «revolución educativa», pero, en este caso, con una infraestructura muy diferente. Como el chino no es una lengua alfabética en la que todas las palabras se compongan de un número de caracteres relativamente pequeño, hasta alguien que sepa someramente leer y escribir (un alfabeto funcional) precisa conocer varios miles de caracteres, cada uno compuesto de varios trazos realizados en un determinado orden desde el extremo superior izquierdo al inferior derecho. No encontramos un equivalente chino de Thomas Tryon, que aprendió a leer sin instrucción formal alguna, ni de Oliver Sansom, quien, después de sólo cuatro meses de escuela, podía leer «con bastante facilidad» un capítulo de una obra compleja, por no hablar de Elizabeth Angier, que «a los seis años [podía] anotar fragmentos del sermón en la capilla[61]». No obstante, a finales del período Ming, en China abundaban las escuelas. A comienzos del siglo XVII, un estudio de quinientos distritos chinos puso de manifiesto que había casi 4000: un cuarto en las ciudades y el resto en el campo. En algunas zonas las escuelas eran tan numerosas que, según un nomenclátor de la provincia de Zhejiang, «hoy en día hasta a los más pobres les daría vergüenza no poder instruir a sus hijos varones en los clásicos. Desde los comerciantes a los agentes del gobierno, muy pocos son los que no pueden leer o puntuar». Algo que corroboraba un jesuita que recorrió las zonas rurales de Fujian en la década de 1620:
Las escuelas en número son muchísimas, no habrá aldehuela de veinte o cuarenta casas que no tenga su escuela, ni de población calle que en ella no se hallen algunas escuelas. Casi a cada paso las topábamos y oíamos el aprender en tono de los niños; es fuerza sean muchas en número, supuesta la multiplicidad de muchachos y el no tener a cargo un maestro más de doce o quince muchachos en su escuela[62].
Se diría que la revolución educativa china respondió a dos estímulos diferentes. Por una parte, algunos de los eruditos confucianos que insistían en la necesidad de la introspección y la intuición creían que «cualquiera podía acceder a la sabiduría» y que en las vidas de «hombres y mujeres ignorantes» podía encontrarse el principio moral. En consecuencia, eran partidarios de la educación para todos. Por otra parte, otros eruditos eran partidarios del sistema educativo en el que los muchachos aprendían a memorizar y reproducir exactamente el canon clásico en materia de ética e historia, necesario para ir superando una serie de exámenes, con todas las ventajas sociales y económicas que comportaba ese éxito (véanse capítulos 5 y 18). Normalmente, para culminar ese proceso eran necesarios varios años de clases que, prolongándose entre el alba y el crepúsculo con una breve parada para comer, ocupaban todo el año (salvo dos semanas en Año Nuevo y unas pocas fiestas), porque el canon exigido para aprobar hasta el examen de shengyuan incluía la memorización de 400 000 caracteres, algunos de ellos arcaicos o crípticos. Aunque algunos superdotados lograban esa hazaña con quince años y la mayoría antes de los veinte, muchos otros estudiantes abandonaban. No obstante, como hasta los que se retiraban adquirían ciertas capacidades lectoras, el número de alfabetos funcionales chinos de mediados del siglo XVII superaba con mucho el millón de personas y puede que incluso los cinco millones. Dicho de otro modo, quizá el 20 por ciento de la población masculina adulta del período Ming final contara con formación avanzada[63].
La existencia de esta enorme cantidad de lectores potenciales alentó una rápida expansión de la imprenta. En la década de 1630, en Nankín había 38 empresas que hacían o vendían libros, en Suzhou, 37, y otras 25 en Hangzhou (todas en Jiangnan), mientras que en Pekín había trece más. Aunque algunas se especializaron en producir unos pocos artículos de gran calidad en los que la caligrafía era casi tan importante como el contenido, otros se centraron en un «estilo artesano» más sencillo que, al reducir el número de caracteres utilizados, reducía costes. El efecto acumulado fue notable: de las 830 obras que se imprimieron y pusieron a la venta en Nankín durante la época Ming (1368-1645), más de 750 aparecieron después de 1573. Parece que la producción de otros centros se incrementó a un ritmo similar: a comienzos del siglo XVII los impresores de Suzhou daban trabajo a 650 xilógrafos[64].
