18. Los que están deseando «que se produzca un cambio»: aristócratas, intelectuales, religiosos y «gentes sucias y sin nombre».
18
LOS QUE ESTÁN DESEANDO «QUE SE PRODUZCA UN CAMBIO»:
ARISTÓCRATAS, INTELECTUALES, RELIGIOSOS Y «GENTES
SUCIAS Y SIN NOMBRE»[1]
En 1644, Nicolas Fouquet, posterior superintendente de Finanzas de Luis XIV, pero entonces representante del monarca en Valence, Francia, situada a orillas del Rin, reflexionaba sobre el malestar que entonces cundía entre los habitantes del lugar. Su conclusión era que, aunque los orígenes de los desórdenes a los que se enfrentaba «radican sin duda en la miseria del pueblo llano, su avance emana de la división existente dentro de los más poderosos, los que deberían oponérseles». Pocos años después, lo mismo apuntaba el marqués de Argyll, destacado protagonista de la revolución escocesa, pero de forma distinta, escribiendo que «las iras del pueblo no tendrían fin de no ser por el sobrecogimiento que suscitan sus superiores[2]». En la Edad Moderna, tres grupos de «poderosos» disponían de capacidad para convertir las «iras del pueblo» en algo que pusiera en peligro la estabilidad del Estado: la nobleza, los hombres y las mujeres de letras, y el clero. Todas las grandes revueltas de mediados del siglo XVII contaron con la participación de por lo menos uno de esos grupos. Sin embargo, en ocasiones «los carentes de poder» de origen humilde también desempeñaban papeles importantes (bien es cierto que a veces efímeros), sobre todo en las revueltas urbanas, llegando a desarrollar, al igual que los de mejor cuna, complejas teorías y argumentos para justificar su oposición.
La crisis de la aristocracia
A pesar de la encarnizada rivalidad que había entre ellos, Richelieu y Olivares coincidían por completo en un principio de gobierno. En 1624, el cardenal (de origen aristocrático) advirtió a Luis XIII de que «el funcionamiento del Estado sólo gira en torno al mantenimiento de los nobles bajo la autoridad del rey»; en tanto que ese mismo año el conde-duque sermoneaba a Felipe IV sobre la necesidad de mantener a los nobles «bajos, y siempre la rienda en la mano sin dejar a ninguno crecer demasiado». Según él, el rey debía atender mucho «a no permitir de ninguna manera cabezas nobles, mayores ni medianas, que se hagan populares[3]». Durante las dos décadas siguientes ambos ministros se atuvieron sin miramientos a sus propios consejos. Los aristócratas franceses que cuestionaron abiertamente las políticas del gobierno, tanto internas (desafiando, por ejemplo, la prohibición de batirse en duelo dictada por Richelieu) como exteriores (conspirando para alcanzar la paz con España), acabaron en el patíbulo, la cárcel o el exilio. Por su parte, Felipe IV condenó a muerte a los nobles de los Países Bajos españoles que conspiraron contra él en 1632; encarceló al duque de Medina Sidonia y ejecutó al marqués de Ayamonte, dos de los aristócratas más poderosos de España, una vez que se tuvo noticia en 1641 de su intento de crear una Andalucía independiente; y ordenó que se torturara al duque de Híjar para conocer los pormenores de su supuesta conspiración. Cuando a Olivares le alcanzaron por primera vez los rumores sobre el motín lisboeta de diciembre de 1640 se manifestó escasamente preocupado, «pues la nobleza, aunque anduvo remisa, no descubrió la cara; y en Portugal, donde no concurren los nobles no ay que recelar del pueblo». Su única inquietud era que «ha días que no escribe» el duque de Braganza, añadiendo profético: «Estando tan cerca destos movimientos, no ha dado quenta a Vuestra Majestad, siéndole tan fácil poderlo hazer, puede causar algún rezelo». Sólo una semana había transcurrido desde que Braganza fuera proclamado rey de Portugal con el título de Juan IV[4].
Aunque en el siglo XVII los nobles eran más peligrosos políticamente en Europa que en ninguna otra parte del mundo, el continente contenía tres «zonas aristocráticas» distintas. En un extremo se situaban aquéllas en las que las familias nobles constituían una parte considerable de la población total: Castilla, con el 10 por ciento; la Mancomunidad Polaca, con el 7 por ciento, y Hungría, con el 5 por ciento. Por el contrario, Francia, las islas Británicas, la República holandesa y los reinos escandinavos pertenecían a una segunda zona, en la que los nobles eran relativamente escasos: un 1 por ciento o menos del conjunto de la población[5]. El resto del continente se encontraba más o menos entre esos dos extremos, pero en casi todas partes la nobleza se extendió. Entre 1644 y 1654, la reina Cristina de Suecia multiplicó por dos el número de nobles del Reino; entre 1600 y 1640, los reyes Felipe III y IV prácticamente triplicaron el número de nobles titulados del Reino de Nápoles y casi duplicaron los de Castilla; y Jacobo I y Carlos I prácticamente cuadruplicaron el número de pares irlandeses, duplicando con creces los de Inglaterra.
Muchos de los nuevos nobles recibieron su título por la razón tradicional —en recompensa por destacados servicios al Estado—, pero muchos más accedieron a la aristocracia bien por haber otorgado dinero o servicios a un monarca incapaz de recompensarlos, a ellos o a los suyos, de otra manera, bien porque se tenía la estrategia de dotar de poder a un grupo (como los familiares de un valido), a costa de restárselo a otros. En consecuencia, entre los nuevos nobles había muchos banqueros, generales, letrados y gentes de un mismo apellido (Guzmán en España; Oxenstierna en Suecia, y así sucesivamente). Sin embargo, nuevos o viejos, casi todos los nobles creían representar un triple papel político. En primer lugar, pensaban que debían ayudar al monarca a gobernar; en segundo lugar, intentaban que se interesara en las necesidades e intereses de su familia y clientela; en tercer lugar, para conservar las «libertades» que, como derecho de cuna, habían conseguido sus ancestros vertiendo su sangre al servicio de la Corona, sentían (según la afortunada expresión de la historiadora francesa Arlette Jouanna) el «deber de rebelarse[6]».
Dos maneras tenían ministros y validos autoritarios como Richelieu, Olivares y Oxenstierna de irritar a los demás aristócratas y finalmente de enajenarse su apoyo. Por una parte, su insistencia en que «la necesidad no conoce leyes» conducía a una repetida vulneración de las inmunidades aristocráticas por parte de encargados de reclutar soldados, recaudadores de impuestos en busca de fondos y funcionarios en demanda de demostración palpable de las exenciones fiscales de los nobles. Por otra parte, los validos se afanaban por conseguir que la atención del soberano sólo se dirigiera a las ideas e intereses de su propia clientela. Anteriormente, la salud económica de las casas nobiliarias había dependido de la benevolencia regia —la concesión de un lucrativo puesto público o la emisión de un edicto que redujera unilateralmente las tasas de interés que pesaban sobre sus deudas, ofreciendo protección frente a sus acreedores—, pero ahora dependía de la benevolencia del valido. En una época de reveses económicos y elevados impuestos, muchos nobles se enfrentaban a una catástrofe si el privado convencía al monarca de que les retirara sus favores financieros[7].
Con todo, la nobleza desairada aún podía contraatacar. Las doncellas de Edimburgo cuya «bárbara algarabía» durante un servicio religioso dio comienzo en 1637 a la revolución escocesa procedían de hogares de nobles desafectos que habían dado instrucciones detalladas a sus sirvientas, indicándoles cuándo y cómo debían actuar. La participación de los nobles no sólo explica la temeridad de las sirvientas, sino también la decisión del gobierno de no detener ni castigar a ninguna de ellas. En Inglaterra, la oposición formal a Carlos I se inició en 1640 con una petición firmada por siete (después más de veinte) pares, que exigían que el soberano «retirara e impidiera» ciertos agravios, sometiendo a sus «autores y consejeros» a un «juicio legal y a un merecido castigo». Sus acciones obligaron primero al reacio monarca a convocar un «Gran Consejo de Pares», al que asistieron más de setenta nobles, y después un Parlamento en el que la Cámara de los Lores era determinante para la consecución de mayores concesiones. Un tercio de los pares ingleses acabaría luchando en la guerra civil.
Para los nobles era más difícil, aunque no imposible, rebelarse cuando carecían de un foro constitucional. En Castilla, donde la aristocracia había renunciado a su derecho a asistir a Cortes, las rebeliones individuales (las de Medina Sidonia y Ayamonte en 1641, la de Híjar en 1648) se quedaron en nada; pero sí hubo acciones colectivas después de la rendición de Perpiñán (segunda ciudad de Cataluña) ante los franceses en 1642. Los grandes y títulos de Castilla boicotearon a la corte y dejaron claro que continuarían haciéndolo hasta que su majestad destituyera a Olivares. Cuando la «huelga» de los grandes entró en su tercera semana, Felipe se derrumbó. Aunque una muestra de solidaridad aristocrática de tal magnitud no volvió a repetirse durante el período de los Austrias, la élite terrateniente siguió organizando protestas colectivas de alcance regional. En este sentido, las cuatro rebeliones contra los señores de Nájera y Navarrete de 1652 y 1653 afectaron a 33 caballeros de las órdenes militares de Castilla, y las cuatro arrancaron importantes concesiones (aunque sólo de alcance local[8]).
Los nobles de Francia también carecían de un foro común en el que airear sus agravios. Aunque varias provincias contaban con una asamblea representativa que legalmente podía reunirse en ausencia del monarca, lo cual permitía a la nobleza regional hablar con una sola voz, los Estados Generales, en los que estaban presentes representantes de todo el Reino, únicamente podían reunirse si los convocaba la Corona, algo que ésta no hizo después de 1614. Al igual que en Castilla, durante el siglo XVII la nobleza francesa sólo intentó imponer sus ideas al soberano en una ocasión. En 1651, después de la detención del príncipe de Condé y de dos aliados aristócratas, unos ochocientos nobles de toda Francia se reunieron en París, ciudad en la que durante seis semanas exigieron la liberación de sus líderes y una reparación para sus agravios (entre otras cosas, mediante la convocatoria de unos nuevos Estados Generales). El gobierno acabó prometiendo que cedería y convenció a los nobles de que regresaran a sus provincias para redactar cahiers de doléances («cuadernos de quejas» presentados al inicio de cada asamblea), pero era un farol, ya que los Estados Generales no se reunieron hasta 1789.
A falta de un foro institucional, los nobles descontentos encontraron otros métodos de expresar sus quejas. Algunos las dejaron por escrito: casi la mitad de los autores de los opúsculos impresos en Francia entre 1610 y 1642 eran aristócratas; en tanto que durante la Fronda varios nobles mantuvieron un cuerpo de escritores dedicado a difundir sus ideas (Condé instaló también una imprenta en su mansión parisina[9]). Otros nobles dirigieron rebeliones locales. Antoine Dupuy, señor de La Mothe La Forêt, recientemente retirado de una activa carrera militar, aceptó dirigir la rebelión de los croquants de la región suroccidental francesa del Périgord en 1637; dos años después, en Normandía, el señor de Ponthébert, convertido en General Nu-Pieds, encabezaba un «Ejército del Sufrimiento». Ninguno de los dos arrancó concesiones duraderas, aunque en ocasiones los grandes tuvieron más éxito. Así, en 1641, el duque de Bouillon ordenó que si algún ejército regio intentaba «alojarse en cualquier parroquia» de sus territorios «sin orden expresa del rey, las citadas parroquias hicieran sonar las campanas de las iglesias para alertar a las parroquias vecinas, que están obligadas a acudir de inmediato en su ayuda» para expulsar a las tropas[10]. Sólo un noble francés, Luis de Borbón, príncipe de Condé, llevó el «deber de rebelarse» hasta los extremos observados en siglos anteriores: consiguió adeptos en todo el país, intentó convertirse en ministro principal y, al fracasar en su empresa, puso su causa al servicio del enemigo número uno de su país (Felipe IV).
