11. La monarquía estuardo: el camino hacia la guerra civil, 1603-1642.
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LA MONARQUÍA ESTUARDO: EL CAMINO
HACIA LA GUERRA CIVIL, 1603-1642[1]
La historia de la Inglaterra del siglo XVII siempre ha suscitado controversia. En 1659, John Rushworth publicó el primer volumen de una obra titulada Historical collections or private passages of state [Colecciones históricas o pasajes privados de Estado], dedicado al lord protector Richard Cromwell, en el que trazaba los orígenes de la guerra civil inglesa desde un punto de vista republicano. Desde la década de 1620, Rushworth había ocupado una diversidad de cargos que le había permitido ser testigo de importantes acontecimientos y recopilar gran cantidad de material impreso y manuscrito (lámina 13). En 1682, el clérigo James Nalson publicó una alternativa monárquica a la de Rushworth, titulada An impartial collection of the great affairs of State [Una colección imparcial de los grandes asuntos de Estado], dedicada «a la más excelente majestad del rey». Aunque ambos autores terminaban con la ejecución de Carlos I en enero de 1649, Rushworth comenzaba con la revuelta de Bohemia de 1618 y la reacción de Carlos y su padre Jacobo I, y (como Nalson señalaba) achacaba implícitamente a la Monarquía «la culpa de todas las calamidades y miserias de la última rebelión». Nalson, en cambio, comenzaba con «la rebelión escocesa» contra el rey Carlos en 1637, una elección cronológica que ponía la culpa en los enemigos del rey y acusaba a su predecesor de haber incluido sólo documentos que «justificaban las acciones de los rebeldes». Rushworth ignoró sabiamente estas pullas: «El doctor Nalson —escribió a un amigo— me cree equivocado; pero yo dejo a la Posteridad que me juzgue[2]».
Hoy, la posteridad puede basarse en muchos más recursos que Rushworth o Nalson. Muchos de los principales protagonistas dejaron constancia de sus pensamientos más íntimos y justificaron sus acciones por escrito, lo que permite que actualmente los historiadores puedan relacionar sus testimonios con otros registros escritos, así como con otras fuentes relativas a la climatología de la época. Estos datos, más abundantes y variados que los que cualquier otro país podía tener en el siglo XVII, hacen posible no sólo reconstruir cómo Carlos I y sus súbditos de Gran Bretaña e Irlanda «llegaron a pelearse» entre sí (en palabras de Rushworth), sino examinar con exactitud cómo las causas humanas y naturales interactuaron para producir este resultado. Y entonces podremos «juzgar».
«Gran Bretaña»: una herencia problemática
Las guerras civiles habrían sido imposibles sin la creación de un nuevo Estado compuesto en 1603, cuando Jacobo VI de Escocia heredó Inglaterra, Gales, Irlanda y las islas del Canal de su prima sin descendencia, Isabel Tudor. Fue una unión desigual desde el principio. La población de Irlanda en 1603 era de alrededor de 1,5 millones, y la de Escocia estaba muy por debajo de un millón, en tanto que la de Inglaterra superaba los cuatro millones. La disparidad fue aún mayor un siglo más tarde, cuando estas cifras ya habían alcanzado los 2,5, uno y seis millones respectivamente. Londres, que en 1603 tenía 250 000 habitantes (y puede que el doble en 1640) no tenía parangón dentro de la Monarquía Estuardo. El contraste sobrepasó al rey Jacobo, que admitió avergonzado ante el Parlamento que «mis tres primeros años [en Inglaterra] fueron para mí como unas Navidades» por lo que podría haber parecido que «el rey estaba embriagado con su nuevo Reino[3]».
Inglaterra y Escocia habían pasado gran parte de los cuatro siglos anteriores en guerra, dejando un poso de odio y sospecha mutuos, y las diferencias económicas, sociales y políticas de los dos reinos sólo eran superadas por sus incompatibles sistemas y doctrinas religiosas, cada uno de ellos aplicados a través de una amplia variedad de leyes y tribunales. Aunque ambos Estados eran oficialmente protestantes, en Escocia los obispos nombrados por el rey se enfrentaban a unas asambleas regionales (conocidas como presbiterios) de ministros parroquiales que seguían la teología de Juan Calvino; mientras que en Inglaterra, el monarca, que también era el jefe de la Iglesia, nombraba a todos los obispos y defendía una teología protestante hostil tanto frente a católicos como a calvinistas (conocidos por lo general como presbiterianos). Los católicos de Inglaterra inspiraban un odio y un temor desproporcionados porque, pese a representar menos del 5 por ciento de la población total, entre ellos se contaban muchos seguidores ilustres (incluidas las esposas tanto de Jacobo como de su hijo Carlos y muchos de sus cortesanos), así como algunos extremistas (como el grupo liderado por Guy Fawkes, que en 1605 trató de hacer volar por los aires a la familia real y las dos Casas del Parlamento en la Conspiración de la Pólvora).
También Irlanda resultó ser una herencia problemática. En 1603, tras una enconada lucha de nueve años, las fuerzas inglesas consiguieron aplastar una importante rebelión católica, apoyada por España, y poco después Jacobo confiscó las tierras de muchos exrebeldes y se las entregó a colonos procedentes de Inglaterra. Para 1640, unos 70 000 ingleses y galeses, y alrededor de 30 000 escoceses, se habían asentado en el Úlster (la provincia noroccidental de la isla), la mayoría de ellos en nuevas ciudades y en «plantaciones» (tierras confiscadas a los nativos irlandeses y entregadas a grupos de emigrantes ingleses). Estos recién llegados se unieron a la Iglesia protestante de Irlanda (inspirada en gran medida en la Iglesia de Inglaterra, con obispos nombrados por la Corona), o a una de las cada vez más numerosas comunidades presbiterianas; pero en todas partes su número siguió siendo muy inferior al de los católicos obedientes, a los obispos y abades designados por Roma.
La geografía también representaba un grave problema para un gobierno eficaz del nuevo Estado compuesto. Incluso Inglaterra poseía algunos «rincones oscuros del territorio» (como Westmoreland y los Cambridgeshire Fens) donde eran pocos los que seguían los dictados religiosos y políticos de Londres, mientras que gran parte de Gales se mostraba todavía menos dócil aún. En Irlanda, ríos y pantanos separaban el incondicional interior católico de los enclaves protestantes de la costa y del Úlster. Por otra parte, las órdenes y los recursos enviados desde Londres podían tardar semanas en cruzar el mar de Irlanda, que las tempestades o los frecuentes vientos del oeste a menudo hacían infranqueable. Y aunque Jacobo se jactaba ante el Parlamento inglés diciendo: «En cuanto a Escocia, tengo que decir con orgullo: desde aquí la gobierno con mi pluma; lo que escribo, se hace», y aunque los mensajes del rey por lo general tardaban cuatro días en viajar entre Londres y Edimburgo, los jefes de los clanes en las Highlands y las islas solían ignorar a la Corona y seguían embarcados en las encarnizadas contiendas y rivalidades que venían manteniendo desde hacía siglos[4].
Para vencer esta diversidad y protegerse «contra toda rebelión civil e intestina», el rey Jacobo se esforzó por promover una lealtad común entre sus súbditos. Asumió el título de «rey de Gran Bretaña» y declaró que «su deseo sobre todas las cosas era dejar a su muerte un solo culto a Dios, un Reino gobernado por entero [y] una uniformidad legal» en todos sus dominios. En Irlanda, sus representantes completaron el trabajo de sus predecesores para imponer la ley y las prácticas administrativas inglesas hasta que, en 1612, según un funcionario aficionado a las metáforas, «el reloj del gobierno civil [en Irlanda] está ahora bien asentado y todos sus engranajes se mueven ordenadamente; las cuerdas del harpa irlandesa, que el magistrado civil pulsa, tocan la misma melodía». Ésa «melodía» fue haciéndose cada vez más protestante. Los católicos perdieron su mayoría en el Parlamento irlandés, gracias a la concesión de títulos irlandeses a protestantes británicos y de escaños parlamentarios a las nuevas ciudades del Úlster, y, cuando algunos líderes católicos protestaron, Jacobo los denigró como «medio súbditos míos, porque entregáis vuestra alma al papa y a mí sólo el cuerpo, e incluso eso, vuestra fuerza corporal, la dividís entre mi persona y la del rey de España». Así pues, sus esfuerzos por promover tanto la influencia religiosa como política de la minoría protestante irlandesa continuaron[5].
Jacobo también luchó por «anglicanizar» su Escocia natal. En los asuntos seculares actuaba a través del Consejo Privado, un cuerpo de nobles y funcionarios con base en Edimburgo cuyas proclamaciones tenían carácter de ley. A partir de 1612, un comité permanente del Parlamento escocés, conocido como los Lords of the Articles, encargado de elaborar la legislación que luego tenía que aprobar la asamblea al completo, permitía a Jacobo controlar la agenda parlamentaria. A veces surgían disputas sobre los impuestos —que entre 1606 y 1621 se triplicaron— pero al final cada aumento acababa siendo aprobado. La única área normativa de actuación en la que Jacobo encontró una vehemente resistencia fue la religión. Cuando regresó en persona a Escocia en 1617 y trató de imponer las prácticas litúrgicas inglesas en la Asamblea General de la Iglesia, sus esfuerzos provocaron el primer debate público en la Gran Bretaña estuardiana sobre los límites de la autoridad real. Cuando el ministro presbiteriano David Calderwood explicó su negativa a obedecer los mandatos directos del rey sobre el culto religioso, Jacobo replicó:
REY: Le diré lo que es la obediencia. Cuando el centurión le decía a sus criados, a un hombre, ve, y el hombre iba, y a este otro, ven, y venía: eso es la obediencia.
CALDERWOOD: El sufrimiento, señor, es también obediencia, aunque no del mismo tipo…
REY: Mire, yo estoy aquí. Y soy el rey. Y yo puedo pedirle lo que quiera y cuando quiera.
Aunque Jacobo logró silenciar a Calderwood durante algún tiempo ordenando su deportación a Virginia, acabó perdiendo el debate, porque cualquier gobernante que necesita justificar su autoridad ante sus súbditos automáticamente la debilita[6].
Poco después de producirse este diálogo, algunos acontecimientos extranjeros vinieron a socavar aún más la autoridad del rey. El elector Federico del Palatinado, esposo de la hija de Jacobo, Isabel, aceptó la Corona de Bohemia y provocó un contraataque tanto por parte de fuerzas austríacas como españolas, que confiscaron sus tierras hereditarias (véase capítulo 8). Jacobo decidió acudir en ayuda de su yerno de dos formas: primero, enviándole dinero y (más tarde y muy a regañadientes) tropas; y la segunda, tratando de casar a su hijo y heredero Carlos con una princesa española, con la devolución del Palatinado a Federico como su (verdadera) dote. Cuando las negociaciones de boda empezaron a languidecer, en 1623, Carlos viajó a Madrid junto con el duque de Buckingham, el valido de su padre, para promover en persona su propuesta. Entretanto, para facilitar el «enlace español», Jacobo relajó sus políticas anticatólicas en Inglaterra, una medida susceptible de provocar la alarma y la desafección de sus súbditos protestantes en cualquier momento y, especialmente, durante una depresión económica.
El otoño del Niño de 1621 desembocó en unas lluvias torrenciales que arruinaron la cosecha en toda Gran Bretaña. En Escocia, «nunca se había visto en este país, en tan poco tiempo, tamaño desajuste en los precios de los alimentos; ni mayor miedo a la hambruna o a la escasez de semillas para sembrar la tierra». Al poco tiempo, «todo el mundo trataba de librarse de todas las personas de las que pudieran prescindir», es decir, de despedir a empleados y sirvientes. «Daba pena escuchar los lamentos no sólo de los mendigos vagabundos, sino también de personas honradas». En el norte de Inglaterra también había muchos «mendigos vagabundos». En 1623, el vicario de Greystoke, Cumbria, enterró a «un pobre hombre falto de socorro» en enero; a «un pobre niño vagabundo muerto por el hambre» en marzo; y a «un pobre hombre desprovisto de medios para vivir» en mayo. Los matrimonios en Greystoke, como en el resto de Inglaterra, descendieron a su nivel más bajo entre 1580 y 1640 (porque nadie podía permitirse establecerse en una nueva casa), en tanto que el número de hijos se redujo a la mitad (a consecuencia de la abstinencia o de la amenorrea). Incluso en las áreas que normalmente exportaban grano, los magistrados temían que «esta época de tan extraordinaria necesidad, tanto de maíz como de trabajo», «generara una peligrosa desesperación entre los de su condición[7]».
Entre tales tensiones, y con los tratados, poemas y sermones ingleses sin dejar de clamar en contra del «enlace español», algunos embajadores extranjeros predijeron una rebelión en caso de que Carlos se trajera una novia española. Pero las negociaciones de boda fracasaron y el regreso del príncipe soltero precipitó un júbilo exultante. Carlos y Buckingham se convirtieron en héroes nacionales y aprovecharon su popularidad convenciendo a Jacobo para que declarara la guerra a España, principalmente para presionar a Felipe IV a que devolviera los estados confiscados de Federico del Palatinado. Para costear la guerra, Jacobo convocó al Parlamento, donde Carlos y Buckingham persuadieron a la Cámara de los Comunes para que destituyera a un ministro que se oponía a la guerra y a continuación votara a favor de la recaudación de 300 000 libras a través de nuevos impuestos para financiarla.
Aunque esta asamblea se ganó el calificativo de Felix Parliamentum, «Parlamento Feliz», generó dos graves problemas para Carlos. En primer lugar, el recurso a la impugnación (frecuente en el siglo XV, pero poco empleado desde entonces) establecía un peligroso precedente que podía utilizarse contra cualquier funcionario real que no fuera del gusto del Parlamento. Segundo, como el propio Jacobo había comunicado al Parlamento muchos años antes, «un rey prudente no declarará la guerra a otro sin haber hecho primero provisión de dinero», pero en 1624, aunque según las previsiones la guerra con España costaría un millón de libras al año, la Hacienda inglesa no contaba con dicha «provisión». Esta falta de dinero convirtió a la Corona en rehén del Parlamento mientras duraran las hostilidades, y Carlos volvió a reunir al Parlamento nada más suceder a su padre en marzo de 1625 y solicitó más fondos para llevar adelante la guerra. Los enconados debates que marcaron tanto esta sesión como las tres siguientes destruyeron la popularidad del rey, así como la unidad nacional creada tras el fracaso del enlace español. Según Richard Cust, el más perspicaz biógrafo del rey, «la luna de miel de Carlos con el pueblo inglés había terminado». ¿Cómo pudo terminar tan rápido[8]?
«La crisis de los Parlamentos».