Los impresores chinos tenían tres ventajas sobre sus colegas europeos. En primer lugar, mientras que en la Europa de la Edad Moderna se escribía en más de cincuenta lenguas, todos los súbditos del emperador chino utilizaban la misma grafía (aunque hablaran muchos idiomas distintos), así que un libro publicado en cualquier parte de China podían comprarlo y leerlo millones de personas, es decir, había un mercado mucho más grande que el que tenía cualquier impresor europeo. En segundo lugar, el desarrollo de papel barato para impresión hecho a partir de bambú, no de fibras textiles, reducía considerablemente los costes. Para terminar, el uso de planchas de madera talladas (xilografía) suponía que los libreros chinos podían producir obras ilustradas sin tener siquiera una imprenta o cierta cantidad de tipos: dos elementos esenciales para los impresores europeos que utilizaban tipos móviles que comportaban una gran inversión de capital. Además, los chinos podían imprimir únicamente los ejemplares que demandara el mercado en cada momento, guardando las planchas para utilizarlas en el futuro y, una vez agotada la primera edición, era fácil producir más partiendo de las planchas existentes, sin necesidad de recomponer el texto (como ocurría con los tipos móviles[65]).
Todos esos factores dieron lugar a una singular «cultura shengyuan» a finales de la China Ming, compuesta por sátiras y poemas, diccionarios y colecciones de textos famosos, libros «prácticos» (sobre cómo escribir cartas o curar enfermedades) y recopilaciones de exámenes aprobados. Por primera vez en la historia china, hombres de rango inferior a la clase funcionarial accedían a la cultura libresca, creando así una «esfera pública» nunca vista: entre los autores figuraban mercaderes (que publicaban tanto poesía como manuales comerciales) y plebeyos (que editaban obras de ficción). Algunos de esos textos se convirtieron en éxitos de venta (sobre todo los manuales para preparar exámenes) y a un europeo que residió durante mucho tiempo en China le maravillaba «el número increíblemente grande de libros que circulan aquí y los precios a los que se venden, ridículamente bajos». Ciertos bibliófilos de Jiangnan tenían colecciones de hasta 10 000 volúmenes, algunos con ilustraciones en blanco y negro o en color, porque, como se lamentaba un editor en 1625, algunos libros «simplemente no se venden sin ilustraciones. Así que yo también sigo la moda e incluyo esas ilustraciones para vuestro regocijo. Como se suele decir: “No se puede nadar contra corriente”[66]».
Los últimos emperadores de la dinastía Ming también recurrieron a la imprenta de una forma nunca vista hasta entonces. No sólo publicaron innumerables carteles de difusión pública, pasquines diarios conocidos como dibao (convertidos más tarde en la Gaceta de Pekín), destinados a informar a los funcionarios de los edictos y decretos imperiales, anunciar ascensos y descensos de categoría, e informar de asuntos nacionales y extranjeros. Con todo, siguieron abundando los ejemplares manuscritos, porque los funcionarios regionales contrataban escribanos en la capital —en muchos casos, sin duda examinandos que no habían aprobado—, para hacer y enviar copias de avisos de la Gaceta relevantes para ellos. Algunos tenían una oficina de información permanente con escribanos que copiaban noticias extraoficiales y también oficiales. Los mercaderes publicaban versiones de los dibao para su venta, añadiendo con frecuencia noticias y cotilleos locales a los pronunciamientos oficiales, y también había empresarios de la información que reunían fragmentos de la Gaceta y de otras fuentes para ponerlos a la venta. La eficacia de esta red queda patente en las memorias del pequeño funcionario Yao Tinglin, residente en una pequeña localidad de Jiangnan. Un día de 1644, él y «otros hombres de su familia se encontraban bebiendo cuando un amigo entró en el local precipitadamente y presa del pánico, sosteniendo una “gacetilla”», es decir, un pliego de noticias extraoficial, «que decía que hacía diez días que las tropas del rebelde Li Zicheng habían ocupado Pekín y que el emperador Chongzhen se había suicidado». Un día después, la Gaceta de Pekín, de carácter oficial, confirmaba la noticia[67].