Tres factores explican que la acción extrema de Condé fuera algo prácticamente único en la Europa del siglo XVII. En primer lugar, la mayoría de los intentos de recabar «adeptos en todo el país» zozobraron por el gran odio que separaba a las provincias de la capital y la corte. Como apuntaba un relato de la revuelta de los croquants, «el propio adjetivo parisino suscita un odio y un horror tan generalizados que basta decirlo para correr el riesgo de morir violentamente». En Francia y otros lugares, los rebeldes locales normalmente «decidían no acoger en su seno a ningún príncipe o señor que huyera de la corte[11]». En segundo lugar, rebelarse era algo tan costoso que la mayoría de los nobles disidentes carecía de medios para mantener su desafío durante mucho tiempo: pocos podían resistirse cuando la Corona ofrecía un arreglo que restaurara su solvencia financiera. Así, en 1651 Mazarino compró la lealtad del duque de Bouillon reconociendo el carácter de señoríos soberanos de sus posesiones francesas y concediéndole extensos dominios regios. En tercer lugar, gran parte de las grandes casas nobiliarias de Europa simplemente tenían mucho que perder si se enfrentaban directamente al monarca. En este sentido, mucho antes de acceder al trono portugués, el duque Juan de Braganza tenía más poder que ningún otro noble luso, si no más que cualquier otro aristócrata de Europa occidental. Sus cuantiosas rentas no sólo mantenían una casa de cuatrocientas personas, que reproducía el modelo de la corte, sino que le servían para ejercer una considerable influencia en medios eclesiásticos e incluso nombrar a sus propios nobles, una potestad que nadie más tenía en Europa. En consecuencia, el duque Juan se mantuvo al margen de la política cortesana, porque no tenía más que ganar en ella, y se centró en conservar los bienes, privilegios y prerrogativas que había heredado. Sólo abandonó su prudente actitud en 1640 porque Olivares lo instó a reclutar y dirigir él mismo tropas para luchar en Cataluña, una aventura de la que temía no regresar (probablemente con razón); así que se unió a una serie de conspiradores que lo proclamaron rey. Durante casi tres siglos, su dinastía gobernaría Portugal y Brasil[12].
Además de Braganza, muchos otros potentados otorgaron prioridad política absoluta a la conservación de su patrimonio, aunque esa actitud pusiera en entredicho su lealtad. En este sentido, la decisión que tomó Randal MacDonnell, marqués de Antrim, de conservar intactas sus amplias posesiones e intereses en Irlanda, Inglaterra y Escocia durante todas las perturbaciones del siglo XVII le llevó a mantenerse fiel a Carlos I hasta 1645 (algo nada desdeñable, dados los frecuentes cambios de política del monarca) y entonces, una vez que el soberano ya no pudo protegerlo, entrar en tratos con los demás. Así fue sucesivamente presidente de la Confederación Católica Irlandesa, corsario y señor de la guerra, colaborador de Cromwell y, finalmente, partidario de la Restauración. Algunos de sus contemporáneos le censuraron por «derribar a su propio bando», mientras que otros lo acusaron de «envenenarlo todo», contaminando así «gran parte del Reino». Sin embargo, como ha señalado Jane Ohlmeyer, biógrafa de Antrim, «conceptos como los de traición y patriotismo significaban poco en la Edad Moderna gaélica, donde un hombre se debía principalmente a su familia y parientes, después a su religión y, sólo en último extremo, a su soberano y a su país». En Europa surgió un «Antrim» siempre que los avatares bélicos conducían a los aristócratas a hacer cesiones similares para conservar intacto su patrimonio[13].
En algunos Estados, la nobleza ya había adquirido poderes económicos y políticos de tanta magnitud que no necesitaba hacer tales concesiones para salirse con la suya, y, por lo tanto, no sentía el «deber de rebelarse». En Suecia y también en Dinamarca, hasta 1660 la aristocracia no sólo disponía de enormes latifundios, sino que también controlaba el Consejo Real, sin cuya aprobación el gobernante poco podía hacer; en tanto que los nobles de la Mancomunidad Polaco-Lituana llegaron a tener tal poder sobre el Parlamento federal (Sejm) que un simple veto podía paralizarlo por completo y forzar su disolución. En Rusia, los nobles utilizaron su privilegiada situación en la Asamblea de la Tierra (el Zemski Sobor) para hacer campaña a favor de leyes que les concedieron autoridad absoluta sobre sus siervos, explotando descaradamente la oleada de tumultos populares que recorrió el Imperio entre 1648 y 1649 para conseguir la conformidad del zar (véase capítulo 6).
Fuera de Europa, ningún grupo de nobles con título hereditario desempeñó un papel importante en las agitaciones políticas de mediados del siglo XVII. En realidad, algunos Estados carecían de esa clase de nobles. Así, aunque los emperadores mogoles concedían feudos (jagirs) a sus principales seguidores, nunca se convertían en algo hereditario y, aunque los sultanes otomanos también otorgaban feudos (timars) a sus jinetes, éstos nunca llegaron a ser una «aristocracia» asimilable a la europea. La China de los Ming contaba con grandes familias de terratenientes, pero la mayoría pertenecía a la dinastía gobernante (que les pagaba generosas asignaciones). La camarilla Ming mantuvo su lealtad inquebrantable porque comprendió que, sin la protección imperial, lo perdería todo, como en realidad ocurrió en la década de 1640, cuando ejércitos rebeldes humillaron y ejecutaron públicamente a todos los príncipes que encontraron, confiscando después sus bienes. Por último, los sogunes del Japón Tokugawa tomaron una amplia gama de medidas para controlar a los doscientos daimios: en cada feudo les ordenaron demoler todos los castillos salvo uno; exigieron «donaciones» ingentes a sus proyectos de construcción y los obligaron a todos a pasar la mitad de su tiempo en Edo y a dejar permanentemente a sus esposas e hijos en la ciudad como muestra de lealtad. Además, hasta 1651, los sogunes destituyeron y en ocasiones ejecutaron a daimios que les desagradaban, adjudicaron rotativamente y de manera arbitraria feudos, y asumieron su control directo durante la minoría de edad del señor. Aunque en 1651, a la muerte del sogún Iemitsu, algunos samuráis descontentos conspiraron para derrocar el régimen Tokugawa, no contaron con apoyo de los daimios (véase capítulo 16).
Educación y revolución[14]
Durante el siglo XVII, en muchos lugares del mundo un segundo tipo de «poderosos» (por utilizar la terminología de Nicolas Fouquet) fomentó la resistencia política: los hombres y las mujeres de letras. Irónicamente, los propios sistemas que el Estado alentaba para producir funcionarios muy bien formados también engendraban críticos y opositores igualmente preparados. En China, según el erudito Wang Daokun, a la mayoría de las familias les parecían irresistibles las recompensas que ofrecía el éxito académico.
Hasta que un hombre no choca repetidamente con la frustración en los estudios no renuncia a esa empresa y se entrega a un oficio. Una vez reunidos ahorros considerables anima a sus descendientes a que, para planear su futuro, abandonen el oficio y se dediquen al estudio. De ese modo, el oficio y los estudios se alternan, y es probable que la familia logre así, bien alcanzar una renta anual de 10 000 fanegas de grano, bien adquirir el honor de contar con un séquito de mil coches de caballos[15].
Wang, un descendiente de artesanos que logró acceder a un cuerpo administrativo, sabía bien que aunque los oficios podían reportar beneficios, «los estudios» conllevaban prestigio y también debía de saber cuántos hombres «chocaban repetidamente con la frustración» académica. El cálculo era fácil: el 99 por ciento de los 50 000 shengyuan («licenciados») que cada tres años se presentaban al examen provincial de juren («candidato elevado») lo suspendían, al igual que el 90 por ciento de los 15 000 que concurrían al examen trienal metropolitano de jinshi (véase capítulo 5). Aunque quizá el conjunto de la población china se multiplicara por dos durante la época Ming, si incluyéramos a todos los hombres que se prepararon y presentaron a sus exámenes, pero los suspendieron, es probable que al llegar la década de 1620 pudiéramos decir que la población de estudiantes alcanzó los cinco millones de alumnos, es decir, que se multiplicó por veinte, y que en algunos distritos había más de mil académicos frustrados. Al irse multiplicando los problemas del Estado, algunos comenzaron a criticar al gobierno e incluso a oponérsele.
Entre los desórdenes dirigidos por académicos, uno de los más atrevidos tuvo lugar en 1626 en la próspera ciudad de Suzhou, situada en Jiangnan, cuando Wei Zhongxian, principal eunuco del emperador, ordenó la detención de uno de sus detractores, Zhou Shunchang, funcionario retirado que había destacado por su honestidad y (según una fuente) «veía en la maldad a un odiado enemigo personal». Unos quinientos licenciados, ataviados con su atuendo formal, se reunieron en el patio del alcalde, rogándole que no ejecutara la orden porque había sido dada por Wei, no por el emperador. Aunque el regidor dudó, los guardias empezaron a encadenar a Zhou, algo que, según un testigo ocular, provocó «un levantamiento que ni en mil años se había sufrido […]. Se perdió hasta tal punto el control que era imposible mantener el orden público». Los eruditos mataron a palos a un guardia y persiguieron a los demás hasta dispersarlos. Los disturbios se prolongaron durante tres días. Posteriormente, Wei ordenó ejecutar a cinco de los levantiscos estudiosos de Suzhou, degradó a otros cinco y a unos cuantos más los condenó a trabajos forzados[16].
Aunque estas expeditivas medidas pusieron fin temporalmente a las insurrecciones académicas colectivas, a título individual algunos intelectuales siguieron criticando las políticas del régimen Ming, mientras otros censuraban a quienes las llevaban a cabo. Tang Xianzu (1550-1616), que aprobó todos los exámenes e inició una prometedora carrera de funcionario, dimitió a los cuarenta y siete años y se dedicó a escribir la renombrada obra teatral El pabellón de las peonías y varios tratados en los que sus antiguos colegas de la burocracia aparecían como presuntuosos, corruptos e incompetentes. Feng Menglong (1574-1646), que suspendió en repetidas ocasiones los exámenes, escribió y publicó novelas, poemas, chistes y relatos cortos en los que también aparecían eruditos y funcionarios retratados como corruptos bufones. Ai Nanying (1583-1646) alcanzó la fama cuando se consideró que el examen de juren que aprobó en 1624 contenía críticas a Wei Zhongxian, el cual decretó que Ai tuviera que esperar nueve años antes de presentarse a jinshi. Ai reaccionó escribiendo ensayos, cartas y poemas críticos, que tuvieron tanto éxito entre la población que «los libreros de Suzhou y Hangzhou le pagaban por escribir algo, lo que fuera, que pudieran publicar». Al finalizar el siglo se habían publicado tres ediciones de sus obras reunidas.
Quizá fuera Zhang Tao, un funcionario del distrito que había aprobado todos los exámenes, el que concibiera las críticas más dañinas, en un ensayo publicado en 1609 en un diccionario geográfico, en el que se comparaba la China Ming con las cuatro estaciones del año. Según la descripción de Zhang, el «invierno» correspondía a los primeros años de la dinastía, cuando «todas las familias eran autosuficientes, tenían una casa en la que vivir, tierra de labor, montes en los que cortar leña y huertos para cultivar verduras. Los impuestos se recaudaban sin hostigamientos y no se veían bandidos». Después llegó la «primavera», más o menos el período que iba desde finales del siglo XV hasta comienzos del XVI, cuando «hubo muchos que comenzaron a dedicarse al comercio y la propiedad de la tierra ya no se valoraba. Los hombres competían con su ingenio apostándose sus bienes y las fortunas aumentaban y disminuían de forma imprevisible». Esto ocasionó un debilitamiento del orden moral, ya que «proliferó el engaño y aumentaron las denuncias; la pureza se vio mancillada y el exceso se desbordó». Ese proceso se acentuó a finales del siglo XVI, el «verano» de la dinastía, cuando «los ricos se hicieron más ricos y los pobres, más pobres. El poder cayó en manos de quienes habían prosperado y los perdedores se vieron obligados a huir […]. Regidores corruptos sembraron el desorden […]. La pureza quedó completamente erradicada y el exceso inundó el mundo». Entonces, en el siglo XVII, Zhang se sintió rodeado por el «otoño»: «Uno de cada cien hombres es rico, mientras nueve de cada diez están empobrecidos. Los pobres no pueden plantar cara a los ricos que, aunque son pocos, pueden controlar a la mayoría […]. La avaricia no tiene límites, la carne hiere al hueso y todo se somete al placer personal[17]».