Una razón importante para el desencanto popular vivido a finales de la década de 1620 quedaba fuera del control de Carlos. Apenas acababa de conseguir la declaración de guerra contra España cuando otra racha de malas cosechas hizo subir los precios de los alimentos y redujo drásticamente la demanda de productos manufacturados. Los magistrados de Buckinghamshire se quejaron en 1625 de que la pobreza «obliga a muchos a robar o padecer hambre», mientras que los de Lincolnshire opinaban que «el país nunca ha pasado tanta necesidad como ahora» e informaban de que miles de personas habían «vendido todo lo que tenían, incluso su colchón de paja, y no pueden encontrar trabajo para ganar algo de dinero. La carne de perro se ha convertido en un plato exquisito que en muchas casas se afanan por conseguir». Mientras, un brote de peste en Londres acabó con la vida de unas 40 000 personas y produjo el cese del comercio. En Essex, un condado por lo general próspero, «casi nadie ha podido cosechar ni la mitad del maíz normal, los sastres no logran vender sus artículos, ni tampoco granjeros ni comerciantes consiguen ninguna venta por culpa de la infección que asuela Londres». La climatología adversa continuó: en la isla de Wight, por lo general exportadora de grano, un terrateniente anotó en 1627 que «el frío del verano y la gran cantidad de lluvia caída en agosto y septiembre» arruinaron la cosecha, y que «el invierno de 1629 fue uno de los más húmedos que he visto nunca. Llovió casi todos los días», causando la muerte de casi todo el ganado y destruyendo el trigo de invierno. Al mismo tiempo, una epidemia de viruela especialmente dañina mató y desfiguró a mucha gente, además de interrumpir los viajes y el comercio. Carlos difícilmente podía haber elegido peor momento para empezar una guerra[9].
El rey acabó de empeorar la situación con dos decisiones. Por un lado, con la esperanza de forjar un alianza contra los Habsburgo en apoyo de su política en el Palatinado, propuso matrimonio a Enriqueta María de Francia, pero el hermano de ésta, Luis XIII, exigió un cierto grado de tolerancia para con los católicos ingleses antes de aceptar. Por tanto, Carlos volvió a dejar en suspenso las leyes penales, provocando de este modo la predecible agitación anticatólica. Por otro lado, él y Buckingham (todavía el valido real y principal ministro) decidieron gastar los fondos votados por el Parlamento para la nueva guerra en dos ambiciosas empresas: un ejército para levantar el asedio español sobre la ciudad holandesa de Breda y una flota para capturar la ciudad portuaria española de Cádiz. Para cuando Carlos se reunió con su segundo Parlamento en 1626, ambas operaciones habían fracasado (véase capítulo 9) y estos reveses, unidos a la hambruna, la peste y la no persecución de los católicos, produjeron una desesperación generalizada.
El Parlamento inglés era un órgano inestable. Con casi 150 pares en la Cámara de los Lores y más de quinientos miembros en la Cámara de los Comunes, constituía la asamblea representativa más amplia de principios del mundo moderno; y, dado que cada hombre libre con propiedades por valor de dos libras podía votar, unas elecciones generales de «miembros del Parlamento» (MP, como se conocía a los que se sentaban en la Cámara de los Comunes) podían implicar a más de 500 000 personas. Por otra parte, dado que ambas Cámaras solían celebrar sus debates en el palacio de Westminster, sede también de los tribunales, el Parlamento funcionaba a la vista de miles de espectadores: abogados, demandantes y solicitantes, sirvientes, familias y asesores, personas que deseaban ver y ser vistas, y aquellos que pretendían influir en el resultado. Finalmente, la propia Londres —donde casi una tercera parte de todas las familias vivían al borde o por debajo del nivel de la pobreza, y en torno a 6000 jóvenes de ambos sexos llegaban cada año en busca de empleo— constituía una inmensa reserva de malestar potencial. De modo que conseguir la aprobación de las propuestas de la Corona y evitar cualquier intento de aprovechar sus necesidades fiscales para obtener concesiones requería una cuidadosa «gestión» no sólo en las elecciones generales, sino también en las dos Cámaras y en la capital, durante las sesiones del Parlamento. Ningún gobierno del siglo XVII logró superar con éxito estas tareas vitales, generando de este modo una inestabilidad básica y recurrente en el corazón del Estado[10].
Carlos convocó y a continuación disolvió el Parlamento tres veces entre 1626 y 1629. En cada caso, la Cámara de los Comunes empezó culpando a la Corona de perseguir unas políticas desastrosas y exigiendo solución a sus quejas antes de votar a favor de dar dinero para financiar las guerras del rey; Carlos se ofendió ante sus demandas, trató de someterla mediante intimidación, arrestando a los miembros más recalcitrantes, y cuando sus esfuerzos fracasaron, la disolvió. Dado que la guerra con España continuaba, en ausencia de financiación parlamentaria, el gobierno recaudó dinero pidiendo préstamos a destacados súbditos (y encarcelando a los que se negaron a darlo) e imponiendo regalías (como el alojamiento de tropas en casas de particulares). Pero la decisión de Carlos en 1627 de declarar también la guerra a Francia lo obligó a convocar otro Parlamento. Había muchas cosas en juego cuando al año siguiente se celebró la reunión. En palabras de un MP: «Ésta es la crisis de los Parlamentos. Veremos si de ella los Parlamentos salen vivos o muertos», añadiendo perspicazmente: «Nuestras vidas, nuestras fortunas, nuestra religión, dependen de la resolución que adopte esta asamblea», porque «si el rey señala un camino, y la gente otro, nos hundiremos todos[11]». No obstante, algunos MP se negaron a votar a favor de más impuestos hasta que Carlos hubiera corregido lo que ellos consideraban abusos de los años anteriores, invocando principios y precedentes extraídos de un cuidadoso estudio de la historia y de los clásicos. «Todo hombre sabe», afirmó un MP, que «nuestras casas son nuestros castillos, y tener a estos “huéspedes” entre nosotros, nuestras esposas e hijos, constituye una violación de las leyes». «El objetivo de nuestro discurso es reivindicar las libertades fundamentales del Reino», declaró otro. Tras varias semanas de amplio debate, los MP presentaron sus diversas quejas en un solo documento, conocido como La petición de derecho, que no sólo exigía a la Corona que suspendiera el alojamiento de soldados y marineros en casas particulares y dejara de someter a los civiles a la ley marcial, sino que también prohibía la implantación de impuestos sin el consentimiento parlamentario y el encarcelamiento de cualquier súbdito sin presentar causa justificada —dos prerrogativas que Carlos consideraba parte integrante del poder monárquico—. También suplicaban a Carlos que «considerara más en profundidad el actual estado de su Reino» y destituyera a su valido, el duque de Buckingham, a quien culpaban de «los lamentables desastres y desdichados acontecimientos que habían acompañado todos sus designios y acciones». El rey volvió a responder con la disolución inmediata del Parlamento[12].
Para cuando firmó la paz tanto con Francia como con España, en 1630, sus deudas representaban cuatro veces sus ingresos anuales. Por otra parte, tanto la mala situación económica como el mal tiempo continuaban: 1629 fue el año de «una inundación tan asombrosa y enorme como no se había visto en cuarenta años»; 1630, el de una mala cosecha generalizada; el verano de 1632 fue «el más frío que ningún ser humano haya vivido nunca»; la primavera de 1633 fue «húmeda, fría y ventosa», y al otoño siguiente «la siembra fue terriblemente mala»; en el verano de 1634 hubo una sequía; y el invierno siguiente hizo un «frío tan intenso» que todo el Támesis se congeló. Luego vinieron dos veranos de sequía, siendo la de 1636 tan «excesiva» que «todo el mundo afirma no recordar una desgracia igual en Inglaterra, cuyo clima por lo general húmedo ha cambiado tanto que los árboles y las tierras tienen tan poco fruto como en el más crudo de los inviernos[13]».
No obstante, Carlos se las arregló para gobernar sin Parlamento durante once años, en parte porque el comercio exterior de Inglaterra experimentó una rápida expansión: dado que la guerra asolaba Europa cuando Gran Bretaña disfrutaba de paz, muchos comerciantes enviaban sus mercancías a través de puertos ingleses, pese a los altos aranceles aduaneros. Para 1639, el rey ya había pagado sus deudas y elevado sus ingresos anuales a 900 000 libras, casi el doble que una década antes. Sin embargo, los aranceles representaban sólo la mitad de la aumentada renta del rey. La mayor parte procedía de la inflexible aplicación de los «derechos de regalía», como las multas por infringir las normas relativas a los bosques propiedad de la Corona, los pagos efectuados por los candidatos a ser nombrados caballeros, y (lo más lucrativo de todo), el «dinero para barcos», un impuesto para financiar la Marina real. Las dudas legales rodearon cada una de estas fuentes de ingresos extraparlamentarios. Los aranceles consistían principalmente en un antiguo impuesto conocido como «tonelaje y peso en libras», que el Parlamento de 1625 había concedido a Carlos para un solo año; a partir de entonces sus funcionarios lo habían venido recaudando sin el consentimiento parlamentario. Las multas forestales aumentaron en gran medida debido a que los abogados de la Corona ampliaron arbitrariamente las fronteras de los bosques reales hasta sus límites de la época medieval; mientras que el «dinero para barcos», que no tenía precedente salvo en los condados marítimos, se recogía ahora en todas partes. Cuando unos cuantos súbditos arrojados cuestionaban la legalidad de cada una de estas exacciones fiscales, Carlos presentaba un caso de prueba ante los tribunales —y en todas las ocasiones los jueces dictaminaron a su favor—. Los tribunales del rey, anteriormente los árbitros de las vidas de sus súbditos, se habían convertido en agentes partidistas. Cuando en 1637 los jueces ratificaron la legalidad del dinero para barcos, algunos terratenientes de Kent argumentaron que su rey era en ese momento «más absolutista que cualquiera de Francia o del gran ducado de la Toscana[14]».
Carlos también se esforzó por ser «más absolutista» en asuntos religiosos. Aunque no hizo cumplir las leyes contra los católicos, persiguió a los presbiterianos. Durante la década de 1630, sus obispos aplicaron la conformidad con la doctrina y la liturgia de la Iglesia de Inglaterra citando a los resistentes —y había miles— ante los tribunales eclesiásticos y, una vez condenados, aplicándoles unas penas severas. Los que no se doblegaban, comparecían ante los tribunales del rey, especialmente ante el Alto Tribunal y la Cámara Estrellada, donde recibían sentencias aún más duras. El ejemplo más llamativo tuvo lugar en 1637, poco después de la decisión sobre el dinero para barcos, cuando la Cámara Estrellada condenó a tres destacados críticos del episcopado: William Prynne, Henry Burton y John Bastwick. Los tres eran caballeros que habían asistido a la universidad y contaban también con conocimientos profesionales (Prynne como abogado, Burton como predicador y Bastwick como médico). A instancias de William Laud, arzobispo de Canterbury y principal consejero del rey en asuntos eclesiásticos, los jueces de la Cámara Estrellada (entre los que se incluía Laud) acusaron a cada uno de ellos de libelo sedicioso y los condenaron a pagar una exorbitante multa (5000 libras, el equivalente aproximado a un millón de libras de hoy en día), a cadena perpetua sin acceso a sus familiares, ni a pluma, tinta o papel, y, a pesar de su elevado estatus, a que el verdugo común les cortara las orejas en una degradante ceremonia pública. Este salvajismo, unido al flagrante desprecio hacia el estatus social que representaban, provocó una indignación generalizada. Muchos consideraron a estos tres hombres como mártires[15].
Aunque estas victorias legales del rey hicieron refunfuñar a algunos, muchos de los súbditos del rey Carlos probablemente habrían estado de acuerdo con Edward Hyde, un eminente realista y autor de la influyente History of the rebellion and civil wars in England [Historia de la rebelión y la guerra civil en Inglaterra], cuando afirmaba que, en que la década de 1630, Inglaterra «gozó de la mayor calma y felicidad de la que cualquier pueblo de cualquier época ha disfrutado por tanto tiempo seguido», más que con el veredicto de Nehemiah Wallington, un artesano londinense, que llevó a cabo una crónica de la década de 1630 con la intención expresa de «que la próxima generación pueda conocer los desdichados y miserables tiempos que nosotros vivimos». En todo caso, los que pensaban como Wallington tenían escasa oportunidad de expresar sus opiniones en tanto que el Parlamento continuara sin celebrar sesiones, y, como un observador manifestó, «nadie puede esperar un Parlamento salvo por alguna necesidad en este momento inimaginable[16]».
El éxito del gobierno personal de Carlos le exigía evitar dicha «necesidad» porque, como comentó Anzolo Correr, el embajador veneciano en Inglaterra, Carlos había «cambiado los principios que habían regido el gobierno de sus predecesores en el trono […], dejando de gobernar mediante el Parlamento, que era como lo habían hecho sus predecesores». Y continuaba:
Está por ver si continuará y si podrá conseguir a través de la autoridad real lo que reyes anteriores lograron mediante la autoridad del Reino. Es una cuestión difícil, y tanto más peligrosa en este momento porque, según parece, el Reino se encuentra inquieto respecto a dos importantes asuntos, la religión y la reducción de la libertad del pueblo, que el rey ha alterado [perturbate] por completo. Esto desembocará en una grave confrontación, si no en una gran turbulencia [gran turbolenza].
El embajador invocaba «el ejemplo de Enrique III, que sufrió prolongados desastres y agitación en lo que fueron denominadas “las guerras de los Barones”», cuatro siglos antes, porque, según Correr opinaba, «la gente está tan descontenta que si tuviera líderes —que no los tiene— sería imposible aplacarla». El análisis de Correr, admirable para Inglaterra, omitía por completo Escocia e Irlanda. Ni siquiera mencionaba los disturbios que tres meses antes habían sacudido Edimburgo e iniciado una cadena de acontecimientos que llevaría a Carlos a la guerra, produciría un formidable cuadro de «líderes» ingleses y crearía «prolongados desastres y agitación» mucho más dañinos que «las guerras de los Barones» contra Enrique III[17].
La revolución escocesa
Carlos había ofendido a los escoceses desde su acceso al trono en 1625 cuando, como parte de sus planes de movilización para la guerra contra España, resolvió crear entre sus reinos «una estricta unión y obligación de unos para con otros de cara a su mutua defensa»: una «Unión de Armas» inspirada en el malogrado plan de España (véase capítulo 9). A fin de obtener fondos con los que financiar el contingente escocés para el ejército de la Unión, el nuevo rey anunció una «revocación», un recurso utilizado tradicionalmente por los monarcas escoceses en su acceso al trono para reclamar tierras usurpadas a su predecesor inmediato; sin embargo, pese a los numerosos precedentes, la forma en la que Carlos presentó su iniciativa provocó una amplia oposición. Pese a que al final, y muy a regañadientes, el rey hizo algunas concesiones, la versión definitiva (que entró en vigor en 1629) seguía requiriendo que aquellos que habían adquirido tierras de la Iglesia y de la Corona se las entregaran a él, antes de volver a recibirlas en condiciones menos favorables. Al igual que el Edicto de Restitución promulgado en Alemania aquel mismo año (véase capítulo 8), la Ley de Revocación posteriormente fue considerada incluso por los lealistas como «la raíz de todos los males». Reflexionando sobre la década de 1640, el historiador sir James Balfour veía en la revocación «el origen de todos los problemas que vinieron después, tanto para el gobierno como para la familia del rey», y creía que «había dejado el camino abierto a la rebelión[18]».
El resentimiento generado por la revocación apenas había amainado antes de que Carlos tomara medidas para crear una sola «forma de liturgia pública», de manera que igual que su Monarquía «tiene un solo Señor y una sola fe, también tiene un solo corazón y una sola boca […] en las iglesias que están bajo la protección de un príncipe soberano». Sobre todo, el rey deseaba acabar con la «diversidad, es más, deformidad» del culto religioso que observó cuando volvió a Escocia en 1633, porque «no se utilizaba ninguna forma establecida o pública de oración, sino que predicadores, lectores o ignorantes maestros de escuela rezaban en la iglesia» de forma improvisada. De modo que encargó al enérgico pero inflexible William Laud que diseñara una solución[19].