En una ocasión, Yu Shenxing, importante ministro en Pekín, se quejó de las noticias falsas que difundían «los empresarios de las oficinas de información que, buscando los más nimios beneficios, no se paran a pensar en cuestiones de emergencia nacional». Como muchos políticos de épocas posteriores disgustados con los periodistas, se preguntaba: «¿Por qué no los prohíben rotundamente?»[68] Pero aunque Yu se hubiera impuesto, clausurar las oficinas de noticias no habría impedido la difusión de información, verdadera o falsa, porque se extendía rápidamente de viva voz, gracias a la excelente infraestructura de comunicaciones de la China Ming. Quienes viajaban por la amplia red de carreteras encontraban postas generales que, situadas (en teoría) a no más de cuarenta kilómetros de distancia unas de otras, unían todas las capitales de provincia y la prefectura, además de postas de correos que (también en teoría) jalonaban a intervalos de 6,5 kilómetros las carreteras de cada distrito. El código legal de la dinastía Ming dictaba crueles castigos para quien retrasara la entrega de correspondencia: veinte latigazos para un correo que llegara un día tarde o para el empleado de una estafeta que se retrasara tres cuartos de hora (la mayor severidad de este castigo reflejaba el hecho de que los estafeteros debían cubrir distancias mucho más cortas que los correos).
Esa impresionante infraestructura, que fomentaba las relaciones sociales a todos los niveles, permitió que decenas de miles de estudiantes se trasladaran a hacer exámenes en capitales de prefectura y provinciales y (quienes hubieran aprobado en los anteriores), también a la capital del Imperio. También facilitaba los viajes de miles de funcionarios del gobierno que tenían que desplazarse a cubrir puestos en lugares lejanos, y de otros cientos enviados a realizar labores de inspección por todo el Imperio, por no hablar de los mercaderes ambulantes (que en algunos casos también debían pasar largas temporadas de viaje), de los buhoneros que acarreaban su mercancía de un mercado a otro, dentro de su zona, o de los refugiados que esperaban encontrar mejores condiciones de vida en otro lugar. En palabras del jesuita francés Louis Le Comte, que recorrió miles de kilómetros por el Imperio Qing en la década de 1680, «toda China está en movimiento: por los caminos, las carreteras y los ríos, y por los litorales de las provincias costeras se ve a enjambres de viajeros». Toda esa gente quería saber qué ocurría en su hogar y, fuera cual fuera su posición social o su lugar de destino, los viajeros difundían noticias del «mundo exterior» para entretener a quienes los alojaban y a los que encontraban por el camino, mientras que sus sirvientes también intercambiaban noticias en los humildes albergues en los que hacían noche[69].
En la década de 1620, la persecución de los antiguos alumnos de Donglin por parte de Wei Zhongxian y la posterior caída de éste (véase capítulo 5), nos proporcionan una temprana instantánea del desarrollo de esta naciente «esfera pública». Muchos intelectuales escribían cartas privadas dando cuenta de cómo evolucionaba la situación, algo que, junto a los edictos difundidos por los correos y el servicio postal, suscitaba el interés público en toda China. Impresores con iniciativa editaban recopilaciones de relatos personales y documentos oficiales para satisfacer el interés de los lectores en lo que ocurría y sus orígenes; mientras que los amotinados de Suzhou, tan cruelmente castigados por su apoyo a los «mártires de Donglin» (véase capítulo 18), se convirtieron en héroes de obras dramáticas y de literatura popular, incluidas cuatro novelas históricas. El autor de una de ellas aseguraba a los lectores que había trabajado en esa obra durante tres años y que «mi libro se basa en lo que he leído y escuchado», y eso incluía una minuciosa revisión de un montón de ejemplares de la Gaceta de Pekín, «de más de tres metros de alto», así como de «varias docenas de documentos oficiales y relatos no oficiales[70]».