Con el paulatino deterioro del orden público y las condiciones económicas, los intelectuales desafectos fueron cobrando confianza al entrar en alguna de las alrededor de 2000 «academias» fundadas a finales de la época Ming, de las cuales la más famosa fue la de Donglin, en Wuxi, donde funcionarios y examinandos de las oposiciones a la función pública se reunían con otros intelectuales para tratar cuestiones de actualidad social. Una vez prohibida la academia, muchos antiguos alumnos de Donglin entraron en la Fu She («Sociedad de la Restauración», fundada en 1629) o en alguna otra «sociedad erudita», en la que no sólo hablaban de literatura, filosofía e historia, sino de métodos prácticos para poner fin a la corrupción gubernamental y de cómo enfrentarse a las amenazas que sufría el orden tradicional, tanto internas como externas. Aunque las principales figuras de las academias y posteriormente de las sociedades lograron introducir nuevas ideas en los planes de estudio para los exámenes funcionariales, no consiguieron ni poner coto a la corrupción ni influir en las políticas del gobierno central (véase capítulo 5), y, por tanto, algunos acabaron uniéndose a los rebeldes de Li Zicheng o a los Qing (y, en algunos casos, a ambos). Otros formaron sus propias cuadrillas de bandidos. Así, en 1643, un agente de los duques de Kong, en Shandong, que había capturado a un grupo de veinticuatro bandidos, se quedó asombrado al descubrir que gran parte de ellos eran licenciados de la academia del distrito. Los estudiosos sobornaron a un funcionario local para que los liberara y regresaron junto a mil combatientes a la residencia del agente ducal, que incendiaron, acabando con la vida de muchos de sus parientes antes de robar «cereales, burros, caballos, bueyes, ovejas, todos mis ahorros allí reunidos y más de ocho mil» onzas de plata pertenecientes a los duques de Kong, la familia más poderosa de la provincia[18]. Gracias a esos éxitos, la cuadrilla de licenciados prosperó hasta que los Qing reinstauraron el orden en la provincia.
El potencial perturbador de la élite letrada de la China de los Ming no se apreció en toda su extensión hasta después de la aprobación en 1645 del «decreto del afeitado» por parte de los Qing. En ese momento, decenas de miles de eruditos del sur de China, al margen de cual fuera su rango académico, organizaron frente a la dinastía extranjera una resistencia desesperada, en la que muchos prefirieron perecer antes que afeitarse la cabeza y vestirse como los manchúes. Pese a todo, no lograron que el Estado cambiara sus prácticas, pero su erudición y los valores que compartían actuaron como «efecto multiplicador», convirtiendo su oposición política en algo mucho más imponente. Los Qing tardaron tres décadas en completar su Gran Empresa.
En Europa, al igual que en China, los métodos adoptados por el Estado para dotar al funcionariado de personas bien formadas también crearon detractores y opositores enormemente preparados. En la década de 1620, los hombres europeos podían estudiar en casi doscientas instituciones de educación superior, algunas de ellas de un tamaño sorprendente (figura 35). En la Universidad de Nápoles la población estudiantil rondaba los 5000 alumnos y en la de Salamanca los 7000. Durante el reinado de Carlos I, casi 1200 estudiantes se licenciaban anualmente en las universidades de Oxford y Cambridge, y varios cientos más estudiaban derecho en los Inns of Court («colegios de abogados»). En la década de 1650, según el visitante escocés James Fraser, «el número de estudiantes y caballeros de los Inns of Court se cifra en mil o 1200», mientras que Cambridge «podría tener 3200 estudiantes o más», y Oxford («mucho más decaído últimamente»), algunos menos[19].
En la mayoría de los países europeos, muchos aristócratas formaban parte del alumnado. En Baviera, casi un quinto de los matriculados en la Universidad de Ingolstadt entre 1600 y 1648 eran nobles y, en 1620, la mitad de los nobles protestantes de la Baja Austria tenía educación superior. En Inglaterra, según James Fraser, «todos los caballeros y un considerable número de vosotros, nobles de más rango» estaban «versados y dominaban aquí la retórica, la lógica, la aritmética, la matemática, el francés para discutir y el latín». La mayoría estudiaba leyes, aunque, según Fraser, sólo aprendían «lo suficiente para mejorar sus propiedades, y dominar y pulir los rasgos que precisa un caballero[20]».
35. Universidades fundadas en Europa, 1600-1660. Aunque la expansión de las instituciones de educación superior en Europa se redujo después de 1600, las décadas siguientes vieron también numerosas fundaciones, especialmente en las zonas que católicos y protestantes se disputaban. Algunas instituciones no sobrevivieron demasiado tiempo: la universidad fundada en Durham en 1658 cerró sus puertas al año siguiente.
Igualmente, en España muchos estudiantes procedían de familias nobles y estudiaban leyes. Don Gaspar de Guzmán, futuro conde-duque de Olivares, llegó a la Universidad de Salamanca con catorce años para estudiar derecho canónico. Asistía a clase por la mañana y por la tarde, estudiaba sus apuntes de noche y también memorizaba a diario seis nuevos preceptos legales y los comentarios sobre los mismos. En su tercer año, sus compañeros eligieron rector a don Gaspar, que parecía destinado a entrar en la Iglesia después de licenciarse; sin embargo, al morir su hermano, su padre lo hizo llamar a la corte. De haber continuado con su carrera eclesiástica podría haber seguido estudios en alguno de los colegios mayores de Castilla, que no sólo preparaban a los hombres para ser obispos y abades, sino para ocupar altos cargos burocráticos y judiciales en ese Reino y en sus colonias americanas. Como señaló Richard Kagan en su clásico estudio sobre las universidades de la España de los Austrias, «ninguna otra ocupación o carrera ofrecía más posibilidades de ascenso económico y social[21]». Hasta el propio Wang Daokun habría sentido una punzada de envidia.
En la década de 1630, quizá asistiera a la universidad uno de cada cuarenta jóvenes ingleses y uno de cada veinte castellanos, proporciones que no se superarían hasta finales del siglo XX. Además, quizá un tercio de los varones adultos de Inglaterra estuviera en contacto directo con la aplicación de la ley, ya fuera como magistrado, policía o jurado, lo cual suponía un porcentaje bastante elevado. Al igual que en la China Ming, sus conocimientos y valores compartidos actuaron como «efecto multiplicador», lo cual tornó su oposición política en algo mucho más alarmante; igualmente, como en la China Ming, ningún gobierno europeo pudo dar trabajo a todos los alumnos de las instituciones de educación superior. En la década de 1630 quizá salieran de Oxford y Cambridge trescientos licenciados al año para dedicarse a la Iglesia y otros doscientos para dedicarse a la práctica médica o el derecho, pero aparte había unos setecientos más sin trabajo seguro. Parecida era la situación en España y otros países: aunque muchos licenciados entraban en la Iglesia y unos pocos se dedicaban a la docencia universitaria, muchos más eran los que acababan anualmente sus estudios sin tener un trabajo a la vista.
Esta «sobreproducción» de licenciados aterrorizaba a los gobiernos, porque según la frase lapidaria de un importante juez inglés, licenciado tanto de Oxford como de los Inns of Court, «el conocimiento sin ocupación no puede sino engendrar traidores» y, en su opinión, «más necesidad tenemos de mejores ocupaciones para los hombres de letras que de más hombres de letras para esas ocupaciones». En España, el mordaz Francisco de Quevedo (licenciado de la Universidad Complutense que, en ese momento, se hallaba en Alcalá de Henares, y no en Madrid) también señaló que las universidades, más que fortalecer a los Estados, los minaban. Según escribió: «Las monarquías con las costumbres que se fabrican se mantienen. Siempre las han adquirido capitanes, siempre las han corrompido bachilleres […]. Los exércitos, no las universidades, ganan y defienden victorias, y no disputas, los hacen grandes y formidables. Las batallas dan reynos y coronas; las letras, grados y borlas». En Suecia, el rector de la Universidad de Upsala se lamentaba de que «hay más hombres de letras y personajes instruidos, sobre todo en cuestiones políticas, que recursos o trabajos disponibles para darles ocupación, y se desesperan e impacientan». El emperador Fernando II, licenciado de la Universidad de Ingolstadt, echó la culpa de las rebeliones de Bohemia y Austria a las universidades, porque, según él, allí sus súbditos nobles «se habían empapado en su juventud del espíritu de rebelión y oposición a la autoridad legítima[22]».
No les faltaba razón: los intelectuales desafectos tuvieron un papel determinante en el fomento de muchas rebeliones europeas. En Bohemia, el gobierno rebelde incluyó a una docena de licenciados universitarios; en Francia, la Fronda partió de un grupo de letrados frustrados (los maîtres de requêtes o «maestros de peticiones») y alcanzó su primer crescendo con el encarcelamiento de un atrevido juez (Pierre Broussel). En Suecia, dos letrados de formación universitaria (el burgomaestre y el secretario municipal de Estocolmo) y el historiógrafo real dirigieron la oposición a la reina Cristina en 1651. Muchos de los principales opositores de Felipe IV eran también letrados con formación universitaria (Giulio Genoino, Francesco Arpaja y Vincenzo d’Andrea en Nápoles; Joan Pere Fontanella, su hijo Josep y Francesc Martí i Viladamor en Cataluña), apoyados por historiadores también académicos (Francesco Baronius en Sicilia, Francesco de Petri en Nápoles y Joan Lluís Montcada en Cataluña[23]).
Lo más sorprendente de todo era que casi todos los opositores más destacados de Carlos I, en el Nuevo Mundo y en el Viejo, habían estudiado en centros de educación superior. De los veinticuatro primeros licenciados de Harvard College, no menos de catorce se trasladaron a Inglaterra para apoyar al Parlamento. Entre los artífices de la revolución escocesa figuraba Robert Baillie, que enseñaba en la Universidad de Glasgow, su alumno Archibald Johnston de Wariston y Alexander Henderson, que estudió (y brevemente enseñó) en la Universidad de St Andrews. En Irlanda, sir Phelim O’Neill (jefe de la rebelión del Úlster), había estudiado en los Inns of Court de Londres, la principal escuela de leyes de Inglaterra, al igual que alrededor de un quinto de los integrantes de la Asamblea Confederada General de Irlanda; en tanto que lord Maguire (cerebro del complot de 1641) había asistido al Magdalen College de Oxford. Finalmente, por lo menos cuatro quintos de los parlamentarios elegidos en 1640 para formar parte de la Cámara de los Comunes inglesa había estudiado igualmente, bien en una universidad o en los Inns of Court, o en ambas instituciones. En Behemoth, una retrospectiva dialogada sobre la guerra civil inglesa, escrita en 1668 por Thomas Hobbes, se decía que Oxford (alma máter del autor) y Cambridge «han sido para esta nación como el caballo de madera fue para los troyanos» porque «de las universidades salieron todos esos predicadores que enseñaron» la resistencia y «nuestros rebeldes aprendieron públicamente la rebelión en los púlpitos». Hobbes no sólo se refería a Inglaterra. Avanzado el diálogo, un malhumorado superviviente de la guerra civil inglesa declara: «La raíz de la rebelión, como habréis visto con esto y al leer sobre otras rebeliones, está en las universidades», haciendo que su joven interlocutor contestara: «Pues ya veo que todos los Estados de la cristiandad sufrirán esos ataques de rebelión mientras el mundo exista», y, de hecho, en todas las grandes insurrecciones registradas en Europa occidental a mediados del siglo XVII participó un gran número de licenciados[24].