Archie el Loco, el bufón escocés que entretenía a Carlos I y sus cortesanos con sus jocosos comentarios, vio el peligro inmediatamente. Al enterarse del plan de imponer una nueva liturgia en su tierra natal por proclamación regia, Archie se volvió hacia el arzobispo Laud y preguntó: «¿Quién es el loco ahora?» Laud le respondió prohibiendo su presencia en la corte y elaborando el Código de Cánones para Escocia, que proscribía el rezo improvisado y otras antiguas costumbres litúrgicas. Carlos lo publicó en virtud de «nuestra prerrogativa real y autoridad suprema en causas eclesiásticas» —olvidando al parecer que la Iglesia de Escocia no reconocía dicha «autoridad suprema»—. El rey ordenó también que cada iglesia comprara y utilizara un Libro de Oraciones y, cuando le recordaron que no existía un Libro de Oraciones escocés, mandó a Laud que preparara uno en el que se incluyeran plegarias y responsos basados en la práctica inglesa (si bien no idénticos). A continuación, valiéndose de «nuestra autoridad real, como rey de Escocia», Carlos impuso el uso exclusivo del nuevo Libro de Oraciones, con efecto a partir del domingo 23 de julio de 1637. Los ministros que no adquirieran un ejemplar y lo utilizaran en esa fecha, serían declarados rebeldes y proscritos[20].
El rey había elegido un momento peligroso para innovar, dado que Escocia experimentó una climatología más extrema aún que la de Inglaterra. En junio de 1637, el Consejo Privado de Edimburgo promulgó una legislación de emergencia para afrontar una epidemia de peste, una grave falta de monedas, y una «escasez de vituallas» debido a la mala cosecha. Según el conde Lothian, uno de los terratenientes de Escocia preocupados por todo ello:
La tierra se ha vuelto de hierro aquí […] y los cielos de metal este verano, hasta ahora ha habido tantas inundaciones y vendavales en la cosecha como nadie recuerda. Esto ha sacudido, podrido y se ha llevado el poco maíz que brotaba, ciertamente hay que ser ciego para no pensar que a esta tierra le ha llegado el Día del Juicio Final. Además, no hay monedas, de manera que los que tienen deudas no pueden pagar a sus acreedores y los pocos que tienen dinero lo guardan para aprovecharse al máximo de esta penuria y necesidad.
No es de extrañar que con la imposición del nuevo Libro de Oraciones, conocido burlonamente como «Liturgia de Laud», se desencadenara una revolución, sobre todo teniendo en cuenta que los que se oponían a él ya estaban más que predispuestos[21].
En abril de 1637, un grupo de ministros de la Iglesia encabezados por Alexander Henderson (un hombre de desconocidos orígenes cuyas aptitudes como predicador y organizador pronto lo catapultarían a la fama internacional) se reunieron en secreto en Edimburgo con algunas «damas de la Iglesia presbiteriana» (las esposas de destacados presbiterianos) y las advirtieron de que el rey pretendía abolir las formas de culto tradicionales escocesas, de las cuales el rezo espontáneo formaba una parte fundamental, haciendo peligrar de este modo sus posibilidades de salvación. Un extraño accidente sirvió de confirmación irrefutable a la afirmación de Henderson: una vez el impresor del gobierno hubo corregido las pruebas de la Liturgia de Laud, éste las desechó, pero como el papel de calidad era muy apreciado, las pruebas fueron en seguida utilizadas en «las tiendas de Edimburgo para envolver especias y tabaco», llegando de esta forma al conocimiento público, y convenciendo a todo el mundo de que «la vida del Evangelio» les sería «arrebatada imponiendo a la Iglesia presbiteriana un libro de liturgia muerto». Las «damas de la Iglesia presbiteriana» autorizaron por tanto a sus doncellas que organizaran un escándalo cuando se utilizara por primera vez[22].
Las criadas así lo hicieron. Apenas el deán de Edimburgo había empezado a leer las nuevas oraciones marcadas durante el servicio matutino del domingo 23 de julio en la catedral de Saint Giles, en presencia de los jueces del rey y los magistrados de la ciudad, las jóvenes criadas, que estaban sentadas en sus banquetas plegables en la parte frontal, «empezaron a dar palmas, proferir palabras malsonantes y gritos, organizando tal alboroto en aquel sagrado lugar que nadie podía oír ni hacerse oír». A continuación, las muchachas lanzaron las banquetas en las que estaban sentadas contra el predicador y luego «hicieron pedazos todos los libros de oraciones». El deán, los jueces y magistrados salieron corriendo, y cuando intentaron utilizar el nuevo Libro de Oraciones en el servicio de la tarde, la multitud empezó a lanzarles piedras (lámina 14[23]).
Carlos respondió ordenando al Consejo Privado de Escocia que castigara a todos los «autores o actores» y se aprestara inmediatamente a imponer el uso del nuevo Libro de Oraciones. El Consejo convocó inmediatamente a los principales miembros del clero de Edimburgo, pero, en lugar de decretar castigos, éstos determinaron que «los libros de liturgia no podían utilizarse pacíficamente en las iglesias presbiterianas», y, por tanto, autorizaron a los ministros de la Iglesia a seguir predicando de la forma tradicional. También liberaron a los encarcelados por su implicación en los disturbios[24]. Henderson y sus colegas utilizaron este respiro para redactar una «petición» contra las innovaciones religiosas que le sería presentada al rey en nombre de los devotos nobles, burgueses y pastores. Carlos consideró este acto como sedición y ordenó la disolución del comité; pero en lugar de ello, Henderson, hábilmente asistido por Archibald Johnston de Wariston, un resuelto y piadoso abogado de Edimburgo, redactó una protesta formal que denominó The national covenant [El pacto nacional] para consolidar el apoyo popular. Aunque el Covenant decía salvaguardar «el verdadero culto a Dios, la majestad de nuestro rey y la paz del Reino por el bien de todos nosotros y para la posteridad», su contenido era profundamente subversivo, dado que condenaba todas las innovaciones en el gobierno eclesiástico y laico efectuadas desde la unión de 1603. Además, obligaba a los cabezas de familia escoceses a tomar juramento solemne y público de que defenderían, «hasta donde fueran capaces, con todos los medios a su alcance y con sus vidas», «la antedicha verdadera religión, libertades y leyes del Reino contra todo tipo de personas, cualesquiera que sean», una fórmula susceptible de ser utilizada como prueba de rebelión[25].
El tercer domingo de marzo de 1638, un día nombrado por Henderson y sus colegas como «solemne festividad religiosa para la firma», en cada parroquia escocesa la congregación se puso en pie y, con la mano derecha levantada, repitieron al unísono el juramento de mantener el Covenant «contra todo tipo de personas, cualesquiera que sean». A continuación firmaron con sus nombres, tras lo cual (informó Wariston) las gargantas de la multitud congregada profirieron «un grito […] como nunca antes se había visto ni escuchado[26]». Wariston estaba en lo cierto: Escocia, y tal vez el mundo, jamás habían asistido a tal ejercicio de democracia popular. Tras otro sermón, un mensajero partió hacia Londres portando el Covenant junto con una lista de ocho demandas (redactadas por Wariston) «en las que se expresaban los deseos mínimos necesarios para mantener esta Iglesia y el Reino en paz» para presentárselas al rey. Wariston entonces «rezó al Señor para protegernos del gran pecado de retroceder ni un ápice en esta causa de Dios, sin vacilación ni temor mundano». Para Wariston al menos, no habría rendición ni negociación posibles[27].
El marqués de Hamilton, llegado a Escocia en calidad de representante personal de Carlos en junio de 1638, reconoció inmediatamente el peligro que suponía esta inflexibilidad. «La conquista completa de este Reino [Escocia] será una tarea difícil», advirtió al rey, aun cuando «estuviera seguro de la ayuda que Inglaterra puede prestarle»; pero el marqués proseguía con clarividencia:
Temo que [los ingleses] no estarán tan dispuestos a esto como debieran, tanto más cuanto existen tantos espíritus maliciosos entre ellos que, en cuanto Su Majestad vuelva la espalda, estarán prestos a hacer lo que aquí se ha hecho, y que yo no dudo en calificar como rebelión. Inglaterra no anda falta de tribulaciones.
Carlos no hizo ningún caso. Dado que él creía que «no sólo mi Corona, sino mi reputación para siempre están en juego» en Escocia, informó a Hamilton de que nada «podría reducir a la gente a su obediencia, salvo la fuerza». Así pues, añadía imperiosamente, «prefiero morir a acceder a esas insolentes y detestables demandas», porque «acceder equivale a dejar de ser rey en muy breve plazo». Retomando el tema en otra carta, repetía: «Mientras este pacto [el Covenant] esté en vigor, no tengo más poder en Escocia que un duque de Venecia, por lo que prefiero morir antes que aceptarla». Por tanto, reiteraba su determinación de utilizar una fuerza arrolladora para «aplastar la rebelión» allí[28].
Era, una vez más, un momento peligroso para proponerse planes tan ambiciosos. Por una parte, mientras que Escocia había vivido en 1637 «unas inundaciones, riadas y vendavales como nadie recuerda», el año siguiente fue el más seco que algunas de sus zonas habían sufrido en un siglo. Por otro lado, un nuevo embajador veneciano veía claramente que el gobierno personal de Carlos estaba condenado al fracaso. Advertía «una disposición a la revolución también en Inglaterra, para obligar al rey a obedecer las leyes» siguiendo «el ejemplo de los escoceses»; en tanto que «la gente de Irlanda se siente descontenta y maltratada por su virrey [Thomas Wentworth], sin consideración a sus privilegios ni a ninguna otra cosa. Como su clamor no parece impresionar a Su Majestad, también se queja amargamente». En resumen, concluía el embajador, «el rey no tiene amigos en Inglaterra, y menos en Irlanda o Escocia, de modo que si no cambia su estilo de gobierno, el desastre se prevé irremediable[29]».
Por entonces, Carlos autorizó cínicamente a Hamilton hacer algunas concesiones a los covenanters: «Haláguelos con las esperanzas que estime convenientes —escribió—, su principal misión ahora es ganar tiempo […] hasta que yo esté preparado para acabar con ellos». En octubre de 1638, dado que era demasiado tarde para una intervención militar, Carlos dio su consentimiento a la Asamblea General de la Iglesia escocesa para que se reuniera, por primera vez en veinte años, y cientos de ministros de su Iglesia y hombres piadosos (muchos de ellos profusamente armados) asistieron a su sesión de apertura. «Es más que probable que estas personas tengan algo más en mente que la religión», advirtió Hamilton (encargado de presidir la Asamblea en nombre del rey): más bien, «debemos usar la religión para tapar la rebelión», y «llevarlos de nuevo al camino de la debida obediencia». Tampoco él veía otra alternativa que una invasión a gran escala[30].
A Wariston sólo se le ocurrían dos caminos por los que los escoceses podían escapar a su destino: el estallido de un conflicto en la propia Inglaterra («sea mediante un motín de los protestantes» o «una invasión por parte del rey de Francia»); o bien «la eliminación de Carlos por parte del cielo» —primera referencia conocida a la muerte del rey como solución a los problemas de la Monarquía Estuardo, una década antes de que se produjera—. Consciente de que estos propicios escenarios eran improbables en ambos casos, y sabedor de que la insistencia en que «la erradicación total de los obispos» implicaría «tomar las armas» para oponerse a la invasión inglesa, Wariston y sus colegas empezaron a estudiar las teorías de la resistencia política promovidas por algunos escritores del continente[31]. Ilustrados con estos conocimientos, empezaron a difundir sus puntos de vista mediante panfletos y sermones, cultivaron contactos con conocidos opositores a las políticas de Carlos en Inglaterra (con la esperanza de provocar un «motín» que disuadiera a Carlos de la idea de atacar Escocia) y persuadieron al gobierno sueco para que permitiera a los soldados escoceses a su servicio volver a casa y proporcionar a la vez armas y municiones. El canciller Axel Oxenstierna, que asociaba la causa de Escocia con la guerra de independencia de Suecia acaecida un siglo antes, envió finalmente casi treinta piezas de artillería pesada, 4000 mosquetes y 4000 armaduras, y liberó a trescientos soldados del servicio sueco, incluido el general Alexander Leslie, un veterano con treinta años de experiencia en la guerra continental.
El punto de inflexión
En 1639, estos refuerzos dieron a los escoceses una ventaja crítica en su enfrentamiento con el rey, que había decidido conducir personalmente a 20 000 hombres hasta la frontera escocesa, mientras Hamilton, con la Marina real, bloqueaba la costa este de Escocia al tiempo que hacía desembarcar tropas para ayudar a los contrarios al Covenant del noreste, y un ejército irlandés invadía el suroeste. La estrategia era prometedora (cuatro años más tarde una invasión de Escocia desde Irlanda resultaría devastadoramente eficaz), pero tres fallos la hicieron fracasar. En primer lugar, los condes de Strafford y Antrim, que compartían el mando, se negaron a cooperar entre sí. Su único logro fue ganarse la enemistad del principal terrateniente del suroeste de Escocia, Archibald Campbell, conde de Argyll, que a raíz de ello decidió unirse a los covenanters. En segundo lugar, los realistas del noreste se rindieron antes de que llegaran los refuerzos ingleses. Y, por último, la climatología extrema retrasó la movilización del ejército inglés de Carlos. La primavera de 1639 trajo «una terrible tempestad de viento, rayos y lluvia» seguida de diez semanas de sequía, y a continuación del «viento más fuerte que he oído soplar nunca», para acabar con una «abundancia de lluvia [que] hizo imposible viajar» y «dos de los días más fríos» que «he vivido nunca». «Temo», expresaba preocupado un comandante realista, que si el frío «continúa, mate a nuestros hombres[32]».
Cuando los soldados reclutados por el ejército real se congregaron en York, su número «estaba muy por debajo de las expectativas del rey» y muchos carecían de armas. Según un funcionario que vio a las tropas del rey avanzar hacia Newcastle, «me atrevo a decir que nunca ha ido a la lucha un ejército tan poco preparado, inexperto y tan poco dispuesto […]. Tienen tantas probabilidades de matar enemigos como de matarse entre ellos». Un eclipse solar ocurrido tres semanas más tarde, que muchos soldados «interpretaron» como «un mal presagio sobre el futuro del mal resultado de los problemas del rey», no contribuyó a levantar la moral, sobre todo teniendo en cuenta que, según John Aston, un miembro del séquito real, «el mayor enemigo» era el «hambre, que había llegado a afectar al campamento hasta tal punto» que «hubo un motín en el ejército por falta de pan[33]». No obstante, a finales de mayo de 1639, el rey Carlos llegó al río Tweed, la frontera entre los dos reinos, a la cabeza de 20 000 soldados, donde montaron sus tiendas y fortificaron su campamento para enfrentarse al ejército del Covenant, atrincherado justo al otro lado del río.
La campaña de Carlos I de 1639 vino a confirmar plenamente la advertencia del preceptor de Luis XIV: «Una de las grandes máximas de la política es que un rey debe librar la guerra en persona, porque alguien que sólo es rey en su palacio corre el riesgo de encontrar su dueño en el campo de batalla». La inexperiencia del rey y de los comandantes a quienes pedía consejo permitió a Alexander Leslie, con toda una vida de experiencia militar a sus espaldas, engañarlos. Según John Aston, «el gran rumor que corría sobre la fuerza del enemigo y sus hábiles comandantes dio lugar a falta de confianza de la mayoría y murmuraciones de muchos». No descubrirían hasta más tarde que el general Leslie había organizado sus tropas con la intención expresa de «engañar a las fuerzas enemigas» e impedir que los ingleses se dieran cuenta de que se enfrentaban apenas a 12 000 hombres, muchos de ellos deficientemente armados, o que el bloqueo de la Marina real había privado a los escoceses de «cualquier medio natural o normal de reunirse o subsistir juntos, mantenerse, retirarse o seguir avanzando, debido a la falta de vituallas, dinero o caballos». Así que, en lugar de conducir el ataque a su mucho más numeroso ejército, el 18 de junio de 1639, Carlos firmó un alto el fuego e inició conversaciones con sus rebeldes súbditos escoceses[34].