Según el historiador John Dardess, «es probable que en la larga historia de China no haya ningún acontecimiento anterior al caso Donglin para cuya recomposición actual dispongamos de tantos materiales de archivo», pero sólo una generación después, los supervivientes de la violenta transición entre los Ming y los Qing escribieron todavía más memorias, de las cuales nos han quedado casi doscientas. A ese respecto, Grace Fong ha señalado que Jiangnan (en el curso bajo del Yangtsé) produjo «un corpus de fuentes históricas proporcionalmente mayor» que ninguna otra zona, lo cual refleja la mayor densidad de hombres y mujeres instruidos que habitaba el «entramado cultural y económico del Imperio Ming» y que, antes de morir (muchos de ellos por voluntad propia), quisieron dejar testimonio escrito de lo que habían visto y sufrido. Lynn Struve calcula que el volumen de documentos relativos a la agitación política de mediados del siglo XVII «en su condición de singular efusión dentro de la historia cultural china, no fue superado hasta finales del siglo XX[71]».
Esta conjunción de insólita difusión de la información sobre los problemas corrientes a los que se enfrentaba China y del número sin par de lectores permitió a hombres y mujeres de todas las regiones situar en un marco más amplio su propia experiencia de la adversidad y desarrollar soluciones globales. Es probable que Huang Zongxi, un erudito cuyo padre había sido un mártir de Donglin, exagerara al afirmar en 1676 que en algunas zonas de China «encontramos labradores arrendatarios, recolectores de leña, alfareros, ladrilleros, albañiles y hombres de otros humildes oficios asistiendo a conferencias públicas y recitando a los clásicos», pero, pese a todo, varios millones de súbditos imperiales adoptaron un papel activo durante la transición de la dinastía Ming a la Qing. El Estado más antiguo del mundo nunca había visto algo así, y ésta es una de las razones de que la transición se cobrara tantas vidas y fuera tan prolongada[72].
¿Una «esfera pública» en otros lugares?
Aunque el islam es una «religión del Libro» y aunque el árabe es una lengua alfabética, durante el siglo XVII pocas zonas del extenso mundo islámico asistieron a la aparición de algo que pudiera parecerse a una «esfera pública». Según un misionero francés, «los negros» de África occidental «no escriben: salvo los morabitos [jefes sufíes] y algunos grandes señores, nadie sabe leer ni escribir». Es más, según un mercader francés que vivió en Senegal en la década de 1670, «casi nadie, salvo los que quieren ser morabitos, estudia», y ni siquiera ellos, añadía desdeñoso, «aprenden otra cosa que no sea leer y escribir. No se dedican a ninguna materia erudita[73]». Parece probable que muchas otras zonas del mundo islámico se parecieran a Senegal y que la alfabetización se circunscribiera al clero y que sólo tuviera que ver con enseñanzas religiosas.
La India, por el contrario, contaba con una nutrida población alfabetizada y con una rica cultura literaria. En el Imperio mogol un ejército de escribanos «copiaba y producía cientos de miles de manuscritos», tanto en persa como en las diversas lenguas del subcontinente, y algunos de ellos hablaban del arte de gobernar y de política; pero sus lectores y, por tanto, su impacto en la vida política del Estado más rico de la Tierra, siguen sin conocerse. Sin embargo, en el sur de la India «los registros cotidianos no se escribían sobre papel, sino que se grababan en hojas de palma, creando manuscritos que, para sobrevivir, debían copiarse de nuevo cada siglo». En consecuencia, la mayoría de los documentos tamiles de esa época que nos han quedado son poemas, ya que sólo estos textos se consideraban dignos de ser conservados de manera permanente. Para terminar, en los Estados hindúes, los intelectuales consideraban insignificantes la mayoría de los acontecimientos, así que pocos escritos dejaban constancia de lo que ocurría[74].
Muy distinta era la vida intelectual del Imperio otomano. El docto funcionario Kâtib Çelebi (1609-1657), que leía obras tanto en árabe como en algunas lenguas occidentales (gracias a la ayuda de un francés convertido al islam), logró por fin realizar una lista de «los miles y miles de volúmenes de las bibliotecas que he examinado personalmente, y de los libros que, en flujo constante, durante veinte años los libreros no han dejado de proporcionarme». Su bibliografía contenía casi 15 000 títulos. Aunque los sultanes no permitían la impresión de obras en árabe, aún conservamos más de veinte ejemplares manuscritos de la bibliografía de Kâtib Çelebi, lo cual sugiere un generalizado interés en la adquisición de conocimientos[75]. Mucho más difícil resulta evaluar la influencia real de estas obras. Por ejemplo, Kâtib Çelebi no hizo ningún esfuerzo por difundir el penetrante análisis de los problemas a los que se enfrentaba el Estado otomano que redactó en 1653. «Dado que sabía que mis conclusiones serían difíciles de aplicar —escribió—, no me tomé más trabajo en ello». Se limitó a esperar que «un sultán de algún tiempo futuro lo descubriera» (véase capítulo 7).