El levantisco clero de la cristiandad latina
El clero constituía el tercer grupo de «poderosos» con capacidad para transformar las revueltas populares en revoluciones, sobre todo en la cristiandad latina. A primera vista, su papel podría parecer sorprendente, porque, como escribió el marqués de Argyll en 1661: «En política, la auténtica religión más bien aplaca que aguijonea, y más bien refrenda a los hombres en la obediencia al gobierno establecido que los invita a levantar otro nuevo», y de hecho, tanto la Biblia (sobre todo el Nuevo Testamento) como muchos autores religiosos hacían hincapié en la necesidad de la obediencia. Sin embargo, seguramente Argyll tuviera otras informaciones. Había visto al clero calvinista escocés utilizar su autoridad, primero para denunciar al gobierno amparado por la ley, después para levantar otro nuevo y, finalmente, para obligar al rey a acatar la fe de ese clero si quería que le permitieran entrar en el Reino. El historiador escocés sir James Balfour (esclavo de las metáforas) no exageraba al tachar a los clérigos de Escocia de ser «los principales fuelles que han avivado este terrible fuego» de la guerra civil, porque «los mejores instrumentos, de utilizarse para un mal fin, causan los más grandes daños y son de lo más peligroso para cualquier Estado». Y continuaba diciendo que si los clérigos deciden…
… utilizar para mal fin su talento y abandonarse al espíritu sedicioso, se tornan en los enemigos más acerbos, las úlceras más corrosivas y las peores víboras de cualquier república y las más perniciosas para el príncipe; ya que, al tener peso sobre la conciencia, timón que dirige las acciones, las palabras y los pensamientos de la criatura racional, la arrancan y la llevan donde quieren, haciendo que la bestia de múltiples cabezas piense según sea el color de la vara que ante ella se esgrime[25].
Los clérigos protestantes también constituían «los principales fuelles» de la sedición en otros lugares. En Inglaterra, según un predicador de la década de 1640, en tanto que «el clero tuvo inicialmente en su poder el globo dorado del gobierno», ahora «el pueblo del Reino de Cristo no sólo tiene interés en la docilidad, la obediencia y la sumisión, sino, entre otras cosas, en la consulta, el debate, el consejo, la profecía y el voto. Así que mantengámonos firmes en esa libertad con la que Cristo nos bendijo». Más explícito se mostraba uno de sus colegas: «Poco a poco los ministros podrían preparar al pueblo» para participar directamente en la vida política, con el fin de que «al llegar la homilía del domingo o una lectura puedan tener conocimiento, no sólo de lo que la semana anterior se hizo en el Parlamento, sino de lo que se hará a la semana siguiente», y de ese modo preparar a su parroquia «para acudir en tropel a la Cámara [de los Comunes] en demanda de justicia[26]». Una generación antes, en la República holandesa, el pastor Adriaan Smout, de Ámsterdam, utilizaba sus sermones para atacar tanto a los regidores locales como a los Estados Generales por enviar barcos de guerra a «colaborar con el hijo de la destrucción, el hijo de Satán […], el rey de Francia, Luis XIII». La oratoria de Smout acabó consiguiendo el retorno de los buques holandeses, poco antes de que el Ayuntamiento de Ámsterdam lo expulsara a él de la ciudad para intentar silenciarlo[27].
La suerte de Smout no tuvo nada de singular. Pocos años antes la Iglesia reformada holandesa había expulsado a unos doscientos pastores por haberse mostrado partidarios de ideas arminianas censuradas por sus colegas. En Escocia, todos los obispos y más de doscientos pastores habían perdido su puesto después de 1638, y trescientos más después de 1660, por haberse opuesto a la alternancia, decretada por el Estado, de episcopalianos y presbiterianos en la jerarquía eclesiástica. Por alguna razón, en Inglaterra todos los obispos y casi 3000 pastores (un tercio del total de los párrocos) perdieron su púlpito en la década de 1640, y lo mismo les ocurrió a otros 2000 sacerdotes en la de 1660. Estos pastores desposeídos se unieron a otros que, aunque altamente cualificados, no habían logrado un puesto permanente: ambos grupos suponían una amenaza latente para el orden público[28].
También era frecuente que el clero católico alentara el descontento. Según señalaba un propagandista español, «no se puede dudar que el pueblo lusitano después de auerse movido, se ha obstinado a persuasión de muchos eclesiásticos que justificaron su soleuación, ya con pareceres firmados, y manifiestos dañosos […], ya con sermones escandalosos». Y tenía razón: en 1637 los jesuitas de Évora (cuya universidad dirigían), apoyaron abiertamente la rebelión antiespañola, recorriendo zonas colindantes para difundir la sedición; en tanto que en la década de 1640 se sabe que casi ochenta clérigos portugueses pronunciaron homilías que avalaban la Restauración. Algunos instaban a Juan IV a reinstaurar el Reino de Portugal como Salomón había reconstruido el templo de Jerusalén, o a conducir a los lusos fuera del cautiverio, como Moisés había guiado los pasos de los hebreos en su huida de Egipto; otros advertían a quienes les escucharan que la muerte sería preferible a «regresar al vil yugo» de España y que morir por la estirpe de Braganza equivaldría al martirio. En 1676, en la lista de excluidos por Luis XIV del indulto general aprobado después de la rebelión de los boinas rojas registrada en Bretaña figuraban catorce sacerdotes[29].
En Cataluña, el clero también fue crucial para la legitimación de la revuelta antiespañola. En 1640, tanto los obispos como los inquisidores excomulgaron a los soldados del rey cuando prendieron fuego a las iglesias de dos aldeas que los desafiaron; durante el posterior sitio de Barcelona, los sacerdotes pronunciaron sermones, organizaron procesiones y escucharon confesiones día y noche para fomentar la resistencia; y, al igual que en Portugal, otros aseguraron a sus fieles que «la muerte por la patria es vida eterna[30]». Siete años después, en Nápoles, religiosos disidentes (sobre todo frailes) «animaban al pueblo para que acudiera de buen grado a luchar y creyera que sería mártir e iría al paraíso», en tanto que un grupo de sacerdotes tomó las armas y constituyó una milicia regular (a ellos y a muchos otros religiosos les pareció prudente escapar cuando la revuelta fracasó). Por lo menos tres obispos del Reino fueron posteriormente acusados de fomentar los disturbios y, en Nardò, una ciudad de provincias, el gobierno ejecutó a cuatro canónigos de la catedral por incitar a los rebeldes[31]. Hasta el cardenal y arzobispo Ascanio Filomarino participó directamente en la revolución. En noviembre de 1647 presidió en la catedral una ceremonia en la que el duque de Guisa se convirtió en dux de Nápoles, escuchó la lectura formal del tratado entre Francia y la República, tomó juramento a Guisa, que se comprometió a ser su «protector» perpetuo, y bendijo su espada y cetro rituales. A continuación, después de celebrar un tedeum con el nuevo dux, ambos pasearon a caballo entre la multitud, que gritaba: «¡Larga vida al rey de Francia!» Aunque pocos meses después Filomarino también cabalgó junto a Juan de Austria cuando los españoles recuperaron el control de la ciudad, por lo menos un cronista proclamó que el arzobispo «era en realidad partidario del movimiento popular y poco amor sentía por España[32]».
El clero católico irlandés fue el más belicoso de todos. Aunque no parece que tuvieran mucho que ver en la preparación del levantamiento de 1641, muchos sacerdotes no tardaron en prestarle su apoyo. Algunos arengaban a las tropas en el campo de batalla: «Hijos queridos de san Patricio, golpead con fuerza a los enemigos de la santa fe», decía uno; mientras que otro, durante una misa, «exhortaba a todos los presentes a entregarse a esa labor de rebelión», instando a tomar medidas extremas, «asegurándoles que aunque los ingleses disparen mosquetes y aunque algunos hayan de morir, no deben tener miedo, porque los que así murieran serían santos, y con una multitud deberían precipitarse a matar a todos los protestantes». En el Úlster, «los prestes [que había] entre los rebeldes» supuestamente afirmaban «que no era pecado matar a todos los protestantes, que [ya] están condenados»; en Connacht, el abad de un monasterio aseguró a sus compañeros que «tan legítimo era para ellos matar» protestantes «como matar a una oveja o un perro»; en tanto que en Münster un fraile dominico, cuando le preguntaron qué pensaban hacer los católicos con sus vecinos protestantes, su contestación fue: «Pues matarlos, porque nunca se librarán de ellos en este Reino hasta que no hagan tal cosa», y añadió algo inquietante: «Porque ejemplo de ello tenemos en Francia, donde hasta la gran masacre que hubo no pudieron verse libres de los herejes»; era clara la alusión a la Matanza de San Bartolomé de 1572, en la que perecieron 12 000 protestantes[33]. Igualmente radical era que en 1645 el jesuita irlandés Conor O’Mahony, docente en la Universidad de Évora, publicara un opúsculo en el que felicitaba a sus compatriotas por la matanza de 150 000 recién llegados protestantes, instándolos a apresurarse a matar a los demás, para después sustituir al rey Carlos por un monarca irlandés[34].
La participación de los sacerdotes en las revueltas europeas era importante porque constituían una proporción muy considerable de los «intelectuales públicos» del continente, es decir, de quienes ayudaban a conformar la opinión popular mediante la palabra hablada y escrita, desde el púlpito y mediante las homilías, así como a través de opúsculos y libros. En España, por ejemplo, aunque el clero apenas llegaba al 5 por ciento de la población, más de la mitad de la élite intelectual del siglo XVII había tomado las sagradas órdenes. Además, un catálogo de las obras españolas publicadas entre 1500 y 1699 incluía 5385 textos religiosos, casi todos ellos escritos por sacerdotes, frente a los 5450 de todas las demás categorías juntas (muchos de ellos también escritos por religiosos[35]). En otras partes de la Europa católica, por ejemplo en el Reino de Nápoles, el clero escribió dos quintas partes de los libros publicados a lo largo del siglo XVII, en tanto que más de la mitad de los autores de opúsculos que apoyaron la revolución portuguesa de 1640, y un quinto de los de panfletos no anónimos publicados en Francia entre 1610 y 1643 eran religiosos[36].
Tanto el clero católico como el protestante utilizaban la palabra hablada y escrita para fomentar y alentar la resistencia. El predicador inglés Stephen Marshall recordaba a los que escuchaban un sermón suyo titulado Meroz cursed [Meroz maldito] que «el Señor no quiere tibios», reprendiendo a quienes «sienten pena por Alemania, cuando en ella piensan, aunque poco lo hagan», pero nada hacían para sostener allí la causa protestante, y auguraba que los que no abrazaran «la causa de Dios» en Inglaterra quedarían tan malditos como Meroz en el Libro de los Jueces, «porque no acudieron en ayuda del Señor […] contra los poderosos». El año anterior, al inicio de la guerra civil inglesa, Marshall pronunció su sermón ante unos sesenta grupos de oyentes distintos, entre ellos la Cámara de los Comunes, que lo hizo imprimir[37]. Algunos sermones del siglo XVII, tanto católicos como protestantes, duraban varias horas, que hábiles clérigos lograban utilizar para llevar a sus feligreses a estados cercanos a la histeria. A un jesuita irlandés de la década de 1640 «le interrumpían con tanta frecuencia los sollozos y gritos de los fieles que tuvo que interrumpir el sermón, ya que su voz no se escuchaba»; mientras que uno de sus colegas franceses solía llevar a su parroquia al llanto y, en ocasiones, tantos eran los feligreses que querían tocarle el hábito o besarle la mano que lo derribaban[38].
La influencia de la que disfrutaba el clero en la cristiandad latina se debía a su educación y a su escogido origen social. Así, en Irlanda, llegado el año 1641 todos los obispos católicos, los provinciales de las órdenes regulares y cientos de curas de a pie habían recibido una estricta educación en seminarios del continente europeo. Esta formación no sólo posibilitaba una acción coordinada, sino que proporcionaba un nivel de formación, una disciplina y un porte que permitían al clero irlandés moldear y canalizar el comportamiento popular. Aunque probablemente la jerarquía católica francesa no alcanzara el mismo grado de disciplina, de los noventa obispos nombrados entre 1640 y 1660, más de tres cuartos procedían de familias nobles y algunos de ellos de las dinastías más poderosas del Reino (el cardenal de Retz era hermano de un duque). Finalmente, casi la mitad de los 79 clérigos portugueses conocidos por sus prédicas a favor de la «Restauración» de 1640 procedían de familias nobles[39].