Al igual que había insistido en conducir a su ejército en persona, pese a su falta de experiencia militar, Carlos se empeñó entonces en dirigir las negociaciones también personalmente, pese a su falta de experiencia diplomática. Los escoceses exigieron de inmediato que su soberano ratificara las leyes de la última Asamblea General de la Iglesia (lo que significaba la abolición de todos los obispos), convocara un nuevo Parlamento, y regresara para juzgar y condenar a los «incendiarios» (como denominaban a los partidarios del rey que habían huido a Inglaterra). Carlos se retiró para consultar con sus principales asesores y, dado que las conversaciones tuvieron lugar bajo una tienda de campaña, los escoceses escucharon a Hamilton advertir a su rey de que «si consentía asambleas generales anuales, ya podía renunciar a sus tres coronas, porque iban a pisotearlos a todos». Los escoceses respiraron con alivio cuando oyeron a Carlos rechazar el clarividente consejo de Hamilton y aceptar en lugar de ello la Pacificación de Berwick, que no sólo accedía a todas las demandas de los covenanters, sino que también exigía desmovilizar al ejército y levantar el bloqueo naval. Carlos acababa de cometer, en palabras de John Adamson, «la mayor equivocación de su vida[35]».
La Pacificación de Berwick debilitó a Carlos I en cuatro aspectos importantes. Primero, al no haber aprovechado su superioridad militar, perdió su mejor (y tal vez única) posibilidad de victoria frente a los rebeldes escoceses. Segundo, el repliegue del rey respecto a su postura declarada anteriormente («preferiría morir a acceder a esas insolentes y detestables demandas») lo desacreditaba no sólo a él, sino también a sus principales consejeros. Como Hamilton señaló, dado que «los detalles que tan a menudo he jurado y a los que he recomendado a Su Majestad que nunca condescendiera, serán ahora concedidos», los covenanters «no darán crédito a lo que diga en adelante, sino que seguirán esperando y creyendo que todos sus deseos se acabarán cumpliendo[36]». Pronto se demostró que tenía razón. El Parlamento escocés convocado en otoño de 1639 actuó desde el primer momento partiendo de la base de que el rey concedería antes o después todo lo que pedía. En tercer lugar, y con igual perjuicio, los panfletos generados por la crisis escocesa iniciaron el debate sobre temas que habían sido tabús en Inglaterra: la liturgia y el gobierno de la Iglesia, los límites de la autoridad y la obediencia, e incluso las posibles justificaciones para la resistencia. En cuarto y último lugar, Carlos estaba en ese momento arruinado: la propia campaña, que había costado en torno a un millón de libras, consumió las reservas del tesoro inglés; mientras que las cobardes concesiones del rey envalentonaron a muchos para no pagar el dinero para barcos y otros gravámenes prerrogativos (y animaron a los funcionarios del rey a dejar en paz a los infractores, por temor a otro cambio de opinión del monarca). Los ingresos fiscales se redujeron por tanto drásticamente. Para resolver los problemas que sus políticas habían creado, Carlos recurrió al único ministro que aparentemente podía «conseguir a través de la autoridad real lo que reyes anteriores habían conseguido a través de la autoridad del Reino»: Thomas Wentworth, el lord diputado de Irlanda.
La política del Thorough en Irlanda
En Irlanda, Carlos había procurado financiar su plan de «Unión de Armas» ofreciendo a los católicos de allí unas concesiones, conocidas como las «gracias», a cambio de nuevos impuestos para pagar la defensa de la isla. Entre otras cosas, había prometido relajar el requisito de que todos los titulares de cargos públicos reconocieran al rey como supremo gobernador de la Iglesia de Irlanda (algo que ningún católico podía hacer) y garantizar también los títulos de todas las familias cuyas propiedades dataran de más de sesenta años (lo que prácticamente acababa con la creación de más «plantaciones»). Nada más hacer las paces con Francia y España en 1630, Carlos renegó de estas promesas y ordenó en cambio la aplicación estricta de las leyes anticatólicas, así como la disolución de todos los conventos católicos, y exigió a todos los magistrados que tomaran el juramento de supremacía (reconociendo a Carlos como gobernador supremo) si no querían ser destituidos. El rey confió la aplicación de estas medidas a un grupo de terratenientes protestantes militantes que desempeñaron su tarea con eficacia y entusiasmo, hasta que Carlos volvió a dar marcha atrás otra vez en 1632, cuando nombró a Thomas Wentworth, un inglés con amplia experiencia administrativa, pero sin relación alguna con Irlanda, para el cargo de lord diputado.
Desde el primer momento, Wentworth aprovechó las fragmentaciones y divisiones de la sociedad irlandesa. Así, dio a entender a los católicos que las gracias podían confirmarse a cambio de aprobar algunos aumentos fiscales y relajó oportunamente algunas medidas anticatólicas —pero también alteró actas y franquicias, de manera que el número de miembros católicos de la Cámara de los Comunes irlandesa descendió espectacularmente: mientras que en la asamblea de 1634 el número de escaños católicos era de 112, en 1640 se había reducido a 74—. Wentworth también revisó sistemáticamente todos los títulos de propiedad, aumentando las rentas y servicios reales en todos los casos posibles y desposeyendo a los que tenían títulos considerados como defectuosos, poniendo el punto de mira en los recién llegados (tanto en los protestantes escoceses como ingleses) y en los nativos (incluidas las familias que habían llegado a Irlanda generaciones atrás, conocidos como «ingleses viejos»). Incluso los nuevos colonos procedentes de Gran Bretaña «se vieron tan amenazados como cualquier otro por la violación sistemática de las leyes del derecho común en las que se basaban los terratenientes para proteger sus propiedades[37]». Gracias a estas medidas y al aumento de los ingresos aduaneros, el presupuesto irlandés experimentó un superávit por primera vez en varias décadas.
Wentworth era consciente de que estas innovaciones, que él jactanciosamente denominó Thorough («Concienzudas»), se granjearían la antipatía de la mayoría de los sectores de la sociedad irlandesa, pero confiaba en que su arraigado odio mutuo evitaría que cooperaran. Así pues, abandonó Dublín con destino a Inglaterra muy satisfecho. En diciembre de 1639 —con el apoyo de Laud y Hamilton— se reunió con Carlos y lo convenció para convocar al Parlamento de Westminster y pedir fondos para una nueva invasión de Escocia —aunque los cuatro reconocían que sería necesario recurrir a «medidas extraordinarias, si el Parlamento reaccionaba con indignación y se negaba» a votar a favor de los impuestos[38]. El cuarteto decidió también lanzar otro ataque sobre Escocia en 1640, repitiendo la estrategia del año anterior: Carlos llevaría a cabo la invasión con un numeroso ejército desde Inglaterra, en tanto que la Marina real volvería a bloquear la costa este de Escocia y otro ejército procedente de Irlanda atacaría por el sureste. Wentworth, elevado entonces a la nobleza como conde de Strafford, regresó a Dublín y convenció al Parlamento irlandés para que autorizara impuestos suficientes para reclutar un ejército de 8000 soldados de infantería y mil de caballería para la invasión de Escocia. La movilización comenzó de inmediato, y cuando las nuevas tropas se congregaron en el Úlster, el área más cercana a Escocia, el nuevo conde regresó a Londres, justo a tiempo para asumir su escaño como noble en el primer Parlamento inglés reunido en once años.
Inglaterra al límite
Los 500 000 ingleses con derecho a voto en las elecciones parlamentarias aprovecharon la inesperada oportunidad de protestar contra las controvertidas políticas de la década anterior, rechazando a los candidatos que habían defendido el dinero para barcos, recaudado regalías o aplicado las innovaciones litúrgicas de Laud. En lugar de ello, sus representantes aparecieron en Westminster con largas listas de quejas que debatieron largo y tendido, ignorando la petición del gobierno de aprobar nuevos impuestos. Carlos toleró esta irritante conducta hasta que se enteró de que la mañana del 5 de mayo de 1640, los Comunes planearon debatir una moción instándole a «la reconciliación con […] sus súbditos de Escocia». Dado que dicha moción destruiría todo el fundamento moral de su política escocesa, el rey disolvió la asamblea, que pronto sería conocida como el «Parlamento Breve[39]». Las multitudes recorrían indignadas las calles, y un grupo de unas quinientas personas rodearon el palacio de Lambeth, la residencia oficial de Laud como arzobispo de Canterbury, ya que lo culpaban de la decisión del rey de disolver la asamblea. Éste fue el primer episodio importante de violencia de masas acaecido en la capital de los Estuardo, y no sería el último.
Laud no se encontraba en el palacio de Lambeth porque, apenas Carlos volvió de disolver el Parlamento, convocó un «comité de guerra» para discutir si, en vista de la falta de fondos parlamentarios, «los escoceses deben ser reducidos o no». Las minutas tomadas durante la reunión por el secretario de Estado Henry Vane revelaban que algunos consejeros se mostraron a favor de un acuerdo —«si no hay más dinero del propuesto, ¿cómo llevar a cabo una guerra ofensiva?», inquirió uno—, pero Strafford hizo caso omiso de esta preocupación porque una «guerra defensiva» implicaría una «pérdida de honor y reputación». A continuación argumentó que dado que «la tranquilidad de Inglaterra se mantendría largo tiempo», el rey debería «continuar con una guerra vigorosa, como usted había planeado en principio». También destacó que «usted tiene un ejército en Irlanda, que podría utilizar aquí para reducir este Reino» (la ambigüedad de «aquí» y «este Reino» se volvería más adelante contra él). «Escocia no resistirá cinco meses. Un verano bien aprovechado será suficiente», predijo Strafford. El conde repitió también los argumentos que ya había adelantado el diciembre anterior: ahora que el rey estaba «libre y absuelto de todas las normas de gobierno, estando obligado por la extrema necesidad», declaró Strafford, «todo debe hacerse conforme a lo que el poder admita», esto es: dado que el Parlamento le había negado su apoyo, el rey debía financiar su ejército mediante regalías y préstamos de los principales comerciantes de Londres[40].
Nada más abandonar la reunión, el general designado del ejército, el conde de Northumberland, aseguró a su lugarteniente en Newcastle, la ciudad más grande del noreste: «Vamos a emprender una conquista con tal fuerza que nada en ese Reino [Escocia] podrá detenernos», aunque, añadió, dado que el Parlamento no había votado los fondos, el encuentro de las tropas inglesas programado para el 20 de mayo tendría que ser lamentablemente aplazado al 10 de junio. Esto no preocupó a Strafford, porque él esperaba que España financiara la guerra. El diciembre anterior se había reunido con los enviados de Felipe IV en Londres para solicitar un préstamo de 100 000 libras; ahora les pedía 300.000. Felipe expresó su apoyo, pero la revuelta de Barcelona, comenzada un mes más tarde (véase capítulo 9), le impedía disponer de fondos para ayudar a Carlos a recuperar Escocia. Como John Adamson comentó, «la revuelta de los catalanes no es menos importante que la revuelta de los covenanters a la hora de explicar por qué la guerra civil en Inglaterra adquirió serios visos de probabilidad a partir del verano de 1640[41]».
El fracaso del acuerdo español dejó a Carlos peligrosamente expuesto. Había ordenado la movilización de 35 000 efectivos ingleses contra Escocia y no podía abandonar sus planes de guerra sin que supusiera una «pérdida de honor y reputación». Incluso el hecho de aplazar la fecha del encuentro dos veces más (primero hasta el 1 de julio y luego «hasta mediados de agosto») multiplicaba los riesgos, dado que, como Northumberland señaló, mediados de agosto era «una época del año no tan adecuada para introducir a un ejército en los campos de estos países norteños». La «época del año» pronto resultó todavía menos adecuada de lo que el conde imaginaba. Un brote de peste impidió que los soldados reclutados en Devon y Cornwall llegaran a York, mientras que, debido al episodio del Niño de aquel año, gran parte de Inglaterra sufrió «abundantes lluvias y vientos fríos: la primavera es extraordinariamente tardía». En agosto, «la tierra parecía amenazada por la extraordinaria violencia de los vientos y una inusual abundancia de humedad». Hasta Strafford, designado para conducir al ejército del rey tras la dimisión de Northumberland, llegó tarde: para el 24 de agosto de 1640 sólo había llegado hasta Huntingdon, donde encontró «las aguas extremadamente crecidas y los caminos tan intransitables como en la época de Navidad[42]».
Entretanto, en Dublín, la noticia del fracaso del Parlamento Breve combinada con la ausencia de Strafford, animó al Parlamento irlandés a suspender el cobro de los impuestos ya votados. Esto retrasó el reclutamiento del «nuevo ejército» destinado a invadir Escocia, de manera que aunque para junio los regimientos de infantería ya se habían reunido en el Úlster, la caballería (cuyo equipamiento requería más dinero) no lo había hecho. Tampoco las armas para los reclutas ni los barcos de transporte que habían de trasladarles hasta Escocia habían llegado todavía. La mayor parte del «nuevo ejército» permanecía por tanto en el Úlster, consumiendo unos recursos locales ya bastante reducidos por una sucesión de malas cosechas.
El Parlamento escocés aprovechó estos reveses para volver a reunirse en Edimburgo y, en palabras de sir James Balfour, aprobó un programa legislativo «memorable para la posteridad, ya que supone el mayor cambio real producido de una sola vez en esta Iglesia y este Estado en los últimos seiscientos años», ya que, en efecto, «daba un vuelco no sólo al antiguo gobierno del Estado, sino que amarraba la Monarquía con cadenas». El Parlamento aprobó la Ley Trienal, por la que se exigía la reunión de una asamblea al menos una vez cada tres años, previa convocatoria o no por parte del monarca, y una ley por la que se excluía a todos los obispos de dicha asamblea. También establecía una elaborada estructura de comités permanentes para gobernar Escocia mientras el Parlamento no estuviera manteniendo sesiones[43]. Los líderes del Covenant también recibieron una carta firmada por siete nobles ingleses en la que se prometía que «en cuanto tuvieran conocimiento de su entrada en el Reino […] se unirían formando un bloque que tener en cuenta y redactarían una protesta para presentársela al rey». En ella se plantearían las quejas tanto de Escocia como de Inglaterra, sobre las que «exigirían» (no «pedirían») una solución[44]. Entre los siete nobles disidentes (y traidores) se encontraban los condes de Bedford y Warwick (ambos habían sido encarcelados anteriormente por Carlos por criticar sus políticas), y el conde de Essex (a quien Carlos había culpado del fracaso de la campaña de 1639). Los tres habían utilizado su influencia para asegurarse la elección de los maleables miembros del Parlamento Breve —incluido John Pym, un protegido y exempleado tanto de Bedford como de Warwick, que se había convertido en la voz dominante dentro de la Cámara de los Comunes— y se sintieron frustrados por su disolución.
