En 1623 el predicador italiano Secondo Lancellotti se molestaba con quienes se quejaban de la insólita severidad de un mundo empeñado en contradecirlos. Su libro, L’hoggidi ouero gl’ingegni non inferiori a passati [Hoy en día, o cómo el mundo no es peor ni más calamitoso que antes], de gran éxito, señalaba 49 «falacias» propugnadas por contemporáneos a los que Lancellotti denominaba hoggidiani («quejosos»), acompañadas de una lista de ejemplos de cada una de esas categorías demostrativas de su error. Así, decía que «los príncipes de hoy en día no son más avariciosos o indiferentes a sus súbditos que antes», mientras que «la vida humana hoy en día no es más corta, de modo que los hombres no viven ahora menos tiempo que en los últimos miles de años». Lancellotti dedicaba sus últimos capítulos a fenómenos naturales y revisaba las últimas obras sobre hambrunas, incendios y epidemias, y también fenómenos naturales como terremotos, inundaciones y períodos fríos de «hoy en día», señalando que esas catástrofes habían sido mucho peores en el pasado. Según Lancellotti, la vida nunca había sido mejor, pero para demostrarlo necesitaba más de setecientas páginas[1].

Aunque L’hoggidi… se vendió tan bien que Lancellotti escribió una continuación (proclamando demostrar que ni la ciencia ni la literatura estaban tampoco «peor que antes»), su perspectiva era profundamente deficiente[2]. Señalar que los príncipes del siglo XVII no eran más «avariciosos o indiferentes a sus súbditos que antes» (una afirmación en sí misma no demasiado categórica), ocultaba el hecho de que, en muchos casos, sus desencaminadas políticas ocasionaban muchos más daños que las de sus antecesores, mientras que los datos presentados en la primera parte de este libro ponen de manifiesto que la «vida humana» era realmente «más corta» que antes, y que se produjo un considerable aumento, tanto de las hambrunas, los incendios y las epidemias como de los fenómenos naturales (no sólo terremotos, inundaciones y períodos fríos, sino flujos de aerolitos, erupciones volcánicas y episodios del Niño). Poco puede sorprender que al ir avanzando el siglo XVII se acrecentaran las filas de los quejosos y que sus valoraciones se tornaran más pesimistas. En 1645 Francisco de Quevedo se lamentaba: «Muy malas nuevas escriben de todas partes, y muy rematadas; y lo peor es que […] no sé si se va acabando ni si se acabó. Dios lo sabe». Pocos años después, en París, Thomas Hobbes se quejaba del «miedo y el peligro continuos de muerte violenta» en los que él y sus coetáneos vivían, mientras que Renaud de Sévigné, un abogado díscolo, creía que «si hubiera que creer en el Juicio Final, diría que está teniendo lugar justo ahora». En un convento cercano, la abadesa Angélique Arnauld afirmaba que «un tercio del mundo ha muerto» y pensaba que tal destrucción «debe de significar el fin del mundo». Entretanto, Baltasar Gracián publicaba El criticón, una ambiciosa novela alegórica que dividía la vida humana en cuatro «estaciones», cada una de ellas dividida a su vez en capítulos que el autor tituló «crisis». Cada una de las 38 «crisis» suponía un amargo y desolado recorrido por la condición humana[3].

Con todo, Lancellotti tenía parte de razón. Por una parte, algunos de los quejosos vivieron más de lo que sus propios lamentos podían augurar: aunque Gracián sólo tenía cincuenta y ocho años al morir, tanto Quevedo como Sévigné fallecieron a los sesenta y cinco; Arnauld a los setenta y Hobbes a los noventa y un años. Además, los cinco murieron en su cama, de muerte natural. Por otra parte, aunque durante el siglo XVII inusitadas penalidades cayeron sobre muchos de los habitantes de los Estados compuestos, zonas urbanas, tierras marginales y grandes regiones geográficas, los de otras zonas, en gran medida, se libraron de ellas. Dicho de otro modo, aunque «un tercio del mundo» muriera, los otros dos sobrevivieron. En consecuencia, a pesar de que durante el siglo XVII la India mogola, el Irán safávida y el Japón Tokugawa sufrieran fenómenos meteorológicos extremos y algunas rebeliones, evitaron la sinergia fatal entre factores humanos y naturales que en otros lugares convirtió la crisis en catástrofe. Es más, algunas zonas del África subsahariana, Australia y América parecen haber quedado mayormente al margen, tanto de la Pequeña Edad de Hielo como de la Crisis General (aunque puede que esta conclusión, más que demostrar esa situación, demuestre que faltan datos para corroborarla). Finalmente, aunque la opresión ejercida por el Estado en una época de catástrofes climáticas desató importantes rebeliones en dos de los reinos gobernados por España —Sicilia y Nápoles—, en cuestión de meses una serie de cesiones estratégicas sirvieron para devolverle el control a la metrópoli, al tiempo que la Lombardía española se mantenía fiel. De este modo, la experiencia de esas regiones refrendaba la idea de Secondo Lancellotti: la vida no era «peor» o «más calamitosa que antes».

Otras cuatro zonas en las que el optimismo de Lancellotti se diría legítimo —y en las que la «impronta» de la crisis del siglo XVII parece menor— compartían un importante denominador común negativo: Japón, Australia, el África subsahariana y América accedieron al siglo XVII con una densidad demográfica relativamente escasa. Las razones de esta circunstancia son diversas —un siglo de guerra civil en Japón, el clima siempre inclemente de Australia, la eliminación por parte de los europeos de los pueblos indígenas, tanto en África como en América—, pero el resultado fue el mismo: la Pequeña Edad de Hielo azotó a sociedades en las que la demanda de alimentos no superaba todavía su provisión. Parece que esto mitigó el desastre y, en el caso de Japón, también fomentó la recuperación.

El siglo maldito. Clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII
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