Aunque normalmente fueran de menor alcurnia que sus colegas católicos, casi todos los pastores protestantes poseían impresionantes credenciales académicas. Un análisis de unos cuatrocientos clérigos escoceses de la década de 1640, todos ellos involucrados en la revuelta contra Carlos I, puso de manifiesto que sólo un cuarto eran hijos de terratenientes (y sólo veinte procedían de familias nobles), pero todos ellos tenían una licenciatura universitaria. Alexander Henderson era el prototipo de «clérigo alborotador» escocés. Inmediatamente después de licenciarse comenzó a dar clases en la Universidad de St Andrews y después se hizo pastor de una pequeña parroquia vecina, antes de trasladarse a Edimburgo, donde mostró impresionantes dotes dialécticas y organizativas en su oposición a la Liturgia de Laud. En 1638 redactó The national covenant y presidió la Asamblea General que abolió el episcopado, y posteriormente pronunció sermones y publicó opúsculos para justificar la resistencia armada a Carlos I, negoció directamente con el monarca y fue el artífice de los tratos destinados a obligar a Inglaterra e Irlanda a adoptar la Liga Solemne y el Covenant (véase capítulo 11). Según la malintencionada expresión de uno de los obispos depuestos, se había convertido en el «papa escocés», y tal fue su fama que sir Anton Van Dyck, pintor del rey, le hizo un retrato de cuerpo entero[40].
También dirigieron revueltas en Europa dos religiosos contemporáneos de Henderson, los dos sacerdotes católicos. En Cataluña, Pau Claris (perteneciente a una familia de juristas barcelonesa) estudió leyes en la Universidad de Lleida antes de convertirse en canónigo de la Seu d’Urgell y cobró fama en 1638, el mismo año que Henderson, cuando el sorteo que cada tres años elegía al principal diputat le otorgó a él ese cargo, es decir, el de miembro de la junta permanente de las Corts catalanas (véase capítulo 9). Desde ese puesto planteó el primer desafío y después la resistencia armada a Felipe IV, hasta que en 1641 proclamó la independencia de la República catalana, que él encabezaría. En Irlanda, la constitución de la Confederación de Kilkenny en 1642 otorgó a todos los obispos irlandeses el derecho a formar parte de la Asamblea General (diecisiete obispos lo hicieron), mientras que en el Consejo Supremo (brazo ejecutivo del gobierno) siempre había un mínimo de cinco obispos. Tres años después, el papado envió al nuncio Giovanni Battista Rinuccini para proporcionar liderazgo y orientación a la Confederación. Rinuccini, perteneciente a una familia patricia florentina, se había doctorado en derecho civil y canónico antes de ser nombrado arzobispo de Fermo, una localidad de los Estados Pontificios en la que vivió durante veinte años, escribiendo y publicando libros y dirigiendo la diócesis, hasta su marcha a Irlanda. En 1646 accedió a la presidencia del Consejo Supremo y, por tanto, a la jefatura ejecutiva de la Confederación[41].
Otros clérigos levantiscos
A mediados del siglo XVII, la oposición del clero también puso en peligro la estabilidad de otros Estados, sobre todo del Imperio otomano, donde un grupo de importantes familias, los mevali (véase capítulo 7) obtuvo el derecho a transmitir sus cargos y rentas a otros parientes. Este privilegio tuvo una influencia limitada mientras continuó la expansión otomana, creando nuevos puestos para los licenciados de las madrazas, que formaban a los predicadores, profesores y jueces del Estado, pero cuando la expansión cesó algunos licenciados esperaban años y años para obtener una licencia que les permitiera enseñar o predicar, ya que había pocas vacantes, y no tardó en surgir una descontenta y proletaria clerecía.
Incluso los clérigos con suerte suficiente como para tener un trabajo podían causar problemas. En la década de 1630, el carismático predicador Kadizade Mehmed consiguió muchos adeptos, primero en Estambul y después en todo el Imperio otomano, abogando por un regreso a las creencias y prácticas del islam de la época del profeta Mahoma. Kadizade se centraba en las «innovaciones» relacionadas con los sufíes, integrantes de hermandades piadosas, denostando tanto su forma de practicar el islam (mediante cantos, salmodias y bailes realizados al tiempo que se recitaba el nombre de Dios) como sus nuevas prácticas sociales (entre ellas, el consumo de estimulantes como el tabaco y el café para mantener el vigor mientras cantaban, salmodiaban y bailaban). Cuando los líderes sufíes contraatacaron, los conocidos como kadizadelis denunciaron y golpearon a algunos de sus jeques, destrozaron sus albergues y amenazaron a sus adeptos con matarlos si no cambiaban de actitud.
Según Paul Rycaut, residente inglés en el Imperio otomano durante la década de 1650, la proliferación de grupos musulmanes extremistas como los kadizadelis era «peligrosa y tendente a producir rupturas considerables en la prolongada y continua unión [del Estado otomano] cuando cambian los tiempos y las revoluciones del Estado animan a algunos espíritus turbulentos a reunir soldados y seguidores en torno a esas doctrinas y otros engañosos pretextos[42]». No obstante, el sultán Murad IV asistió personalmente a las prédicas de Kadizade en la década de 1630, haciendo suyos algunos de sus postulados (por ejemplo, la prohibición del consumo y posesión de tabaco o café, y el descuartizamiento o empalamiento de quien fumara o consumiera café), pero, a la muerte de Murad en 1640, los kadizadelis perdieron pie durante una década, porque la madre del sultán difunto, Kösem Sultan, utilizó su considerable autoridad política para proteger a los sufíes. Sin embargo, después de su asesinato en 1651, el gobierno aprobó nuevas leyes contra el tabaco y la bebida, dictando también la destrucción de ciertas residencias sufíes. El credo de los kadizadelis contó con apoyo oficial hasta el destronamiento de Mehmed IV en 1687, que puso fin a medio siglo en el que su violenta confrontación con los sufíes no sólo había «difundido ideas extremistas, provocando por tanto al pueblo y sembrando la disensión en la comunidad de Mahoma», sino que debilitó enormemente el Imperio[43].
Los clérigos también tuvieron un importante papel en el fomento de la resistencia en otros tres Estados. En Rusia, un pequeño grupo de hombres de letras, sacerdotes y monjes, al amparo de unos pocos pero destacados protectores seglares, articuló el sistema cultural de los viejos creyentes en las décadas de 1650 y 1660, gestando un movimiento que cuestionaba el derecho a gobernar de la dinastía Romanov (véase capítulo 6). En Ucrania, cuando Bogdan Jmelnytsky dirigió la revuelta cosaca contra los señores polacos en 1648, el clero ortodoxo la apoyó con entusiasmo desde el púlpito. Jmelnytsky devolvió el favor incluyendo muchos agravios eclesiásticos en las reivindicaciones que los cosacos planteaban a la Corona: entre otras, la participación de prelados ortodoxos en la Dieta federal, el nombramiento de funcionarios locales también ortodoxos y la recuperación de todas las iglesias ortodoxas de las que se habían apropiado los católicos (véase capítulo 7). Finalmente, en la India, el carismático gurú Hargobind, sexto señor del sijismo, radicalizó a sus seguidores y en la década de 1630 los condujo a la batalla contra las fuerzas del emperador mogol (véase capítulo 13).
«Gentes sucias y sin nombre».
Además de a los descontentos de la élite tradicional, las perturbaciones políticas de mediados del siglo XVII dieron poder a otros muchos. En Asia oriental, Nurhaci, el «Gran Antepasado» de la dinastía Qing, al que más tarde se consideró divino, inició su meteórica carrera como jefe de un clan manchú menor cuyos miembros, según él mismo admitía, inicialmente no tenían más que un total de trece armaduras. El líder oficialista Ming Coxinga era hijo ilegítimo de la hija de un samurái japonés y un pirata chino. Li Zicheng, que derrocó a los Ming y se proclamó primer emperador de la nueva dinastía Shun, había sido funcionario de rango inferior en una oficina postal provincial. En Rusia, tanto Bogdan Jmelnytsky como Stenka Razin, líderes de las grandes rebeliones cosacas de la Edad Moderna, procedían de familias pobres; en tanto que el patriarca Nikon, que durante un tiempo tuvo tanto poder como el zar ruso, era hijo de un campesino.
También en Europa muchos líderes rebeldes tenían oscuros orígenes familiares, algo que irritaba profundamente a Edward Hyde, conde de Clarendon. En su perspicaz History of the rebellion and civil wars in England [Historia de la rebelión y las guerras civiles de Inglaterra] y en otros textos, Clarendon censuraba constantemente a los adversarios del rey por ser «hombres sin nombre y de despreciables intereses», «gentes inferiores, famosas por su condición sediciosa y cismática», e incluso «gentes sucias y sin nombre». Hasta cierto punto, su esnobismo tenía parte de razón. Hasta John Pym, jefe de los adversarios del rey en la Cámara de los Comunes, siguió siendo tan desconocido en los primeros meses del Parlamento Largo que un colega aludió a él (con deliciosa impropiedad) como «míster Papa»; mientras que en un acta oficial Oliver Cromwell, posteriormente lord protector, aparecía como «míster Cornewell». Otro parlamentario se quejó de «los esclarecidos caprichos de esta sabida época» en la que…
… viejas sin lentes pueden descubrir confabulaciones papistas; muchachos y aprendices creen regular la rebelión de Irlanda; marineros y marinos reforman la Cámara de los Pares; pobres, arrieros y jornaleros descubren a un grupo maligno y lo someten a su disciplina; quien usa calzado claveteado [zuecos, es decir, el «pueblerino»] renueva el decrépito oficio urbano; el zapatero remendón parches pone a la religión[44].
La guerra civil inglesa y el interregno lanzarían a la fama a muchos más ingleses de origen humilde. En 1647, Edward Sexby, en su día aprendiz de tendero, debatió los «derechos del hombre» con seguridad y elocuencia en los debates de Putney, escribiendo posteriormente, desde la ciudad de Burdeos, Les principles, fondement et gouvernement d’une république [Principios, fundamento y gobierno de una República]; mientras que entre los más carismáticos líderes religiosos del período figuraban George Fox, antiguo pastor de animales y aprendiz de zapatero; el calderero John Bunyan, y James Nayler, un pequeño propietario rural. Además, el abuelo de Oliver Cromwell había sido cervecero[45]. Muchos destacados revolucionarios italianos de 1647 tenían ignotos orígenes urbanos: Giuseppe d’Alesi (Palermo) era un artesano que languideció en prisión hasta ser liberado por los amotinados; Giuseppe Piantanida (Milán) era pastelero y Masaniello (Nápoles), un pescador analfabeto.
La agitación política y la guerra también dieron poder a algunas europeas de origen humilde. En Inglaterra no sólo encabezaron motines al igual que sus hermanas del continente (véase capítulo 17), sino que participaron activamente en el proceso político. En 1642, en varias parroquias del sur de Inglaterra, cuando se les pidió apoyo público al Parlamento mediante la firma de La protesta «mujeres y muchachos de ambos sexos otorgaron su pleno consentimiento, aunque sin poner allí sus manos, ya que no sabían escribir[46]». A esto hay que añadir que «varias jóvenes vírgenes puritanas manifestaron su fervor evangélico y milenarista con inspiradas alocuciones, pronunciadas como si estuvieran en un trance producido por el prolongado ayuno y la debilidad física», estado que se ha calificado de «anorexia santa». Por lo menos una de ellas consiguió ser escuchada por los gobernantes del país: entre 1648-1649 el Consejo del Ejército concedió dos audiencias a Elizabeth Poole (a pesar de que había sido expulsada de su iglesia por inmoralidad y herejía) para que explicara cuál era en su opinión lo mejor para el Reino, y cuando el Consejo se negó a prestar atención a sus profecías, las publicó en panfletos. Mary Cary, que se consideraba a sí misma «ministra o servidora del Evangelio», también publicó entre 1647 y 1653 varios cientos de páginas de profecías, en las que, basándose en doce años de estudio de las Escrituras, iniciados cuando tenía quince años, describía los planes de Dios para Inglaterra y el mundo. Hay quien ha señalado que «en un mundo distinto, esas mujeres podrían haber llegado a ministras[47]».