La desleal promesa de connivencia por parte de los siete nobles persuadió al gobierno escocés de la conveniencia de llevar a cabo un ataque preventivo. Enviaron un ejército al norte, bajo el mando de Argyll, con órdenes de destruir las propiedades de todos los potenciales lealistas que podrían abrir un segundo frente, y autorizaron al general Leslie —que había pasado el año anterior armando a sus soldados— invadir Inglaterra. El 20 de agosto, éste atravesó Tweed con 18 000 hombres. Escocia e Inglaterra estaban otra vez en guerra.
Aquel mismo día Carlos salió de Londres en dirección a York, donde «habló con los lores, coroneles y caballeros», instándolos a unirse en la marcha contra los escoceses. En lugar de movilizarse, sin embargo, el 28 de agosto, éstos enviaron a Carlos una «humilde petición» aduciendo que la última campaña le había costado al condado más de 100 000 libras, y que «para el futuro, la carga es tan gravosa que ni podemos ni somos capaces de soportarla». Con la misma franqueza, contestaban a la petición del rey de que alojaran a los soldados hasta el comienzo de la campaña: «El alojamiento de soldados indisciplinados, cuyas palabras y acciones van dirigidas a quemar nuestros pueblos y casas», estaba prohibido por las «antiguas leyes de este Reino, confirmadas por Su Majestad en La petición de derecho». Ese mismo día, Leslie condujo al ejército escocés a través del Tyne, aniquiló el pequeño contingente inglés que le hizo frente en la batalla de Newburn y conquistó Newcastle, antes de avanzar hacia el sur para tomar también Durham[45].
Aunque muchos historiadores han subestimado la escala y la repercusión de estas derrotas militares, los contemporáneos no lo hicieron así. El rey, que conducía personalmente a su ejército desde York hacia Durham, fue presa del pánico y ordenó una rápida retirada cuando supo la noticia de Newburn, en tanto que el secretario Vane expresaba con temor que Inglaterra se enfrentaba a partir de ese momento al «mayor peligro que ha amenazado a este Estado desde la conquista [normanda]»; de hecho, la ocupación del noreste de Inglaterra no sólo salvaguardaba a Escocia de la imposición de la «unión perfecta» concebida por Carlos y Laud: también abría el camino a los escoceses para imponer a Inglaterra una «unión perfecta» por su parte, cortando el suministro del carbón de Tyneside del que dependía Londres[46].
Muchos en Inglaterra se alegraron abiertamente de la derrota de su rey. Cuando las noticias de Newburn llegaron a Londres, las campanas de la iglesia repicaron en celebración y el Consejo Privado, que ya había dispuesto la artillería en torno al palacio de Whitehall para protegerse frente a una insurrección popular, huyó de la capital y preparó Portsmouth, en la costa sur, como «retiro» para la familia real «en caso extremo». El arzobispo Laud expresó de la mejor manera el ánimo derrotista del Consejo: el rey, decía, debe entender que «estamos contra la pared y a oscuras», y que la única manera de organizar una resistencia eficaz ante los escoceses era convocando un consejo de pares «o un Parlamento[47]».
Los temores de Laud estaban bien fundados. Aunque Londres no preveía una insurrección en ese momento, los nobles ingleses disidentes cumplieron su promesa ante sus colegas escoceses y enviaron al rey una petición que portaba las firmas de nueve nobles y presentaba dos categorías de demandas. En primer lugar, afirmaban que «con ocasión de esta guerra, sus ingresos se están malgastando, sus súbditos tienen que soportar […] cargas militares […] y todo su Reino se ha llenado de temor y descontento». Para resolver estos problemas, los nobles propusieron una solución simple e inmediata: la paz con los escoceses. En segundo lugar, y de forma más extensa, se quejaban de «las diversas innovaciones en lo referente a la religión», «el gran aumento del apoyo al papado y el empleo de recusantes papistas», los rumores sobre «traer fuerzas irlandesas y extranjeras [es decir, católicas]», «la reclamación de dinero para barcos» y la aplicación de varios impuestos sobre las «mercancías y productos del Reino», y «los largos intervalos entre Parlamentos». Para solucionar estos problemas, los doce pares exigían que Carlos…
… convocara un Parlamento en un plazo breve y conveniente, por medio del cual las causas de estas y otras quejas que afligen a su pueblo puedan hacerse desaparecer, y los autores y consejeros que las han provocado puedan ser juzgados legalmente y condenados a la pena que requiera en cada caso la naturaleza de los diversos delitos[48].
Nadie podía ignorar la importancia del aumento de las firmas de los nobles hasta doce, porque recordaba «el ejemplo de Enrique III» citado por el embajador veneciano tres años antes: en 1258, el rey había tenido que transigir a su pesar, bajo presión, que doce nobles podían convocar el Parlamento por su cuenta si él se negaba a hacerlo. ¿Invocarían esta vez los peticionarios de la nobleza el mismo derecho?
Carlos decidió no poner el asunto a prueba. El 5 de septiembre de 1640, tras discutir la petición con sus asesores, y tras enterarse de que los escoceses «montan guarniciones y ocupan sus cuarteles de invierno por todo Northumberland y el arzobispado de Durham», mientras su propio «ejército no está en situación de luchar ni seis semanas», Carlos convocó un «Gran Consejo» compuesto por todos los pares ingleses (un órgano que no se había congregado desde la época de los Tudor) para reunirse con él[49].
El mal tiempo continuó impidiendo la transacción de asuntos públicos («cayó tanta lluvia estos dos días y las aguas estaban tan desbordadas —se lamentaba Vane—, que es difícil cruzar las carreteras por ninguna parte»), pero a finales de septiembre unos setenta pares se reunieron con el rey en York. Los que habían firmado la petición llegaron ostentosamente en una sola cabalgata con sus carruajes, sirvientes y criados, un claro signo de unidad que al parecer minó la moral del rey. «En primer lugar —anunció éste en su discurso de apertura ante el Gran Consejo— debo comunicarles que nada deseo más que ser bien entendido por mi pueblo, y para tal fin Yo mismo he decidido convocar un Parlamento». El Parlamento se reuniría en Westminster el 3 de noviembre de 1640[50]. El rey pidió a continuación consejo sobre qué hacer respecto a los escoceses y expresó la esperanza de que sus nobles financiaran una campaña para vengar Newburn. Éstos se negaron, y en lugar de ello insistieron no sólo en el nombramiento de un comité de dieciséis personas con plenos poderes para firmar un armisticio con los escoceses, sino también en la inclusión dentro de ese número de once de los pares peticionarios, entre ellos Bedford, Essex y Warwick: hombres que difícilmente podían rechazar las demandas de los invasores, habida cuenta de la traicionera carta de julio que los escoceses tenían en su poder.
El rey había entregado por tanto una parte importante de su prerrogativa —el poder de hacer la paz y la guerra— y los comisionados de la paz utilizaron su nueva autoridad para firmar el Tratado de Ripon, que hacía tres concesiones cruciales a los escoceses. La primera, dejarles el control de las minas de carbón de Tyneside, de las que Londres dependía tanto para sus productos como para la calefacción —una medida que les dio una ventaja crítica sobre sus aliados ingleses porque, hasta que el Parlamento autorizara los impuestos para comprarlas y de este modo permitir que los mineros volvieran a dar suministro a Londres, la capital se moriría de hambre y de frío—. En segundo lugar, estipulaba que las negociaciones para un acuerdo final tendrían lugar en Westminster, lo que proporcionaba a los pares peticionarios y a sus aliados en el Parlamento y en Escocia una oportunidad única para reorganizar toda la estructura política de la Monarquía de Carlos I. Y, por último, garantizaba que los escoceses recibirían la enorme suma de 850 libras al día para mantener a sus soldados en Inglaterra hasta que se pudiera alcanzar un acuerdo definitivo, un requisito que no sólo obligaba a Carlos a alimentar y pagar a su propio ejército en Yorkshire, pese al hecho de que «estas grandes lluvias que han caído han malogrado la cosecha y el maíz va a encarecerse mucho», sino que también le impedía disolver el nuevo Parlamento hasta que hubiera votado fondos suficientes para desmantelar tanto a los dos ejércitos en Inglaterra como al ejército de Strafford en el Úlster[51].
En su discurso de apertura del Parlamento, el 3 de noviembre de 1640, Carlos no pudo refrenarse y echó la culpa a los allí congregados de la difícil situación en la que se encontraba. Si la asamblea anterior le hubiera creído, los reprendió, «creo sinceramente que las cosas no habrían llegado a este punto», e hizo un llamamiento al voto inmediato de fondos para una nueva campaña dirigida a expulsar a los invasores. Su postura beligerante no carecía de partidarios: algunos miembros del Parlamento se sentían o bien obligados a obedecer al rey, equivocado o no, o insultados por la victoria de los escoceses («si los escoceses se mostraran demasiado rebeldes, [dejemos] que el verdadero coraje inglés los haga entrar en razón»; «deberíamos echarlos por las buenas o por las malas»[52]). El número de miembros del Parlamento que simpatizaban con el argumento del rey pronto quedó a la vista. Tanto la petición como el Tratado de Ripon habían exigido el «juicio legal y el castigo apropiado» de los responsables de las impopulares políticas de la década anterior, especialmente de Strafford. Sus enemigos esperaban decidir su destino en un pequeño comité, pero los partidarios del rey, por una votación de 165 a 152, decidieron que fuera toda la Cámara, más benévola, la que tomara la decisión.
Esto animó a Carlos a llamar a Strafford (todavía comandante de los ejércitos del rey, tanto en Inglaterra como en Irlanda, y el más firme defensor de retomar la guerra contra los escoceses) para que volviera a Londres, donde inmediatamente comenzó a reforzar las defensas de la torre. Por si esto no fuera suficiente para alarmar a los críticos que el rey tenía en el Parlamento, se extendieron rumores de que Strafford y el rey estaban preparando la imputación de aquellos que ellos sabían habían mantenido contactos desleales con los escoceses. El 11 de noviembre, los temerosos miembros del Parlamento procedieron por tanto a un ataque preventivo, acusando al propio conde de alta traición, y éste fue inmediatamente puesto bajo custodia. Esto dio al traste no sólo con los planes de una tercera campaña contra los escoceses, sino también con muchos otros asuntos públicos, mientras el Parlamento reunía y ultimaba el articulado de la acusación de traición para impugnar a Strafford.
El juicio tuvo lugar en marzo de 1641 en Westminster Hall, el «mayor espacio seglar de Inglaterra», para que el mayor número de público posible pudiera verlo y escucharlo. Aunque el Parlamento vendió entradas, la demanda de asientos superó con mucho la oferta, y enormes multitudes merodeaban por las puertas para asomarse y ver o escuchar algo: fue, como John Adamson apuntó ingeniosamente, «quizá el primer ejercicio de retransmisión de un acto parlamentario» (lámina 15[53]). El conde refutó hábilmente todos los cargos, pero sus enemigos no podían permitirse dejarlo marchar, ya que, según apareció publicado en un popular panfleto de la época: igual que «el toro bravo cuando está herido y se deja suelto causa más daño, si se deja al conde salir de la red, será más salvaje que antes». Los Comunes redactaron por tanto un decreto de cancelación de derechos civiles (procedimiento por el cual se negaba el derecho del acusado a ser escuchado en juicio), cifrando sus esperanzas en las apresuradas notas tomadas por sir Henry Vane durante la reunión del Comité de Guerra del 5 de mayo de 1640. En ellas, cabe recordar, se hacía constar el consejo de Strafford al rey de que ya que en ese momento estaba «libre y absuelto de todas las normas de gobierno […], todo debe hacerse conforme a lo que el poder admita»; e, incluso, lo que era más dañino: «Usted tiene un ejército en Irlanda que podría utilizar aquí para reducir este Reino». Los enemigos de Strafford argumentaron que los términos «aquí» y «este Reino» se referían a Inglaterra, por lo que el conde no sólo había aconsejado un gobierno arbitrario, sino que además había instado al rey a emplear tropas extranjeras para aplastar a los que lo criticaban en Inglaterra[54]. Enfurecido ante este giro de los acontecimientos, el rey decidió disolver el Parlamento y emplazar a algunos oficiales de su ejército destacados en Yorkshire para que rescataran al conde de la torre; pero la noticia trascendió, y miles de londinenses acudieron rápidamente a Westminster para formar un escudo humano mientras los Comunes terminaban de redactar los artículos de la cancelación de derechos civiles. El decreto fue aprobado por 204 votos frente a 59, lo que revela hasta qué punto las acciones de Carlos habían generado una opinión contraria al conde. La Cámara de los Lores se preparó para juzgarlo.
Una vez más, intervino la contingencia. Dado que ni siquiera el rey podía perdonar a una persona que hubiera sido declarada culpable por el proceso de cancelación de derechos, Carlos puso todas sus esperanzas de salvar a Strafford en convencer a los moderados de la Cámara de los Lores, como el conde de Bedford, para que emitieran una sentencia de destierro o prisión, pero no de muerte. El 23 de abril, creyendo que sus esfuerzos habían surtido efecto, el rey escribió una afectuosa carta (firmada como «su siempre fiel amigo») en la que informaba a Strafford de que «bajo palabra de rey, no sufrirás pérdida de vida, honor o fortuna», pero nada más efectuar esta solemne promesa, Bedford, el moderado más influyente, contrajo la viruela, y con ello perdió su capacidad de influir en las deliberaciones de los pares[55].
De modo que, el 1 de mayo de 1641, el rey realizó otra visita al Parlamento para repetir lo que le había dicho a Bedford. Tras explicar que no creía que Strafford fuera culpable de alta traición, expresó la esperanza de que las dos Cámaras votaran a favor de acusarlo de un delito menor, de faltas. Los que lo escuchaban permanecieron impertérritos. Como el conde de Essex (cuyo propio padre había sido ejecutado por traición) señaló cáusticamente, si el conde vivía, Carlos lo rehabilitaría en sus anteriores cargos «nada más acabara el Parlamento», y entonces el «toro bravo herido» emprendería su venganza. En cambio, afirmó Essex, sacudiendo la cabeza mientras pronunciaba su frase más memorable: «Un muerto no es nadie[56]».
Tal vez dándose cuenta de que su discurso ante el Parlamento no había surtido el efecto deseado, Carlos puso entonces en marcha otro complot para hacerse con el control de la torre y liberar a su fiel ministro. Sin embargo, la noticia volvió una vez más a trascender y, al anochecer del 2 de mayo de 1641, una multitud de unas mil personas se había reunido ya en los alrededores para asegurarse de que los conspiradores no entraban y Strafford permanecía dentro. Al día siguiente, una muchedumbre de 15 000 personas se dio cita en Westminster, tanto para proteger el Parlamento como para protestar contra el intento de golpe de Estado del rey. «De verdad —escribió el artesano Nehemiah Wallington en su diario— que en mi vida he visto tanta gente junta». Y cuando veían a cualquiera de los lores llegar, todos gritaban al unísono: «¡Justicia! ¡Justicia!» Uno de los lores afirmó que alguno de los congregados le había advertido de que «si no hacían justicia al día siguiente, tomarían [es decir, lincharían] al rey o al señor Strafford» —la primera sugerencia pública de la que tenemos constancia del regicidio como solución a los problemas políticos de Inglaterra[57]. Entretanto, en la Cámara de los Lores, lord Stamford propuso a los pares «dar gracias a Dios por la gran liberación que estamos logrando, que es mayor que la de la traición de la Pólvora». La comparación se difundió rápidamente. Los embajadores holandeses en Londres afirmaban que la recién descubierta «conspiración estaba mucho más extendida y era mucho más horrible que la Conspiración de la Pólvora», en tanto que John Pym convenció a la Cámara de los Comunes de que se enfrentaban a otra «conspiración papista» dirigida a «subvertir y derrocar su Reino». Pym también aprovechó el pánico general para sacar rápidamente un documento titulado La protesta, con autorización de imprimir ejemplares suficientes para repartirse por todas las parroquias del Reino[58].