Entre sus súbditos, el sultán otomano sólo permitía a dos grupos utilizar las imprentas: a los cristianos ortodoxos y a los judíos. En 1627 el patriarca Cirilo Lukaris de Constantinopla (nacido súbdito veneciano en Creta y educado en la Universidad de Padua) importó de Inglaterra una imprenta con caracteres griegos, en la que, con ayuda de dos protestantes, imprimió obras de patrística. Pero los celosos católicos residentes en la capital otomana convencieron al sultán del carácter sedicioso de esa empresa y a los pocos meses éste clausuraba la imprenta (para después apartar a Lukaris de su cargo y ahogarlo[76]). Después de esto, sólo quedaron las prensas de judíos de Estambul y Tesalónica, que producían obras hebreas en fascículos (no el libro íntegro), lo cual permitía a los autores recibir comentarios que podían abordar en entregas posteriores. Estas obras impresas se distribuían en sinagogas durante el sabbat, se depositaban en bibliotecas (algunas públicas) y se enviaban a destacados eruditos (que en algunos casos hacían a su vez copias para que las utilizaran sus alumnos), lo cual garantizaba una rápida y amplia difusión de las noticias y las ideas. En la década de 1650, la comunidad judía del puerto anatolio de Esmirna (Izmir), a la que había pertenecido Sabbatai Zevi, comenzó a imprimir obras no sólo en hebreo, sino en español, entre ellas una nueva edición del influyente texto de Menasseh ben Israel Esperança de Israel[77].
Al igual que en China, dentro del Imperio otomano los viajeros desempeñaron un gran papel en la difusión de noticias e ideas. El gobierno central trató de asegurarse de que sus principales funcionarios fueran alternándose en sus puestos, para que no «echaran raíces» en ningún sitio, y aunque ese sistema no siempre logró sus propósitos, miles de gestores, jueces y soldados de alto rango viajaban de un lugar a otro a intervalos regulares. La carrera de Evliya Çelebi (1611-1680) constituye un interesante ejemplo. Después de prepararse para el funcionariado en Estambul, registró minuciosamente todo lo relativo a sus misiones en África, Asia y Europa en campañas militares y misiones de carácter económico, fiscal y diplomático, durante las cuales conoció y se relacionó con miles de personas. Sus relatos acabaron llenando diez volúmenes[78]. Muchos otros musulmanes viajaron por el Imperio para estudiar con afamados maestros. Por ejemplo, el jeque Niyāzī al-Mīşri (1618-1694), nacido en una pequeña localidad de Anatolia, se trasladó a una población vecina dotada de muchas madrazas para estudiar el Corán, antes de emigrar a El Cairo (cuyo nombre popular en esa época, Misr, adoptó). Niyāzī al-Mīşri vivió durante tres años en la ciudad, asistiendo a clases en la «universidad» aneja a la mezquita de Al-Azhar, alojándose en una residencia sufí: tanto allí como en los numerosos mercados y cafetines de El Cairo conoció y se relacionó con eruditos de todo el mundo musulmán. Después deambuló por Anatolia occidental y los Balcanes, y acabó teniendo seguidores propios que acudían a estudiar con él. En la década de 1640 partió al exilio, primero en la isla de Rodas y después en Lesbos, tras sugerir que Ibrahim, todos sus hijos varones y sus principales ministros eran «judíos», una mácula que (de ser cierta) los incapacitaba para gobernar a musulmanes, y de proponer la sustitución de la «corrompida» casa de Osmán por janes de Crimea. Sin embargo, a pesar de su exilio, Al-Mīşri contaba con muchos seguidores que leían copias de sus escritos y que a su muerte constituyeron una pequeña hermandad sufí[79]. Aunque Niyāzī al-Mīşri nunca viajó a La Meca, muchos otros sí lo hicieron, porque el islam espera que todos los varones musulmanes hagan ese peregrinaje (haj) por lo menos una vez en la vida. De camino, así como en su destino, los peregrinos conocían a gentes de otros lugares con experiencias, capacidades e información distinta a la suya, expandiendo así sus horizontes mentales.