Algunas mujeres católicas también ganaron renombre en momentos de agitación política. En la España de 1640 el atribulado virrey de Cataluña buscó consejo en «una beata llamada Paula», que se suponía «virtuosa, por algunas singularidades de vida, diziendo se havía passado sin alimento seis días, cuarenta sin excrementos, con que creció su estimación, y verificado el aviso que dio al virrey», es decir, «que havía de morir [el virrey] el día del Corpus» (y así fue). Poco después Felipe IV comenzó a escribirse con sor María de Ágreda, una monja que decía tener poderes proféticos, y hasta su muerte dos décadas después, el monarca escribió una media de dos cartas al mes en las que describía los problemas que tenía ante sí, solicitando el consejo y las oraciones de la religiosa. Durante dos décadas, sor María fue la mujer más poderosa de la Monarquía española[48].
Al margen de cuál fuera su origen social, muchos de quienes ganaron poder gracias al caos de mediados del siglo XVII eran sorprendentemente jóvenes. Nathan de Gaza tenía veintidós años cuando proclamó que Sabbatai Zevi era el Mesías; y Elizabeth Poole veintiséis cuando compartió sus visiones con el Consejo de Oficiales del Ejército inglés. Masaniello tenía veintisiete cuando se convirtió en gobernante de Nápoles, los mismos que Johnston de Wariston al redactar el Covenant y que Mary Cary al publicar su primer opúsculo. El príncipe de Condé tenía veintiocho años cuando intentó desplazar a Mazarino como ministro principal del Estado de Luis XIV. Al término de la guerra civil inglesa, los agitadores del Nuevo Ejército Modelo y la mayoría de los líderes de grupos religiosos radicales como los cuáqueros no habían cumplido los treinta. Dorgon y Wu Sangui tenían treinta y dos años en 1644 cuando llegaron al acuerdo del paso de Shanhai, que selló la suerte de China durante casi tres siglos. Un año más tenía el duque de Guisa cuando se hizo con el control de Nápoles. Sir Thomas Fairfax tenía treinta y tres cuando asumió el mando del Nuevo Ejército Modelo en 1645, y treinta y ocho cuando lo abandonó. Coxinga tenía treinta y cinco cuando, tras dirigir su gran ejército de legitimistas Ming río Yangtsé arriba, estuvo a punto de tomar Nankín en 1659. Ni Sabbatai Zevi ni James Nayler habían cumplido los cuarenta cuando sus seguidores vieron en ellos al Mesías. Otros protagonistas de menos peso también eran jóvenes, aunque la escasez de fuentes dificulta la comprobación. En Nápoles, los «muchachos» que obedecían a Masaniello eran adolescentes o jóvenes de veintitantos años, al igual que los aprendices que estuvieron en primera línea de los disturbios londinenses de la década de 1640, y que los «jóvenes» que llevaron la voz cantante en casi el 10 por ciento de las revueltas populares registradas en Francia. El comentario de Christopher Hill sobre la Inglaterra revolucionaria podría aplicarse a todo el hemisferio norte durante las décadas de 1640 y 1650: fue «el mundo de un varón joven mientras duró», pero su duración dependió en gran medida de la capacidad que tenía la «gente que estaba deseando ver un cambio» de movilizar a otros con argumentos que justificaran su resistencia[49].
La justificación de la desobediencia, I: regreso al pasado
En el siglo XVII, la justificación más habitual de la desobediencia se hacía mediante la difusión de textos religiosos, jurídicos e históricos que evocaban una «edad de oro» real o imaginada. Así, en el Imperio otomano, mientras que los sublevados exigían que el sultán acabara con todos los tributos impuestos desde el reinado de Suleimán el Legislador, los clérigos kadizadelis citaban el Corán y los hadices del profeta Mahoma para exigir la abolición de cualquier novedad y el jefe sufí Niyāzī-i Mīs, ri se remitía a hechos de la Antigüedad, como los de Alejandro Magno y su «jeque» Aristóteles[50]. En China, los amotinados también exigían el regreso a una «edad de oro». Así, en la década de 1640, los disidentes recordaban a un héroe rebelde de Fujian de dos siglos atrás, conocido popularmente como el «Rey del Recorte Equitativo», que había «recortado al señor y al siervo, al noble y al sirviente, al pobre y al rico, para hacerlos iguales». En muchas zonas, «los arrendatarios se ponían la ropa de sus señores», entraban por la puerta principal, ocupaban y se dividían sus casas, se repartían el cereal almacenado, ataban a los señores a postes y los azotaban, afirmando que todas las personas nacían iguales y jactándose: «A partir de ahora, van a cambiar las tornas[51]».
Las ideas igualitarias abundaban en la cultura popular de la China Ming, tanto oral (en la ópera, el teatro, los relatos, la poesía y las canciones de la zona) como escrita (sobre todo en novelas históricas como Romance de los tres reinos y A la orilla del agua, ambas prohibidas por el gobierno). El Romance…, que presentaba el malvado poder de los eunucos y su papel en la caída de la dinastía Han durante el siglo III a. C. (un paralelismo evidente con los odiados eunucos de los Ming), se convirtió en un «auténtico manual que explicaba cómo los militaristas regionales podían poner fin a la dinastía [gobernante]»[52]. A la orilla del agua, que tenía lugar en las montañas de Shandong a comienzos del siglo XII, retrataba una especie de «bosque de Sherwood» chino, no sólo poblado por forajidos heroicos y generosos, sino por monjes, mendigos, embaucadores y expertos errantes en artes marciales. Todos ellos opuestos a los corruptos y brutales funcionarios del gobierno. A finales del período Ming se publicó un mínimo de treinta ediciones del Romance…, la mitad de ellas en forma abreviada, escrita en caracteres simplificados con dibujos que ocupaban el tercio superior de cada folio, y la imagen de sus protagonistas se difundió en cuadros e incluso naipes. En la década de 1620 un conocido rebelde adoptó el nombre de un general del Romance… y muchos de los lugartenientes de Li Zicheng adoptaron igualmente nombres de los héroes de A la orilla del agua. Posteriormente, Nurhaci señalaría que había aprendido estrategia política y militar china leyendo el Romance de los tres reinos, y su nieto ordenó que el libro fuera traducido al manchú, exigiendo a todos sus seguidores que lo leyeran[53].
Los manchúes también revolvieron en la historia china en busca de precedentes que justificaran el ataque a los Ming, estudiando crónicas que describieran el ascenso y caída de dinastías anteriores. En una carta escrita en 1621 a sus vecinos chinos, Nurhaci (retrotrayéndose al siglo XI a. C.) proporcionaba una lista de gobernantes indignos que, «empapados en alcohol y rodeados de mujeres y riqueza, ya no se preocupaban del país», y señaló que «el emperador [actual] de vosotros, los chinos, no gobierna con justicia» porque, aparte de permitir a «los eunucos hacerse con propiedades» perseguía a «los propietarios rectos y honestos». La conclusión era evidente: «[El cielo] me ha entregado las tierras del emperador […]. El cielo está de mi parte». Su hijo Dorgon utilizó exactamente la misma retórica al llegar a Pekín en 1644. Su primera proclama contenía la siguiente declaración: «El Imperio no es el Imperio privado de un único individuo. Lo poseerá quienquiera que tenga virtud. El ejército y el pueblo no son el ejército y el pueblo de un único individuo. Los capitaneará quienquiera que tenga virtud. Ahora nos la tenemos[54]». Por tanto, Nurhaci y Dorgon trataron de justificar su ataque a los Ming remitiéndose al concepto de «mandato del cielo», presente tanto en el Clásico de los documentos como en el Libro de los versos, textos que ya entonces tenían dos mil años de antigüedad y cuyo peso en Extremo Oriente equivale al de la Biblia entre los cristianos[55].
En los países cristianos también se recurría a precedentes históricos para justificar revueltas populares. Durante la rebelión irlandesa de 1641 un sacerdote del condado de Tyrone leyó las «Crónicas de Hanmer, animando así a los rebeldes con la historia de los daneses [del siglo XI], que vieron frustrados sus planes por los irlandeses, a pesar de que la mayoría no estaban armados, estableciendo un paralelismo entre esa historia y estos tiempos»; mientras que en Donegal algunos de «los rebeldes ahora esperaban la consumación de la profecía de san Columba, según la cual (tal como ellos la concebían) los irlandeses habían de conquistar de nuevo Irlanda[56]». Entretanto, los adversarios escoceses de Carlos I se apoyaban tanto en documentos como la Declaración de Arbroath de 1320, que había otorgado a los nobles de Escocia poderes para proteger sus «leyes fundamentales» frente a reyes caprichosos, como en la tradición gaélica de deponer a dirigentes insatisfactorios, que, pasando por María Estuardo (abuela de Carlos), se remontaba a los tiempos de Fergus, el legendario primer soberano escocés. Los adversarios ingleses de Carlos también remitían en ocasiones a la tempestuosa historia de su vecino del norte. Tres días antes de la ejecución del monarca en 1649, el Tribunal Supremo de Justicia le recordó con poco tacto «varios casos de reyes depuestos y encarcelados por sus súbditos, sobre todo en su natal Reino de Escocia, donde, de 109 reyes, la mayoría fueron depuestos, encarcelados o sufrieron acciones suscitadas por su mal gobierno, y su propia abuela fue eliminada[57]». Otros adversarios insistían en que Inglaterra tenía sus propias leyes y costumbres, que en ocasiones se remontaban a 1066, cuando invasores extranjeros impusieron el «yugo normando», e instaban a los «auténticos ingleses» a recuperar su «antigua Constitución». Otros había que exigían la abolición de cualquier ley o costumbre «contraria a la Gran Carta de Inglaterra» (la Magna Carta de 1215), y cuando los caballeros de Kent debatieron en 1637 la legalidad del llamado dinero para barcos, se consolaron pensando que «todo el discurso de Fortescue» (escrito en la década de 1460) demostraba claramente que en Inglaterra «el rey no tenía poder absoluto[58]».
En España, los eruditos catalanes descubrieron y publicaron privilegios concedidos por los emperadores carolingios en el siglo IX, en los que Barcelona y su territorio circundante habían obtenido el derecho a gobernarse bajo la laxa protección de los francos y a utilizar sus propias leyes visigodas, además de la promesa de quedar exentos de cualquier tributo futuro. En consecuencia, exigieron a Felipe IV que hiciera lo propio. En 1634, durante su revuelta contra el estanco de la sal, Guipúzcoa exigió al gobierno central respeto a «las prebenciones y disposiciones que acostumbraban quando se incorporó en la Corona de Castilla» (en 1200[59]). Igualmente, en Francia, los rebeldes del Périgord de la década de 1630 exigieron recuperar «el mismo estado del que disfrutábamos durante el reinado de Luis XII» (muerto en 1515), en tanto que los de Normandía demandaron respeto a la Carta otorgada al ducado en 1315. En la Italia de 1647-1648, los rebeldes de Palermo insistían en volver a los «días del rey Pedro de Aragón» (muerto en 1285); los de Nápoles querían reinstaurar las leyes de Juan I (muerto en 1382) y Carlos V (fallecido en 1558), y la mayoría de las ciudades sublevadas pretendían recuperar su condición medieval de comunidades independientes. Finalmente, en Suiza, los rebeldes de 1653 se ampararon en la legendaria resistencia ofrecida por Guillermo Tell trescientos años antes[60].