Al igual que el Covenant nacional escocés (que probablemente sirvió de modelo), La protesta requería un compromiso público y universal de defender la Iglesia establecida de sus enemigos, y buscar el castigo de todos los que se habían dedicado a «subvertir las leyes fundamentales de Inglaterra e Irlanda, y a introducir el ejercicio de un gobierno tiránico y arbitrario». De nuevo al igual que Escocia, el clero leyó el documento en voz alta desde sus púlpitos, ante sus congregaciones, antes de añadir sus nombres, y a continuación hizo un llamamiento a «todos los cabezas de familia, sus hijos y criados» a «firmar con su nombre o mediante marca» en un registro especial. Decenas de miles, incluidos aprendices y sirvientes, firmaron diligentemente el juramento y añadieron sus firmas o marcas, y luego acudieron «en manada a la Cámara del Parlamento con La protesta clavada en lo alto de sus espadas», mientras la milicia civil se pavoneaba por las calles con La protesta «atada a sus cinturones o sombreros». Hoy en día todavía se conservan más de 3000 de estos documentos, con los nombres de más de 37 000 individuos. «Nunca antes —escribe David Cressy—, tantos súbditos habían sido invitados a actuar como ciudadanos, al margen de su categoría social[59]».
El viernes 7 de mayo, la Cámara de los Lores aprobó el decreto de cancelación de derechos de Strafford y una delegación de ambas cámaras se dispuso a llevárselo a Carlos junto con otro proyecto de ley en virtud del cual se prohibía la disolución del Parlamento sin su propio consentimiento. Una multitud estimada en 12 000 personas escoltó a la delegación hasta el palacio de Whitehall, que bloquearon durante 36 horas, gritando consignas, hasta que Carlos —tras haber consultado con sus obispos y ministros para tratar de encontrar la manera de mantener «la palabra de rey» ante su ministro, y haber llorado sentado a la mesa del Consejo al no poder hacerlo— finalmente firmó ambos documentos. Como William Sanderson, testigo presencial de los hechos, escribió en su Compleat history of the life and raigne of King Charles from his cradle to his grave [Historia completa de la vida y reinado del rey Carlos de la cuna a la sepultura], «de una sola vez, en un solo instante, con la misma pluma y tinta, el rey perdió su prerrogativa y también la vida de Strafford». Una multitud de alrededor de 200 000 personas se congregó inmediatamente en torno al cadalso de Tower Hill para regodearse con la ejecución del conde, y a continuación, los que habían venido de fuera de la ciudad para asistir al espectáculo «emprendieron la vuelta, saludando con sus sombreros y lanzando expresiones de júbilo» por cada ciudad que pasaban, gritando: «“¡Le han cortado la cabeza, le han cortado la cabeza!…” Y rompiendo las ventanas de las personas que no solemnizaban aquel festejo haciendo una hoguera[60]».
El Parlamento Largo ya se había ganado su epíteto —había durado más tiempo seguido que ninguna asamblea anterior— y, una vez obtenida su ventaja, se dispuso a sacarle el máximo partido posible. Al día siguiente de que Carlos firmara la condena a muerte de Strafford, el Parlamento aprobó un borrador de tratado de paz con los escoceses; y el día después de la ejecución del conde, votó a favor de la dotación de fondos necesaria para desmovilizar a los ejércitos ingleses y escoceses que se encontraban en el norte. No obstante, hasta que dichos fondos llegaron, según las angustiadas palabras del secretario Vane: «Estamos todavía dentro del laberinto y no podemos salir». Poco después de reunirse en noviembre de 1640, el Parlamento Largo publicó y distribuyó un panfleto instando a «las personas de todos los condados del Reino» a aprovechar «la presente oportunidad, proporcionando información veraz para documentar los casos de mal gobierno real habidos durante la década anterior». De los cuarenta condados ingleses, casi todos lo hicieron, presentando peticiones que fueron acompañadas de medio millón de firmas. De algunas se hicieron múltiples copias; otras fueron presentadas por miles de peticionarios —de Buckinghamshire llegaron 3000 cabalgando «en grupos de tres», 10 000 de Kent, etc.—, lo que obligó a la Cámara de los Comunes a nombrar jefes de policía para «regular y prevenir los desórdenes que cometen las alborotadas multitudes que están llegando a raudales[61]». Inglaterra no había vivido antes nada parecido a este ejercicio de democracia directa y el Parlamento utilizó la información para redactar, para la firma del rey, un torrente de legislación dirigido a destruir tanto a los agentes como al aparato que le había permitido gobernar Inglaterra durante once años sin su participación. Para septiembre de 1641, cuando las dos Cámaras finalmente suspendieron las sesiones, habían iniciado procesos de impugnación contra no menos de 53 de los altos cargos nombrados por el rey, incluido el arzobispo Laud, doce obispos, y casi la mitad de los jueces, de los cuales muchos continuaban en la torre pendientes de juicio, y aprobado unos proyectos de ley por los que se declaraba ilegal el dinero para barcos, se restringían las leyes forestales, se abolían las multas a los caballeros, la Cámara Estrellada y el Alto Comisionado, y se anulaba el impuesto de tonelaje y peso en libras. Entre el 7 y el 10 de agosto, Carlos dio a regañadientes su aprobación a todas estas medidas, así como un tratado de paz que ponía fin a los «últimos problemas» habidos con sus súbditos escoceses, una de cuyas cláusulas prohibía al rey entablar «guerras con extranjeros sin el consentimiento de ambos Parlamentos». A partir de ese momento en realidad sólo era rey a título nominal[62].
El 11 de agosto, Carlos abandonó Londres, primero para supervisar la desmovilización de los ejércitos escocés e inglés y luego para asegurar la aceptación del tratado de paz por parte de su Reino en el norte. Al principio, todo fue bien: el Parlamento escocés desmovilizó sus tropas y ratificó el tratado. Cuando esta noticia llegó a Londres, el Parlamento llevó a cabo un acto público de acción de gracias «por la paz alcanzada entre Inglaterra y Escocia» durante el cual el predicador Stephen Marshall pronunció un sermón en el que comparó la situación de «las tres naciones de Inglaterra, Escocia e Irlanda» con la de Alemania, que «sigue siendo un campo ensangrentado, en el que sus ciudades y pueblos están desolados, sus mujeres son violadas, sus niños asesinados, donde muchos comen sus cadáveres y mueren por falta de comida». Aunque a veces había parecido que Inglaterra habría podido convertirse en «el asombro del mundo por nuestra desolación», en cambio, «Dios nos ha convertido en el asombro del mundo por nuestra preservación[63]».
Se trataba sin duda de un logro extraordinario y si los adversarios del rey hubieran sido capaces de pararse ahí, podrían haber mantenido su ventaja. Sin embargo, la naturaleza compuesta de la Monarquía Estuardo —que previamente había constituido un activo para ellos— pasó a convertirse en una carga para ellos y un activo para el rey. Por una parte, los escoceses exigían el cumplimiento inmediato de su petición de «una confesión de fe, una forma de catecismo […] y una forma de gobierno eclesiástico en todas las iglesias de los dominios de Su Majestad» —tomando por supuesto como modelo el sistema presbiteriano de Escocia—. No pudo lograrse. La mayoría católica irlandesa era radicalmente contraria, y pocos de los adversarios ingleses de Carlos eran presbiterianos. Además, a diferencia de los escoceses, Inglaterra carecía de un único punto de reunión: en lugar del National Covenant, existían dos documentos rivales, La protesta y el Libro de Oraciones. Elegir entre ambos dividiría a las comunidades e incluso a las familias de todo el Reino. Por otra parte, Carlos decidió formar una facción realista, tanto en Escocia como en Irlanda, capaz de derrotar a sus enemigos. El resultado fue lo que Conrad Russell denominó el «efecto bola de billar[64]».
El «incidente»: Escocia al límite
Carlos pasó el verano de 1641 en Edimburgo, donde hizo todo lo que pudo para ganarse a los covenanters asistiendo a los oficios de la Iglesia presbiteriana y colmando de recompensas a sus principales líderes (Leslie recibió el título de conde de Leven, Argyll se convirtió en marqués, Wariston en caballero). Estos gestos no impidieron que sus opositores exigieran todavía más concesiones, especialmente el derecho a veto sobre cualquier nombramiento importante (consejeros, jueces, altos funcionarios del Estado). Carlos accedió muy a su pesar a esta concesión el 16 de septiembre, pero con ello creó finalmente una facción realista compuesta de hombres a quienes con toda seguridad los covenanters vetarían, y que por tanto quedarían permanentemente excluidos de los cargos. Durante las siguientes cuatro semanas, William Murray, ayuda de cámara e íntimo amigo de Carlos desde la niñez, organizó una conspiración para eliminar a los que él consideraba los principales enemigos del rey en Escocia. Una noche, en la cámara real —lugar sumamente inusual para una reunión— el coronel John Cochrane, un simpatizante monárquico perteneciente al ejército del Covenant, propuso a Carlos un complot para atraer a Hamilton y a Argyll a los aposentos reales del palacio de Holyrood, en un momento en el que «el rey no anduviera cerca», donde los arrestarían y luego los llevarían bajo custodia hasta el castillo de Edimburgo. Si sus partidarios intentaban rescatarlos, en palabras de uno de los conspiradores, «haremos que a los traidores les corten el cuello[65]».
La conspiración se vio frustrada porque dos de los soldados encargados del arresto (y llegado el caso, del asesinato) revelaron el complot a sus potenciales víctimas, que huyeron a Edimburgo el 12 de octubre, dejando que fuera Carlos el que explicara el «incidente» al Parlamento escocés. Aunque el rey negó todo conocimiento al respecto, había tres pruebas que lo incriminaban. En primer lugar, cuando fueron interrogados por el Parlamento escocés, Murray y los demás conspiradores afirmaron que habían actuado con su conocimiento y autorización. Segundo, resulta difícil explicar la reunión nocturna con Cochrane o el plan de escenificar el golpe en sus aposentos privados a menos que Carlos fuera cómplice. Por último, el rey se delató cuando el 5 de octubre hizo algunas anotaciones sobre una carta de sir Edward Nicholas, su secretario de Estado en Londres. Junto a la información de Nicholas de que los líderes parlamentarios ingleses se sentían optimistas porque creían que los acontecimientos que se estaban produciendo en Escocia los favorecían, el rey (desde Edimburgo) escribió al margen: «Creo que antes de que acabe todo no tendrán tantos motivos de alegría»; y que «cuando vea al pequeño Will Murray», Nicholas sabría «cómo acabaron las cosas aquí» —téngase en cuenta que el «pequeño Will Murray» era nada menos que el arquitecto de la conspiración para arrestar a Hamilton y Argyll, así como el mensajero confidencial a quien el rey a menudo confiaba sus cartas secretas[66]—. Nicholas se dio cuenta inmediatamente del significado de este mensaje: el mismo día que recibió los crípticos comentarios del rey, mencionó a un colega: «Deseo que los que han sido la causa de estas lamentables perturbaciones en los dominios de Su Majestad sientan el peso del castigo que merecen», añadiendo: «Y no dudo de que así será a su debido tiempo[67]».
Cualquiera que fuera la verdad acerca del papel de Carlos en el «incidente», tuvo unas consecuencias inmediatas y trascendentales para su causa. Su error no sólo le impidió imponer «el peso del castigo» a sus críticos, tanto en Inglaterra como en Escocia, sino que también llevó a muchos a cuestionar su integridad. Un miembro de la casa real en Edimburgo temía que «todo acabara en un acuerdo en perjuicio de nuestro señor, y que lo que el Parlamento [escocés] requiera tenga que ser finalmente concedido, y la situación acabe poniéndose peor de cómo la encontramos». Casi inmediatamente, la asamblea ejerció su nuevo poder de veto sobre los candidatos propuestos por el rey a los cargos ejecutivos y judiciales, cumpliéndose de este modo los temores de Carlos de acabar «no teniendo en Escocia más poder que un duque de Venecia[68]». En Inglaterra, la noticia del incidente también «puso la situación peor». Por una parte, los interrogatorios del «pequeño Will Murray» y los conspiradores (debidamente enviados a Westminster), realizados sólo unos meses después de que el ejército de la conspiración rescatara a Strafford, sugerían que Carlos no se detendría ante nada para eliminar a sus enemigos. Por otro, «los acontecimientos y sucesos» de los adversarios de Carlos en el Parlamento de Edimburgo animaron a sus colegas de Westminster a «seguir las pautas para su procesamiento» y formular las demandas «de acuerdo con el precedente escocés» en cuanto el rey regresara a Inglaterra[69]. Pero, primero, los acontecimientos en Irlanda pusieron «la situación aún peor».
La revolución irlandesa
La élite política irlandesa consideraba profundamente alarmante lo acaecido en los otros reinos de Carlos I. Uno de los protagonistas de la rebelión irlandesa recordaría más adelante haber oído «que los escoceses habían pedido al Parlamento de Inglaterra que no quedara ni un papista vivo en toda Inglaterra, Irlanda o Escocia», por lo que la única respuesta eficaz era «levantarse en armas y tomar el control de todos los bastiones y fuertes[70]». Los líderes católicos irlandeses se mostraron por tanto receptivos a las insinuaciones de Carlos de que si le proporcionaban apoyo militar y financiero contra sus enemigos en Gran Bretaña, él confirmaría las «gracias». Por intermediación principalmente del conde de Antrim (que se había casado con la viuda del duque de Buckingham y, a través de ella, gozaba de una estrecha relación con el monarca), al parecer el rey aprobó un plan para «que el castillo de Dublín fuera tomado por sorpresa» y un ejército de 20 000 hombres se movilizara para ser «utilizado contra el Parlamento [irlandés]» y luego «contra el Parlamento de Inglaterra si se presentara la ocasión». En otras palabras, Carlos planeaba comenzar una guerra civil primero en Irlanda y a continuación en Inglaterra[71].
Antrim hizo todo lo que estuvo en su mano, pero una vez más el clima volvió a intervenir. El mal tiempo había arruinado la cosecha en Irlanda en 1641, como ya había hecho en 1639 y 1640, causando una extendida escasez de alimentos y reduciendo las exportaciones (casi todas de origen agrícola) en aproximadamente un tercio. La provincia del Úlster sufrió la peor parte debido a la presencia de las tropas reclutadas por Strafford para la invasión de Escocia, que en poco tiempo consumieron todos los recursos disponibles. Según un residente de Belfast, la combinación de soldados hambrientos y escasez de comida hizo que los pobres «se encontraran en tal estado de necesidad que ya no podían subsistir». En toda la provincia, el arrendamiento de tierras descendió a la mitad, generando grandes tensiones entre los nativos y los recién llegados. Los que habían «vivido de la agricultura», al «no tener con qué mantenerse», en ese momento veían la rebelión como su única opción[72]. En medio de este ambiente tan cargado, en agosto de 1641, el rey dio su consentimiento al Parlamento irlandés para debatir las gracias; pero cuando la noticia llegó a Dublín, los lords justices (miembros de la comisión de protestantes a quienes Carlos había encomendado el gobierno de Irlanda tras la caída de Strafford) disolvieron inmediatamente la asamblea.