La historia de otros dos movimientos religiosos, los kadizadelis y los sabateos [seguidores de Sabbatai Zevi], demuestra lo lejos y lo rápido que podían viajar las noticias y las ideas en el mundo musulmán de mediados del siglo XVII. Los discípulos de Kadizade Mehmed difundieron sus enseñanzas por todo el Imperio otomano. Cuando Evliya Çelebi visitó una remota localidad de Anatolia oriental en la década de 1650, vio cómo un soldado del gobierno, que se decía seguidor de los kadizadelis, destruía un manuscrito persa hermosamente ilustrado porque contenía imágenes de seres humanos, algo que, en su opinión, iba en contra de las enseñanzas del profeta Mahoma. Entre los numerosos soldados otomanos destacados en Egipto también había discípulos de Kadizade. Todavía en 1711, mucho después de que el movimiento se hubiera esfumado de la capital, un grupo de soldados de Anatolia que acababa de leer el tratado que constituía la piedra angular de los kadizadelis hizo estragos en El Cairo, desfigurando las tumbas de fanáticos religiosos locales y atacando a la élite religiosa de la ciudad[80].
Más sorprendente resulta la velocidad con la que las noticias de la meteórica carrera de Sabbatai Zevi se difundieron dentro del Imperio otomano y fuera de él, tanto porque el judaísmo no era el credo oficial de ningún Estado como porque la mayoría de los rabinos y muchos funcionarios otomanos consideraban que Zevi era un fraude (véase capítulo 7). Con todo, seis meses después de que en mayo de 1665 Nathan de Gaza lo proclamara el Mesías, la noticia se había difundido por todas las comunidades hebreas del norte de África, es decir, de El Cairo a Salé, localidad de la costa atlántica marroquí. También llegó a Estambul y de allí a las comunidades judías de los Balcanes, Hungría, Moldavia y Crimea; en tanto que las imprentas judías de la capital otomana publicaban dos volúmenes de rezos escritos por Nathan, uno para uso nocturno y otro «traído de la tierra de Zevi [Palestina], concebido para ser dicho durante el día[81]». En cuanto Sabbatai anunció en diciembre de 1665 que tenía intención de viajar a Estambul para plantar cara al sultán, miles de judíos «de Polonia, Crimea, Persia y Jerusalén, así como de Turquía y las tierras de los francos» se concentraron en la capital otomana y allí estaban para recibirlo a su llegada dos meses después[82]. La fama de Sabbatai llegó incluso a América: comunidades judías de las islas del Caribe manifestaron interés por él, y en Boston, Massachusetts, Increase Mather pronunció varios sermones que llamaban la atención sobre las «constantes noticias» recibidas «de que grandes multitudes de israelitas iban camino de Jerusalén desde diversos lugares extranjeros[83]».
Esta rápida difusión del mensaje de Sabbatai por cuatro continentes no sólo ponía de manifiesto el interés que suscitaba su figura en una época de tendencias milenaristas, tanto dentro del judaísmo como del cristianismo, también la impresionante red de «conectores» que ponían en relación las comunidades hebreas del Mediterráneo oriental con el resto del mundo. El propio Sabbatai había vivido en muchas ciudades del Imperio otomano antes de 1665, en tanto que su padre había trabajado para los mercaderes ingleses de Esmirna, y su esposa, nacida en Polonia, había residido en Ámsterdam, Venecia, Livorno y también Egipto. Tanto Nathan de Gaza como cada uno de los demás rabinos que entraron a formar parte del entorno de Sabbatai contaban con una amplia red de contactos, a los que abrumaron con cartas y, más tarde, visitas personales destinadas a corroborar las afirmaciones del Mesías. Por otra parte, mercaderes y diplomáticos occidentales residentes en el Imperio otomano escribieron pormenorizados informes para sus superiores, difundiendo las noticias por la costa atlántica europea hasta llegar a Hamburgo, donde los rabinos incluyeron en sus oraciones una bendición de Sabbatai. En sólo dieciocho meses, éste y su red de «conectores» habían convertido las proclamas de un oscuro erudito judío de Hebrón en un movimiento mundial, al que sólo puso fin la noticia de su apostasía en septiembre de 1666[84].