Los apologistas de la rebelión también equiparaban regularmente a sus líderes con héroes bíblicos y a sus adversarios con personajes malvados igualmente bíblicos. Entre los rebeldes católicos, los predicadores portugueses comparaban a Felipe IV con Saúl o Herodes, y a Juan IV con David o Cristo; también ponían al mismo nivel la proclamación de Juan IV como monarca con la del rey David, comparando los sesenta años de dominio español con la «babilónica cautividad» de los judíos. En Nápoles, los sermones de predicadores afines a la revuelta veían en los líderes sublevados a epígonos de Daniel, David y Moisés, comparando al virrey Arcos con Nabucodonosor, Goliat y el faraón; mientras que los fieles a la Corona veían en el virrey Oñate (que reinstauró el orden) a un Gedeón. Comparaciones igualmente ingratas establecían los opúsculos catalanes entre Felipe IV y los destruidos por Dios en el Antiguo Testamento[61]. En el bando protestante, en Inglaterra hubo algunos que compararon a John Felton (el veterano de guerra descontento que asesinó al duque de Buckingham) con Fineas y Aod: cuando iba de camino al cadalso, uno de los presentes gritó: «¡Dios te bendiga, pequeño David!», y así terminaba uno de los muchos poemas compuestos en honor del asesino del duque:
Robusto macabeo […] su más poderoso brazo,
de fervor y justicia armado, ganaste en verdad
el laurel de patriota para un hijo de esta tierra británica.
Una generación después algunos comparaban al conde de Essex, generalísimo del ejército parlamentario, con Juan el Bautista, y muchos veían en Oliver Cromwell a un nuevo Gedeón. Los calvinistas holandeses comparaban constantemente a los reyes de España con el faraón bíblico, equiparando a la princesa de Orange con Moisés, Gedeón, David y los macabeos[62].
Más lejos fueron algunos apologistas protestantes. En los Países Bajos, el poema épico Passcha [Pascua], escrito por Joost Van den Vondel en 1612, incluía una explícita «comparación entre la liberación de Egipto de los hijos de Israel y la liberación de España de las Provincias Unidas», en tanto que el poema de alabanza de su tierra natal escrito por un pastor holandés decía simplemente:
Pero sobre todo al Señor doy gracias
por convertir Holanda en Jerusalén.
En Escocia, la idea de que la resistencia se basaba en el Covenant emanaba directamente del Nuevo Testamento. Contemplando a sus compatriotas «suscribir» el ejemplar en pergamino del documento en 1638, Archibald Johnston de Wariston observó «un clarísimo paralelismo entre Israel y esta Iglesia, las dos únicas naciones que han jurado lealtad al Señor». Muchos otros escoceses se consideraban el pueblo elegido por Dios en lucha con el faraón[63].
En toda Europa, los disidentes no sólo hicieron suyos los textos, también el tono de los profetas del Antiguo Testamento para justificar su resistencia. A intervalos regulares, el Parlamento inglés escuchaba sermones que proclamaban el aval de las Escrituras para medidas extremas contra el monarca y sus partidarios, en textos como «tú las derrotes, las darás al anatema, no harás pactos con ellas ni les harás gracia» (Deuteronomio, VII, 2); «la compasión con uno, puede ser crueldad con miles» (Isaías, I, 24); y «viejos, mancebos y doncellas, niños y mujeres, matad hasta exterminarlos» (Ezequiel, IX, 6). En 1641, durante el juicio contra el conde de Strafford, un predicador recordó al Parlamento (que actuaba como juez y jurado del conde) la suerte de Acán y Ajitofel, «perturbadores de Israel», que con razón habían sido castigados con la muerte por dar malos consejos a sus gobernantes. En otras partes del mundo protestante, los predicadores amenazaban (como Jeremías) con la condenación eterna a los príncipes que se apartaran de los mandamientos de Dios, insistiendo (como Hageo) en que, al ser inminente el fin del mundo, si éstos se negaban a aplicar las reformas necesarias, sus súbditos debían hacerse con el poder[64].
Los propagandistas católicos también utilizaban las Escrituras para justificar acciones de violencia extrema. La palabra francesa Fronde («Fronda»), utilizada por los adversarios del cardenal Mazarino, significaba «honda», por lo que tenía connotaciones bíblicas: en opúsculos e imágenes se comparaba al cardenal con Goliat y a sus enemigos con David. Otros comparaban la suerte que corría la Francia de Mazarino con la de los israelitas oprimidos por el faraón[65]. Cuando ya había estallado la rebelión en Irlanda, un franciscano exhortó a sus compatriotas a «luchar hasta el final por nuestros altares y hogares. No tenemos más remedio que conquistar o ser conquistados y, o bien expulsar a nuestros enemigos de esta tierra o ser expulsados nosotros. El país es demasiado pequeño para albergar a ingleses e irlandeses». Unos años después, un comandante católico arengó a sus tropas: «Sois la flor del Úlster […]. Los macabeos luchando contra su enemigo»; en tanto que, escribiendo desde la seguridad de Portugal, el jesuita Conor O’Mahony justificaba las acciones violentas contra los no católicos de Irlanda amparándose en gran medida en Éxodo, XXXII, donde Moisés ordenó la aniquilación de miles de idólatras[66].
Para terminar, en su búsqueda de precedentes subversivos en el pasado, los disidentes europeos recurrieron tanto a textos romanos y griegos como a las Escrituras. Eruditos de Nápoles publicaron textos clásicos con comentarios que establecían una comparación, desfavorable para España, entre el gobierno ejercido por un virrey y la paridad entre los nobles y el «pueblo», imperante en el pasado «republicano» de la ciudad; en tanto que en Inglaterra, según Thomas Hobbes, «en lo tocante a rebeliones, en particular las que se oponen a la Monarquía, una de las causas más frecuentes es la lectura de libros de política e historia de griegos y romanos de la Antigüedad». Y continuaba diciendo: «Yo diría que la lectura de tales libros ha hecho que los hombres se empeñen en matar a sus reyes, porque los autores griegos y latinos, en sus libros y discursos políticos, convierten en legítimo y loable que cualquier hombre así lo haga, siempre que, antes de hacerlo, llame tirano al monarca». Su conclusión era: «No puedo imaginarme algo más perjudicial para una Monarquía que permitir la lectura general de tales libros[67]».
La justificación de la desobediencia, II: con la vista puesta en el futuro
Muchos rebeldes miraban al futuro tanto como al pasado, utilizando la profecía, la adivinación y los portentos para convencerse a sí mismos y a los demás del resultado favorable que tendría su resistencia. En China hacía tiempo que los integrantes de una secta religiosa popular conocida como el Loto Blanco venían pronosticando que un hombre llamado Li sería algún día emperador y, mientras se afanaban por materializar ese pronóstico, Li Zicheng consultó con un médium. Cuando el profeta cometió la insensatez de afirmar que «Zicheng no es un auténtico Hijo del Cielo» y pronosticó el inminente final de su poder, Li lo ejecutó. A pesar de esta decepción, mientras se preparaba para asaltar Pekín, Li consultó con otro vidente para averiguar cuál era la mejor manera de alcanzar su objetivo. Quizá por haber aprendido de la suerte de su antecesor, este profeta aconsejó a Li que colocara a niños en primera fila de sus tropas (algo que hizo, entrando en la capital prácticamente sin esfuerzo). Como gran parte de los chinos, Li otorgaba gran importancia a los portentos. Cuando una tormenta de polvo y niebla amarilla envolvió su capital temporal, inmediatamente después de que él se proclamara «príncipe de Shun», Li fue presa del pánico hasta que sus videntes le aseguraron que era un buen augurio, ya que, cuando surgía una nueva dinastía china, el sol y la luna se veían transitoriamente privados de luz[68].
En Europa, los rebeldes también estaban dispuestos a recurrir al esclarecimiento y el apoyo de los que decían tener línea directa con el cielo. Los católicos siempre habían reconocido la autoridad espiritual de «personajes humildes, apartados de sus congéneres», en palabras de Alexandra Walsham, «por obra y gracia de su sagrado cometido». Así, cuando el ejército de Felipe IV avanzaba sobre Barcelona a comienzos de 1641, sor Eufràsia Berenguer, una mujer noble que había tomado los hábitos hacía casi treinta años, tuvo varias visiones que animaron a los defensores de la ciudad. En una de ellas, santa Eulalia (patrona de la ciudad) «se le apareció muy alegre y con una palma en la mano y dixo por dos o tres vezes “victoria, victoria”», mientras en otra «veía a la Santísima Virgen que tenía debaxo de su mano a la Ciudad de Barcelona […]. Esto se pasó a 22 [de enero de 1641] y a 26 huvieron la victoria en la montanya de Montjuique[69]». En ocasiones, también los no católicos consultaban a profetas. En 1638 muchos de los adversarios escoceses de Carlos I hallaron consuelo en «los admirables discursos, exhortaciones, oraciones [y] alabanzas que salían de la boca de Margaret Mitchelson, una pobre mujer que experimentaba arrebatos de éxtasis celestial y decía cosas extrañas defendiendo el feliz cumplimiento en este Reino de la causa de Dios y la Corona de Cristo, ya hechos realidad en el cielo». Las extasiadas profecías de Margaret suscitaban «el asombro de miles de personas» y algunas que antes habían albergado dudas «quedaban totalmente seguras y se animaban a echar una mano a esta gran obra de Dios[70]».
Algunos de los profetas revolucionarios difundían sus pronósticos impresos. Prophecy of the White King [Profecía del rey blanco], de 1644, escrita por William Lilly, que predecía la derrota y caída de Carlos I, vendió 1800 ejemplares en los primeros tres días. Lilly repitió su pronóstico en otro opúsculo publicado el mismo día de la derrota del monarca en la batalla de Naseby, lo cual consolidó su fama de certero y le granjeó una pensión anual de cien libras esterlinas abonada por los vencedores. Según indicaría posteriormente un parlamentario: «Sus escritos han mantenido el ánimo de los soldados, de la gente sencilla de este Reino y de muchos de nosotros, los parlamentarios[71]». En 1650, George Foster, antiguo oficial del Nuevo Ejército Modelo, publicó en sus visiones que Dios había elegido a sir Thomas Fairfax para ser un «instrumento» con el que destruir el Parlamento y talar «a todos los hombres y mujeres a los que se encontrara que fueran más altos que la media, elevando a quienes fueran más bajos que la media y haciéndolos a todos iguales». Posteriormente, George cambió de nombre y se hizo llamar Jacob Israel Foster, publicando una profecía en la que aseguraba que Dios destruiría al papa en cinco años y al sultán otomano al año siguiente, lo cual daría paso a una época de generalizada abundancia[72].
Varios autores musulmanes, judíos y cristianos de mediados del siglo XVII profetizaron el inminente fin del mundo y algunos líderes rebeldes explotaron el entorno milenarista imperante para atribuirse poderes mesiánicos. En el Irán de 1629 muchos musulmanes chiitas vieron en un gobernador provincial rebelde de Gilán al Redentor, mientras que en el Imperio otomano suní, tanto Abaza Hasan (también gobernador provincial rebelde) en 1658 como el hijo de un sufí kurdo en 1667 dijeron ser el Mahdi (véase capítulo 7). En la década de 1670, el carismático jeque musulmán Nasir al-Din «decía haber sido enviado por Dios», «preconizaba la penitencia» y «sólo hablaba de la ley de Dios, del bienestar y de la libertad» (véase capítulo 15).
En Europa, Martin Laimbauer, un agricultor protestante que en 1635 dirigió una revolución campesina en Austria, mantuvo su causa durante casi un año anunciando la inminencia del Apocalipsis y su propia condición de Mesías. Durante las décadas de 1640 y 1650, muchos hombres ingleses se proclamaron «el Elegido»: James Nayler, luciendo una melena y una barba sugerentemente largas, consiguió tantos adeptos que el Domingo de Ramos de 1656 —un año en el que muchos profetas esperaban el fin del mundo— y a imitación de Cristo, hizo una entrada triunfal en Bristol, segunda ciudad de Inglaterra, a lomos de un burro, mientras la gente extendía palmas a su paso. Lo más espectacular fue que en 1665 muchos judíos vieran en Sabbatai Zevi tanto al rey del mundo como al Mesías[73].