Esta inesperada medida, que bloqueaba el camino a la reforma institucional en un futuro inmediato, indignó a los miembros católicos del Parlamento irlandés. Viendo que la insurrección armada escocesa había conseguido concesiones, primero del rey y luego del Parlamento inglés, concluyeron que sólo la fuerza militar podía derrocar «el gobierno tiránico al que estaban sometidos», y decidieron «imitar a Escocia, que por esta vía había obtenido privilegios[73]». Durante las siguientes semanas, un grupo de conspiradores encabezados por Connor, lord Maguire, planeó tomar el castillo de Dublín, en tanto que otros, al mando de sir Phelim O’Neill, un destacado terrateniente y juez de paz, conquistaría todas las fortalezas del Úlster en manos de protestantes. Todo el mundo estuvo de acuerdo en actuar simultáneamente el 23 de octubre, día de mercado en Dublín, lo que haría menos sospechosa la llegada la noche antes a la capital de los conspiradores. Maguire pretendía equipar a sus seguidores con las armas almacenadas en el castillo de Dublín y a continuación obligar al gobierno inglés a otorgarles libertad política y religiosa.
La noche del 22 de octubre, la conspiración de Maguire se fue al traste. Owen Connolly, uno de los pocos conspiradores protestantes, se escabulló para contar a los lords justices todo lo que sabía. Éstos «dieron al principio escasa credibilidad a una historia tan inverosímil e inconexa, narrada por un hombre desconocido y mezquino, con aspecto de haber bebido más de la cuenta, y le dijeron que se fuera»; pero más tarde Connolly volvió a hacer otro intento de advertir a las autoridades. Esta vez, «hallándose en mejor estado» (esto es, «menos bebido») «encontraron más creíble su para entonces menos incoherente narración». Los conspiradores, advirtió, se proponían «matar esa noche a todos los protestantes en todos los puertos y otras ciudades del Reino». El gobierno arrestó inmediatamente a Maguire y al resto de conspiradores en la capital, y envió mensajes urgentes para poner sobre aviso a los protestantes de los demás lugares[74].
Llegaron demasiado tarde. La noche del 22 de octubre, mientras el achispado Owen Connolly delataba la conspiración en Dublín, sir Phelim O’Neill y sus aliados se valieron de diversas estratagemas para hacerse con las principales fortalezas del Úlster, para alborozo de los católicos de otros lugares. En el condado de Meath, «la primera noche después de haberse conocido la rebelión, casi todos los hogares papistas estaban de celebración, bailando y bebiendo como si se hubieran abierto las puertas del infierno», mientras que en el condado de Monaghan, un insurgente se jactaba de que aquello «era sólo el principio», porque «a la noche siguiente Dublín habría estallado de tal modo que ningún perro inglés podría vivir allí». Los insurgentes de muchos otros condados declararon inmediatamente su oposición a la autoridad británica, y más de cien miembros del Parlamento irlandés acabaron sumándose a la «rebelión[75]».
Al igual que los covenanters escoceses, cuyo ejemplo los había inspirado y alarmado a la vez, los objetivos iniciales de los confederados irlandeses eran conservadores: no buscaban la devolución de las tierras perdidas, sólo que no se produjeran más «plantaciones»; no exigían la independencia de Inglaterra, sólo que el poder de Londres dejara de alterar el estado de cosas; no luchaban para derrocar el protestantismo, sólo por el fin de la persecución a los católicos. En ausencia del liderazgo de Maguire, sin embargo, algunos grupos católicos aprovecharon el desmoronamiento temporal de la autoridad pública para ajustar cuentas con los protestantes locales.
Aunque varias confrontaciones fueron profundamente personales (algunos atacantes apuñalaron, ahorcaron, quemaron o ahogaron a vecinos a los que conocían desde hace años —véase capítulo 17—), la mayoría de los católicos no pretendía matar a sus víctimas, sino más bien expulsarlas y humillarlas, desnudándolas al tiempo que se regodeaban, diciéndoles: «Ahora sois unos irlandeses tan salvajes como nosotros» (lámina 16). Pero la Pequeña Edad de Hielo a menudo convirtió estas actividades en letales. Los contemporáneos consideraron 1641-1642 «el invierno más crudo que se ha visto hace muchos años en Irlanda», con intensas nieves y heladas en toda la isla, una parte del mundo en la que rara vez nieva. El frío comenzó en octubre, justo antes de que empezara la rebelión, y mató o casi mató a miles de protestantes medio desnudos mientras trataban de escapar[76]. En el condado de Tyrone, en el norte, el reverendo John Kerdiff afirmaba haber sido «despojado de todas mis ropas y dejado completamente desnudo», y a continuación obligado por los católicos de la localidad, «sin nada que cubriera mis partes bajas», a «viajar unas dos millas [unos 3,2 kilómetros] en medio de la escarcha y la nieve». En las Midlands, Dorcas Iremonger y sus dos hijos «fueron despojados de todas sus ropas por los rebeldes», que acto seguido la «expusieron a ella a un frío intenso y desacostumbrado»: Dorcas «y 220 pobres ingleses más fueron forzados a yacer toda una noche casi desnudos sobre la nieve, y dos de su hijos murieron a causa del frío». En el suroeste, Gilbert Johnstone, un mesonero de Tipperary, «junto con otros cuarenta, de diferentes edades, que estaban con él, fueron todos desnudados» por los católicos del lugar, y «conducidos desnudos en rebaño hasta una de las puertas de la susodicha ciudad», donde lo apuñalaron y «le dejaron junto al resto de los cadáveres dándolo por muerto». Allí «yació desde las cuatro en punto de la mañana hasta las cuatro de la tarde, tiempo durante el cual (dado el gélido frío que hacía) el cuerpo del declarante (una vez recobró el conocimiento) estaba tan congelado y tan pegado al suelo con su propia sangre y la de los que habían matado a su lado, que el declarante tuvo mucha dificultad para poder desasirse[77]».
Los testimonios llegados hasta nosotros de los afectados por la revuelta registran más muertes a causa de «la nieve y el hielo» y el «frío extremo» que por violencia, lo que indica que la Pequeña Edad de Hielo como mínimo duplicó el número de protestantes que fallecieron de muerte no natural en el otoño de 1641[78]. Los relatos más horripilantes y desgarradores (y que más ampollas levantaban entre los lectores ingleses), eran los referentes al sufrimiento de mujeres y niños. Un marinero protestante recordaba cómo, poco después del inicio de la revuelta, él, «su esposa y cinco niños pequeños» fueron «despojados de todas sus ropas por sus vecinos católicos». Aquella noche, «huyendo desnudos en mitad del frío para ponerse a salvo, una pobre hija suya, viéndolo a él y a su madre afligidos por su desdichada situación, les dijo para consolarlos que ella no tenía frío y no iba a llorar», pero inmediatamente después «murió de frío y necesidad. Y la primera noche, este declarante y su esposa, buscando refugio en una mísera choza, se alegraron de poder yacer junto a sus hijos, para calentarlos y mantenerlos con vida[79]».
Un segundo factor que incrementó la tasa de muertes era más predecible: la pasión sectaria. Por un lado, parte del clero católico, especialmente en el Úlster, presentó la revuelta como una cruzada, una oportunidad de recuperar Irlanda para la verdadera fe, y animó a los grupos católicos a acorralar a los colonos protestantes (tanto escoceses como ingleses) y apuñalarlos hasta la muerte, quemarlos vivos en sus casas o meterlos en aguas heladas hasta que murieran. En cuanto les fue posible, los protestantes respondieron de la misma manera, ordenando a sus tropas «enviadas a los barrios enemigos [católicos] que no perdonaran la vida de ningún hombre, mujer o niño[80]».
¿Cuántos murieron a causa de esta violencia? Pocos se pararon a contar los cadáveres en ese momento y los que lo hicieron encontraron la tarea inabarcable. Cuando Anthony Stephens, un trabajador agrícola de Roscommon que luego se convirtió en soldado, contó sus impresiones cinco años más tarde, admitió que «en cuanto a los asesinatos y crueldades cometidas por los rebeldes irlandeses contra las personas y propiedades británicas en aquellas zonas, fueron tantas en número, y de una naturaleza tan horrible y cruel, que este declarante no es capaz de expresarlas». Su recuerdo más vívido era el de haber visto a unas 140 personas en Coleraine enterradas «en un profundo agujero o fosa, tan apretadas y tan juntas unas con otras como sardinas arenques en caja», una imagen particularmente expresiva y perturbadora. En resumen, Stephens estaba «convencido de que en los tres primeros meses, desde el inicio de la rebelión, en la ciudad de Coleraine habían muerto no menos de siete u ocho mil británicos[81]».
Aunque esta versión enfureció a los muchos protestantes británicos que la leyeron, la afirmación de Stephens era imposible —Coleraine, una localidad pequeña, no podía haber albergado tanta población— pero resulta difícil ser más preciso. Tras un exhaustivo estudio de los documentos que han sobrevivido, un historiador estimó recientemente que en Irlanda fueron masacrados 4000 protestantes, en tanto que 8000 sucumbieron al hambre y el frío; pero otro, tras un estudio igualmente exhaustivo, ha argumentado que no fueron más de «diez mil hombres, mujeres y niños, católicos y protestantes» los que fallecieron «debido a la violencia directa, la congelación o la necesidad». Lo que importaba en ese momento, sin embargo, eran las estimaciones que entonces circulaban (como la de Anthony Stephens), todas las cuales (como la suya) situaban el total de víctimas en un número muy superior. La cifra que más se manejó en Gran Bretaña por aquel entonces (y durante muchas décadas después) fue la proporcionada por el reverendo Robert Maxwell, archidiácono de Down, quien afirmaba que los católicos habían masacrado a 154 000 colonos ingleses y escoceses sólo en el Úlster. Esta cifra absurdamente exagerada (no había 154 000 protestantes, ni vivos ni muertos, en toda Irlanda), combinada con los horripilantes ejemplos individuales, explica por qué los supervivientes y sus familias, amigos y correligionarios encontraron una actitud tan receptiva cuando llamaron a una venganza inmediata contra los rebeldes irlandeses[82].
Un rey sin una capital
La noticia de la rebelión irlandesa se difundió rápidamente por todos los territorios bajo la corona de Carlos. El propio rey, todavía en Edimburgo, permanecía curiosamente —y para algunos, sospechosamente— impasible. Nada más conocer la noticia de la masacre, salió a jugar al golf, y más tarde garabateó en un mensaje a uno de sus ministros: «Espero que estas malas noticias de Irlanda sirvan para ocultar algunos de los disparates de Inglaterra». En Irlanda, muchos pidieron abiertamente su apoyo. O’Neill y otros rebeldes del Úlster blandían «un pergamino o papel con un gran sello que, según él afirmaba, era una autorización de Su Majestad el Rey para hacer lo que hizo» y esto convenció a muchos protestantes de que Carlos apoyaba a los católicos e incluso podría haber dado el visto bueno a su rebelión[83].
El Parlamento inglés, que recibió las primeras noticias justo después de volver de su descanso estival, vio las masacres como una justificación clara de sus temores hacia una revuelta católica generalizada contra los ingleses y no tardó en organizar unas contramedidas. Resolvió «hacer uso de la amistad y ayuda de Escocia» para restaurar el control protestante en Irlanda, y solicitó préstamos a destacados londinenses para reclutar y armar tropas de cara a un contraataque inmediato. Pero ¿quién controlaría a estos soldados? John Pym, en aquel momento un hombre tan destacado en asuntos parlamentarios que se le conocía como el Rey Pym, temía que Carlos pudiera usar parte de las tropas reclutadas para Irlanda contra sus enemigos ingleses y, por tanto, redactó su Protesta, en la que recopilaba 204 puntos concretos, afirmando que sin la reparación de las quejas pendientes «no podemos dar a Su Majestad suministros en apoyo de su propio estado, ni asistencia al bando protestante de ultramar [en Irlanda], como se desea». Los 204 puntos incluían no sólo las demandas de uniformidad religiosa presentadas por los escoceses, sino también numerosas novedades constitucionales basadas en las concesiones de Carlos a los escoceses, como el requerimiento de que los cargos que nombrara contaran con la aprobación del Parlamento[84].
Al igual que La petición de derecho de 1628 , La protesta situaba los actos individuales de «mal gobierno» protagonizados por Carlos desde su acceso al trono dentro de un marco general de una conspiración católica para subvertir las «leyes fundamentales» y la religión de Inglaterra e Irlanda. No todos los parlamentarios estaban de acuerdo con ello —«ni se me pasaba por la mente que debiéramos protestar de cara a la gente, contarle historias y hablar del rey como de una tercera persona», en palabras de un miembro del Parlamento—, y tras catorce horas de tenso debate, fue aprobada por los Comunes sólo por 159 votos frente a 148. No obstante, Pym se aseguró de que las copias estuvieran listas para su compra al día siguiente, 24 de noviembre de 1641. El 25, Carlos entró en Londres, escoltado por más de mil soldados del recientemente desmantelado ejército del norte[85].
Durante las siguientes seis semanas, los «tumultos populares» sacudieron la capital. Bandas de jóvenes desempleados deambulaban por las calles de Londres gritando «abajo los obispos, a la horca con los señores papistas». El rey respondió desafiante: ordenó al alcalde «matar y asesinar a cualquiera que persistiera en participar en los tumultos, actos sediciosos y desórdenes», mandó a sus cortesanos que comenzaran a llevar espada y construyó unos barracones justo a las puertas del palacio de Whitehall para instalar a los soldados que se había traído con él desde Yorkshire. Los choques entre los grupos antirrealistas y los «espadachines» de Carlos fueron aumentando de forma constante hasta que, tras las peores heladas que se recuerdan, a principios de enero de 1642, unos doscientos londinenses armados con bastones y espadas marcharon en medio del frío hasta Whitehall coreando eslóganes anticatólicos. Uno lanzó una «pella de hielo» a los soldados que hacían guardia en las puertas de palacio, que inmediatamente se lanzaron en persecución de los civiles, hiriendo a varios de ellos[86].
El 3 de enero de 1642, los Comunes pidieron a los magistrados de Londres que convocaran a la milicia ciudadana (sus «bandas entrenadas») para protegerlos, pero Carlos impidió esta medida. En lugar de ello presentó ante la Cámara de los Lores artículos para la impugnación de uno de los pares y cinco parlamentarios, en tanto que sus representantes precintaban e iniciaban el registro de las viviendas de los «cinco miembros», y otros se presentaban en la Cámara de los Comunes para exigir su arresto inmediato. El impresor del rey publicó y distribuyó los artículos por los que pedía su procesamiento. El Parlamento respondió ordenando el levantamiento del precinto de sus casas, negándose a entregar a los cinco parlamentarios y exigiendo el castigo del impresor de la «escandalosa publicación».