El dominio de unos pocos
A pesar de la existencia de amplias redes, nuevas y viejas, para «correr la voz» sobre acontecimientos importantes, la mayoría de ellos partieron de un grupo muy reducido de individuos, que tenían un papel desproporcionado en «poner el mundo patas arriba» (por usar una expresión muy en boga en la Inglaterra revolucionaria). Así, en 1640 un contemporáneo que contempló a los segadors causar estragos en las calles de Barcelona supuso que el núcleo principal de éstos no debía de superar las quinientas personas. Al año siguiente, lord Maguire planeó tomar Dublín con menos de doscientos hombres (algo que menos de cuarenta oficiales ingleses consiguieron en 1659), y en torno al mismo número posibilitó a sir Phelim O’Neill la ocupación de casi todos los bastiones del Úlster. En 1647, Masaniello comenzó su andadura con no más de treinta ragazzi, muchos de ellos adolescentes, cuando convirtió en revolución la polémica por el impuesto de la fruta; mientras que Giuseppe d’Alesi contaba con otros doce conspiradores cuando se hizo con el control de Palermo. Uno y otro consolidaron su autoridad con menos de quinientos «hombres y muchachos[85]». Al año siguiente, Bogdan Jmelnytsky inició su revuelta cosaca con no más de 250 seguidores; los hombres «con el rostro embadurnado para no ser reconocidos» que destruyeron los registros públicos en la localidad andaluza de Lucena también eran quinientos e, igualmente, el gurú y líder sij Hargobind no dirigía a más de «quinientos jóvenes». Hasta las más exitosas revoluciones podían contar con la participación de un número sorprendentemente escaso de actores. En 1640, el golpe de Estado registrado en Lisboa, una ciudad de 175 000 habitantes, gracias al cual Portugal recuperó definitivamente la independencia, contó como mucho con el respaldo de cuarenta nobles y unos cien seguidores; mientras que, veinte años después, George Monck entró en Londres, una ciudad que quizá tuviera 250 000 habitantes, con menos de 6000 soldados exhaustos, después de una caminata invernal de casi seiscientos kilómetros desde la frontera escocesa. Con todo, ese contingente bastó para poner fin definitivamente al experimento republicano británico.
La explicación de tal asimetría —hasta qué punto «las cosas pequeñas marcan una gran diferencia»— radica en razones contingentes y sobre todo en la oportunidad de las acciones. En palabras de un frustrado pero perspicaz diplomático francés destacado en Londres durante la guerra civil inglesa, «aquí la situación cambia con tanta rapidez que uno ya no calcula el tiempo en meses o semanas, sino en horas e incluso en minutos[86]». Lo mismo podía decirse de otros lugares. En Irlanda, la rebelión católica cobró un impulso irrefrenable cuando la noche del 22 al 23 de octubre de 1641 los O’Neill y sus aliados convencieron a los alcaides de media docena de fuertes del Úlster de que los dejaran entrar, sólo pocas horas antes de que se recibiera una advertencia desde Dublín. Seis años después, el duque de Arcos perdió el control de los acontecimientos en Nápoles durante los pocos minutos que Masaniello y sus «muchachos» tardaron en ganarse a la festiva multitud de la Piazza del Mercato. En todos esos casos, el gobierno dispuso de muchos más recursos hasta el momento en que se llegó al «punto de inflexión», pero su incapacidad para utilizarlos a tiempo resultó fatal, porque las nuevas redes de información propagaron la «plaga» de las ideas revolucionarias, del mismo modo que, un siglo después, la incapacidad de las patrullas británicas para impedir el recorrido de Paul Revere le permitió difundir el «virus» que daría comienzo a la guerra de la Independencia de Estados Unidos.