Hispanoamérica también generó líderes mesiánicos rebeldes. En 1647, en Santiago de Chile un esclavo africano se proclamó «rey de Guinea», clamando venganza contra los colonos, en tanto que unos años después Pedro Bohórquez dijo ser descendiente de los emperadores incas y, en consecuencia, legítimo gobernante del Perú. En 1650 don Guillén Lombardo (véase capítulo 15) escapó de las celdas de la Inquisición mexicana, afirmando que «dentro de un año se avía de haver rebuelto el orbe y se havían de ver cosas grandes», y distribuyó muchos ejemplares (escritos a mano) de la Proclamación de independencia para Nueva España. Cuando no estaba siendo interrogado por la Inquisición, don Guillén escribía poemas de contenido mesiánico, hasta que en 1659 se decidió que era demasiado peligroso dejarlo con vida y ardió en la hoguera. Parece que a su muerte sus notables hazañas engendraron la leyenda del Zorro[74].
La justificación de la desobediencia, III: la forja de nuevas teorías de resistencia
Cuando aquellos que en Europa «estaban deseando que se produjera un cambio» no encontraban precedentes adecuados en las Escrituras, la historia y los clásicos, y cuando el mesianismo no les reportaba adeptos, desplegaban tres estrategias alternativas para justificar la resistencia: presentar documentos falsos, servirse de argumentos ajenos utilizados en otros lugares o inventarse razones completamente nuevas. Varios rebeldes crearon documentos que parecían justificar sus acciones. En 1641, en el Úlster, sir Phelim O’Neill esgrimió un «pergamino con un gran sello que según él era un aval de su Regia Majestad para sus acciones». Las «declaraciones» de muchos de los supervivientes protestantes daban fe de con cuánta eficacia había conseguido engañarlos a ellos y a otros[75]. Idéntica estratagema utilizó en 1647 el duque de Guisa para asegurar a los líderes de la «Serenísima República de Nápoles» que poseía una carta de Luis XIV en la que éste prometía el apoyo de Francia; por su parte, Bogdan Jmelnytsky en Ucrania y Stenka Razin en Rusia alardeaban ante sus seguidores cosacos de tener cartas regias autorizándolos a movilizarse contra sus opresores. A ninguno de esos documentos se le dio gran crédito, pero se puede decir casi con seguridad que eran falsificaciones[76].
La segunda estrategia alternativa se basaba en apropiarse de justificaciones para la resistencia inventadas por disidentes de otras latitudes. La verborrea de los principales defensores del Covenant escocés hace que sean ellos los que nos proporcionen las descripciones más pormenorizadas de ese proceso. Así, en 1638, al agravarse el conflicto con el rey Carlos, Archibald Johnston de Wariston leyó la historia de la exitosa revuelta holandesa contra el soberano español, escrita por Emanuel Van Meteren, y después «estudió durante toda esa semana la Althusii Politica», un tratado de mil páginas escrito por Johannes Althusius según el cual un contrato o alianza constituía la base de cualquier asociación de seres humanos (desde las familias a los Estados, pasando por los gremios, las ciudades y las provincias), y los representantes de las asociaciones inferiores podían en ciertas circunstancias resistirse a un superior tiránico. Al año siguiente, Wariston «comenzó a caer en la hipótesis de la resistencia en Escocia» y para aclarar sus ideas «compendió las razones de Bruto», lo cual alude al tratado calvinista francés Vindiciae contra tyrannos, publicado sesenta años antes para justificar la resistencia armada[77]. Entretanto, el preceptor universitario de Wariston, Robert Baillie, encontraba justificaciones para la resistencia en textos de Martín Lutero y en otros protestantes, porque «en ocasiones permitían a los súbditos defenderse cuando el príncipe está absolutamente libre de ataduras humanas, pero no de vínculos absolutos con las leyes de la Iglesia y el Estado a las que ha jurado lealtad, situación en la que se encuentran todos los reyes cristianos de la actualidad». Dos semanas después, Baillie, Wariston y algunos clérigos radicales escoceses debatieron «la legitimidad y la necesidad de defendernos en ese caso por las armas[78]». También Alexander Henderson recurrió a autores holandeses del momento al ponderar qué circunstancias podían justificar la oposición a las órdenes del rey «y tomar por tanto las armas». De la obra Del derecho de la guerra y de la paz de Hugo Grocio, publicada en 1625, tomó el argumento de que «la gran fuerza de la necesidad» podría «justificar acciones de otro modo injustificables». «Llegado ese extremo —continuaba diciendo—, quedarse inmóvil […] a la espera de nuestra propia destrucción», iría «no sólo en contra de la religión sino de la naturaleza». Su conclusión era que «no [podía haber] mayor necesidad» que la conservación de la religión y las libertades de un país, porque «la necesidad es una soberanía, una ley que se impone a todas las demás[79]».
Los adversarios ingleses de Carlos I también leían y saqueaban a Althusius, Grocio y a otros defensores de la revuelta antiespañola en los Países Bajos. En 1641, Calybut Downing, un pastor puritano que contaba con la protección de los principales adversarios del monarca, publicó un opúsculo en el que se comparaba la situación de Inglaterra en ese momento con la de los Países Bajos en vísperas de su revuelta en la década de 1560. En concreto, Downing establecía un paralelismo entre el duque de Alba, el «tiránico virrey» que Felipe II había enviado a la cabeza de un ejército español que debía aplastar a sus detractores, y el conde de Strafford, del que muchos sospechaban que planeaba traer un ejército de Irlanda para aplastar a los oponentes ingleses de Carlos, y su conclusión era que eliminar al «tiránico» Strafford era la única manera de impedir en Inglaterra una «guerra civil» similar a la que el de Alba había provocado en los Países Bajos[80].
En 1643, el erudito y caballero William Prynne reveló cuál era la teoría de la resistencia que prefería en el título de su libro más conocido: Soveraigne power of Parliaments and kingdomes, wherein the Parliament’s present necessary defensive armes against their sovereignes, and their armies in some cases, is copiously manifested to be just [Poder soberano de los Parlamentos y reinos, donde pródigamente quedan patentes las armas que necesita en la actualidad el Parlamento para enfrentarse a sus soberanos y en algunos casos sus ejércitos]. El volumen se componía de doscientas apretadas páginas de ponzoñosos ataques contra el rey Carlos, intercalados con citas de la Biblia, los clásicos y escritores del momento (tanto católicos como protestantes), seguidas de un apéndice con ejemplos extranjeros de resistencia, destronamientos y regicidios tomados de casos que iban desde el Israel antiguo a la Francia de la época; el texto completo del Acta de Abjuración, mediante la cual los holandeses renunciaron a su lealtad a Felipe II en 1581, y extractos en inglés del Vindiciae contra tyrannos, que no tardaría en publicarse en ese idioma con el combativo título de A defence of liberty against tyrants [Una defensa de las libertades frente a los tiranos][81]. Para Prynne, el problema de Inglaterra no radicaba en los ministros tiránicos, sino en su caprichoso soberano. En consecuencia, su única oportunidad de salvación era la creación de una República.
Prynne podía elegir entre dos concepciones republicanas distintas: un Estado como la República holandesa, regido por «hombres virtuosos», a quienes su demostrada competencia administrativa, capacidad de servicio público y conocimientos jurídicos capacitaban para gobernar, o un Estado oligárquico como Venecia, en el que unas pocas familias poderosas monopolizaban todo el poder. Escritos ensalzando ambos tipos de gobierno circularon ampliamente en la Europa de mediados del siglo XVII. La imprenta con las técnicas más avanzadas era la holandesa Elzevier, que permitía «miniaturizar», es decir, publicar una serie de volúmenes baratos de pequeño formato que describían varias repúblicas, antiguas y modernas: Atenas y Esparta, la de los hebreos y Roma, Venecia y Génova, o la suiza, la Liga Hanseática y la República holandesa. Esas obras, escritas en un latín sin florituras, tuvieron un éxito extraordinario: parece que todas las grandes bibliotecas del siglo XVII tenían un juego y el tamaño de los volúmenes los hacía fácilmente transportables por una sola persona. Muchos de ellos alcanzaron varias ediciones[82].
La influencia de esas y otras obras republicanas explica que Nápoles, al proclamarse independiente de España en 1647, asumiera la condición de «Serenísima República», la misma que Venecia, en tanto que el duque de Guisa juró defender «las libertades de la Serenísima República de Nápoles al igual que el príncipe de Orange la de Holanda[83]». Del mismo modo, los exiliados irlandeses católicos de la década de 1620 abogaban por una invasión de su propio país «en nombre de las libertades de la patria» y por el establecimiento de «una República que recogiera ese nombre en sus banderas y cargos; y todos los demás estatutos deberían apelar a la República y Reino de Irlanda». Algunos de los sublevados de 1641 afirmaban «que era intención de los irlandeses tener un Estado libre y propio como el que tienen en Holanda, sin estar en absoluto atados a ningún rey o príncipe[84]».
Esa retórica alarmaba a los reyes y a sus ministros. En 1646, el cardenal Mazarino llamó la atención a un nuevo enviado a punto de encaminarse hacia Londres sobre «el ejemplo de las Provincias Unidas de los Países Bajos» que «vierten su propia sangre y gastan más en un año para mantener la guerra de lo que habrían estado dispuestas a gastar en cincuenta, si se hubieran mantenido bajo el dominio del rey de España, en cualquier guerra que éste hubiera querido librar». En consecuencia, predijo Mazarino, una República de Inglaterra sería mucho más fuerte de lo que había sido la Monarquía, «sobre todo si Escocia, un país donde abundan las gentes belicosas y pobres, se convirtiera en parte de esa nueva República[85]». Los acontecimientos no tardaron en dar la razón al cardenal. En 1647, algunos oficiales y hombres del victorioso Nuevo Ejército Modelo defendieron atrevidos principios igualitaristas como que «el más pobre [varón] de Inglaterra tiene una vida que vivir, [igual] que el más grande», de manera que «todo hombre que vaya a vivir bajo un gobierno debería someterse a dicho gobierno por propio consentimiento», en tanto que ninguno debía obedecer a un «gobierno en cuya elección no haya podido dejar oír su voz» (véase capítulo 12). Al año siguiente, algunos de esos oficiales, con el apoyo de políticos afines, constituyeron un tribunal para juzgar a quien ellos llamaban entonces «Carlos Estuardo», que fue condenado a muerte y ejecutado: algo nunca visto hasta ese momento (y después, pocas veces). En la década de 1650 proliferaron en ambos reinos grupos con programas todavía más radicales: desde los niveladores y los cavadores, que abogaban por una división equitativa de la propiedad, a los cuáqueros, que proclamaban la igualdad entre el hombre y la mujer.
A mediados del siglo XVII, este radicalismo político y social no salió de Gran Bretaña, e incluso allí tuvo sus límites: los mismos oficiales que habían juzgado al rey aplastaron a los niveladores, en tanto que algunos de los mismos parlamentarios que habían votado a favor de la ejecución del monarca se pronunciaron también a favor de ejecutar al autoproclamado Mesías James Nayler, acusándolo de blasfemia[86]. Además, después de la Restauración monárquica, gran parte de las ideas radicales inglesas desaparecieron del mapa durante más de un siglo. Con todo, la difusión de ideas radicales durante las décadas de 1640 y 1650 fue realmente asombrosa: nunca hasta entonces las noticias e ideas políticas se habían propagado hasta tal punto ni con tanta rapidez. En los anteriores movimientos opositores habían participado cientos y, como mucho, miles de personas, pero en muchos de los movimientos de mediados del siglo XVII participaron un millón de personas o más. Para alcanzar ese cambio de magnitud habían sido necesarios dos requisitos esenciales: tanto Extremo Oriente como Europa contaban no sólo con un gran número de ávidos lectores, sino con una importante cantidad de material impreso al que éstos podían acceder. Independientemente de que se remitieran a las Escrituras o a los clásicos, a la Historia Antigua o a la antigua Constitución, a alianzas o contratos, «los que estaban deseando que se produjera un cambio» atrajeron a muchos más seguidores a mediados del siglo XVII que cualquiera de sus antecesores, porque lograron hacer llegar sus argumentos a públicos de una magnitud nunca vista.