Este triple y abierto desacato a la autoridad real, unido a las intempestivas inundaciones que impidieron el regreso de unos doscientos parlamentarios a la capital tras la pausa navideña, llevó a Carlos a dar un golpe de Estado. Según una fuente, fue su esposa Enriqueta María la que impulsó esta desastrosa medida: «¡Vamos, cobarde! —le gritó supuestamente—, saca a esos granujas de las orejas o no volverás a verme la cara nunca más». Lamentablemente para sus planes, una de las confidentes de la reina, Lucy, condesa de Carlisle, escuchó esta conversación y envió «puntual aviso» de las intenciones de Carlos a la Cámara de los Comunes. Las intensas lluvias habían convertido las calles de Londres en un cenagal, por lo que la tarde del 4 de enero, el mensajero de lady Carlisle consiguió llegar desde Whitehall hasta Westminster antes que Carlos y sus quinientos soldados. Pese a ello, como uno de los cinco miembros del Parlamento impugnados recordaría más adelante, «el rey llegó inmediatamente y entró en la Cámara antes de que alcanzáramos el agua» (el Támesis), donde encontraron una barca para que los dejara a salvo en la City de Londres[87]. Mientras sus soldados esgrimían ostentosamente sus armas a las puertas de la Cámara de los Comunes, Carlos entró y «ordenó al presidente que se levantara de su silla para sentarse él, preguntando en varias ocasiones si los traidores se encontraban allí». Al no haber respuesta, escudriñó detenidamente los rostros de los presentes en la Cámara antes de pronunciar las famosas palabras: «Todos mis pájaros han volado», tras lo cual se levantó y regresó con las manos vacías a Whitehall[88]. Al día siguiente, 5 de enero, tras enterarse de que sus «pájaros» se habían posado en la City, Carlos volvió a salir a darles caza con sus espadachines, pero, una vez más, no los encontró y de nuevo regresó con las manos vacías.
La flagrante violación del privilegio parlamentario por parte de Carlos hizo que los Comunes suspendieran sus deliberaciones, y mientras el rey recorría las calles de regreso a Whitehall, se dio cuenta de que los tenderos habían echado el cierre y se habían apostado amenazadoramente a las puertas de sus tiendas provistos de armas. Lo que era peor, «una bronca multitud lo seguía, gritando de nuevo “¡privilegios parlamentarios!, ¡privilegios parlamentarios!”, blandiendo La protesta en sus manos». Carlos pasó «el peor día en Londres», según un testigo presencial, «de toda su vida[89]».
El frustrado golpe de Carlos confirmó todas las sospechas anteriores de que estaba dispuesto a utilizar la violencia contra sus súbditos ingleses. La noche del 5 de enero de 1642, se oyeron rumores de que «a la ciudad estaban llegando hombres a caballo y a pie. De modo que las puertas se cerraron, se echaron los portones levadizos, se cruzaron cadenas en nuestras calles, y todos los hombres tomaron sus armas». Desafiando abiertamente al rey, los magistrados de Londres convocaron esta vez a las bandas entrenadas, que escoltaron a los «cinco miembros» denunciados por el rey como traidores, en su triunfante regreso a Westminster. Dado que los hombres armados en Londres leales al Parlamento superaban con mucho en ese momento al de los «caballeros» (como se conocía a los espadachines de Carlos), si éste hubiera permanecido en su capital (según un contemporáneo), «el rey posiblemente habría sido despedazado por los ciudadanos». De modo que el 10 de enero, el monarca huyó con su familia al castillo de Windsor. Enriqueta María entendió perfectamente el significado de esta acción: su marido, le dijo a un embajador, «era todavía menos que un duque de Venecia[90]».
Carlos I: un rey problemático
En un célebre fragmento de su historia de la primera guerra mundial, sir Winston Churchill trató de reducir su propia responsabilidad por el fracaso de una iniciativa presentando el resultado como producto de una «fatalidad siniestra»: una serie de contingencias. «Los terribles si se acumulan», escribió, y presentó las ocho decisiones en las que si los protagonistas hubieran tomado otra decisión, habrían arrojado un resultado positivo. Gran parte de este argumento se ha esgrimido respecto a la guerra civil inglesa: que fue producto de «una secuencia de hechos en gran medida contingentes, que en una serie de puntos podrían haber acabado en una victoria pacífica para el rey[91]». Al igual que Churchill, podemos fácilmente enumerar estos «hechos en gran medida contingentes» para crear una «fatalidad siniestra». La «victoria pacífica para el rey» habría tenido en efecto lugar si el asalto a Cádiz en 1625 hubiera obtenido siquiera el éxito parcial de los ataques ingleses llevados a cabo sobre la misma ciudad en 1587 y 1596; si Carlos hubiera despedido a Buckingham y permitido a otros líderes políticos el acceso al poder y las subvenciones; si se hubiera casado con una protestante en lugar de con una católica; si hubiera dejado estar la liturgia de los escoceses (o si el impresor del gobierno no hubiera desechado las pruebas del Libro de Oraciones, permitiendo a sus enemigos movilizarse); si Carlos se hubiera mantenido firme en Berwick en 1639 (o si los escoceses no hubieran contado con un comandante experimentado como Leslie); si sir Phelim O’Neill no hubiera actuado con un día de antelación, antes de que la noticia de la conspiración católica pudiera llegar a las guarniciones protestantes del Úlster…
Aunque cada eslabón de esta «fatalidad siniestra» pueda parecer aparentemente plausible, todos ellos se basan en tres «refundiciones» fundamentales de la historia: una herencia distinta, un monarca distinto y unos enemigos distintos. El recién creado «Reino de Gran Bretaña» era un Estado compuesto y, por tanto, tenía un «punto de ebullición» política más bajo que otros sistemas de gobierno, en el sentido de que las revueltas tendían a suscitarse antes en momentos de tensión (véase capítulo 3). Los Estados compuestos requerían un manejo especialmente delicado cuando un soberano se embarcaba en una guerra, sobre todo en un momento de climatología adversa —como hizo Carlos entre 1625 y 1630, y de nuevo en 1639 y 1640—. Podría objetarse lógicamente que ningún soberano podría haber previsto la meteorología particularmente adversa que iba a complicar las operaciones militares, pero Carlos difícilmente podía alegar ignorancia respecto al hecho de que cualquier guerra lo obligaría a crear nuevos impuestos, y de que ello colisionaría inevitablemente con la Cámara de los Comunes y con el resentimiento popular; sin embargo, en todas y cada una de estas ocasiones, decidió seguir adelante[92].
Carlos tampoco parecía consciente de las perturbadoras consecuencias de cambiar las formas tradicionales de liturgia en un momento de crisis económica e incertidumbre espiritual. Como Conrad Russell apuntó perspicazmente: «Las medidas destinadas a alcanzar la unidad religiosa» en más de uno de los reinos de los Estuardo, «independientemente de la religión en cuyo nombre se tomaran», podían cohesionar a una facción del otro lado de la frontera, «pero sólo al precio de la división interna y la perturbación de [los] países a los que se aplicaban[93]». Decenas de miles de súbditos de Carlos se vieron implicados en el proceso político, primera y casi exclusivamente, porque creían que las políticas del rey ponían en peligro su salvación. Primero en Escocia y luego en Inglaterra, los ciudadanos corrientes añadieron sus firmas a documentos públicos —el National Covenant y La protesta, respectivamente— que esperaban preservarían su fe ancestral, aun cuando hacerlo los ponía en el camino de enfrentarse a su soberano.
Una vez más, Carlos a duras penas podía alegar ignorancia. Como el fallecido Kevin Sharpe señaló, Carlos se esforzó mucho en ser rey y mostró una «obsesión por mandar». Presidía con regularidad las reuniones del Consejo Privado, incluso convocaba reuniones matinales especiales los domingos para seguir la recaudación del dinero para barcos; leía y hacía anotaciones en la correspondencia que recibía y examinaba las credenciales de los candidatos para los puestos del Estado; y, en asuntos de religión, él era el que mandaba y sus obispos ejecutaban. Su intervención personal en la elaboración y promulgación tanto de los Cánones como del Libro de Oraciones para Escocia es sólo un ejemplo. Carlos también exigía a Laud un «informe anual» de su provincia eclesiástica, que leía y devolvía con un aluvión de comentarios profesorales («esto debe remediarse de una manera u otra; respecto a lo cual espero un informe especial de usted»); exigencias de una mayor información («deseo conocer la veracidad de esto»); y promesas de respaldar las decisiones de su arzobispo con toda la fuerza de la ley («infórmeme de los detalles, encargaré a los jueces que los hagan abjurar»[94]).
La «personalidad obsesiva» (o, según la denominación de Freud, la «personalidad anal») no es infrecuente entre los gobernantes, y en el caso de Carlos podría derivarse de su infeliz infancia, eclipsada hasta los doce años por su carismático hermano Henry, cuya fama póstuma marcó un listón que Carlos nunca consiguió igualar —entre otras cosas, por su diminuta estatura y su nunca superada tartamudez—. Menos sencillo resulta explicar los otros dos defectos que complicaron las relaciones entre el rey y sus súbditos: la inconstancia y la indecisión. Jacobo I aseguró en cierta ocasión al Parlamento inglés: «No diré nada que no prometa, ni prometeré nada que no jure; lo que juro lo firmaré, y lo que firmo lo cumpliré con la ayuda de Dios[95]». Carlos era distinto: aunque frecuente y ostentosamente daba su «palabra de rey», más adelante a menudo faltaba a ella. Así, su política hacia los escoceses en 1638-1639 pasó de una obstinación implacable («prefiero morir a acceder a esas insolentes y detestables demandas») a la abyecta capitulación de la Paz de Berwick, a consecuencia de lo cual sus súbditos no daban «ningún crédito» a nada de lo que decía. Asimismo, en 1641, dos semanas después de prometerle a Strafford bajo su «palabra de rey, que no sufrirás pérdida de vida, honor o fortuna», firmó la sentencia de muerte del conde; en tanto que al año siguiente, tras muchas vehementes negativas, aprobó el proyecto de ley de privar a los obispos de su derecho a votar en la Cámara de los Lores. Dichas retractaciones, en palabras de lord Clarendon, «debilitaron sobremanera el bando del rey», tanto estratégica como tácticamente, porque muchos de sus partidarios «nunca, a partir de ese momento, confiaron en que negaría lo que inoportunamente se le preguntaba». Enriqueta María consideraba la inconstancia de su marido como su mayor debilidad y le cubría de reproches por ello. «Recuerda tus propias máximas, que es mejor mantenerse en una mala decisión que cambiarla tan a menudo», lo reprendía. «Empezar, y luego parar, es tu ruina, la experiencia te lo demuestra». O: «Estás empezando otra vez con tu juego de concederlo todo» y «[Espero] que no hayas aprobado la ley de la milicia. Si lo haces, yo debería ir pensando en retirarme a un convento, porque ya no vas a ser capaz de proteger a nadie, ni siquiera a ti mismo[96]».
A pesar de ello, oponerse a Carlos con la esperanza de que al final acabaría cediendo constituía una estrategia de alto riesgo, elocuentemente expresada por el conde de Mánchester, un general parlamentario a quien Carlos había tratado tiempo antes de arrestar junto con los «cinco miembros». «Tenemos que ser cautelosos —advirtió a uno de sus colegas— porque en la lucha nos arriesgamos a un todo o nada. Si vencemos al rey 99 veces, él seguirá siendo rey, y también su descendencia, y nosotros seguiremos siendo sus súbditos; pero si él nos vence una, nos mandará ahorcar y será el fin de nuestra descendencia[97]». Carlos a menudo había mostrado tanto intolerancia como deseo de venganza. Ciertamente, como Kevin Sharpe ha apuntado, no ejecutó ni a un solo súbdito por traición o por crímenes de Estado (en marcado contraste tanto con sus monarcas homólogos como con el régimen republicano que siguió), sino que encarceló y desterró a aquellos que lo criticaban, desde Archie el Loco al conde de Bedford. Además, en 1628, instó a sus jueces a torturar a John Felton (el asesino de Buckingham) y doce años más tarde escribió de su puño y letra la orden judicial que autorizaba la tortura de un hombre sospechoso de encabezar el ataque al palacio de Lambeth tras la disolución del Parlamento Breve. En 1639 y de nuevo en 1640 comandó a un ejército para «suprimir» a sus súbditos escoceses y en 1641 casi con toda seguridad aprobó un plan para asesinar a Hamilton y a Argyll (el «incidente»). Seguramente habría ejecutado a Mánchester y a los «cinco miembros» por traidores si el Parlamento hubiera aprobado su decreto de cancelación de derechos civiles (al fin y al cabo, se declararon culpables de los cargos[98]).
Para muchos de sus adversarios, las acciones de Carlos rezumaban arbitrariedad política: también suscitaban temores de un complot papista. Cada parroquia inglesa debía tener expuesta al público su propia copia del Libro de los mártires, de John Foxe, lleno de ejemplos gráficos de cómo los católicos habían torturado y matado en el pasado a protestantes ingleses. En 1640, unos pocos líderes políticos habían sido testigos del intento de España de invadir Inglaterra en 1588 (de hecho, uno de los doce «pares peticionarios» habían combatido contra la Armada Invencible), algunos podían recordar la «traición de la Pólvora», y casi todos recordaban el «enlace español». El miedo al «papismo» formaba por tanto parte permanente de la retórica de la oposición en la Inglaterra Estuardo. Su resurgir en 1641-1642, a raíz de las traumáticas noticias de Irlanda publicadas casi diariamente en sensacionalistas panfletos, tampoco fue por tanto «contingente», sino absolutamente predecible[99].
Dadas estas circunstancias, la insistencia de los enemigos de Carlos en el caso de Strafford («un muerto no es nadie») adquiere su sentido, aun cuando forzar al rey a cometer un asesinato judicial aumentaba significativamente el riesgo de una guerra civil. Como Carlos escribiría más adelante, «el hecho de fallarle a un amigo me ha tocado muy de cerca; por tanto estoy decidido a no tener que volver a hacer nada parecido bajo ningún concepto». Se negó a confiar ni a mantener la fe en quienes fueron los responsables y en adelante hizo promesas que no tenía intención de cumplir, porque «me he volcado en la justicia de mi causa, y estoy resuelto a que ninguna circunstancia ni infortunio me hará ceder, por lo que, o seré un rey glorioso, o un paciente mártir». Para conseguirlo, sumió a todos sus reinos en las décadas más turbulentas y destructivas que vivirían nunca[100].
La política, se dice a menudo, es «el arte de lo posible». Pero ¿qué era exactamente «posible» en la Gran Bretaña de los Estuardo? Johnston de Wariston descartó explícitamente «retroceder ni un solo palmo en esta causa» y no fue el único. Hamilton resumió el dilema de Carlos con notable perspicacia: «Hasta dónde Su Majestad, en vuestra gran sabiduría, debe hacer la vista gorda ante la locura de estos hombres, no soy quien para aconsejarle», pero «me atrevo a asegurarle que si esta locura no los abandona, antes perderán sus vidas que renunciarán al Covenant o parte de sus demandas[101]». Una vez Carlos hubo decidido imponer un Libro de Oraciones, pasara lo que pasara, nada salvo la plena independencia de la Iglesia escocesa habría satisfecho a Wariston y sus colaboradores. Del mismo modo, en Irlanda, tras la repentina disolución del Parlamento de Dublín, en el verano de 1641, sólo la aplicación de las «gracias» habría satisfecho a Maguire y sus colegas conspiradores.
Tal vez Wariston tenía razón: una solución pacífica de la tensión generada en la Monarquía Estuardo en la década de 1630 sólo habría podido alcanzarse mediante «la eliminación de Carlos por parte del cielo» (si hubiera muerto antes de enero de 1642, bien de enfermedad —contrajo la viruela en 1632, pero en una variante leve— o por algún accidente, como una fatal caída de su caballo —como la que causaría la muerte de su nieto, Guillermo III[102]—). Dado el temperamento de los protagonistas, una vez que la Pequeña Edad de Hielo, combinada con los «dos grandes asuntos, la religión y la reducción de la libertad del pueblo», condujo a súbditos como Wariston, Maguire y Essex a enfrentarse a un monarca como Carlos I, la guerra civil aparecía como el resultado más probable, si no inevitable.